El Invencible se posó en un lugar cuidadosamente elegido, a unos seis kilómetros del límite septentrional de lo que ya llamaban «la ciudad»; los «edificios» se divisaban ahora con nitidez desde la cabina de comando, y parecían en verdad construcciones artificiales, mucho más que en las fotografías tomadas por los satélites. Angulosas, más anchas en general en la base que en la cima, de altura desigual, se extendían sobre una superficie de varios kilómetros cuadrados, negruzcas, con algún reflejo metálico de tanto en tanto. Sin embargo, ni con la ayuda del largavista más potente pudieron distinguir los detalles. Al parecer, la mayoría de estas construcciones estaban perforadas como cribas.
Esta vez no habían cesado aún los chasquidos metálicos de las toberas que empezaban a enfriarse, cuando ya la nave expulsaba la rampa inclinada y la osamenta del ascensor, rodeándose al mismo tiempo de un círculo de ergo-robots. Pero se tomaron además otras precauciones. En un paraje situado exactamente frente a la ciudad (que se alzaba detrás de unas pequeñas colinas, y no se veía desde el suelo), y al amparo de la cúpula invisible del campo protector, se preparó un equipo expedicionario de cinco coches oruga, junto con un monstruo dos veces más grande que los vehículos, y que parecía un escarabajo apocalíptico de caparazón grisáceo: el mortero antimateria móvil.
Rohan era el jefe del grupo. De pie, encaramado en la torrecilla abierta del primer vehículo de tierra, esperaba a que en respuesta a una orden del puente de mando se abriese un pasaje de salida en el muro del campo de fuerza. Dos info-robots emplazados en las colinas más próximas, lanzaron una serie de cohetes verdes para indicar el camino, y la pequeña caravana, de dos en dos, con Rohan adelante, emprendió la marcha en línea recta.
Los motores zumbaban con graves voces de bajo; las ruedas neumáticas de los gigantes lanzaban al aire manantiales de arena, y a la vanguardia de la comitiva, a doscientos metros de distancia, rozando apenas el suelo, se deslizaba un robot explorador que parecía un plato playo; las antenas del robot vibraban rápidamente, produciendo una corriente de aire que golpeaba los vértices de las dunas como encendiéndolas con un fuego invisible. La nube de polvo levantada por los vehículos flotaba en el aire sereno, señalando con una línea de volutas rojizas el derrotero de la caravana. Las sombras de las máquinas se alargaban a la luz postrera del atardecer.
Veinte minutos más tarde, luego de circundar un cráter casi cubierto por la arena, la caravana llegó a las primeras ruinas. Rompiendo la formación en columna, los tres vehículos no tripulados se separaron de la caravana e internándose entre las ruinas emitieron unas señales azules: acababan de levantar un campo de energía móvil. Los dos vehículos que transportaban a los hombres se adelantaron colocándose bajo la cúpula del campo protector. Detrás, a cincuenta metros, moviendo las curvadas patas telescópicas, avanzaba el gigantesco mortero antimateria.
Un poco más adelante, luego de atravesar una espesa maraña de cables y alambres metálicos, la caravana se detuvo. Una de las patas del mortero se había atascado en una grieta invisible bajo la espesa capa de arena. Dos arctanos saltaron del vehículo de Rohan y liberaron al coloso. Reanudaron la marcha.
Lo que ellos llamaran la «ciudad» no se parecía a ninguna ciudad terrestre. Grandes macizos oscuros se hundían profundamente en las arenas movedizas. Las estructuras carcomidas, erizadas de puntas, como cepillos, eran formas indefinibles que alcanzaban una altura de varios pisos; no había ni ventanas ni puertas, ni tampoco muros. Algunas tenían el aspecto de redes sinuosas, más espesas en los sitios en que se entrecruzaban los alambres. Otras eran como arabescos complicados, panales superpuestos, con aberturas triangulares o pentagonales. En las estructuras de mayores dimensiones, y en las superficies visibles, se advertía una suerte de regularidad; no la uniformidad de los cristales, pero sí un cierto ritmo, aunque frecuentemente quebrado por las huellas de fuerzas destructivas. Algunas construcciones recordaban un sistema arbóreo, de ramas soldadas entre sí, y talladas en bisel; pero esas ramas no se abrían libremente como en los árboles o arbustos; en algunos casos eran parte de un arco, en otros parecían dos espirales que giraban en sentido contrario y crecían verticalmente desde el suelo. Otras, por fin, se alzaban oblicuamente como la tabla de un puente levadizo. Los vientos dominantes, que soplaban del norte, habían acumulado arena en todas las estructuras horizontales y en los declives menores. De lejos, varias de estas ruinas recordaban una gruesa pirámide de vértice truncado. De cerca, sin embargo, la superficie aparentemente lisa era un sistema de ramas espinosas de aguzadas puntas, un follaje tan enmarañado e impenetrable que en algunos sitios retenía la arena.
A Rohan se le ocurrió de pronto que estas construcciones eran en verdad residuos rocosos, cúbicos y piramidales, invadidos por una vegetación muerta y desecada. Pero también esta impresión se desvaneció cuando hubo avanzado algunos pasos: el deterioro caótico no alcanzaba a ocultar una regularidad extraña a cualquier forma de vida orgánica. Aquellas no eran ruinas verdaderamente macizas, pues a través de las múltiples aberturas del matorral metálico se podía observar el interior; tampoco eran huecas, puesto que el matorral impenetrable las llenaba por completo. Todo daba una impresión de desolación y muerte.
Rohan pensó por un instante en recurrir al mortero antimateria, pero no hubiera tenido sentido; no había sitio en donde entrar. El huracán levantaba nubes de un polvo áspero entre los altos bastiones. La arena que colmaba los mosaicos de las aberturas corría sin cesar en un hilo delgado, con un rumor seco, acumulándose al pie de los panales en husos cónicos, como levantados por avalanchas en miniatura. Las antenas giraban en silencio; de los contadores Geiger, los micrófonos ultrasónicos y los detectores de radiaciones no venía ninguna señal. Sólo se oía el rechinar de la arena bajo las ruedas, el aullido repentino de los motores cuando los vehículos cambiaban de dirección. Avanzando ya a la sombra fría y profunda de los colosos, ya a la luz brillante que teñía la arena de rojo escarlata, llegaron por fin a la fisura tectónica. Tenía un centenar de metros de ancho y era un abismo de una profundidad aparentemente insondable, que las cataratas de arena arrastradas sin cesar por las violentas ráfagas de viento no habían llegado a colmar. Hicieron un alto y Rohan envió al robot explorador volante al otro lado del abismo. Siguió los movimientos del autómata en la pantalla de televisión, pero la imagen era siempre la misma, siempre el mismo paisaje. Al cabo de una hora, llamó al robot explorador. Luego de una breve consulta con Ballmin y el físico Gralew, que viajaban en el mismo vehículo, decidió examinar más de cerca algunas de las ruinas.
En primer término, intentaron medir con una sonda ultrasónica el espesor de la capa de arena que cubría las «calles» de la «ciudad» muerta; tarea ímproba por cierto, ya que los resultados de los sondeos eran contradictorios; el terremoto había abierto la grieta, y había descristalizado sin duda el subsuelo rocoso. La profundidad de la capa de arena en ese sector de la depresión parecía oscilar entre los siete y los doce metros.
Cambiando nuevamente de rumbo, la caravana se encaminó hacia el oeste, hacia el litoral oceánico. Al cabo de once kilómetros de camino tortuoso, entre ruinas negruzcas cada vez más bajas, que al fin desaparecieron bajo la arena, llegaron a una desnuda superficie rocosa, un acantilado que se elevaba a gran altura sobre el nivel del mar; el rugido de las rompientes» llegaba hasta ellos como un leve rumor. Una cadena de rocas desnudas, sin rastros de arena, de una tersura que no parecía natural, señalaba el borde del acantilado y se continuaba en una serie de cumbres montañosas que caían sobre el espejo del océano como petrificadas cataratas.
La «ciudad» que habían dejado atrás se alzaba ahora en el rojizo horizonte del atardecer como una silueta negra de contornos regulares. Rohan llamó a El Invencible y comunicó al astronauta los resultados de las exploraciones, resultados que en verdad eran casi insignificantes.
Poco después, siempre al amparo del campo protector y tomando todas las precauciones posibles, dieron media vuelta para regresar a las ruinas.
Ya en camino, hubo un pequeño accidente. Uno de los ergo-robots, quizá a causa de un ligero error de dirección, aumentó demasiado la extensión del campo de fuerza, que rozó el borde de una construcción inclinada y puntiaguda, alta como un rascacielos terrestre. El mortero antimateria, conectado al detector de intensidad del campo de fuerza, instruido para reaccionar inmediatamente en caso de ataque, e interpretando la súbita variación de intensidad como una señal de que alguien intentaba penetrar en el campo, bombardeó la ruina. Toda la parte superior de la «construcción» inclinada cambió de color, se encendió con una llamarada enceguecedora y estalló, pocos segundos después, en una lluvia de metal ardiente. Por fortuna, ni una sola gota de aquella lluvia incandescente cayó sobre los exploradores: las partículas de metal resbalaban por la invisible superficie de la cúpula protectora y llegaban al suelo como nubes de vapor.
El aumento de radiación provocado por el mortero fue captado inmediatamente por los contadores Geiger que dieron la señal de alarma. Rohan, echando maldiciones y jurando que le rompería los huesos al hombre que había programado los instrumentos, perdió un buen rato en cancelar el estado de alerta y en responder a El Invencible. La nave, alarmada por aquel repentino estallido de fuegos de artificio. estaba llamando a los exploradores.
— Por el momento sólo sabemos una cosa: que es metal. Probablemente una aleación de acero, tungsteno y níquel — respondió Ballmin, que en medio de la confusión general había llevado a cabo un análisis espectroscópico de las llamas.
— ¿Puede calcularle la edad? — le preguntó Rohan, mientras se sacudía la finísima arena que le cubría las manos y el rostro.
Habían dejado atrás los restos de la ruina, que se cernía sobre el camino como un ala quebrada.
— No. Sólo puedo asegurarle qué es Condenadamente viejo. Condenadamente viejo — repitió.
— Tendremos que hacer un estudio más minucioso. Y no pienso pedir permiso — agregó Rohan con una súbita determinación.
Se detuvieron frente a una estructura compleja; una red de brazos que convergían en un centro. Se encendieron dos señales luminosas, y un pasaje se abrió en el campo de fuerza. Vista de cerca, la estructura parecía caótica. La fachada del edificio era una superficie de losetas triangulares cubiertas de «cerdas» de alambre. En el interior, las losetas estaban sostenidas por un sistema de ramas gruesas como troncos. Superficialmente, parecían estar dispuestas con cierto orden, pero en el interior, en la espesura que trataban de examinar con la ayuda de poderosos reflectores, los árboles metálicos se bifurcaban en ramas nudosas, volvían a apretarse, creando la impresión de un matorral gigantesco, un hormiguero de millones de alambres retorcidos en extrañas contorsiones. Buscaron en vano rastros de corriente eléctrica, de polarización, de magnetismo y radiactividad.
Las luces verdes que señalaban la abertura de acceso al selvático territorio parpadeaban al viento. Las masas de aire que soplaban en la espesura de acero entonaban cánticos fantasmales.
— ¿Qué diantre podrá significar esta maldita jungla? — dijo Rohan, frotándose la cara y quitándose la arena que el sudor le adhería a la piel. Tanto él como Ballmin estaban montados a horcajadas sobre el lomo del explorador volante, protegido por una especie de parapeto liviano, y suspendidos a unos quince metros por encima de la «calle», o mejor dicho de una plazoleta triangular, tapizada de arena, entre dos ruinas convergentes. Allá abajo se agrupaban los vehículos y los hombres, como juguetes diminutos.
El explorador volante planeaba por encima de las ruinas. Ahora pasaban sobre una extensión cubierta de puntas aceradas, de metal negruzco; una superficie desigual, quebrada, cubierta de tanto en tanto por las losetas triangulares: inclinadas hacia arriba o hacia abajo, permitían vislumbrar las grávidas entrañas de las tinieblas. La espesura de aquella maraña de ramas, de paredes de panal, era tan densa que ni la luz del sol ni los potentes rayos de los reflectores alcanzaban a iluminar el interior.
— ¿Qué piensa usted, Ballmin? ¿Qué sentido puede tener todo esto? — preguntó Rohan nuevamente. Estaba furioso. De tanto quitarse la arena tenía la frente irritada y los ojos inflamados. Para colmo, dentro de pocos minutos tendría que transmitir un nuevo informe a El Invencible, y no sabía cómo describir lo que estaban viendo.
— No soy adivino — le contestó el científico —. Ni siquiera soy arqueólogo. Aunque tampoco un arqueólogo podría decirle mucho. A mí me parece…
Se interrumpió.
— Hable. Diga lo que piensa.
— No son casas, ruinas de viviendas de seres humanoides o lo que fueren. ¿Entiende lo que quiero decir? Si pudiera compararlas con algo, diría más bien que se parecen a una máquina.
— ¿Una máquina? ¿Qué clase de máquina? ¿Una computadora? ¿Una especie de cerebro electrónico?…
— ¿Qué le sugiere esa idea? — respondió lacónicamente el paleontólogo.
El robot viró a la izquierda, rozando casi las ramas que brotaban en desorden entre las losetas inclinadas.
— No. Esto nunca fue un sistema de circuitos eléctricos. ¿Dónde ve usted los conmutadores, los aisladores, los blindajes? No hay nada que pudiera ser parte de un cerebro electrónico.
— Tal vez el material fuera inflamable. Quizá el fuego lo haya destruído todo. Al fin y al cabo, esto no es más que una ruina — replicó Rohan no muy convencido.
— Quién sabe. A lo mejor tiene usted razón — dijo, pensativo, el paleontólogo.
— Bueno. Pero ¿qué puedo decirle al astronauta?
— ¿Por qué no deja que lo vea él mismo en una pantalla de televisión?
— No pudo haber sido una ciudad — dijo Rohan de pronto, como si acabase de resumir mentalmente todo cuanto acababa de ver.
— No, por cierto — confirmó Ballmin —. En todo caso, no una ciudad como las que nosotros conocemos. Aquí no pueden haber habitado criaturas de forma humana, ni lejanamente semejantes al hombre. Sin embargo, la fauna oceánica es bastante similar a la terrestre. Sería lógico, por lo tanto, que también en tierra firme hubiese alguna forma de vida análoga.
— Sí, y eso me desconcierta. Ninguno de los biólogos quiere comprometerse con una opinión definitiva. ¿Qué piensa usted?
— No quieren hablar; lo que han visto les parece inverosímil. Algo impidió que la vida se asentara aquí en tierra firme… Algo no permitió que las criaturas oceánicas abandonaran las aguas.
— Eso puede haber ocurrido una vez, una única vez; por ejemplo, la explosión de una supernova cercana. La Zeta de la Lira, por ejemplo, era una supernova hace varios millones de años. Quizá las radiaciones destruyeron la vida orgánica en los continentes, y sólo subsistieron los seres que habitan en las profundidades del océano…
— Si esas radiaciones hubiesen existido, descubriríamos algún rastro. Sin embargo, la radiactividad del suelo es prácticamente nula, al menos en esta región de la galaxia. Y por otro lado, durante estos millones de años, los procesos evolutivos habrían proseguido. Naturalmente, no encontraríamos vertebrados, pero sí otras formas de vida orgánica, más primitivas. ¿No ha notado la ausencia total de vida en el litoral oceánico?
— Lo he notado, desde luego. Pero ¿eso qué significa?
— Mucho. Por lo general, la vida aparece primero en las costas y emigra luego a las profundidades de los mares. No es posible que aquí haya ocurrido algo diferente. Algo tuvo que obligarlos a que abandonaran las costas. y algo les impide aún hoy que vuelvan a tierra firme.
— ¿Por qué supone tal cosa?
— Porque los peces se asustan de las sondas. En los planetas que conozco, no he visto animales que temieran a las máquinas. Jamás se asustan de lo que nunca han visto.
— ¿Quiere usted decir que estos peces ya han visto sondas antes de las nuestras?
— No sé lo que vieron. Pero ¿para qué otra cosa puede servirles el sentido magnético?
— ¡No tengo la menor idea! — exclamó Rohan. Observó las despedazadas guirnaldas de metal y se asomó por encima del parapeto. El aire desplazado por el robot estremecía las puntas dobladas de las ramas. Ballmin arrancaba con unas pinzas los alambres que sobresalían de la abertura.
— Quiero decirle una cosa — prosiguió el paleontólogo —. Aquí no ha habido jamás temperaturas elevadas, el metal no está oxidado. Por lo tanto, esa hipótesis de un incendio…
— Aquí, cualquier hipótesis se derrumba — murmuró Rohan —. Por otra parte, no veo qué relación puede haber entre este laberinto de metal y la desaparición de El Cóndor. Aquí, todo está muerto.
— Tal vez no siempre haya sido así.
— Hace mil años, tal vez, pero no unos pocos años atrás. No tenemos nada más que hacer en este sitio. Bajemos.
No volvieron a hablar mientras el robot descendía frente a los semáforos verdes del campamento. Rohan ordenó a los técnicos que conectaran las cámaras de televisión y transmitieran las novedades a El Invencible.
Mientras, se retiró con los científicos a la cabina del vehículo principal. Abrieron la válvula de entrada de oxígeno, y luego se dedicaron, todos, a devorar sandwiches y a beber el café de los termos. La blanca luz fluorescente de la lámpara del cielo raso fue un alivio para Rohan; Juego del diurno resplandor rojizo del planeta. Ballmin escupió en una servilleta de papel; la arena se le había metido en la máscara de oxígeno y le crujía entre los dientes.
— Esto me recuerda algo… — dijo de pronto Gralew, mientras cerraba el termo. Los espesos cabellos negros le brillaban a la luz del neón —. Les diré de qué se trata, pero si no lo toman demasiado en serio.
— Si eso te ayuda a pensar, bienvenido sea — dijo Rohan con la boca llena —. Habla, a ver.
— No hay una relación directa. Pero hace tiempo me contaron algo, una especie de cuento de hadas. A propósito de los habitantes de la constelación de Lira. .
— No es un cuento de hadas. Existieron. Achramian les dedicó una monografía — observó Rohan.
A espaldas de Gralew, una lucecita empezó a parpadear: estaban en comunicación con El Invencible.
— Sí. Según Payne, algunos consiguieron salvarse. No estoy seguro de que haya algo de verdad en esa hipótesis. Para mí, todos perecieron cuando estalló la nave.
— Eso ocurrió a dieciséis años-luz de este planeta — dijo Gralew —. No conozco el libro de Achramian. Pero leí, no recuerdo dónde, que habían tratado de escapar. Quizá enviaron astronaves a los planetas de los otros «soles» galácticos. Se sabe que conocían los principies de la astronáutica.
— ¿Y luego?
— En realidad, eso es todo. Dieciséis años-luz no es, por cierto, una distancia demasiado grande. Acaso algunas de las naves hayan aterrizado aquí…
— ¿Supones, entonces, que están aquí? ¿Es decir, sus descendientes?
— No sé. Fue una simple asociación de ideas, entre esa historia y las ruinas. Tal vez ellos las construyeron…
— ¿Qué aspecto tenían? — preguntó Rohan —. ¿Parecían humanos?
— Según Achramian, sí — respondió Ballmin —. Pero no es más que una hipótesis. Dejaron menos rastros que el pitecantropus.
— Es curioso.
— En absoluto. Durante más de diez mil años, la cromosfera de la nova envolvió al planeta. La temperatura de la superficie excedía a veces los diez mil grados. Hasta las rocas de las capas profundas de la corteza sufrieron una total metamorfosis. No. quedaron rastros de los océanos, el planeta entero se calcinó como un hueso entre las llamas. ¡Piénselo, cien siglos en el fuego de una nova!
— ¿Lirianos aquí? Pero ¿por qué se ocultarían? ¿Y dónde?
— No sé. Quizá todos perecieran desde entonces. No me pregunte demasiadas cosas. Sólo he dicho lo que me sugirieron estas ruinas.
Todos guardaron silencio.
Repentinamente, una señal de alarma se encendió en el tablero de dirección. Rohan dio un salto y tomó los auriculares.
— Aquí Rohan… ¿Cómo? ¿Es usted, comandante? Sí! ¡Sí! Lo escucho… ¡De acuerdo, regresamos en seguida!
Se volvió a los otros, el rostro pálido y desencajado:
— El segundo grupa ha encontrado a El Cóndor… a trescientos kilómetros de aquí…