19

Llegó un día en que el mundo de los sueños comenzó a invadir la existencia cotidiana de Jeffrey. Dejó de ir a la escuela. La rutina diaria se interrumpió también para George y Jean, como pronto se interrumpiría para todo el mundo.

Comenzaron a evitar a sus amistades, como si comprendiesen que dentro de poco nadie tendría tiempo para simpatizar con los demás. A veces, en la quietud de la noche, cuando casi todos estaban recluidos en sus casas, salían juntos para hacer un largo paseo. Desde los primeros días de su matrimonio nunca habían estado tan cerca el uno del otro. Vivían unidos, otra vez, por la desconocida tragedia que muy pronto habría de abrumarlos.

Al principio se sintieron un poco culpables por abandonar a Jeff y Jenny, pero luego comprendieron que estos podían cuidarse a sí mismos. Y, naturalmente, los superseñores estaban siempre alertas. Este pensamiento los tranquilizaba; sentían que no estaban solos, que aquellos ojos sabios y compasivos compartían esa vigilia.

Jennifer dormía. No había otra palabra para describir su estado actual. En apariencia era todavía una niña, pero se percibía a su alrededor un poder latente tan terrible que Jean ya no se atrevía a entrar en aquel cuarto.

No había necesidad de hacerlo. La entidad constituida por Jennifer Anne Greggson no se había desarrollado del todo, pero aun en este estado de dormida crisálida dominaba bastante su ambiente como para poder satisfacer sus necesidades. Jean sólo había intentado alimentarla una vez, sin éxito. La niña prefería nutrirse en el momento que creía más oportuno, y con métodos propios.

La comida salía de la congeladora en una corriente lenta y continua. Sin embargo, Jennifer Anne no se movía de la cuna.

El ruido del sonajero había dejado de oírse, y el juguete yacía ahora en el piso. Nadie se había atrevido a tocarlo. Jennifer Anne podía necesitarlo de nuevo. A veces la niña movía los muebles (y estos dibujaban ciertas figuras), y a George le parecía que la pintura fluorescente de las paredes brillaba más que antes.

La niña no daba ningún trabajo; estaba más allá del posible cuidado de sus padres, y más allá también de su cariño. Esto no podía durar, y ante la certeza de que ya no faltaba mucho, George y Jean se ataban desesperadamente a Jeff.

Jeff estaba cambiando también, pero aún los reconocía. El niño, a quien habían vigilado desde las informes nieblas de los primeros meses, estaba perdiendo su personalidad, disolviéndose hora tras hora ante la mirada de los padres. Sin embargo, a veces conversaba con ellos como en otra época y hablaba de juguetes como si no supiese lo que iba a ocurrir. Pero la mayor parte del tiempo ni los veía, o no advertía que estaban a su lado. Había dejado de dormir, y ellos tenían que hacerlo, a pesar de la abrumadora necesidad de no desperdiciar las pocas horas que quedaban.

A diferencia de Jenny, Jeff no tenía aparentemente ningún poder anormal sobre los objetos físicos. Como había crecido un poco, quizá no necesitaba esos poderes. No tenía otra rareza que una peculiar vida mental, y ya no se trataba sólo de los sueños. Solía quedarse quieto durante horas y horas, con los ojos muy cerrados, como si escuchase unos sonidos que nadie podía oír. El conocimiento entraba en su mente — de alguna parte o de algún tiempo —, un conocimiento que pronto abrumaría y destruiría la todavía no formada criatura que había sido Jeffrey Angus Greggson.

Y la perra Fey, echada a sus pies, lo miraba con ojos trágicos y asombrados, preguntándose dónde estaría su amo y cuándo volvería.

Jeff y Jenny fueron los primeros, pero muy pronto se les unieron muchos otros. Como una epidemia, extendiéndose rápidamente de país en país, la metamorfosis infectó a toda la raza humana. No alcanzó prácticamente a nadie de más de diez años, y no se salvó prácticamente nadie de menos de esa edad.

Era el fin de la civilización, el fin de los ideales que los hombres venían persiguiendo desde los orígenes del tiempo. En sólo unos pocos días la humanidad había perdido su futuro. Cuando a una raza se la priva de sus hijos, se le destruye el corazón, y pierde todo deseo de vivir.,

No hubo pánico. Lo hubiese habido, sí, un siglo antes. El mundo estaba ahora como entumecido; las grandes ciudades tranquilas y silenciosas. Sólo las industrias vitales seguían funcionando. Como si todo el planeta fuese un sollozo, un lamento por lo que ya nunca sería.

Y entonces, como lo había hecho en una ocasión ya olvidada, Karellen le habló por última vez a la humanidad.

Загрузка...