Pocos minutos después de las cuatro tembló la rampa de carga, que descendió con lentitud, como el brazo de un cascanueces, y se quedó colgando en el aire oblicuamente, como un puente levadizo. Hasta el suelo mediaba más de un metro.
Estaban bajo el cohete, a ambos lados de la entrada. Miraron hacia arriba. En la puerta aparecieron unas orugas anchas que avanzaban con un zumbido creciente, como si la poderosa máquina fuese a echar a volar. Durante unos segundos vieron su piso color gris amarillento, luego se balanceó sobre sus cabezas, se inclinó hacia abajo, golpeó con las orugas contra la rampa, que retumbó, y se dirigió hacia el suelo. Salvó el vacío de un metro de altura y alcanzó la tierra con las orugas. Por un segundo pareció que las dos bandas se habían quedado inmóviles, pero en seguida avanzó el protector, elevó su achatada cabeza en posición horizontal, se desplazó una docena de metros por el suelo y se detuvo con un melodioso rumor.
— Bien, ahora, amigos — exclamó el ingeniero, cuya cabeza sobresalía por la escotilla de acceso posterior—, refúgiense en el cohete. Va a hacer mucho calor. No se dejen ver hasta dentro de media hora, por lo menos. Lo mejor es que envíen por delante al autómata, para que inspeccione el suelo por si hubiese restos radiactivos.
La rampa se cerró. Los tres hombres desaparecieron en el túnel. Llevaron consigo al autómata. La entrada del túnel se aseguraba por dentro con una coraza hermética. El protector permanecía inmóvil. El ingeniero limpió la pantalla e inspeccionó los mandos. Finalmente dijo con voz tranquila:
— Larguémonos.
El hocico corto y fino del protector, provisto de un abultamiento anular, se movió lentamente hacia adelante. El ingeniero orientó el retículo óptico hacia la masa cristalina del vallado, miró al lado para determinar la situación de los tres pequeños discos, el blanco, el rojo y el azul, y apretó el pedal.
Durante un segundo, la pantalla se ennegreció, como si se hubiera cubierto de hollín. Por la oscilación del protector parecía que le hubiera golpeado una gran ola y emitió un sonido, como si un gigante en la tierra hubiera exclamado: «¡Umpf!» La pantalla volvió a iluminarse.
Una nube esférica y ardiente se dilataba en todas direcciones. El aire pesaba como cristal derretido. En una anchura de diez metros desapareció el vallado. Se elevaba vapor de una hondonada con retorcidos bordes de incandescente rojo cereza. Pocos pasos delante del protector, el suelo parecía cristalizado, centelleaba de sol. Sobre el protector llovían cenizas blancas.
«He dado un poco más de la cuenta», pensó el ingeniero, pero se limitó a decir:
— Todo en orden. Nos vamos.
El casco, bajo y corpulento, tembló, rodó con insospechada suavidad hacia la brecha y se balanceó levemente al cruzarla. En el suelo se coagulaba un líquido brillante, tierra silícea fundida.
«De hecho, somos los bárbaros — se le ocurrió al doctor —. ¿Qué se nos ha perdido aquí…?»
El ingeniero ajustó el rumbo y aceleró la marcha. El protector se desplazaba como por una autopista. Se percibía un ligero chasquido cuando la elástica superficie interior de los eslabones pasaba por los rodillos de rodadura. Viajaban casi a sesenta, sin notarlo.
— ¿Se puede abrir? — preguntó el doctor desde lo hondo del pequeño sillón.
La abombada pantalla sobre sus hombros parecía un ojo de buey.
— Claro que podemos, pero…
El ingeniero puso en marcha el compresor. Desde el extremo de la torre lanzó dardos de un líquido incoloro contra la coraza para limpiar los restos de ceniza radiactiva. Entonces clareó, se abrió la cabeza acorazada, su tapa se corrió hacia atrás, los lados se hundieron en el casco. Sólo quedaron protegidos por un grueso cristal curvo que formaba un anillo en torno a los asientos. Por arriba entraba el viento y agitaba el pelo de los tres hombres.
— Me parece que el coordinador está en lo cierto — murmuró el químico al cabo de un rato.
El paisaje no cambiaba. Seguían nadando en un mar de arena. El pesado vehículo se balanceaba con suavidad al cruzar las gibosas dunas. Cuando el ingeniero aumentó la velocidad de marcha fueron arrojados de un lado a otro y las cadenas de las orugas empezaron a chirriar horriblemente. El morro del protector saltaba de una duna a otra, cavaba en ellas, levantaba densas nubes de polvo, y un par de veces se cubrió de arena.
El ingeniero disminuyó la velocidad. Cedió el exagerado balanceo. Así anduvieron dos horas enteras.
— Quizá tenga razón — dijo el ingeniero mientras modificaba apenas perceptiblemente el rumbo del oeste al oeste-suroeste.
Una hora más tarde volvió a modificar el rumbo. Ahora se dirigían abiertamente hacia el suroeste. Habían recorrido ya ciento cuarenta kilómetros.
La arena blanca y suelta que se trenzaba polvorienta a su paso fue haciéndose poco a poco más pesada y rojiza. Ya no se levantaba tanto polvo. Cuando las cadenas de las orugas la levantaban del suelo, volvía a caer pronto. Las dunas eran menos frecuentes y de menor altura. De vez en cuando asomaban las puntas de arbustos cubiertos por la arena. A lo lejos aparecieron unas pequeñas manchas poco definidas, ligeramente desviadas de la dirección de la marcha. El ingeniero torció hacia ellas. Rápidamente crecieron a sus ojos y pocos minutos después distinguieron tres superficies planas que brotaban perpendiculares del suelo. Parecían restos de muros o paredes. El ingeniero redujo la velocidad cuando acometieron un paso estrecho. A derecha e izquierda se alzaban muros desgastados por la erosión. En medio les cerraba el camino un gran tronco empedrado. El protector elevó la cabeza y salvó el obstáculo sin dificultades. Se encontraban en una calleja estrecha. Por el resquicio que había entre las placas verticales se observaban otras ruinas. También allí había realizado la erosión su actividad destructora. A través de un área de escombros llegaron al campo abierto. Otra vez cruzaron dunas, aunque ahora de tierra firme, como apisonada, que no desprendía polvo. El terreno iniciaba un suave declive. Descendieron por una ligera pendiente. Algo más abajo vieron unas rocas pequeñas, romas, en forma de maza, y los blanquecinos contornos de unas ruinas. Llegaron al término de la pendiente. Atravesaron el fondo del valle, que estaba lleno de rocas picadas, y acometieron la pendiente opuesta, que se extendía hasta el horizonte. Las cadenas de las orugas apenas se hundían en el suelo, ahora duro. Emergieron los primeros montones de esponjosos arbustos; eran casi negros, pero a la luz del sol poniente se teñían de rojo como si las pequeñas vejigas de las hojas estuviesen llenas de sangre. Hacia el suroeste, los arbustos eran más grandes. Aquí y allá les cerraban el camino. Para el protector no representaban ningún problema. Hundía un poco las cadenas, pero apenas perdía impulso por ello. Sólo que cada vez se producía un desagradable alboroto de miles de ampollitas reventadas. Salpicaban contra la placa de keramit un sebo oscuro y pegajoso. Pronto quedó el casco entero, hasta la torre, embadurnado de color pardo.
Habían recorrido doscientos kilómetros. El sol rozaba ya el horizonte del poniente. La agigantada sombra del protector se mecía, se curvaba y se extendía cada vez más. De pronto se oyó un crujido espantoso bajo las cadenas; durante un momento pareció que el vehículo se quedaba suspendido; luego, tras un matraqueo ensordecedor, descendieron sobre algo hecho añicos. El ingeniero frenó. Avanzaron aún unas docenas de metros hasta que el vehículo se detuvo. En las anchas roderas, de matorral apisonado que dejaban tras sí, advirtieron restos de una herrumbrosa construcción. El peso del protector la había pulverizado. Continuaron la marcha. Pero ahora el blindado rodaba sólo con una oruga sobre fragmentos de rejas, postes torcidos y pedazos de chapa rota, que estaban completamente ocultos bajo arbustos papilares. El protector pulverizaba todo y lo batía con el aceite de las uvas reventadas, formando una masa chirriante. Al cabo de un rato, el muro de maleza se elevó todavía más. Había cesado el desagradable rascar y batir de la chatarra. De repente, los tallos negruzcos con sus espesamientos papilares, que golpeaban contra el casco, se separaron a ambos lados. Llegaron a una vereda de varios metros de anchura. Ante ellos se alzaba una oscura pared de matorrales, parecida a la que acababan de salvar. El ingeniero torció en la vereda y subió por ella como por un camino forestal de suave pendiente. El suelo arcilloso era firme. Unas costras de fango indicaban la esporádica presencia del agua.
La vereda no era recta. Ya aparecía frente a ellos el ardiente disco solar, rojo escarlata, y les cegaba, ya se ocultaba en las curvas y apenas traspasaba con rayos de sangre aquel matorral añil de dos o tres metros de alto. El camino se fue estrechando y la pendiente se hizo más pronunciada. De repente se toparon de cara con todo el sol poniente. Entre ellos y el disco solar se extendía, a varios cientos de metros bajo sus pies, una llanura de vivos colores. Más allá brillaba una superficie de agua que reflejaba la luz roja del sol. La irregular orilla del mar estaba cubierta de manchas de oscuros matorrales. Acá y allá podían reconocerse fortificaciones artificiales y máquinas de patas muy separadas. Algo más cerca, al pie del declive (a cuyo borde había frenado con brusquedad el protector), formaban un caprichoso mosaico varias construcciones dispuestas a lo largo de claras franjas, filas enteras de mástiles de luminoso brillo, no mayores que una cerilla. Abajo se observaba un vivo movimiento. Columnas de puntitos grises, blancos y marrones corrían en distintas direcciones. Se mezclaban entre ellas y, en algunos lugares, formaban aglomeraciones que luego volvían a disolverse en largos cordones. En las zonas densamente pobladas brillaban ininterrumpidamente tenues destellos, como si los vecinos de docenas de edificios abriesen y cerrasen las ventanas para reflejar el sol del crepúsculo.
El doctor dejó escapar una voz de admiración:
— ¡Henryk, lo has conseguido! ¡Por fin, algo normal, la vida cotidiana, y qué magnífico punto de observación!
Se dispuso a salir de la torre, con las piernas por delante. El ingeniero le detuvo:
— Espera, ¿ves el sol? Dentro de cinco minutos desaparecerá y no podremos ver nada. Tenemos que filmar en seguida el panorama, si no, será demasiado tarde.
El químico ya había sacado la cámara de debajo del asiento. Le ayudaron a montar con toda rapidez el mayor teleobjetivo, con un tubo que parecía un mosquetón antiguo. Como tenían prisa, quitaron el trípode. El ingeniero desenrolló una cuerda de nylon, la anudó a la torre, arrojó los dos extremos hacia la proa del protector y saltó a tierra.
Entretanto, sus compañeros tomaron el trípode y corrieron al borde del declive. El ingeniero los sujetó a los extremos de la cuerda.
— Con tanta pasión se van a caer al precipicio — dijo.
El sol ya empezaba a sumergirse en las inflamadas aguas del mar cuando montaron la cámara. El mecanismo zumbaba, el gran objetivo miró hacia abajo. El doctor se arrodilló para sostener las dos patas delanteras del trípode, de forma que no resbalara por el abismo. El químico pegó un ojo al punto de mira e hizo una mueca.
— ¡Los diafragmas, rápido!
El ingeniero volvió rápidamente al protector y trajo el mayor que tenían. Lo instalaron con la mayor celeridad. El sol estaba ya sumergido en el mar hasta la mitad. El ingeniero agarró el riel guía con las dos manos y dirigió la cámara por igual hacia la izquierda y la derecha. El químico frenaba de vez en cuando este movimiento y orientaba el objetivo hacia el lugar donde se observaba un movimiento mayor de manchas y formas. Ajustó la graduación del diafragma y modificó la distancia focal. El doctor continuaba arrodillado. La cámara zumbaba con suavidad, la bobina dejaba correr la película. Se gastó el primer rollo. Lo cambiaron a toda prisa. Ya corría el segundo. Cuando el objetivo se centró en el punto de mayor movimiento, sólo asomaba un pequeño segmento del disco solar sobre el agua, que se oscurecía por momentos. El doctor se inclinó un poco más, sostenido por la cuerda en tensión, para no estorbar las tomas fotográficas. Alcanzó a ver los herrumbrosos pliegues de la fangosa pared, que caía en vertical, de un rojo que poco a poco palidecía. En los últimos metros del segundo rollo desapareció el disco rojo. El cielo seguía lleno aún de reflejos luminosos, pero sobre el llano y el mar habían caído ya sombras de gris y azul. Salvo las pequeñas luces, no se veía nada más.
El doctor se incorporó ayudándose con la cuerda. Entre los tres transportaron la cámara como un tesoro.
— ¿Crees tú que habrá salido la toma? — preguntó el químico al ingeniero.
— No del todo. Una parte saldrá mal, por sobreexposición. Ya veremos. En cualquier caso, podemos volver aquí otra vez.
Guardaron la cámara, los rollos y el trípode, y se acercaron una vez más al borde del declive. Entonces advirtieron una costa escarpada al este que al fondo se convertía en un muro rocoso vertical, cuya cumbre aún relucía con los últimos destellos rosáceos del sol, que acababa de ocultarse. Allá, una columna de humo fungiforme se alzaba en el cielo, donde ya se veían las primeras estrellas. Permaneció un rato sin cambios. Luego se hundió tras la barrera montañosa y desapareció de la vista.
— ¡Ajá! Ahí está el valle — gritó el químico al doctor.
Miraron una vez más a la llanura. Largas filas de luces blancas y verdes que recorrían lentamente la orilla del mar en diversas direcciones, formaban un arroyuelo de flujo desigual. A tramos desaparecían y surgían otras más grandes. Iba oscureciendo y cada vez había más luces. Detrás de los tres hombres susurraba apacible el alto matorral, negro como la noche. El panorama era tan hermoso que les costó trabajo marcharse de allí. No olvidarían tan pronto la imagen del mar con el reflejo de las estrellas lácteas.
Mientras caminaban por el embarrado suelo de la vereda, el doctor preguntó al químico:
— ¿Qué has visto?
Éste sonrió turbado.
— Nada. No he pensado en absoluto en lo que veía; todo el tiempo he estado pendiente de la nitidez de la imagen. Además, Henryk movía el objetivo por todo el campo tan rápidamente que no me podía orientar.
— No importa — dijo el ingeniero mientras se recostaba contra el casco del protector, ahora más frío.
Hemos hecho doscientas tomas por segundo. Veremos todo lo que hay allí cuando se revele la película. Es hora de regresar.
— Una excursión idílica — murmuró el doctor.
Subieron la cuesta. El ingeniero giró hacia atrás la mirilla de la telepantalla y metió la marcha atrás.
Retrocedieron unos metros, hasta dar la vuelta en un ensanchamiento de la vereda; luego marcharon directamente hacia el norte a buena velocidad.
— No volveremos por el mismo camino — dijo el ingeniero —. Serían doscientos kilómetros más. Mientras pueda, iré por la vereda. Dentro de dos horas habremos llegado.