Capítulo Decimocuarto

Una hora más tarde, el protector se deslizaba a través de la escotilla de carga. El ingeniero le dirigió, hasta situarle a unos doscientos metros de distancia del muro de cristal, cuyo borde superior se inclinaba hacia dentro, como una bóveda inacabada, y empezó a trabajar. La oscuridad huía con saltos enormes hacia el desierto. Las fulminantes líneas de corte, más resplandecientes que el sol, arrancaban fragmentos de la reflectante pared. Láminas incandescentes caían con estrépito al suelo. Una blanca humareda flotaba sobre aquel hervidero. El ingeniero dejó las láminas en el suelo para que se enfriaran y siguió cortando con el aniquilador, abriendo boquetes en la cúpula, de la que goteaban témpanos ardiendo. Largas filas de orificios rectangulares surgieron en la deslustrada y casi transparente cubierta, dibujando un ajedrez contra el cielo estrellado. El humo flotaba sobre la arena. En las arterias de la formidable pared de cristal se oían jadeos y gemidos, los fragmentos se cubrían de oscura incandescencia. Por último, el protector retrocedió hacia el cohete. El ingeniero comprobó desde lejos la radiación de los fragmentos. Los contadores zumbaron en señal de alarma.

— Tendríamos que esperar por lo menos cuatro días — dijo el coordinador —. Pero enviaremos al Negro y los purificadores.

— Perfecto. La radiactividad está sobre todo en la superficie. Un buen chorro de arena acabará pronto con ella. Reuniremos en algún lugar los trozos pequeños y los enterraremos.

— Sería mejor cargarlos en el tanque de popa.

El coordinador contemplaba fija y pensativamente el fulgor rojo de los residuos.

— ¿Tú crees? ¿Y para qué? — el ingeniero le miró asombrado —. No nos sirve de nada, es sólo carga inútil.

— Preferiría no dejar restos radiactivos… No conocen la energía atómica, y es mejor que sigan sin conocerla.

— Tal vez tengas razón — murmuró el ingeniero.

— Edén…, ¿sabes? — añadió pensativamente al cabo de unos instantes—, poco a poco me he ido haciendo una idea a base de las palabras de ese doble, de ese astrónomo, o más bien…, del calculador… Monstruoso.

— Sí — el coordinador asintió con un lento movimiento.

— Un abuso extremo de la teoría de la información, pero tan consecuente que provoca admiración. ¿Sabes? Ha resultado ser un instrumento que puede infligir torturas mucho más terribles que todos los tormentos físicos. Seleccionar, restringir, bloquear informaciones. Se podría construir así una «procrústica» geométricamente exacta, odiosa, tal como dijo el calculador.

— ¿Crees que ellos…, que él lo comprende?

— ¿Qué significa comprender? ¿Te refieres a si piensa que esta situación es normal? En cierto sentido, tal vez sí. No conoce otra cosa. Aunque se remite a la historia anterior, a la de los tiranos habituales y luego a la de los anónimos. Por tanto, posee una escala comparativa. Es absolutamente seguro que sin esta escala no habría podido decirnos nada.

— Si invocar las tiranías significa recordar tiempos mejores…, ¡muchas gracias!

— De todas formas. Se trata, en el fondo, de un proceso evolutivo coherente. Es evidente que a alguno de los tiranos se le ocurrió la idea que, dado el sistema de dominio imperante, el anonimato le podía reportar ventajas. Una sociedad que no puede concentrar la resistencia, que no puede dirigir sus sentimientos hostiles contra una persona concreta y determinada, es una sociedad inerme.

— ¡Ah! ¿Es así como lo entiendes? ¡El tirano sin rostro!

— Tal vez sea una falsa analogía, pero cuando, al cabo de algún tiempo, se formaron los fundamentos teóricos de su «procrústica», uno de sus sucesores siguió avanzando en aquella dirección. En apariencia, eliminó hasta el mismo incógnito, se destituyó a sí mismo y al sistema de gobierno; por supuesto, sólo en el campo de los conceptos, de las palabras, de la comunicación pública…

— Pero, ¿por qué no hay aquí movimientos de liberación? ¡No me entra en la cabeza! Incluso en el caso que castiguen a sus «prisioneros» de tal modo que los desarticulan en grupos autónomos aislados, cuando no existe ningún tipo de vigilancia, de control, de poder exterior, debe ser posible la fuga de algunos individuos e incluso la resistencia organizada.

— Para que pueda surgir una organización, deben existir antes medios de comunicación.

El coordinador deslizó el extremo del contador Geiger a través de la escotilla de la torre. Su vibración era cada vez más débil.

— Ten en cuenta que determinados fenómenos no son para ellos anónimos en principio, ni siquiera en conexión con otros. Tanto los hombres como las conexiones que se presentan como cosas reales son únicamente máscaras. A las deformaciones provocadas por las mutaciones se las denomina epidemia. Y así debe ocurrir con todo lo demás. Para dominar el mundo, primero hay que nombrarlo. Sin conocimientos, sin armas y sin organización, incomunicados con otras formas de vida, no es mucho lo que pueden hacer.

— Tienes razón. Pero las escenas del cementerio y de las fosas ante la ciudad indican que tal vez el orden no sea aquí tan perfecto como desearía ese invisible gobernante. Añade el espantoso miedo que sintió nuestro doble ante el muro de cristal. ¿Lo recuerdas? Es evidente que aquí no marcha todo tan plácidamente.

Sobre sus cabezas todavía se oía el lento tictac del contador Geiger. Los escombros del muro que rodeaba la nave espacial habían adquirido tonos más oscuros. La tierra aún humeaba y, por encima, el aire vibraba de tal modo que las constelaciones oscilaban de una forma peculiar.

— Ya hemos decidido la marcha — prosiguió el ingeniero —. Además, tendríamos que conocer mucho mejor su lenguaje, tendríamos que saber cómo su maldita autoridad dispone a capricho, cómo simula hasta su propia inexistencia… Y…, ¿si les diéramos armas?

— ¿A quién? ¿A estos infelices como nuestro doble? ¿Les confiarías tú el aniquilador? ¡Hombre!

— Al principio, podríamos nosotros mismos…

— ¿Destruir esa autoridad? Hablando claro, ¿librarlos por la fuerza?

— Sí, si no hay otro medio.

— Para empezar, no son seres humanos, al menos no como nosotros. No debes olvidar que, en definitiva, sólo has hablado con el calculador y que sólo conoces al doble tal como lo concibe el calculador. En segundo lugar, nadie se lo ha impuesto. Al menos, nadie del cosmos. Son ellos mismos los que…

— Tal como razonas, das la impresión de estar de acuerdo con todo esto. ¡Con todo! — exclamó el ingeniero.

— ¿Y cómo quieres que razone? ¿Es que la población de este planeta es como un niño extraviado en una callejuela, que con sólo tomarle de la mano le puedes sacar de allí? ¡Si fuera tan sencillo, Dios mío! La liberación, Henryk, empezaría con que tendríamos que matar, y cuanto más encarnizada fuera la lucha, menor sería la racionalidad de nuestras acciones. Al fin, tendríamos que matar simplemente para mantener abierta la retirada o alguna vía de contraataque, y mataríamos a todos cuantos se opusieran a la marcha del protector. ¡Tú sabes muy bien lo fácil que es!

— Lo sé — murmuró el ingeniero.

— Por lo demás — añadió al cabo de unos instantes—, todavía no sabemos nada. Sin duda, nos están observando y no les habrán gustado mucho los boquetes que hemos abierto en su muro de contención. Supongo que dentro de poco tendremos que hacer frente a algún nuevo intento.

— Sí, es perfectamente posible — admitió el coordinador —. He pensado incluso si no sería conveniente situar puestos de vigilancia avanzada. Sensores electrónicos para captar imágenes y sonidos.

— Eso nos llevaría mucho tiempo y nos obligaría a emplear un material del que no andamos muy sobrados.

— También lo he tenido en cuenta; por eso sigo dudando.

— Dos Röntgen por segundo. Podríamos enviar a los autómatas.

— De acuerdo. Será mejor llevar el protector al cohete, para estar más seguros.

Por la tarde, el cielo se cubrió de nubes. Por vez primera desde su llegada al planeta cayó una lluvia fina y cálida. El muro de cristal se oscureció, el agua goteaba desde sus grandes y pequeños tallos y el rumor llegaba hasta el cohete. Los autómatas trabajaron incansablemente. Los látigos de arena que lanzaban los pulsomotores crujían y silbaban sobre la superficie de las láminas cortadas; pequeños fragmentos de vidrio vibraban en el aire. La arena, mezclada con la lluvia, formaba una delgada capa de lodo. El Negro transportó los contenedores con los residuos radiactivos, a través de la puerta de carga, hasta el cohete. El segundo autómata controlaba, con un contador Geiger, el cierre hermético de las tapas. A continuación, las dos máquinas arrastraron las planchas descontaminadas al lugar designado por el ingeniero, donde los fragmentos grandes se fundían en los chispeantes surtidores de los sopletes para formar la base de los futuros puntales.

Muy pronto pudo verse que no contaban con suficiente material. A la luz crepuscular — y bajo una lluvia que se precipitaba torrencialmente—, el protector salió por última vez del cohete y se apostó ante el muro agujereado. Lo que siguió fue un espectáculo grandioso. Los soles cuadrangulares explotaban en la oscuridad con brillo cegador, el estruendo de las detonaciones nucleares se mezclaba con el sordo eco de los bloques cristalinos que se desplomaban envueltos en llamas contra el suelo. Espesas nubes de humo y vapor se disparaban hacia lo alto. Los charcos de agua silbaban y borbotaban. La lluvia hervía ya antes de llegar a tierra. Muy arriba, los rayos de las explosiones se reflejaban en miríadas de arcos iris. El protector, tan negro como el carbón, retrocedió en la convulsión de los relámpagos, giró lentamente, alzó su romo hocico y de nuevo todo el espacio circundante se llenó del fragor de los estampidos.

— Así está bien — murmuró el ingeniero al oído del coordinador —. A ver si con este cañoneo se asustan un poco y nos dejan en paz. Necesitamos por lo menos otros dos días.

Su rostro, empapado de sudor, se asemejaba a una máscara de mercurio. La torre parecía un horno.

Cuando se retiraron a descansar, los autómatas prosiguieron su trabajo y su estrépito pudo oírse hasta el amanecer. Remolcaron las mangueras del chorro de arena, que armaron gran estrépito al chocar con las planchas de vidrio. La lluvia chisporroteaba y caía como un rocío de purísimo y deslumbrante azul sobre los sopletes. La escotilla de carga engulló nuevos contenedores con residuos radiactivos. La construcción parabólica tras la popa del cohete se iba elevando poco a poco; al mismo tiempo, el autómata de carga y la draga atacaban y perforaban obstinadamente en la pendiente, bajo el vientre de la nave espacial.

Cuando se levantaron, con la luz del amanecer, una parte de los materiales cristalinos sujetaba ya el cohete en los puntos correspondientes.

— Fue una buena idea — observó el coordinador.

Estaban sentados en la sala de navegación. Sobre la mesa reposaban pilas enteras de diagramas técnicos.

— De hecho, si quitáramos los puntales, podría derrumbarse el techo bajo el peso del cohete, arrastrando en la caída a los autómatas. No habrían tenido tiempo para salir del foso.

— ¿Tenemos suficiente energía para el vuelo? — preguntó el cibernético, que estaba de pie, en la puerta abierta.

— ¡Para diez vuelos! Además, en caso necesario, podríamos aniquilar los residuos radiactivos que hemos llevado al tanque de decantación. Pero no hará falta. Instalaremos tubos calefactores en las galerías, y así podremos regular con precisión la temperatura. Cuando se alcance el punto de fusión del vidrio, los puntales se desplomarán poco a poco por sí solos. Si el proceso es demasiado rápido, siempre podemos inyectar en los tubos aire líquido. De este modo conseguiremos sacar el cohete de la arena esta misma tarde. Luego lo pondremos en posición vertical…

— Eso es ya el capítulo siguiente — cortó el ingeniero.

Hacia las ocho de la mañana habían desaparecido las nubes y brillaba el sol. El gigantesco cilindro de la nave espacial, hasta entonces inmovilizado en la pendiente de la colina, empezó a oscilar. El ingeniero vigilaba con un teodolito el lento descenso de la popa. Bajo la proa de la nave, el suelo estaba ya profundamente socavado. En el lugar donde se había demolido la colina arcillosa se alzaba, a considerable distancia del cohete, un bosque de cristalinas columnas, ya casi tocando el muro que, con sus numerosos boquetes, semejaba un coliseo de cristal.

Hombres y dobles habían sido evacuados mientras se llevaba a cabo la operación. El ingeniero contempló en la distancia la pequeña figura del doctor, que trazaba un gran arco en torno a la popa de la nave. Pero no retuvo la imagen en su mente, porque la vigilancia de los instrumentos reclamaba toda su atención. Tan sólo una delgada capa de tierra y el sistema de puntales hundidos, que iban cediendo, aguantaban el peso del cohete. Dieciocho gruesas maromas se tensaban desde los tubos de popa a los garfios afianzados en los sólidos escombros del muro. El ingeniero no se cansaba de elogiar este muro. Sin él, los trabajos para bajar el cohete y situarlo en posición vertical habrían durado cuatro veces más. A través de la tupida red de cables que serpenteaban sobre la arena fluía la corriente, por los tubos calefactores, al interior de la galería. De su boca, situada muy cerca del punto en el que el casco había penetrado en la pendiente de la colina, surgía un poco de humo. Perezosas nubes de color marrón se arrastraban por encima del suelo, todavía no del todo seco tras la lluvia nocturna. La popa descendía lentamente. Cuando se aceleró el movimiento, el ingeniero abrió la abrazadera de cierre del lado izquierdo del aparato. Al instante fluyó aire líquido desde los cuatro conductos anulares a las galerías y por la abertura brotaron con estruendo nubes de un blanco sucio.

De pronto, durante la siguiente fase de fusión del andamiaje de cristal, el casco se movió y el enorme cilindro, de casi cien metros de longitud, se inclinó hacia atrás con un chirriante gemido antes que el ingeniero tuviera tiempo para accionar la abrazadera. En una fracción de segundo, la popa describió un arco de casi cuatro metros, mientras que la proa del proyectil emergía de la colina, lanzando hacia lo alto una muralla de arena y barro. Luego, el coloso de keramit se quedó inmóvil; había enterrado debajo de sí los cables y los tubos metálicos; uno de los tubos se había roto y de él brotaba un ululante geiser de oxígeno líquido.

— ¡Se mantiene, se mantiene! — gritó el ingeniero.

Necesitó algunos instantes para recuperar el dominio. A su lado, el doctor murmuraba algo.

— ¿Qué? ¿Cómo? — farfulló el ingeniero como aturdido.

— Parece que realmente vamos a regresar…, volver a casa — repitió el doctor.

El ingeniero permaneció silencioso:

— Vivirá — añadió.

— ¿Quién? ¿De quién estás hablando?

Luego comprendió. Volvió a cerciorarse del hecho que realmente el cohete estaba libre.

— Entonces, ¿qué? ¿Volará con nosotros?

Tenía prisa, quería comprobar cuanto antes el estado de la capa exterior de la punta del cohete.

— No — respondió el doctor, y caminó algunos pasos tras el ingeniero.

Luego pareció cambiar de idea y se detuvo. El surtidor de gas líquido que seguía brotando del tubo roto había enfriado sensiblemente la temperatura. Sobre el casco se destacaban pequeñas figuras. Una de ellas desapareció. Poco después, el surtidor se agotó. Durante algún tiempo siguió despidiendo espuma, sobre la que ondulaba un helado vapor, hasta que también éste se desvaneció. Sobrevino una extraña quietud. El doctor miraba estupefacto a su alrededor, como si no supiera cómo había llegado hasta allí; luego empezó a caminar de nuevo, lentamente.

El cohete se erguía ahora en posición vertical. Era blanco, más blanco que las soleadas nubes con las que parecía ya volar su aguda punta. Tras ellos quedaban tres días enteros de esfuerzos agotadores. Lo habían cargado todo. El gran andamio parabólico que habían tenido que añadir soldado con trozos del muro, ascendía por la ladera de la colina. Cuatro hombres se hallaban a ochenta metros sobre el suelo, en la escotilla abierta. Miraban hacia abajo. Podían reconocer, sobre la superficie gris amarillenta, dos pequeñas figuras, una más clara que otra. Apenas se habían alejado medio centenar de metros de los enormes tubos, que semejaban gigantescas columnas, y no se movían.

— ¿Por qué no se van? — dijo el físico con impaciencia —. Así no podemos partir.

— No se irán — respondió el doctor.

— ¿Qué significa esto? ¿Es que no quiere que nos vayamos?

El doctor sabía lo que aquello significaba, pero guardó silencio. El sol estaba alto en el cielo. Por el oeste se acercaban cúmulos de nubes. Como desde la ventana de una elevada torre que hubiera brotado súbitamente en el páramo, contemplaba las montañas de azulados reflejos hacia el sur, las cumbres confundidas con las nubes, el gran desierto hacia el oeste, que se extendía cientos de kilómetros en franja de dunas iluminadas por el sol y la capa color lila de los bosques que cubrían, por el este, las laderas. Un inmenso espacio se dilataba bajo el firmamento, con el pequeño sol abrasador en el cenit. Abajo, el círculo del muro rodeaba el cohete como una mantilla. La sombra de la nave espacial se posaba en él como la aguja de un titánico reloj solar, que casi alcanzaba ya a las dos pequeñas figuras.

Algo estalló en el este. El aire respondió con estridente silbido y del negro embudo de la explosión surgió una llama más brillante que la luz del sol.

— ¡Vaya, algo nuevo! — dijo el ingeniero.

Un segundo trueno. El invisible proyectil se acercó aullando. El infernal silbido se dirigía hacia ellos, hacia la punta del cohete. La tierra gimió, una llama se elevó a la altura, a unos cincuenta metros de la nave. Sintieron el temblor del suelo.

— ¡Todos los hombres a sus puestos! — ordenó el coordinador.

— ¿Y esos dos? — preguntó con desazón el químico, mirando hacia abajo.

La escotilla se cerró.

Desde la sala de control no se oían los rugidos. En la pantalla posterior parecían saltar hacia lo alto, en la arena, penachos de fuego. Los dos puntos claros seguían inmóviles, a los pies del cohete.

— ¡Abróchense los cinturones! — ordenó el coordinador —. ¿Preparados?

— Preparados — murmuraron todos, uno tras otro.

— Las doce y siete minutos. Listos para el despegue. ¡Potencia máxima!

— Conecto la pila — anunció el ingeniero.

— Alcanzado el punto crítico — anunció el físico.

— Circulación normal — anunció el químico.

— Gravímetro en el eje — anunció el cibernético.

El doctor contemplaba fijamente la pantalla posterior.

— ¿Siguen ahí? — preguntó el coordinador.

Todos le miraron. Aquellas palabras no formaban parte del ritual de despegue.

— Siguen ahí — dijo el doctor.

El cohete fue alcanzado por una cercana onda explosiva y se estremeció.

— ¡Despegue! — ordenó el coordinador.

Con rostro impasible, el ingeniero puso en marcha el motor. Pudieron oírse aún lejanas y débiles explosiones. Parecían venir de otro mundo que no tenía nada en común con ellos. El silbido se fue tornando, poco a poco, cada vez más alto, más penetrante. Todo parecía disolverse, diluirse. Se sintieron dulcemente acunados por unos brazos de incontenible poder.

— Estamos encima del fuego — dijo el ingeniero.

Esto significaba que el cohete se había elevado sobre la superficie del suelo y expulsaba los gases incandescentes necesarios para sostener su propio peso.

— Sinérgesis normal — ordenó el coordinador.

— Mantenemos la normal — anunció el cibernético, y las cuerdas de nylon empezaron a vibrar.

Los amortiguadores se deslizaron lentamente hacia atrás.

— ¡Oxígeno! — gritó involuntariamente el doctor, como si se hubiera despertado de golpe, y mordió la boquilla elástica.

Doce minutos más tarde habían abandonado la atmósfera de Edén. Sin reducir la velocidad, se alejaron trazando una espiral cada vez más amplia hacia el negro espacio interestelar. Setecientas cuarenta luces, agujas, pilotos de control, escalas de instrumentos, latían, temblaban, refulgían y brillaban en la sala de control. Los hombres se desabrocharon los cinturones y los arrojaron al suelo junto con los mosquetones y los ganchos, se acercaron a los tableros de mando, con gesto incrédulo, pusieron las manos sobre ellos, comprobaron que los conductos no se recalentaban, que no se oían siseos de cortocircuitos, olfatearon ávidamente el aire por si olía a quemado, miraron las pantallas, inspeccionaron los indicadores de datos de los ordenadores astrodésicos; todo marchaba con absoluta precisión. El aire era puro, la temperatura suave y equilibrada, el regulador no parecía haber sido nunca un montón de chatarra.

En la sala de navegación, el ingeniero y el coordinador estaban inclinados sobre los mapas estelares.

Los mapas eran más grandes que la superficie de la mesa, colgaban por los lados y estaban rasgados por los bordes en varios sitios. Hacía ya mucho tiempo que se habían propuesto emplear en la sala de navegación una mesa más grande, porque pisaban los mapas. Pero todavía no la habían cambiado.

— ¿Has visto Edén? — preguntó el ingeniero.

El coordinador le miró fijamente, sin comprender.

— ¿Qué quiere decir si lo he visto?

— Ahora. Míralo.

El coordinador se dio la vuelta. En la pantalla llameaba una poderosa gota opalina, que apagaba el brillo de las estrellas cercanas.

— Hermoso — prosiguió el ingeniero —. Nos desviamos de nuestro rumbo porque era tan hermoso. Sólo queríamos sobrevolarlo.

— Sí, sólo queríamos sobrevolarlo — repitió el coordinador.

— Un brillo excepcionalmente bello. Los demás planetas no lo tienen tan puro. La Tierra es simplemente azul.

— Al final se han quedado — dijo el coordinador, al cabo de un rato.

— Sí. Así es como él lo quiso.

— ¿Tú crees?

— Estoy casi seguro. Quiso que ocurriera por nuestro medio, no por medio de ellos. Era todo cuanto podíamos hacer por él.

Durante largo tiempo nadie dijo nada. Edén quedaba cada vez más lejano.

— ¡Qué hermoso es!

El coordinador seguía mirando la pantalla.

— Pero, ¿sabes? según el cálculo de probabilidades, hay otros aún más hermosos.


FIN

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