Jean había dejado de llorar. La isla dorada yacía bajo la luz cruel e indiferente del sol cuando la nave apareció sobre las cimas mellizas de Esparta. En esa isla rocosa, no hacia mucho tiempo, su hijo había escapado a la muerte por un milagro que Jean entendía ahora demasiado bien. A veces se preguntaba si no hubiese sido mejor haber dejado a Jeffrey en manos del destino. Jean podía hacer frente a la muerte, como ya lo había hecho en otras ocasiones. Pero esto era más extraño que la muerte, y más definitivo. Los hombres habían muerto hasta hoy, y sin embargo la raza había seguido viviendo.
Los niños permanecían inmóviles y silenciosos. Estaban desparramados en grupos sobre la arena, sin mostrar ningún interés por sus compañeros ni por los hogares que estaban dejando. Muchos llevaban en brazos a bebés que aún no sabían caminar, o que no deseaban poner en evidencia otros poderes. Pues seguramente, pensaba George, si podían mover la materia, podrían mover también sus propios cuerpos. ¿Por qué, en verdad, estaban recogiéndolos las naves?
No tenía importancia. Se iban y éste era el modo que habían elegido para irse. Y de pronto, George recordó una escena. En alguna parte, hacía ya mucho tiempo, había visto un viejo noticiero cinematográfico en el que aparecía un éxodo semejante. Podría haberse tratado del comienzo de la primera guerra mundial, o de la segunda. Largas hileras de trenes, repletos de niños, se alejaban lentamente de las amenazadas ciudades, dejando atrás a sus padres, en muchos casos para siempre. Algunos pocos lloraban; otros estaban desconcertados, y asían con fuerza las valijitas, pero la mayoría parecía mirar valientemente hacia adelante, hacia alguna gran aventura.
Y sin embargo… la analogía era falsa. La historia no se repetía nunca. Los que ahora se alejaban ya no eran niños. Y esta vez no había ninguna posibilidad de regreso.
La nave había aterrizado junto a la orilla del agua, hundiéndose profundamente en las blandas arenas. Los grandes paneles curvos se abrieron simétricamente y las rampas se extendieron hacia la playa como lenguas de metal. Las desparramadas e indescriptiblemente solitarias figuras comenzaron a converger, a unirse en una multitud que se movía como cualquier otra multitud humana.
¿Solitarias? George se preguntó por qué habría tenido esa idea. Pues eso era lo que nunca volverían a ser únicamente los individuos pueden sentirse solos, únicamente los seres humanos. Cuando las barreras cayeran al fin, la soledad se desvanecería del mismo modo que la personalidad. Las innumerables gotas de lluvia se habrían confundido con las aguas del océano.
Sintió que la mano de Jean lo apretaba con más fuerza en un espasmo de emoción.
— Mira — murmuró la mujer —. Puedo ver a Jeff. junto a la segunda puerta.
La distancia era grande y no era posible estar seguro. George sintió que una niebla le cubría los ojos. Pero era Jeff, sí. Podía reconocerlo ahora. El niño apoyaba un pie en la rampa metálica.
Y en ese momento Jeff se volvió y miró hacía atrás., Su cara era sólo una mancha blanca; era imposible saber si había en ella algún gesto de reconocimiento, algún recuerdo de todo lo que estaba dejando. George tampoco sabría nunca si se había vuelto hacia ellos por pura casualidad o si había sentido, en esos últimos instantes, mientras era todavía el hijo de George y Jean, que estaban mirando cómo entraba en un país que ellos nunca podrían visitar.
Las grandes puertas comenzaron a cerrarse. Y en ese instante Fey alzó la cabeza y lanzó un largo y desolado gemido. Volvió los hermosos y límpidos ojos hacia George. La perra había perdido a su amo. George ya no tenía rivales.
Los que se quedaron tenían muchos caminos, pero sólo una meta. Había algunos que pensaban: el mundo es hermoso, ¿por qué tenemos que dejarlo, o por qué tenemos que apresurar nuestra partida? Pero otros, que habían puesto sus ojos más en el futuro que en el presente, de tal modo que sus vidas habían perdido todo valor, no deseaban quedarse. Partieron solos, o en compañía de sus amigos.
Así ocurrió con Atenas. La isla había nacido con el fuego. Con el fuego decidió morir. Aquellos que querían seguir viviendo salieron de la colonia, pero la mayor parte se quedó allí, para encontrar el fin entre fragmentos de sueños.
Nadie podía saber cuándo llegaría la hora. Sin embargo, Jean despertó en medio de la tranquilidad de la noche y se quedó un momento con los ojos clavados en la claridad fantasmal del cielo raso. Luego extendió una mano y tocó a su marido. George tenía habitualmente un sueño pesado, pero esta vez se despertó enseguida. No se hablaron; no había palabras para ese momento.
Jean no se sentía asustada, ni siquiera triste. Estaba rodeada como por las aguas profundas y calmas de un océano, más allá de toda emoción. Pero había algo que hacer, y faltaba muy poco.
Sin una palabra, George la siguió a través de la casa tranquila. Atravesaron el estudio iluminado por la luna, tan silenciosamente como sus sombras, y entraron en el cuarto vacío.
Todo estaba igual. Las figuras fluorescentes, pintadas por George con tanto cuidado, todavía brillaban en los muros. Y el sonajero que había pertenecido a Jennifer Anne aún yacía en el suelo, donde lo había dejado la niña cuando se volvió hacia aquellas lejanías desconocidas.
Ha abandonado sus juguetes, pensó George, pero nosotros no los dejaremos nunca. Pensó en los hijos de los faraones, enterrados hacía quince mil años con sus abalorios y sus muñecas. Así sería otra vez. Nadie, se dijo a sí mismo, volverá a amar nuestros tesoros.
Jean se volvió lentamente y puso la Cabeza en el hombro de su marido. George la tomó por la cintura y el amor que había sentido en otro tiempo volvió a él, débil, pero claro, como el eco de una distante cadena de montañas. Ya no había por qué decir que Jean había sido la causa de todo, y George sintió un remordimiento que se debía no tanto a sus engaños como a su pasada indiferencia. Jean dijo entonces en voz baja:
— Adiós, querido mío — y se abrazó a George.
George no tuvo tiempo para contestar, pero aún en ese último instante se sintió brevemente asombrado mientras se preguntaba cómo había sabido Jean que había llegado el momento.
En lo profundo de las rocas, allá abajo, los segmentos de uranio comenzaron a moverse buscando la unión que nunca alcanzarían.
Y la isla subió al encuentro del alba.