Capítulo Segundo

Irrumpió la luz crepuscular. El negro agujero del túnel se abría en la suave pendiente de una colina de unos pocos metros de altura. La ladera acababa muy cerca de ellos. Una amplia llanura se extendía a lo lejos, hasta donde alcanzaba la línea del horizonte, en el que brillaban ya las primeras estrellas. A una distancia considerable se perfilaban, en varios puntos, altas y delgadas formas imprecisas, parecidas a árboles. La escasa luz, que todavía dibujaba una tenue franja hacia el oeste, diluía los colores del entorno en un gris uniforme. A la izquierda se elevaba al cielo, inclinado y rígido, el redondo y poderoso casco del cohete. El ingeniero calculó su longitud en unos setenta metros. Así entonces, la nave espacial había penetrado cuarenta metros bajo el suelo de la colina. Pero en aquel momento nadie prestaba atención al enorme cilindro, que se destacaba en negro contra el firmamento, rematado por los tubos de las toberas de dirección, que sobresalían irregularmente. Aspiraron a pleno pulmón aquel aire frío, de un aroma indefinido, desconocido y apenas perceptible, y miraron mudos a su alrededor. Sólo entonces se apoderó de ellos un sentimiento de perplejidad y desorientación. Resbalaron de entre sus manos los mangos de hierro de los picos. Permanecían allí, de pie, y contemplaban el inconmensurable espacio, con las líneas del horizonte hundidas en la oscuridad y las indolentes estrellas titilando uniformemente en la altura.

— ¿La estrella Polar? — preguntó el químico en voz baja, señalando un astro lejano que brillaba débilmente en lo más profundo del firmamento.

— No, no es visible desde aquí. Ahora estamos…, bien, ahora nos hallamos bajo el polo sur de la Vía Láctea. Un momento, desde aquí deberíamos ver la Cruz del Sur…

Con las cabezas echadas hacia atrás, todos ellos escudriñaban el cielo profundamente negro, en el que brillaban con intenso fulgor las constelaciones siderales. Pronunciaban nombres, señalaban con el dedo las estrellas. Esto les mantuvo excitados por algún tiempo. Las estrellas eran lo único que no les resultaba totalmente desconocido en aquella yerma y desolada llanura.

— Hace cada vez más frío, como en el desierto — dijo el coordinador —. Aquí no hay nada que hacer. Hoy no podemos emprender nada. Tenemos que regresar a la nave.

— ¿Cómo? ¿Volver a esa tumba? — gritó indignado el cibernético.

— Sin esa tumba, en dos días seríamos hombres muertos — replicó fríamente el coordinador —. No se porten como chiquillos.

Sin añadir una sola palabra dio media vuelta y volvió lentamente y con pasos regulares hacia la abertura que, a pocos metros sobre el pie de la colina, apenas se dibujaba como una mancha oscura. Deslizó primero las piernas y a continuación introdujo el cuerpo. Durante algunos instantes todavía pudo verse su cabeza. Luego desapareció.

Los hombres se miraron en silencio.

— Vamos — dijo el físico, a medias interrogando y a medias afirmando. Le siguieron vacilantes. Cuando ya los primeros se arrastraban por la boca del túnel, preguntó el ingeniero al cibernético.

— ¿Te has dado cuenta de lo extraño que huele aquí el aire?

— Sí. Es tan amargo… ¿Conoces la composición?

— Parecida a la terrestre, salvo algunas impurezas que no son nocivas. No lo sé con exactitud. Los datos están en el pequeño tomo verde que se encuentra en el segundo anaquel de la biblio…

Calló repentinamente, porque recordó de pronto que había sido él quien había sepultado la biblioteca bajo un montón de marga.

— ¡Al diablo! — exclamó, no irritado, sino más bien entristecido, y se escurrió en el oscuro agujero.

El cibernético, que se había quedado al final, se sintió de pronto desazonado. No era miedo, sino más bien la sensación opresiva de hallarse perdido, de la terrible extrañeza del paisaje. Además, aquel retorno a las profundidades de la arcillosa excavación tenía algo de humillante.

«Como si fuéramos gusanos», se le ocurrió pensar.

Inclinó la cabeza y se deslizó, tras el ingeniero, por el interior del túnel. Pero aunque ya se había metido hasta los hombros, alzó una vez más la cabeza para despedirse con la mirada del suave parpadeo de las estrellas.

Al día siguiente algunos propusieron trasladar las provisiones a la superficie para desayunar allí. Pero el coordinador puso objeciones. Sólo acarrearía molestias innecesarias, afirmó. Así entonces, comieron a la luz de dos linternas, bajo la escotilla de entrada, y bebieron café frío. De pronto, el cibernético dijo:

— Escuchen. ¿Cómo es que durante todo este tiempo hemos tenido aire respirable?

El coordinador sonrió. Profundas arrugas se marcaban en sus hundidas mejillas.

— Los depósitos de oxígeno están intactos. El sistema de depuración ha salido peor librado. Sólo uno de los filtros funciona a ritmo normal, el químico, para los casos de averías. Los eléctricos han dejado de funcionar, por supuesto. Al cabo de seis o siete días habríamos muerto por asfixia.

— ¿Lo sabías? — preguntó el cibernético lentamente.

El coordinador no contestó, pero hubo un cambio en su sonrisa. Durante un segundo fue una sonrisa cruel.

— ¿Qué vamos a hacer? — preguntó el físico.

Lavaron los utensilios en un cubo de agua.

El doctor secó el plato con una de sus toallas.

— Aquí hay oxígeno — dijo, mientras arrojaba con estrépito su plato de aluminio sobre los otros —. Lo cual significa que hay vida. ¿Qué sabes sobre esto?

— Prácticamente nada. La sonda cósmica tomó una prueba de la atmósfera del planeta y a eso se reducen todos nuestros conocimientos.

— ¿Cómo? ¿Es que no aterrizó?

— No.

— Desde luego, esto sí que es un montón de novedades.

El cibernético intentaba lavarse la cara con alcohol que derramó de un frasquito en un trozo de algodón. El agua escaseaba y hacía ya dos días que no se lavaban. El físico contempló, a la luz de la linterna, el reflejo de su cara sobre la pulida superficie del climatizador.

— Eso ya es mucho — replicó suavemente el coordinador —. Si la composición atmosférica hubiera sido distinta, si no hubiera contenido oxígeno, habría tenido que matarles.

— ¿Qué estás diciendo?

El cibernético estuvo a punto de dejar caer el frasco.

— A mí mismo también, naturalmente. No habríamos tenido ni siquiera una oportunidad entre mil millones. Ahora la tenemos.

Se hizo un profundo silencio.

— ¿La existencia de oxígeno presupone que hay también plantas y animales? — preguntó el ingeniero.

— No necesariamente — respondió el químico —. En los planetas de alfa del Can Menor hay oxígeno, pero no hay ni plantas ni animales.

— Entonces, ¿qué hay?

— Lumenoides.

— ¿Esas bacterias?

— No son bacterias.

— La cuestión no tiene mucha importancia.

El doctor colocó los utensilios y cerró las latas de los alimentos.

— Ahora tenemos otras cosas en qué ocuparnos. ¿No se puede reparar rápidamente el «protector»?

— Ni siquiera he podido echarle una ojeada — confesó el cibernético —. Es imposible llegar hasta allí. Todos los autómatas se han caído de sus soportes. Al parecer, necesitaríamos una grúa de dos toneladas para remover toda la chatarra. El «protector» está debajo.

— ¡Pero en alguna parte debe haber armas! — la voz del cibernético expresaba una evidente preocupación.

— Tenemos el electrolanzador.

— Me gustaría muchísimo saber cómo lo cargas.

— ¿No hay corriente en la cabina de mando? Antes había un poco.

— Ya no hay. Evidentemente, se ha producido un cortocircuito en los acumuladores.

— ¿Y por qué no están cargados los electrolanzadores?

— Porque la ordenanza prohíbe el transporte de electrolanzadores cargados — intervino a regañadientes el ingeniero.

— ¡Al diablo la ordenanza…!

— ¡Basta ya!

El cibernético se alejó, encogiéndose de hombros, del coordinador. El doctor salió, mientras el ingeniero traía de su camarote una ligera mochila de nylon, en la que colocó cuidadosamente las delgadas latas de las raciones de reserva. El doctor regresó llevando en la mano un corto cilindro oxidado, provisto de un mango.

— ¿Qué es eso? — preguntó, curioso, el ingeniero.

— Un arma.

— ¿Qué clase de arma?

— Gas anestésico.

El ingeniero se echó a reír.

— ¿Cómo sabes si lo que vive en este planeta se puede narcotizar con tu gas? Y, sobre todo, ¿cómo te vas a defender si te atacan? ¿Administrando unas gotitas al enemigo?

— Bueno, si el peligro es demasiado grande te puedes anestesiar tú mismo — sentenció el químico. Todos rieron, el doctor más estruendosamente que los demás.

— Con esto se puede dormir a cualquier criatura que respire oxígeno — declaró—, y por lo que hace a la defensa, mira.

Oprimió el gatillo. Un chorro de un líquido sofocante, fino como una aguja, salpicó el oscuro pasillo.

— Bien, de acuerdo… Mejor eso que nada — opinó el ingeniero, con actitud reservada.

— ¿Vamos? — preguntó el doctor, mientras metía el tubo en el bolso de su traje.

— Vamos.

El sol se hallaba ya alto en el cielo. Era pequeño, estaba más lejos que el de la Tierra, pero también era más caliente. No obstante, hubo algo que llamó la atención de todos: no era completamente redondo. Lo contemplaron, entre los dedos, a través del papel rojo oscuro en que venían envueltos sus paquetitos antirradiación.

— Se ha aplanado a consecuencia de una rotación axial demasiado rápida, ¿no es eso?

— El químico dirigió una mirada interrogante al coordinador.

— Eso es. Podía observarse mejor durante el vuelo. ¿Lo recuerdas?

— Puede ser… Cómo quieres que te diga… Tal vez entonces no me fijé mucho.

Dieron la espalda al sol y elevaron los ojos hacia el cohete. El blanco casco cilíndrico se alzaba oblicuamente al cielo desde la pequeña colina en la que se había clavado. Tenía el aspecto de un enorme cañón. La capa exterior, lechosa en la sombra y plateada al sol, parecía incólume. El ingeniero se aproximó al lugar en el que el casco penetraba en la tierra, trepó por el terraplén que rodeaba al coloso y acarició el casco.

— No es mal material este keramit — murmuró sin volverse —. Si pudiera echar una ojeada a las toberas… Miró desconcertado a las bocas, que se alzaban sobre la llanura.

— Ya las veremos — dijo el físico —. Pero ahora vamos, ¿no? Una pequeña exploración.

El coordinador ascendió hasta la cima. Los demás le siguieron. Por todas partes se extendía ante ellos la llanura bañada por el sol. Era plana, descolorida; en la distancia destacaban las delgadas siluetas que habían visto el día anterior. Pero a la clara luz del día podía advertirse que no se trataba de árboles. Sobre sus cabezas, el cielo era azul como el de la Tierra, y en el horizonte se teñía de tonalidades verdosas. Minúsculos cirros se deslizaban casi imperceptiblemente hacia el norte. El coordinador estableció los puntos cardinales con ayuda de la brújula que colgaba de su muñeca. El doctor se inclinó y escarbó con el pie en el suelo.

— ¿Por qué no crece nada aquí? — preguntó extrañado.

Todos se quedaron callados. En efecto, hasta donde alcanzaba la vista, la llanura era un yermo absoluto.

— Al parecer, esta zona está expuesta a la desertización — aventuró el químico —. Allá, más lejos, ¿ves la superficie? Hacia el oeste es cada vez más amarillenta. Supongo que hay allí un desierto y que el viento arrastra la arena hasta aquí. Porque esta colina es arcillosa.

— Eso ya lo hemos podido comprobar — observó el doctor.

— Tenemos que trazar al menos un plan general de exploración — dijo el coordinador —. Las reservas alcanzan para dos días.

— A duras penas. Nos queda poca agua — objetó el cibernético.

— Hasta que no encontremos agua, tenemos que ser muy ahorrativos. Si hay oxígeno, también debe haber agua. Creo que debemos proceder del siguiente modo: a partir del punto en que nos encontramos, haremos una serie de incursiones, avanzando siempre en línea recta y sólo hasta una distancia desde la que podamos regresar con seguridad y sin excesiva precipitación.

— Como máximo, treinta kilómetros en una dirección — anotó el físico.

— De acuerdo. Se trata sólo de una exploración inicial.

— Un momento.

El ingeniero se había mantenido un poco aparte, sumido al parecer en sombríos pensamientos.

— ¿No les parece que estamos actuando como inconscientes? Acabamos de sufrir un accidente en un planeta desconocido. Hemos conseguido salir de la nave espacial. Pero en vez de dedicar todas nuestras energías a lo que es más importante, volver a poner en funcionamiento el cohete, reparar todo lo que se pueda y rescatar la nave y todo lo demás, nos dedicamos a planear excursiones, sin armas, sin ningún tipo de protección y sin tener la más mínima idea de lo que nos podemos encontrar.

El coordinador le escuchó en silencio y luego miró uno por uno a sus compañeros. Todos estaban sin afeitar. La barba de tres días ya les daba un aspecto salvaje. Era evidente que las palabras del ingeniero habían producido efecto. Pero nadie decía nada, como si esperaran la respuesta del coordinador.

— Seis hombres no pueden desenterrar el cohete, Henryk — dijo, eligiendo con sumo cuidado las palabras —. Lo sabes perfectamente. En la situación en que nos encontramos, poner en funcionamiento hasta el más pequeño aparato exige una cantidad de tiempo que ni siquiera podemos calcular. El planeta está habitado. Pero no sabemos nada sobre él. Ni siquiera hemos tenido tiempo de rodearlo antes de la catástrofe. Nos hemos aproximado a él desde el hemisferio nocturno y, a consecuencia de un error fatal, hemos chocado contra la cola de gas. En la caída hemos llegado hasta la línea del terminador. En la última pantalla que se resquebrajó vi (o me pareció ver) algo parecido a una ciudad.

— ¿Y por qué no lo has dicho antes? — preguntó suavemente el ingeniero.

— Sí, ¿por qué no? — quiso saber también el físico.

— Porque no estoy seguro de mis observaciones. Para empezar, ni siquiera sé en qué dirección debo buscarla. El cohete giró sobre sí mismo. He perdido la orientación. Aun así, sigue existiendo una posibilidad, por pequeña que sea, a fin que podamos encontrar ayuda. No quería hablar de ello porque todos y cada uno de nosotros sabemos que tenemos pocas posibilidades. Además, necesitamos agua. La mayor parte de nuestras provisiones están en el piso inferior, bajo una capa de agua contaminada. Por tanto, creo que debemos asumir ciertos riesgos.

— De acuerdo — dijo el doctor.

— Yo también — añadió el físico.

— Cuenten conmigo — murmuró el cibernético y se alejó algunos pasos, en dirección sur, como si no quisiera oír el resto de la conversación. El químico asintió. El ingeniero guardó silencio. Descendió de la colina, se colocó la mochila a la espalda, y preguntó:

— ¿Hacia dónde?

— Hacia el norte — respondió el coordinador —. El ingeniero emprendió la marcha y los demás se unieron a él. Cuando, al cabo de unos pocos minutos, miraron hacia atrás, apenas podían distinguir ya la colina. Tan sólo el casco del cohete destacaba contra el cielo como un cañón de campaña.

Hacía mucho calor. Sus sombras se proyectaban empequeñecidas. Los zapatos se hundían en la arena. Tan sólo se oían las pisadas rítmicas y la respiración rápida. Se acercaron a las delgadas formas que, a la luz crepuscular, habían tomado por árboles y retardaron el paso. Un tronco vertical se alzaba desde el suelo marrón, grisáceo como piel de elefante, con un débil resplandor metálico. El tronco, que en su base era apenas más grueso que el brazo de un hombre, se abría en un ensanchamiento en forma de cáliz a unos dos metros por encima del suelo. Desde donde se hallaban no podían distinguir si el cáliz estaba abierto. Se mantenía completamente inmóvil. Se pararon a algunos metros de aquella forma. El ingeniero se adelantó impulsivamente y alzó la mano para tocar el «tronco». Pero el doctor gritó:

— ¡Quieto!

El ingeniero retrocedió, alarmado. El doctor le tomó del brazo para apartarle, recogió una piedra, no mayor que un guisante, y la arrojó a lo alto. La piedra descendió, describiendo una parábola muy pronunciada sobre la superficie caliciforme ligeramente ondulada. Todos retrocedieron sobresaltados ante la repentina e inesperada reacción. El cáliz se movió, se abrió con la velocidad del relámpago, se oyó un corto siseo, como si hubiera un escape de gas, y toda la grisácea columna, ahora temblorosa como acometida por la fiebre, se hundió, engullida por la tierra. Se formó en el suelo un agujero que, durante un instante, se llenó de una oscura y espumeante grasa; luego, grumos arenosos nadaron sobre la superficie, la capa se fue espesando, y al cabo de unos segundos no quedaba ni el menor rastro de la abertura. El suelo arenoso parecía tan liso como lo que había a su alrededor. Todavía no se habían recobrado de su estupor cuando el químico gritó:

— ¡Miren!

Dirigieron las miradas a su alrededor. En un espacio de varias decenas de metros, donde hacía unos instantes podían verse tres o cuatro delgadas figuras de la misma altura, ahora ya no había ninguna.

— ¡Se han hundido todos! — gritó el cibernético.

Por mucho que buscaron, no encontraron la más mínima huella de los cálices. El sol era cada vez más ardiente y resultaba difícil soportar el calor. Prosiguieron la marcha.

Avanzaron durante una hora en fila india, encabezada por el doctor, que llevaba la mochila, seguido por el coordinador. Cerraba la columna el químico. Todos ellos se habían desabrochado los trajes y algunos incluso se habían subido las mangas. Con los labios resecos, empapados de sudor, se arrastraban a través de la llanura. En el horizonte centelleaba una larga franja horizontal.

El doctor se detuvo y esperó al coordinador.

— ¿Cuántos kilómetros crees que hemos recorrido?

El coordinador volvió la cabeza contra el sol, hacia el lugar donde había quedado el cohete. Pero ya no se le veía.

— El planeta tiene un radio menor que el de la Tierra — dijo, carraspeó y se secó el sudor de la cara con un pañuelo —. Hemos debido caminar unos ocho kilómetros.

El doctor apenas podía ver nada a través de la ranura de sus hinchados párpados. Llevaba una gorra de tela sobre los ensortijados cabellos, negros como ala de cuervo. Se refrescó repetidas veces con el agua de su botella.

— Esto es insensato, ¿no crees? — y se echó a reír inmediatamente.

Ambos miraron hacia el punto donde hasta hacía poco todavía se dibujaba el cohete en el horizonte como una fina línea oblicua. Ahora sólo veían allí las tenues sombras de los cálices, de un gris pálido en la distancia. Habían reaparecido sin que ellos se dieran cuenta. Los demás se acercaron. El químico depositó en el suelo la lona enrollada de la tienda de campaña y se sentó o, mejor dicho, se derrumbó sobre ella.

— Curiosamente no se advierte el menor rastro de la civilización local.

El cibernético hurgó en sus bolsillos, encontró tabletas de vitaminas en un paquete aplastado y ofreció a todos.

— En la Tierra no hay desiertos así, ¿verdad? — preguntó el ingeniero —. Sin carreteras ni artefactos voladores.

— No supondrán que íbamos a encontrar, precisamente aquí, una copia fiel de nuestra civilización terrestre.

El físico miraba burlonamente al ingeniero.

— El sistema estelar es estable aquí y la civilización ha podido desarrollarse en Edén durante más tiempo que en la Tierra, de modo que…

— A condición que sea una civilización de primates — le interrumpió el cibernético.

— Escuchen, ¿por qué nos detenemos precisamente aquí? Sigamos. En media hora habremos llegado allí — el coordinador señalaba una delicada banda lila en el horizonte.

— ¿Y qué es eso?

— No lo sé. Pero allí hay algo. Tal vez encontremos agua.

Crujieron las correas de los bultos sobre las espaldas, el grupo se colocó de nuevo en línea y avanzaron con pasos regulares sobre la arena. Pasaron junto a una docena de cálices y otras formas mayores, que parecían apoyarse en el suelo mediante lianas o vástagos, pero ninguna de ellas estaba a menos de doscientos metros y no querían apartarse de la dirección que habían tomado. El sol estaba casi en su cenit cuando cambió el paisaje.

Había cada vez menos arena. La tierra, requemada por el sol, centelleaba en largas y lisas ondulaciones de un color herrumbroso. Aquí y allá aparecían grises manchas de musgo reseco, que se desmenuzaba bajo las suelas como papel quemado. La franja lila se dividía claramente en grupos separados; su color se tornaba cada vez más claro. Era más bien verde, salpicado de azul pálido. El viento del norte arrastró hasta ellos un débil y delicado aroma, que aspiraron con receloso placer. Al acercarse a una parte ligeramente curvada, hecha de oscuras y extrañas formas, los primeros de la fila acortaron un poco el paso para dar tiempo a que se les unieran los demás. Juntos se aproximaron hasta hallarse ante un frente rígido de extrañas figuras.

A unos cien pasos de distancia todavía podrían haberlo tomado por un matorral, por arbustos llenos de grandes nidos grises de pájaros, no tanto porque lo parecieran realmente, sino más bien porque sus ojos intentaban constantemente relacionar aquellas extrañas formas con objetos conocidos.

— Podrían ser arañas — dijo, vacilante, el físico.

Y al momento se imaginaron ver criaturas como arañas, con pequeños torsos fusiformes cubiertos de espeso pelo, que hubieran recogido bajo su cuerpo sus secas y desmesuradamente largas patas.

— ¡Son plantas! — exclamó el doctor, y se acercó lentamente a una de aquellas altas «arañas» de color verde grisáceo.

Comprobaron que las «patas» eran gruesos tallos, cuyos brotes, compactos y cubiertos de pelusa, podían fácilmente confundirse con las articulaciones de un artrópodo. Siete u ocho de aquellos tallos ascendían hacia arriba formando arco, configurando un «cuerpo» espeso, a modo de piña, que recordaba la parte posterior aplanada de un insecto y estaba rodeada de delicadas telarañas que brillaban bajo el sol. Aquellas «arañas vegetales» crecían densamente unas junto a otras, aunque se podía caminar entre ellas. Aquí y allá aparecían en los tallos brotes más claros, que tenían casi el color del laurel terrestre y acababan en capullos enrollados. El doctor lanzó una piedra contra uno de aquellos «cuerpos insectiformes», que se alzaba varios metros sobre el suelo. Como no sucedió nada, eligió un tallo y hundió el cuchillo en él. Brotó, en pequeñas gotas, un zumo amarillento y acuoso que empezó a espumar y adquirir una coloración naranja y herrumbrosa, hasta que, al cabo de algún tiempo, se solidificó en un coágulo en forma de corazón, que desprendía un fuerte aroma, muy agradable al principio, pero repulsivo después.

En esta curiosa plantación la temperatura era algo más fría que en la llanura. Los «cuerpos» bulbosos de las plantas arrojaban un poco de sombra. El matorral se iba espesando a medida que entraban en él. Procuraban no tocar los tallos, en especial los brotes blancos en que terminaban los retoños más recientes, porque despertaban en ellos una oscura repugnancia.

El suelo era blando y esponjoso y exhalaba un vaho húmedo que dificultaba la respiración. Sobre sus rostros y sus brazos se deslizaban las sombras de los «cuerpos insectiformes», unas veces más altas y otras más profundas, grandes o pequeñas. Estos «cuerpos» eran finos y delgados, con espinas de vivo color naranja, aunque los había también marchitos, resecos, muertos. Desde ellos descendían hasta el suelo finas telarañas. Cuando sobrevenía un golpe de aire brotaba desde la maleza un susurro sordo y desagradable, no como el murmullo suave de los bosques de la Tierra, sino como el rasposo sonido de miles y miles de trozos de áspero papel. De vez en cuando les cerraban el paso algunas plantas aisladas, con sus retorcidos brotes, y entonces tenían que dar un rodeo. Al cabo de cierto tiempo renunciaron a levantar la mirada hacia los espinosos «cuerpos» y tratar de descubrir semejanzas con nidos, piñas o capullos de gusanos de seda.

De pronto, el doctor, que marchaba a la cabeza, observó un grueso cabello negro que descendía verticalmente, delante de su cara, como si fuera un fuerte hilo brillante o un fino alambre esmaltado. Estaba a punto de apartarlo con la mano. Pero como nunca había visto nada parecido, alzó instintivamente la mirada y se quedó clavado en tierra, como si hubiera echado raíces.

Algo gris perla, que pendía a modo de bulbo sobre los tallos amalgamados en la base de uno de aquellos «capullos de gusano de seda», le contemplaba fijamente. Sintió sobre sí la mirada antes incluso de descubrir dónde tenía los ojos aquella deforme criatura. No se distinguían en ella ni cabeza ni patas. Tenía el aspecto de una piel hinchada en forma de saco, rellena por dentro de pálidas excrecencias que desprendían un suave brillo. De un oscuro y grueso embudo emergía el pelo negro, que probablemente alcanzaba los dos metros de longitud.

— ¿Qué ocurre? — preguntó el ingeniero, que marchaba inmediatamente a continuación. El doctor no respondió. El ingeniero alzó la vista y también se detuvo asombrado.

— ¿Cómo puede ver esa cosa? — preguntó maquinalmente, y retrocedió un paso ante la repugnancia que le inspiraba aquel ser, cuya ávida mirada, totalmente concentrada sobre él, parecía succionarle, aunque no podía ni ver ni adivinar dónde tenía los ojos.

— Sencillamente asqueroso — exclamó el químico.

Todos ellos se hallaban ahora detrás del ingeniero y del doctor, que también había retrocedido un paso ante aquella forma colgante. Los demás le hicieron sitio, en la medida en que se lo permitían los elásticos tallos. El químico sacó del bolsillo de su traje el bruñido cilindro, apuntó tranquilamente al pálido cuerpo, que brillaba más claramente que su entorno vegetal, y oprimió el disparador.

En una fracción de segundo sucedieron muchas cosas. Primero, se quedaron aturdidos por un súbito fulgor. Era tan vivo que los cegó, salvo al doctor, que había pestañeado en aquel preciso instante, y el centelleo duró justamente el tiempo que mantuvo cerrados los párpados. El fino rayo siguió su vuelo, los tallos se curvaron, crepitaron, les rodeó una condensación de negro vaho y la cosa se desplomó y chocó pesada y esponjosamente contra el suelo. Permaneció inmóvil durante un segundo, como un balón gris lleno de pequeños grumos que se hubiera desinflado. Tan sólo el negro cabello se movía y danzaba furiosamente sobre la criatura, azotando el aire con relampagueantes contracciones. Luego también el pelo desapareció y sobre el esponjoso musgo empezaron a desparramarse en todas las direcciones los informes miembros vesiculares de aquella criatura, con movimientos de babosa. Antes que ninguno de los hombres hubiera podido hacer un solo movimiento, había terminado la huida o, mejor dicho, la desintegración. Las últimas partículas de aquella cosa, pequeñas como orugas, se hundieron en el suelo…, que apareció de nuevo vacío ante los expedicionarios. Sólo les seguía quemando en la nariz un hedor intolerablemente dulce.

— ¿Era un enjambre?

El químico alzó la mano y se restregó los ojos. Los demás parpadearon. Estaban cegados y seguían viendo manchas negras.

— «E pluribus unum» — replicó el doctor—, o mejor dicho, «ex uno plures». No sé si es un buen latín, pero eso era esa criatura múltiple, capaz de dividirse en caso de necesidad.

— Huele fatal — dijo el físico —. Larguémonos de aquí.

— Vamos — convino el doctor.

Cuando ya se habían alejado una docena de pasos, dijo bruscamente:

— Me pregunto qué habría pasado si hubiera tocado aquel pelo.

— La satisfacción de tu curiosidad podría habernos costado demasiado cara — le replicó el químico.

— Tal vez no. Sabes que muchas veces la evolución reviste a criaturas completamente inofensivas de formas aparentemente peligrosas.

— Dejen ya esta conversación. Allá adelante está más claro — dijo el cibernético —. ¿Por qué hemos tenido que cruzar precisamente por este bosque de arañas?

Oyeron el murmullo de un arroyo y se detuvieron. Cuando reemprendieron la marcha, el murmullo se hizo más perceptible, pero luego se debilitó hasta desvanecerse por completo. No fueron capaces de encontrar el arroyo. El matorral ya no era tan espeso, pero el suelo se iba tornando más blando, era como la corteza afelpada de una ciénaga y les dificultaba el avance. A veces algo chapoteaba bajo sus pies, como si fuera hierba empapada en agua, aunque no había señales de agua por ninguna parte.

De pronto se hallaron al borde de una concavidad circular de unos sesenta metros de diámetro. Se veían unas pocas plantas de ocho tallos, muy distanciadas unas de otras. Parecían muy viejas. Los tallos se separaban en la parte inferior, como si no pudieran soportar el peso compacto de la sección central. Recordaban a grandes arañas desecadas más aún que las que acababan de dejar a sus espaldas. El suelo estaba parcialmente cubierto por herrumbrosas piezas dentadas de una masa porosa que, en parte, se hundían en tierra y estaban cubiertas de brotes vegetales. El ingeniero descendió por la empinada pendiente no demasiado profunda, y curiosamente, sólo cuando ya se hallaba abajo se les ocurrió a sus compañeros que esa concavidad tenía el aspecto de un cráter, como si en aquel lugar hubiera ocurrido alguna catástrofe.

— Como una bomba — murmuró el físico.

Se hallaba encima del terraplén y estaba viendo cómo el ingeniero se acercaba al matorral grande, delante de la mayor de las «arañas», y lo sacudía.

— ¿Es hierro? — gritó el coordinador.

— No.

El ingeniero desapareció entre los deformados fragmentos de un matorral que recordaba a un cono truncado. Reapareció entre los altos tallos que se rompían crujiendo cuando los apartaba y regresó con expresión sombría. Varias manos salieron a su encuentro, subió la pendiente y alzó los hombros ante los rostros expectantes.

— No tengo la menor idea de lo que puede ser. Está vacío. Ahí abajo no hay nada. Una corrosión muy avanzada. Aquí hay una vieja historia que ha podido pasar hace cien, trescientos años…

Bordearon el cráter en silencio y eligieron una senda por la parte donde el matorral era más bajo. De pronto, la maleza se redujo a ambos lados. En el centro se dibujaba una estrecha franja. Era tan angosta que apenas permitía el avance de un solo hombre, una especie de surco completamente recto. A la derecha e izquierda, los tallos aparecían cortados y machacados, los nudos en forma de piña estaban en parte desplazados hacia un lado, hacia las otras plantas-araña, y en parte aplastados contra el suelo. Sus cáscaras crujían bajo las suelas de los zapatos como la corteza reseca de los árboles. Decidieron avanzar en fila india por aquella senda abierta en la espesura. Tuvieron que comenzar por apartar a un lado los tallos secos, pero ahora avanzaban más rápidamente que al principio. La vereda se dirigía claramente, trazando un gran arco, hacia el norte. Al final, pudieron dejar a sus espaldas los últimos matorrales. Habían cruzado toda la maleza. Ante ellos se extendía de nuevo la llanura.

En el punto en que el sendero dejaba el matorral enlazaba con una pequeña pista. A primera vista creyeron que se trataba de una senda, pero no lo era. En el suelo aparecía excavado un pequeño surco de unos doce centímetros de profundidad y no mucho más de ancho. Estaba cubierto de líquenes de un verde plateado y suaves como el terciopelo. Este singular «césped», como lo llamó el doctor, conducía en línea recta a una especie de resplandeciente cinturón que se extendía como una muralla de un extremo a otro de la llanura y cerraba todo el horizonte a sus miradas.

Puntiagudas elevaciones, como torres góticas recubiertas de láminas de plata, brillaban por encima de aquel lienzo de muralla. Apresuraron la marcha y a medida que se acercaban iban descubriendo nuevos detalles. A un lado, se extendía a lo largo de kilómetros y kilómetros una superficie provista de arcos regulares, como la cubierta de un gigantesco hangar, si bien la bóveda de los arcos estaba vuelta hacia la parte inferior. Por debajo podía percibirse un gris chisporreteo, como si de las bóvedas se desprendiera un fino polvo o espolvoreara hacia abajo agua turbia. Cuando se detuvieron más cerca, el viento les trajo un extraño aroma amargo, pero agradable, como de flores desconocidas. Siguieron avanzando a corta distancia unos de otros. La estructura en forma de arcos se alzaba cada vez más alta; cada arco se estiraba, como el gigantesco pilotaje invertido de un puente, hasta casi un kilómetro de longitud. Allí donde, sobre el telón de fondo de las nubes, se unían dos arcos formando punta, había algo que brillaba intensamente con una luz de fulgor regular, como si espejos inmóviles reflejaran hacia abajo los rayos solares.

El muro que tenían ante ellos era móvil. Consistía en arroyuelos o cordones de color marrón y estaba dotado de una especie de movimientos peristálticos. De izquierda a derecha se desplazaban, a distancias uniformes, crestas onduladas. Parecía una cortina hecha de un extraño material, tras la que desfilaban, a intervalos iguales, elefantes; en realidad, animales más grandes que elefantes. Cuando llegaron finalmente al punto en que acababa aquel estrecho sendero en forma de surco cubierto de aterciopelado musgo, el aroma amargo era ya insoportable.

— Tal vez sean emanaciones venenosas — dijo el cibernético, que acababa de sufrir un acceso de tos.

Durante un rato observaron el deslizamiento regular de las ondas. A algunos pasos de distancia, la «cortina» les parecía homogénea, como tejida con espesas fibras opacas. El doctor tomó una piedra y la lanzó contra ella. La piedra desapareció, como si se hubiera fundido o evaporado, sin haber llegado a tocar la ondulante superficie.

— ¿Ha caído dentro? — preguntó, vacilante, el cibernético.

— No — exclamó el químico —. Ni siquiera la ha tocado.

El doctor tomó de nuevo un puñado de piedras y tierra, y las arrojó una tras otra. Todas desaparecieron unos centímetros antes de alcanzar la «cortina», sin llegar a tocarla. El ingeniero sacó una llave de un pequeño manojo y la lanzó contra la superficie en el momento en que ésta se hinchaba. La llave chirrió, como si hubiera chocado contra una plancha de metal. Y desapareció.

— ¿Qué hacemos ahora? — preguntó, desconcertado, el cibernético, mirando al coordinador.

Éste permanecía silencioso. El doctor se quitó la mochila, sacó una lata de conservas, cortó con el cuchillo un trocito de carne congelada y la arrojó contra la «cortina». El trozo congelado de carne quedó colgado en la opaca superficie, se mantuvo sujeto durante algún tiempo y luego desapareció lentamente, como si se hubiera fundido.

— ¿Saben lo que es? — dijo con ojos brillantes —. Es un filtro, una especie de cortina seleccionadora…

El químico encontró en la anilla de su mochila un brote reseco y roto de una «planta araña», que se había prendido al cruzar la maleza, y lo arrojó, sin más, contra la ondulante cortina. El tallo seco chocó contra la pared y cayó al suelo delante de ella.

— Un selector — dijo, con tono indeciso.

— ¡Por supuesto! ¡Sin duda!

El doctor se acercó hasta que su corta sombra en el suelo rozó el borde de la «cortina», extrajo su arma negra, apuntó y disparó. Apenas el chorro, fino como una aguja, tocó la abombada superficie, se produjo en ella una abertura lenticular. Detrás podía verse un espacio mayor, oscuro, en el que, arriba y abajo, saltaban chispas; más al fondo serpenteaban infinidad de pequeñas llamas rosadas. El doctor retrocedió jadeando y tosiendo. El aroma amargo le punzaba en la garganta y la nariz. Le alejaron de allí un buen trecho.

La abertura se redujo. Al acercarse a ella, las ondas se hacían más lentas, se desviaban hacia arriba y hacia abajo, y luego seguían su curso. La abertura se hacía cada vez menor. Súbitamente, desde el interior emergió algo negro, rematado en un apéndice a modo de dedo, recorrió como un relámpago los bordes de la abertura y ésta se cerró al instante. Se hallaron de nuevo desorientados ante aquella cobertura que se hinchaba a intervalos regulares.

El ingeniero sugirió que debían deliberar, lo que, en palabras del doctor, era prueba del hecho que no sabían qué hacer. Al final decidieron seguir avanzando a lo largo de la gran estructura. Recogieron sus cosas y reemprendieron la marcha. Caminaron así unos tres kilómetros. En el camino se cruzaron con una buena docena de surcos de césped que conducían a la llanura. Reflexionaron durante algún tiempo sobre lo que podrían significar. Renunciaron a la sugerencia que pudiera tratarse de cultivos, porque era demasiado disparatada. El doctor se tomó incluso la molestia de buscar algunos líquenes entre los surcos verdeoscuros. Recordaban un poco al musgo, pero tenían en las pequeñas raíces abultamientos como perlas en los que se insertaban pequeños y duros granos.

Hacía ya mucho tiempo que había pasado el mediodía. Acuciados por el hambre, hicieron un alto para recuperar fuerzas a pleno sol, porque no había ninguna sombra y no sentían el menor deseo de retroceder ochocientos metros hasta la espesura. La maleza de arañas no les había causado precisamente una buena impresión.

— Según las narraciones que leí de joven — declaró el doctor, con la boca llena—, en esta maldita cortina debería aparecer ahora un agujero vomitando fuego, del que debería salir un individuo con tres manos y una sola y gruesa pierna, con un telecomunicador interplanetario bajo el brazo, presentarse como un telépata sideral y darnos a entender que es el representante de una civilización altamente desarrollada que…

— Deja de decir simplezas — le interrumpió el coordinador, vertiendo agua del termo en su vaso, que inmediatamente se cubrió de rocío —. Sería mejor que pensáramos en lo que vamos a hacer.

— Creo que deberíamos entrar ahí — dijo el doctor, y se levantó como si se dispusiera a hacerlo en el acto.

— Me gustaría saber cómo — replicó con calma el físico.

— ¡Estás completamente loco! — exclamó el cibernético.

— No estoy loco. Por supuesto, podemos seguir caminando, a condición que alguno de esos individuos de una sola pierna nos eche algo de comida.

— ¿Lo dices en serio? — preguntó el ingeniero.

— Por supuesto. ¿Y sabes por qué? Pues sencillamente porque ya estoy harto.

Y se volvió.

— ¡Quieto! — gritó el coordinador.

Sin prestarle atención, el doctor se dirigió a la pared. Los demás se precipitaron para detenerle. Pero mientras corrían, él ya había tocado con la mano la cortina.

La mano desapareció. Durante un segundo el doctor se quedó inmóvil, luego dio un paso adelante y se desvaneció. Los demás se detuvieron, estupefactos, en el lugar en que todavía podía percibirse la huella de su zapato izquierdo. De pronto, sobre la cortina emergió la cabeza del doctor. Su cuello parecía como cortado con un cuchillo, le lagrimeaban los ojos y estornudó un par de veces.

— El aire es un poco sofocante aquí dentro — dijo— y pica endemoniadamente la nariz, pero se puede aguantar bien un par de minutos. Parece gas lacrimógeno. Vengan. No hace daño. No se siente nada en absoluto.

Donde debían estar sus hombros apareció ahora su brazo izquierdo, suspendido en el aire.

— ¡Tú sí que…! — empezó a decir el ingeniero, mitad enojado y mitad contento, y agarró la mano del doctor, que tiró de él, de modo que desapareció del campo de visión de los demás. Uno tras otro fueron entrando en la ondulante cortina. En último lugar el cibernético. Vacilaba, carraspeó, el corazón le palpitaba locamente. Cerró los ojos y dio un paso al frente. Le rodeó la oscuridad, y luego se hizo la luz.

Se hallaba, junto a los otros, en un amplio espacio, lleno de un jadeo fatigoso y asmático. Oblicua, vertical y horizontalmente, se cortaban perpendicular y lateralmente, giraban en torbellino y vibraban gigantescos cilindros, tubos y columnas de diferente grosor. En algunos lugares se ensanchaban y en otros se estrechaban. Desde las profundidades de este bosque de cuerpos brillantes en constante movimiento en todas las direcciones llegaba un chasquido precipitado, que cesaba súbitamente y era luego seguido de otros sonidos más suaves. La serie de sonidos se repetía sin cesar.

Era difícil soportar aquel olor amargo. Todos estornudaban. Les lagrimeaban los ojos. Tapándose la cara con pañuelos se alejaron un poco de la cortina que, vista desde el interior, ofrecía el aspecto de una catarata de líquido negro, espeso como el jarabe.

— ¡Vaya! ¡Como si por fin hubiéramos vuelto a casa! ¡Una fábrica, una fábrica automatizada! — exclamó el ingeniero entre dos estornudos.

Las toses fueron cesando poco a poco, a medida que se iban habituando al amargo aroma. Se miraron unos a otros, con ojos lacrimosos y entrecerrados.

Tras caminar una docena de pasos por aquel suelo que cedía bajo sus pies como si fuera de goma elástica, aparecieron ante ellos negros pozos. Objetos brillantes saltaban hacia arriba en su interior, pero con tal rapidez que no podían distinguirse sus formas. Tenían el tamaño de cabezas humanas y parecían incandescentes. Volaban hacia la altura, donde una de las columnas, inclinada sobre los pozos como una pipa, los engullía sin dejar de girar. Los objetos no desaparecían instantáneamente, su fulgor rosa seguía brillando, cada vez más débil, a través de las temblorosas paredes de la columna, como si fuera un cristal oscuro. Podía verse cómo avanzaban en el interior.

— Producción en serie con ayuda de cinta transportadora — murmuró el ingeniero tras su pañuelo.

Rodeó cuidadosamente los pozos. ¿De dónde procedía la luz? La tapa era semitransparente; el brillo, gris y monótono, se perdía en el mar de cuerpos flexibles que se encogían, se retorcían y giraban como arroyuelos que se deslizaran en el aire. Todas aquellas formas elásticas parecían obedecer una orden, se movían a ritmo uniforme. Las fuentes lanzaban los brillantes objetos a gran altura y el juego se repetía a una altura mayor. También bajo la tapa, las rojizas burbujas de los rectángulos volantes dibujaban arcos en el aire, pero los rectángulos, allá arriba, eran mucho mayores.

— Debemos encontrar un almacén de productos acabados o al menos de lo que aquí se llame producción final — opinó el ingeniero.

El coordinador le tocó el brazo:

— ¿De qué clase de energía se trata?

El ingeniero se encogió de hombros:

— No tengo la menor idea.

— Me temo que no encontraremos la producción final ni al cabo de un año. Esta nave tiene kilómetros de longitud — dudó el físico.

Curiosamente, cuanto más avanzaban en la nave más fácil les resultaba respirar, como si aquel aroma amargo fluyera de la «cortina».

— ¿No nos extraviaremos? — el cibernético alzaba, preocupado, la cabeza.

El coordinador consultó su brújula.

— No. Marca bien. Es evidente que aquí no hay hierro ni electromagnetos.

Durante más de una hora avanzaron a lo largo del tembloroso bosque de aquella extraordinaria fábrica, hasta que, a su alrededor, se despejó algo más el espacio. Podía percibirse una bocanada de aire fresco, como si la atmósfera se hubiera enfriado. Disminuyó el número de rodillos que corrían en una y otra dirección. Se encontraron directamente ante una enorme espiral de forma abovedada. Desde la parte superior descendían ramificaciones curvadas en forma de S, que flotaban como trenzas. Estaban rematadas por romos y redondos nudos de los que caía sin interrupción una densa lluvia de objetos. Los negros cuerpos parecían recubiertos de un esmalte brillante y se precipitaban en la espiral en un punto que no podían ver, porque se hallaba a varios metros sobre sus cabezas.

De pronto, la grisácea pared de la espiral, curvada en forma lenticular, se ensanchó y avanzó en dirección a ellos, algo se estiró violentamente en su interior y se hinchó. Retrocedieron involuntariamente, porque aquella burbuja gris sucio que se inflaba tenía un aspecto amenazador. Se abrió silenciosamente y por la redonda abertura fluyó una corriente de cuerpos negros. En el mismo instante apareció abajo, en un ancho pozo, una pila de bordes arqueados y los objetos se precipitaron tumultuosamente en ella, como si chocaran con una gruesa almohada de goma. La pila brincó a extraordinaria altura, y se agitó y sacudió de tal forma que al cabo de pocos segundos los objetos negros habían formado un cuadro ordenado sobre su lisa superficie.

— ¡Los productos finales!

El ingeniero corrió hacia el borde, se inclinó y agarró uno de aquellos objetos negros. En el último instante, el coordinador le sujetó por el cinturón y sólo gracias a esta circunstancia el ingeniero no se cayó de cabeza en la pila, porque no estaba dispuesto a soltar su presa y él solo no habría podido sujetarla. El físico y el doctor le ayudaron a levantar la pesada carga.

El objeto alcanzaba las dimensiones de un tronco humano. Tenía segmentos más claros, semitransparentes, en los que centelleaban hileras de finos cristales fundidos, de brillo metálico. Tenía también pequeñas aberturas rodeadas de abultamientos de forma de oreja. Encima había un tosco mosaico de protuberancias que sobresalían de una masa violeta oscuro extremadamente dura, de color negro cuando se la exponía a la luz. En una palabra: se trataba de un objeto muy complicado. El ingeniero se arrodilló ante él, y lo tocó, palpó y golpeó durante un buen rato.

El doctor, mientras tanto, observaba lo que ocurría en la pila. Tras haberse formado en ella un cuadrado, fue izada lentamente mediante un pivote que se estremecía bajo el esfuerzo; de pronto se inclinó, pero sólo de un costado. Se convirtió en una gigantesca cuchara. Salió a su encuentro una gran trompa, que se abrió despidiendo un olor cálido y fétido. Las abiertas fauces engulleron con un espantoso chasquido de la lengua todos los objetos y se cerraron, como si los tragara. De pronto se iluminó el interior de aquella monstruosa maquinaria en forma de trompa. El doctor pudo ver el incandescente núcleo de fuego que disolvía los objetos. Se fundían y formaban una ardiente pasta uniforme de color naranja. El resplandor se debilitó y las fauces en forma de trompa se oscurecieron. El doctor se olvidó por completo de sus compañeros y rodeó dos grandes columnas que se elevaban a gran altura, y en cuyo interior flotaban ahora los ardientes núcleos como en un poderoso esófago. Se detuvo en el laberinto e intentó, restregándose de vez en cuando los lagrimosos ojos, seguir el camino de la incandescente pasta. Durante algún tiempo la perdió de vista, pero luego descubrió de nuevo su huella, porque volvió a brillar en estrechos y negros arroyuelos serpenteantes. Cuando llegó a un lugar que le pareció reconocer, vio volar los incandescentes cuerpos, ya parcialmente moldeados, hacia unas fauces y saltar hacia arriba, unos junto a otros, como si fueran arrojados desde el interior de los pozos. Grandes tubos negros, gruesos como trompas de elefante, descendían bamboleándose desde la altura y los devoraban. En el interior de estos tubos se disparaban a lo alto, como filas rosas, y se iban haciendo cada vez más pequeños. Con la cabeza echada hacia atrás, el doctor prosiguió su marcha, olvidándose de todo lo que le rodeaba. Los incandescentes cuerpos pasaban adelantándose, pero no le importaba, porque incesantemente les seguían otros. De pronto, estuvo a punto de caer y apenas pudo reprimir un grito: se hallaba de nuevo en el espacio abierto. Ante él se alzaba la pared cupular de la espiral. Desde arriba caía en su garganta una cascada de negros objetos, ya totalmente enfriados tras el largo recorrido. El doctor rodeó la espiral, porque ahora ya sabía el punto en que debía esperar el nacimiento. Y allí se reunió de nuevo con los otros, apiñados en torno al ingeniero, que seguía analizando aquel objeto negro, mientras que la gran burbuja escupía una vez más los «productos finales» en la pila que se había vuelto a formar.

— ¡Hola! No se cansen más. Lo sé todo. Y voy a explicarles ahora mismo — gritó el doctor.

— ¿Dónde te has metido? Me tenías preocupado.

El coordinador se había vuelto hacia el doctor.

— ¿Has descubierto algo? Porque el ingeniero no ha sacado nada en limpio.

— ¡Si no fuera nada, no me importaría! — farfulló éste, propinando un furioso puntapié a la cosa negra, y contempló al doctor con mirada malhumorada —. Bueno, ¿qué has descubierto?

— La cosa es como sigue — comenzó el doctor, esbozando una curiosa sonrisa.

— Esto de aquí es engullido allí — señaló las fauces de la trompa, que se abrían en aquel preciso momento —. Ahora se calienta por ahí dentro, ¿lo ven? A continuación, todos se funden, se mezclan, ascienden en porciones y allí arriba comienza su elaboración. Cuando todavía están calientes, al rojo, vuelan hacia abajo, debajo del suelo, donde debe haber otro piso. Ahí debe pasarles algo, y luego regresan a través de estos pozos; ya apagados, pero todavía brillantes, caen en esta forma — mostró la espiral— y luego van al «almacén de productos finales». Desde allí retornan a la trompa, se funden, y así en un círculo interminable. Se funden, se separan, se moldean, se funden, se separan otra vez…

— ¡Estás loco! — susurró el ingeniero.

Gruesas gotas de sudor le brillaban en la frente.

— ¿No lo crees? Compruébalo tú mismo.

Lo comprobó. Dos veces. Todo ello exigió una larga hora. Cuando se encontraron de nuevo junto a la pila, que en aquel preciso momento se llenaba con una nueva remesa de «productos acabados», se hizo la oscuridad y la nave quedó sumida en un gris pálido.

El ingeniero parecía fuera de sí. Temblaba de ira. Crispaciones espasmódicas le cruzaban el rostro. Los restantes, aunque no menos asombrados, no parecían tan afectados por el descubrimiento.

— Tenemos que salir rápidamente de aquí. En la oscuridad podemos encontrar dificultades.

El coordinador tomó por el brazo al ingeniero. Éste se dejó llevar sin oponer resistencia, pero luego se soltó, se abalanzó sobre el objeto negro que había dejado en el suelo y lo izó con gran esfuerzo.

— ¿Quieres llevártelo? — preguntó el coordinador —. Está bien, te ayudaremos.

El físico agarró el informe objeto por los salientes en forma de oreja y lo arrastró, junto con el ingeniero, hasta el ondulante límite de la nave. El doctor penetró tranquilamente en la pared de la «catarata», brillante como un jarabe, y se encontró fuera, en la llanura, bajo el fresco hálito del atardecer. Aspiró voluptuosamente el aire hasta el fondo de los pulmones. Los demás le siguieron. El ingeniero y el físico trasladaron su carga hasta el lugar en que habían dejado sus mochilas y se dejaron caer en el suelo.

Encendieron el hornillo, pusieron agua a calentar, disolvieron en ella el concentrado de carne y comieron en silencio y con excelente apetito. Mientras tanto, había caído la noche cerrada. Aparecieron las estrellas. Su brillo se hacía a cada instante más fuerte y compacto. Los difusos matorrales de la distante maleza se fundieron en la oscuridad. Sólo la azulada llama del hornillo, movida por una suave brisa, arrojaba algo de luz. A sus espaldas, la alta pared de la nave, hundida en la noche, no emitía el más mínimo rumor. No podía distinguirse si flotaban sobre ella las ondas.

— La noche se echa aquí con tanta rapidez como en los trópicos de la Tierra — dijo el químico —. Eso quiere decir que hemos caído en la zona ecuatorial, ¿no?

— Eso creo — contestó el coordinador —. Pero ni siquiera conozco el ángulo de inclinación del planeta respecto de la eclíptica.

— ¿Y eso? Debería saberse.

— Por supuesto. Los datos están en el cohete.

Callaron. Se dejaba sentir el frío nocturno. Se taparon con las matas. El físico se dispuso a armar la tienda. Hinchó el toldo hasta que se mantuvo en pie, como una achatada semiesfera, con una pequeña entrada a ras del suelo. Buscó luego piedras por los alrededores para afianzar los bordes de la tienda de modo que no fuera arrastrada por el viento. Tenían estacas, pero nada con que poder hundirlas en el suelo. Sólo encontró algunas piedrecillas y regresó con las manos vacías hacia el azulado fuego.

De pronto, su mirada cayó sobre el negro objeto que habían traído de la nave. Lo levantó y lo puso sobre el borde de la tienda.

— Al menos la cosa sirve para algo — comentó el doctor, que observaba sus movimientos.

El ingeniero, acurrucado, con la cabeza entre las manos, parecía la viva estampa de la derrota total. No decía nada. Pidió su plato con un sonido inarticulado.

— ¿Y ahora qué, amigos? — preguntó de pronto, irguiéndose.

— Vamos a dormir, por supuesto — respondió con calma el doctor.

Extrajo cuidadosamente un cigarrillo de un paquete, lo encendió y dio una voluptuosa chupada.

— ¿Y mañana?

Se advertía bien que tras su tranquilidad aparente el ingeniero estaba extremadamente tenso.

— Te estás portando como un niño, Henryk — dijo el coordinador, que estaba limpiando la cacerola con tierra fangosa —. Mañana exploraremos la siguiente sección de esa nave. Hoy, según mis cálculos, hemos visto unos cuatrocientos metros.

— ¿Y crees que encontraremos algo nuevo?

— No lo sé. Tenemos todavía un día por delante. Mañana por la tarde tenemos que volver al cohete.

— Esto me llena de un gozo inmenso — farfulló el ingeniero.

Se levantó, se desperezó y lanzó un suspiro.

— Me siento como si no tuviera un hueso sano en todo el cuerpo — confesó.

— A todos nos pasa lo mismo — replicó amablemente el doctor —. Escucha, ¿de verdad no tienes nada que decir sobre esto?

Con la punta del cigarrillo señaló el objeto que sujetaba el borde de la tienda.

— Puedo, claro que puedo. ¿Por qué no? Se trata de un dispositivo que sirve, en primer lugar, para…

— No, en serio. Tiene partes diferenciadas. No lo entiendo.

— ¿Crees que yo lo entiendo? — resopló el ingeniero —. Es el producto de un loco. Una civilización de dementes. Es un Edén maldito. Lo que hemos vislumbrado ahí dentro ha sido producido a lo largo de una serie de procesos — añadió un poco más calmado —. Prensado, embutido en segmentos transparentes, sometido a tratamientos de terminación, pulimentado. Tienen que ser polímeros de elevado peso molecular y cristales inorgánicos. No sé para qué sirve todo ello. Es sólo una parte, no el todo. Pero incluso prescindiendo de ese demencial molino, me da la impresión que esta parte no tiene ningún sentido en sí misma.

— ¿Qué quieres decir? — preguntó el cibernético.

El químico puso los platos junto a las provisiones y desenrolló las mantas. El doctor apagó el cigarrillo y depositó cuidadosamente en la cajetilla la mitad no consumida.

— No tengo pruebas. Ahí dentro hay algunos eslabones. Pero no están unidos a nada. Algo así como un circuito eléctrico cerrado, pero cruzado por aislantes. Esto jamás puede resultar eficaz. Esa es la impresión que tengo. En definitiva, al cabo de los años uno adquiere algo así como instinto profesional. Puedo estar equivocado, por supuesto, pero preferiría no tocar el tema.

El coordinador se puso en pie. Los demás siguieron su ejemplo. Cuando apagaron el hornillo, se vieron envueltos en una oscuridad feroz. Las estrellas no despedían ninguna luz, sólo brillaban firmemente en un cielo curiosamente bajo.

— Deneb — dijo suavemente el físico.

Todos alzaron la mirada.

— ¿Dónde? ¿Allí?

Hasta el doctor bajó inconscientemente la voz.

— Sí. Y la pequeña, al lado, es Gamma Cygni. ¡Condenadamente brillante!

— Tres veces más brillantes que en la Tierra — dijo el coordinador.

— Hace frío y el hogar está lejos — murmuró el doctor.

Nadie añadió una palabra. Uno tras otro fueron entrando en la inflada tienda. Estaban tan agotados que cuando el doctor, siguiendo una inveterada costumbre, les deseó las buenas noches en la oscuridad, sólo le respondieron las respiraciones de los hombres ya dormidos.

Pero él no podía conciliar el sueño. Advirtió que no habían actuado con la debida prudencia. Algo monstruoso podía atacarles desde la cercana espesura. Deberían haber puesto centinelas. Durante algún tiempo reflexionó si no debería asumir él personalmente esta función. Pero rió irónicamente en la oscuridad, dio media vuelta y suspiró. No se dio cuenta de cuándo se quedó dormido. Y durmió como un tronco.

La mañana amaneció soleada. En el cielo aparecieron algunos cúmulos más que el día anterior. Consumieron un frugal desayuno. Guardaron lo restante para la cena. Sólo en el cohete tenían más provisiones.

— Si por lo menos pudiera uno lavarse — se lamentó el cibernético —. Hasta ahora nunca me había ocurrido nada semejante. Olemos a sudor. ¡Horroroso! Tiene que haber agua en alguna parte.

— Donde haya agua, habrá un peluquero — replicó animosamente el doctor, mientras se contemplaba en su pequeño espejo.

Esbozó muecas escépticas y heroicas.

— Por lo demás — añadió—, me temo que en este planeta el peluquero primero te afeita y luego te vuelve a poner todos los pelos. Sería muy posible aquí, ¿no crees?

— Tú contarías chistes hasta en tu propia tumba — intervino el ingeniero. Luego, confuso, añadió—: Perdona, no quise…

— No importa — replicó en doctor —. En la tumba, no, pero mientras llega, sí. Bueno, nos ponemos en marcha, ¿no?

Empaquetaron las cosas, desinflaron la tienda y comenzaron a caminar, con su carga, a lo largo de la cortina uniformemente ondulante, hasta alejarse más de un kilómetro del punto en que habían pernoctado.

— No estoy muy seguro, y tal vez me equivoque, pero me da la impresión que aquí la cortina es más alta.

El físico contemplaba con ojos entrecerrados los arcos, que se extendían por ambos lados. Muy arriba, centelleaban sus puntas con fuego plateado.

Hicieron un montón con los paquetes y entraron en la nave. Como el día anterior, pudieron pasar sin dificultades. El físico y el químico se quedaron ligeramente rezagados.

— ¿Qué piensas que son todas estas desapariciones? — preguntó el químico —. Aquí pasan tantas cosas que ayer me olvidé por completo de este asunto.

— Una especie de refracción — respondió el físico, no muy convencido.

— ¿Y dónde se apoya el techo? Por supuesto, aquí no — y señaló la cortina, surcada por las ondas, a través de la que habían penetrado.

— No lo sé. Tal vez haya en el interior apoyos ocultos, o se encuentren en otro lugar.

— Alicia en el País de las Maravillas — les saludó desde dentro el doctor —. ¿Empezamos? Hoy estornudo menos. Tal vez sea simplemente adaptación. ¿Qué dirección tomamos?

El aspecto general era parecido al del día anterior. Pero ahora avanzaban con mayor rapidez y seguridad. Al principio, les parecía incluso que todo era exactamente igual. Las columnas, los pozos, el bosque de oblicuos «esófagos», pulsantes y vibrantes; el resplandor, el centelleo, toda la tumultuosa serie de procesos discurría al mismo ritmo. Pero después de haber contemplado los productos acabados, cuyos contenedores en forma de pilas encontraron al cabo de algún tiempo, descubrieron que eran distintos de los del día anterior, más grandes y con otras formas. Y eso no era todo. Los «productos» — que, por lo demás, también salían del mismo lugar y se insertaban en un circuito— eran de otro tipo. Parecían la parte superior de un huevo cortado por la mitad. Esta mitad presentaba claras muestras que debía acoplarse con otras piezas. Además, de ellos sobresalían nódulos a modo de cuernos, como embocaduras de un tubo, en las que vibraba una laminilla lenticular, como si fuera una válvula a presión. Después de comparar varios objetos, pudieron comprobar que algunos presentaban dos cuernos abiertos, otros tres o cuatro, y que estas protuberancias adicionales eran más pequeñas o, por así decirlo, no habían sido totalmente acabadas, como si se hubiera interrumpido el proceso de elaboración. Las laminillas lenticulares llenaban a veces toda la embocadura y otras sólo una parte. En algunas faltaban por completo. En ocasiones, sólo veían algo así como un brote, un gránulo reducido, apenas mayor que un guisante. La superficie del «huevo» era en algunos ejemplares completamente lisa, mientras que en otros parecía algo rugosa. También tenía forma diferente, según los diversos objetos, la boquilla de la válvula de presión. En una encontraron incluso piezas gemelas, parcialmente fusionadas, que se comunicaban entre sí mediante una pequeña abertura, y las laminillas lenticulares tenían entonces la forma de un ocho. El doctor lo definió como mellizos siameses. Esta sección tenía ocho cuernecillos de distintos tamaño; los más pequeños todavía no se habían abierto.

— ¿Qué opinas? — preguntó el coordinador al ingeniero.

Éste se había arrodillado a su lado y revolvía toda una colección que había tomado de la pila.

— De momento, nada. Sigamos.

El ingeniero se puso en pie. Daba la impresión que su humor había mejorado.

Pudieron comprobar que la nave estaba dividida en secciones, que sólo estaban separadas entre sí por la conexión interna de los ciclos. Las instalaciones de producción y el bosque ondulante y reptante, que se estremecía y contraía como la trompa de un elefante, eran por doquier los mismos.

Algunos centenares de metros más adelante tropezaron con una sección que ejecutaba los mismos movimientos que las anteriores: se retorcía, jadeaba, resollaba, pero que no llevaba nada, absolutamente nada, en sus conductos, no arrojaba nada en los pozos abiertos, no dejaba caer nada desde la altura ni devoraba nada. Elaboraba, amontonaba, fundía…, nada.

Donde en las otras secciones habían podido observar productos semiacabados incandescentes o ya acabados y fríos, aquí sólo encontraban el vacío.

En un primer momento, el ingeniero se imaginó que tal vez el producto era tan transparente que no se le podía ver. Se inclinó profundamente sobre los aparatos expulsores para tomar entre las manos algo de lo que se suponía debía salir de aquellas fauces abiertas, pero no asió nada.

— Es demencial — murmuró el químico estupefacto.

Y siguieron la marcha.

Se acercaron a un lugar del que surgía un ruido enorme. Un ruido que sonaba blando y era, por eso mismo, tanto más ensordecedor, como si millones de pesadas y húmedas mantas de piel cayeran sobre un gran tambor poco tenso. De pronto, aumentó la claridad.

De docenas de espitas en forma de maza que pendían del techo descendía crepitando una verdadera lluvia de objetos negros que chocaban y resbalaban contra grises membranas transparentes, que se arqueaban sobre ellos, ora de un lado, ora de otro. Las membranas colgaban verticalmente y se henchían como burbujas, a un ritmo uniforme, como si estuvieran llenas de gas. A continuación, las piezas eran atrapadas a medio camino por brazos serpenteantes que trabajaban febrilmente, formando una especie de remolino, y caían abajo como granizo. Allí, los objetos se disponían ordenadamente, en líneas rectas, para formar cuadros regulares, mientras que desde el lado opuesto, y a distancias iguales, se arrastraba una poderosa masa aplanada como la cabeza de una ballena, y con un largo gorgoteo engullía de una sola vez varias filas de «productos acabados».

— El almacén — declaró flemáticamente el ingeniero —. Caen desde arriba, ya completamente acabados. Esto es algo así como una cinta transportadora, los toma y los devuelve de nuevo al circuito.

— ¿Y cómo sabes que los devuelve? ¿No será otra cosa? — preguntó el físico.

— Porque el almacén está lleno.

Nadie entendió todo el alcance de la afirmación, pero callaron y prosiguieron la marcha.

Eran ya casi las cuatro de la tarde cuando el coordinador dio orden de regresar. Se encontraban en una sección dividida en dos partes. La primera producía gruesas chapas, que estaban provistas de asas en forma de orejas; la segunda cortaba estas asas y las sustituía por piezas de anillos elípticos. A continuación, las chapas pasaban a las cámaras del suelo, de donde regresaban «rapadas al cero», como decía el doctor, para empezar de nuevo el proceso de soldadura de las asas.

Cuando los expedicionarios salieron de nuevo a la llanura y, guiándose por el sol, todavía relativamente alto en el cielo, emprendieron el regreso en dirección al lugar en que habían dejado la tienda y sus pertenencias, dijo el ingeniero:

— Ahora las cosas se aclaran un poco.

— ¿De veras? — preguntó el químico, con una punta de ironía.

— Sin duda — respondió el coordinador.

Y volviéndose hacia el doctor preguntó:

— ¿Qué piensas tú?

— Un cadáver — contestó el doctor.

— ¿Cómo que un cadáver? — se asombró el químico, que evidentemente no entendía nada.

— Un cadáver viviente — añadió el doctor.

Siguieron avanzando en silencio durante un rato.

— ¿Podré enterarme alguna vez de lo que significa todo esto? — preguntó el químico ligeramente irritado.

— Un proceso teledirigido para la producción de diversas piezas que, con el tiempo, ha quedado enteramente fuera de control, porque carecía de un servicio de inspección — explicó el ingeniero.

— ¡Ah! ¿Y cuánto tiempo crees que lleva así?

— No lo sé.

— Calculando muy aproximadamente, y con un gran margen de error, podría aventurarse la hipótesis que hace por lo menos sesenta años — dijo el cibernético.

— Tal vez más. Si descubro que sucedió hace doscientos años, no me extrañaría mucho.

— O tal vez miles de años — señaló negligentemente el coordinador.

— Como deberías saber, los cerebros electrónicos del sistema de inspección quedan fuera de control al cabo de un tiempo que depende del factor de irradiación — comenzó a decir el cibernético.

Pero el ingeniero le interrumpió:

— Pueden trabajar siguiendo principios distintos de los nuestros y, además, ni siquiera sabemos si se trata de sistemas electrónicos. Yo personalmente lo dudo. Los materiales son no metálicos, semilíquidos.

— Los detalles no tienen tanta importancia — dijo el doctor —. Pero, ¿qué sacan en limpio de todo esto? ¿Cuál es vuestro horóscopo? Yo lo veo bastante negro.

— ¿Te refieres a los habitantes del planeta?

— Sí, a eso me refiero.

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