3 Un territorio siniestro

—Aquí vivía gente honrada —comentó Rig, que se dejó caer pesadamente sobre un tronco podrido de sauce y se dedicó a aplastar los mosquitos que se arremolinaban alrededor de su rostro. Su oscura piel relucía empapada de sudor.

—¿Cómo lo sabes? —inquirió Jaspe.

—Hace años Shaon y yo pasamos aquí unos días. —Sonrió melancólico al recordarlo e hizo un gesto con la mano para indicar el pequeño claro que habían elegido como lugar de acampada—. Aquí había una ciudad, en las orillas del río Toranth. Es gracioso. No recuerdo el nombre del lugar, pero los habitantes eran bastante amables, gente realmente trabajadora. Las provisiones eran baratas. La comida estaba caliente... y era buena. —Aspiró con fuerza y dejó escapar el aire despacio—. Shaon y yo pasamos una velada en los muelles, que debían de estar más o menos donde se ven esos cipreses. Había un anciano; creo que pasaba por ser el encargado de las gabarras. Estuvimos hablando con él toda la noche y vimos salir el sol. Compartió con nosotros su jarra de cerveza Rosa Pétrea. Jamás había probado nada igual. Puede que jamás lo vuelva a hacer.

El marinero hizo una mueca de disgusto mientras paseaba la mirada por lo que quedaba del lugar. Había restos de madera desperdigados aquí y allá, que sobresalían por debajo de redondeadas y frondosas matas y entre los resquicios de las tupidas juncias. Un letrero, tan descolorido que las únicas palabras legibles eran «ostras coci...», estaba encajado en una blanquecina higuera trepadora.

El pantano de Onysablet había engullido la población, como había engullido todo lo demás hasta donde alcanzaba la vista. Partes de lo que había sido Nuevo Mar se habían convertido en marismas taponadas, que se extendían hacia el norte. El agua estaba tan llena de vegetación que parecía una planicie aceitunada, y en muchos lugares resultaba casi imposible saber dónde terminaba la tierra y empezaba el agua.

Varios días antes Silvara y Alba habían depositado a los viajeros en las orillas de Nueva Ciénaga, tras volar sobre la parte navegable de Nuevo Mar. Aunque el viaje había sido angustioso, el marinero deseó que los dragones los hubieran transportado más al interior; pero el Plateado y el Dorado no deseaban invadir el reino de Sable. Así pues, Silvara y Alba habían partido para conducir a Gilthanas y a Ulin a la Torre de Wayreth. Rig esperaba que los dos hechiceros pudieran unir su ingenio con el de Palin para descubrir el paradero de Dhamon.

—Estoy hambriento. —Jaspe se sentó junto al marinero y depositó con sumo cuidado una bolsa de piel entre sus piernas. La bolsa contenía el Puño de E'li, que él se había ofrecido a cuidar. El enano seguía resintiéndose del costado y respiraba con dificultad. Dio unas palmadas sobre su estómago y dedicó a Rig una débil sonrisa; luego apartó de un manotazo un insecto negro del tamaño de un pulgar que se estaba aproximando demasiado. Con un dedo gordezuelo señaló lo que podía distinguir del sol a través de resquicios entre los troncos de los árboles—. Se acerca la hora de cenar.

—No tardarás en llenar la panza —respondió Rig—. Feril ya no puede tardar en regresar. Y espero que esta vez traiga algo que no sea un lagarto rechoncho. Odio la carne de lagarto.

El enano lanzó una risita al tiempo que volvía a palmearse el estómago.

—Groller y Furia fueron con ella. A lo mejor el lobo espantará un jabalí. Groller adora el cerdo asado, y yo también.

—No deberíais ser tan exigentes, Rig Mer-Krel y maese Fireforge —les gritó Fiona—. Deberíais agradecer cualquier clase de carne fresca. —La Dama de Solamnia estaba atareada examinando los restos más intactos de la ciudad. Apartó las hojas de un enorme arbusto, levantó del suelo un respaldo de silla medio podrido y sacudió la cabeza; luego recogió una muñeca mohosa, contempló sus ojos inexpresivos, y la volvió a depositar con cuidado sobre el suelo.

El rostro y los brazos de Fiona resplandecían por causa del sudor. Los rojos rizos estaban pegados a la amplia frente, y el resto se lo sujetaba en lo alto de la cabeza con una peineta de marfil que le había prestado Usha. El día anterior se había sacado las corazas de brazos y piernas al igual que el casco, y lo arrastraba todo consigo dentro de un saco de tela, pues, aunque resultaban voluminosos y pesados, se negaba a desprenderse de ellos. Tampoco consentía en rendirse por completo al calor y quitarse el peto de plata con su emblema de la Orden de la Corona.

—Incluso el lagarto es más nutritivo que las raciones habituales —comentó—. Debemos conservar las fuerzas.

—En lo que a mí respecta, las raciones resultan algo más sabrosas —masculló Rig casi para sí—, aunque no demasiado. Lagarto. Puaff. —Mantuvo la mirada fija en la solámnica mientras ésta seguía revolviendo cosas, alejándose cada vez más de ellos—. A propósito, es sólo Rig, ¿recuerdas?

—Y Jaspe —añadió el enano—. Nadie me llama maese Fireforge. Ni siquiera creo que nadie llamara así a mi tío Flint.

Fiona les dedicó una mirada por encima del hombro, sonrió y reanudó su registro.

—Rebusca todo lo que quieras, pero no vas a encontrar nada que valga la pena —le indicó Rig—. Cuando el Dragón Negro se instaló aquí, casi toda la gente sensata cogió lo que pudo, sus hijos, las cosas de valor, los recuerdos, y se marchó.

—Me limito a mirar mientras esperamos la cena. He de hacer algo, no me puedo quedar sentada sin más.

—Te gusta, ¿verdad? —Jaspe guiñó un ojo a Rig, manteniendo la voz queda—. La has estado vigilando como un halcón desde Schallsea.

El marinero lanzó un gruñido por respuesta.

—Mmm, aquí hay algo —anunció Fiona—. Algo sólido bajo este barro.

—Tiene agallas. —El enano dio un codazo a su compañero—. Es bella para ser humana, educada, y valiente también, según Ulin. Dijo que no huyó cuando Escarcha los atacó en Ergoth del Sur, que se mantuvo firme y dispuesta a combatir, a pesar de que parecía que no tenían escapatoria. Sabe cómo manejar esa espada que acarrea y...

—Y pertenece a una orden de caballería —lo interrumpió Rig en un tono de voz tan bajo que el enano tuvo que hacer un gran esfuerzo por oír—. Dhamon era un caballero, mejor dicho, es un caballero de Takhisis. Estoy harto de caballeros. Toda esa cháchara suya sobre el honor. No es más que palabrería superficial.

—Apuesto a que no hay nada superficial en ella.

—¡Mirad esto! —Fiona tenía los brazos hundidos hasta los codos en el lodo y tiraba de un pequeño cofre de madera, que el suelo soltó finalmente de mala gana con un sonoro chasquido. La mujer sonrió satisfecha y lo levantó para que lo vieran. Una nube de mosquitos se formó de inmediato a su alrededor.

Fiona apartó a los insectos a manotazos y transportó el arca hasta donde se encontraban Rig y Jaspe. Rodeado por una banda de delgado hierro y con un diminuto candado colgando en la parte delantera, el cofre estaba muy oxidado y cubierto de limo.

Jaspe arrugó la nariz, pero Rig se sintió inmediatamente interesado.

Fiona lo depositó en el suelo frente a ellos, se arrodilló y sacó la espada.

—Necesitaré un baño después de esto —anunció, mientras el lodo resbalaba desde sus brazos y dedos a la empuñadura del arma. Hincó la punta en el cierre, que cedió rápidamente.

Rig fue a coger el cofre, pero ella lo detuvo con una sonrisa irónica.

—Las damas primero. Además, fui yo quien se tomó la molestia de desenterrarlo. Espero que haya un libro o documentos en su interior, algo que pueda decirnos más sobre los habitantes de este lugar. A lo mejor alguna información sobre el dragón. —Alzó con cuidado la tapa y arrugó el entrecejo. El agua salobre se había filtrado en el interior, llenándolo hasta el borde, y había estropeado el forro de terciopelo. Escurrió el agua y soltó un profundo suspiro al tiempo que extraía una larga sarta de grandes perlas. Con una mueca de disgusto volvió a dejar caer el collar en la caja, donde descansaban también un brazalete y unos pendientes a juego.

—¡Cuidado! ¡Eso es valioso! —advirtió Rig.

—Las riquezas nunca me interesaron demasiado, Rig Mer-Krel —respondió Fiona con un encogimiento de hombros—. Todas las monedas que obtenía las entregaba a la Orden.

—En ese caso yo cuidaré de todo eso —indicó el marinero, mientras agarraba rápidamente las perlas—. Lo más probable es que necesitemos dinero..., más del que tenemos, antes de que esto haya terminado. Ropas. Llevamos puesto todo lo que tenemos, y no van a durar eternamente.

—Comida —manifestó el enano.

—Habrá que alquilar un barco para llegar a Dimernesti..., siempre que consigamos averiguar dónde está Dimernesti —continuó Rig.

—Y eso siempre y cuando logremos atravesar esta ciénaga —añadió Jaspe al tiempo que levantaba la vista hacia los gigantescos árboles cubiertos de moho y enredaderas—. Y en el supuesto de que el Dragón Negro no nos encuentre y...

—Quisiera saber si hay más tesoros —reflexionó en voz alta el marinero mientras se levantaba del tronco e introducía las perlas en el bolsillo de sus pantalones—. Aunque no hay forma de asegurarlo a menos que busquemos. Creo que voy a cavar un poco también yo. Todavía no ha llegado la cena. —Se quitó la camisa y la colocó en la rama más baja de un laurel de hojas palmáceas; luego apoyó su espada en el tronco y empezó a cavar en el lodo cerca del lugar donde Fiona había encontrado el cofre—. ¿No quieres unirte a nosotros, Jaspe?

El enano meneó la cabeza negativamente y contempló el interior del saco, la mirada fija en el Puño de E'li.

—Quisiera saber cuánto tardará aún Feril en regresar —dijo.


La kalanesti aspiró con fuerza, inhalando los embriagadores aromas de la ciénaga mientras se alejaba del lugar donde había dejado a Rig, Jaspe y Fiona. Andaba con los pies desnudos —ágil como un felino— por entre el espeso follaje, sin tropezar una sola vez con las gruesas raíces ni hacer que las hojas susurraran, deteniéndose únicamente para oler una enorme orquídea o contemplar un insecto perezoso. La corta túnica de piel, confeccionada a partir de una prenda que Ulin le había cedido, no dificultaba sus movimientos.

El semiogro, que la seguía a pocos metros de distancia, captaba también los aromas, aunque no los apreciaba del mismo modo; ni tampoco le gustaban las ramas que intentaban enganchar sus largos cabellos castaños y arañar su ancho rostro.

Privado del oído, Groller sabía que sus otros sentidos eran mucho más agudos. Vegetación putrefacta, tierra húmeda, el empalagoso perfume de las flores de color rojo oscuro de las pacanas acuáticas, el dulce aroma de las pequeñas flores blancas que pendían de los velos de las lianas; lo percibía todo. Había un animal muerto no muy lejos: el acre olor de su carne en descomposición resultaba inconfundible.

No podía oler las serpientes enrolladas como cintas a las ramas bajas de casi todos los árboles, ni los pequeños lagartos de cola ancha y las musarañas que correteaban por el empapado suelo, ya que sus olores quedaban anulados por la marga; pero sí olía a Furia, su leal camarada lobo. El rojo lobo lo seguía a poca distancia, las orejas muy erguidas y la cabeza girando de un lado a otro, jadeante por culpa del calor. El animal escuchaba, igual que escuchaba Feril, como no podía hacer el semiogro.

Groller se preguntó qué sonidos poblarían este lugar. Intentó imaginar los sonidos de aves e insectos. Los recordaba de tiempos pasados, pero el recuerdo era escurridizo. Quizá más tarde podría pedir a Feril que le describiera los sonidos del bosque.

La elfa estaba totalmente inmersa en ese lugar, se dijo Groller. Y «hablaba» con la mayoría de las serpientes y lagartos junto a los que pasaba, todos ellos demasiado pequeños para servir de cena. El semiogro sospechaba que la muchacha se enfrascaba en la ciénaga para así conseguir olvidar lo que le había sucedido a Goldmoon a manos de Dhamon Fierolobo. Groller sabía que se sentía triste, confusa y fuera de su elemento excepto en lugares como éste, lugares selváticos. Aquí se encontraba más relajada, aparentemente más dichosa. ¿Durante cuánto tiempo seguiría siendo un miembro del grupo?, se preguntó. ¿Cuánto tiempo tardaría en decidirse a abandonar su quejumbroso grupo por un bosque atrayente?

Cuando había estado cazando con ella dos días antes, no se habían alejado tanto de los otros ni entretenido tanto, y ella no había charlado con tantos animales, distrayéndose cada vez más mientras hablaba con aves y ranas. En cierto modo la muchacha se sentía más feliz, y el semiogro lo sabía, pero su comportamiento le preocupaba.

«Es hora de concentrarse en la comida», decidió. Si Feril estaba demasiado absorta, él tendría que hacer recaer en sus anchas espaldas la tarea y permitir que ella se evadiera con sus ensueños durante un rato. El semiogro había estado recogiendo montones de las frutas moradas grandes como puños que crecían en abundancia en los gigantescos laureles. Las frutas eran dulces y jugosas, muy olorosas, y tenía intención de recoger suficientes para esa noche y para el desayuno del día siguiente. Se podían comer sin problemas, pues había visto cómo los diminutos monos las mordisqueaban. Groller introdujo una en su boca y dejó que el zumo goteara por su garganta y le rezumara por los labios. La fruta serviría si no podía encontrar carne. Bajó la mirada al suelo, en busca de huellas, huellas de pezuñas a poder ser. Habían detectado un ciervo algo antes, pero estaba demasiado lejos y se había alejado con demasiada rapidez. Un ciervo resultaría delicioso... si podía matar uno antes de que la kalanesti decidiera hacerse su amiga; se negaba a matar a ningún animal con el que hubiera trabado conversación.

Delante de él, Feril se detuvo. Groller levantó la vista y vio que estudiaba a una inmensa boa constrictora. Se había puesto de puntillas, nariz con nariz con la serpiente, cuya longitud exacta quedaba oculta por las ramas de la pecana acuática a la que estaba enroscada. La serpiente era verde oscuro, del color de las hojas, y su dorso estaba salpicado de rombos marrones.

—¡Feril, cui... dado! Ser... piente muy grande. —El lobo se colocó junto a Groller y se restregó contra su pierna a la vez que gruñía en dirección al reptil. El semiogro estiró el brazo para coger la cabilla que llevaba al cinto y la soltó del cinturón con dedos manchados de fruta—. Ssser... piente será cena. —Dio unos pasos al frente y alzó el arma; entonces vio que los labios de Feril se movían y que la serpiente agitaba la lengua en dirección a la joven, y se relajó un poco, apretando los labios—. Tú ha... blando con ssser... piente —siguió—. Eso sig... nifica que ser... piente no para cenar. Bien. No gus... ta carne de ser... piente.

Ella asintió y le indicó con la mano que se alejara.

Groller supuso que la serpiente le estaba respondiendo. Observó durante un rato y, cuando vio que Feril sonreía y cerraba los ojos, mientras la lengua de la serpiente saltaba al frente para acariciarle la nariz, volvió a guardar su arma.

—Feril no dejará matar ser... piente para cenar —explicó a Furia--. Feril tie... ne otro ami... go. Bueno. Real... mente quiero ciervo. —Se alejó para reanudar su búsqueda de huellas de pezuñas.

—Gran serpiente —siseó Feril en voz baja—, debes de ser muy vieja para ser tan grande. Anciana y muy sabia.

—No soy tan vieja —respondió ella con siseos que la kalanesti tradujo mentalmente en palabras—. No más vieja que la ciénaga. Pero mucho más sabia que ella.

Feril alzó una mano y pasó las puntas de los dedos por la cabeza de la serpiente. Sus escamas eran suaves, y sus dedos se quedaron un buen rato allí, disfrutando de la voluptuosa sensación. El reptil agitó la lengua y clavó la mirada en sus ojos centelleantes.

—Esto no fue siempre una ciénaga —siseó la elfa—. Mis amigos dijeron que esto fue una inmensa llanura. Había gente que vivía en poblados en esta zona.

—Yo nací en la ciénaga. —La serpiente bajó aun más la cabeza—. Pertenezco a este lugar. No conozco ningún otro. No conozco a ninguna otra gente, aparte de ti.

La kalanesti sostuvo las manos abiertas frente al rostro e hizo señas con los dedos a la serpiente para que se acercara, y ésta descendió hasta apoyar la cabeza en sus palmas. Era una cabeza pesada y ancha, y la joven le acarició la mandíbula con los pulgares.

—Soy de un territorio cubierto de hielo —explicó Feril a la enorme serpiente—. Muy frío. Una tierra alterada por el Dragón Blanco. Es un lugar hermoso a su manera, pero no tan hermoso como éste.

—Un dragón hembra gobierna este pantano —siseó el reptil—. La ciénaga le sirve. La ciénaga es... hermosa.

—¿Y tú? ¿Le sirves?

—Ella creó el pantano. Ella me creó. Soy suya, igual que lo es este sitio.

La kalanesti volvió a cerrar los ojos, se concentró en el contacto de la serpiente en sus manos, y centró sus pensamientos hasta que las flexibles escamas ocuparon sus sentidos.

—Quiero ver cómo creó esta ciénaga —dijo, abriendo finalmente los ojos y devolviendo la mirada de la serpiente—. ¿Me lo mostrarás, poderosa criatura? ¿Me mostrarás lo que puedas?

La boa chasqueó la lengua e hizo descender más partes de su cuerpo, un grueso cordón de carne escamosa, hasta la rama más baja. Más de seis metros de largo, calculó la elfa, y empezó a tararear una vieja canción elfa, las notas suaves y veloces como el murmullo de un arroyo. A medida que la melodía se tornaba más compleja, Feril dejó que sus sentidos descendieran por sus brazos hasta sus dedos, dejó que los sentidos se introdujeran en la serpiente y fluyeran por su cuerpo como la multitud de escamas flexibles que lo cubrían. En un instante se encontró mirándose a sí misma a través de los ojos del animal, contemplando los tatuajes de su moreno rostro; la arrollada hoja de roble que simbolizaba el otoño, el rayo rojo que le cruzaba la frente y representaba la velocidad de los lobos con los que había corrido en una ocasión. Luego la mirada de la serpiente se desvió, y miró más allá de su figura hasta clavar los ojos en las anchas hojas de un enorme gomero.

El color verde llenó su visión. Era un color arrollador, hipnótico. Retuvo toda su atención y luego se fundió como la mantequilla para mostrar un manto negro. La negrura se fue solidificando, empezó a respirar, se tornó escamosa como la serpiente.

—El dragón —se oyó susurrar.

—Onysablet —respondió la serpiente—. El dragón se llama a sí misma Onysablet, la Oscuridad.

—La Oscuridad —repitió ella.

Las tinieblas se encogieron, pero sólo apenas, de modo que consiguió únicamente vislumbrar las facciones del dragón enmarcadas por el suave verde de lo que en una ocasión habían sido llanuras. Los aromas no eran tan fuertes y vivos, la zona no era tan agradablemente húmeda, y le recordó el territorio en el que se había criado.

—Mi hogar —murmuró.

—Este pantano podría ser tu hogar —dijo la serpiente.

La ilusión con la forma del Dragón Negro cerró los ojos, y el verde pálido de las llanuras que rodeaban a la señora suprema se oscureció. Feril percibió cómo el dragón se fundía con el territorio, dominándolo, persuadiéndolo, nutriéndolo como un progenitor se ocupa del desarrollo de su hijo. Crecieron árboles alrededor de la figura de Sable, que avanzaron como una avalancha de agua para cubrir poblaciones y tierras de labor. Los cambios ahuyentaron a los humanos que insensatamente creyeron poder seguir viviendo en sus hogares. Las bestias de las llanuras empezaron a reclamar su territorio, pues ahora ya no temían a las gentes que antiguamente las habían cazado, gentes que eran perseguidas ahora por el dragón y sus secuaces.

Los sauces que habían salpicado las llanuras sobrevivieron, aunque ahora adquirieron proporciones gigantescas; las raíces crecieron y su tamaño engulló a abedules y olmos que antes crecían en pequeños bosquecillos, y las copas formaron un espeso dosel que se convirtió en el sustento de diversas aves. Las puntas de las hojas en forma de paraguas de los sauces besaban el agua que se acumulaba en el suelo. La mirada de Feril siguió el agua, que la condujo a lodazales, depresiones y afloramientos de piedra caliza.

Por todas partes brotaban retoños y se convertían en árboles altísimos en cuestión de pocos años. Gigantes que se elevaban más de treinta metros hacia el cielo, que deberían haber sido árboles centenarios, pero que no tenían más de una década de existencia. Y el suelo, incluso las zonas altas cubiertas antiguamente por gruesos pastos, se cubrió rápidamente de helechos, zarzaparrillas y palmitos.

En la visión de la kalanesti la tierra siguió adquiriendo más humedad. Turbios estanques se convirtieron en pantanos fétidos, el río se tornó más lento y lo obstruyeron las enredaderas y las hierbas. Los caimanes ocuparon sus orillas, y la bahía de Nuevo Mar, antes de un azul cristalino y seductor, adquirió un brillo verde grisáceo. Luego el brillo se oscureció y llenó de musgo, y del fondo de la bahía se alzaron plantas que se abrieron paso a través del tapiz que cubría la superficie.

Ya no quedaba el menor rastro de gran parte de la mitad oriental de Nuevo Mar; todo lo que había era este extenso pantano, esta extraordinaria ciénaga, calurosa, primordial y atractiva para la kalanesti. Ésta dejó que sus sentidos se escaparan aun más de su cuerpo, para embriagarse con este lugar y la visión de su existencia. Sólo durante un rato, se dijo.

Nubes de insectos se reunían y bailoteaban sobre oscuros lodazales malolientes. De las aguas surgían las figuras reptantes de serpientes, pequeñas al principio, pero que crecían a medida que se arrastraban lejos del lodazal. Garcetas, zarapitos y garzas volaban a ras de la superficie, más grandes y hermosos de lo que Feril había esperado. Ranas grillo y tortugas de cenagal se reunían en la orilla, para alimentarse de los insectos y seguir creciendo. La magia del dragón hembra, que era la magia del territorio, los mejoraba, los alimentaba, los adoptaba. Adoptaba a Feril. El pantano la envolvía como los brazos de una madre consolarían a un niño pequeño.

—El pantano podría ser mi hogar —se escuchó susurrar—. El hermoso pantano..., el pantano. —Le costaba articular las palabras—. Sólo durante un tiempo. —Respirar era más difícil. Tenía el pecho tenso y sus sentidos se embotaban. No le importó; empezaba a fundirse con el lugar.

—¡Feril! —La palabra se inmiscuyó en su mundo perfecto—. ¡Feril!

Groller asestaba frenéticos zarpazos a la serpiente, que había descendido del árbol para arrollarse alrededor de la kalanesti. El semiogro se maldijo por ser sordo y no haber oído lo que sucedía, por no haber estado más alerta, por pensar que a la elfa no le sucedía nada. Se había alejado, siguiendo unas huellas de ciervo, y fue Furia quien, mordisqueándole los talones, le advirtió de lo que le sucedía a Feril.

La elfa no se resistía a la serpiente. En lugar de ello yacía en el suelo, inerte bajo el apretón cada vez más fuerte del reptil. La cola del animal estaba arrollada en la garganta de la joven, y las enormes manos de Groller tiraron de un anillo tan grueso que apenas si podía rodearlo por completo con los dedos. Pero la serpiente era un músculo gigantesco, más fuerte que el frenético semiogro y decidida a aplastar a la elfa.

Furia gruñía y ladraba sin parar, hundiendo los dientes en la carne del reptil; pero éste era tan grande que el lobo no conseguía producirle heridas de importancia.

Groller sacó la cabilla del cinturón y empezó a golpear a la serpiente, lo más cerca posible de la cabeza de la criatura, donde Furia continuaba con su ataque. La serpiente alzó la cabeza y mostró una hilera de dientes óseos. Groller levantó la cabilla y la dejó caer con fuerza entre los ojos del reptil, y luego siguió golpeando una y otra vez, sin prestar atención a los siseos de su adversario, a los gruñidos del lobo, incapaz de oír cómo el cráneo de la boa se partía.

El brazo del semiogro subía y bajaba, golpeando a la criatura hasta mucho después de muerta. Agotado, Groller soltó la cabilla y cayó de rodillas; luego empezó a liberar a Feril al tiempo que rezaba:

—Feril, pon bien. Por fa... vor. —Las palabras eran nasales y farfulladas—. Feril, vive.

Los ojos de la muchacha se abrieron con un parpadeo. Groller la levantó del suelo sin el menor esfuerzo y se la llevó lejos de la serpiente muerta.

—Feril, pon bien —siguió repitiendo el semiogro—. Feril, pon bien.

Ella fijó los ojos en el rostro de Groller, en su ceño fruncido, y, sacudiendo la cabeza para despejarla, devolvió sus pensamientos a un mundo del que Goldmoon y Shaon estaban ausentes, un mundo que había corrompido a Dhamon Fierolobo. Bajó la barbilla hacia el pecho y señaló el suelo.

—Estoy bien, Groller —dijo, a pesar de saber que él no podía oírla.

El semiogro la soltó, pero la sostuvo por los brazos hasta estar seguro de que podía tenerse en pie. Furia se restregó contra su pierna con el húmedo hocico, y de algún modo le transmitió nuevas fuerzas. Feril volvió a levantar la vista y, al encontrarse con la mirada preocupada de Groller, se llevó el pulgar al pecho y extendió los dedos todo lo que pudo; los agitó y sonrió. Era el signo para indicar que todo iba bien. Pero ella no se sentía bien. El pecho le ardía, las costillas le dolían, y la sensación de dicha que había encontrado en ese lugar había desaparecido.

Groller señaló el abultado saco que descansaba cerca del cadáver de la serpiente.

—Ten... go cena —dijo—. Car... ne. Fruta. Ser... piente. No más caza hoy. No más char...la con ser... pientes.


En un principio Jaspe se sintió desilusionado con la comida, pero descubrió que la fruta le gustaba y que la inmensa boa era más sabrosa que el lagarto. Tras devorar lo suficiente para llenar su estómago, se recostó en un tronco para contemplar la puesta de sol, y escuchó el relato de Feril sobre la ciénaga, sobre cómo la había visto nacer.

El ambiente se llenó con las preguntas de Rig, el lenguaje por señas de Groller imitando el combate con la serpiente, y las respuestas de Feril sobre lo que le había sucedido. Fiona se dedicó a conservar la piel de la serpiente, que podía convertirse en cinturones de primera calidad.

El enano introdujo la mano en el interior del saco de piel y dejó que toda la barahúnda de sonidos retrocediera a un segundo plano. Sus dedos apartaron a un lado la hebilla de cinturón de marfil que Rig había hallado en el barro y se cerraron sobre el mango del cetro. Lo sacó a la cada vez más débil luz y admiró las joyas que salpicaban la esfera en forma de mazo. Sintió un hormigueo en los dedos.

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