Capítulo Séptimo

Cayó el crepúsculo. Dando un amplio rodeo, bordearon la empinada superficie. No se trataba, en contra de lo que habían imaginado, de una estructura arquitectónica, sino de la punta más avanzada de una corriente de lava, ya aplanada, cuyas dimensiones sólo ahora podían abarcar. Desde la parte superior del valle descendía a lo largo de la pendiente, se había solidificado en docenas de escarpadas fracturas y cascadas, y, en su sección inferior, aparecía llena de abolladuras, como escorias metálicas. Sólo muy arriba, donde la pendiente era claramente más pronunciada, sobresalían desnudas aristas de roca en aquel oleaje petrificado.

Al otro lado, el paso, de varios centenares de metros de longitud, con su seco suelo arcilloso cruzado por zigzagueantes grietas, estaba bloqueado por la pared de una cadena montañosa, cuyas cimas se perdían en las nubes. La cadena parecía estar cubierta — hasta donde podía verse a través de los claros de las nubes— de un negruzco cinturón de flora. A la plomiza luz del atardecer, la coagulada corriente, seguramente residuo de alguna poderosa erupción volcánica, producía, con las brillantes crestas de sus olas solidificadas, la impresión de un gran iceberg.

El valle era mucho más ancho de lo que parecía visto desde arriba. Detrás del paso se abría un brazo lateral que avanzaba sobre un terreno liso, junto a las protuberancias magmáticas con forma de hogazas de pan. A la derecha, el suelo casi pelado ascendía por la montaña en franjas oblicuas a modo de terrazas. Algunos aislados jirones de nubes grises pasaban por encima. Aún más arriba, exactamente delante de ellos, podía oírse cada pocos segundos, en la profundidad de la caldera superior del valle, el geiser, tapado en aquel momento por los peldaños de piedra. Entonces, un zumbido sordo y prolongado llenaba todo el valle.

El paisaje iba perdiendo poco a poco sus colores. Las formas se diluían, como sumergidas bajo una capa de agua. En la distancia se perfilaban los ocres pliegues de paredes o laderas rocosas. Sobre todo aquel confuso caos flotaba un suave resplandor, como el de los rayos del sol poniente, aunque el sol estaba oculto tras las nubes.

A ambos lados del paso, cada vez más amplio, se alzaban oscuros colosos en forma de maza, en una doble fila regular. Parecían estrechos globos, enormemente altos. Cuando el vehículo cruzó por debajo del primero de ellos, las sombras de la gran forma acentuaron el crepúsculo. El coordinador encendió los faros y al instante todo lo que caía fuera del cono de luz se tornó oscuro, como si de pronto hubiera descendido la noche.

Las ruedas se deslizaban sobre dunas de escoria petrificada. Los fragmentos de escoria tintineaban como cristal. Los conos de luz exploraban las tinieblas. Cuando caían sobre las paredes de los contenedores o de los globos, se encendían con todos los colores del arco iris. Habían desaparecido los últimos vestigios de suelo arcilloso. Ahora rodaban sobre una superficie suavemente ondulada, parecida a lava petrificada. En las hondonadas había oscuros y superficiales charcos de agua, que se dispersaban, chasqueando, bajo las ruedas. Ante la pared de nubes se divisaba una construcción negra semejante a una columnata, tan delicada como una telaraña. La tenue tela unía dos construcciones en forma de maza, distanciadas entre sí unos doscientos metros, y en las que aparecían máquinas caídas de costado. En la abovedada arquería había grandes aberturas. Podían verse en ellas puntas de las que colgaban jirones requemados. El vehículo se detuvo. Comprobaron que el metal estaba corroído por el orín. Así entonces, las máquinas debían estar allí desde mucho tiempo atrás.

El aire era cada vez más húmedo. Llegaba hasta ellos un viento que les traía un olor a quemado. El coordinador redujo la marcha y se dirigió a los cimientos de la siguiente construcción en forma de maza. Cruzaron una plancha, de bordes desconchados en algunos lugares, engarzada con láminas transversales provistas de un sistema de muescas. La parte inferior del edificio era una larga línea negra que se ensanchaba, aumentaba y, finalmente, se transformaba en una entrada. El tabique que la coronaba se abovedaba en forma cilíndrica. Era imposible calcular a primera vista sus verdaderas dimensiones. Sobre el hueco que se abría oscuramente y llevaba a una profundidad desconocida se alzaba un techo fungiforme, que colgaba rugoso, como si el arquitecto se hubiera olvidado de él y lo hubiera abandonado en aquella forma inacabada.

Avanzaban ya bajo el amplio techo. El coordinador levantó el pie del acelerador. La espaciosa entrada finalizaba en las tinieblas. Las luces de los faros se perdían desvalidamente en ellas. A derecha e izquierda se sucedían anchos montones de ruinas cóncavas abovedadas, que ascendían como las vueltas de enormes espirales. El vehículo frenó y avanzó lentamente, siguiendo el canal que llevaba a la derecha.

Una absoluta oscuridad les rodeaba. Ante los conos de luz aparecían durante segundos, en los bordes del canal, largas filas de mástiles inclinados, insertados como telescopios. De pronto, algo flameó sobre ellos con múltiples luces. Al levantar la cabeza, divisaron una danza de fantasmas que despedían un pálido fulgor. El coordinador conectó el faro de gran ángulo junto al volante e iluminó el entorno. El rayo luminoso se deslizó sobre blancas formas parecidas a escarabajos, como si ascendieran por los peldaños de una escalera. Surgidas de la oscuridad, resplandecían con un óseo brillo blanco y desaparecían al instante. Miles de imágenes reflejadas les herían los ojos con cegadoras llamaradas.

— Esto no sirve.

La voz del coordinador estaba desfigurada por el alto y metálico eco del espacio cerrado.

— Un momento, tenemos los flashes.

Descendió. A la luz de los faros se movía como una negra sombra en el borde del canal. Se oyó un choque metálico, y luego gritó:

— ¡No miren a los lados, miren hacia arriba!

Retrocedió de un salto. Casi en el mismo momento se inflamó el magnesio con un terrible silbido y un fulgente resplandor fantasmal arrojó en un instante las tinieblas hacia los lados.

El canal, de cinco metros de anchura, en el que se encontraban, finalizaba un poco más arriba en un arco que desembocaba en un pasillo transparente, más bien un pozo. El pozo ascendía recto y penetraba, como un tubo plateado, en la terrible y resplandeciente aglomeración de cápsulas que colgaban sobre ellos, y, como hormigueantes celdas de una colmena de cristal, llenaban todo el espacio cupuliforme. El reflejo del flash se multiplicaba en las delgadas y transparentes paredes. Detrás, en el interior de las celdas cristalinas, que mostraban una envoltura abovedada, en cierto modo esponjosa, podía verse toda una galería de esqueletos deformados, osamentas blancas como la nieve, casi fulgurantes, apoyadas en zócalos en forma de pala, con un abanico de costillas que brotaban, a modo de radios, de un disco óseo ovalado. Cada una de aquellas cajas torácicas abiertas por delante albergaba un delgado esqueleto, un poco inclinado hacia adelante, que podría haber pertenecido a un ave o a un mono pequeño, y estaba coronado por una esférica y desdentada calavera. Filas interminables brillaban como encerradas en huevos cristalinos y ascendían más y más alto, en espiral, a través de numerosos pisos, cada vez más anchos y más altos. Miles de paredes vesiculares multiplicaban y descomponían la luz, hasta el punto que no podían distinguirse las formas verdaderas de sus imágenes reflejadas.

Permanecieron completamente inmóviles durante varios segundos. Luego extinguieron las luces de magnesio. De nuevo reinó la oscuridad, rasgada por un último relámpago amarillento, en el que centellearon una vez más los vientres de los cristales vesiculares. Al cabo de casi un minuto advirtieron que los faros del vehículo seguían encendidos. Sus conos luminosos descansaban en el suelo de las cristalinas cápsulas.

El coordinador condujo el todoterreno directamente hasta la entrada del pozo, donde desembocaba el canal en una embocadura cónica. Chirriaron los frenos. El vehículo giró ligeramente y se situó en diagonal respecto de la pendiente, para evitar que se precipitara hacia abajo si fallaban los frenos. Se bajaron.

El túnel, con su transparente tubo, ascendía abruptamente, pero ayudándose de los brazos parecía posible acometer el ascenso. Sacaron el reflector de un soporte esférico y treparon por el pozo, arrastrando tras de sí el cable de conexión.

Cuando ya habían avanzado cerca de cuarenta metros, comprobaron que el pozo cruzaba todo el interior de la cúpula. Las transparentes celdas quedaban a ambos lados, justo encima del cóncavo suelo sobre el que se veían obligados a avanzar muy encorvados, lo que resultaba sumamente fatigoso. Pero al poco tiempo disminuyó la inclinación. Cada cápsula se achataba en el punto en que tocaba la pared de la cápsula siguiente y se unía al túnel con una extremidad en forma de trompa, cuyo acceso estaba cerrado con una redonda tapa lenticular de cristal oscuro, que ajustaba perfectamente a la abertura. Prosiguieron la marcha. A la movediza luz desfiló la danza de huesos. Los esqueletos tenían diversas formas. Pero sólo lo advirtieron al cabo de un rato, cuando ya habían pasado revista a toda una serie de ellos. Para distinguir su variedad era preciso comparar los ejemplares de jaulas muy distantes entre sí.

Cuanto más ascendían, más claramente se advertía que se iban cerrando las cajas torácicas de los esqueletos. Los pies eran más pequeños, como devorados por el ancho disco óseo. Los torsos, en cambio, tenían cabezas más grandes, los cráneos mostraban curiosas tumefacciones laterales, las sienes se redondeaban, de modo que algunos de ellos poseían en cierto modo como tres bóvedas craneanas, una mayor en el centro y otras dos laterales, a la altura de los orificios auditivos.

Los tres hombres, que avanzaban en fila india, habían recorrido ya un piso y medio de la espiral cuando una súbita sacudida los detuvo. El cable de conexión entre el proyector y el todoterreno no daba más de sí. El doctor quiso seguir adelante alumbrándose con su linterna, pero el coordinador se opuso. Desde el túnel principal arrancaban, cada dos metros, otros túneles secundarios, de modo que hubiera sido muy fácil extraviarse en aquel laberinto, como soplado en cristal. Emprendieron el regreso. De pasada, intentaron abrir una de las tapas. Lo intentaron con una segunda y una tercera, pero todas ellas estaban como fundidas con los bordes del transparente revestimiento.

El suelo de las cápsulas aparecía cubierto de una capa de fino polvo blanco, en el que, según el diferente grosor, se dibujaban curiosas figuras. El doctor, que iba en último lugar, se detenía a cada paso delante de las abovedadas paredes. No lograba descubrir cómo estaban suspendidos los esqueletos, en qué se apoyaban. Intentó rodear uno de aquellos «racimos» por un pasillo lateral, pero el coordinador le apremiaba. Por tanto, tuvo que renunciar a su exploración, tanto más cuanto que el químico, que llevaba el proyector, se había alejado y reinaba una oscuridad total entre las centelleantes paredes.

Descendieron rápidamente. Al fin pudieron respirar con alivio el aire, que junto al todoterreno era mucho más fresco que el estancado y recalentado del túnel de cristal.

— ¿Regresamos? — preguntó, indeciso, el químico.

— Todavía no — replicó el coordinador.

Situó el vehículo en el canal. Los faros describieron un gran arco en la fulgurante oscuridad. Descendieron a lo largo de la tortuosa línea inclinada y se acercaron a la entrada, que inundada por la última luz crepuscular producía la impresión de una pantalla.

Ya fuera, el coordinador decidió rodear la cilíndrica construcción. La base tenía una especie de ménsula cónica y abovedada de metal fundido. Todavía no habían hecho la mitad del recorrido cuando ante la luz de los faros aparecieron largos bloques unidos entre sí, con bordes tan afilados como cuchillas de afeitar, que les cerraron el paso.

El coordinador dirigió el faro central hacia los lados. Ante la inquietante luz surgió, en el fondo, una negra cascada de lava. El magma se precipitaba desde la altura de una pendiente invisible en la oscuridad y colgaba sobre su entorno como una pared semilunar, apoyado en un espeso bosque de pilares, de mástiles y brazos hundidos en tierra oblicuamente. Era imposible seguir. La maraña de aquellas construcciones, con las oscuras sombras movedizas bajo la luz de los faros, presionaba, como un sistema de sólidos escudos unidos entre sí, contra la punta de la solidificada ola de lava. En algunos lugares se habían desplomado grandes lienzos, de color mate en la parte superior y brillantes como negro cristal en las secciones rotas, y habían colmado de escombros la empalizada de metal. Al mismo tiempo, el frente de magma había crecido, desplazado y separado en varios lugares los escudos, había penetrado entre ellos, había doblado los mástiles y los había arrancado de su anclaje.

Aquella imagen de la impotente lucha contra las fuerzas telúricas del planeta impresionaba por su obstinación, pero los hombres estaban tan familiarizados con ella, la sentían tan de cerca, que de alguna manera les infundía valor. El todoterreno retrocedió al espacio abierto entre los colosos en forma de maza y avanzó por el valle.

La extraña avenida se prolongaba en línea recta. De pronto se hallaron entre plantaciones, parecidas a trigales, de aquellos esbeltos cálices que ya habían visto en la llanura junto al cohete. En los dedos luminosos del proyector, sinuosos arbustos mostraban frutos carnosos de color rosáceo. Cuando les alcanzaba la luz, se encogían como sobresaltados, pero se trataba de un movimiento demasiado somnoliento como para transformarse en una acción decidida. Tan sólo una onda de débil temblor se deslizaba algunos metros por delante de la luz de los faros.

Se detuvieron una vez más ante la penúltima construcción cilíndrica. La entrada estaba bloqueada por algunas secciones que se habían desprendido. Algo chirriaba bajo sus pies. Alumbraron dentro, pero la luz de la linterna era demasiado débil. Tuvieron que recurrir de nuevo al reflector del todoterreno. Penetraron con él en el interior.

Un fuerte hedor llenaba la oscuridad y la mancha de luz que dentro de ella saltaba de un punto a otro, un hedor como de materia orgánica atacada por elementos químicos. Ya a los primeros pasos se hundieron hasta las rodillas en montones de vidrios rotos. El químico se enredó en una red metálica. Cuando consiguió librarse de ella, vieron bajo los escombros largos fragmentos amarillentos. El proyector descubrió en la altura un hueco abierto en la bóveda del que colgaban racimos de cristal. Algunos estaban abiertos y vacíos. Había por todas partes restos de esqueletos. Regresaron al vehículo y prosiguieron la marcha. Pasaron ante un cúmulo de ruinas ocultas en una hondonada. El reflector barrió una nueva pendiente y oblicuas construcciones, ampliadas en su parte superior en forma de cráter, que estaban ancladas en el suelo mediante curvos garfios y apoyaban la pendiente. El todoterreno dejó de saltar y bambolearse; ahora se deslizaba sobre una lisa superficie, como construida con cemento. Ante las luces que muy delante se pulverizaban en pequeñas nubes grises, surgió un borroso espaldar que cerraba el camino, una larga fila de columnas y luego otra, todo un bosque, sobre el que se apoyaba una bóveda de medio punto. Aquella curiosa nave sin paredes estaba abierta en todas las direcciones. Debajo del punto en el que los arcos, como alas prestas a alzar el vuelo, abandonaban las columnas, se veían los arranques enrollados en forma de hojas, empastados, brotando delicadamente, de nuevos arcos posibles aún sin terminar.

El todoterreno avanzó entre las columnas, sobre una serie de escalones finos como dientecillos. Su forma presentaba una curiosa regularidad, no geométrica, sino más bien vegetal. Aunque todos se parecían, no había dos iguales. Surgían por doquier minúsculas desviaciones de las proporciones, cambios de sitio de los nudosos espesamientos que albergaban los brotes de las aladas hojas.

El vehículo rodaba silenciosamente sobre la pétrea meseta. Iban dejando rápidamente a sus espaldas las largas filas de columnas y, con ellas, el bosque de las planas sombras giratorias. Todavía una segunda fila, luego otra más, y la bóveda desapareció. Se hallaban en el espacio abierto. A lo lejos se divisaba un débil resplandor.

El todoterreno se deslizó despacio sobre la roca fundida. Los frenos chirriaron suavemente y el vehículo se detuvo a un metro de distancia de una pétrea garganta, cuyo talud se abría inesperadamente delante de ellos.

A sus pies se dibujaba una confusa maraña de muros que, al modo de las antiguas fortificaciones terrestres, estaban sólidamente afianzados en el suelo. Sus puntas llegaban a la altura en que ellos se hallaban. Contemplaron, como a vista de pájaro, el negro interior de las estrechas y retorcidas callejuelas y las verticales paredes. En los muros podían distinguirse filas de aberturas cuadradas con redondeadas esquinas, algo más oscuras, que se inclinaban hacia atrás y destacaban oblicuamente contra el cielo. Los perfiles pétreos, no iluminados por luz alguna, se confundían en una masa uniforme. Mucho más al fondo, sobre las crestas de los siguientes muros, allí donde la vista no podía alcanzar, titilaba un resplandor irregular. A una distancia aún mayor, las manchas de luz se hacían más numerosas. Como una inmóvil niebla dorada, diluían en el polvo, fundidos en un único resplandor, los confines de piedra.

El coordinador se puso en pie y dirigió el reflector hacia la calle que se hallaba justamente a sus pies. El haz de luz cayó sobre una solitaria columna fusiforme que se alzaba, a unos cien pies de distancia de ellos, entre paredes arqueadas e inclinadas hacia atrás. Por sus costados fluía el agua, temblaba y brillaba silenciosamente. En las planchas triangulares en torno a la columna se divisaba un poco de arena de río. Cerca, en el borde de la luminosidad, descansaba una plana vasija volcada. Sintieron el hálito del viento nocturno al que, en las callejuelas, respondía un suave susurro, como de paja deslizándose sobre la piedra.

— Esto debió ser un poblado — dijo reflexivamente el coordinador, y dejó vagar cada vez más lejos la luz del reflector.

A partir de una pequeña plaza, con una fuente, se ramificaban estrechas calles, flanqueadas por paredes perpendiculares. Los muros producían la impresión de espolones de naves unidos entre sí. Los espacios intermedios asemejaban una obra fortificada, con hondas aberturas rectangulares inclinadas hacia atrás. Desde las aberturas ascendían a lo alto negras franjas desgastadas, como huellas de un incendio que hubiera devastado en otro tiempo aquel lugar. El rayo luminoso del reflector rastreó en el otro lado, resbaló sobre los puntiagudos muros, saltó a la negra cavidad de la entrada de un zaguán y siguió avanzando por las abiertas gargantas de las callejuelas.

— ¡Apaga la luz! — exclamó de pronto el doctor.

El coordinador siguió la indicación. Sólo al sobrevenir la oscuridad advirtió el cambio que se había producido en el espacio abierto ante ellos.

El uniforme y fantasmal resplandor que abarcaba las almenas de los distantes muros y las siluetas de los tubos o chimeneas del primer plano se fraccionó en islas aisladas y se hizo más débil. Una ola de oscuridad, que rodaba desde el centro hacia los extremos, lo iba extinguiendo. Durante algunos instantes todavía brillaron algunas columnas solitarias; luego también se apagaron. La noche fue devorando, uno tras otro, todos los tramos de los pétreos caminos hundidos, hasta que desapareció el último vestigio de luz. Ni una sola chispa temblaba en la oscuridad total.

— Saben que estamos aquí — dijo el químico.

— Es posible — contestó el doctor—; pero, ¿por qué había luces allí? ¿Y han notado cómo se han apagado? A partir del centro.

Nadie respondió.

El coordinador se sentó. Las tinieblas les rodeaban como un negro manto.

— No podemos bajar ahí con el todoterreno. Si lo dejamos aquí, alguien tiene que quedarse con él — dijo.

Callaron. Ni siquiera podían ver sus rostros. Tan sólo percibían el susurro del viento que soplaba, desde algún punto, por encima de ellos. Luego, desde atrás, desde la nave sin paredes, les llegó un ligero rumor, como si alguien se acercara caminando sigilosamente. El coordinador escuchó con concentrada atención, giró con lentitud el apagado reflector, apuntó a ciegas y lo encendió. En el semicírculo de las blancas manchas luminosas, de las columnas y de las negras sombras sólo les contemplaba el inmóvil vacío.

— ¿Quién se queda? — preguntó.

No hubo respuesta.

— Bien, entonces me quedo yo — decidió.

Asió el volante. El todoterreno avanzó, con los faros encendidos, por el borde del poblado. Apenas cien pasos más adelante tropezaron con una escalera descendente, incrustada entre murallas de piedras, con estrechos y bajos peldaños.

— Yo me quedo aquí — dijo.

— ¿Cuánto tiempo tenemos? — preguntó el químico.

— Son las nueve. Les doy una hora. Dentro de una hora deben estar aquí de vuelta. Pueden topar con dificultades al regresar. Exactamente dentro de cuarenta minutos lanzaré un flash. Diez minutos después encenderé el segundo, y otros cinco minutos después, el tercero. Procuren estar en algún punto elevado a esas horas, para que puedan ver la señal. Vamos a sincronizar los relojes.

En el silencio que los rodeaba sólo se percibía el sonido del viento. El aire era mucho más frío.

— Dejen aquí el lanzador grande. En esos lugares tan estrechos no tiene utilidad.

Al hablar, el coordinador, igual que los otros, bajaba la voz.

— Tienen que arreglárselas con los electrolanzadores. Por lo demás, debemos establecer contacto, pero no a cualquier precio. Está todo claro, ¿no?

Se dirigía al doctor, que hizo un signo de asentimiento. Por la noche no es precisamente el momento más favorable para ello. Tal vez lo mejor sea que se limiten a orientarse en la región. Sería lo más razonable. En todo caso, podemos volver aquí más tarde. Deben procurar mantenerse siempre juntos, el uno debe cubrir siempre al otro y no se adentren demasiado en ningún rincón.

— ¿Cuánto tiempo esperarás? — preguntó el químico.

El coordinador esbozó una sonrisa. Al reflejo de las luces su cara tenía un aspecto ceniciento.

— Hasta que tengamos éxito. Marchen ya.

El químico se colgó el electrolanzador del cuello para tener libres los brazos. El arma se balanceaba en el pecho. Iluminó con la linterna los peldaños de la escalera. A continuación bajó el doctor. De pronto, una blanca luz irradió desde arriba. El coordinador les alumbraba el camino. Las irregularidades de la pétrea superficie aparecían gigantescamente agranadas y llenas de sombras. Avanzaron en los largos pozos de luz bordeando la pared, hasta que en la esquina opuesta apareció un amplio zaguán. Estaba flanqueado a ambos lados por columnas que, a medida altura, sobresalían del muro, como si quisieran escapar de él. Arriba, una escultura en forma de racimo de uvas coronaba el dintel. El débil rayo de luz del reflector del todoterrerno caía, como un abanico circular, sobre el negro barniz del zaguán, cuyo umbral parecía desgastado como por miles de pisadas. Penetraron lentamente. La entrada era muy amplia, como si hubiese sido construida para gigantes. En las paredes interiores no había vestigios de junturas; parecía que todo el edificio hubiera sido fundido en una sola pieza. El zaguán acababa en una pared ligeramente inclinada hacia dentro. A ambos lados podían verse filas enteras de nichos. Cada uno de ellos tenía profundas concavidades en el suelo, a modo de hornacinas. Por encima, una especie de chimenea sobresalía del muro. Las linternas sólo iluminaban la parte inferior, triangular, que tenía negras paredes recubiertas de barniz.

Salieron al exterior. A medio centenar de metros se perdió la luz que les acompañaba, porque el muro trazaba un recodo. De aquel punto partía una callejuela, enmarcada en un hexaedro regular. Apenas habían entrado en ella, cuando algo cambió inesperadamente. El pétreo gris del contorno se extinguió, como apagado por un soplo. El químico miró a su alrededor. La oscuridad le rodeaba por todas partes. El coordinador había apagado el reflector, cuyos últimos destellos todavía penetraban hasta aquel lugar.

El químico alzó la mirada. No podía ver el cielo. Sólo podía adivinarlo, sentir en el rostro su lejana y fría presencia.

Sus pasos volvieron a resonar en el silencio. La piedra respondía uniformemente. En las callejuelas, el eco sonaba breve y apagado. Como puestos de acuerdo, ambos alzaron la mano izquierda y avanzaron a lo largo del muro. La piedra era fría y casi tan lisa como el cristal.

Al cabo de un momento, el doctor encendió la linterna, porque creía ver un espesamiento de oscuras manchas. Se hallaban en una plazoleta, circunvalada de muros como el suelo de un pozo. En las cóncavas paredes, sólo interrumpidas por las callejuelas que allí desembocaban, aparecía una doble hilera de ventanas, inclinadas hacia atrás y orientadas hacia el firmamento, de modo que era casi imposible verlas desde abajo. Iluminaron con las linternas todos los rincones. En la callejuela más estrecha descubrieron unos empinados peldaños que conducían hacia abajo; por encima corría una viga horizontal de piedra directamente adosada a los muros. Debajo colgaba una oscura tina, ensanchada en los extremos como un clepsidra. Eligieron la calle más ancha. Muy pronto advirtieron que el aire cambiaba. El rayo luminoso de la linterna, dirigido hacia arriba, mostraba una bóveda, agujereada como un colador, como si alguien hubiera hecho aberturas triangulares en la lisa capa pétrea distendida como una piel.

Siguieron avanzando. Caminaron por calles empedradas y espaciosas como galerías, cruzaron bajo bóvedas de las que pendían tinajas o campanas informes. De los dinteles de las puertas, adornados con rica ornamentación vegetal, colgaban jirones como de telarañas. Miraron los amplios zaguanes vacíos, cuyas bóvedas, como toneles, tenían grandes aberturas redondas. De ellas sobresalían trozos de roca a modo de piñas. Sobre los muros reaparecían inclinadas estrías con espesamientos transversales orientados hacia arriba, parecidos a restos de escaleras sobre las que se hubiera derramado una masa solidificada. De vez en cuando sentían en el rostro una vaharada de aire cálido. Durante algunos cientos de pasos avanzaron sobre planchas casi blancas, hasta llegar a la siguiente bifurcación. Eligieron la calle descendente. Los muros se apoyaban en sólidos cimientos, en los que había nichos llenos de hojas marchitas. Siguieron bajando cada vez más a lo largo de una inclinada superficie de peldaños finalmente dentados. Bajo sus pies, el polvo vibraba a la luz de las linternas. A derecha e izquierda se abrían entradas de criptas, de las que les llegaba un aire estancado y sofocante. Los rayos de luz de sus linternas eran impotentes frente a las tinieblas reinantes y quedaban colgados de un caos de formas incomprensibles que parecían abandonadas a su suerte desde mucho tiempo atrás. El camino ascendía de nuevo. Siguieron avanzando, hasta que desde arriba sopló el hálito de alturas súbitamente descubiertas.

Recorrieron nuevas calles, pasaron junto a numerosos pasadizos que se entrecruzaban, atravesaron plazas. La luz rebotada en las paredes. Las sombras parecían tener alas y echarse a volar, en negras bandadas, ante sus pies; se amontonaban y se perdían en los pasajes abiertos, ante cuyas entradas acechaban columnas que sobresalían de los muros y se inclinaban las unas hacia las otras. El eco de sus pasos acompañaba incansablemente sus movimientos.

Les dio la impresión que había algún ser vivo cerca de ellos. Apagaron las linternas y se arrimaron a una pared. El corazón les palpitaba fuertemente. Algo se deslizaba, se arrastraba. Se percibió el eco inconfundible de ruido de pasos; se debilitó. A lo largo de los muros fluyó un suave murmullo, como de arroyos subterráneos o, a veces, como si brotara de la profundidad de un pozo. Desde un nicho de piedra surgía un gemido inacabado, en medio de vahos enrarecidos. ¿Era la voz de un ser vivo o el susurro del aire tembloroso? Siguieron avanzando.

En la oscuridad les parecía que a su alrededor se deslizaban formas. Observaron cómo desde una callejuela lateral avanzaba un pequeño rostro, pálido a la luz, marcado por profundas arrugas. Cuando llegaron a aquel punto había desaparecido; sobre las piedras sólo se veía un jirón de hoja de oro, delgado como el papel. El doctor guardó silencio. Sabía muy bien que aquella excursión, con todos sus peligros, en condiciones nocturnas, era una absoluta insensatez. Y todo por su culpa, ya que el coordinador había aceptado aquel riesgo porque el tiempo apremiaba y porque él, el doctor, había insistido tan obstinadamente en aquel intento de comunicación. Docenas de veces había decidido ir sólo hasta el próximo recodo, hasta la próxima callejuela lateral, y luego dar la vuelta, pero seguía avanzando. En una alta galería cayó al suelo, unos pasos delante de ellos, una vaina en forma de racimo. La levantaron. Estaba todavía caliente, como si hubiera estado en contacto con una mano. Pero lo que más les extrañaba era aquella oscuridad, en la que no se veía el brillo de una sola luz. Y, sin embargo, los habitantes del planeta tenían ojos, tenían el sentido de la vista. Era indudable que habían advertido su presencia y, por consiguiente, debían contar con que en algún momento toparían con centinelas. Les sorprendía aquella quietud en un lugar habitado, como testificaban las luces que habían divisado antes desde arriba.

Cuanto más se prolongaba la expedición, más les parecía una pesadilla. Pero lo que más echaban en falta era la luz. Las linternas eran sólo una ilusión de ella, no hacían sino acentuar aún más las tinieblas a su alrededor, en las que únicamente percibían fragmentos aislados, desligados del conjunto y, por tanto, incomprensibles. En cierto momento oyeron los dos, muy cerca, el claro sonido de unos pies que se arrastraban por el suelo. Cuando corrieron tras él, se hizo más rápido. La callejuela se llenó del rumor de la huida y la persecución. El eco rebotaba en las angostas paredes. Avanzaban con las linternas encendidas. Les acompañaba un gris resplandor sobre sus cabezas, como una bóveda, que casi les tocaba cuando se inclinaba y luego volvía a elevarse rápidamente. El techo de luz flotaba en ondas, desfilaban rápidamente las negras gargantas de las callejuelas transversales. Al fin, agotados por aquella insensata cacería en el vacío, se detuvieron.

— Escucha, quizás sólo quieren atraernos — dijo el químico, tosiendo.

— ¡Tonterías! — susurró el doctor agriamente, y dirigió el haz de luz de la linterna a su alrededor.

Se hallaban junto al seco brocal de piedra de un pozo. En los muros se abrían negras cavidades. En una de ellas se pudo ver durante un instante una pálida y delgada carita. Pero cuando dirigieron hacia allí el cono de luz, la abertura estaba vacía.

Reanudaron la marcha. Era ya seguro que estaban rodeados por alguna clase de criaturas. Las sentían por todas partes. La presión se hizo insoportable. Al doctor se le ocurrió que un ataque, una lucha en esa oscuridad, sería mejor que aquella insensata excursión que no llevaba a ninguna parte. Miró el reloj. Había pasado ya casi media hora, pronto tendrían que regresar.

El químico, que le precedía unos pasos, alzó la linterna. En un recodo del muro se abría una puerta, coronada por una ojiva. A ambos lados del umbral se hallaban dos bulbosos troncos de piedra. Cuando penetró en la oscura entrada dirigió hacia arriba la linterna. El rayo de luz resbaló sobre una serie de nichos en la pared y cayó sobre varias desnudas y apretujadas jorobas, que permanecían inmóviles y aovilladas.

— Aquí están — susurró, y retrocedió instintivamente.

El doctor se acercó. El químico seguía alumbrando. El desnudo grupo se apretujaba como petrificado contra la pared. En un primer momento llegó a creer que no tenían vida. A la luz de la linterna, gotas acuosas brillaban en sus espaldas. Se detuvo algunos instantes, desconcertado.

— ¡Eh! — dijo suavemente, y sintió que en aquella situación no había ni un ápice de lógica.

Fuera, en algún lugar en la altura, sonaba un penetrante y vibrante silbido. Un gemido de muchas voces ascendió hacia la pétrea bóveda. Ninguno de los seres aovillados hizo el más mínimo movimiento. Sólo gemían, con voces roncas. Al mismo tiempo se produjo agitación en la calle. Se oía un lejano rumor de pasos que se transformó en galope. Varias figuras oscuras pasaron rápidamente con grandes saltos; el eco respondía cada vez más lejos. El doctor miró por la puerta, pero no se veía nada. Su desconcierto se transformó en ardiente ira. Se hallaba de pie, en la entrada, y apagó la linterna para oír mejor. Desde la oscuridad brotó un cercano rumor de pasos.

— ¡Vuelven!

El doctor notó que el químico alzaba el arma. La agarró por el cañón y la dirigió hacia el suelo, mientras empujaba hacia atrás al químico.

— ¡Nada de disparos! — gritó.

El recodo de la calle se pobló de pronto. Ante el cono de luz pasaban brincando gibas que pululaban por doquier. Oían entrechocar los grandes y blancos cuerpos. Sombras gigantescas, como aladas, volaban al fondo; al mismo tiempo se alzó un griterío, una tos ronca. Varias voces rotas empezaron a gemir lastimeramente. Una enorme masa se desplomó ante los pies del químico y chocó contra sus piernas. Mientras caía, divisó, durante una fracción de segundo, un pequeño rostro que le contemplaba fijamente con blancos ojos. La linterna cayó sobre las piedras; se hizo una oscuridad total. La buscó desesperadamente, tanteando como un ciego en el pavimento.

— ¡Doctor, doctor! — gritó.

Su voz se perdió en el estruendo. A su alrededor se deslizaban rápidamente docenas de cuerpos. Los enormes torsos con sus pequeñas manitas se empujaban unos a otros. Pudo aferrarse a un cilindro de metal y se puso en pie, pero entonces un fuerte golpe le arrojó contra la pared. Arriba resonaba un silbido. Parecía venir del extremo superior del muro. Durante un segundo todo pareció paralizarse. Sintió la oleada de calor que brotaba de los ardientes cuerpos. Algo chocó con él, vaciló y gritó al sentir el repugnante y viscoso contacto. De pronto se vio rodeado de jadeantes respiraciones.

Oprimió el contacto de la linterna. Brilló la luz. Durante unos segundos desfilaron ante él poderosos torsos gibosos en sinuosas líneas. Desde arriba le miraban parpadeando, hasta donde alcanzaban a ver, ojos cegados; oscilaron las rugosas y pequeñas cabezas, y luego los desnudos cuerpos, empujados por otros, se precipitaron hacia adelante. Lanzó un grito. En la salvaje confusión no pudo percibir su propia voz. Tenía la espalda magullada. Incrustado entre los húmedos y cálidos cuerpos, sus pies perdieron contacto con el suelo. Ni siquiera intentó defenderse; sintió que era golpeado, arrastrado, empujado. El agudo hedor le sofocaba. Con crispación, sujetó la linterna que estaba aprisionada sobre su pecho. Iluminó algunos de los rostros que le rodeaban. Le contemplaban aturdidos y retrocedían. Pero la multitud no dejaba espacio libre. El estrépito de voces excitadas inundaba las tinieblas. Los pequeños torsos, empapados en un acuoso líquido, buscaban protección en los pliegues de los músculos pectorales. De pronto, una gigantesca onda expansiva lanzó contra la entrada al grupo en el que se encontraba el químico. En medio del tumulto pudo distinguir, a través de la espesura de manos y torsos entremezclados, la brillante luz de la linterna y el rostro del doctor; su boca estaba abierta profiriendo un grito. Luego, la imagen desapareció. Creyó que el penetrante hedor le asfixiaría. La linterna brincaba con el cristal bajo su mandíbula iluminaba en la oscuridad rostros sin ojos, sin nariz, sin boca, rostros planos, ancianos, abatidos, y todos estaban como rociados con agua. Sintió los golpes que le asestaban las gibas. Durante un instante hubo un poco de espacio abierto a su alrededor, pero luego fue oprimido de nuevo, lanzado de espaldas contra la pared. Su nuca chocó contra una pequeña columna, la sujetó firmemente e intentó abrazarse a ella. Pero las nuevas oleadas que venían presionando le arrojaron hacia atrás. Intentó no retroceder con todas sus fuerzas, luchó por mantenerse en pie. Si caía, era el fin. Palpó un peldaño de piedra; no, era un trozo de roca. Trepó por ella y elevó la linterna sobre su cabeza.

El espectáculo que aparecía ante sus ojos era estremecedor. Un mar de cabezas se desplazaba de una a otra pared. Los que se hallaban ante el nicho le miraban fijamente con ojos hendidos. Veía sus desesperados y convulsos esfuerzos, como acometidos por un paroxismo, por alejarse de él. Pero eran empujados, como parte de la desnuda masa, hacia la callejuela, y los que se hallaban a los lados eran golpeados contra las paredes. Un estrépito espantoso llenaba la plaza. Y entonces divisó de nuevo al doctor. Había perdido la linterna y se movía, más bien nadaba, entre la multitud, unas veces hacia adelante y otras hacia los costados, como perdido entre los grandes torsos, más altos que él. Unos jirones flotaban en el aire. El químico se defendía ahora de los que le presionaban utilizando el electrolanzador, que sujetaba, como mejor podía, por la culata y el cargador. Notó cómo se le iban paralizando las manos. Los húmedos y escurridizos cuerpos chocaban como arietes contra él, retrocedían y le acosaban de nuevo. La masa se disolvió poco a poco, pero nuevos grupos se acercaban en tromba en la oscuridad. La linterna se apagó. De vez en cuando, un balbuceo, un gemido en medio de las impenetrables tinieblas. El sudor le resbalaba por los ojos, inhaló una bocanada de aire que le quemó los pulmones y estuvo a punto de perder el conocimiento.

Se desplomó en el escalón de piedra, se apoyó de espaldas sobre las frías rocas y recuperó el aliento. Ahora sólo alcanzaba a percibir pisadas aisladas, largos saltos resonantes. El coro de lamentos se alejó. Apoyó las manos en la pared y se puso de pie. Le parecía que sus piernas eran de algodón. Quiso llamar al doctor, pero de su garganta no brotó ningún sonido. De pronto, un blanco brillo arrancó de la oscuridad la cornisa de la pared del frente.

Tardó algunos instantes en comprender que el coordinador les indicaba, con una luz de magnesio, el camino de vuelta.

Se inclinó en busca de la linterna. Ya no recordaba en absoluto cómo o cuándo se le había escapado de las manos. A ras del suelo el aire estaba impregnado de un repugnante hedor, tan insoportable que estuvo a punto de vomitar. Se enderezó. Oyó, en la distancia, un grito, una voz humana.

— ¡Aquí, doctor! — chilló. :

Le respondió un nuevo grito, ya más cercano. Una lengua de luz surgió entre las negras paredes. El doctor se dirigía hacia él, vacilando y tropezando, como si estuviera borracho.

— ¡Ah! — dijo—, estás aquí, bien…

Agarró al químico por el brazo.

— Me han arrastrado un buen trecho, pero conseguí meterme en un zaguán. ¿Has perdido la linterna?

— Sí.

El doctor seguía sujetándose en su brazo.

— Es sólo un mareo sin importancia — declaró con tono tranquilo, pero todavía sin aliento —. No es nada, se pasará pronto.

— ¿Qué era aquello? — susurró el químico, como si se dirigiera la pregunta a sí mismo.

El otro no respondió. Ambos escuchaban en la oscuridad. Se acercó de nuevo el rumor de pisadas, las tinieblas se poblaron de ruidos. A veces llegaba flotando hasta ellos un apagado gemido. De nuevo una luz iluminó las cornisas de los muros, tembló, descendió con un destello amarillento, como una corta y rápida salida y puesta de sol.

— Vamos — dijeron los dos a la vez.

Sin aquellas señales no habrían conseguido regresar antes del amanecer. Pero ahora, guiados por el resplandor que iluminó otras dos veces, como una antorcha, la oscuridad de los hondos caminos de piedra, pudieron mantener la dirección. De vez en cuando tropezaban con alguno de aquellos fugitivos que, asustados por la luz de la linterna, huían rápidamente a campo abierto. En una empinada escalera tropezaron con un cadáver ya frío. Saltaron silenciosamente por encima de él. Pocos minutos más tarde se encontraron de nuevo en la pequeña plaza con el pozo de piedra. Apenas cayó sobre él la luz de la linterna del doctor, brillaron sobre ellos los focos de los reflectores con su triple resplandor.

El coordinador se hallaba arriba, en lo alto de la escalera que subieron jadeando. Les siguió lentamente hasta el vehículo, en cuyos estribos se sentaron. Apagó los faros y se paseó de un lado a otro en la oscuridad. Aguardaba a que pudieran hablar.

Tras habérselo contado todo, se limitó a decir:

— Bien. Bien. Me alegra que todo haya acabado así. Aquí hay uno, saben…

No le entendieron. Sólo cuando encendió el faro lateral y lo dirigió hacia atrás se pusieron en pie de un salto: a una docena de pasos detrás del todoterreno yacía, inmóvil, un doble.

El doctor fue el primero que llegó hasta él. La luz del reflector era tan fuerte que podía verse hasta la más mínima hendidura en las losas de piedra.

El doble estaba desnudo. La parte superior de su gran torso se alzaba oblicuamente. Un gran ojo azulado, situado entre los entreabiertos músculos pectorales, les contemplaba fijamente. Sólo pudieron ver el extremo del pequeño rostro plano, como a través de la ranura de una puerta entreabierta.

— ¿Cómo ha llegado hasta aquí? — preguntó el doctor.

— Vino desde abajo, unos minutos antes que ustedes. Cuando encendí el flash, huyó, pero luego regresó de nuevo.

— ¿Regresó?

— Sí, a este sitio.

Se hallaban allí sin saber qué hacer. La criatura respiraba entrecortada, como tras una larga carrera. El doctor se inclinó e intentó acariciarla, tocar su espalda. La criatura tembló, gruesas gotas acuosas aparecieron sobre su pálida piel.

— Tiene miedo de nosotros — dijo en voz baja —. ¿Qué hacemos?

— Dejarle y marcharnos — propuso el químico —. Ya es hora.

— No vamos a ninguna parte. Escuchen…

El doctor vacilaba:

— ¿Saben lo que…?

— No, sentémonos antes.

El doble no se movía. De no haber sido por los movimientos regulares de su pecho, ensanchado como una coraza, se habría dicho que estaba muerto. Siguiendo el ejemplo del doctor, se sentaron en torno al doble, sobre las losas de piedra. Desde las tinieblas les llegó el lejano susurro del geiser. De vez en cuando murmuraba el viento en los invisibles bosquecillos. Una noche impenetrable cubría el poblado. Tenues velos de niebla flotaban en el aire. Al cabo de unos diez minutos, cuando ya casi habían perdido la esperanza, se asomó el doble a través de la hendidura de su cobijo interno. Un involuntario movimiento del químico bastó para que los músculos se cerraran de nuevo, pero esta vez por poco tiempo.

Finalmente, al cabo de una media hora, se puso en pie el gigante. Media casi dos metros, pero habría llegado a mayor altura de haberse enderezado por completo. Al caminar, cambiaba la parte inferior de su informe cuerpo. Daba la impresión que podía estirar y encoger las piernas a su voluntad, pero, en realidad, se trataba del movimiento de los músculos, que sobresalían con la contracción.

Nadie supo explicar cómo el doctor consiguió — y más tarde declaró que tampoco él lo sabía—, tras acariciar varias veces la espalda del doble — que había sacado su torso móvil del nido interior—, y después de haberle dirigido varios gestos de aliento y sugerencias, tomarle por la delgada mano y llevarle hasta el todoterreno. Su pequeña cabeza, que colgaba hacia adelante, les contemplaba con ingenuo asombro cuando aparecieron en el cono luminoso del reflector.

— ¿Y ahora qué? — preguntó el químico —. Aquí no vas a poder entenderte con él.

— ¿Qué significa eso de ahora qué? — replicó el doctor —. Nos lo llevamos con nosotros.

— ¡Tú estás chiflado!

— Lo estamos bastante — reflexionó el coordinador—, pero pesa por lo menos media tonelada.

— Eso no es problema. El vehículo está calculado para cargas mayores.

— ¡Tú no estás bien! Somos tres, aparte del equipaje, lo que supone más de trescientos kilos. Podrían romperse las barras de torsión.

— ¿Sí? — dijo el doctor —. Entonces nada. Tendrá que irse.

Empujó al doble hacia la escalera. A la luz del proyector, que cayó inmediatamente sobre él, pareció como si le hubieran cortado la cabeza y se la hubieran cambiado por otra, extraña, demasiado pequeña y, además, hundida en el cuerpo. La gran criatura se acurrucó de repente, como si se hubiera desplomado. En un instante, su piel se cubrió de gotas opalescentes.

— ¡No, por todos los diablos! Lo he hecho en broma — balbuceó el doctor.

También los otros dos contemplaron estupefactos aquellas reacción. Sólo con grandes esfuerzos consiguió el doctor calmar al doble. Resultó difícil hacer sitio al nuevo pasajero. El coordinador sacó casi todo el aire de las ruedas, de modo que el chasis rozaba el suelo. A la luz del reflector portátil desmontaron los dos asientos posteriores y los colocaron en la rejilla del equipaje. Encima de todos los bultos colocaron el lanzador. Pero el doble se resistía a subir al vehículo. El doctor le acarició, le dirigió palabras tranquilizadoras, le empujó, se subió al todoterreno y luego saltó al suelo. En otras circunstancias habría resultado un espectáculo divertido. Era ya más de medianoche y aún les quedaba para regresar al cohete más de un centenar de kilómetros, en la oscuridad, por terrenos difíciles y casi siempre ascendentes. Al final, el doctor perdió la paciencia. Tomó de la mano al torso, y gritó:

— ¡Empújenle por detrás!

El químico vaciló, pero el coordinador apoyó el brazo en la joroba del doble, que emitió un lastimero gemido, vaciló y subió de un salto al vehículo. A continuación, todo discurrió con rapidez. El coordinador inyectó aire en las ruedas y el vehículo avanzó obedientemente, a pesar de la sobrecarga. El doctor se sentó delante del nuevo pasajero. El químico aceptó con paciencia la incomodidad y se sentó detrás del coordinador.

Avanzaron bajo el triple rayo del proyector por los corredores de columnas y luego a lo largo de la «avenida de la maza». En terreno llano, el vehículo desarrollaba una notable velocidad; sólo bajo las masas colgantes de lava tuvieron que reducir la marcha. Al cabo de algunos minutos alcanzaron las colinas de arcilla con su terrible contenido.

Durante algún tiempo avanzaron a través de un terreno pantanoso, donde el vehículo chapoteaba espantosamente, pero luego descubrieron las huellas de sus propias ruedas en el barro y las siguieron. Bajo sus ruedas, el vehículo salpicaba chorros de agua y lodo, y se deslizaba hábilmente entre las arcillosas colinas que aparecían a derecha e izquierda en la triple franja luminosa de los faros. A lo lejos tembló una pequeña llama borrosa que se acercaba a ellos y crecía por instantes.

Pronto pudieron distinguir tres luces diferentes. El coordinador no redujo la marcha. Sabía que era su propio reflejo. El doble se agitaba inquieto, gruñía, se acurrucaba peligrosamente en un rincón, de modo que el todoterreno se inclinaba todavía más hacia el lado izquierdo. El doctor trató de tranquilizarle con suaves palabras, pero sin resultados apreciables. Cuando se volvió a mirarle una vez más, advirtió que la blanca silueta tenía el aspecto de un pilón de azúcar redondeado en su parte superior. El doble había encogido el torso y apenas parecía respirar. Sólo cuando cruzaron la cálida onda y desapareció la imagen reflejada, dejando a sus espaldas la misteriosa línea, se calmó el pesado pasajero. Ya no se movió ni dio señales de inquietud durante el resto del viaje nocturno, aunque el vehículo ascendía trabajosamente por las montañas, se balanceaba y oscilaba con violentos movimientos. Las ruedas rozaban a veces la carrocería y se veían obligados a avanzar cada vez con más lentitud. El fuerte zumbido del fatigado motor apagaba el estrépito de los neumáticos. En un par de ocasiones, la parte delantera del todoterreno se alzó peligrosamente sobre el suelo. Apenas avanzaban. De pronto, el vehículo resbaló hacia atrás. Bajo sus ruedas se deslizó un banco de arena. El conductor dio un golpe de volante. Se pusieron de pie.

Giró cuidadosamente y retrocedió de nuevo al valle, avanzando en diagonal sobre la pendiente.

— ¿Adónde vas? — exclamó el químico.

El frío viento nocturno arrojaba finas gotas de agua en sus rostros, aunque no llovía.

— Buscaremos otro sitio para pasar — le gritó, hacia atrás, el coordinador.

Pararon de nuevo. El rayo del reflector portátil horadaba la altura y palidecía cada vez más en la distancia. Forzaron la vista, pero era poco lo que alcanzaban a ver. Decidieron, entonces, proseguir la marcha confiando en la suerte. Muy pronto, la pendiente se hizo tan empinada como aquella por la que habían resbalado, aunque el terreno estaba seco y el vehículo pudo ascender laboriosamente. Pero apenas el coordinador intentó dirigirlo hacia el norte se alzó peligrosamente y las ruedas delanteras casi quedaron al aire sobre las ruedas traseras. Por tanto, se vieron obligados a viajar desviándose cada vez más hacia el oeste. La situación no les resultaba agradable, porque siguiendo aquella dirección tenían que contar con la eventualidad de tener que cruzar por medio de la maleza. El coordinador recordó que casi todo el borde de la altiplanicie hacia la que se dirigían estaba poblada de arbustos. En realidad, no les quedaba ninguna otra opción. Los faros tropezaron en la oscuridad con una doble fila de blancas figuras que se movían. Eran jirones de niebla. De pronto penetraron en una nube. Aumentó la oscuridad. La respiración se hacía más difícil. También arreció el frío. Sobre el parabrisas delantero y en los tubos de níquel de los asientos se acumulaba el agua que resbalaba en pequeñas gotas condensadas. Era imposible maniobrar en una dirección determinada. El coordinador conducía a ciegas, procurando tan sólo ascender lo más posible hacia arriba.

De improviso, los faros iluminaron de nuevo el suelo. Habían dejado ya a sus espaldas los lechosos ovillos de niebla. Bajo las claras franjas de luz divisaron la empinada cresta de la colina y el negro cielo encima. Todos se sintieron algo mejor.

— ¿Cómo va nuestro pasajero? — se informó el coordinador, sin volverse.

— Bien. Parece que duerme — respondió el doctor.

La ladera por la que ascendían era cada vez más empinada. El vehículo se balanceaba incómodamente. Las ruedas delanteras obedecían cada vez menos al volante. El centro de gravedad se había desplazado hacia atrás.

Súbitamente, el vehículo empezó a girar sobre sí mismo, su parte anterior se levantó y a continuación se deslizó varios metros de costado.

— Escucha, ¿no sería mejor que me sentara delante, en el parachoques, entre los faros? — sugirió intranquilo el doctor.

— Todavía no — respondió el coordinador.

Extrajo un poco de aire de las ruedas. El vehículo se hundió un poco y durante algún tiempo avanzó mejor. Las franjas de luz iluminaban ya, muy arriba, la zigzagueante línea de arbustos. Habían dejado atrás la gran llanura arcillosa desnuda. Los arbustos estaban cada vez más cerca, orlaban, como un negro cepillo, la arcillosa fractura. Era impensable poder cruzarla, pero tampoco era posible dar un rodeo para buscar un paso mejor. Siguieron, entonces, avanzando, hasta que el vehículo se detuvo a una docena de pasos de una pared de dos metros de espesor. El firme bloqueo de los frenos recorrió, como una sacudida, el todoterreno. A la fuerte luz de los faros brillaba el barro amarillo, surcado por raíces filamentosas.

— ¡Estamos como al principio! — exclamó el químico.

— Dame la pala.

El coordinador descendió, extrajo una palada de arcilla, la derramó bajo las ruedas traseras del vehículo y volvió a la fractura. Descendió por ella. El químico se apresuró a seguirle. El doctor oyó cómo se abría paso entre la seca maleza. Crujieron ramas, brilló la luz de la linterna del coordinador, desapareció, reapareció en otro lugar.

— ¡Repugnante! — oyó refunfuñar al químico.

Algo se deslizó rápidamente. La mancha de luz brincaba en la oscuridad y luego se detuvo inmóvil.

— Esto es peligroso — oyó de nuevo la voz del químico.

— La astronáutica es así — replicó el coordinador.

Y gritó:

— ¡Doctor! Tenemos que allanar un trecho, aquí, en el borde. Creo que luego podremos proseguir el viaje. Procura que nuestro pasajero no se asuste.

— De acuerdo.

El doctor se volvió al doble, que seguía acurrucado e inmóvil. Desde algún punto llegaba el ruido de la arcilla deslizándose por la pendiente.

— ¡Otra vez! — gritó, tosiendo, el coordinador.

Arroyos de arcilla rodaron sobre la vertiente. Inesperadamente, algo se agrietó con sordo estruendo: una enorme masa pasó rozando el todoterreno y se precipitó en la profundidad. Terrones de tierra chocaron contra el cristal delantero. Abajo resonaba el estrépito de la masa que se iba deteniendo. Durante algún tiempo, la tierra se fue deslizando hacia abajo, a lo largo de la pared. El doctor se inclinó hacia adelante — al doble no le afectaba absolutamente nada lo que estaba ocurriendo— y dirigió el reflector portátil hacia un lado. En la arcillosa pendiente había surgido un ancho boquete en forma de cráter. El coordinador cavaba enérgicamente con la pala. Había pasado ya la medianoche cuando sacaron la bobina de remolque, las pequeñas anclas y los ganchos, afirmaron un extremo de la cuerda en el vehículo, entre los reflectores, y llevaron el otro a través de la brecha, hacia arriba, en la espesura, donde lo aseguraron con un doble nudo. A continuación, el coordinador conectó los motores de todas las ruedas y el de los tambores anteriores. La cuerda se tensó y arrastró al vehículo, paso a paso, a través de la arcillosa garganta. Tuvieron que ensanchar una vez más el boquete, pero media hora más tarde la cuerda y las anclas estaban ya nuevamente empaquetadas y guardadas, y el todoterreno se abría paso, con espantosos chasquidos y crujidos, a través de la espesura. Durante algún tiempo avanzaron muy lentamente. Sólo cuando raleó la maleza, que afortunadamente no ofrecía resistencia, porque estaba seca y era frágil, pudieron acelerar la marcha.

— ¡La mitad del trayecto! — dijo el químico al doctor.

Observaba atentamente el cuentakilómetros por encima del brazo del coordinador. Pero según las estimaciones de éste, todavía les faltaba más de la mitad. Calculaba en una docena de kilómetros el rodeo que habían tenido que hacer para salvar la pendiente de la ladera. Inclinado hacia adelante, con la cara casi pegada al cristal, observaba el camino o, mejor dicho, el terreno; intentaba soslayar los obstáculos mayores y salvar los más pequeños pasándolos entre las ruedas. Aun así, el vehículo saltaba y brincaba, de modo que el bidón de hojalata se desplazaba ruidosamente. En los agujeros más pequeños, el todoterreno saltaba hacia arriba y aterrizaba chirriando sobre las cuatro ruedas con los amortiguadores. Pero la visión no era mala. De momento no se había producido ninguna sorpresa. Delante de ellos, allí donde los haces de luz de los faros se dispersaban en la oscura niebla, algo cruzaba fugazmente, una línea, después otra y luego una tercera y una cuarta. Eran los mástiles, cuya fila estaban atravesando. El doctor intentó observar, sobre el trasfondo del cielo, si las puntas de los mástiles estaban siempre rodeadas de aire en vibración, pero la noche. era demasiado oscura. Las estrellas brillaban suavemente. El doble, a sus espaldas, permanecía inmóvil. Sólo en cierto momento se desplazó a un lado, como si la postura le cansara. Este movimiento, tan netamente humano, le produjo una particular impresión al doctor.

Los neumáticos saltaban sobre surcos transversales. Ahora marchaban valle abajo, sobre una llanura de amplias ondulaciones. El coordinador redujo ligeramente la velocidad. Tras un saliente terraplén calcáreo divisaba ya, en el cono de luz, los surcos siguientes. Desde la izquierda le llegó un silbido cada vez más penetrante, un espantoso y sordo zumbido. Luego, una masa ondulante cruzó su camino, su enorme forma resplandeció bajo la luz de los faros y desapareció. Los frenos chirriaron agudamente. Una sacudida. Sintieron sobre sus rostros un hálito caliente y amargo. Se acercaba un nuevo silbido. El coordinador apagó los faros. Cayó la oscuridad; a pocos pasos de ellos pasaron volando, una tras otra, figuras con forma de trombón. Góndolas fosforescentes pasaban rápidamente muy por encima del suelo, mecidas por invisibles discos vibrantes. Se inclinaban un poco, como si se arquearan para formar una curva. Los hombres las contaron: ocho, nueve, diez… Tras la decimoquinta hubo una pausa y pudieron seguir el viaje. El doctor comentó:

— Nunca habíamos visto tantos.

De nuevo se oyó algo. Era un sonido nuevo, desconocido, mucho más profundo. Se acercaba lentamente. El coordinador dio marcha atrás y retrocedió un buen trecho hacia la ladera. Los neumáticos resbalaron sobre el terreno calcáreo cuando el vehículo frenó. En la oscuridad se deslizó una forma indefinible, acompañada de un bajo y profundo estruendo, que hizo vibrar al todoterreno. La luz de las estrellas, muy encima de los árboles, se había hecho más oscura y el suelo oscilaba como si se desplomara sobre él un alud. Como un gigantesco escarabajo, la siguiente aparición pasó bramando, y luego otra. No se veían góndolas, sino tan sólo el contorno irregular, terminado en punta en sus extremos, como una estrella, de un objeto de color rojizo fosforescente que giraba lentamente contra la dirección del movimiento.

Se hizo de nuevo el silencio. En la distancia resonaba el eco de un suave zumbido, que aumentaba y disminuía con ritmo acompasado.

— ¡Eran colosales! ¿Los han visto? — exclamó el químico.

El coordinador esperó todavía un rato, luego encendió de nuevo los faros y soltó los frenos. El vehículo se deslizó hacia adelante por su propio peso. Era más cómodo avanzar a lo largo de los surcos, porque evitaban las mayores desigualdades, pero el coordinador no quiso correr riesgos. Podía sobrevolarlos desde atrás alguna de aquellas gigantes y transparentes máquinas. Con un ligero giro del volante, procuró mantener la dirección de los vehículos que se habían cruzado en su camino. Procedían del noroeste y se habían alejado hacia el este. Pero esto no significaba nada. Describían curvas y podían haber hecho antes otras muchas. No hablaba, pero se sentía inquieto.

Eran ya las dos cuando apareció ante ellos, a la luz de los faros, la franja resplandeciente. El doble no se había movido cuando se encontraron con aquellas extrañas formas. Pero desde hacía unos instantes había sacado la cabeza y miraba a su alrededor. Cuando llegaron al cinturón reflectante comenzó de pronto a toser y a jadear, se puso en pie gimiendo y presionó hacia un lado, como si quisiera saltar del vehículo.

— ¡Alto, alto! — gritó el doctor.

El coordinador frenó. Se pararon a unos metros delante de la banda reflectante.

— ¿Qué pasa?

— Quiere escapar.

— ¿Por qué?

— No tengo la menor idea. A lo mejor porque estamos precisamente aquí. Apaga los faros.

El coordinador siguió las indicaciones. Apenas se hizo la oscuridad, el doble regresó a su sitio. Prosiguieron la marcha con las luces apagadas. Durante un largo segundo, las estrellas se reflejaron sobre las negras planchas a ambos lados del vehículo. Ahora el todoterreno avanzaba de nuevo sobre suelo arenoso. Los faros volvieron a brillar en la noche. Se hallaban en la llanura. El vehículo avanzaba a tal velocidad que todo en él vibraba. Las pequeñas rocas calcáreas y sus grandes sombras, que giraban en la arena como en torno a un eje vertical, volaban hacia atrás. La arena saltaba bajo las ruedas. El aire frío les azotaba el rostro y les cortaba la respiración. El motor zumbaba, rugía. Las piedras rechinaban contra el chasis. El químico se encogió para resguardar la cabeza, lo mejor que pudo, detrás del parabrisas. Avanzaban sobre terreno llano. La velocidad iba en aumento. Esperaban divisar el cohete de un momento a otro.

Habían convenido en que los que se quedaran colgarían una linterna en la popa de la nave. Aquella trémula luz era lo que ahora buscaban, pero los minutos pasaban. El vehículo redujo la velocidad y trazó una curva. Se dirigieron hacia el nordeste, pero a su alrededor todo era oscuridad. Desde hacía algún tiempo avanzaban sólo con las luces de posición. Con todo, en aquel momento el coordinador también las apagó, asumiendo así el riesgo de tropezar con algún obstáculo. De pronto creyeron ver una luz parpadeante y fueron hacia allí a toda velocidad, pero al cabo de algunos minutos tuvieron que convencerse del hecho que se trataba de una lejana estrella. El reloj marcaba las dos y veinte.

— Quizá la linterna se ha estropeado — aventuró el químico.

No recibió respuesta. Al cabo de cinco kilómetros trazaron una nueva curva. El doctor se levantó de su asiento y escudriñó la oscuridad. Súbitamente, el vehículo dio un salto, primero las ruedas delanteras, luego las traseras. Habían cruzado por encima de un surco.

— Gira a la izquierda — indicó el doctor.

El vehículo describió un arco. Bajo las luces de posición, ahora de nuevo encendidas, aparecieron montoncitos de arena. Atravesaron un segundo surco, de cerca de medio metro de profundidad. Y entonces vieron, de pronto, un resplandor difuso y delante una larga sombra oblicua, cuya cima apareció rodeada durante unos instantes por una aureola. Al desaparecer la aureola, también perdieron de vista la cima. El vehículo se dirigió a toda velocidad hacia aquel punto. Un nuevo fulgor de la linterna situada en la popa de la nave espacial les permitió distinguir tres figuras. El coordinador encendió los faros. Los tres corrieron hacia ellos con las manos alzadas.

El coordinador frenó y se detuvo cuando los que venían a su encuentro le abrieron paso, a pocos metros detrás de ellos.

— ¿Están aquí los tres? — gritó el ingeniero y se acercó al vehículo, pero retrocedió al instante, asustado, cuando contempló la cuarta figura sin cabeza, que se agitaba inquieta.

El coordinador puso las manos sobre los hombros del ingeniero y del físico, como si quisiera apoyarse en ellos. Aparecieron bajo la luz del reflector lateral. El doctor dirigía suaves palabras al doble.

— Todo ha ido bien — dijo el químico —. ¿Y aquí?

— Según se mire — contestó el cibernético.

Se miraron durante algunos segundos. Nadie hablaba.

— ¿Quieren que les informemos ahora o nos vamos a dormir? — preguntó el químico.

— ¿Tú podrías dormir? ¡Es grandioso! — exclamó el físico —. ¡Dormir! ¡Dios mío! ¡Estuvieron aquí! ¿Lo sabías?

— Me lo imaginaba — dijo el coordinador —. ¿Han luchado con ellos?

— No. ¿Y ustedes?

— Tampoco. Creo que el hecho que ya hayan descubierto el cohete puede ser más importante que lo que nosotros hemos visto. Cuéntennos. Tal vez lo mejor sea que empieces tú, Henryk.

— ¿Lo han hecho prisionero? — preguntó el ingeniero.

— Hablando con propiedad, él nos ha hecho prisioneros a nosotros. Es decir, se dejó capturar voluntariamente. Pero es una larga historia. Complicada, aunque por desgracia no entendemos nada.

— Lo mismo nos ha ocurrido a nosotros — dijo el cibernético —. Vinieron aproximadamente una hora después de haberse marchado ustedes. Creí que era el fin — confesó en voz baja.

— ¿No tienen hambre? — preguntó el ingeniero.

— Me parece que lo habíamos olvidado completamente. Doctor, ven, por favor — llamó el coordinador.

— ¿Celebramos un consejo?

El doctor se acercó a ellos, pero sin perder nunca de vista al doble, que ahora, con movimientos notablemente rápidos, saltó del vehículo y se acercó lentamente a los hombres. Apenas alcanzó el límite del círculo de luz retrocedió y permaneció inmóvil. Le miraron en silencio. La gran criatura se encogió y se echó en el suelo. Durante un segundo contemplaron su cabeza, luego los músculos se contrajeron y sólo dejaron libre un repliegue. A la luz de los faros pudieron ver que su ojo azul descansaba en ellos.

— ¿De modo que han estado aquí?

En aquel momento, el doctor era el único que no miraba al doble.

— Sí. Han venido. Veinticinco discos vibrantes, parecidos a aquel que conquistamos. Pero además había otras cuatro máquinas más grandes, no discos verticales, sino como trompos transparentes.

— Nos hemos encontrado con ellos — exclamó el químico.

— ¿Dónde? ¿Cuándo?

— Hace aproximadamente una hora, cuando regresábamos. Casi hemos chocado con ellos. ¿Qué han hecho aquí?

— No mucho — comenzó a decir el ingeniero —. Vinieron en fila, no sabemos de dónde, porque cuando subimos (fue pura casualidad, pero lo cierto es que los tres estábamos dentro del cohete, literalmente llevábamos cinco minutos) aparecieron uno tras otro y rodearon la nave. No se acercaron más. Creímos que se trataba de tropas de inspección, de una patrulla. Así que pusimos el lanzador bajo el cohete y esperamos. Pero ellos se limitaron a girar a nuestro alrededor, siempre en la misma dirección y a la misma distancia. Esto duró aproximadamente una hora y media. Luego aparecieron las grandes peonzas. ¡Cada una medía treinta metros! ¡Verdaderos colosos! Pero mucho más lentos. Era evidente que sólo podían avanzar siguiendo los surcos que trazaban los otros. Los discos vibrantes les hicieron sitio en su círculo, de modo que, alternativamente, una máquina grande seguía a otra pequeña. Siguieron dando vueltas a nuestro alrededor, unas veces más deprisa, otras más lentamente. Hubo un momento en que dos de ellos estuvieron a punto de chocar. En realidad, sólo se tocaron los bordes. Se oyó un enorme crujido, pero no sucedió nada. Siguieron vibrando.

— ¿Y ustedes?

— ¿Nosotros? Sudábamos al lado del lanzador. La situación no tenía nada de agradable.

— Lo creo — dijo gravemente el doctor —. ¿Y qué pasó luego?

— ¿Luego? Al principio pensé que nos atacarían de un momento a otro; después, que nos mantendrían bajo vigilancia. Pero estaba asombrado por el orden estricto que mantenían, así como por la circunstancia que ellos no se detuvieron ni un solo momento, cuando sabemos que esos discos pueden quedarse inmóviles sobre un lugar. Habían pasado ya más de siete horas y entonces envié al físico a buscar la linterna de señales. Queríamos colgarla para que les sirviera de guía. Pero ustedes no habrían podido verla a través de aquel muro. Sólo entonces me vino la idea que podía tratarse de un asedio. De todas formas pensé que lo primero que había que hacer era intentar establecer contacto con ellos, mientras fuera posible. Seguíamos igual que al principio junto al lanzador, y empezamos a hacer señales con la linterna, siguiendo una serie: primero dos destellos, luego tres, luego cuatro.

— ¿Según Pitágoras? — preguntó el doctor.

El ingeniero intentó inútilmente, a la luz de la linterna, saber si el doctor hablaba en serio o quería burlarse.

— No — dijo finalmente —. Series numéricas absolutamente normales.

— ¿Y qué hicieron ellos?

El químico le miraba impaciente.

— ¿Cómo se lo describiría? Realmente nada.

— ¿Qué es «realmente»? ¿Y qué es «irrealmente»?

— Quiero decir que hicieron diferentes cosas antes que comenzáramos a hacer las señales, mientras las emitíamos y también después, pero no hubo nada que se pueda considerar como un intento de respuesta o un contacto.

— ¿Entonces qué hicieron?

— Giraban más lento o más de prisa, se acercaban unos a otros y luego se separaban. En las góndolas algo se movía.

— ¿También los grandes trompos tienen góndolas?

— Antes has dicho que también las han visto ustedes.

— Sí, pero estaba demasiado oscuro cuando nos encontramos con ellas.

— No tienen góndolas. Dentro no hay absolutamente nada. Están sencillamente vacías, En cambio, en el borde corre, o mejor dicho, flota un gran contenedor, arqueado hacia el exterior y cóncavo hacia el interior, que puede situarse en varias posiciones. A los lados tiene una serie de cuernos, de espesamientos cónicos. Totalmente sin sentido, desde mi punto de vista, por supuesto. Pero como iba diciendo, ah, sí, estos trompos abandonaban a veces el círculo e intercambiaban su puesto con los discos menores.

— ¿Con qué frecuencia?

— Variaba. En cualquier caso, de allí no pudimos extraer ninguna secuencia numérica. Les digo que he registrado todo lo que podría tener alguna conexión con sus movimientos, porque esperaba una respuesta. Incluso realizaron un complicado intercambio. Por ejemplo, durante la segunda hora, las mayores iban tan lentamente que casi estaban paradas. Delante de cada trompo había un disco más pequeño, que se acercaba lentamente hacia nosotros. Pero sólo se adelantaba, como máximo, quince metros en nuestra dirección, seguido por el gran trompo, y luego empezaban a moverse de nuevo en círculo. Hasta entonces había dos círculos, uno interior, en el que giraban cuatro grandes y cuatro pequeñas, y otro exterior, con el resto de los discos planos. Yo me había propuesto hacer algo para facilitar vuestro retorno, cuando súbitamente formaron una larga fila y se retiraron, primero en espiral y luego en línea recta, hacia el sur.

— ¿Cuándo ocurrió?

— Algunos minutos después de las once.

— Esto significa que son distintos de los que nosotros hemos encontrado — dijo el químico al coordinador.

— No necesariamente. Han podido detenerse en alguna parte.

— Ahora cuenten ustedes.

— Que informe el doctor — dijo el coordinador, haciéndole una seña.

— Bien. Pues…

El doctor describió con breves pinceladas el desarrollo de la expedición. Luego prosiguió:

— Tengan en cuenta, por favor, que todo lo que aquí ha sucedido nos trae en parte el recuerdo de cosas distintas que conocemos en la Tierra, pero sólo en parte. Faltan algunas piezas en el rompecabezas. Esto es muy significativo. Sus vehículos han aparecido aquí en orden de batalla. Tal vez se trataba de una patrulla de vigilancia o quizá de la vanguardia de un ejército. O tal vez también del inicio de un asedio. Dicho de otra forma, de todo un poco; pero, al final, no ha ocurrido nada. Y eso es todo lo que sabemos. Aquellas fosas arcillosas eran, por supuesto, horribles. Pero, ¿qué significan en realidad? ¿Son sepulcros? Eso parece. Y luego el poblado, o como queramos llamarlo. Absolutamente increíble. Una horrorosa pesadilla. ¿Y los esqueletos? ¿Un museo? ¿Un matadero? ¿Una capilla? ¿Una fábrica de productos biológicos? ¿Una cárcel? Todo es posible, incluso un campo de concentración. Pero no encontramos allí a nadie que quisiera detenernos o entrar en contacto con nosotros. Y esto es lo más incomprensible, al menos en mi opinión. Es indudable que la civilización de este planeta tiene un elevado nivel. Desde el punto de vista técnico, su arquitectura está muy desarrollada. La construcción de cúpulas como las que hemos visto obliga a resolver difíciles problemas. Y, a su lado, el poblado de piedra, que recuerda una ciudad medieval. ¡Una asombrosa mezcla de niveles de civilización! Es también evidente que deben disponer de excelentes redes de comunicación, puesto que han podido apagar las luces de su antigua ciudad literalmente un minuto después de nuestra llegada. Hemos viajado con gran rapidez y, sin embargo, no hemos encontrado a nadie en el camino… Indudablemente están dotados de inteligencia, pero la multitud que se nos vino encima se comportaba, presa del pánico, como un rebaño de ovejas, sin en el menor rastro de organización… Al principio, parecía que huían de nosotros, pero luego nos rodearon, nos aplastaron, se produjo un caos indescriptible. Nada de todo esto tiene sentido; da más bien la impresión de ser algo demencial. Y así en todo. El ejemplar que hemos matado estaba cubierto con una lámina plateada. Los de allá estaban desnudos. Sólo unos pocos llevaban algún tipo de ropa o de harapos. El cadáver de la fosa tenía un tubito, inserto en una prolongación de la piel y, lo que es más curioso, tenía también un ojo, como el doble que tenemos aquí. Otros carecían de ojos, pero no de nariz, y a la inversa. Cuando pienso en todo esto, me temo que tampoco nos va a servir de mucha ayuda el que hemos traído con nosotros. Naturalmente, intentaremos comunicarnos con él, pero me inclino a pensar que no lo conseguiremos…

— Debemos poner por escrito y catalogar todo el material informativo recogido hasta ahora — propuso el cibernético—, porque de lo contrario nos vamos a desorientar. Y debo añadir…, seguramente el doctor está en lo cierto, pero…, ¿eran los esqueletos realmente esqueletos? Y toda esa historia de la multitud en la calle, que primero les rodeó y luego huyó…

— He visto los esqueletos tan claramente como te estoy viendo a ti ahora. Resulta casi increíble, pero así es. Bien, y en cuanto a la multitud…

El doctor inclinó la cabeza, desconcertado.

— Era absolutamente demencial — afirmó el químico.

— Quizá despertaron a los del poblado y les asustaron. Imagínate un hotel de la Tierra en el que aparece de pronto uno de esos discos vibrantes. ¡Por supuesto que estalla el pánico!

El químico meneó la cabeza. El doctor sonrió:

— Tú no estuviste allí; por eso es difícil explicártelo. Pánico, sí, ¿por qué no? Pero si todas las personas se han escondido o han huido y cuando avanza el disco por la calle uno de los fugitivos corre temblando de miedo, desnudo, como si acabara de saltar de la cama, va detrás del disco y da a entender al comandante que quiere irse con él…, entonces, ¿qué?

— Sí, pero él no lo ha pedido.

— ¿Qué no? Pregúntales a ellos si no me crees a mí. Ellos pueden decirte lo que pasó cuando fingí que quería empujarle hacia abajo para que volviera con los suyos. Y por lo demás: ¿un hotel y un terreno sembrado de tumbas, de tumbas abiertas, llenas de cadáveres?

— Amigos, son las cuatro menos cuarto — dijo el coordinador—, y mañana, es decir, hoy, podemos recibir nuevas visitas. La verdad es que aquí puede ocurrir cualquier cosa y en cualquier momento. A mí ya no me sorprende nada. ¿Qué han hecho en el cohete? — la pregunta iba dirigida al ingeniero.

— Poca cosa, hemos dedicado cuatro horas enteras al lanzador. Hemos revisado un cerebro electrónico del tipo «micro» y la instalación de radio podrá entrar pronto en funcionamiento. El cibernético te informará con más exactitud. Por desgracia, se han roto muchas cosas.

— Me faltan dieciséis diodos de niobio-tantanio — dijo el cibernético —. Los critrones están bien, pero sin los diodos no puedo hacer nada con el cerebro electrónico.

— ¿No los puedes tomar de los otros?

— Los tengo en cantidad. Más de setecientos. Pero no de este tipo.

— ¿No hay en alguna otra parte?

— Quizá en el protector, pero no pude llegar hasta allí. Está abajo de todo.

— ¿Nos vamos a pasar toda la noche aquí fuera?

— Tienes razón. Vamos. Un momento, ¿qué hacemos con el doble?

— ¿Y con el todoterreno?

— Tengo que decirles algo poco agradable: a partir de este momento, tenemos que montar la guardia.

El coordinador los miró de uno en uno.

— Ha sido una perfecta estupidez que no lo hayamos hecho ya antes. ¿Quién se ofrece para las dos horas siguientes, hasta el amanecer?

— Yo mismo.

El doctor alzó la mano.

— ¿Tú? De ningún modo, alguno de nosotros — dijo el ingeniero —. Por lo menos, hemos estado aquí.

— Y yo he estado en el todoterreno, bien sentado. No estoy más cansado de lo que puedas estar tú.

— Está bien. Primero el ingeniero, luego el doctor — decidió el coordinador.

Se puso en pie, se frotó las manos, que se le habían quedado frías, subió al vehículo, encendió los faros y le hizo rodar lentamente bajo el casco del cohete.

— Escucha — el cibernético estaba ante el doble que yacía inmóvil —. ¿Qué hacemos con él?

— Lo mejor es que se quede donde está. Seguramente está dormido. No escapará. Si no, ¿para qué ha venido?

— Pero así no se puede quedar, de alguna manera hay que buscarle un refugio — objetó el químico.

Pero ya los demás entraban, uno tras otro, en el túnel. Miró a su alrededor, sacudió malhumorado los hombros y los siguió.

El ingeniero colocó un par de cojines en el suelo, junto al lanzador, y se sentó sobre ellos. Luego, al darse cuenta que podía dominarle el sueño, se puso en pie y comenzó a pasear con pasos regulares de un lado a otro.

La arena crujía suavemente bajo la suela de su calzado. En el este apareció la primera luz gris; poco a poco, las estrellas fueron dejando de titilar y se extinguieron. Un aire frío y puro le llenaba los pulmones. Intentó percibir de nuevo aquel extraño olor que aún recordaba de cuando pisaron por vez primera la superficie del planeta, pero no lo consiguió. El flanco del doble se alzaba y descendía rítmicamente. De pronto, el ingeniero vio que unos delgados y largos palpos salían del pecho de la criatura y le agarraban la pierna. Tiró violentamente, con desesperación, vaciló, estuvo a punto de caer…, y abrió los ojos. Se había dormido mientras caminaba. Aumentó la claridad. Pequeñas nubecillas sueltas formaban una línea oblicua por el este. Sus crestas empezaron a brillar poco a poco. El gris difuso del cielo se mezclaba con el azul, en el que desapareció la última estrella. Las nubes grises adquirieron tintes dorados, se encendió fuego en sus bordes. Una franja rosada, mezclada con un blanco inmaculado, cruzó el firmamento. El borde achatado y como requemado del planeta se hundió de pronto en sí mismo al contacto del pesado disco rojo. La escena podía haber acontecido en la Tierra.

El ingeniero sintió una indecible y honda desesperación.

— ¡Relevo de guardia! — gritó a sus espaldas una voz alta. Se sobresaltó.

El doctor le contemplaba sonriendo. El ingeniero quiso darle las gracias, quiso decirle que…, el mismo no sabía qué. Era algo de una importancia inmensa, pero no halló las palabras adecuadas. Meneó la cabeza, respondió con una sonrisa y desapareció en la oscuridad del túnel.

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