Capítulo Sexto

Al día siguiente, por la mañana, el físico y el ingeniero sacaron de la reserva de la pila atómica cuatro litros de una solución salina de uranio enriquecido. El pesado líquido se hallaba en el laboratorio, que habían limpiado entretanto, en un recipiente de plomo, cuya tapa únicamente podía moverse con tenazas. Los dos hombres se habían puesto trajes protectores de plástico, hinchados como vejigas. Bajo las capuchas llevaban máscaras de oxígeno. Midieron con extremo cuidado las porciones del valioso líquido en una probeta graduada, tomando grandes precauciones para que no se derramara ni una sola gota. Un volumen de tan sólo cuatro centímetros cúbicos podía provocar una reacción en cadena. Unos tubitos capilares especiales de vidrio de plomo servían de mecanismos de carga para los lanzadores, que habían sido firmemente sujetos a soportes colocados sobre la mesa. Una vez finalizado el trabajo, comprobaron con el contador Geiger si la válvula del recipiente estaba herméticamente cerrada e hicieron girar en todas las direcciones cada uno de los lanzadores. No descubrieron escapes.

— No hay aceleración, se mantiene en el nivel normal — dijo el físico, lleno de satisfacción. La máscara le desfiguraba la voz.

La puerta blindada de la cámara acorazada radiactiva, una pesada plancha de plomo, se abrió lentamente, obedeciendo el giro de la manivela. Depositaron dentro el recipiente con el uranio. Cuando se corrieron de nuevo los cerrojos, se quitaron, con un suspiro de alivio, las capuchas y las máscaras de oxígeno de sus sudorosos rostros.

El resto del día se afanaron con el todoterreno. Dado que la puerta de carga estaba bloqueada con el agua contaminada, su primera tarea consistió en desmontar el vehículo pieza a pieza, y luego las sacaron a la superficie a través del túnel. Para ello fue preciso ensancharlo en dos de sus puntos más estrechos. En realidad, el vehículo apenas necesitaba reparaciones, pero hasta entonces no habían podido utilizarlo, porque, mientras el reactor atómico estuviera fuera de servicio, no tenían la mezcla de isótopos que generaban directamente la corriente para sus motores eléctricos. El vehículo apenas tenía las dimensiones de una colchoneta de campaña. Había espacio para cuatro personas, incluido el conductor. En la parte posterior disponía de una rejilla para el equipaje, con una capacidad de carga útil de doscientos kilogramos. Lo más pequeño eran las ruedas. Su diámetro podía regularse durante la marcha a base de inyectar aire en los neumáticos. De esta forma podían salvar obstáculos de hasta metro y medio de altura.

La preparación de la mezcla propulsora exigió seis horas, pero sólo requería la vigilancia de un hombre, que controlaba el trabajo de la pila atómica. El ingeniero y el coordinador, mientras tanto, recorrían a gatas el túnel, colocando y controlando conductos en un trayecto de ochenta metros entre la sala de control en un extremo y los aparatos de distribución de la sala de máquinas. El químico había montado en el exterior, al amparo del cohete, una especie de infiernillo y, en recipientes resistentes al fuego, hervía una pasta que gorgoteaba como un volcán pantanoso. Desmenuzaba, mezclaba y fundía los pedazos de material plástico que, previamente cribados, había subido en cubos desde la nave. A un lado esperaban ya las matrices. Tenía la intención de fundir de nuevo las placas destrozadas del tablero de mandos de la sala de control. No era aconsejable entablar conversación con él: estaba furioso porque los primeros moldes se le habían resquebrajado.

El coordinador, el químico y el doctor tenían el propósito de emprender una exploración hacia las cinco, tres horas antes de la caída del crepúsculo, en dirección al sur. Como de costumbre, no pudieron cumplir el plazo, y eran ya las seis cuando lo tuvieron todo a punto y debidamente empaquetado. Habían reservado la cuarta plaza para el lanzador. Llevaban consigo un reducido equipaje y aprovecharon el espacio libre para colocar en la rejilla un recipiente de cien litros de capacidad. Los de mayor tamaño no cabían por el túnel.

Tras la comida, el ingeniero se armó de unos grandes prismáticos y se arrastró cuidadosamente a lo largo del casco de la nave, que emergía diagonalmente de la tierra. El cohete había penetrado en el suelo siguiendo un ángulo muy agudo, pero, debido a su longitud, el extremo del casco, con los tubos de propulsión, se alzaba sobre la tierra a una altura superior a la de un edificio de dos pisos. Cuando encontró un lugar cómodo, entre la abertura ensanchada en forma cónica del tubo superior y el recodo que allí formaba el casco, fue dejando resbalar la mirada hacia abajo a lo largo del gigantesco fuselaje iluminado por el sol: ante la negra mancha de la boca del túnel estaban los hombres, apenas mayores que escarabajos. El ingeniero se llevó los prismáticos a los ojos y los asentó firmemente sobre los pómulos. El aumento era considerable, pero la imagen se movía. La postura le cansaba los brazos, tenía que apoyar los codos sobre las rodillas y la empresa no tenía nada de fácil. «Lo único fácil aquí es caerse», pensó. La dura superficie de keramit era tan lisa que resultaba resbaladiza, como si estuviera recubierta de una fina capa de grasa. Se sujetó con la suela de goma perfilada de su calzado contra el tubo situado al frente y comenzó a explorar sistemáticamente el horizonte con los prismáticos.

La luz reverberaba por el calor. Sintió una presión casi física en la cara cuando miró directamente hacia el sur y dio con el sol. No tenía gran esperanza de descubrir algo. Estaba contento porque el doctor hubiera aceptado el plan propuesto por el coordinador y aprobado por todos. Fue él mismo quien se lo expuso al doctor, que, por su parte, no quiso ni oír hablar de disculpas. Bromeó sobre ello. Sólo el final de la conversación le extrañó, incluso le sorprendió. Estaba a solas con el doctor, y parecía que ya no tenían nada más que añadir, cuando de pronto éste se tocó el pecho, como abstraído.

— Quería preguntarte una cosa…, ¡ah, sí! ¿Sabes cómo se puede poner el cohete en posición vertical cuando lo hayamos reparado?

— Primero tendremos que reparar los autómatas de carga y las excavadoras — comenzó a decir.

— No — le interrumpió el doctor—, no estoy al tanto de los detalles técnicos, ya lo sabes. Dime sólo si tú, tú personalmente, sabes cómo hay que hacerlo.

— Te asustan esas diez mil toneladas, ¿verdad? Arquímedes era capaz de mover la Tierra si le daban un punto de apoyo. Tenemos que cavar debajo del cohete y…

— Perdona, no se trata de eso. No te pregunto si lo sabes teóricamente, si conoces los métodos según los libros de consulta. Lo que te pregunto es si tienes la certeza de saber hacerlo…, ¡un momento!…, y si puedes darme tu palabra a fin que cuando me respondas me estarás diciendo lo que piensas.

Aquí el ingeniero había vacilado. Es cierto que quedaban algunos puntos oscuros en el programa de trabajo, por lo demás todavía nebuloso, pero siempre se decía que cuando tuviera que acometer esta fase extremadamente difícil, sabría salir adelante del modo que fuese. Pero antes que pudiera responder nada, el doctor le tomó la mano y se la oprimió:

— No, nada más, Henryk. ¿Comprendes ahora por qué me gritaste de aquella manera? No te lo reprocho. Eres exactamente tan estúpido como yo, sólo que no lo quieres confesar — lo dijo sonriendo de tal modo que al ingeniero le recordó la foto de la época estudiantil que el doctor conservaba en el cajón de su mesa.

El doctor añadió:

— Credo quia absurdum. ¿Has estudiado latín?

— Sí, pero lo he olvidado completamente.

El doctor frunció los ojos, retiró la mano y se alejó. El ingeniero se quedó atrás. Sintió cómo poco a poco iba desapareciendo la presión de los dedos del doctor en su mano y pensó que había querido decir algo completamente diferente y que, si reflexionaba sobre ello, acabaría por descubrir lo que realmente le importaba. Pero en vez de concentrarse, sintió, por alguna razón desconocida, angustia y miedo. En aquel momento, el coordinador reclamó su presencia en la sala de máquinas, donde afortunadamente se acumulaba tal cantidad de trabajo que no tuvo ni un solo segundo para reflexionar.

Ahora recordaba aquella escena y aquella sensación, pero como si se la estuviera contando otra persona. No había conseguido avanzar ni un solo paso. Los prismáticos le mostraban la llanura, que se extendía en suaves ondulaciones hasta donde alcanzaba el horizonte azul celeste y aparecía surcada por franjas de sombra. Lo que había pensado en la víspera, y que se había reservado para sí, es decir, que los descubrirían y que tal vez a la mañana siguiente se verían obligados a combatir, no había sucedido. Ya se había propuesto con frecuencia no entregarse a aquellos pensamientos que le asaltaban constantemente y en los que creía pese a todo. Entornó los ojos para poder ver mejor. A través de los prismáticos observó las acumulaciones de aquellos esbeltos y grises cálices. A veces aparecían cubiertos de polvo que el viento levantaba en remolinos. Debía soplar allí una brisa bastante fuerte, aunque desde su observatorio no podía percibirla. La llanura se elevaba poco a poco en el horizonte y todavía más al fondo — aunque no estaba seguro de si lo que estaba viendo eran simplemente nubes que cruzaban el paisaje a una distancia de doce a quince kilómetros— brillaban largos espesamientos de un color algo más oscuro. De vez en cuando, algo se elevaba allí hacia lo alto y se disolvía o desaparecía. La visión era tan mala que no podía distinguir nada con claridad. Había, sin embargo, en aquella visión una incomprensible regularidad. No sabía qué es lo que estaba viendo, pero podía distinguir el ritmo con que se producía el cambio y se propuso comprobarlo. Con la mirada fija en el segundero, contó ochenta y cuatro segundos entre una aparición y la siguiente.

Colocó los prismáticos en el estuche e inició el descenso, apoyando siempre toda la superficie de las suelas de los zapatos en las láminas de keramit. Entonces oyó pasos a sus espaldas. Se volvió tan rápidamente que perdió el equilibrio, extendió las manos, vaciló y se cayó cuán largo era. Antes de alzar la cabeza percibió con absoluta claridad el eco de su propia caída. Se enderezó un poco, con sumas precauciones. A unos nueve metros de distancia, en el borde de la tobera de dirección superior, vio algo, pequeño como un gato, que le observaba atentamente. El animalillo — la impresión que se trataba de un animal se le impuso como algo evidente— tenía un pequeño vientre hinchado, de un gris pálido. Ofrecía el aspecto de una ardilla, y pudo ver sus patas sobre el vientre, las cuatro terminadas en garras graciosamente recogidas en el centro. Abrazaba el borde del revestimiento de keramit con algo que brillaba con tonos amarillos, a modo de gelatina solidificada, y sobresalía por debajo de su cuerpo. Su redonda y gris cabeza gatuna no tenía ojos ni boca, pero estaba cubierta por todas partes de negras y brillantes perlas de cristal, a modo de una almohadilla con muchas cabezas de aguja. El ingeniero dio tres pasos en dirección al animal. Estaba tan asombrado que había olvidado dónde se encontraba. Oyó un triple eco, como respuesta a sus pasos. Comprendió que el animalito tenía la facultad de imitar los sonidos. Se fue acercando lentamente y llegó incluso a pensar si no debería quitarse la camisa para utilizarla como red. Pero, en un determinado momento, el pequeño animal se transformó.

Las patitas en el pequeño vientre en forma de tambor se recogieron, la brillante parte posterior se amplió y expandió como un gran abanico, la pequeña cabeza gatuna se enderezó sobre el largo y desnudo cuello y el animal echó a volar, rodeado de una aureola de débil resplandor. Durante algunos momentos flotó inmóvil sobre él, luego giró en espiral, ganó altura, trazó un círculo más y desapareció.

El ingeniero descendió y describió con todo lujo de detalles lo que le había ocurrido.

— Es incluso una buena noticia. Me extrañaba mucho que no hubiera aquí animales voladores — opinó el doctor.

El químico aludió a las «flores blancas» del arroyo.

— Pero aquellas cosas parecían más bien insectos — objetó el doctor—, algo así como mariposas. El aire está aquí muy poco «poblado». Cuando en un planeta se desarrollan organismos vivos, surge una presión biológica en virtud de la cual se llenan todos los medios posibles, los llamados nichos ecológicos. Aquí me ha llamado la atención la ausencia de aves.

— Aquello parecía más bien un murciélago — precisó el ingeniero —. Incluso tenía piel.

— Es posible — replicó el doctor.

No sentía el menor deseo de hacer valer su monopolio en lo referente a conocimientos biológicos. Y más llevado de la amabilidad que del interés, preguntó:

— ¿Dices que era capaz de imitar el sonido de los pasos? Es curioso. Es posible que sea algún tipo de adaptación, con una finalidad concreta.

— Sería necesario hacer una comprobación más detenida sobre el terreno, pero no resultaría — opinó el coordinador, saliendo de debajo del vehículo.

El ingeniero se sentía desilusionado ante la indiferencia con que habían acogido su descubrimiento. Pero se dijo para sí que lo que más le había sorprendido eran las circunstancias del encuentro, y no el animalito en sí.

Todos experimentaban un cierto temor del instante de la separación. Los que se quedaban se hallaban junto al cohete y miraban cómo el curioso aparato trazaba en torno a ellos círculos cada vez mayores, guiado por la firme mano del coordinador, sentado a horcajadas en el asiento delantero, ante el parabrisas protector. El doctor y el químico se sentaron detrás de él. En el asiento de al lado tenía el lanzador, con su delgado tubo. En un determinado momento se acercó mucho al cohete, y dijo:

— Procuraremos estar de vuelta hacia medianoche. Hasta la vista.

Aceleró bruscamente, y al cabo de poco tiempo ya sólo podía divisarse un polvo áureo que ascendía cada vez más alto y se desplazaba poco a poco hacia el oeste.

Estrictamente hablando, el todoterreno era poco más que un esqueleto de metal; su piso era transparente, para que el conductor pudiera ver los accidentes del terreno hasta en sus mínimos detalles. Los motores eléctricos estaban adosados a los cubos de las ruedas. En la parte posterior, encima del recipiente para el agua, se bamboleaban dos ruedas de repuesto. Mientras el terreno fue llano, avanzaron a sesenta kilómetros por hora. Muy pronto, el doctor, que miraba constantemente en todas direcciones, perdió de vista el último vestigio del cohete. Los motores runruneaban suavemente, el polvo se elevaba en nubes desde el seco suelo, se disolvía y volvía a depositarse sobre el estepario paisaje.

Permanecieron silenciosos durante largo tiempo. Por lo demás, el parabrisas de plástico sólo protegía contra el viento al conductor, mientras que los que ocupaban los asientos traseros recibían directamente el aire en el rostro, de modo que sólo a gritos podían mantener una conversación. El terreno ascendía y se tornaba cada vez más ondulado. Habían desaparecido los últimos cálices grisáceos. Pasaron junto a aislados bosquecillos muy distanciados entre sí. De vez en cuando se alzaban semirresecos árboles respirantes, con lacios brotes que colgaban y de vez en cuando se estremecían con un débil pulso intermitente. Ante ellos, a lo lejos, se divisaban largos surcos, muy separados los unos de los otros. Pero no pudieron ver ningún disco vibrante. Cada vez que cruzaban un surco, el vehículo daba un salto. Emergían del suelo rocas de agudas aristas, blancas como huesos resecos por el sol, con grandes pedregales en su base. La áspera gravilla chirriaba bajo las panzudas ruedas cuando el vehículo rodaba sobre ella. El desnivel aumentó y ahora avanzaban con cierta lentitud. Aunque la potencia de los motores les habría permitido mayor velocidad, el coordinador la reducía cuando entraban en terreno accidentado.

Más arriba, entre las pardas ondulaciones, algo brillaba ante ellos. Era una franja larga y estrecha. El coordinador redujo aún más la marcha. Atravesada con la pendiente de la ladera, en el lugar en que ésta desembocaba en una altiplanicie sobre la que se alzaban formas borrosas por la distancia, se extendía a derecha e izquierda, hasta donde alcanzaba la vista, una resplandeciente faja, firmemente empotrada en el suelo. El todoterreno se detuvo cuando las ruedas anteriores tocaron su borde. El coordinador saltó de su asiento, tanteó con la culata del electrolanzador la brillante superficie, golpeó con más fuerza y, finalmente, probó en varios lugares con los pies. No se produjo ni el más mínimo temblor.

— ¿Cuántos kilómetros hemos recorrido? — preguntó el químico, cuando el coordinador montó de nuevo.

— Cincuenta y cuatro — respondió.

Conducía con precaución. El todoterreno se bamboleaba suavemente. Cruzaron la faja. Parecía un canal uniforme, lleno de mercurio congelado. Iban dejando tras de sí, con creciente velocidad, los mástiles en sus zócalos, que les flanqueaban a derecha e izquierda. En sus puntas aparecían remolinos oscilantes. Luego, las largas filas de mástiles torcieron, trazando un gran arco, hacia el este. La aguja de la brújula marcaba incesantemente la letra S.

La altiplanicie presentaba un aspecto sombrío. La flora retrocedía poco a poco en su lucha con las masas arenosas arrastradas por el abrasador viento del este. En las pequeñas dunas crecían negruzcos matorrales que, a ras del suelo, mostraban un pálido color carmín. Vainas coriáceas caían de ellos. De vez en cuando, algo ceniciento se deslizaba rápidamente en la reseca maleza. Una o dos veces un animal fugitivo saltó ante las ruedas del todoterreno, pero se precipitó con tal rapidez en la espesura que no pudieron distinguir sus formas.

El coordinador evitaba la maleza. Una vez incluso se vio obligado a retroceder, porque habían avanzado a lo largo de una estrecha vereda que acababa en un montículo arenoso en medio de los matorrales. La región se tornaba cada vez más abrupta e impenetrable, acusando la falta de agua. La mayoría de las plantas estaban quemadas por el sol y crujían sordamente, como si fueran de papel, al cálido viento. El todoterreno se abría paso infatigablemente entre las paredes de ramas colgantes. De los racimos aplastados surgía un polvo amarillento que cubría el parabrisas, las ropas, los rostros. Desde los arbustos ascendía hasta ellos un calor sofocante que dificultaba la respiración. El doctor se alzó de su asiento y se inclinó hacia adelante. Chirriaron los frenos y se detuvieron.

La altiplanicie, hasta entonces tan lisa como una mesa, se interrumpía a quince pasos delante de ellos. El matorral se prolongaba como un negro cepillo, de color ambarino bajo el sol, hasta el borde mismo de la fractura. Al otro lado del valle, que permanecía oculto a sus miradas, se alzaban las laderas de las montañas. El coordinador se bajó y avanzó hasta el último arbusto, cuyas largas ramas se mecían suavemente contra el fondo del cielo.

— Descenderemos — decidió al regresar.

El vehículo avanzaba con grandes precauciones. De pronto se elevó la parte posterior y estuvo a punto de dar una vuelta de campana. El bidón para el agua chocó estrepitosamente contra la rejilla del portaequipajes y los frenos chirriaron premonitoriamente. El coordinador conectó la bomba. Las ruedas aumentaron a ojos vistas su diámetro y en seguida se notaron menos las desigualdades de la empinada pendiente. Se deslizaron sobre una lanosa capa de nubes, de cuyo interior brotaba una maza cilíndrica, bulbosa en la parte superior, de humo marrón. El humo apenas se disolvía en el aire, ascendía verticalmente sobre la cima de las montañas. Esta erupción volcánica por así decir, duró aproximadamente ochenta segundos. Luego, la columna de humo se desvaneció con gran rapidez y se ocultó entre las blancas nubes hasta desaparecer por completo en ellas, tragada por las mismas gigantescas fauces que antes la habían expulsado.

Todo el valle aparecía dividido en dos planos: el superior yacía bajo el cielo soleado; el de abajo permanecía oculto a la mirada, tras una opaca capa de nubes hacia la que el todoterreno se dirigía, meciéndose y brincando, en un chirriar de frenos. Los rayos del sol, ya muy bajo en el horizonte, iluminaron todavía algunos instantes las lejanas laderas del otro lado, donde resplandecían, entre la espesura de arbustos grises y violeta, bajas formas con brillantes superficies. Resultaba difícil distinguir lo que eran, porque el sol se reflejaba en ellas. La blanca capa de nubes estaba ahora directamente delante de ellos. El límite de la altiplanicie, nítidamente marcado por la dentada línea de los arbustos, quedaba ya muy por encima de sus cabezas. Fueron reduciendo cada vez más la velocidad. En cierto momento se vieron rodeados por ondeantes vapores. Percibieron una sofocante humedad. Ya casi había oscurecido. El coordinador frenó aún más. Ahora avanzaban casi al paso. Pronto sus ojos se acostumbraron a la lechosa penumbra. El coordinador encendió los faros, pero los apagó al instante porque su luz se perdía inútilmente en la niebla. De repente desaparecieron los vapores. Arreció el frío, el aire rezumaba humedad. Ahora se hallaban en una pendiente más suave, justamente bajo las nubes que se extendían a lo lejos, hasta las grises y negruzcas manchas, en el fondo del valle. Algo brillaba ante ellos en el aire, como una capa de líquido aceitoso. Era como si de pronto estuvieran viendo las cosas a través de un velo. El doctor y el químico se restregaron los ojos, pero en vano. Desde el opalescente vaho avanzaba en línea recta hacia ellos un punto oscuro. El vehículo rodaba ahora sobre un terreno prácticamente llano. Era tan liso como si hubiera sido nivelado y cementado artificialmente. El punto negro ante ellos aumentó de tamaño y vieron que rodaba sobre redondos globos. Se trataba de su propio vehículo, reflejado sobre la superficie. Cuando la imagen se hizo tan grande que ya casi podían reconocer sus propios rostros, comenzó a diluirse y acabó por desvanecerse. Pasaron por el lugar en el que esperaban encontrar el espejo invisible, sin tropezar con ningún obstáculo. Sólo les persiguió una tibia onda de calor, como si cruzaran una ardiente barrera invisible. Al mismo tiempo desapareció también aquel molesto fenómeno que les empañaba los ojos y les dificultaba la visión.

Los neumáticos chapotearon. El vehículo cruzaba una llana zona pantanosa, más bien una charca. El suelo estaba cubierto por oscuros charcos de agua. Desde ellos ascendía un olor amargo, como de restos de un incendio. De vez en cuando formaban irregulares ondulaciones en los claros del suelo. La tierra parecía empapada y el agua se escurría en arroyuelos que se juntaban formando pozas. Un poco hacia la derecha se elevaban oscuras ruinas de aspecto desagradable. No montones de escombros, sino semejantes a sucios tejidos arrugados que se amontonaban y entrecruzaban hasta alcanzar varios metros de altura o bien se ovillaban directamente sobre el suelo, con vacías e irregulares bocas negras. El vehículo pasó al lado de unas fosas. No podían ver su contenido. El coordinador frenó, dirigió el vehículo hacia el esponjoso montículo arcilloso hasta que lo tocó con la rueda delantera, paró, se bajó y trepó por la ladera. Se inclinó sobre una fosa rectangular. Cuando los otros vieron cómo cambiaba su expresión, saltaron de sus asientos y escalaron la pendiente. Un terrón arcilloso se deslizó bajo los pies del doctor y el lodo salpicó. El químico le sujetó firmemente.

En la fosa, cuyas perpendiculares paredes parecían como trazadas por una máquina, yacía de espaldas un cadáver desnudo, con el rostro hundido en el agua sucia. Sólo la parte superior de los gruesos músculos pectorales, en los que se distinguía un torso infantil, sobresalían por encima del negro espejo del agua.

Los tres alzaron la cabeza, se miraron unos a otros y regresaron. El agua rezumaba en la pastosa arcilla cuando pisaban sobre ella.

— ¿Es que sólo hay tumbas en este planeta? — preguntó el químico.

Se hallaban junto al vehículo y parecían no saber qué camino tomar. El coordinador volvió la pálida cara y dirigió una mirada a su alrededor. En filas irregulares se alzaban por doquier aquellas colinas arcillosas. A la derecha volvían a distinguirse porciones de las harapientas ruinas. Entre ellas serpenteaba una línea de blanco brillo. Al otro lado, detrás de las manchas de arcilla revuelta, resplandecía una empinada superficie que se estrechaba hacia arriba. Parecía hecha de un poroso metal terroso. En su base confluían varias franjas dentadas. A lo lejos, entre nubes que se desplazaban perezosamente, algo resplandecía, negro como la pared de una gigantesca caldera. Pero también podía ser otra cosa, porque a través de los jirones de la niebla o entre los vapores sólo podían distinguirse fragmentos aislados del conjunto. Lo único que se percibía era que allí se alzaba algo gigantesco, como si estuviera excavado en una montaña.

El coordinador quería subir inmediatamente al vehículo cuando llegó hasta ellos un gemido profundo, como si surgiera de debajo de la tierra. Los blancos velos de niebla de la izquierda, que hasta entonces lo habían ocultado todo, se dispersaron en un poderoso soplo, y al instante siguiente los tres hombres se vieron envueltos por un penetrante y amargo hedor. Contemplaron la estructura, dirigida hacia las nubes, de una extraña chimenea. De ella surgía, como si fuera una catarata invertida, una oscura columna de unos cien metros de espesor, que chocaba contra las lechosas nubes ondulantes y desaparecía en ellas. El espectáculo duró cerca de un minuto y luego retornó el silencio. Resonó de nuevo el apagado gemido, el soplo de aire agitó sus cabellos y cambió de dirección y las nubes descendieron de nuevo. De ellas surgieron largos penachos que rodearon, hasta casi ocultarla, la negra chimenea.

A una señal del coordinador subieron al vehículo. El todoterreno avanzó entre sacudidas sobre montículos de arcilla hasta la siguiente fosa. Miraron dentro. Estaba vacía, en ella sólo había agua negra. De nuevo se percibió a lo lejos un apagado rumor. Las nubes se abrieron; de la volcánica chimenea surgió un oscuro geiser y se repitió de nuevo la succión. Pero ahora apenas si se fijaron en aquel cambio rítmico, aquel bullir de las nubes y del humo en la caldera del valle, porque la marcha reclamaba toda su atención. Cubiertos de barro hasta las rodillas, saltaban entre los pastosos montones de arcilla, trepaban por las resbaladizas colinas y miraban el interior de las fosas. A veces, el agua se deslizaba bajo sus pies y el suelo resbalaba. Descendían, montaban de nuevo en el vehículo y reemprendían la marcha.

En siete de las dieciocho fosas que exploraron encontraron cadáveres. Pero, extrañamente, a cada nuevo descubrimiento iba siendo menor su horror, su repugnancia, su aversión. Habían recuperado su capacidad de observación. Advirtieron así que el agua disminuía en las fosas a medida que, avanzando en zigzag sobre el pantanoso suelo, se acercaban a la pared de vapor que alternativamente cubría y descubría el negro coloso. Cuando se inclinaron, una vez más, sobre una de aquellas fosas rectangulares, cuyo suelo estaba cubierto por un cuerpo encorvado, advirtieron que, de alguna manera, aquel cadáver se diferenciaba de los demás. Parecía más pálido y con otra forma distinta. No pudieron confirmar su impresión. Prosiguieron la marcha, bajaron del vehículo, encontraron otras dos fosas, esta vez vacías, y, en la cuarta, ya seca y apenas alejada unos pasos de la empinada superficie en forma de pala, descubrieron un cadáver que yacía de costado y cuyo pequeño torso mantenía las manos extendidas. Una de ellas aparecía escindida en su extremo en dos gruesas prolongaciones.

— ¿Qué es eso? — exclamó agitadamente el químico, oprimiendo el hombro del doctor —. ¿Lo ves?

— Sí.

— Éste parece distinto. No tiene dedos.

— Tal vez un minusválido — murmuró el coordinador, pero no parecía muy convencido.

Se detuvieron una vez más en la última fosa antes de la empinada ladera. Daba la impresión de ser muy reciente. La arcilla se desprendía de las paredes lenta y temblorosamente, como si una enorme pala la hubiera arrancado sólo unos momentos antes del cuadrado hoyo.

— ¡Dios mío! — masculló el químico y, pálido como un cadáver, saltó del montículo. Estuvo a punto de caer rodando.

El doctor dirigió una mirada interrogativa al coordinador.

— ¿Me ayudarás a trepar fuera?

— Desde luego. ¿Qué te propones?

El doctor se arrodilló, se apoyó en el borde de la fosa y se deslizó cuidadosamente, procurando no tocar con los pies el gran torso. Se inclinó sobre él y retuvo instintivamente la respiración. Visto desde arriba, daba la impresión que bajo los músculos pectorales, justo por debajo del punto en el que el carnoso torso emergía de entre los dos pliegues cutáneos, una barra metálica se había hundido en la masa inerme.

Pero de cerca comprobó que se había equivocado.

De entre los pliegues de la piel sobresalía una prolongación umbilical gris oscura y delgada. Estaba unida a un pequeño tubo metálico, cuyo largo y curvado extremo estaba tapado por la joroba de la criatura muerta. El doctor lo tocó, al principio con muchas precauciones; luego se acercó, se inclinó aún más y comprobó que la embocadura de metal, que brillaba a través de la piel que la recubría, estaba unida a ésta por una especie de costura de pequeñas perlas brillantes, colocadas en fila. Durante algunos instantes meditó si no sería mejor arrancar el tubito junto con la prolongación. Lentamente echó mano del cuchillo que llevaba en el bolsillo, todavía indeciso, pero cuando se enderezó, su mirada cayó sobre la carita pequeña y plana que se apoyaba sobre la pared de la fosa, en posición innatural, y sintió un sobresalto.

Allí donde la criatura que había visitado el cohete tenía la nariz, ésta tenía un ojo azul, muy abierto, que parecía contemplarle con silenciosa fuerza. Alzó la mirada. «¿Qué pasa ahí?», oyó preguntar al coordinador. Vio su cabeza negra contra el fondo de las nubes, y comprendió por qué no lo habían advertido desde arriba: la pequeña cabeza estaba reclinada de tal modo contra la pared que había que situarse donde él estaba ahora para poder descubrirla.

— Ayúdenme a subir — dijo, y se apoyó sobre las puntas de los pies.

Se asió a la mano que le tendía el coordinador, quien, a su vez, le sujetó por el cuello del traje y le izó con ayuda del químico. El doctor miró a los dos con los ojos entornados.

— ¡No entendemos nada de esto! ¿Me oyen bien? ¡Nada! ¡Absolutamente nada!

Más tranquilo, añadió:

— Jamás, hasta este momento, habría podido imaginarme una situación en la que un hombre no pudiera entender nada, verdaderamente nada.

— ¿Qué has descubierto? — preguntó el químico.

— Se distinguen unos de otros — dijo el doctor, mientras se encaminaban al todoterreno —. Unos tienen dedos, y otros, no. Algunos tienen nariz, pero no ojos; otros tienen un ojo, pero carecen de nariz. Algunos son grandes y oscuros y otros son blancos y con un torso más pequeño. Los unos…

— ¿Y qué importancia tiene? — le interrumpió, con impaciencia, el químico —. También entre los seres humanos hay diversas razas, diferentes rasgos y varios colores de piel. ¿Y qué es lo que hay aquí que no puedes entender? Lo que aquí importa es algo diferente: se trata de saber quién ha llevado a cabo esa espantosa carnicería y con qué objeto.

— No estoy tan seguro que se trate de asesinatos — replicó el doctor suavemente, con la cabeza inclinada.

El químico le miró estupefacto.

— ¿Qué estás imaginando?

— No sé nada — dijo el doctor haciendo un esfuerzo. Se limpiaba mecánicamente con un pañuelo la arcilla de las manos —. Pero de una cosa sí estoy seguro.

Se irguió súbitamente.

— No puedo explicarlo, pero estas diferencias no me dan la impresión de ser como las raciales dentro de un mismo género. Ojos y nariz, sentido de la vista y sentido del olfato son cosas demasiado importantes.

— También en la Tierra hay hormigas que han alcanzado niveles aún más altos de especialización. Unas tienen ojos, y otras, no. Las hay que pueden volar mientras que otras sólo pueden caminar, hay obreras y soldados. ¿Quieres que te dé lecciones de biología?

El doctor movió los hombros.

— Para todo lo que sucede aquí tienes un esquema completo y acabado traído de la Tierra. Si hay un detalle, un hecho que no encaja, simplemente lo ignoras. No puedo demostrártelo aquí y ahora, pero simplemente sé que lo de aquí no tiene nada que ver ni con las diferencias raciales ni con las diversas especializaciones dentro de un mismo género. ¿Recuerdan aquella pieza, el extremo de tubo que parecía la punta de una aguja, la que encontré cuando hice la autopsia? Naturalmente, todos creíamos (y yo el primero) que alguien, no sé quién, había asesinado o pretendido asesinar a aquella criatura. Pero lo de aquí es algo completamente diferente. Éste de aquí tiene un apéndice, mamario tal vez, o algo parecido, y el tubito ha sido simplemente implantado, insertado. Lo mismo que cuando se practica una traqueotomía y se le coloca al enfermo un tubito en la tráquea. Claro que esto no tiene nada que ver con una traqueotomía; de hecho, la criatura no tiene tráquea en ese lugar. No sé de qué se trata y no entiendo absolutamente nada, pero eso, por lo menos, sí lo sé.

Subió al todoterreno y preguntó al coordinador, que rodeaba el vehículo para ir a su puesto:

— ¿Qué piensas de todo esto?

— Que debemos seguir — contestó, y agarró el volante.

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