23

— En los primeros días — dijo Karellen — podíamos andar entre ellos. Pero ya no nos necesitan; nuestra tarea terminó cuando los reunimos y les entregamos un continente. Mire.

La pared situada ante Jan desapareció. Estaba mirando un valle hermosamente arbolado desde una altura de unos pocos centenares de metros. La ilusión era tan perfecta que sufrió un vértigo momentáneo.

— Han pasado cinco años y se ha iniciado la segunda fase.

Había unas móviles figuras allá abajo, y la cámara descendió hacia ellas como un pájaro de presa.

— Sentirá usted cierta angustia — dijo Karellen —, pero recuerde que no puede aplicar aquí sus normas mentales. No está viendo a niños humanos.

Sin embargo, ésa fue la primera impresión que tuvo Jan, y ningún razonamiento lógico pudo impedirlo. Podían haber sido salvajes, entregados a una danza ritual muy compleja. Estaban desnudos y sucios y unos mechones de pelo les caían sobre los ojos. Jan creyó notar que los había de todas las edades, desde los cinco a los quince años; sin embargo todos se movían con la misma rapidez, la misma precisión, y una total indiferencia.

Entonces Jan les vio las caras. Tragó saliva con dificultad y se obligó a sí mismo a no darse vuelta. Eran unas caras más vacías que las de los muertos, pues las facciones de los cadáveres están cinceladas por los años, y siguen hablando cuando los labios han enmudecido. No había aquí más emoción o sentimiento que en la cara de un insecto o una serpiente. Hasta los superseñores eran más humanos.

— Está usted buscando algo que ya no está ahí — dijo Karellen —. Recuerde que no tienen más individualidad que las células de un cuerpo.

— ¿Por qué se mueven así?

— Lo llamamos la danza larga — replicó Karellen. Nunca duermen, y esto duró casi un año. Son trescientos millones que se mueven en determinadas figuras. Hemos analizado esas figuras una y otra vez, pero no descubrimos nada. Quizá porque sólo advertimos la apariencia física, la porción que está aquí, en la Tierra. Es posible que lo que llamamos la supermente esté todavía preparándolos, moldeándolos para que formen una simple unidad antes de absorberlos.

— ¿Pero cómo hacían con la comida? ¿Y qué ocurría si chocaban con algún obstáculo como árboles o rocas, o si caían en el agua?

— El agua no importaba, no podían ahogarse. Cuando encontraban un obstáculo se lastimaban a veces, pero no lo advertían. En cuanto a la comida… bueno, los animales y las frutas abundaban allí. Pero ahora dejaron atrás esas necesidades. Pues la comida es ante todo una fuente de energía, y han aprendido a recurrir a fuentes mayores.

La escena tembló como si una nube de calor hubiese pasado sobre ella, Cuando volvió a aclararse, el movimiento había cesado.

— Mire otra vez — dijo Karellen —. Tres años mas tarde.

Las figuritas, tan desamparadas y patéticas si uno no conocía la verdad, se alzaban inmóviles en el bosque, el valle y la llanura. La cámara vagó incansablemente de una a otra. Ya, pensó Jan, los rostros están adaptándose a un molde. Había visto una vez algunas fotografías donde docenas de imágenes superpuestas formaban un rostro «común». El resultado había sido algo tan vacío y tan falto de carácter como esto.

Aparentaban estar durmiendo o en trance. Tenían los ojos muy cerrados, y no parecían más conscientes que los árboles que se alzaban por encima de ellos. ¿Qué pensamientos, se preguntó Jan, se estarían entrecruzando en esa complicada red en la que aquellas mentes eran ahora no más — y sin embargo no menos — que los hilos de un vasto tapiz? Y un tapiz, comprendía ahora, que abarcaba muchos mundos y muchas razas, y que crecía todavía.

Ocurrió con una rapidez que lo deslumbró y lo aturdió. En un momento Jan estaba mirando una región hermosa y fértil con un único elemento extraño: las innumerables estatuitas, dispersas, aunque no sin cierto orden. Y luego, en un instante, árboles y pastos, todas las vivientes criaturas que habían habitado esa tierra desaparecieron. Quedaron solamente los lagos tranquilos, los tortuosos ríos, las quebradas y terrosas colinas — ahora desprovistas del manto verde — y las silenciosas e indiferentes figuras que habían causado esa destrucción.

— ¿Por qué han hecho eso? — murmuró Jan.

— Quizá los perturbaba la presencia de otras mentes, aun esas tan rudimentarias de las plantas y los animales. Un día, creemos, descubrirán que también el mundo material les molesta. Y entonces quién sabe qué ocurrirá. Comprenderá usted ahora por qué nos retiramos una vez, que cumplimos nuestra tarea. Seguimos estudiándolos, pero nunca entramos en esas tierras ni metemos allí nuestros instrumentos. Sólo los observamos desde el espacio.

— Esto ocurrió hace muchos años — dijo Jan —. ¿Qué ha pasado desde entonces?

— Muy poco. No se han movido en todo este tiempo, ni han advertido los cambios del día y de la noche, del verano y el invierno. Están todavía probando fuerzas; algunos ríos han cambiado de curso, y hay uno ahora que fluye hacia arriba. Pero no han hecho nada que parezca tener algún propósito determinado.

— ¿Y los han ignorado a ustedes totalmente?

— Sí, aunque es natural. La… entidad… de la que forman parte no ignora nada de nosotros. No le preocupa, aparentemente, que tratemos de estudiarla. Cuando desea que nos alejemos, o quiere encargarnos un nuevo trabajo, se manifiesta claramente. Hasta ese entonces nos quedaremos aquí, para que nuestros especialistas puedan recoger toda la información posible.

Así que éste es, pensó Jan con una resignación que superaba toda tristeza, el fin del hombre. Era un fin no previsto por ningún profeta, un fin que se oponía por igual al optimismo y al pesimismo.

Era, sin embargo, un fin adecuado; tenía la sublime inevitabilidad de una obra de arte. Jan había alcanzado a vislumbrar el universo en toda su inmensidad terrible, y sabía ahora que no había allí lugar para el hombre. Comprendía al fin qué vano, si se lo volvía a analizar, había sido el sueño que lo había llevado a las estrellas.

Pues el camino hacia las estrellas se dividía en otros dos, y ninguno llevaba adonde pudieran cumplirse los deseos o los temores del hombre.

En el extremo de uno de los senderos estaban los superseñores. Habían preservado su individualidad, su independencia, tenían conciencia de sí mismos y el pronombre «yo» significaba algo en su lenguaje. Tenían emociones, algunas de las cuales por lo menos eran compartidas por la humanidad; pero estaban atrapados, Jan se daba cuenta ahora, en un callejón sin salida del que nunca podrían salir. Las mentes de los superseñores eran diez, o quizá cien veces más poderosas que las del hombre. Al hacer la cuenta final no había ninguna diferencia. Ambos estaban igualmente desamparados, igualmente abrumados por la inimaginable complejidad de una galaxia de cien mil millones de soles y de un cosmos de cien mil millones de galaxias.

¿Y al fin del otro sendero? La supermente, cualquier cosa que fuese, relacionada con el hombre del mismo modo que el hombre con la ameba. Potencialmente infinita, inmortal, ¿durante cuánto tiempo había estado absorbiendo una raza tras otra, mientras se extendía entre los astros? Tenía también deseos, tenía metas que presentía oscuramente pero que no alcanzaría jamás? Ahora contenía todas las obras de la raza humana. No era una tragedia, sino una culminación. Los billones de conciencias que como chispas fugaces habían formado la humanidad, no volverían a temblar como luciérnagas contra el cielo de la noche. Pero no habrían vivido totalmente en vano.

Aún faltaba, como lo sabía Jan, el último acto. Podía comenzar mañana, o dentro de varios siglos. Ni siquiera los superseñores podían estar seguros.

Jan comprendía ahora los propósitos de estos seres, qué habían hecho con el hombre, y el motivo que los ataba todavía a la Tierra. Sentía ante ellos una gran humildad, y una gran admiración por aquella paciencia inflexible.

Nunca llegó a entender cómo se efectuaba esa extraña simbiosis entre la supermente y sus servidores. Según Rashaverak ese ser los había acompañado siempre, aunque no los había utilizado hasta que lograron desarrollar una verdadera civilización y pudieron recorrer el espacio.

— ¿Pero por qué los necesita? — inquirió Jan —. Con esos tremendos poderes podría hacer cualquier cosa.

— No — dijo Rashaverak —, tiene sus límites. Sabemos que en el pasado intentó actuar de un modo directo sobre las mentes de otras razas, e influir en su desarrollo cultural. Siempre fracasó, quizá porque el abismo es demasiado grande. Nosotros somos los intérpretes, los guardianes. O, para usar una metáfora de ustedes, cuidamos el campo mientras madura la cosecha. La supermente recoge esa cosecha, y nosotros comenzamos otro trabajo. Esta es la quinta raza a cuya apoteosis asistimos. Cada vez aprendemos un poco más.

— ¿Y no se sienten resentidos porque los utilicen como simples instrumentos?

— El arreglo tiene ciertas ventajas. Por otra parte, ningún ser inteligente se siente resentido ante lo inevitable.

La humanidad, reflexionó Jan torciendo la cara, jamás había aceptado totalmente esa proposición. Había muchas cosas, más allá de toda lógica, que los superseñores no habían entendido nunca.

— Parece extraño — dijo Jan — que la supermente los haya elegido para hacer este trabajo, cuando no hay en ustedes traza de esos latentes poderes parafísicos. ¿Cómo se comunica con ustedes y les hace saber sus deseos?

— Lamento no poder responderle, ni explicarle mi silencio. Un día conocerá quizá parte de la verdad.

Jan reflexionó un momento, pero comprendió que era inútil seguir preguntando. Tenía que cambiar de tema, y quizá más tarde pudiese averiguar algo más.

— Explíqueme esto, entonces — dijo —, Hay algo que ustedes nunca nos han dicho. Cuando su raza vino por primera vez a la Tierra, en el pasado, ¿qué ocurrió? ¿Por qué se convirtieron en el símbolo del terror y el mal?

Rashaverak sonrió. No lo hacía tan bien como Karellen, pero era una imitación aceptable.

— Nadie lo sospechó nunca, y ya ve usted ahora por qué no podíamos referirnos a eso. Sólo un hecho pudo haber impresionado de tal modo a la humanidad. Y ese hecho ocurrió no en el alba de la historia, sino en su atardecer.

— ¿Qué quiere decir? — preguntó Jan.

— Cuando nuestras naves aparecieron en el cielo terrestre, hace un siglo y medio, se produjo el primer encuentro de nuestras dos razas, aunque como es natural habíamos estado estudiándolos desde lejos. Y sin embargo, ustedes nos temieron y nos reconocieron, como lo habíamos esperado. No se trataba precisamente de un recuerdo. Ya sabe usted que el tiempo es mucho más complejo de lo que suponía la ciencia terrestre. Pues ese recuerdo no venía del pasado, sino del futuro… de esos últimos años en que la raza humana comprendía que todo había concluido. Hicimos todo lo posible para aliviar ese final, pero no fue fácil. Y de ese modo fuimos identificados con el fin de la raza. Sí, aunque aún faltaban diez mil años. Fue como si las reverberaciones de un eco distorsionado hubieran recorrido el círculo cerrado del tiempo, desde el futuro al pasado. Llamémosle no un recuerdo, sino una premonición.

La idea no era muy fácil de entender, y durante unos instantes Jan luchó con ella en silencio. Sin embargo ya debía de estar preparado: había comprobado bastantes veces que causas y efectos pueden trastocarse.

Tenía que existir algo así como una memoria racial, y esa memoria era de algún modo independiente del tiempo. Para ella el futuro y el pasado eran uno solo. Por eso, hacía miles de años, los hombres habían alcanzado a vislumbrar una distorsionada imagen de los superseñores, a través de una niebla de miedo y terror.

— Ahora entiendo — dijo el último hombre.

¡El último hombre! Jan apenas podía imaginarlo. Al lanzarse al espacio había pensado en alejarse definitivamente de la raza humana, y sin embargo no había aceptado, aun entonces, la soledad. Con el paso de los años el deseo de ver a otros seres humanos podía llegar a abrumarlo, pero por ahora la compañía de los superseñores le impedía sentirse completamente solo.

Hasta hacia sólo diez años había habido hombres en la Tierra, unos sobrevivientes degenerados. Jan nada había perdido con ellos. Por motivos que los superseñores no podían explicar, pero que sospechaban eran principalmente psicológicos, ningún niño había venido a reemplazar a los que se habían ido. El Homo sapiens era una raza extinguida.

Quizá, en una de las ciudades todavía intactas, se encontraba el manuscrito de algún nuevo Gibbon que historiaba los últimos días de la raza humana. Aunque fuese así, Jan no tenía, aparentemente, ningún interés en leerlo. Rashaverak le había contado lo más importante.

Aquellos que no se habían destruido a sí mismos habían tratado de olvidar dedicándose a las actividades más febriles, como deportes salvajes y suicidas, bastante parecidos a guerras menores. A medida que la población descendía con rapidez los cada vez más ancianos sobrevivientes se habían ido agrupando como un ejército derrotado que cierra filas en la última retirada.

El acto final, antes que el telón cayese para siempre, había sido iluminado, quizá, por relámpagos de heroísmo y devoción y oscurecido por la ferocidad y el egoísmo. Jan no sabría nunca si había terminado en medio del terror o la resignación.

Tenía muchas ocupaciones. La base de los superseñores estaba instalada a un kilómetro de una casa abandonada, y Jan se pasó varios meses equipándola con aparatos que traía de la ciudad más próxima, situada a unos treinta kilómetros. Se había instalado allí con Rashaverak, cuya amistad, sospechaba Jan, no era completamente desinteresada. El psicólogo de los superseñores estaba todavía estudiando el último ejemplar de Homo sapiens.

La ciudad había sido evacuada, indudablemente, antes del fin, pues las casas y muchos de los servicios públicos estaban todavía en orden. No le costaría mucho volver a hacer funcionar los generadores, de modo que las anchas calles volvieran a iluminarse con la ilusión de la vida. Jan jugó con la idea y al fin la abandonó como demasiado mórbida. Lo único que no deseaba era añorar el pasado. Había aquí todo lo necesario como para mantenerlo por el resto de sus días, pero lo que más ansiaba era un piano electrónico y ciertas partituras de Bach. Nunca hasta ahora había podido dedicarse realmente a la música. Pronto, cuando no se encontraba ejecutando él mismo, escuchaba grabaciones de las grandes sinfonías y conciertos, de tal modo que la villa nunca estaba silenciosa. La música se había convertido en un talismán contra la soledad; esa soledad que un día lo aplastaría, seguramente.

A menudo paseaba por las colinas imaginando lo que había ocurrido en esos pocos meses en que había faltado de la Tierra. Nunca hubiera pensado, cuando se despidió de Sullivan hacía ochenta años terrestres, que la última generación humana estuviese ya en las entrañas de las madres.

¡Qué alocado había sido! Sin embargo, no creía estar arrepentido de su conducta. Si se hubiese quedado en la Tierra, habría sido testigo de esos últimos años velados ahora por el tiempo. En cambio había saltado por encima de ellos hasta el futuro, y había conocido las respuestas que ningún otro hombre llegaría a saber. La curiosidad de Jan estaba casi satisfecha, aunque a veces se preguntaba por qué los superseñores seguirían esperando, y qué pasaría cuando esa paciencia recibiera al fin su premio.


Pero la mayor parte del tiempo, con esa tranquila resignación que comúnmente sólo se conoce al fin de una vida larga y activa, Jan se sentaba ante el teclado y poblaba el aire con el amado Bach. Quizá se estaba engañando a sí mismo, quizá era alguna misericordiosa trampa que le tendía la mente, pero le parecía ahora que esto era lo que siempre había deseado. La más secreta de las ambiciones se había atrevido al fin a salir a la luz.

Jan siempre había sido un buen pianista… y ahora era el mejor del mundo.

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