4

Nunca se le hubiera ocurrido a Stormgren, aun unos pocos días antes, que hubiese podido considerar seriamente la acción que estaba planeando. Ese melodramático y ridículo rapto, que ahora le parecía un folletín de televisión de tercera categoría, era probablemente una de las causas principales de su cambio de opinión. Stormgren, enemigo hasta de las batallas verbales de la sala de conferencias, había estado expuesto por primera vez a la violencia física. El virus debía de haberle contaminado la sangre, o simplemente estaba acercándose con demasiada rapidez a la segunda infancia.

Motivos también muy importantes eran su curiosidad y la determinación de devolver el golpe. Indudablemente lo habían utilizado como cebo, y aunque la mejor de las razones hubiese guiado a Karellen, Stormgren no estaba dispuesto a perdonarlo en seguida.

Pierre Duval no se sorprendió cuando Stormgren entró en su oficina sin anunciarse. Eran viejos amigos y nada tenía de raro que el secretario visitase personalmente al jefe del departamento científico. Si Karellen, o algún subordinado, apuntase sus instrumentos de vigilancia hacia esta determinada oficina no tendría, en verdad, por qué sorprenderse.

Los dos hombres hablaron un rato de generalidades e hicieron algunos comentarios políticos. Al fin, Stormgren se decidió a encarar la cuestión. El viejo francés se reclinó en su silla y mientras su visitante hablaba las cejas se le fueron levantando milímetro a milímetro hasta confundírsele casi con la melena. Una o dos veces estuvo a punto de interrumpir a Stormgren, pero lo pensó mejor y continuó escuchando en silencio.

Cuando Stormgren terminó, el hombre de ciencia miró con nerviosismo a su alrededor.

— ¿Crees que nos estará escuchando? — preguntó.

— No. No creo que sea posible. Me protege algo que Karellen llama un rastreador. Pero no funciona bajo tierra. Ese es uno de los motivos por los que he venido a verte a este sótano tuyo. Se supone que está protegido contra toda clase de radiaciones, ¿no es así? Bueno, Karellen no es un mago. Sabe dónde estoy, pero nada más.

— Ojalá tengas razón. Pero, aparte de eso, ¿no habrá dificultades cuando Karellen descubra tus intenciones? Pues las descubrirá, lo sabes muy bien.

— Correré ese riesgo. Además, nos entendemos bien.

El físico jugueteó con su lápiz y se quedó mirando un rato el vacío.

— Es un bonito problema. Me gusta — dijo simplemente. Buscó luego en un cajón y sacó un enorme bloc de papel. Stormgren nunca había visto otro más grande.

— Bueno — comenzó a decir Duval, garrapateando furiosamente en una especie de taquigrafía privada —. Tengo que conocer todos los pormenores. Háblame de ese cuarto en el que celebran las entrevistas. No omitas ningún detalle, por más trivial que te parezca.

— No hay mucho que decir. Es de metal, y tiene unos ocho metros cuadrados de superficie, por cuatro de altura. La pantalla tiene un metro de ancho y delante hay un escritorio… Mira, será mejor que te lo dibuje.

Stormgren trazó un rápido esbozo del cuartito y le pasó el dibujo a Duval. Estremeciéndose ligeramente recordó la última vez que había hecho un movimiento semejante. Se preguntó qué habría ocurrido con el galés ciego y sus socios, y cómo habrían reaccionado cuando descubrieron que él, Stormgren, había desaparecido.

El francés estudió el dibujo frunciendo el ceño.

— ¿Y eso es todo lo que puedes decirme?

— Sí.

Duval bufó disgustado.

— ¿Qué hay de la luz? ¿Estás en una total oscuridad? ¿Y qué pasa con la ventilación, la temperatura…?

Stormgren sonrió ante esa explosión familiar.

— El cielo raso es luminoso, y creo que el aire entra por la rejilla del altavoz. No sé por dónde sale. Quizá de cuando en cuando cambia la dirección de la corriente. No lo he notado. No hay señales de un aparato de calefacción, pero la temperatura es siempre normal.

— Eso quiere decir, supongo, que el vapor de agua se ha condensado, pero no el anhídrido carbónico.

Stormgren trató de sonreír.

— Creo que te lo he dicho todo — concluyó — En cuanto a la máquina que me lleva hasta Karellen, tiene tan poco carácter como la caja de un ascensor. Sin la silla y la mesa bien podría ser eso.

Hubo un silencio de varios minutos mientras el físico adornaba su lápiz con minuciosos y microscópicos mordiscos. Stormgren se preguntó, observándolo, cómo un hombre como Duval, de mente mucho más brillante que la suya, no había alcanzado un puesto más alto en el mundo de la ciencia. Recordó una frase malévola y probablemente inexacta, de un amigo del Departamento de Estado: «Los franceses producen los más grandes segundones del mundo». Duval era una prueba de esa aseveración.

El físico sonrió satisfecho, se inclinó hacia adelante y apunto con su lápiz a Stormgren.

— ¿Qué te hace pensar, Rikki — preguntó —, que la pantalla de Karellen sea realmente una pantalla?

— Siempre me pareció eso. Es exactamente igual a una pantalla. ¿Qué otra cosa podía ser por otra parte?

— Cuando afirmas que se parece a una pantalla quieres decir, ¿no es cierto? que se parece a una pan. talla de las nuestras.

— Claro.

— Eso me parece sospechoso. No creo que los superseñores usen algo tan tosco como una pantalla. Probablemente materializan las imágenes directamente en el espacio. Y además ¿por qué va a usar Karellen un sistema de televisión? La solución más simple es siempre la más adecuada. ¿No te parece mucho más probable que tu «pantalla» sea sólo una hoja de vidrio?

Stormgren sintió tanta vergüenza que guardó silencio unos instantes, rememorando el pasado. Nunca había dudado de la historia narrada por Karellen. Pero ahora que miraba hacia atrás, ¿cuándo le había dicho el supervisor que estaba usando un sistema de TV? Le habían tendido una trampa psicológica, y él, Stormgren, había caído inocentemente. Admitiendo, es claro, que Duval no se equivocaba. Pero ya estaba otra vez, sacando conclusiones. Aún nadie había probado nada.

— Si tienes razón — dijo —, basta romper el vidrio.

Duval suspiró.

— ¡Estos salvajes! ¿Crees que podrás romper, ese material sin explosivos? Y si tuvieras éxito ¿supones que Karellen respira el mismo aire que nosotros? No será muy bonito para ambos si vive en una atmósfera de cloro.

Stormgren se sintió un poco tonto. Podía haber pensado en eso.

— Bueno, ¿qué sugieres? — preguntó algo exasperado.

— Tengo que pensarlo. Es necesario descubrir ante todo si mi teoría es correcta, y si lo es, averiguar de qué material es la pantalla. Encargaré ese trabajo a dos de mis hombres. A propósito, tú llevas un portafolios cuando vas a visitar a Karellen. ¿Es ése que tienes ahí?

— Si.

— Alcanzará. No tenemos que llamar la atención cambiándolo por otro, sobre todo si Karellen está acostumbrado a verlo.

— ¿Qué quieres que haga? — preguntó Stormgren —. ¿Que lleve conmigo un aparato de rayos X?

El físico sonrió con una mueca.

— No lo sé todavía, pero pensaremos en algo. Te avisaré dentro de quince días. - Duval se rió. — ¿Sabes qué me recuerda todo esto?

— Si — respondió en seguida Stormgren —, la época en que fabricabas aparatos ilegales de radio, durante la ocupación alemana.

Duval pareció decepcionado.

— Bueno, supongo que alguna vez he hablado de eso. Pero hay otra cosa.

— ¿De qué se trata?

— Cuando te capturen, yo no sabré nada.

— Pero cómo, ¿después de hablar tanto acerca de la responsabilidad de los inventores? Realmente, Pierre, me avergüenzas.

Stormgren dejó caer el pesado informe con un suspiro de alivio.

— Gracias a Dios ya está listo — dijo — Es raro pensar que estos pocos centenares de páginas encierren el futuro de la humanidad. ¡El Estado mundial! Nunca pensé que llegaría a verlo.

Metió el informe en su portafolios. El fondo no estaba a más de diez centímetros del rectángulo oscuro de la pantalla. De vez en cuando sus dedos jugueteaban con las cerraduras en una semiconsciente y nerviosa reacción. Pero no tenía el propósito de apretar la llavecita hasta que la reunión hubiese terminado. Era posible que todo saliese mal. Aunque Duval había jurado que Karellen no sospecharía nada, no se podía estar seguro.


— Bueno, me ha dicho usted que tenía algunas novedades — continuó Stormgren con una impaciencia mal disimulada — Se trata de…

— Sí — dijo Karellen — Recibí una respuesta hace unas pocas horas.

¿Qué quería decir con eso? se preguntó Stormgren. No era posible indudablemente que el supervisor se hubiera comunicado ya con su distante morada, a través de esos innumerables años-luz. O quizá — de acuerdo con la teoría de Van Ryberg — se habla limitado a consultar una enorme máquina computadora, capaz de predecir las consecuencias de cualquier acto político.

— No creo — continuó Karellen — que la Liga de la Libertad y sus asociados se sientan muy satisfechos, pero ayudará a reducir la tensión. No registraremos esto.

«Me ha dicho usted muy a menudo, Rikki, que la raza humana se acostumbraría muy pronto a nosotros, no importa cual fuese nuestro aspecto físico. Eso demuestra que le falta a usted imaginación. Sería así, probablemente, en su caso, pero tiene que recordar que la mayor parte del mundo no está todavía bastante educada y que los prejuicios y supersticiones que la dominan sólo desaparecerán dentro de varias décadas.

«Admitirá usted que algo conocemos de psicología humana. Sabemos, con bastante exactitud, qué pasaría si nos reveláramos hoy al mundo. No puedo entrar en detalles, ni con usted, así que tiene que aceptar la verdad de este análisis. Podemos, sin embargo, hacer una promesa definida, que le dará alguna satisfacción: Dentro de cincuenta años — de aquí a dos generaciones — saldremos de nuestras naves y la humanidad nos verá al fin tal cual somos.

Stormgren guardó silencio durante un rato, asimilando las palabras del supervisor. Sentía muy poco de esa satisfacción que le hubiesen causado en otro tiempo las palabras de Karellen. En realidad, hasta estaba un poco confundido por su éxito parcial, y durante un instante casi dejó de lado su proyecto. La verdad llegaría con el paso de los años. Todo este complot era inútil y quizá muy poco prudente. Si lo llevaba a cabo, sería sólo por la egoísta razón de que dentro de medio siglo él, Stormgren, ya no existiría.

Karellen debió de advertir su irresolución, porque continuó:

— Lamento desilusionarlo, pero al menos no será usted responsable de los problemas políticos del futuro. Quizá aún piense usted que nuestros temores son infundados; pero créame, hemos comprobado que sería muy peligroso seguir otro camino.

Stormgren se inclinó hacia adelante, respirando pesadamente.

— ¡Entonces el hombre los vio alguna vez!

— No diría eso — respondió Karellen rápidamente —. No hemos supervisado solamente este planeta.

Pero Stormgren no se daba por vencido con tanta facilidad.

— Hay muchas leyendas que sugieren que la Tierra ha sido visitada ya por otras razas.

— Lo sé. He leído el informe del departamento de Investigaciones Históricas. Parece como si este mundo fuese el cruce de carreteras del universo.

— Quizá ustedes no se enteraron de algunas de esas visitas — dijo Stormgren insistiendo aún ansiosamente —. Aunque como nos observan desde hace mucho tiempo, es poco verosímil.

— Supongo que sí — replicó Karellen con una voz muy poco alentadora.

En ese momento Stormgren tomó su decisión.

— Karellen — dijo de pronto —, redactaré la declaración y se la enviaré para que la apruebe. Pero me reservo el derecho de seguir molestándolo, y si veo alguna oportunidad, haré lo que pueda para descubrir su secreto.

— Me doy cuenta perfectamente — replicó el supervisor con una leve risita.

— ¿Y no le importa?

— En lo más mínimo. Aunque le prohíbo usar armas nucleares, gases venenosos o cualquier otra cosa que pueda estropear nuestra amistad.

Stormgren se preguntó si Karellen habría sospechado algo. Detrás de esa broma había creído advertir un tono de comprensión, o quizá — ¿quién podría decirlo? — aun de aliento.

— Me alegra saberlo — replicó Stormgren con toda la tranquilidad de que fue capaz. -

Se incorporó, cerrando al mismo tiempo la cubierta de su portafolios. Deslizó el pulgar a lo largo de la correa.

— Redactaré la declaración en seguida — repitió — y se la enviaré más tarde por el teletipo. -

Mientras hablaba apretó el botón, y comprendió que todos sus temores habían sido infundados. Los sentidos de Karellen no eran más sutiles que los de un hombre. El supervisor no había advertido nada, pues se despidió, y pronunció las palabras familiares que abrían la puerta del cuarto con la misma voz de siempre.

Sin embargo, Stormgren se sentía como un ratero que sale de una tienda observado por un detective. Cuando la lisa pared se cerró a sus espaldas, lanzó un suspiro de alivio.

— Admito — dijo Van Ryberg — que algunas de mis teorías no han sido muy felices. Pero dígame lo que piensa de ésta.

— ¿Es necesario? — suspiró Stormgren.

Pieter no lo oyó.

— No es una idea mía realmente — dijo con modestia — La saqué de un cuento de Chesterton. Suponga que los superseñores estén ocultando el hecho de que no tienen nada que ocultar.

— Un poco complicado, me parece — dijo Stormgren comenzando a interesarse.

— Lo que quiero decir es esto — continuó Van Ryberg con entusiasmo — Creo que físicamente son seres humanos como nosotros. Han comprendido que toleraríamos que nos gobernasen unas criaturas… bueno, extrañas y superinteligentes. Pero, tal como es, la raza humana no admitiría ser manejada por seres de su misma especie.

— Muy ingeniosa, como todas sus teorías — dijo Stormgren —. Me gustaría que las enumerase, así yo podría recordarlas mejor. Las objeciones a ésta…

Pero en aquel momento entraba Wainwright.

Stormgren se preguntó qué estaría pensando. Se preguntó también si Wainwright habría tenido algún contacto con los hombres de la mina. Lo dudaba, pues tenía la seguridad de que Wainwright se oponía genuinamente a toda forma de violencia. Los extremistas del movimiento se habían desacreditado totalmente, y había pasado mucho tiempo sin que el mundo hubiese oído hablar de ellos.

El jefe de la Liga de la Libertad escuchó cuidadosamente mientras Stormgren le leía el anuncio. Stormgren esperaba que Wainwright apreciara este gesto, que había sido idea de Karellen. El mundo conocería la promesa que los superseñores hacían a los nietos de los hombres actuales sólo doce horas después.

— Cincuenta años — dijo Wainwright pensativamente —. Es mucho tiempo para esperar.

— Para la humanidad quizá, pero no para Karellen — respondió Stormgren.

Sólo ahora comenzaba a comprender la sutileza de la solución ofrecida por los superseñores. Se tomaban el tiempo que creían necesario, y privaban de su base a la Liga de la Libertad. Stormgren no creía que la Liga capitulara, pero su posición se debilitaría muchísimo. Era indudable que Wainwright no pensaba otra cosa.

— En cincuenta años — dijo el hombre amargamente — el daño estará hecho. Aquellos que aún recuerdan nuestra independencia habrán desaparecido; la humanidad habrá olvidado sus tradiciones.

Palabras, palabras vacías, pensó Stormgren. Palabras por las que los hombres habían luchado y habían muerto, y por las que nunca volverían a luchar y a morir otra vez. Y el mundo sería mejor así.

Mientras veía alejarse a Wainwright, Stormgren se preguntó cuánto daño haría aún la Liga de la Libertad. Pero ése, pensó aliviado, era un problema que concernía a su sucesor.

Había algunas cosas que sólo el tiempo podría curar. Era posible destruir la maldad, pero nada podía hacerse con los que vivían engañados.


— Aquí está tu portafolio — dijo Duval —. Intacto.

— Gracias — respondió Stormgren, examinándolo cuidadosamente —. Ahora espero que me digas de qué se trata y qué nos queda todavía por hacer.

El físico parecía más interesado en sus propios pensamientos.

— Lo que no puedo comprender — dijo — es lo fácil que ha resultado todo. Si yo fuese Karellen…

— Pero no lo eres. Vamos, al asunto ¿Qué hemos descubierto?

— ¡Ay, estas excitables y supersensitivas razas nórdicas! — suspiró Duval — Hemos usado un aparato de radar de baja potencia. junto con las ondas de radio de frecuencia muy alta, utilizamos las infrarrojas… en fin, todas las ondas que deben de ser invisibles para cualquier criatura, aun aquellas dotadas de ojos muy raros.

— ¿Cómo puedes estar seguro? — preguntó Stormgren, interesándose a pesar de sí mismo en aquel problema técnico.

— Bueno… no podemos estar completamente seguros — admitió Duval con desgano — Pero Karellen te ve bajo una luz normal, ¿no es as¡? Así que sus ojos, con relación al espectro, tienen que ser parecidos a los ojos de los terrestres. De todos modo, dio resultado. Hemos comprobado que detrás de esa pantalla hay una gran habitación. La pantalla tiene unos tres centímetros de espesor, y el espacio que se extiende al otro lado tiene por lo menos unos diez metros de longitud. No pudimos recoger ningún eco de esa distante pared, ya que usamos un radar de muy poca potencia. Sin embargo, hemos obtenido esto.

Duval mostró un trozo de papel fotográfico en el que se veía una simple línea ondulada. En un punto la línea se torcía levemente como la gráfica de un débil terremoto.

— ¿Ves esa irregularidad?

— Sí, ¿qué es?

— Karellen.

— ¡Dios mío! ¿Estás seguro?

— Podemos suponerlo. Está sentado, o de pie, o de cualquier otro modo, a dos metros de la pantalla. Si hubiésemos obtenido un registro mejor hasta podríamos calcular su tamaño.

Los sentimientos de Stormgren eran algo confusos mientras observaba aquella leve inflexión de la línea. Hasta ahora no había podido saber si el cuerpo de Karellen era de naturaleza material. La evidencia era todavía indirecta, pero la aceptó sin más dudas.

— También hemos calculado — dijo Duval — la transparencia de la pantalla con relación a una luz común. Creo que tenemos una idea bastante exacta. De todos modos no importa. El error no puede ser muy grande. Ya comprenderás, es claro, que esos vidrios transparentes por una cara y opaca por la otra no existen en realidad. Se trata sólo de un modo de arreglar las luces. Karellen se sienta en una habitación a oscuras, tú en una iluminada. Eso es todo. Duval rió entre dientes. - Bueno, vamos a cambiar eso.

Con los ademanes de un mago que hace aparecer una camada de conejos, Duval se inclinó sobre el escritorio y extrajo de un cajón una linterna enorme. Uno de los extremos terminaba en una cabeza. El aparato parecía un trabuco.

Duval sonrió mostrando los dientes.

— No es tan peligrosa como parece. Sólo tienes que apuntar la boca hada la pantalla y apretar el gatillo. La linterna lanza un rayo de luz muy poderoso que dura unos diez segundos. Ese tiempo te basta para que ilumines toda la habitación. La luz pasará a través de la pantalla e iluminará magníficamente a tu amigo.

— ¿No le hará daño a Karellen?

— Será mejor que primero apuntes hacia abajo. Así se le irán adaptando los ojos. Supongo que tiene reflejos como nosotros, y no hay por qué dejarlo ciego.

Stormgren miró el arma con ciertas dudas y la tomó en la mano. Durante estas últimas semanas la conciencia había estado molestándolo bastante. Karellen lo había tratado siempre con mucho cariño, a pesar de su ocasional y abrumadora franqueza, y ahora que se acercaban al fin no quería que nada estropease aquella amistad. Pero el supervisor ya había sido advertido, y Stormgren estaba seguro que, si de Karellen dependiese, ya se hubiese mostrado ante él. Ahora la decisión quedaba en sus propias manos. Cuando la última sesión estuviese concluyendo, Stormgren vería la cara de Karellen.

Siempre, es claro, que Karellen tuviese cara.


El nerviosismo que Stormgren había sentido en un comienzo ya se había desvanecido. Karellen hablaba casi continuamente, entretejiendo las intrincadas frases que se complacía en usar. En un tiempo éste le había parecido a Stormgren uno de los más asombrosos, y ciertamente el más inesperado, de los dones de Karellen. Ahora ya no le parecía tan maravilloso, pues sabía que, como casi todas las habilidades del supervisor, se debía más a una inteligencia muy desarrollada que a un talento especial.

Cuando Karellen daba a sus pensamientos la lentitud del lenguaje de los hombres, poco le costaba adornarlos con cierto brillo literario.

— No es necesario que usted o sus sucesores se preocupen indebidamente por las actividades de la Liga de la Libertad, ni siquiera cuando se recobre de su actual decaimiento. Ha estado muy tranquila durante este último mes, y aunque volverá a revivir, no representará ningún verdadero peligro. Al contrario, como es siempre conveniente saber qué hacen nuestros enemigos, la Liga no deja de ser una institución muy útil. Si llegara a tener dificultades financieras creo que tendríamos que subvencionarla.

Stormgren nunca sabía bien en qué momento bromeaba Karellen. Se mantuvo impasible y siguió escuchando.

— Muy pronto la Liga perderá otro de sus argumentos. Se ha criticado mucho, a veces de un modo muy infantil, la posición especial que ha tenido usted durante estos últimos años. En los primeros días de mi administración me pareció inevitable, pero ahora que el mundo ya está casi organizado, adoptaré otra política. En el futuro, todas mis relaciones con la Tierra serán indirectas y la oficina del secretario general podrá volver a su forma anterior.

«Durante los próximos cincuenta años habrá muchas crisis, pero pasarán. La estructura del futuro es bastante clara, y un día, aun una raza como la suya, que tiene recuerdos tan remotos, habrá olvidado todas estas dificultades.

Las últimas palabras fueron pronunciadas con un énfasis tan particular que Stormgren se quedó helado en su asiento. Karellen, estaba seguro, nunca caía en un desliz; sus indiscreciones estaban calculadas en todos sus detalles. Pero no hubo tiempo para hacer preguntas — que indudablemente no obtendrían respuesta —. El supervisor ya estaba hablando de otra cosa.

— Muy a menudo ha tratado usted de saber cuáles eran mis planes a largo plazo — continuó Karellen —. La fundación del Estado mundial es, por supuesto, sólo el primer escalón. Usted llegará a verlo; pero el cambio será tan imperceptible que muy pocos se darán cuenta. Luego sobrevendrá un período de lenta consolidación, durante el cual los hombres se prepararán para recibirnos. Y luego llegará ese día. Lamento que usted no vaya a estar allí.

Stormgren, con los ojos muy abiertos, miraba más allá de la oscura barrera de la pantalla. Estaba mirando el futuro, imaginando el día que nunca iba a ver, cuando las grandes naves de los superseñores bajasen al fin a la Tierra y abriesen sus puertas ante el mundo expectante.

— Ese día — siguió diciendo Karellen —, la raza humana experimentará lo que sólo puede llamarse una discontinuidad psicológica. Pero no se producirá realmente ningún daño. Seremos parte de sus vidas, y cuando se encuentren con nosotros no les pareceremos… extraños… como les pareceríamos a ustedes.

El supervisor no se había mostrado nunca tan contemplativo, pero Stormgren no se sorprendió. No creía haber conocido más que unos pocos rasgos del carácter de Karellen. El verdadero Karellen era un ser desconocido — y quizá incognoscible — para las mentes humanas. Y Stormgren sintió una vez más que los verdaderos intereses del supervisor estaban en otra parte, y que gobernaba la Tierra con sólo una fracción de su mente, con tan poco esfuerzo como el que un maestro del ajedrez tridimensional emplea en jugar una partida de damas.

— ¿Y después? — preguntó Stormgren suavemente.

— Entonces comenzará nuestro verdadero trabajo.

— Me he preguntado muchas veces qué trabajo será ése. Ordenar nuestro planeta, civilizar la raza humana, son sólo medios… Tienen ustedes que tener un fin. ¿Podremos salir al espacio y ver otros mundos y hasta quizá colaborar con ustedes?

— Puede usted explicarlo de ese modo — dijo Karellen, y hubo en su voz una clara y sin embargo inexplicable nota de tristeza que perturbó singularmente a Stormgren.

— Pero suponga que al fin su experimento fracase. En nuestras relaciones con las razas primitivas nos ocurrió algo parecido. Seguramente han tenido ustedes sus fracasos.

— Sí — dijo Karellen tan débilmente que Stormgren apenas lo oyó —. Hemos tenido nuestros fracasos.

— ¿Y qué hacen entonces?

— Esperamos… y probamos de nuevo.

Hubo una pausa que duró quizá cinco segundos. Cuando Karellen volvió a hablar, sus palabras fueron tan inesperadas que durante un instante Stormgren no reaccionó.

— ¡Adiós, Rikki!

Karellen le había tendido una trampa. Quizá era ya muy tarde. La parálisis de Stormgren duró sólo un momento. En seguida, con un movimiento rápido, bien ensayado, encendió la linterna y la apretó contra el vidrio.


Los pinos llegaban casi a la orilla del agua, dando paso a una estrecha franja de hierba de unos pocos metros de ancho. Todas las noches, cuando aún hacía bastante calor, Stormgren, a pesar de sus noventa años caminaba rápidamente a lo largo de esta franja de hierbas hasta el desembarcadero, y observaba cómo el sol se ponía sobre el lago. Luego, antes que el viento frío se levantara desde el bosque, volvía a su casa. Este rito sencillo le proporcionaba una gran satisfacción, y esperaba repetirlo mientras le durasen las fuerzas.

Allá lejos, sobre el lago, algo venía desde el oeste, volando a baja altura y a gran velocidad. Los aeroplanos eran raros en esta región. Sólo las líneas transpolares pasaban por allá arriba a toda hora, de día y de noche. Pero nada se advertía de su presencia, salvo una ocasional estela de vapor que atravesaba el azul de la estratosfera. Esta máquina era un pequeño helicóptero, y estaba viniendo hacia él con una innegable determinación. Stormgren miró a lo largo de la playa Y vio que era imposible escapar. Se encogió de hombros y se sentó en el banco de madera, en la punta del muelle.

El periodista se mostró tan deferente que Stormgren se sorprendió. Había olvidado que no era sólo un viejo estadista sino casi un mito.

— Señor Stormgren — comenzó a decir el intruso —, lamento molestarlo; pero quisiéramos hacerle una pregunta sobre algo que acabamos de saber. Se trata de los superseñores.

Stormgren frunció levemente el ceño. Después de tantos años aún compartía el desagrado de Karellen por esa palabra.

— No creo — dijo — que pueda añadir mucho a lo que ya se ha escrito.

El periodista lo observaba con mucha curiosidad.

— Creo que podría. Ha llegado recientemente a nosotros una historia bastante rara. Parece que, hace unos treinta años, uno de los técnicos del departamento científico construyó para usted un equipo notable. ¿Qué puede decirnos sobre ese asunto?

Stormgren guardó silencio mientras rememoraba aquellos días. No era raro que se hubiese descubierto el secreto. Al contrario, le sorprendía que no se hubiese sabido antes.

Se incorporó y echó a caminar a lo largo del muelle. El periodista lo seguía a unos pasos de distancia.

— La historia — dijo Stormgren — encierra una parte de verdad. En mi última visita a la nave de Karellen llevé conmigo cierto aparato, con la esperanza de ver al supervisor. Era una actitud bastante tonta pero… bueno, yo no tenía más de sesenta años. - Stormgren rió entre dientes y luego continuó: — No es una historia de tanto valor como para justificar el viaje de usted. Pues verá, no obtuve ningún resultado.

— ¿No vio nada?

— No, absolutamente nada. Temo que tendrá que esperar; pero al fin y al cabo faltan sólo veinte años.

Veinte años. Sí, Karellen tenía razón. Para ese entonces el mundo estaría preparado. No lo estaba cuando Stormgren le había dicho la misma mentira a Pierre, treinta años atrás.

Karellen había confiado en Stormgren y éste no había traicionado esa confianza. Estaba totalmente seguro. El supervisor había conocido el plan desde un principio, y había previsto todos los momentos de aquella última entrevista.

¿Por qué si no aquel enorme asiento vacío, cuando el círculo de luz cayó sobre él? Stormgren había movido en seguida la linterna. Quizá ya era tarde. La puerta metálica, dos veces más alta que un hombre, estaba cerrándose con rapidez… pero no con bastante rapidez.

Sí, Karellen había confiado en Stormgren; no había querido que se hundiese en el largo crepúsculo de la existencia obsesionado por un misterio que había sido incapaz de resolver. Karellen no se había atrevido a desafiar abiertamente a aquellos desconocidos poderes que lo gobernaban. (¿Serían ellos también de la misma raza?) Pero algo había hecho. Si había cometido un acto de desobediencia nunca podrían probárselo. Aquélla había sido la prueba final, Stormgren lo sabía, del cariño que le tenía Karellen. Aunque del cariño de un hombre por un perro fiel, no era menos sincero por eso, y Stormgren no había sentido en toda su vida una mayor satisfacción.

— Hemos tenido nuestros fracasos.

Sí, Karellen, es cierto. ¿Y fuiste tú el que fracasó antes que comenzase la historia de los hombres? Tiene que haber sido un fracaso de veras, pensó Stormgren, para que sus ecos hayan traspasado las edades hasta venir a asustar a los niños de todas las razas. ¿Podrás superar, aun dentro de veinte años, el poder de todos los mitos y leyendas del mundo?

Sin embargo, Stormgren sabía que no había otro fracaso. Cuando las dos razas volvieran a encontrarse, los superseñores se habrían ganado la confianza y la amistad de los hombres, y ni siquiera el terror del reconocimiento podría deshacer esa obra. Irían juntos hacia el futuro, y la desconocida tragedia que debió de oscurecer el pasado quedaría sepultada para siempre en los oscuros corredores prehistóricos.

Y Stormgren esperaba que cuando Karellen volviese a caminar libremente por la Tierra, vendría un día a estos bosques del norte, y se detendría un momento junto a la tumba del primer hombre que había sido su amigo.

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