Capítulo Quinto

Cuando llegaron a la pequeña colina, el sol rozaba el horizonte. El cohete proyectaba una larga sombra que se perdía a lo lejos en la arena de la llanura. Antes de entrar registraron cuidadosamente los alrededores, pero no descubrieron huellas que indicaran que alguien había estado allí durante su ausencia. La pila atómica funcionaba sin problemas. Mientras tanto, el semiautómata había limpiado los pasillos laterales y la biblioteca, pero en el laboratorio había quedado aprisionado en una espesa capa de fragmentos de plástico y cristal.

Acabada la cena, el doctor tuvo que dar algunos puntos a la herida del coordinador, porque seguía sangrando. El químico, entretanto, analizó el agua que habían traído del arroyo y comprobó que era potable, aunque contenía una fuerte concentración de sales ferrosas, que le daban un sabor desagradable.

— Ha llegado el momento de deliberar sobre nuestra situación — declaró el coordinador.

Se sentaron en la biblioteca sobre cojines neumáticos. El coordinador, con un vendaje blanco en la cabeza, ocupaba el centro.

— ¿Qué es lo que sabemos? — comenzó —. Sabemos que el planeta está habitado por seres inteligentes, que el ingeniero ha denominado «dobles». El nombre no responde con toda exactitud a la realidad, pero esto no debe preocuparnos por ahora. Hasta este momento hemos entrado en contacto con los siguientes elementos de esta civilización de dobles: primero, una fábrica automatizada, de la que pensamos que ha sido abandonada y ha quedado fuera de control, aunque ahora no estoy tan seguro de ello; segundo, cúpulas especulares en las colinas, cuya finalidad desconocemos; tercero, mástiles que parecen irradiar algo, muy probablemente una especie de energía; cuarto, esos vehículos, de los cuales nos apoderamos de uno tras haber repelido un ataque. Lo dominamos, pero luego sufrimos un accidente; quinto, hemos visto su ciudad, pero tan de lejos que no poseemos ninguna información exacta sobre ella; sexto, el ataque que antes he mencionado se ha desarrollado de la siguiente manera: parece evidente que el doble azuzó contra nosotros a un animal, presumiblemente adiestrado para estas tareas. Este animal irradió una especie de relámpago esférico y fue capaz de guiarlo hasta que lo abatimos; séptimo y último, hemos sido testigos de cómo se tapiaba una fosa, una fosa llena hasta rebosar de habitantes muertos de este planeta. Esto es todo. Corríjanme, por favor, o completen mis datos, si he olvidado algo o lo he interpretado erróneamente.

— Básicamente eso es todo, o casi todo… — dijo el doctor —. Prescindiendo de lo que ocurrió ayer en la nave.

— Así es. Por lo demás, tenías razón. Aquel ser estaba desnudo. Tal vez intentaba ocultarse en algún lugar y, llevado por el pánico, se metió en el primer agujero que encontró. Y lo primero que encontró fue precisamente el túnel que lleva a nuestro cohete.

— Esta hipótesis es tan tentadora como arriesgada — replicó el doctor —. Nosotros somos seres humanos, asociamos las ideas y reflexionamos al modo terrestre, lo que significa que podemos incurrir en graves errores si aplicamos nuestros conceptos a fenómenos extraños, es decir, si pretendemos encajar a la fuerza ciertos hechos en los esquemas que hemos traído de la Tierra. Estoy completamente seguro que esta mañana todos hemos pensado lo mismo, o sea, que hemos topado con una fosa llena de víctimas de una muerte violenta, de criaturas asesinadas, pero, en realidad, no sé, no sabemos…

— Vuelves a repetir lo mismo, aunque ni tú mismo lo crees — dijo, irritado, el ingeniero.

— No se trata de lo que yo crea o deje de creer — le interrumpió el doctor —. Si en algún lugar están las suposiciones fuera de lugar, es precisamente aquí, en Edén. Tenemos, por ejemplo, la hipótesis en la que se ha «azuzado» a ese perro eléctrico…

— ¿Cómo?

— ¿Tú llamas a eso una hipótesis? Se trata de un hecho bien comprobado — exclamaron casi al unísono el ingeniero y el químico.

— Están equivocados. ¿Por qué nos atacó? Sobre este punto no sabemos nada. A lo mejor porque nuestro aspecto le recordaba a las cucarachas o las liebres de aquí. Y ustedes, perdón, nosotros, hemos relacionado este comportamiento agresivo con lo que habíamos contemplado antes y que nos causó tan terrible impresión que redujo nuestra capacidad de reflexionar con calma.

— Si hubiéramos esperado, en vez de disparar inmediatamente, ahora serían nuestras cenizas las que estarían en el bosquecillo, ¿o no? — replicó agriamente el ingeniero.

El coordinador guardaba silencio. Su mirada iba de unos a otros.

— Hicimos lo que debimos, aunque es muy posible que se produjera un error por ambas partes. ¿Creen ustedes que ahora encajan todas las piezas del rompecabezas? ¿Qué hay de la fábrica que, a nuestro entender, ha sido abandonada hace ya cientos de años y ha quedado fuera de control? ¿Qué hay de esto? ¿Dónde encaja esta pieza?

Callaron durante un buen rato.

— En mi opinión, hay mucho de verdad en lo que ha dicho el doctor — comenzó a decir el coordinador —. Todavía sabemos demasiado poco. La situación nos es favorable en el sentido que podemos partir del supuesto que ellos no saben nada de nosotros. Lo creo así principalmente porque ninguno de sus caminos, ningún surco, conduce cerca del lugar en que nos encontramos. Pero no podemos admitir que esto vaya a durar mucho tiempo. Querría pedirles que analicemos ahora nuestra situación desde este punto de vista y que expongan vuestras propuestas.

— De momento, nos hallamos prácticamente indefensos en nuestra nave. Si taponamos el túnel, moriremos como ratas. Así que debemos actuar con la máxima rapidez posible, pues podemos ser descubiertos en cualquier momento. Y aunque, al parecer, mi hipótesis sobre la agresividad de los dobles es sólo fruto de mi imaginación terrestre — dijo el ingeniero, vehemente—, como no puedo pensar de otra manera, propongo o, mejor dicho, exijo que reparemos sin pérdida de tiempo todas las instalaciones y pongamos en funcionamiento el equipo auxiliar.

— ¿Cuánto tiempo crees tú que necesitaremos para ello? — preguntó el doctor.

El ingeniero se quedó dudando.

— ¿Lo ves? — dijo el doctor con hastío —. Entonces, ¿a qué viene hacernos ilusiones? Nos descubrirán antes que estemos preparados. Aunque no soy especialista en la materia, sí les puedo decir que pasarán largas semanas antes que…

— Por desgracia, es así — declaró el coordinador —. Además, tenemos que reponer nuestra provisión de agua. Por no hablar de todos los problemas que nos va a causar el agua contaminada que ha inundado el piso inferior. Por otra parte, ni siquiera sabemos si podremos hacer nosotros mismos todo lo necesario para reparar los daños.

— Indudablemente, es necesario que hagamos una nueva exploración — concedió el ingeniero —. Incluso varias. Pero podemos hacerlas por la noche. Además, algunos de nosotros, digamos la mitad, o al menos dos hombres, deben permanecer siempre junto al cohete. Pero, ¿por qué hablamos sólo nosotros?

Se volvió inmediatamente a los otros tres, que habían asistido en silencio a la discusión.

— La verdad es que deberíamos trabajar en el cohete con toda la intensidad posible y, al mismo tiempo, investigar esta civilización — dijo el físico prudentemente —. Pero estas tareas son incompatibles. El número de factores desconocidos es tan enorme que ni siquiera una cuidadosa planificación estratégica nos serviría de mucha ayuda. De todas formas, una cosa es indudable: sea cual fuere la decisión que tomemos, no podremos evitar enfrentarnos con un riesgo que fácilmente puede convertirse en catástrofe.

— Ya veo en qué va a terminar la cosa.

La voz profunda del doctor parecía cansada.

— Quieren convencerse del hecho que debemos emprender nuevas excursiones, porque podemos asestar unos cuantos golpes fuertes, es decir, atómicos. Por supuesto, en defensa propia. Y como, al proceder así, tendremos a todo el planeta contra nosotros, no siento el menor deseo de participar en esta aventura pírrica. Y será una victoria pírrica en el supuesto que ellos no conozcan la energía nuclear, algo de lo que, por lo demás, no tenemos ninguna certeza. ¿Qué tipo de motor propulsaba aquella rueda?

— No lo sé — replicó el ingeniero —. Pero, desde luego, no era atómico. De eso estoy casi seguro.

— Ese «casi» puede costamos la vida.

El doctor se echó hacia atrás, cerró los ojos y apoyó la cabeza, en el borde de un anaquel de la biblioteca que colgaba torcido, con lo que daba a entender que no quería seguir tomando parte en la discusión.

— La cuadratura del círculo — murmuró el cibernético.

— ¿No podríamos intentar…, eh…, comunicarnos con ellos? — propuso, vacilante, el químico.

El doctor se incorporó.

— Te lo agradezco. Ya me estaba temiendo que nadie lo diría.

— ¡Intentar comunicarnos con ellos significa ponernos en sus manos! — gritó el cibernético, y se puso en pie de un salto.

— ¿Por qué? — preguntó fríamente el doctor —. Tenemos armas, incluso nucleares. Pero no vamos a deslizarnos de noche y a escondidas en sus ciudades o en sus fábricas.

— Bien, veamos. ¿Cómo te propones llevar a cabo este intento de contacto?

— Sí, explícate, por favor — pidió el cibernético.

— Admito que no podemos intentarlo ahora — replicó el doctor —. Cuantos más aparatos reparemos en el cohete, tanto mejor. Debemos armarnos, aunque no necesariamente con armas atómicas… Algunos de nosotros deberán permanecer siempre junto al cohete, mientras que los otros, digamos un grupo de tres, van a la ciudad. Dos de ellos se mantendrán siempre en retaguardia, sin perder de vista al que marcha en primer lugar. Éste intentará entrar en contacto con los habitantes.

— Tú lo tienes todo pensado con mucha exactitud. Naturalmente, sabes también quién va a ir a la ciudad — dijo el ingeniero, en un tono que no presagiaba nada bueno.

— Sí, lo sé.

— Y yo no te permitiré que te suicides ante mis propias narices — gritó el ingeniero.

Se puso en pie de un salto y se acercó al doctor, que ni siquiera alzó la mirada. Temblaba de pies a cabeza. Jamás le habían visto tan excitado.

— Si hemos sobrevivido todos juntos a esta catástrofe, si hemos conseguido liberarnos de la tumba en que se había convertido el cohete, si hemos salido sanos y salvos, y hemos asumido el incalculable riesgo de unas excursiones irresponsables, como si el planeta, un planeta desconocido, fuera algo así como una alameda de paseo, no ha sido para que un maldito cerebro desquiciado, con sus fantasías… — la ira estrangulaba los sonidos en su garganta —. Sé muy bien lo que pretendes — gritó cerrando los puños.

— ¡La misión del hombre! ¡El hombre en las estrellas! ¡Estás loco con esas insensatas ideas tuyas! ¿Entiendes? ¡Nadie nos ha querido matar hoy! ¡No había fosas repletas de cadáveres! ¿Qué? ¿Acaso no es verdad?

Se inclinó sobre el doctor. Éste le miró y el ingeniero enmudeció.

— Han querido matarnos. Y es perfectamente posible que se tratara de una fosa repleta de seres asesinados — dijo el doctor.

Todos advirtieron el enorme esfuerzo que hacía por conservar la calma.

— Pero es necesario que vayamos a la ciudad.

— ¿Después de todo lo que hemos hecho? — preguntó el coordinador.

El doctor se encogió de hombros.

— Bien, hemos quemado un cadáver… Concedido. Hagan lo que ustedes crean más conveniente. Tomen una decisión. Yo la acepto.

Se puso en pie, cruzó la puerta abierta horizontalmente y la cerró a sus espaldas. Todos aguardaron algunos instantes, como esperando que reflexionara y volviera.

— No era necesario que te excitaras de ese modo — dijo con voz queda el coordinador al ingeniero.

— Sabes muy bien… — empezó a decir éste, pero tras mirarle a los ojos concedió —. De acuerdo, no era necesario.

— En una cosa tiene razón el doctor.

El coordinador levantó el vendaje, que se le había deslizado hacia abajo.

— Lo que hemos descubierto en el norte no tiene nada que ver con lo que hemos encontrado en el este. Calculando muy aproximadamente, estamos a la misma distancia de la ciudad que de la fábrica: unos treinta o treinta y cinco kilómetros en línea recta.

— Más — dijo el físico.

— Es posible. Ahora bien, opino que hacia el sur y hacia el oeste, y a esta misma distancia, debe haber elementos de la civilización. De donde se deduce que hemos venido a caer en el centro de un «desierto de civilización» local, de un «vacío de civilización» de sesenta kilómetros de diámetro. Sería una coincidencia verdaderamente singular. ¿Opinan ustedes lo mismo?

— Yo sí — dijo el ingeniero sin mirar a nadie.

— Yo también.

El químico asintió, y añadió:

— Éste es el lenguaje que deberíamos haber utilizado desde el principio.

— Comparto las dudas del doctor — siguió diciendo el coordinador—, pero considero que su propuesta es ingenua y, en las actuales circunstancias, inoportuna. No es la adecuada para nuestra situación. Todos nosotros conocemos las reglas establecidas para entrar en contacto con seres desconocidos. Desgraciadamente, estas reglas no prevén un caso como el que ahora nos toca vivir: náufragos poco menos que inermes, refugiados en el interior de una nave averiada y enterrada en la arena. Por supuesto, tenemos que reparar los daños que ha sufrido la nave. Pero, al mismo tiempo, se está produciendo una carrera entre ellos y nosotros por acumular información. Por ahora tenemos la delantera. Hemos aniquilado al que nos atacó. No sabemos la razón de su ataque. Tal vez le hayamos recordado a determinados enemigos; es una hipótesis que debemos comprobar en la medida que nos sea posible. Como no podemos contar con que la nave funcione de nuevo en un corto plazo de tiempo, debemos estar armados contra cualquier eventualidad. Si la civilización que nos rodea ha alcanzado un alto nivel de desarrollo, y me inclino a pensar que así es, entonces, lo que he hecho, lo que hemos hecho, sólo retrasará un poco, en el mejor de los casos, el momento en que nos descubran. Por consiguiente, debemos dedicar todos nuestros esfuerzos a procurarnos armas.

— ¿Puedo decir algo? — preguntó el físico.

— Por favor.

— Me gustaría volver sobre lo que ha dicho el doctor, si se me permite decirlo; él es, ante todo, una persona emocional, pero hay también otros argumentos tras su punto de vista. Todos ustedes conocen perfectamente al doctor. Sé muy bien que no se sentiría precisamente entusiasmado por lo que voy a decir en apoyo de su propuesta, pero lo diré de todas formas. No es una circunstancia indiferente la situación en que vaya a producirse el primer contacto entre ellos y nosotros. Si son ellos los que se acercan a nosotros, lo harán siguiendo nuestras huellas. En tal caso, será difícil pensar en un entendimiento. Es indudable que tenemos que contar con que nos atacarán y nos veremos obligados a combatir para defender nuestras vidas. Pero si somos nosotros los que salimos a su encuentro, existe una posibilidad, aunque remota, de llegar a entendernos. Por consiguiente, desde un punto de vista táctico, es mejor conservar la iniciativa y la libertad de acción, dejando por completo aparte los juicios morales respecto a…

— Bien, de acuerdo, pero, ¿qué repercusiones tiene esto en la práctica? — le replicó el ingeniero.

En la práctica no se producirá de momento ningún cambio. Tenemos que procurarnos armas, y con la mayor rapidez posible. De lo que se trata es que, una vez armados, intentemos establecer contacto, pero no en la región que ya hemos explorado.

— ¿Por qué? — preguntó el coordinador.

— Porque entonces será sumamente probable que nos veamos envueltos en un combate antes de alcanzar la ciudad. No puede establecerse contacto con seres que van de acá para allá montados en discos. Serían las peores circunstancias que se pueda imaginar.

— ¿Y cómo sabes que nos iría mejor en otra parte?

— No lo sé. Lo que sí sé es que en el norte y en el este no tenemos nada que buscar. Al menos por ahora.

— Podemos estudiar esta propuesta — dijo el coordinador.

— ¿Algo más?

— Deberíamos poner en marcha el protector — propuso el químico.

— ¿Cuánto tiempo tardaríamos en conseguirlo? — El coordinador se dirigía al ingeniero.

— No puedo precisarlo. Sin los autómatas, ni siquiera podemos llegar hasta el protector. Pesa catorce toneladas. El cibernético tiene la palabra.

— Necesito dos días para revisarlo. Dos días como mínimo.

El cibernético subrayó las últimas palabras.

— Pero, ante todo, hay que reparar mis autómatas.

— ¿En ese tiempo piensas reparar todos los autómatas?

En el rostro del coordinador se reflejaba la duda.

— ¡Ah, no! Dos días me lleva sólo revisar el protector, y eso contando con que disponga de un autómata. El de reparaciones. Y además necesito otro, el de carga y descarga. Y para revisar éste necesito otros dos días. Eso sin mencionar que ni siquiera sé si podré repararlos.

— ¿No se puede desmontar el núcleo del protector y colocarlo aquí arriba, tras un blindaje provisional, al amparo del casco del cohete?

El coordinador miraba al físico, que meneó la cabeza.

— No. Cada uno de los polos del núcleo pesa una tonelada. Además, no los podemos sacar por el túnel.

— Podemos ensanchar la excavación.

— Es que no caben por la puerta de entrada. Además, ten en cuenta que la puerta de carga está a cinco metros del suelo y ya sabes que se ha derramado el agua del contenedor de popa averiado.

— ¿Has comprobado el nivel de contaminación del agua? — preguntó el ingeniero.

— Sí. Estroncio. Calcio. Cesio. Todos los isótopos del bario, todo lo que desees. No podemos verterla fuera. Contaminaríamos el suelo en un círculo de cuatrocientos metros. Y tampoco la podemos purificar mientras los antirradiadores no dispongan de filtros en buenas condiciones.

— Y yo no puedo purificar los filtros sin los microautómatas — añadió el ingeniero.

El coordinador, que había ido dirigiendo la mirada de unos a otros durante la conversación, dijo:

— La lista de nuestros «imposibles» es bastante larga, pero eso no importa. Ya es algo que podamos analizarla desde este punto de vista. Vuelvo ahora al tema de nuestro armamento. ¿Sólo nos quedan los lanzadores?

— No son lanzadores — replicó el ingeniero, con un asomo de irritación —. No nos engañemos a nosotros mismos. El doctor ha armado mucho ruido sobre esto, como si estuviéramos a punto de desencadenar una guerra nuclear. Por supuesto, se puede disparar con ellos una solución enriquecida, pero su alcance, en el mejor de los casos, no supera los setecientos metros. Se trata de lanzadores de disparo manual que, además, son peligrosos para el que los dispara, si no cuenta con un blindaje protector. Y el blindaje pesa ciento treinta kilos.

— De hecho, sólo tenemos objetos pesados a bordo — dijo el coordinador, en un tono que nadie supo si era en serio o en broma.

— ¿Lo has calculado todo bien, verdad? — su pregunta iba dirigida al físico.

— Sí. Pero hay una variante. Los disparos de dos lanzadores, situados al menos a una distancia de cien metros entre sí, tan concéntricos que los dos rayos coinciden en el blanco. De los dos rayos subcríticos surge entonces un volumen hipercrítico, que provoca una reacción en cadena.

— Esto sirve bien como entretenimiento en el campo de ejercicios de tiro — observó el químico —. Pero en condiciones de combate real me cuesta mucho imaginarme tal precisión.

— ¿Todo esto significa que no disponemos ni de un solo lanzador atómico?

El cibernético se inclinó hacia adelante asombrado. Estaba dominado por la ira.

— ¿A qué viene entonces toda esta discusión, todo ese alboroto sobre si debemos o no debemos salir con armas tan mortíferas? ¡Estamos dando vueltas en círculo!

— Concedo que hacemos muchas cosas sin la suficiente perspectiva — dijo el coordinador, que seguía conservando la calma —. Admito que lo hemos hecho ya antes. No podemos seguir permitiéndonos semejante lujo. Pero no es enteramente como tú dices.

Miraba al cibernético.

— Hay la primera variante del empleo del lanzador, o sea, disparar la mitad del volumen del contenedor, lo que provoca una explosión en el blanco. Lo único que hace falta es disparar desde la mejor cobertura y desde la mayor distancia posibles.

— ¿Significa esto que antes de abrir fuego hay que sepultarse un metro bajo tierra?

— Por lo menos metro y medio, tras un parapeto de dos metros de altura — observó el físico.

— Eso puede resultar en una guerra de posiciones, pero en las exploraciones es simplemente ridículo.

El químico frunció los labios despectivamente.

— Tú olvidas la situación en que nos encontramos — replicó el coordinador —. En caso necesario, uno de nosotros deberá posibilitar el regreso de los demás utilizando el lanzador.

— ¡Ah, vaya! O sea, sin haber excavado una trinchera de un metro de profundidad.

— Si no hay tiempo, sin trinchera.

Callaron durante algunos instantes.

— ¿Cuánta agua tenemos?

— Apenas mil doscientos litros.

— Es muy poco.

— Muy poco.

— Bien, ahora les ruego que pasemos a las propuestas concretas — dijo el coordinador.

En su blanco vendaje se dibujaba una mancha roja.

— Nuestro objetivo es salvarnos…, y salvar a los habitantes del planeta.

Se produjo un instante de silencio y entonces se oyó, de pronto, tras la pared, una música apagada. Escucharon emocionados los lentos compases de una melodía que todos ellos conocían.

— El aparato no ha sufrido daños — murmuró, asombrado, el cibernético.

Nadie respondió.

— Estoy esperando — prosiguió el coordinador —. ¿Nadie tiene nada que decir? Bien, entonces decido lo siguiente: continuaremos las exploraciones. Si conseguimos establecer contacto en condiciones favorables, haremos todo lo posible por llegar a un entendimiento. Nuestra reserva de agua es extremadamente escasa; como carecemos de medios de transporte, sólo con grandes dificultades lograremos reponerla. Por consiguiente, tenemos que dividirnos. La mitad de la tripulación trabajará permanentemente en el cohete, mientras la otra mitad explora los alrededores. Mañana nos dedicaremos a reparar el todoterreno y a montar los lanzadores. Si lo conseguimos, haremos esa misma tarde una salida en el autómata. ¿Alguien quiere hacer alguna observación?

— Sí, yo.

El ingeniero, con la cara entre las manos, parecía contemplar el suelo a través de los dedos.

— El doctor tiene que quedarse en el cohete…

— ¿Por qué?

El cibernético parecía asombrado. Pero los demás habían comprendido.

— Él…, no tomará ninguna iniciativa. Si es eso lo que has querido decir.

El coordinador habló lentamente, eligiendo con gran cuidado las palabras. La roja mancha de su vendaje era ahora algo mayor.

— Te equivocas, si le juzgas así.

— ¿No podríamos llamarle? No quisiera…

— Habla — dijo el coordinador.

— Todos ustedes saben cómo se portó en la fábrica. Pudo haberse matado.

— Sí. Pero fue el único que me ayudó a esparcir las cenizas del cadáver calcinado.

— Eso es cierto.

El ingeniero apartó las manos del rostro:

— Retiro lo dicho.

— ¿Alguien quiere tomar la palabra?

El coordinador se incorporó ligeramente, se llevó la mano a la cabeza, tocó la venda y miró sus dedos. Tras la pared seguía sonando la música.

— ¿Qué más da aquí o ahí fuera, en la llanura? ¿Quién sabe dónde los encontraremos primero? — dijo el físico, con voz apagada, al ingeniero.

— ¿Lo echamos a suertes? — preguntó el químico.

— Eso no daría resultado. Tienen que quedarse siempre los que tengan trabajo en el cohete, es decir, los especialistas.

El coordinador se levantó lentamente, con una cierta inseguridad. De pronto se tambaleó. El ingeniero se puso en pie de un salto y le sostuvo. Le miró la cara. El físico le ayudó del otro lado. Entre los dos le mantuvieron en pie. Los demás dispusieron almohadas sobre el suelo.

— No quiero echarme — dijo.

Había cerrado los ojos.

— Ayúdenme. Gracias. No es nada. Creo que se han soltado los puntos.

— Voy a apagar el aparato.

El químico se dirigió a la puerta. El coordinador abrió los ojos.

— No, no, deja que siga sonando.

Llamaron al doctor. Le cambió el vendaje, le puso algunas grapas adicionales y le suministró una bebida tonificante. Luego todos se fueron a dormir a la biblioteca. Eran ya cerca de las dos de la noche cuando apagaron la luz. En la nave espacial reinaba el silencio.

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