Aquella invitación no sorprendió demasiado a Rohan. Raras veces, es cierto, había entrado en la cabina del comandante. Empero, luego que él regresara a la base del cráter, Horpach lo había llamado a El Invencible, y lo había recibido aquí. Por lo general, tales invitaciones no presagiaban nada bueno. Pero en aquella oportunidad, demasiado sacudido aún por la catástrofe del barranco, Rohan no había temido las iras del comandante. Y Horpach, por lo demás, no le reprochó nada, limitándose a interrogarlo minuciosamente acerca del ataque de la nube. El doctor Sax, presente durante la entrevista, había opinado que la salvación de Rohan tenía quizá explicación: había caído en un estado de «estupor», se le había embotado la inteligencia, y esta reducción de las actividades cerebrales había confundido a la nube; lo tomó por uno de los hombres ya atacados, y lo consideró inofensivo. En cuanto a Jarg, según el neurofísiólogo se había salvado por pura casualidad, ya que al huir había quedado fuera de la zona atacada. Terner en cambio, quien hasta el final intentara defenderse y defender a los otros con los lasers, había actuado sin duda de acuerdo con las reglas. Esta encomiable conducta lo perdió, paradójicamente, pues la actividad normal de su cerebro había atraído la atención de la nube. En apariencia, la nube no veía, y para ella el hombre sólo era un objeto móvil, como otro cualquiera, que manifestaba su presencia por el potencial eléctrico de la corteza cerebral. Por consiguiente, Horpach y el médico habían contemplado la posibilidad de proteger a los hombres provocándoles un estado de «estupor artificial», con ayuda de algún compuesto químico apropiado. No obstante, Sax había opinado que los efectos de la poción serían demasiado lentos, si un «camuflaje eléctrico era de pronto necesario», y por otra parte no parecía aconsejable encomendar una misión a unos hombres embotados. Así, pues, el interrogatorio no había llevado a ninguna parte.
Rohan suponía que ahora el astronauta quería discutir de nuevo el problema.
Rohan se detuvo en el centro de la cabina, dos veces más grande que la de él. Estaba en comunicación directa con la cabina de comando y en la pared se alineaban los micrófonos del intereomunicador. Fuera de eso, nada indicaba que el comandante de El Invencible vivía allí desde hacía años. Horpach se quitó el capote. Llevaba un pantalón de trabajo y una camiseta de punto. Los abundantes pelos grises del pecho le asomaban por entre las mallas. Sentándose cerca del lugar donde Rohan seguía todavía de pie, apoyó los brazos poderosos sobre una mesa en la que no había otro objeto que un libro pequeño, encuadernado en cuero, visiblemente deteriorado por las frecuentes lecturas. La mirada de Rohan pasó de ese pequeño libro desconocido al rostro del comandante y tuvo la impresión de que lo veía por primera vez. Era el rostro de un hombre mortalmente cansado que ni siquiera trataba de ocultar el temblor de las manos, que ahora se pasaba por la frente. Rohan comprendió de pronto que hacía cuatro años que navegaba bajo las órdenes de un desconocido. Nunca se le había ocurrido preguntarse por qué no había en la cabina del astronauta ninguno de esos objetos pequeños, a veces tontos, a veces divertidos, que los hombres llevan consigo al espacio como recuerdos hogareños. En ese momento, le pareció comprender por qué Horpach no había colgado de esas paredes viejas fotografías de seres queridos que aguardaran su regreso en la Tierra. Horpach no tenía necesidad de esos recuerdos porque la Tierra no era para él un hogar. ¿O acaso en este momento, y por primera vez, sentiría nostalgias? Los hombros poderosos, los brazos recios y la nuca no revelaban su verdadera edad. Sólo la piel de las manos era vieja: gruesa y arrugada alrededor de los nudillos; pálida cuando estiraba los dedos y contemplaba con un interés aparentemente tranquilo, fatigado, ese ligero temblor, como si notase por primera vez un fenómeno del que hasta entonces no se había dado cuenta. Rohan no quería seguir observando. Pero el comandante inclinó levemente la cabeza y mirándolo a los ojos murmuró, con una sonrisa casi tímida:
— Parece que he exagerado ¿no? — Roban quedó atónito; no tanto lo sorprendían las palabras como el tono de voz, la actitud. No contestó. Continuaba de pie, frente a Horpach. Luego de frotarse el pecho con la mano, el astronauta agregó:- Tal vez haya sido lo mejor. — Y luego de un breve silencio, con una franqueza sorprendente:- No sabía qué hacer.
La confesión era desconcertante. Rohan creía saber desde hacía varios días que el astronauta se sentía tan impotente como todos los demás. Pero comprendió ahora que no había sabido absolutamente nada; que en realidad estaba convencido de que el comandante iba siempre más adelante que los otros, por la sencilla razón de que era natural que así fuese. Y ahora, de pronto, el verdadero ser del astronauta se mostraba ante él en dos aspectos: por un lado, ese torso semidesnudo, ese cuerpo fatigado, el temblor de las manos, que nunca había notado hasta entonces, y por el otro las palabras que acababa de oír, esas palabras que confirmaban su descubrimiento.
— Siéntese, hijo — dijo el comandante.
Rohan se sentó. Horpach se levantó, fue hasta el lavabo, se roció con agua fría la cara y la nuca, se secó rápida, vigorosamente. Luego se puso una chaqueta, se la abotonó y acercando una silla se sentó frente a Roban. Mirándolo con ojos pálidos, siempre lagrimeantes, como irritados por un viento violento, le preguntó en tono displicente:
— ¿Qué hay de nuevo acerca de la… inmunidad de usted? ¿Lo examinaron?
De eso se trata, entonces, pensó Rohan. Se aclaró la garganta.
— Sí, me examinaron, pero los médicos no descubrieron nada. Es probable que Sax tenga razón, que se haya debido a mi estado de estupor.
— Sí, tal vez. ¿Y no dijeron nada más?
— A mí, personalmente, no. Pero tengo entendido… parece que se preguntan por qué la nube ataca a un hombre solamente una vez y luego lo deja librado a su suerte.
— Es interesante. ¿Y qué más?
— Lauda supone que la nube es capaz de distinguir entre los hombres normales y las víctimas por la actividad eléctrica del cerebro. En un hombre alcanzado por la nube el cerebro tiene la misma actividad que en un recién nacido. O por lo menos muy semejante. Parece que en el estado de embotamiento en que yo me encontraba el cuadro era muy similar. Sax sugiere que se confeccionen redes metálicas muy finas, que podrían disimularse debajo del cabello. Esas redes emitirían impulsos sumamente débiles, como los de un cerebro herido. Una especie de capuchón invisible. De esta manera, dice, se podría engañar a la nube. Pero por supuesto, es una mera teoría. No se sabe si daría resultado. Ellos querrían hacer algunos experimentos, pero no disponen de bastantes cristales. Los que debía recoger el Cíclope ya no los tendremos…
— Está bien — suspiró el astronauta —. No era de esto que quería hablarle. Pero esta conversación quedará entre nosotros ¿entendido?
— Sí.. — respondió Rohan lentamente; y otra vez la tensión subió entre ellos.
Ahora al astronauta lo miraba como si le fuese difícil empezar a hablar.
— Todavía no he tomado ninguna decisión — dijo, de pronto —. Otro, en mi lugar, tiraría una moneda, cara o cruz: permanecer aquí o regresar… Pero yo no quiero recurrir a ese expediente. Sé que no siempre está usted de acuerdo conmigo.
Rohan abrió la boca para contestar, pero el otro, con un ligero movimiento de la mano, le cortó la palabra.
— No, no… Bueno, ahora tiene una oportunidad. Se la doy. Será usted quien decida. Y yo acataré esa decisión.
Miro a Rohan de frente, y luego, rápidamente, volvió a ocultar los ojos bajo los pesados párpados.
— Yo… ¿por qué yo? — balbuceó Rohan. Había esperado cualquier cosa menos esto.
— Sí, usted, justamente usted. Claro que quedará entre nosotros. Usted tomará la decisión y yo daré las órdenes, y seré el responsable frente a las autoridades de la base. Buen negocio, ¿eh?
— Pero ¿está hablando en serio? — preguntó Rohan sólo para ganar tiempo, pues ya sabía cuál sería la respuesta.
— Claro que hablo en serio. Si no lo conociera, le daría más tiempo para decidirse. Pero sé que tiene usted ideas propias… sé que ya ha tomado una decisión. Pero sé también que usted nunca hablaría. Por eso quiero que me lo diga ahora, en este mismo instante. Es una orden. En este momento usted es el comandante de El Invencible… ¿Demasiado repentino? Bueno, le doy un minuto.
Horpach se levantó, se encaminó al lavabo, se frotó las mejillas con las manos hasta que los pelos grises de la barba le crujieron bajo los dedos, y empezó a afeitarse con la afeitadora eléctrica. Se miraba en el espejo.
Rohan lo veía sin verlo. Estaba furioso contra Horpach, quien con tanta brutalidad, tanta desconsideración, le daba el derecho — no, le imponía el deber- de decidir, y comprometiéndolo a la vez a guardar el secreto, aceptaba por anticipado toda la responsabilidad de la decisión. Rohan lo conocía bastante como para saber que todo aquello era el fruto de un plan largamente madurado e irrevocable. Los segundos corrían y ya, de un momento a otro, ahora mismo, tendría que hablar, y no se le ocurría nada que decir. Todos los argumentos irrefutables que de buena gana hubiera querido arrojar a la cara del astronauta, esos argumentos que como un edificio perfectamente cimentado elaborara en largas meditaciones nocturnas, se habían desvanecido del todo. Los cuatro hombres estaban muertos; casi con certeza. A no ser por ese «casi», no habría nada que sopesar, ninguna contemplación posible, y, sencillamente, despegarían al alba. Pero de pronto ese «casi» empezaba a adquirir dentro de él proporciones gigantescas. Cuando era el segundo de Horpach pensaba, simplemente, que era necesario partir cuanto antes. Ahora se sentía incapaz de dar la orden de despegue. Sabía que esa orden no significaría el final del problema de Regis III, sino por el contrario el comienzo. Y eso nada tenía que ver con las autoridades de la estación. Aquellos cuatro hombres quedarían en el planeta, pero los fantasmas rondarían por la nave y ya nada sería como hasta entonces. La tripulación quería regresar. Pero Rohan recordó de pronto sus propios vagabundeos nocturnos a través de la nave y comprendió que luego de algún tiempo los hombres se pondrían a pensar, y más tarde a hablar de los cuatro hombres. Dirían: «¿Te das cuenta? Decidió partir dejando abandonados a cuatro de los nuestros.» Para ellos no contaría ninguna otra cosa. Cada uno de los hombres necesitaba tener la certeza de que los demás no lo abandonarían, en ninguna circunstancia; que las derrotas y las pérdidas materiales, por duras que — fuesen, no contaban, pero sí los hombres: vivos o muertos, todos tenían que regresar a bordo. Este principio no estaba incluido en el reglamento. Pero sin ese código moral tácito los vuelos por el espacio serían imposibles.
— Lo escucho — dijo Horpach, mientras guardaba la máquina de afeitar y volvía a sentarse frente a Roban. Rohan se humedeció los labios.
— Deberíamos intentar…
— ¿Qué?
— Encontrarlos…
Estaba dicho. Sabía que el astronauta no lo iba a contradecir. Ahora tenía la absoluta convicción de que Horpach había contado con eso, que todo era premeditado. ¿Para tener a alguien con quien compartir esa carga?
— Los cuatro hombres. Comprendo. Muy bien. — Pero necesitamos un plan, un plan razonable..
— Hasta ahora hemos sido razonables — replicó Horpach —, y ya ve cuáles fueron los resultados.
— ¿Puedo decir algo?
— Escucho.
— Esta noche asistí al consejo de guerra de los estrategas. Mejor dicho, escuché… bueno, no importa, da lo mismo. Están elaborando varios métodos para aniquilar la nube… pero el problema no consiste en destruir la nube, sino en encontrar a esos hombres. De una masacre total de antiprotones, suponiendo que alguno de ellos quede aún con vida, no se salvará nadie, eso es cierto y seguro. Nadie podría salvarse. Es imposible.
— Pienso lo mismo — dijo con lentitud el comandante.
— ¿Usted también? Me alegro. ¿Entonces?
— ¿Han encontrado alguna otra solución?
— ¿Los estrategas? No.
Rohan quería preguntar algo más, pero no se atrevía. Horpach lo miraba como si esperase que dijera algo. Pero Rohan no sabía qué decir. ¿Supondría por ventura el astronauta que él, sin ayuda de nadie, había encontrado un medio más perfecto que los sabios, los cibernetistas, los estrategas y los cerebros electrónicos? Sería absurdo. Y sin embargo, seguía mirándolo expectante, con una paciencia infinita. Ninguno de los dos hablaba. El grifo del lavabo goteaba a intervalos regulares, con un ruido inusitadamente sonoro en el silencio absoluto de la cabina. Y de ese silencio algo brotó y flotó entre ellos, algo que rozó las mejillas de Rohan con un hálito glacial. Ya sentía que el frío le invadía la cara, le apretaba la nuca y las mandíbulas, le contraía la piel, y no podía apartar la mirada de los ojos acuosos, ahora indeciblemente viejos del astronauta. No veía nada fuera de esos ojos. Y ahora sabía.
Con lentitud, sacudió la cabeza. Era como si dijese «sí». «¿Comprendes?» preguntaba la mirada del astronauta. «Comprendo» respondió Rohan con la mirada. Pero a medida que veía todo más claro, más sentía que era imposible. Nadie tenía el derecho de exigirle a él nada semejante, nadie, ni siquiera él mismo. Seguía callado, como antes, pero ahora fingía no saber nada, no tener ni la más remota idea de nada. Se aferraba a una esperanza ingenua: como no había pronunciado ninguna palabra, podía negar lo que las miradas ya habían dicho. Podría mentir, simular incomprensión, pues sabía que Horpach no sería el primero en hablar. Pero el viejo adivinaba los pensamientos, se daba cuenta de todo. Así permanecieron largo rato, inmóviles, sentados frente a frente. De pronto, la mirada de Horpach se dulcificó. Ya no era expectante ni imperiosa, sino sólo compasiva. Ere como si dijese: «Está bien. Comprendo. ¡Que así sea!»
El comandante bajó los ojos. Un instante apenas, y las palabras no dichas y el mudo diálogo de miradas se desvanecerían para siempre. Pero ese movimiento de cabeza del astronauta, ese gesto de resignación inclinó la balanza. Rohan se oyó decir:
— Iré.
Horpach lanzó un profundo suspiro, pero Rohan, sobrecogido por la palabra que acababa de pronunciar, no lo advirtió.
— No — dijo Horpach —, no lo dejaré ir así… Rohan guardaba silencio.
— No podía pedírselo — dijo el astronauta —. Tampoco podía buscar voluntarios. No tengo ningún derecho. Pero ahora usted sabe también que no podemos marcharnos así. Un hombre solo, sólo uno, puede entrar allí… y quizá regresar. Sin casco, sin máquinas, sin armas.
Rohan lo oía apenas.
— Ahora le voy a exponer mi plan. Usted lo pensará. Podrá rechazarlo, pues todo esto sigue quedando entre nosotros. Yo lo veo así: un tanque de oxígeno fabricado con silicones. Ningún metal. Enviaré allí dos jeeps no tripulados. Harán las veces de señuelos para la nube, que los destruirá. Al mismo tiempo, partirá un tercer jeep, tripulado por un solo hombre. Esta es la parte más peligrosa, pues tendrá que acercarse todo lo posible con el vehículo; perderíamos mucho tiempo si fuera caminando por el desierto. La reserva de oxígeno le alcanzará para unas dieciocho horas. Aquí tengo algunos foto. gramas del barranco y las cercanías. A mi entender, no es conveniente tomar el mismo camino de las expediciones anteriores, sino llegar en jeep lo más cerca posible del límite septentrional del altiplano, y luego descender a pie entre las rocas. Hasta la parte superior de la garganta. Si están en algún lugar, tiene que ser allí. El terreno es difícil; muchas cavernas y grietas. Si los encontrara a todos, o al menos a uno de ellos…
— Justamente. ¿Cómo traerlos de vuelta? — preguntó Rohan, ahora de mal humor. El plan estaba condenado al fracaso. Con cuánta ligereza se disponía Horpach a sacrificarlo…
— Llevará consigo un narcótico apropiado, que los aturdirá un poco. Naturalmente, sólo lo utilizará si ellos se resisten. Afortunadamente, en esas condiciones pueden caminar.
Afortunadamente… pensó Rohan. Apretó los puños debajo de la mesa para que Horpach no lo notase. No tenía miedo, todavía no. Todo aquello era demasiado irreal…
— En el caso de que la nube… se interesara por usted, tendrá que tirarse al suelo y no moverse. Pensé en utilizar una droga para esa eventualidad, pero el efecto sería demasiado lento. Queda sólo el protector craneal, el simulador de corriente de que hablaba Sax.. — ¿Existe ya ese artefacto? — preguntó Rohan.
Horpach comprendió el significado implícito de la pregunta. Pero conservó la calma.
— No, todavía no. Pero pueden construirlo en el lapso de una hora. Una redecilla oculta en el cabello. El aparatito generará una corriente tenue e irá cosido al cuello del traje del espacio. Y bien… tiene una hora de tiempo. Le daría más, pero cada hora que pasa disminuyen las posibilidades de salvarlos. Ya son mínimas. ¿Cuándo cree que podrá tomar una decisión?
— Ya la he tomado.
— No sea tonto. ¿No oyó lo que acabo de decir? Sólo quise que entendiera que todavía no podemos despegar…
— Porque sabe que iré, de todos modos…
— No irá si yo no lo permito. No olvide que todavía soy el comandante a bordo. Estamos frente a un problema, y ninguna ambición personal, de quienquiera que sea, ha de contar ahora.
— Entiendo — dijo Rohan —. Usted no quiere que yo sienta que he sido obligado. Bien… Por consiguiente… pero ¿nuestro primer compromiso vale también para lo que decimos ahora?
— Sí.
— En ese caso, quisiera saber qué haría usted en mi lugar. Cambiemos los papeles… a la inversa de lo que hicimos antes.
Horpach guardó silencio.
— ¿Y si dijera que no, que no iría? — preguntó al cabo de un rato.
— En ese caso, yo tampoco iría. Pero sé que usted me diría la verdad.
— Entonces ¿usted tampoco iría? ¿Palabra de honor? No, no… Ya sé que no es necesario.
El astronauta se levantó. También Roban se levantó.
— No ha contestado a mi pregunta.
El astronauta lo miró. Era más alto, más corpulento, ancho de hombros. En los ojos tenía la misma expresión de profundo cansancio del principio de la charla.
— Puede ir — dijo.
Rohan se enderezó instintivamente y se encaminó e la puerta. El astronauta adelantó una mano como si quisiera retenerlo, tomarlo por el brazo, pero Rohan no lo notó. Salió de la cabina, y Horpach se quedó inmóvil de pie, junto a la puerta. Y así permaneció un largo rato.