8

Ninguna utopía puede satisfacer siempre a todos. A medida que mejoraron las condiciones materiales los hombres se hicieron más ambiciosos y ya no se contentaron con el poder y los bienes que en otra época habían parecido inalcanzables. Y aunque el mundo exterior se había ajustado a casi todos los deseos, la curiosidad de la mente y la inquietud del corazón seguían aún muy vivas.

Jan Rodricks, aunque raras veces apreciaba su suerte, se hubiese sentido aún más descontento en una época anterior. Un siglo antes el color de su piel hubiese sido un impedimento enorme y hasta quizá aplastante. Hoy no significaba nada. La inevitable reacción que había dado a los negros del siglo veintiuno un leve sentimiento de superioridad también se había desvanecido. La palabra «negro» ya no era tabú en las reuniones sociales y todos la usaban sin embarazo. No tenía más contenido emocional que adjetivos tales como republicano, o metodista, conservador o liberal.

El padre de Jan había sido un escocés encantador, aunque algo desordenado, que había logrado obtener bastante renombre como mago profesional. Su muerte, a la temprana edad de cuarenta y cinco años, había tenido como causa el consumo excesivo del más famoso producto del país. Aunque Jan nunca había visto borracho a su padre, no estaba seguro de haberlo visto sobrio alguna vez.

La señora Rodricks, todavía muy viva, enseñaba teoría de la probabilidad en la Universidad de Edimburgo. Como ejemplo típico de la extrema movilidad del hombre del siglo veintiuno, la señora Rodricks, que era negra como el carbón, había nacido en Escocia, mientras que su expatriado y rubio marido se había pasado toda la vida en Haití. Maia y Jan nunca habían tenido un hogar fijo, y habían oscilado entre las familias de sus progenitores como dos rueditas volantes. Se habían divertido bastante, naturalmente, pero no habían llegado a corregir la inestabilidad heredada del señor Rodricks.

A los veintisiete de edad, Jan tenía aún por delante varios años de estudio antes de que tuviese que pensar seriamente en su carrera. Había obtenido fácilmente el título de bachiller, siguiendo un plan de estudios que un siglo antes hubiese parecido verdaderamente extraño. Sus más importantes materias habían sido matemática y física, pero había estudiado también filosofía y apreciación musical. Aun para el alto nivel de aquella época, Jan era un pianista aficionado de primera categoría.

Dentro de tres años obtendría el doctorado en física aplicada, con astronomía como ciencia auxiliar. Esto supondría bastante trabajo, pero Jan lo prefería así. Estaba estudiando en la que era quizá la institución más hermosamente situada del mundo, la Universidad de la Ciudad del Cabo, construida en la falda de la montaña de la Mesa.

No tenía preocupaciones materiales; sin embargo se sentía descontento, y su situación le parecía irremediable. Para empeorar las cosas, la felicidad de Maia — aunque no la envidiaba, de ningún modo había subrayado la causa principal de sus disgustos.

Pues Jan sufría a causa de la romántica ilusión — motivo de tanta desgracia y de tanta poesía — de que todo hombre tiene realmente un solo amor verdadero. A una edad desacostumbradamente tardía había entregado su corazón, por vez primera, a una dama más renombrada por su belleza que por su constancia. Rosita Tsien declaraba, con perfecta verdad, que corría por sus venas la sangre de los emperadores Manchú. Todavía tenía muchos súbditos, incluida la mayor parte de los estudiantes de la Facultad de Ciencias, en el Cabo. Jan había sido hechizado por su delicada belleza floral, y la historia había progresado lo bastante como para tener un fin verdaderamente triste. Jan no podía imaginar qué había fallado.

Saldría de eso, naturalmente. Otros hombres habían sobrevivido a catástrofes parecidas sin sufrir daños irreparables, y hasta habían llegado a esa época en que se dice: — ¡Nunca pude haberme tomado en serio a una mujer como ésa! — Pero Jan no veía aún la posibilidad de tal desprendimiento, y actualmente estaba muy disgustado con la vida.

Su otro motivo de preocupación era más difícil de remediar, pues tenía como origen la relación existente entre sus ideales y los superseñores. La mente de Jan era tan romántica como su corazón. Como tantos otros hombres de su edad, desde que la conquista del aire era realmente posible, había dejado que sus sueños y su imaginación recorrieran los inexplorados mares del espacio.

Un siglo antes el hombre había puesto un pie en la escalera que llevaba a las estrellas; en ese mismo instante — ¿podía — haber sido una coincidencia? — le habían cerrado la puerta de los planetas en las narices. Los superseñores habían puesto pocas barreras a las actividades humanas (la guerra era quizá la mayor excepción) pero los estudios sobre viajes interplanetarios se habían casi, interrumpido. La ciencia de los superseñores parecía inalcanzable. Por el momento, al menos, el hombre se había desanimado y había vuelto la atención hacia otras esferas. No había por qué desarrollar cohetes cuando los superseñores tenían medios de propulsión infinitamente superiores, basados en principios ignorados por todos.

Unos pocos centenares de hombres habían visitado la Luna con el propósito de establecer allí un observatorio astronómico. Habían viajado como pasajeros en una nave pequeña, manejada por superseñores e impulsada por cohetes. Era obvio que muy poco podía aprenderse del estudio de un vehículo tan primitivo, aunque sus dueños permitiesen que los hombres de ciencia terrestre lo examinasen a su gusto.

El hombre era, por lo tanto, prisionero de su propio planeta; un planeta mucho más hermoso, pero más pequeño que hacía un siglo junto con la guerra, el hambre y la enfermedad, los superseñores habían abolido la aventura.

La luna naciente teñía ya el cielo oriental con un resplandor pálido y blanquecino. Allá arriba, se dijo Jan, estaba la base central de los superseñores, entre las montañas de Platón. Aunque las naves de aprovisionamiento habían estado yendo y viniendo durante más de setenta años, sólo en vida de Jan se había revelado el secreto, y los superseñores iniciaban ahora sus viajes ante los mismos ojos de la Tierra. En el telescopio de cinco metros de abertura podía verse cómo el sol de la mañana o de la tarde proyectaba sobre las planicies de la Luna la sombra de aquellas enormes naves. Como todo lo que hacían estos seres era de gran interés para la humanidad, se llevó una cuenta minuciosa de sus idas y venidas, y ya comenzaba a descubrirse una cierta relación entre los diversos movimientos, aunque no su causa. Una de esas grandes sombras había desaparecido unas horas antes. Eso significaba, como lo sabía Jan, que en un lugar del espacio, ya fuera de la Luna, la nave de los superseñores estaba preparándose para iniciar el viaje hacia el hogar distante y desconocido.

Jan nunca había visto a una de esas naves en el momento de elevarse hacia los astros. En las noches claras, la nave era visible desde una de las mitades del mundo; pero Jan nunca había tenido suerte. Uno nunca podía decir con exactitud cuándo comenzaría el verdadero viaje, y los superseñores no adelantaban la noticia. Jan decidió esperar otros diez minutos antes de volver a la fiesta.

¿Qué era eso? Sólo un meteoro que atravesaba la constelación de Eridano. Jan suspiró, descubrió que se le había apagado el cigarrillo, y encendió otro.

Ya se había fumado la mitad cuando, a un millón de kilómetros, el navío estelar comenzó a moverse. Desde el mismo centro de la creciente luna iluminada una chispita comenzó a ascender hacia el cenit. Al principio el movimiento era tan lento que apenas se lo advertía, pero poco a poco la nave fue ganando velocidad. Siguió subiendo cada vez con mayor brillo, hasta que de pronto desapareció. Momentos después volvió a aparecer, más veloz y brillante. Encendiéndose y apagándose, con un ritmo peculiar, subió rápidamente por el cielo, dibujando una fluctuante línea luminosa entre los astros. Aunque uno ignorase la distancia real. la impresión de velocidad quitaba el aliento. Sabiendo que la nave se encontraba más allá de la Luna, el cálculo de las velocidades y energías confundían la mente.

Jan sabía que estaba viendo un subproducto de esas energías. La nave misma era invisible, ya muy por encima de esa luz ascendente. Así como un cohete estratosférico deja una estela de vapor, del mismo modo el resuelto navío de los superseñores dejaba también su huella. La teoría generalmente aceptada — y había muy pocas dudas sobre su veracidad — decía que las enormes aceleraciones de la nave provocaban una distorsión local del espacio. Jan sabía que estaba viendo nada menos que la luz de unas estrellas distantes, reunidas y enfocadas hacia la Tierra, cada vez que en el camino recorrido por la nave se cumplían ciertas condiciones. Era una prueba visible de la relatividad: la curvatura de la luz en presencia de un colosal campo gravitatorio.

Ahora el extremo de esa inmensa lente, delgada como una línea de lápiz, parecía moverse con mayor lentitud, aunque sólo a causa de la perspectiva. En realidad la nave ganaba velocidad. Sólo su huella parecía detenerse; la nave misma se precipitaba ahora hacia los astros. Jan sabía que muchos telescopios le estaban siguiendo, pues los hombres de ciencia querían descubrir los secretos de la nave estelar. Ya se habían publicado docenas de estudios sobre ese tema; sin duda los superseñores los habían leído con el mayor interés.

La luz fantasmal estaba apagándose. Ahora era una raya muy débil que apuntaba como siempre hacia el centro de la constelación Carina. El hogar de los superseñores estaba aproximadamente por allí, pero en cualquiera del millar de estrellas de aquel sector del espacio. No era posible calcular la distancia que había entre esa estrella y el sistema solar.

Todo había acabado. Aunque la nave apenas había comenzado su viaje, ya ningún ojo terrestre podía seguirla. Pero en la mente de Jan el recuerdo de la estela brillante ardía aún, como un faro que no se apagaría nunca mientras hubiese en él ambiciones y deseos.


La fiesta había terminado. Casi todos los huéspedes habían vuelto a elevarse por los aires y se desparramaban ahora hacia los cuatro rincones del globo. Aunque había algunas excepciones.

Una era Norman Dodsworth, el poeta, que se había emborrachado, de un modo desagradable, pero que había sido bastante cuerdo como para abandonar la sala antes de que fuera necesario recurrir a la violencia. Lo habían depositado sobre el césped, con mucha suavidad, y con la esperanza de que una hiena lo despertase bruscamente. En fin, no se contaba con él.

Entre los que se habían quedado se incluían George y Jean. No había sido idea de George: él quería volverse a casa. Desaprobaba la amistad entre Rupert y Jean, aunque no por las razones comunes. George se enorgullecía de ser un hombre práctico, de juicioso carácter, y pensaba que el interés que unía a Jean y a Rupert no era sólo infantil, en esta edad de la ciencia, sino también enfermizo. Que alguien pudiese atribuir alguna sombra de verdad a los hechos llamados supranormales le parecía extraordinario, y el haber encontrado aquí a Rashaverak había disminuido su fe en los superseñores.

Era indudable ahora que Rupert había estado planeando alguna sorpresa, probablemente con la connivencia de Jean. George se resignó tristemente a las tonterías que pudiesen sobrevenir.

— Probé toda clase de objetos antes de llegar a esto — decía Rupert con orgullo —. El mayor problema era el de reducir la fricción y facilitar así los movimientos. La anticuada mesita y la copa no estaban mal; pero habían sido usadas durante siglos y era indudable que la ciencia moderna podía mejorarlas. Y aquí está el resultado. Acercad las sillas… ¿Estás seguro de que no quieres unirte a nosotros, Rashy?

El superseñor pareció titubear durante una fracción de segundo. Luego sacudió negativamente la cabeza. (¿Había aprendido ese gesto en la Tierra? se preguntó George.)

— No, gracias — replicó —, prefiero mirar. Quizá en otra ocasión.

— Muy bien. Hay tiempo de sobra para que cambies de parecer.

Oh, ¿hay tiempo? pensó George mirando tristemente su reloj.

Rupert había reunido a sus amigos alrededor de una mesita maciza, perfectamente circular. Levantó la superficie de material plástico y reveló un brillante mar de apretados y redondos cojinetes. El borde un poco saliente de la mesa impedía que escaparan. George no podía imaginar para qué servía todo eso. La luz se reflejaba sobre los cojinetes en centenares de puntos, formando fascinantes e hipnóticas figuras. George se sintió ligeramente mareado.

Mientras los demás acercaban las sillas, Rupert buscó debajo de la mesa, sacó un disco de unos diez centímetros de diámetro, y lo colocó sobre los cojinetes.

— Eso es — dijo —. Vosotros ponéis los dedos aquí, y el disco gira sin encontrar resistencia.

George lanzó una mirada de profundo disgusto al dispositivo. Advirtió que las letras del alfabeto habían sido colocadas sobre la mesa a intervalos regulares, aunque sin ningún orden. Además, distribuidos entre las letras, se veían varios números, del 1 al 9, y en dos extremos opuestos unas tarjetas con las palabras «Sí y «No».

— Todo esto me parece magia barata — murmuró George —. Me sorprende que alguien se lo tome en serio en esta época.

Luego de haber emitido esta débil protesta, George se sintió un poco mejor. Rupert pretendía no sentir por estos fenómenos más que una desinteresada curiosidad. Tenía una mente amplia, pero no era un crédulo. Jean, en cambio… bueno, George se sentía un poco preocupado. La muchacha creía, en apariencia, que en este asunto de la telepatía y de la segunda visión había algo realmente.

George no advirtió, hasta después de haber hablado, que la frase implicaba también una censura a Rashaverak. - Lo miró nerviosamente, pero no había en el superseñor ningún signo de reacción. Lo que no probaba nada en absoluto.

Ya todos ocupaban sus sitios. Alrededor de la mesa y en el sentido de las agujas del reloj, se habían instalado Rupert, Maia, Jan, Jean, George y Benny Shoenberger. Ruth Shoenberger estaba sentada aparte con un anotador. Se había opuesto, parecía, a participar de la sesión, lo que había provocado ciertos comentarios oscuramente sarcásticos de Benny a propósito de los que todavía se tomaban el Talmud en serio. Sin embargo, no se oponía de ningún modo a actuar como cronista.

— Ahora escuchen — comenzó a decir Rupert — ; para beneficio de los escépticos como George, pongamos las cosas en claro. Haya o no algo anormal en todo esto, funciona. Personalmente creo que se trata de un simple fenómeno mecánico. Cuando ponemos nuestras manos sobre el disco, aunque tratemos de no influir en sus movimientos, nuestro subconsciente comienza a hacer trampa. He analizado centenares de sesiones y no he descubierto una sola respuesta que no fuese conocida, o sospechada, por alguno de los participantes, aunque a veces no conscientemente. Tengo interés en llevar a cabo el experimento en esta peculiar… este… circunstancia.

La «peculiar circunstancia» estaba observándolos en silencio, pero, indudablemente, no con indiferencia. George se preguntó qué pensaría Rashaverak de estas antiguas supersticiones. ¿Ocupaba la posición de un antropólogo ante un rito primitivo? La escena era fantástica, y George se sintió verdaderamente tonto.

Si los otros se sentían como él, lo ocultaban perfectamente. Sólo Jean estaba encendida y excitada, aunque quizá el alcohol fuese el culpable.

— ¿Todos listos? — preguntó Rupert —. Muy bien. Guardó, durante unos instantes, lo que quería ser un impresionante silencio, y luego, sin dirigirse particularmente a nadie, exclamó: — ¿Hay alguien aquí?

George pudo sentir que el disco temblaba ligeramente bajo sus dedos. No era nada sorprendente si se tenía en cuenta la presión ejercida por las seis personas del círculo. El disco osciló trazando la figura de un 8 y al fin se detuvo.

— ¿Hay alguien aquí? - repitió Rupert. Con un tono de voz más normal añadió — : A menudo pasan diez o quince minutos sin que haya una respuesta, pero otras veces…

— Chist… — dijo Jean.

El disco se estaba moviendo. Comenzó a balancearse trazando un amplio arco entre las tarjetas del «Sí» y del «No». A George le costó trabajo ocultar una risita. ¿Qué quedaría demostrado si la respuesta fuese «No»? Recordó aquel viejo chiste: «Sólo estamos nosotras, las gallinas…»

Pero la respuesta era «Sí». El disco volvió rápidamente al centro de la mesa. Parecía como si estuviese vivo, de algún modo, y esperase la próxima pregunta. A pesar de sí mismo, George se sintió impresionado.

— ¿Quién eres? — preguntó Rupert.

Esta vez las letras se sucedieron sin titubeos. El disco se movió a través de la mesa, como un ser consciente, y con tanta rapidez que George encontraba difícil mantener el contacto. Podía jurar que no contribuía al movimiento. Miró rápidamente a los demás, pero no pudo ver nada sospechoso en sus caras. Parecían tan atentos y expectantes como él.

— Todos — respondió el disco, y volvió a su lugar de descanso.

— Todos — repitió Rupert —. Una respuesta típica. Evasiva, pero estimulante. Significa, quizá, que no hay nadie aquí, salvo una combinación de nuestras mentes. - Calló un momento mientras elegía la próxima pregunta. Luego dijo, dirigiéndose al aire: — ¿Tienes un mensaje para alguno de nosotros?

— No — replicó el disco con rapidez.

Rupert miró alrededor de la mesa.

— Deja el asunto en nuestras manos. A veces habla voluntariamente, pero esta noche tendremos que hacerle preguntas definidas. ¿Alguien quiere comenzar?

— ¿Lloverá mañana? — dijo George en broma.

El disco comenzó a oscilar en la línea del SÍ — NO.

— Es una pregunta tonta — protestó Rupert —. Es posible que llueva en alguna parte, y que no llueva en alguna otra. No hagan preguntas cuyas respuestas puedan ser ambiguas.

George se sintió apropiadamente aplastado. Decidió esperar a que algún otro hiciese la pregunta siguiente.

— ¿Cuál es mi color favorito? — preguntó Maia.

— Azul — fue la respuesta.

— Es exacto.

— Pero eso no prueba nada. Tres de los presentes, por lo menos, ya lo sabían.

— ¿Cuál es el color favorito de Ruth? — preguntó Benny.

— Rojo.

— ¿Es cierto eso, Ruth?

La mujer alzó la vista de su anotador.

— Sí, así es. Pero Benny lo sabe, y está en la mesa.

— Yo no lo sabía — replicó Benny.

— Lo sabías muy bien. Te lo he dicho un millón de veces.

— Recuerdo subconsciente — murmuró Rupert —. Ocurre a menudo. ¿Pero no pueden hacer preguntas más inteligentes, por favor? Todo ha comenzado tan bien, que no quiero que perdamos esta mina.

Curiosamente, la misma trivialidad del fenómeno comenzaba a interesar a George. No se trataba de nada supranormal, era indudable. Como decía Rupert, el disco estaba respondiendo a los movimientos musculares inconscientes. Pero este hecho mismo era asombroso. George nunca hubiese creído que fuera posible obtener respuestas tan rápidas y precisas. En una ocasión trató de influir en el disco para que éste deletreara su nombre. Obtuvo la «G», pero eso fue todo; el texto no tenía sentido. Era virtualmente imposible, decidió, que una persona gobernara la mesa sin la colaboración de los demás.

Al cabo de media hora, Ruth había anotado más de una docena de mensajes, algunos bastante largos. Había ocasionales faltas de ortografía, y rarezas de sintaxis, pero pocas. Cualquiera que fuese la explicación, George — estaba seguro — no contribuía conscientemente a obtener esos resultados. Algunas veces, cuando el disco comenzaba a deletrear una palabra, creía adivinar las letras subsiguientes, y de ahí el significado total del mensaje. Y todos las veces el disco había cambiado de dirección y había deletreado algo totalmente distinto. Muy a menudo — pues no había pausa ninguna que indicase el fin de una palabra y el comienzo de otra — el mensaje parecía ininteligible hasta que Ruth lo leía en voz alta.

La experiencia, en su conjunto, le daba a George la impresión de encontrarse ante una mente independiente y dotada de voluntad. Y sin embargo no había ninguna prueba definitiva. Las réplicas eran tan ambiguas, tan triviales… Qué podía significar esto por ejemplo:

CREEDHOMBRESLANATURALEZAOSACOMPAÑA

Aunque a veces se sucedían profundas y hasta perturbadoras verdades:

RECORDADQUEELHOMBRENOESTASOLONOLEJOSHAYOTRAPATRIA

Pero naturalmente todos lo sabían. Aunque ¿quién podía asegurar que el mensaje se refiriese a los superseñores?

George estaba sintiéndose cansado. Era hora, pensó somnoliento, de que volviesen a casa. Todo esto parecía muy curioso, pero no los llevaba a ninguna parte y ya estaban abusando. Miró alrededor de la mesa. Benny parecía sentirse como él. Maia y Rupert tenían una mirada un poco apagada, y Jean… bueno, se lo tomaba muy en serio. La expresión de Jean lo preocupó. Parecía como si tuviese miedo de terminar, y también como si tuviese miedo de seguir.

Quedaba sólo Jan. George se preguntó qué pensaría de las excentricidades de su cuñado. El joven ingeniero no hacía preguntas, ni mostraba ninguna sorpresa ante las respuestas. Parecía estar estudiando los movimientos del disco como si se tratase de un fenómeno científico.

Rupert salió de su aparente letargo.

— Hagamos otra pregunta — dijo —, después podemos darnos por satisfechos. ¿Qué dices, Jan? No has preguntado nada.

Jan, sorprendentemente, no titubeó, como si tuviese la pregunta ya preparada. Lanzó una mirada hacia la impresionante mole de Rashaverak y luego dijo con una voz clara y tranquila:

— ¿Qué estrella es el sol de los superseñores?

Rupert lanzó un silbido de sorpresa. Maia y Benny no reaccionaron. Jean había cerrado los ojos y parecía dormir. Rashaverak se había inclinado hacia adelante de modo que podía mirar por encima del hombro de Rupert.

Y el disco comenzó a moverse.

Cuando volvió al centro de la mesa, hubo un momento de silencio y al fin Ruth preguntó con una voz perpleja:

— ¿Qué significa NGS 549672?

No obtuvo respuesta, pues en ese momento George dijo ansiosamente:

— Ayúdenme. Me parece que Jean se ha desmayado.

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