La noche interminable

El frío intenso despertó a Rohan. Amodorrado, se acurrucó bajo la manta, apretando la sábana contra la cara. Trató de abrigarse el rostro con las manos pero el frío era cada vez más insoportable. Sabía que tenía que despertarse del todo; sin embargo, postergaba ese momento, sin saber por qué. Bruscamente, se sentó en la cucheta. La oscuridad era total. Un soplo helado le golpeó la cara. Se levantó a tientas, y maldiciendo entre dientes buscó el climatizador. Había sentido tanto calor en el momento de acostarse que había puesto la llave en «frío».

El aire de la pequeña cabina se calentó poco a poco, pero ahora, sentado debajo de la manta, no tenía ganas de dormir. Miró la esfera fosforescente del reloj; eran las tres, hora de a bordo. Otra vez tres horas de sueño, protestó. Seguía teniendo frío. La conferencia había durado mucho tiempo, se habían separado poco antes de medianoche. Tanta charla inútil, se dijo.

Ahora, en las tinieblas que lo rodeaban, hubiera dado cualquier cosa por estar de regreso en la base, por no ver nunca más a Regis III, por no oír hablar nunca más de ese planeta maldito, ese mundo muerto de pesadilla, dotado de la astucia siniestra de las cosas inanimadas. La mayoría de los estrategas había opinado que lo más aconsejable era ponerse en órbita, con excepción del ingeniero jefe y el director del departamento de física, quienes habían apoyado desde un principio la posición de Horpach: permanecer en el planeta tanto tiempo como fuese posible. La probabilidad de rescatar a los cuatro hombres desaparecidos del grupo de Regnar era quizá de una en cien mil, o acaso menos. Si no habían muerto antes, sólo la distancia podía haberlos salvado del infierno atómico. Rohan hubiera querido saber si el astronauta no había despegado únicamente a causa de ellos, o si había tenido en cuenta otras consideraciones. Aquí, en Regis III, sólo conocerían una cara de la verdad; otra sería la historia expuesta en los secos términos de un informe, en la serena atmósfera de la base. El informe diría simplemente que habían perdido la mitad de las máquinas de la expedición, el arma principal — el Cíclope con su mortero antimateria, que en adelante representaría un peligro más para toda nave que se acercara a Regis III —, que las pérdidas en hombres se elevaban a seis muertos, que la mitad de la tripulación había tenido que ser hospitalizada, y que por añadidura estos hombres quedarían incapacitados para volar durante muchos años, si no para siempre. Y que, habiendo perdido hombres, máquinas y el mejor aparato, habían huido, pues ¿qué otra cosa podía ser ahora el regreso sino una huida cobarde? Habían huido, sí, de los cristales microscópicos creados por el pequeño planeta desértico, todo cuanto allí quedaba de la civilización liriana que la Tierra había superado mucho tiempo atrás. Pero ¿era Horpach hombre de tomar en cuenta consideraciones semejantes? Quizá ni él mismo sabía por qué no había dado orden de despegar. ¿O acaso estaba esperando que sucediera algo? Pero ¿qué?

Los biólogos decían que era posible vencer a los insectos inanimados con sus propias armas. Desde el momento en que la especie evolucionaba, concluían, no era imposible intervenir en ese proceso evolutivo. Ante todo era preciso introducir en una cantidad considerable de especímenes. que sería necesario procurarse, ciertas mutaciones, modificaciones hereditarias de un tipo determinado que volvieran inofensiva a toda esta raza cristalina.

Las características de ese cambio genético tendrían que ser muy específicas, de manera tal que ofrecieran ventajas aprovechables inmediatas, y aseguraran a la vez, en las nuevas generaciones, la aparición de un talón de Aquiles, un punto vulnerable que pudiera ser atacado. Pero todo eso era la charla habitual, especulativa y ociosa de los teóricos: ninguno de ellos tenía la más remota idea del tipo de mutación que se requeriría, cómo provocarla, ni cuántos de esos malditos cristales podrían capturar sin correr el riesgo de verse envueltos en una nueva batalla, cuyo desenlace podía ser una derrota más terrible aún que la de la víspera. Y aun en el caso de que todo marchase a pedir de boca, ¿cuánto tiempo habría que esperar los efectos de esa futura evolución? No días ni semanas, por cierto. ¿Tendrían que dar vueltas y más vueltas alrededor de Regis III durante uno o dos años, o acaso diez? Todo eso era totalmente absurdo.

Rohan notó que había exagerado con el climatizador: otra vez hacía mucho calor en la cabina. Se levantó, se bañó, se vistió rápidamente y salió.

El ascensor no estaba allí. Lo llamó, y mientras esperaba en la penumbra, a las trémulas luces móviles del indicador, sintiendo en la cabeza todo el peso de las noches sin sueño y de los días cargados de tensión, se puso a escuchar en el silencio nocturno de la nave. La sangre le latía en las sienes. De tanto en tanto había un gorgoteo en las cañerías invisibles del crucero; de los pisos inferiores subía el ronroneo ahogado de los propulsores que giraban en el vacío, preparados para el despegue en cualquier instante. Un soplo de aire seco con sabor metálico subía de los pozos verticales de ventilación, a ambos lados de la plataforma. Las puertas se abrieron y entró en el ascensor. Bajó en el octavo nivel. Aquí el corredor seguía la curva del casco principal, alumbrado por una hilera de lamparillas azules. Avanzaba sin saber a dónde iba, levantando automáticamente los pies en los lugares precisos, para cruzar los altos umbrales de los mamparos. Distinguió, por último, las sombras de los técnicos que trabajaban en el reactor principal. El lugar estaba a oscuras; sólo algunas decenas de manes luminiscentes revoloteaban sobre los paneles de control.

— Están muertos — dijo uno. Rohan no reconoció la voz del que hablaba —. ¿Cuánto te apuesto? Mil roentgens en un radio de ocho kilómetros. No pueden estar vivos. Eso te lo aseguro.

— Entonces ¿qué hacemos aquí? — gruñó otro.

No por la voz, sino por el sitio de donde venía — el tablero de control gravimétrico —, Rohan supo que era Blank el que había hablado.

— ¿Qué hacemos? El viejo no quiere volver. Es eso.

— ¿Y tú qué piensas? ¿Qué harías?

— ¿Qué otra cosa podemos hacer?

Hacía calor allí. La atmósfera estaba impregnada de un aroma artificial a agujas de pino que se utilizaba en las unidades climatizadoras para disimular el desagradable olor del plástico recalentado y las chapas blindadas del casco cuando funcionaba el reactor. El resultado era un olor que no se parecía ni a uno ni a otro, y que era característico del octavo nivel. Rohan seguía de pie, invisible para los hombres, con la espalda apoyada en la almohadilla de goma del tabique. No quería ocultarse, pero no tenía ganas de participar en esa conversación.

— Quién te dice que ahora no se está acercando… — dijo alguien, luego de un corto silencio.

El rostro del que hablaba apareció un momento al inclinarse hacia adelante — mitad rosa, mitad amarillo al resplandor de las lámparas testigos que parecían vigilar desde la pared a los hombres acurrucados abajo. Rohan, como todos los demás, adivinó en seguida a qué se refería.

— Tenemos el campo y el radar — replicó Blank, contrariado.

— Por lo que te servirá el campo, cuando la radiación se eleve a mil millones de ergios.

— El radar no lo dejará pasar.

— ¿A mí me lo dices? Vamos, si lo conozco como la palma de mi mano.

— ¿Y qué hay con eso?

— ¿Cómo, qué hay? Él tiene un antirradar. Un sistema de interferencias…

— ¡Está rechiflado! ¡Esa es la cuestión! ¿Tú estabas en la cabina de comando?

— No, no estaba.

— Bueno, pero yo si. Lástima que no vieras caer las sondas.

— ¿Qué quieres decir? ¿Que ellos lo reprogramaron? ¿Que ahora controlan el Cíclope?

Hablan de «ellos», se dijo Rohan. Como si fuesen verdaderamente criaturas vivas, dotadas de razón… — ¿Crees que los protones lo saben? Aparentemente, lo único que anda mal es el sistema de comunicaciones.

— Entonces ¿por qué dispara contra nosotros?

Hubo un nuevo momento de silencio.

— ¿Sabemos al menos por dónde anda? — preguntó el hombre que no había estado en la cabina de comando.

— No. El último comunicado llegó a las once. Kralik me lo dijo. Lo avistaron dando vueltas por el desierto.

— ¿Lejos del aquí?

— ¿Qué? ¿Tienes miedo? A unos ciento cincuenta kilómetros de aquí. Apenas una hora de camino. O quizá menos.

— ¿Por qué no calláis de una vez? — terció Blank con impaciencia —. ¡Como si todas estas especulaciones pudieran conduciros a algo!

El perfil anguloso de Blank se recortó contra el parpadeo multicolor de las lamparillas. Todos quedaron callados.

Rohan dio media vuelta y se alejó tan silenciosamente como había llegado. En camino, pasó por los dos laboratorios. El grande estaba a oscuras; en el pequeño, en cambio, había luces; la claridad de las lámparas del cielo raso se proyectaba oblicuamente en el pasillo.

Rohan echó una ojeada al interior. Alrededor de la mesa redonda sólo se encontraban reunidos los cibernetistas y los físicos: Jason, Kronotos, Sarner, Livin, Saurahan, y alguien que de espaldas a los otros, a la sombra de un tabique inclinado, se dedicaba a programar un cerebro electrónico.

— …hay dos posibles soluciones: aniquilación o autodestrucción. Todas las demás son orgánicas — decía Saurahan.

Rohan no se movió. Una vez más, prefirió escuchar sin hacerse ver.

— La primera solución: desencadenar un proceso que luego crezca solo, como una bola de nieve. Habría que llevar al barranco un mortero antimateria y abandonarlo allí,

— Eso ya se intentó — observó alguien.

— Si no tiene cerebro electrónico, podrá funcionar a temperaturas de más de un millón de grados. Además, utilizaremos plasma, que es insensible a las temperaturas siderales. La nube actuará como de costumbre. Intentará sofocar a la máquina, entrar en resonancia con los circuitos de comando; pero no habrá circuitos, sólo una reacción infranuclear. Cuanto mayor sea la cantidad de materia, más violenta será la reacción. De este modo, podríamos atraer a un solo lugar toda la necrosfera del planeta y aniquilarla…

La necrosfera? pensó Rohan. Ah, sí, los cristales inorgánicos. Especialistas, siempre dispuestos a inventar palabras nuevas.

— Yo me inclinaría por la otra variante, la autodestrucción — dijo Jason.

— En ese caso habría que separar el cerebro-nube en dos, y conseguir que las dos partes se enfrenten. Cada nube tendría que considerar a la otra como un adversario en la lucha por la supervivencia.

— La idea parece buena, pero ¿cómo piensas llevarla a la práctica?

— No es fácil, pero tampoco imposible. Siempre y cuando la nube no sea nada más que un seudocerebro, incapaz de sacar conclusiones lógicas.

— La variante orgánica, la de modificar las condiciones de vida de la nube, parece, sin embargo, la más segura — dijo Sarner —. Se trataría de reducir la intensidad media de la radiación. Cuatro bombas de hidrógeno, de cincuenta a cien megatones cada una para cada hemisferio, o sea un total de unos ochocientos megatones, sería suficiente. El agua del océano, al evaporarse, aumentaría la densidad del vapor de agua; aumentaría el albedo, y los pares simbióticos carecerían de energía y no podrían multiplicarse.

— Los cálculos están basados en datos inciertos — protestó Jason.

Viendo que la conversación amenazaba convertirse en una discusión académica, Rohan se alejó internándose en el pasillo.

En lugar de volver a tomar el ascensor, subió por la escalera de caracol de hierro que rara vez se utilizaba. Al pasar por los rellanos de los niveles cada vez más altos, vio al equipo de De Vries en los talleres de reparaciones, trabajando con enceguecedoras lámparas de soldar alrededor de los arctanos inmóviles. Divisó a lo lejos los. ojos de buey de la enfermería como un leve resplandor malva. Un médico cruzó en silencio el corredor, seguido por un autómata asistente que llevaba un surtido completo de brillantes instrumentos. Rohan pasó frente a las cantinas oscuras y desiertas, las salas del club, la biblioteca. Se detuvo un instante junto a la puerta del astronauta, como si también allí quisiera escuchar sin ser visto. Ni un solo rayo de luz, ningún ruido se filtraba por debajo del liso panel de la puerta, y los redondos ojos de buey estaban herméticamente cerrados.

Sólo citando llegó de regreso a la cabina, se dio cuenta de que estaba demasiado cansado. Los hombros se le hundían, adormecidos. Se dejó caer pesadamente en la cucheta, se descalzó y se recostó contra los almohadones; la cabeza apoyada sobre las manos cruzadas, contempló el bajo cielo raso débilmente iluminado, la azul superficie laqueada hendida en dos por una rajadura.

No había sido el sentido del deber lo que lo impulsara a recorrer la nave, ni tampoco la curiosidad de conocer los sentimientos y opiniones de los otros. Temía esas solitarias horas de insomnio, cuando unas imágenes que hubiera querido olvidar volvían a animarse. El recuerdo más terrible era el del hombre que había matado casi a quemarropa para salvar la vida de los otros. No había podido evitarlo, pero eso no lo consolaba. Sabía que en cuanto apagase la luz reviviría una vez más la escena, volvería a ver al loco avanzando con paso vacilante, una vaga sonrisa en los labios, juguete del arma que le temblaba en la mano, pasando junto al cuerpo mutilado que yacía sobre las rocas.

Ese cuerpo era el de Jarg, quien luego de salvarse milagrosamente había encontrado una muerte estúpida e inútil. Y pocos segundos después el otro, con el traje protector despedazado en el pecho, humeante, se desplomaba sobre el primer cadáver. En vano trataba Rohan de ahuyentar esa imagen que reaparecía ante él una y otra vez. Sentir el olor acre del ozono, el quemante retroceso del gatillo entre los dedos crispados y transpirados; oía los quejidos de los hombres que poco después había tenido que arrastrar para atarlos en gavillas como espigas de trigo. Y cada vez que volvía a encontrarse, frente a frente, con el rostro repentinamente ciego del hombre quemado, aquella expresión de desesperada impotencia lo estremecía hasta la médula.

Un golpe seco: el libro que comenzaba a leer en la estación acababa de caerse. Había puesto dentro un trozo de papel como señalador, pero no había leído una línea. ¿Quién tenía tiempo para leer? Se acomodó en la cucheta, pensó en los estrategas que en ese momento imaginaban planes para la destrucción de la nube y esbozó una torcida sonrisa.

Es todo tan absurdo, pensó. Ellos quieren destruir… y a decir verdad, nosotros también; todos nosotros queremos destruir esa cosa. y sin embargo a nadie salvaremos destruyéndola. Regis es un planeta deshabitado; el hombre no tiene nada que hacer aquí. ¿Por qué, entonces, esa furia encarnizada? ¿No es acaso lo mismo que si hubiesen perecido a causa de una tempestad, o de un terremoto? No hemos tenido que enfrentar una intención consciente, un pensamiento hostil. Nada más que un proceso inerte de autoorganización… ¿Vale la pena derrochar todas nuestras energías en aniquilar ese proceso, sólo porque en un principio nos pareció un enemigo, que luego de atacar por traición a El Cóndor se había ensañado contra nosotros? ¿Cuántos fenómenos similares, misteriosos, incomprensibles para el hombre, encierra el universo? ¿Iremos por ventura a recorrer con nuestras naves todo el cosmos, llevando a bordo nuestras poderosas armas destructivas, con el propósito de aniquilar todo cuanto esté más allá de nuestro entendimiento? ¿Cómo fue que la llamaron? Necrosfera. Quiere decir, entonces, que existe también una necroevolución, una evolución de la materia inerte. Quizá los lirianos habrían tenido algo que decir al respecto, pues conocían Regis III. Tal vez intentaron colonizar el planeta cuando los astrofísicos les anunciaron que el sol de Lira iba a transformarse en una nova… Quizá esa fuera la última esperanza de esas gentes… Si nosotros estuviésemos en la misma situación, lucharíamos naturalmente, trataríamos de destruir a esa casta de cristales negros. Pero ahora ¿por qué? A una distancia de un parsec de la base, y la base misma a no sé cuántos años luz de la Tierra… ¿En nombre de qué seguimos aquí, en este maldito lugar, condenando a muerte a nuestros hombres? ¿Por qué nuestros científicos pasan la noche en vela perfeccionando métodos de destrucción? ¿Acaso puede hablarse de venganza?

Si Horpach se encontrase allí, le diría todo lo que pensaba. Le diría, sí, que era una petulancia ridícula y a la vez una locura ese afán de «victoria a cualquier precio», esa «heroica perseverancia del hombre», esa obsesión de vengar a los camaradas muertos, cuando ellos mismos los habían condenado a esa muerte… Reconozcamos que fuimos imprudentes, que confiamos demasiado en nuestras armas poderosas, que hemos cometido errores, y que ahora hemos de pagar las consecuencias. Nosotros, s o nosotros somos los responsables.

Así reflexionaba Rohan a la tenue luz de la cabina; los ojos le ardían, como si tuviera arena bajo los párpados. El hombre — lo comprendía ahora en un destello de clarividencia- no se ha elevado aún al pináculo que cree haber alcanzado; no ha merecido aún acceder a la posición presuntuosamente llamada cosmocéntrica. Esa idea acariciada desde la antigüedad, que no consiste sólo en buscar criaturas semejantes al hombre y en aprender a comprenderlas, sino más bien en abstenerse de interferir en todo aquello que no concierne al hombre, en todo cuanto le es ajeno. Conquistar el espacio, sí ¿por qué no? Mas no atacar lo que ya tiene existencia propia, aquello que en el transcurso de millones de años ha creado su propio equilibrio, que no es tributario de nada ni de nadie, excepto de las fuerzas de radiación y de la materia: una existencia activa, ni mejor ni peor que la de los compuestos aminoácidos que llamamos hombres o animales.

A ese Rohan, a ese hombre que ahora creía entender que habla muchas formas de existencia, le llegó de pronto — como una aguja que le atravesara los nervios el aullido agudo e insistente de las sirenas de alarma.

Todo cuanto acababa de pensar se desvaneció instantáneamente, como ahogado por el estrépito insistente que repercutía en todos los niveles de la nave. Se levantó de un salto y se precipitó al corredor, trotando pesadamente junto con los otros, jadeando. Antes aún de llegar al ascensor sintió — no con un órgano de los sentidos, ni tampoco con el propio cuerpo, sino con el cuerpo mismo de la nave, de la que era ahora una partícula infinitesimal- una sacudida aparentemente débil y lejana, pero que conmovió al casco entero de El Invencible, de la popa a la proa; un golpe de una fuerza extraordinaria que era recibido y rechazado hábilmente por algo mucho más grande que El Invencible.

— ¡Es él! ¡Es él! — gritaban los tripulantes, desapareciendo uno tras otro en los ascensores, cuyas puertas se cerraban con un silbido. Otros, demasiado impacientes para esperar el ascensor, se precipitaban por la escalera de caracol. De pronto, a través del pandemónium de voces, gritos, silbatos, el aullido incesante de la sirena de alarma, y los pasos presurosos de los tripulantes, llegó el segundo golpe, siempre silencioso, pero esta vez mucho más violento. Las lamparillas azules del corredor parpadearon un instante.

Rohan nunca había pensado que el ascensor pudiese ser tan lento. Ni siquiera se daba cuenta de que seguía apretando el botón de bajada y que un solo hombre iba con él: Livin, el cibernetista. El ascensor se detuvo, y en el momento en que Rohan salía oyó un silbido increíblemente agudo. Rohan sabía que el oído humano no percibía las frecuencias más altas de ese sonido. Era como si todas las soldaduras de titanio de la nave gimieran simultáneamente. En el momento en que llegaba a la puerta de la cabina de comando, Rohan comprendió que El Invencible acababa de responder al fuego con fuego. Y de ese modo el combate había terminado.

Frente al fondo de llamas de la pantalla, se erguía la silueta de Horpach, alta y oscura; las luces del cielo raso estaban apagadas, quizá con algún propósito. Entre las líneas que rayaban la pantalla de arriba abajo, se alzaba ahora empañando todo el campo visual, el hongo de la explosión atómica, el tallo adherido al suelo, las nubes bulbosas extendiéndose a todos los rincones del cielo. Parecía inmóvil. La explosión había aniquilado al Cíclope, lo había reducido a átomos, y en el aire todavía vibrante flotaba la voz monótona del técnico:

— Veintiséis en punto cero… veintiocho en el perímetro.. uno y cuatro, veintidós en el campo…

Mil cuatrocientos veinte roentgen en el campo, la radiación ha roto la barrera del campo de fuerza, comprendió Rohan. No sabía que eso fuese posible. Pero cuando miró el cuadrante del medidor principal de potencia, supo cuál había sido la magnitud de la carga utilizada por el astronauta: una energía suficiente para poner en ebullición un mar mediterráneo de regulares dimensiones. Era evidente que Horpach no había querido correr el riesgo de tiros repetidos. Quizá había exagerado, pero ahora, al menos, les quedaba un solo adversario.

Mientras tanto, las pantallas mostraban un extraordinario espectáculo. La cabeza hinchada del hongo resplandecía con todos los colores del arco iris, desde el verde plateado más delicado hasta el naranja, el carmín, el escarlata. El desierto — sólo entonces se dio cuenta Rohan- había desaparecido, envuelto en una espesa niebla de arena, que había subido a una altura de varias decenas de metros, hinchándose y ondulando, como si se hubiese transformado de pronto en un verdadero océano.

El técnico continuaba leyendo las cifras que aparecían en el cuadrante:

— Veinte mil en punto cero… ocho y seiscientos en el perímetro… uno y uno, y cero dos en el campo…

La derrota infligida al Cíclope fue recibida en silencio. Habían combatido contra el arma más poderosa de ellos mismos y la habían destruido. Era en verdad una amarga victoria. Poco a poco los hombres se fueron dispersando. Mientras tanto, el hongo atómico seguía creciendo en el cielo. De pronto se encendió con toda una nueva gama de matices; asomaban los primeros rayos del sol, todavía detrás del horizonte. Por encima de los cirros glaciales, se desplegaba ahora en un abanico de tonalidades de oro malva, amarillo ámbar y blanco platino, que inundaban la cabina de comando de irisados resplandores, como si alguien hubiese pulverizado sobre las consolas esmaltadas de blanco los colores de todas las flores de la Tierra.

Una vez más sorprendió a Rohan el atuendo del comandante. Horpach se había echado sobre los hombros el capote blanco de gala que Rohan le viera usar por última vez durante las ceremonias de despedida en la estación terrestre. Sin duda se había puesto la primera prenda que había podido encontrar. De pie, con las manos en los bolsillos, el desgreñado pelo gris erizado en las sienes, miró de hito en hito a todos los presentes.

— Rohan, amigo mío — dijo con una voz extrañamente dulce —, tenga la bondad de venir a mi cabina.

Rohan se acercó e instintivamente cuadró los hombros. El astronauta dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta. Avanzaron así, uno detrás de otro, a lo largo del corredor, mientras por las bocas de ventilación entraba, junto con el suave zumbido del aire comprimido, un murmullo ronco: las voces exasperadas de los hombres que trabajaban en los niveles más bajos.

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