Capítulo Decimotercero

El recorrido por las secciones del cohete exigió algún tiempo. El doble se mostró particularmente interesado por la pila atómica y por los autómatas. El ingeniero le dibujó una gran cantidad de esquemas y bocetos en blocs de papel, cuatro de los cuales fueron exclusivamente para la sala de máquinas. El autómata provocó en el invitado una admiración sin limites. Miró atentamente la microrred y se maravilló hasta lo indecible cuando vio que estaba sumergida en un recipiente refrigerado por helio líquido. Se trataba de un cerebro critriónico para reacciones excepcionalmente rápidas. Había comprendido indudablemente la finalidad de la refrigeración, porque tosió durante bastante tiempo y estudió con suma concentración los croquis que le dibujaba el cibernético. También resultaba evidente que se entendían con mucha mayor rapidez mediante conexiones eléctricas que a través de gestos o símbolos, incluso para expresar los más simples conceptos.

Eran ya las cinco de la mañana cuando el químico, el coordinador y el ingeniero se retiraron a descansar. Cuando cerraron la escotilla de carga, el Negro montó guardia en el túnel. Los otros tres se dirigieron con el doble a la biblioteca.

— Un momento — dijo el físico cuando pasaban delante del laboratorio —. Vamos a enseñarle la tabla de Mendeleiev. Allí están los esquemas de los átomos.

Entraron. El físico revolvió de un golpe montones de papeles bajo las estanterías. De pronto, algo empezó a vibrar. El físico no lo oyó, debido al fuerte crujido del papel, pero el doctor aguzó el oído.

— ¿Qué es eso?

El físico se enderezó. También él percibió entonces la vibración. Interrogó con la mirada a sus compañeros, uno tras otro. En sus ojos se pintaba el pánico.

— Es el contador Geiger… ¡Alto! Una avería…

Se precipitó hacia el contador. El doble había permanecido hasta entonces inmóvil y dejaba vagar sus ojos sobre los aparatos. Pero cuando se acercó a la mesa, el contador se aceleró ruidosamente, como un largo redoble de tambor.

— ¡Es él! — exclamó el físico.

Tomó el contador Geiger con ambas manos y lo orientó hacia el gigante. El aparato hizo un ruido estridente.

— ¿Es radiactivo? ¿Qué significa esto? — preguntó, estupefacto, el cibernético.

El doctor palideció. Se acercó a la mesa, contempló la temblorosa aguja, tomó el aparato de manos del físico y dio vueltas alrededor del doble. Cuanto más elevaba el contador, más débil era el redoble. Cuando lo acercó a las gruesas y enormes piernas del invitado, la membrana chirrió. Una llamita roja flameó en la esfera del aparato.

— Contaminación radiactiva — murmuró el físico.

El doble deslizó asombrado los ojos de unos a otros, pero era evidente que no experimentaba ninguna inquietud ante la actitud, para él incomprensible, de los otros dos.

— Ha entrado a través de la brecha que abrió el protector — dijo suavemente el doctor —. Es una zona radiactiva. Ha pasado por ella…

— ¡No te acerques a él! — gritó el físico —. Por lo menos irradia un mili-Röntgen por segundo. Espera, tendríamos que… Si le envolvemos en una hoja de keramit podríamos arriesgarnos a…

— No se trata en absoluto de nosotros — dijo el doctor —. Se trata de él. ¿Cuánto tiempo pudo estar en aquel lugar? ¿Cuántos Röntgen habrá recibido?

— No tengo la menor idea. ¿Cómo podría saberlo…?

El físico seguía contemplando fijamente, como antes, el contador con su tictac.

— Tienes que hacer algo. Un baño de ácido acético, abrasión cutánea. Mira, él no lo entiende.

El doctor salió corriendo del laboratorio sin decir una sola palabra. Regresó al cabo de un rato con un estuche para primeros auxilios en casos de contaminación radiactiva. Al principio, el doble intentó oponer resistencia a aquellas incomprensibles medidas, pero luego les dejó hacer.

— ¡Ponte los guantes! — gritó el físico, porque el doctor había tocado con las manos desnudas la piel del doble, acostado en el suelo.

— ¿Despertamos a los otros? — reflexionó en voz alta el cibernético. Se hallaba en pie, indeciso, junto a la pared.

El doctor se colocó los gruesos guantes.

— ¿Para qué? — se inclinó profundamente —. De momento, no se advierte nada… Dentro de diez o doce horas se producirá un enrojecimiento. Hasta entonces…

— Si pudiéramos comunicarnos con él — murmuró el físico.

— ¿Una transfusión? Pero, ¿cómo? ¿De dónde sacamos la sangre?

El doctor tenía la mirada fija y vacía.

— ¡El otro! — exclamó de pronto. Reflexionaba.

— No — añadió en voz baja—, no puede ser. Primero habría que analizar la sangre de los dos para ver si son compatibles. Pueden pertenecer a grupos diferentes.

— Escucha — el físico le apartó a un lado —. La cosa se pone fea. Me temo…, ¿comprendes? Debió pasar por la zona cuando bajó la temperatura. En los bordes de una pequeña reacción de aniquilación se producen siempre distintos isótopos radiactivos. Rubidio, troncio, iprio y todos los demás. Tierras extrañas. De momento no siente nada, lo más pronto será mañana, creo yo. ¿Tiene leucocitos?

— Sí, pero parecen totalmente distintos de los humanos.

— Todas las células de reproducción rápida se ven afectadas de la misma manera, sea cual fuere su género. Seguramente tiene una capacidad de resistencia algo mayor, pero…

— ¿Cómo lo sabes?

— Porque aquí la radiactividad normal del suelo es dos veces mayor que en la Tierra. Por tanto, hasta cierto punto están adaptados. ¿No servirán tus antibióticos?

— Claro que no. Las bacterias aquí deben ser completamente diferentes.

— También yo lo he pensado. ¿Sabes? Tendríamos que comunicarnos con él a partir de una base más general. Los efectos tardarán en presentarse algunas horas por lo menos…

— ¡Ah, es eso!

El doctor le dirigió una rápida mirada y luego bajó los ojos. Se hallaban a cinco pasos de distancia del doble, que yacía de costado y les contemplaba con sus pálidos ojos azules.

— ¿Para saber de él todo lo que podamos antes que le llegue el fin?

— No he querido decir tal cosa — replicó el físico, irritado —. Admito que su comportamiento es parecido al de un ser humano. Es posible que conserve durante un par de horas su capacidad física, pero luego vendría la apatía. Y tú sabes perfectamente que, en su lugar, cada uno de nosotros pensaría ante todo en llevar a cabo su tarea.

El doctor se encogió de hombros, le dirigió una mirada sesgada y tuvo que reír involuntariamente.

— ¿Cada uno de nosotros, dices? Sí, es posible, a condición que supiera qué es lo que ha sucedido. Pero hemos sido nosotros quienes lo hemos contaminado. ¡Ha sido por nuestra culpa!

— ¿Y bien? ¿Quieres expiarlo? ¡No seas ridículo!

Su rostro enrojeció.

— No — dijo el doctor —. No estoy de acuerdo. ¿Es que no lo entiendes? Aquí hay un enfermo — apuntó al doble— y aquí — golpeándose el pecho— hay un médico. Y aparte del médico, aquí nadie tiene nada que hacer.

— ¿Eso crees? — replicó sordamente el físico —. Pero es la única oportunidad que tenemos. Nosotros no le hemos hecho ningún mal. No es culpa nuestra que él…

— ¡No es cierto! Se ha contaminado porque ha seguido el rastro del protector. Y ya basta. Tengo que extraerle sangre.

El doctor se acercó al doble con la jeringuilla, se detuvo indeciso ante él algunos instantes y luego regresó a la mesa y tomó la otra jeringuilla. Colocó en ambas las agujas que había sacado del esterilizador gamma.

— Échame una mano — dijo al cibernético.

Se acercó al doble y, ante sus ojos, se descubrió el brazo. El cibernético le hundió la aguja en la vena, extrajo un poco de sangre y retrocedió. El doctor tomó la segunda jeringuilla, tocó con ella la piel del yaciente doble, eligió una vena, le miró a los ojos y luego introdujo la aguja. El cibernético le observaba. El doble no hizo el menor movimiento. Su sangre, roja como un brillante rubí, fluyó en el cilindro de cristal. El doctor retiró cuidadosamente la aguja, colocó un poco de algodón sobre la herida, de la que manaba algo de sangre, y se marchó, llevando en alto la jeringuilla.

Los otros dos se intercambiaron una mirada. El cibernético sostenía aún en la mano la jeringuilla con la sangre del doctor. La dejó sobre la mesa.

— ¿Y ahora? — preguntó.

— ¡Podría decírnoslo todo!

El físico parecía como poseído por la fiebre.

— Pero ese…, ese…

Clavó sus ojos en los del cibernético.

— ¿No podríamos despertarlos?

— Eso no serviría de nada. El doctor les diría lo mismo que me ha dicho a mí. Sólo existe una posibilidad: que él se decida por sí mismo. Si él quisiera, el doctor no podría oponerse.

— ¿Él? — el cibernético le miró, con súbito desconcierto —. Bueno, de acuerdo, pero, ¿cómo va a decidirse? No sabe nada. Y nosotros no podemos decírselo.

— Sí que podemos.

El físico seguía contemplando la jeringuilla con la sangre, colocada junto al esterilizador.

— Disponemos de quince minutos, hasta que el doctor cuente los leucocitos. ¡Trae la pizarra!

— Pero eso no tiene sentido…

— ¡Tú trae la pizarra! — exclamó el físico, y recogió los pequeños trozos de tiza esparcidos alrededor.

El cibernético tomó la pizarra de la pared y la colocaron frente al doble.

— Hay muy poca tiza. Trae la de colores de la biblioteca.

Cuando el cibernético salió, el físico tomó el primer trocito de tiza y dibujó rápidamente la gran semiesfera en que se encontraba el cohete. Sintió posada sobre él la inmóvil mirada azul pálida y dibujó cada vez más rápidamente. Cuando acabó, se volvió al doble, le miró fijamente a los ojos, golpeó con el dedo la pizarra, borró con la esponja y siguió dibujando. La pared de la semiesfera, todavía intacta. La pared y delante el protector. El cañón del protector y a continuación el proyectil lanzado. Buscó un trozo de tiza lila, emborronó con ella una parte de la pared delante del protector y frotó la tiza con el dedo, de modo que surgió una abertura. La figura del doble. Se acercó a él, que seguía recostado en el suelo, le tocó el torso, regresó a la pizarra, golpeó con la tiza el dibujo de su figura, lo borró todo con tal vehemencia que salpicó el suelo de agua, trazó de nuevo rápidamente la brecha de la pared rodeada de un profundo color lila y, en la brecha, el doble. Luego borró todo lo que había alrededor. En la pizarra sólo quedó el dibujo del doble. El físico se colocó de tal forma que el doble pudiera ver todos sus movimientos y comenzó a frotar las piernas de la figura erguida con la tiza lila convertida en polvo. Dio media vuelta. El torso pequeño del doble, que estaba recostado en los cojines de goma previamente hinchados por el doctor, se estiró lentamente. Su rostro redondeado y simiesco apartó de la pizarra los ojos, en los que aparecía un destello inteligente, y los dirigió con expresión interrogativa al físico.

Éste asintió, tomó una cajita de hojalata y un par de guantes protectores y salió corriendo del laboratorio. En el túnel estuvo a punto de chocar con el autómata, que le hizo sitio apenas le reconoció. Corrió hacia arriba, se fue poniendo los guantes a la carrera y se precipitó hacia la brecha incendiada por el protector. Cayó de rodillas ante el pequeño cráter, recogió, a toda prisa, trozos de arena vitrificados y solidificados por el calor y los echó en la cajita. Se puso en pie de un salto y regresó corriendo a la nave. Había alguien en el laboratorio. El físico parpadeó cegado. Era el cibernético.

— ¿Dónde está el doctor? — preguntó.

— No ha vuelto todavía.

— Quítate de ahí. Es mejor que te pongas allí, junto a la pared.

Tal como había esperado, la arena vitrificada presentaba un color lila blanquecino. Justamente por eso había elegido el físico una tiza del mismo color. El doble volvió el rostro hacia él. Era evidente que había estado esperando su regreso.

El físico sacudió en el suelo, delante de la pizarra, el contenido de la cajita.

— ¡Estás loco! — gritó el cibernético y saltó desde su sitio.

El contador, situado en el otro extremo de la mesa, comenzó a vibrar rápidamente.

— ¡Estate quieto y no me molestes, por favor!

La voz del físico sonaba tan furiosa que el cibernético se quedó inmóvil, junto a la pared, como si hubiera echado raíces.

El físico lanzó una ojeada al reloj. Habían pasado doce minutos. El doctor podía regresar de un momento a otro. Se inclinó y señaló los oscuros fragmentos color lila de la arena semifundida. Tomó un puñado y con la mano abierta lo oprimió sobre el lugar donde aparecían dibujadas con tiza lila las piernas de la figura erguida, trituró unos pocos granos de arena sobre el dibujo y miró al doble a los ojos. Luego arrojó el resto al suelo, retrocedió algunos pasos y a continuación caminó decididamente hacia adelante, como si quisiera seguir avanzando, pero al llegar al centro de la mancha lila se detuvo unos momentos, cerró los ojos y se dejó caer lentamente, con los músculos fláccidos. Su cuerpo chocó pesadamente contra el suelo. Permaneció tendido algunos instantes, luego se puso en pie, corrió hacia la mesa, tomó el contador Geiger, se lo puso delante como si fuera un proyector y se acercó a la pizarra. Apenas la boca del negro cilindro se acercó a las piernas dibujadas con la tiza, pudo percibirse una aguda vibración. El físico acercó y alejó varias veces el contador de la pizarra para repetir el efecto ante el doble, que le miraba inmóvil. Luego se dirigió hacia él y deslizó lentamente el extremo del contador por las desnudas plantas de sus pies. El contador crepitó.

El doble emitió un débil sonido, como si tragara algo. Durante algunos segundos — que al físico le parecieron una eternidad— le miró a los ojos con una mirada pálida e interrogante. La frente del físico estaba perlada de sudor. De pronto, el doble relajó su torso, cerró los ojos y se dejó caer desmayadamente sobre los cojines; los pequeños y nudosos dedos se distendieron extrañamente. Estuvo así, inmóvil, como muerto, durante algún tiempo. Luego, inesperadamente, abrió los ojos, se enderezó y miró fijamente al físico.

Éste asintió, colocó el aparato sobre la mesa, empujó con el pie la pizarra y dijo sordamente al cibernético:

— Ha comprendido.

— ¿Qué es lo que ha comprendido? — farfulló el cibernético, que había seguido enervado toda la escena.

— Que va a morir.

El doctor entró, vio la pizarra y los granos vitrificados en el suelo, y los miró.

— ¿Qué ha pasado? ¿Qué significa esto?

— Nada especial. Que ahora tienes dos pacientes.

El doctor le contempló estupefacto. Entonces el físico tomó con gesto indiferente el contador de la mesa y dirigió el extremo hacia su cuerpo. El polvo radiactivo había penetrado en el tejido del traje. El contador rechinó terriblemente.

El rostro del doctor enrojeció. Durante algunos instantes permaneció inmóvil. Parecía que de un instante a otro iba a arrojar contra el suelo la jeringuilla que tenía en la mano. Poco a poco, la sangre refluyó de su cara.

— ¿Sí? — dijo —. Está bien, ven conmigo.

Apenas abandonaron el laboratorio, el cibernético se puso el traje protector y sacó el semiautomático de limpieza del nicho de la pared para que recogiera el resto de los terrones vitrificados. El doble seguía tumbado inmóvil y contemplaba la actividad. A veces tosía débilmente. Al cabo de diez minutos regresaron el físico y el doctor. El físico vestía ropas de lino blanco. El cuello y las manos estaban cubiertos de gruesas vendas.

— Todo en orden — dijo, casi festivamente, al cibernético —. Nada especial. Primer grado o quizá ni siquiera eso.

El doctor y el cibernético trataron de poner en pie al doble. Cuando éste comprendió lo que querían, se levantó y abandonó obedientemente el laboratorio.

— ¿Y a qué viene todo esto?

El cibernético recorría nerviosamente la sala de un extremo a otro, apuntando las negras fauces del contador hacia todos los ángulos y rincones. De vez en cuando la vibración se hacía más rápida.

— Ya lo verás — dijo tranquilamente el físico —. Si tiene la cabeza en su sitio, lo verás.

— Pero, ¿por qué no te pusiste el traje protector? ¿Es que no podías esperar ni un minuto?

— Tenía que mostrárselo del modo más sencillo posible — respondió el físico —. Con la mayor naturalidad, sin aspavientos, ¿comprendes?

Callaron. La aguja del reloj de pared se deslizaba lentamente. El cibernético se sentía somnoliento. El físico intentaba extraer torpemente, con los dedos que sobresalían de las vendas, un cigarrillo. Con la bata manchada, el doctor se precipitó en la habitación. Se dirigió furioso al físico:

— ¡Has sido tú! ¿Qué has tramado con él?

— ¿Qué ocurre?

El físico levantó la cabeza.

— No quiere permanecer echado. Apenas le pongo las vendas, se levanta y se dirige a la puerta. ¿Qué le has…? — dijo, un poco más calmado.

Entró el doble. Cojeaba torpemente. Arrastraba por el suelo el extremo de un rollo de vendas de gasa.

— No puedes curarle contra su voluntad — replicó fríamente el físico. Arrojó el cigarrillo al suelo, se irguió y lo apartó con el pie —. Vamos a tomar el calculador de la sala de navegación, ¿de acuerdo? Tiene el máximo campo de extrapolación.

Ahora se dirigía al cibernético, que se encogió de hombros, se levantó, miró medio adormilado y salió rápidamente. Dejó la puerta abierta. El doctor estaba de pie, en el centro del laboratorio, con los puños apretados hundidos en los bolsillos de su bata. Miró al gigante, que se acercaba lentamente, y lanzó un suspiro.

— ¿Lo sabes ya? — preguntó —. ¿Lo sabes, verdad?

El doble tosió.

Los otros tres hombres habían dormido durante todo el día. Cuando se despertaron casi caía ya el crepúsculo. Fueron a la biblioteca. Ante su mirada se ofrecía un espectáculo estremecedor. La mesa, el suelo, todos los asientos libres estaban cubiertos por montones de libros, mapas, álbumes abiertos. Cientos de hojas repletas de dibujos aparecían desparramadas por el piso, piezas de aparatos mezcladas con libros, clavijas de colores, latas de conserva, platos, vidrios ópticos, aritómetros, bobinas. La pizarra estaba apoyada en la pared, y a su alrededor fluía agua caliza. Los hombros, los dedos y las rodillas de los tres hombres estaban manchados de tiza. Se hallaban sentados frente al doble, sin afeitar, con los ojos enrojecidos, y bebían grandes tazas de café. En el centro, donde antes estaba la mesa, se alzaba ahora el gran calculador electrónico.

— ¿Cómo van las cosas? — preguntó, en el umbral, el coordinador.

— Magníficamente. Hemos fijado ya mil seiscientos conceptos — contestó el cibernético.

El doctor se puso en pie. Todavía llevaba la bata blanca.

— Me han obligado, aunque tiene contaminación radiactiva — señaló al doble.

— ¡Contaminación!

El coordinador cerró la puerta a sus espaldas.

— ¿Qué significa eso?

— Entró por la brecha radiactiva del muro — explicó el físico.

Puso la taza de café a un lado y se inclinó de nuevo ante el aparato.

— En estos momentos tiene un diez por ciento menos de leucocitos que hace siete horas — informó el doctor —. Degeneración hialina, igual que en los seres humanos. Quise aislarle, necesitaba reposo, pero no quiere tratamientos. El físico le ha dicho que todo eso no sirve de nada.

— ¿Es cierto?

El coordinador se dirigía al físico, que hizo un signo de asentimiento, sin apartarse del silbante aparato.

— ¿Y…, no se le puede salvar? — preguntó el ingeniero.

El doctor se encogió de hombros.

— No lo sé. Si se tratara de un hombre, diría que tiene un treinta por ciento de posibilidades a favor. Pero no es un hombre. Es un poco apático. Pero también puede tratarse de agotamiento, porque no ha dormido. ¡Si pudiera aislarle!

— Pero, ¿qué más quieres? ¿Es que vas a hacer con él lo que se te antoje? — dijo el físico, sin volver la cabeza siquiera.

Manipulaba el aparato sin cesar, con sus manos vendadas.

— ¿Y a ti qué te ha ocurrido? — preguntó el coordinador.

— Le he explicado que tiene contaminación radiactiva.

— ¿Se lo has explicado con esa exactitud? — gritó el ingeniero.

— No tuve más remedio.

Callaron durante algún tiempo.

— Ya no se puede cambiar nada — dijo con lentitud el coordinador —. Para bien o para mal, ha sucedido así. Por lo demás, ¿se han enterado de algo?

— De muchísimas cosas — dijo el cibernético —. Ahora domina una gran cantidad de nuestros símbolos, sobre todo matemáticos. De hecho, dominamos la teoría de la información. Donde peor han ido las cosas ha sido con su escritura eléctrica. Sin un aparato especial, no la podemos aprender, y no tenemos ni el aparato ni tiempo para fabricarlo. ¿Recuerdan aquellas piezas introducidas en sus cuerpos? Pues son sencillamente mecanismos para escribir. Cuando un doble llega al mundo, se le inserta ese tubito, lo mismo que entre nosotros, en el pasado, se les hacía a las niñas un agujero en los lóbulos de las orejas. A ambos lados del cuerpo mayor poseen órganos eléctricos. Por eso es tan grande. En cierto modo, es el cerebro y, al mismo tiempo, una batería de plasma. La batería transmite directamente las cargas al «conducto de la escritura». En este doble, el conducto acaba en esos alambres del cuello, pero es diferente en cada uno. Por supuesto, tienen que aprender a escribir. Esta operación de implantación de los alambres, practicada durante milenios, ahora es sólo una fase preparatoria.

— Entonces, ¿es verdad que no puede hablar? — preguntó el químico.

— ¡Ah, sí! La tos que han oído es su modo de hablar. Una sola tos es una frase entera, pronunciada con gran rapidez. Lo hemos grabado en una cinta. Se descompone en una escala de frecuencias.

— ¡Vaya, es eso! Una lengua basada en el principio de la frecuencia modulada de las oscilaciones de la voz.

— Más bien sonidos. No tiene voz. Con los tonos sólo expresa sentimientos, situaciones emocionales.

— ¿Y los órganos eléctricos? ¿Son sus armas?

— No lo sé. Pero podemos preguntárselo.

Se inclinó, sacó de entre los papeles una gran plancha, en la que podía verse una sección vertical esquemática del doble, señaló las dos formas segmentadas longitudinales de su interior, acercó el micrófono a los labios, y preguntó:

— ¿Armas?

Por el altavoz que habían colocado al otro lado, frente al gigante acostado en el suelo, se oyó una especie de graznido. El doble, que había elevado un poco el torso pequeño cuando entraron los otros, permaneció en silencio algunos momentos y luego tosió.

— Armas, no — desgranó el altavoz —. Numerosos movimientos planetarios en otro tiempo. Arma.

El doble tosió de nuevo.

— Órgano rudimentario — evolución biológica — adaptación secundaria — civilización, — crepitó el altavoz, sin la menor inflexión.

— Fíjate — murmuró el ingeniero. El químico escuchaba atentamente, con los ojos entornados.

— Increíble — susurró el coordinador —. ¿Y qué pasa con sus conocimientos científicos?

— Son muy curiosos desde nuestro punto de vista.

El físico se levantó.

— No puedo eliminar ese maldito ruido — observó, dirigiéndose al cibernético.

— Grandes conocimientos en el campo de la física clásica — prosiguió—: óptica, electricidad. Mecánica en conexión específica con la química, algo así como química mecánica. En este campo han obtenido interesantes resultados.

— ¿Sí?

El químico se acercó un poco más.

— Los detalles, más tarde. Lo hemos registrado todo, no te preocupes. En la otra dirección, y a partir de esta base, han llegado a la teoría de la información. Pero se les ha prohibido profundizar en el estudio, salvo en algunos casos concretos. Su situación es peor en el campo de la investigación atómica, en especial en la química nuclear.

— Un momento, ¿qué es eso de prohibido? — preguntó asombrado el ingeniero.

— Sencillamente, que no pueden realizar investigaciones en este campo.

— ¿Quién lo ha prohibido?

— Es una cuestión muy complicada y por ahora no sabemos mucho sobre este asunto — apuntó el doctor —. Desconocemos casi todo de su dinámica social.

— En mi opinión — dijo el físico—, les ha faltado estímulo para la investigación nuclear. Tienen toda la energía que necesitan.

— Primero vamos a poner en claro una cosa. ¿Qué es eso de la prohibición de investigar?

— Siéntense, vamos a seguir preguntando — dijo el cibernético.

El coordinador quiso hablar por el micrófono, pero el cibernético le apartó.

— Espera, el problema es que a medida que se complica la construcción de la frase, el calculador tropieza con crecientes dificultades gramaticales. Además, parece que el analizador de sonidos tiene poca capacidad selectiva. A menudo nos encontramos con auténticos jeroglíficos. Lo van a ver ahora mismo.

— Ustedes son muchos en el planeta — dijo el físico clara y lentamente —. ¿Cuál es la estructura dinámica de ustedes, los que son muchos, en este planeta?

El altavoz crepitó dos veces. El doble vaciló algún tiempo antes de dar la respuesta. Luego tosió roncamente.

— La estructura dinámica — doble. Las relaciones — doble — farfulló el altavoz —. La sociedad — dirigida — central — todo el planeta.

— Magnífico — exclamó el ingeniero.

Al igual que los otros dos que acababan de incorporarse, se sentía muy excitado. Los tres restantes estaban sentados, inmóviles y con rostros indiferentes, tal vez debido al cansancio.

— ¿Quién gobierna la sociedad? ¿Quién está en la cumbre? ¿Un individuo o un grupo? — preguntó el coordinador ante el micrófono.

El altavoz crujió, se oyó un prolongado zumbido y en la pantalla del aparato brilló varias veces una aguja roja.

— No pueden plantearse así las preguntas — se apresuró a explicar el cibernético —. Si dices «en la cumbre», hablas en sentido figurado, y en el vocabulario del calculador no hay una expresión equivalente. Espera, voy a intentarlo.

Se inclinó hacia adelante:

— ¿Cuántos están en el timón de la sociedad? ¿Uno? ¿Algunos? ¿Un gran número?

Se oyeron unos ruidos roncos por el altavoz.

— ¿Es que no dices «timón» en sentido figurado? — preguntó el coordinador.

El cibernético movió la cabeza.

— Es un concepto de la teoría de la información.

Tuvo tiempo de responder, porque ya se oía la respuesta del doble y el altavoz declaraba con sonidos rítmicamente divididos:

— Uno — algunos — muchos — timón — no conocido. No — conocido, — repitió.

— ¿Cómo que no conocido? ¿Qué significa eso? — preguntó asombrado el coordinador.

— Lo vamos a averiguar ahora mismo.

— ¿No conocido por ti o no conocido por nadie en el planeta? — dijo el micrófono.

El doble respondió y el calculador tradujo por el altavoz:

— Relación — dinámica — doble. Primero — es — conocido. Después — no es — conocido.

— No entiendo absolutamente nada.

El coordinador miró a los demás.

— Un momento — pidió el cibernético.

El doble acercó de nuevo la cara al micrófono y tosió varias veces. El calculador tradujo:

— Muchas revoluciones del planeta — antes — dirección central distribuida. Pausa. Un doble — un timón. Pausa. Ciento trece revoluciones del planeta es así. Pausa. Ciento once revoluciones del planeta un doble — timón — muerte. Ciento doce revoluciones del planeta — un doble — timón — muerte. Pausa. Otro — timón — muerte. Pausa. Uno-uno — muerte. Pausa. Luego — un doble timón — no conocido — quién. No conocido — quién — timón. Conocido — timón — central. Pausa. No conocido — quién — timón. Pausa.

— Es un auténtico rompecabezas — dijo el coordinador —. ¿Qué sacan ustedes de todo esto?

— Nada de rompecabezas — replicó el cibernético —. Ha dicho que hasta el año ciento trece, contando hacia atrás a partir de este momento, tuvieron un gobierno central compuesto por varias personas. «Dirección central distribuida». Luego vinieron gobiernos de un solo individuo. Supongo que como en las monarquías o las tiranías. En los años ciento doce y ciento once (contados a partir de este momento, ahora es el año cero) se registraron violentas revoluciones palatinas. En el curso de dos años hubo cuatro gobernantes y la muerte puso fin a su gobierno. Evidentemente, no fue una muerte natural. Apareció entonces un nuevo gobernante, pero no se sabe quién fue. Se sabía que existía. Pero no se sabía quién era.

— Entonces, ¿un gobernante anónimo? — preguntó asombrado el ingeniero.

— Eso parece. Vamos a intentar averiguar nuevos datos.

Se volvió al micrófono:

— Ahora se sabe que hay un individuo en el timón de la sociedad, pero no se sabe quién es. ¿Es así? — preguntó.

El calculador carraspeó algo ininteligible, el doble tosió, pareció dudar, volvió a toser repetidas veces y al fin el altavoz respondió:

— No. No así. Pausa. Sesenta revoluciones del planeta — conocido, un doble timón central. Pausa. Luego conocido, nadie. Pausa. Nadie. Nadie timón central. Así conocido. Nadie timón. Pausa.

— Ahora tampoco yo entiendo nada — confesó el físico.

El cibernético estaba sentado delante del aparato. Se inclinó, mordiéndose los labios.

— Un momento. La información general es que no existe un poder central, ¿es así? — dijo ante el micrófono —. Y la verdad es que existe un poder central. ¿Es así?

El calculador se comunicó con el doble mediante carraspeantes sonidos. Con la cabeza vuelta hacia el altavoz, esperaron.

— Ésa es la verdad. Sí. Pausa. Quien información-hay timón central — ese es — no es. Quien así información — ese es, no es. Es antes, luego no es.

Se miraron en silencio.

— Quien diga que hay una autoridad, deja de existir. ¿Es eso lo que ha dicho?

El cibernético hizo un signo de asentimiento.

— ¡Pero eso es imposible! — exclamó el ingeniero —. La autoridad tiene una sede, debe promulgar decretos, dictar leyes, debe contar con órganos ejecutivos en la base de la jerarquía (el ejército). De hecho, hemos topado con seres armados.

El físico le puso la mano sobre el brazo. El ingeniero calló. El doble tosió durante largo rato. El verde ojo del calculador susurró, zumbó. En el aparato se dejó oír un zumbido. El altavoz anunció:

— Información — doble. Pausa. Una información — quién es. Pausa. Segunda información — quién — el que es antes, luego no es. Pausa.

— ¿Hay información bloqueada? — preguntó el físico en el micrófono —. Quien hace preguntas acerca de esta información corre peligro de muerte. ¿Es así?

De nuevo pudo oírse, en el otro extremo del aparato, el crujido del altavoz y la tos del doble.

— No, no así — contestó el calculador con su voz monótona. Seguía cortando las palabras en secuencias rítmicas —. El que es una vez, luego no es — no muerto. Pausa.

Dejaron escapar un suspiro.

— Así entonces, no se trata de una sentencia de muerte — exclamó el ingeniero —. Pregúntale qué le sucede entonces — pidió al cibernético.

— Me temo que no va a ser posible — respondió.

Pero el coordinador y el ingeniero insistieron. Advirtió:

— ¿Qué futuro tiene el que difunde información bloqueada? — preguntó al micrófono.

El ronco diálogo del calculador con el doble, que yacía inmóvil, se prolongó durante algún tiempo. Al final, el altavoz desgranó:

— Quien esa información es incorporado grupo autodirigido grado desconocido probabilidad degeneración ámbito. Pausa. Efecto acumulativo falta concepto adaptación esta necesidad lucha retardación de la fuerza potencial falta concepto. Pausa. Pequeño número revoluciones planeta muerte. Pausa.

— ¿Qué ha dicho? — preguntaron al unísono el químico, el coordinador y el ingeniero.

El cibernético se encogió de hombros.

— No tengo la menor idea. Ya les he dicho que no se puede hacer así. El problema es demasiado complicado. Tenemos que avanzar paso a paso. Sospecho que no es envidiable el destino de un individuo así. Le espera una muerte prematura; la última frase lo ha dicho claramente, pero ignoro el mecanismo de este proceso. Ciertos grupos autodirigidos. Pueden elaborarse muchas hipótesis sobre este tema, pero estoy harto de combinaciones caprichosas.

— Bien — dijo el ingeniero —. Pregúntale entonces por la fábrica del norte.

— Ya lo hemos hecho — contestó el físico —. También es un asunto complicado. Sobre esto tenemos la siguiente teoría…

— ¿Cómo una teoría? ¿No les ha respondido con claridad? — interrumpió el coordinador.

— No. También se trata de un fenómeno de rango superior. Respecto de la fábrica, fue abandonada a sí misma cuando se inició la producción. De eso estamos bien seguros. Pero no están tan claras las razones por las que lo hicieron. Hace aproximadamente cincuenta años pusieron en marcha un programa de reconstrucción biológica para modificar las funciones corporales, y quizás también de las formas del cuerpo. Un asunto oscuro. Durante varios años, casi toda la población fue sometida a una serie de intervenciones. Al parecer, no se trataba de modificar a aquella generación, sino más bien a la siguiente, mediante mutaciones controladas de las células de la reproducción. Así es como lo interpretamos nosotros. En el campo de la biología es muy difícil la comunicación.

— ¿Qué clase de transformación andaban buscando? ¿En qué sentido? — preguntó el coordinador.

— No hemos podido averiguarlo — dijo el físico.

— Pero algo sí sabemos ya — replicó el cibernético —. Entre ellos, la biología, y en particular la investigación de los procesos vitales, tiene un carácter singular, que parece ser doctrinario, y en todo caso distinto del de otros campos de la ciencia.

— Tal vez sea religioso — intervino el doctor —. Convendría no perder de vista que su fe es más bien un sistema de preceptos y reglas relativos a la vida temporal y que no contiene elementos trascendentales.

— ¿Nunca han creído en un Creador? — preguntó el coordinador.

— No lo sabemos. Ten en cuenta que el calculador no puede fijar de forma clara e inequívoca conceptos abstractos, como fe, dios, moral, alma. Hemos tenido que proponerle un montón de preguntas concretas, y, a partir de la masa de respuesta, de los malentendidos y de la equivalencia parcial de los significados, hemos intentado hacer una extrapolación racional y generalizada. A mi entender, lo que el doctor llama religión son costumbres que se han acumulado, como capas, a lo largo de la historia.

— Pero, ¿qué tienen que ver la religión o la tradición con las investigaciones biológicas? — preguntó el ingeniero.

— Eso es precisamente lo que no podemos determinar. En cualquier caso, existe una conexión muy estrecha.

— ¿No habrán intentado adaptar determinados hechos biológicos a sus prejuicios?

— No. El asunto es mucho más complicado.

— Volvamos a los hechos — propuso el coordinador —. ¿Qué consecuencias tuvo la implantación del programa biológico?

— Las consecuencias fueron la aparición de individuos sin ojos y de otros con un número de ojos variable, de individuos sin capacidad de supervivencia, degenerados, sin nariz, y además un considerable número de minusválidos psíquicos.

— ¡Ah, ya! Nuestro doble y todos los demás.

— Sí. Evidentemente, habían partido de una falsa teoría. En el transcurso de unas pocas decenas de años aparecieron decenas de miles de mutantes deformados, mutilados. La sociedad sigue padeciendo todavía hoy las trágicas consecuencias de aquel experimento.

— ¿Se ha abandonado el programa?

— Apenas le hemos preguntado sobre esto — confesó el cibernético, y se dirigió al micrófono.

— ¿Existe todavía el programa de modificación biológica? ¿Qué futuro tiene?

Durante algún tiempo pareció como si el calculador discutiera, crepitando, con el doble, que se limitaba a emitir un débil carraspeo.

— ¿No se encuentra bien? — preguntó en voz baja el coordinador al doctor.

— Mejor de lo que yo esperaba. Está agotado, pero antes no quería irse de aquí. Ni siquiera puedo hacerle una transfusión, porque la sangre de nuestro otro doble aniquila sus leucocitos. Evidentemente…

— ¡Chisst! — susurró el físico.

El altavoz rechinó con un sonido ronco:

— El programa es — no es. Pausa. Ahora programa antes — no era. Pausa. Ahora mutaciones enfermedad. Pausa. Información verdadera — programa era — ahora no es.

— No entiendo absolutamente nada — confesó el ingeniero.

— Quiere decir que actualmente se niega la existencia del programa, como si nunca hubiera existido, y que, al parecer, las mutaciones son una especie de enfermedad. La verdad es que el programa se puso en marcha, pero luego fue abandonado. Sólo que se ocultó el fracaso de cara a la opinión pública.

— ¿Quién?

— La autoridad supuestamente inexistente.

— Un momento — intervino el ingeniero —. ¿Cómo hay que entender eso? Cuando dejó de existir el último gobernante anónimo, se inició un período de cierta anarquía, ¿no es así? Entonces, ¿quién introdujo el programa?

— Lo has oído tú mismo. Nadie. No hubo tal programa. O, por lo menos, eso es lo que se dice hoy.

— Ahora sí, pero hace cincuenta años o más…

— Entonces lo presentaron de otra forma.

— No. Es sencillamente incomprensible.

— ¿Por qué? No ignoras que también en la Tierra ocurren ciertas cosas que no se mencionan en público, pero que todo el mundo sabe que existen. La convivencia social sería imposible sin una cierta dosis de hipocresía. Lo que entre nosotros es un fenómeno marginal, es aquí la corriente principal.

— Todo esto parece complicado e increíble — dijo el ingeniero —. ¿Y qué tiene que ver con la fábrica?

— Tenía que producir algo relacionado con el programa y su ejecución, tal vez los instrumentos para las intervenciones o quizá objetos que no eran necesarios entonces, pero que deberían ser de utilidad para las futuras generaciones «modificadas». De cualquier forma, son sólo suposiciones — concluyó el cibernético con énfasis —. No sabemos qué es lo que realmente deseaban producir.

— Seguramente hubo más de una fábrica de este tipo.

— ¿Hubo pocas o muchas fábricas para el programa biológico? — preguntó el cibernético al micrófono.

El doble tosió y el calculador respondió casi al instante:

— No sabido. Fábricas probablemente muchas. Pausa. Información no hay fábricas.

— Un orden social verdaderamente espantoso — exclamó el ingeniero.

— ¿Y por qué? ¿No has oído hablar de secretos militares y cosas parecidas?

— ¿Con qué clase de energía funcionaban las fábricas? — preguntó el ingeniero al cibernético.

Lo dijo tan cerca del micrófono que el calculador tradujo inmediatamente la pregunta. El altavoz vibró algunos instantes, y luego recitó:

— Anorgánico falta concepto. Bio, bio. Pausa. Entropía constante bio sistema.

El resto se perdió en un zumbido cada vez más alto. Sobre la escala brilló una luz roja.

— Lagunas de vocabulario — explicó el cibernético.

— ¿Qué te parece si le conectamos en polivalente? — propuso el físico.

— ¿Para qué? ¿Para que empiece a hablar como un esquizofrénico?

— A lo mejor entonces podemos entender más cosas.

— ¿De qué se trata? — preguntó el doctor.

— Quiere reducir la capacidad de elección del calculador — explicó el cibernético —. Si la escala conceptual de una palabra no es exacta, el calculador responde que falta el concepto. Si le conecto en polivalente, se contaminará. Formará conglomerados de palabras que no existen en ninguna lengua humana.

— Pero de este modo nos acercaríamos a su lenguaje — replicó obstinadamente el físico.

— Podríamos intentarlo.

El cibernético cambió la clavija. El coordinador contemplaba preocupado al doble, que yacía con los ojos cerrados. El doctor se acercó a él, le examinó durante algún tiempo y luego regresó a su puesto sin pronunciar una sola palabra.

El coordinador dijo al micrófono:

— Al sur de este lugar, de aquí, hay un valle. Allí hay edificios altos, en los edificios hay esqueletos, en los alrededores, en la tierra, hay tumbas. ¿Qué es esto?

— Un momento. Tumba no significa nada.

El cibernético acercó el brazo flexible del micrófono:

— Al sur (construcción arquitectónica, cerca de ella), cuerpos muertos en hoyos, en la tierra. Dobles muertos. ¿Qué significa esto?

Ahora el calculador intercambió sonidos chirriantes con el doble durante más tiempo. Observaron que, por primera vez, parecía que la máquina preguntaba algo por su cuenta. Al final, el altavoz contestó monótonamente:

— Dobles ningún trabajo físico. Pausa. Órgano eléctrico trabajo sí, pero aceleroinvolución degeneración abuso. Pausa. El sur una ejemplificación de procrústica autodirigida. Pausa. Biosociocortocircuito antimuerte. Pausa. Aislamiento social ninguna violencia, ninguna coacción. Pausa. Decisión voluntaria. Pausa. Microadaptación del grupo autoimpulso central producción si no. Pausa.

— ¡Ahí lo tienes! — el cibernético miraba agriamente al físico —. «Autoimpulso central», «antimuerte», «biosociocortocircuito»… Te lo había advertido. ¿Qué sacas en limpio?

— Vamos a tomarlo con calma.

El físico alzó la mano.

— Esto tiene algo que ver con trabajos forzados.

— No es cierto. Ha dicho «no violencia, no coacción», «decisión voluntaria».

— ¿Sí? Entonces vamos a preguntarle otra vez.

El físico atrajo hacia sí el micrófono:

— No entendido. Responde, responde muy sencillamente. ¿Qué hay en el sur, en el valle? ¿Una colonia? ¿Un grupo de presidiarios? ¿Aislamiento? ¿Producción? ¿Qué clases de producción? ¿Quién produce? ¿Qué? ¿Y para qué? ¿Con qué fin?

Una vez más, el calculador se comunicó con el doble. La tarea exigió cerca de cinco minutos. Luego dijo:

— Microgrupo aislamiento libre decisión interadhesión. No coacción. Pausa. Cada doble contrapuesto microgrupo aislamiento. Pausa. Relaciones principales autoimpulso centrípeto. Pausa. Eslabón irodio. Pausa. Quien culpa, castigo. Pausa. Quien castigo, microgrupo de aislamiento libre decisión. Pausa. ¿Qué es microgrupo de aislamiento? Pausa. Interrelaciones poliindividuales inversas acoplamiento irodio autocontención irodio autocontención. Pausa. Circulación interna sociopsicológica. Antimuerte. Pausa.

— ¡Un momento! — gritó el cibernético, al ver que los demás se mostraban inquietos —. ¿Qué significa «autocontención»? ¿Qué clase de contención?

— Autoconservación — murmuró el calculador, sin dirigirse esta vez al doble.

— ¡Ah! ¡El instinto de conservación! — gritó el físico, y el calculador asintió:

— Instinto de conservación. Sí. Sí.

— ¿Quieres decir que entiendes lo que ha dicho?

El ingeniero se había puesto en pie de un salto y paseaba agitado de un punto a otro.

— No sé si lo entiendo, pero me hago una idea. Al parecer, se trata de partes integrantes de su sistema punitivo. Evidentemente, había algún tipo de microsociedades, grupos autónomos que, en cierto modo, se mantenían en jaque entre sí.

— ¿Y cómo? ¿Sin centinelas? ¿Sin controladores?

— Sí. Ha dicho expresamente que no hay coacción.

— ¡Eso es imposible!

— ¿Por qué? Imagínate dos hombres, el uno tiene las cerillas y el otro tiene la caja. Pueden odiarse, pero si quieren tener fuego, no les queda más remedio que cooperar. Irodio, esto suena a ira más odio, o algo parecido. La cooperación surge en el grupo a consecuencia de los acoplamientos de reversión, como en mi ejemplo, aunque no de forma tan simple. La coacción surge por sí misma, la provoca, por así decirlo, la situación interna del grupo.

— Está bien, pero, ¿qué hacen allí? ¿A qué se dedican? ¿Quién está en esas tumbas? ¿Por qué?

— ¿No has oído lo que ha dicho el calculador? «Procrústica»: del lecho de Procrustes.

— ¡Tú deliras! ¿Cómo ha podido el doble oír hablar de Procrustes?

— El calculador, no el doble. Elige los conceptos que, dentro del espectro semántico, tienen una resonancia más cercana. Allí, en esos grupos, se lleva a cabo un trabajo agotador. Es posible que sean trabajos sin objeto y sin sentido. Dijo «producción si no». Es decir, que producen, y tienen que hacerlo, porque se trata de un castigo.

— ¿Por qué tienen que hacerlo? ¿Quién les obliga, si no hay controladores?

— Eres más terco que una mula. Que haya o no producción es algo que no aseguro, pero es la situación misma la que produce la coacción. ¿No has oído hablar de situaciones forzosas? En un barco que se está hundiendo, por ponerte un ejemplo, tienes pocas posibilidades de elección. Tal vez a lo largo de toda su vida hayan tenido bajo sus pies la cubierta de un barco a punto de naufragar… Como les molesta el trabajo físico, sobre todo el agotador, se produce un «biocortocircuito», quizá dentro de aquel órgano eléctrico.

— Dijo «biosociocortocircuito». Tiene que ser una cosa diferente.

— Pero de significación parecida. En el grupo hay una adhesión, una fuerza de atracción mutua, es decir, que un grupo aislado de la sociedad depende en cierto modo de sí mismo.

— Todo esto es terriblemente oscuro. ¿Qué hacen allí?

— ¿Qué quieres que te diga? No sé más que tú. En nuestra conversación se producen malentendidos, desviaciones de los conceptos, no sólo por nuestra parte, sino también entre el calculador y el doble. A lo mejor tienen una disciplina científica especial: la «procrústica», una teoría de la dinámica de estos grupos. Planifican desde arriba el tipo de acciones, de conflictos y de atracciones mutuas en su campo. Las funciones están distribuidas y planificadas de tal modo que se produce un equilibrio específico, un equilibrio, un intercambio de ira, miedo y odio, para que estos sentimientos se fusionen, pero sin que, al mismo tiempo, puedan hallar un lenguaje común con nadie fuera del grupo.

— Estas son tus variaciones privadas de las manifestaciones esquizofrénicas del calculador, pero no una traducción — exclamó el químico.

— Pues entonces ocupa tú mi sitio. A lo mejor tienes más suerte.

Permanecieron en silencio durante algún tiempo.

— Está totalmente agotado — dijo el doctor —. A lo sumo, una o dos preguntas más. ¿Quién quiere hacerlas?

— Yo — dijo el coordinador —. ¿Cómo has conocido nuestra presencia?

— Información — meteorito — nave — respondió el calculador, tras haber intercambiado algunos cortos y chirriantes sonidos con el doble —. Nave — de otros planetas — rayos cósmicos — degeneración de seres vivos. Pausa. Causar muerte. Pausa. Muro de vidrio con objetivo liquidación. Pausa. Observatorio. Pausa. Trueno. He tomado medidas. Dirección del ruido — Fuente del trueno — Centro de impacto cohete. Pausa. Vine cuando fue noche. Pausa. Esperé — protector abrió muro. Entré dentro. Estoy. Pausa.

— Anunciaron que había caído una nave con seres monstruosos, ¿no es así? — preguntó el ingeniero.

— Sí. Que habíamos degenerado bajo el influjo de radiaciones cósmicas. Y que se proponían encerrarnos, aislarnos, mediante la masa de vidrio. Hizo mediciones acústicas de la trayectoria de disparo, dio con su objetivo, y así nos ha encontrado.

— ¿No tenías miedo de los monstruos? — preguntó el coordinador.

— «Tener miedo» no significa nada. Un momento, ¿qué palabra dijo? ¡Ah, sí! Irodio. ¿Tal vez lo traduce así?

El cibernético repitió la pregunta en la extraña jerga del calculador.

— Sí — repitió el altavoz casi al instante —. Sí. Pero era una oportunidad única en un millón de revoluciones del planeta.

— Bien puedes decirlo. Todos y cada uno de nosotros habríamos hecho lo mismo.

El físico asintió comprensivamente.

— ¿Quieres quedarte con nosotros? Te curaremos. No habrá muerte — dijo el doctor lentamente —. ¿Te quedarás con nosotros?

— No — contestó el altavoz.

— ¿Quieres irte? ¿Quieres…, volver con los tuyos?

— Volver — no — respondió el altavoz.

Se miraron entre sí.

— Es cierto que no morirás. Te curaremos, seguro — exclamó el doctor —. Di, ¿qué quieres hacer cuando estés curado?

El calculador chirrió; el doble respondió con un breve sonido, casi inaudible.

— Cero — dijo el altavoz tras algunas vacilaciones. Y al cabo de un momento añadió, como si no estuviera seguro de haber sido entendido correctamente:

— Cero, cero.

— No quiere quedarse y no quiere irse — murmuró el químico —. ¿No estará delirando?

Contemplaron al doble. Sus pálidos ojos azules descansaban inmóviles en ellos. En el silencio oyeron su respiración, pesada y lenta.

— Ya basta — dijo el doctor, poniéndose en pie —. Salgan todos.

— ¿Y tú?

— Iré dentro de un rato. He tomado dos psiquedrinas. Puedo permanecer sentado con él un poco más.

Cuando los hombres se levantaron y se dirigieron a la puerta, el torso pequeño del doble, que hasta entonces había estado como sostenido por un invisible apoyo, se desplomó súbitamente. Sus ojos se cerraron y la cabeza cayó sin fuerza hacia atrás.

— Curioso. Le hemos hecho muchas preguntas. ¿Por qué no nos ha preguntado nada él? — reflexionó en voz alta el ingeniero, mientras caminaban ya fuera.

— No, antes nos hizo muchas preguntas — respondió el cibernético —. Se interesó por las condiciones imperantes en la Tierra, por nuestra historia, por el desarrollo de la astronáutica. Hablaba mucho más antes que llegaran ustedes.

— Debe encontrarse muy débil.

— Seguro. Ha recibido una dosis radiactiva fuerte. Y, por supuesto, también ha tenido que cansarle mucho el viaje por el desierto, sobre todo porque es bastante viejo.

— ¿Cuánto viven?

— Aproximadamente sesenta revoluciones del planeta, es decir, algo menos de sesenta años de los nuestros. Edén gira en torno a su sol más rápidamente que la Tierra. Pueden asimilar directamente varias sustancias anorgánicas.

— Eso es realmente extraordinario — dijo el ingeniero.

— ¡Es verdad! El primero sacó la tierra — gritó el químico, orgulloso porque se le hubiera ocurrido de nuevo la idea.

Permanecían todos en pie, como a punto de despedirse.

— Sí, pero se alimentaban así hace ya algunos milenios. Ahora es sólo un caso excepcional. ¿Recuerdan los delgados cálices de la llanura? Por decirlo de algún modo, son sus acumuladores de alimentos.

— ¿Son seres vivos?

— No lo sé. En todo caso, toman del suelo, según un principio de selección, sustancias que les sirven a los dobles de alimento, y las almacenan en el cáliz. Los hay de muchas clases.

— Sí, por supuesto. Seguro que los crían, o mejor dicho los cultivan — dijo el químico —. En el sur hemos visto plantaciones enteras de estos cálices. Pero, ¿por qué revolvía la arcilla el primer doble?

— Porque cuando cae la noche los cálices se hunden en el suelo.

— Pero tenía tierra de sobra por todas partes. ¿Por qué buscó precisamente la del cohete?

— A lo mejor porque ya estaba desmenuzada y tenía hambre. No hemos hablado de ello con nuestro doble astrónomo. Es posible que el primero viniera huyendo del sur.

— Bien, amigos, ahora tienen que ir a descansar — dijo el coordinador, volviéndose al físico y al cibernético y poniendo fin a la conversación —. Nosotros vamos a ponernos a trabajar. Son cerca de las doce.

— ¿Las doce de la noche?

— ¡Caray! Veo que has perdido por completo el sentido del tiempo.

— En estas circunstancias…

Oyeron pasos a sus espaldas. El doctor venía de la biblioteca. Le miraron interrogativamente.

— Se ha dormido — dijo —. No se encuentra bien. Cuando ustedes se fueron, creí que…

No completó la frase.

— ¿Has hablado con él?

— Sí, lo he hecho. Quiero decir, creo que he llegado a entenderle. Le pregunté si podíamos hacer algo por ellos. Por todos ellos.

— ¿Y qué te ha contestado?

— Cero — repitió lentamente el doctor, y creyeron estar oyendo la voz plana del calculador.

— Ahora que están todos aquí — dijo el coordinador, al cabo de unos momentos—, quiero aprovechar la ocasión para preguntarles si quieren partir.

— Sí — respondió el ingeniero.

— Sí — respondieron, casi al unísono, el físico y el químico.

— Sí — repitió de nuevo el químico.

— ¿Y tú? ¿No dices nada?

El coordinador miraba al doctor:

— Estoy pensándolo. Ya saben que nunca he sido demasiado curioso…

— Lo sé. Lo que te preocupa es cómo ayudarles. Pero ahora ya sabes que…

— No, no lo sé — dijo en voz baja el doctor.

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