16 Dimernesti

Feril permanecía en equilibrio sobre la barandilla, cerca del lado de babor del bauprés del Narwhal, contemplando cómo las agitadas aguas capturaban relucientes reflejos del sol del mediodía. La luz centelleaba como estrellas en un cielo nocturno. A lo lejos distinguió una mancha de un azul más oscuro que indicaba la presencia de un arrecife. Y en el borde mismo de su campo visual aparecía un promontorio rocoso que, según sabía, estaba salpicado de cuevas marinas, donde atracaban los barcos que comerciaban con los dimernestis antes de que el gran Dragón del Mar llegara para gobernar la zona.

Se decía que el territorio subacuático de los elfos marinos se encontraba en algún lugar entre el arrecife y el promontorio.

—Ojalá pudiera acompañarte. —Ampolla se encontraba a su espalda—. Jamás he estado bajo el agua. Bueno, aparte de haber nadado un poco, y eso no cuenta. Quiero decir que nunca he visto un país, ni elfos, ni nada que fuera submarino. ¿Crees que podrías enseñarme algún día cómo realizar tu magia para que yo también pudiera nadar bajo el agua?

Feril no contestó. Decir «no» heriría los sentimientos de Ampolla y sin duda provocaría una docena de «porqués» y «cómo es que». Y decir «sí» era imposible. En cuanto se hubiera enfrentado junto con Palin a la Reina de la Oscuridad, la kalanesti tenía intención de regresar a Ergoth del Sur y encaminar todos sus esfuerzos a luchar contra Gellidus —o Escarcha, como llamaban los humanos al supremo señor Blanco—. Y, si algún día conseguían expulsar a aquel dragón, Feril pensaba instalarse en el pantano de Onysablet o en el bosque de Beryllinthranox.

Pero sus futuros planes no contaban con los otros miembros del grupo. Se sentía unida a Ampolla y a los otros, en especial a Dhamon; sin embargo, aquella unión no podía suplir su necesidad de estar sola y en territorio salvaje.

La kender habló un poco más alto, pensando que tal vez el sonido de las olas al golpear contra el barco había ahogado su voz.

—Feril, ¿crees que algún día tal vez podrías enseñarme...?

La kalanesti llenó profundamente los pulmones con aire salado y se zambulló.

—¿... cómo lanzar un conjuro? —Ampolla hizo un puchero y se acercó lentamente a la barandilla; por unos instantes entrevio los pies de Feril. Luego la kalanesti desapareció.

El mar se cerró como un capullo, y Feril se concentró en el contacto del agua sobre su piel fijando su atención en un conjuro que la transformaría en una criatura que había estudiado años atrás. Había pasado gran parte del día anterior durmiendo y reuniendo fuerzas. El descanso era necesario, pues la magia resultaba agotadora.

Notó un hormigueo en la piel cuando los pulmones empezaron a reclamar aire. Mientras descendía más, la kalanesti vio cómo la piel de sus brazos extendidos se oscurecía hasta tomar el color del barro. El agua tenía un tacto diferente ahora; su piel también era diferente: más gruesa, elástica. La túnica resbaló de su cuerpo y flotó en dirección al fondo marino.

Las manos desaparecieron, los pies se desvanecieron, y sus extremidades se tornaron serpentinas; culebrearon en el agua impulsándola al frente. Le dolían los pulmones, y tomó con cautela un sorbo de agua. ¡Todavía no! El conjuro no había progresado lo suficiente. Se concentró más al tiempo que sentía un martilleo en la cabeza.

Las extremidades serpentinas de Feril adquirieron grosor, y otras brotaron de su cuerpo; dos brazos a cada lado, que crecían de costillas que se partían y cambiaban de forma.

Descendió más, mientras la luz disminuía tornándose nebulosa. A su alrededor abundaban las plantas, que erguían los tallos y las hojas hacia la superficie en un intento por absorber la tenue luz. Las polainas se escurrieron de su cuerpo.

Los cabellos que revoloteaban alrededor de su rostro retrocedieron, y el torso encogió y se volvió bulboso hasta fusionarse con la cabeza, que aumentaba de tamaño. Los dedos de manos y pies se modificaron y multiplicaron, para convertirse en cientos de apéndices succionadores en forma de ventosa. Tan sensibles eran las ventosas que, cuando rozaban el follaje marino, un millar de sensaciones inundaba el cerebro de la kalanesti. Feril boqueó, y en esta ocasión introdujo un gran trago de agua en los pulmones. Fue una sensación extraña, como si se ahogara. Pero no se ahogaba; por fin conseguía respirar agua. El corazón le latía con violencia, y se concentró en tranquilizarse, en aceptar la nueva experiencia.

El pulpo descendió hacia el blanco suelo arenoso. El nuevo cuerpo de Feril resultaba ágil y maleable; los tentáculos ondulaban para transportarla por el fondo, las ventosas registraban la suavidad de las rocas, la aspereza de la arena y la flexibilidad de la escasa vegetación. Era imposible catalogar todas las impresiones, de modo que Feril dedicó sus esfuerzos a estudiar el paisaje.

Sus nuevos ojos, que ya no precisaban de la luz filtrada por el sol, veían con facilidad en las ahora oscuras aguas. Los colores eran intensos. Disfrutaba de un amplio campo de visión y no tardó en aprender a ajustado. Observó las jibias y calamares que nadaban justo por encima del suelo marino a la derecha y un poco por detrás de ella, y vio a un gran tiburón de los arrecifes que nadaba al frente, algo más lejos. El tiburón iba de caza y aspiraba prácticamente un banco de peces globo de negro lomo que huían en desbandada. Feril se dijo que el tiburón no le prestaría atención. Ella era demasiado grande, y sin duda no figuraba en su lista de bocados preferidos.

La elfa continuó en dirección al arrecife, mientras exploraba visualmente los alrededores. Entonces el suelo marino descendió bruscamente, y ella encogió las extremidades a su espalda para proyectarse hacia adelante. El líquido elemento se arremolinó a su alrededor, cuando extendió por fin las patas para aminorar la velocidad.

El arrecife coralino era espectacular, y Feril se quedó contemplándolo boquiabierta. Las algas crecían en profusión a lo largo de la base y formaban matas aquí y allá. El coral cuerna de ciervo, en agrupaciones verdes y amarillas, predominaba en la sección del arrecife que tenía más cerca. Distinguió parcelas de coral de fuego: criaturas amarillas, blancas y de un naranja pálido que parecían zarcillos de fuego. En algunos puntos el coral sólo ocupaba unos pocos metros antes de quedar interrumpido por el lecho marino; en otros se extendía durante cientos de metros.

Los peces tenían colores tan vivos como el arrecife. Un banco de peces cirujano azules nadaba por encima del coral cuerna de ciervo. Los cangrejos trepaban hacia la superficie, intentando atrapar pececillos diminutos mientras avanzaban. Había peces erizo, cangrejos ermitaños de ojos enormes, finos y delicados peces escorpión, y quebradizas estrellas de mar. Deseó que sus compañeros pudieran contemplar las maravillas desplegadas ante sus ojos. Descubrió un erizo marino en forma de bola blanca que reunía pedazos de conchas para cubrirse con ellas y, a poca distancia, una lengua de flamenco, un pequeño molusco que se alimentaba con los pólipos del coral blando e iba dejando un rastro de muerte tras él.

Los tentáculos la impulsaron arrecife arriba, donde los colores se volvían más vivos; todo un arco iris de vida, a medida que la luz del sol penetraba con más fuerza. Luego viajó por encima del coral y descendió por el otro lado, que descendía en pronunciada pendiente hacia un enorme barranco que parecía una siniestra cicatriz sobre la blanca arena del fondo marino.

Feril encogió los tentáculos y pasó a toda velocidad por encima; echó una ojeada a la oscuridad, aunque no distinguió otra cosa que sombras que parecían moverse al ritmo de las corrientes y las algas marinas.


—¿Crees que existe una ciudad bajo el agua? —Ampolla se encontraba de pie junto a Usha, que estaba sentada sobre un rollo de cuerda, la espalda apoyada en el mástil.

—Varias —asintió la mujer.

—¿Y crees que hay elfos allí?

—Se llaman dimernestis.

—¿Has visto uno alguno vez?

Usha negó con la cabeza.

—¿Crees que Feril encontrará el lugar?

—Eso espero.

—¿Sabes?, es posible que no estemos en el lugar correcto. El océano es enorme. —La kender extendió las manos a los lados y se encogió de hombros.

—Estoy segura de que Rig siguió las instrucciones del Custodio correctamente —la tranquilizó Usha—. Sin duda estamos muy cerca.

—Pero Feril se marchó hace horas. —La kender lucía una insólita expresión preocupada—. No vino a comer. ¿Y si no ha regresado a la hora de cenar?

—Dale tiempo, Ampolla —repuso Usha con una sonrisa—. No le basta con localizar a los dimernestis: tiene que encontrar la corona.

—Espero que no encuentre al dragón. —La kender clavó la mirada en los dorados ojos de su compañera—. Recuerdo lo que Silvara nos contó de Piélago.

—Feril sabe cuidar de sí misma. —Rig se había aproximado por detrás de Ampolla—. Me preocupa más que el dragón nos encuentre a nosotros. Somos el único barco en esta parte del océano, lo cual nos convierte en un blanco facilísimo. Se sabe que el dragón ha hundido embarcaciones que navegaban por estas aguas. —Sostenía un catalejo muy trabajado, hecho de ónice y plata y con incrustaciones de madreperla, uno de los tesoros náuticos que había encontrado en el camarote—. No he visto ningún otro barco desde que abandonamos Khur hará unas dos semanas. Todos los capitanes inteligentes mantienen sus naves cerca de la costa.

—No tienes que preocuparte por el dragón —dijo Ampolla—. El Narwhal es demasiado pequeño. El dragón no advertirá la presencia de una barca.

Rig cerró los ojos y lanzó un profundo suspiro; mantuvo el equilibrio cuando la nave cabeceó violentamente. La kender pasó los brazos alrededor de la pierna del marinero para no caer.

Cuando el mar volvió a calmarse, Ampolla se soltó, recuperó la compostura, y levantó los ojos hacia el rostro del marinero.

—¿Has visto alguna vez un dimernesti? Un elfo marino, no la especie terrestre. Los llaman del mismo modo a pesar de que no son la misma cosa. Sé que no has visto el país. Pero podrías haber visto a uno de los elfos. Usha me dijo que los elfos marinos pueden respirar aire. Tú has navegado por todo Ansalon, y pensaba que a lo mejor...

—No; no he visto ninguno. —El marinero entregó a Ampolla el catalejo—. ¿Te importaría reemplazarme en la vigilancia?

Ampolla le dedicó una amplia sonrisa y sacó pecho; luego le arrebató el catalejo y corrió hacia popa, donde Groller enseñaba a Dhamon un poco de su lenguaje por señas.

—Gracias —dijo Usha.

—Ni lo menciones —respondió Rig, sonriente—. Voy a dormir un rato y luego haré la guardia de la tarde. Tú también deberías pensar en descansar un poco.

—¿Descansar? —La nueva voz era áspera e iba acompañada por el sonido de pesadas botas—. Tendremos mucho tiempo para descansar cuando hayamos impedido el regreso de la Reina de la Oscuridad. —Jaspe aferraba entre las manos el saco de lona. Furia lo seguía.

El enano introdujo la mano en el saco y entregó el cetro a Usha. Esta paseó los delgados dedos por la superficie de madera, acariciando las joyas con los pulgares.

—¿De verdad quieres volver a intentarlo? Lo has hecho todos los días —dijo él.

—Lo sé.

—¿No has pensado que tal vez no puedes recordar porque no hay nada que recordar?

—Pareces Ampolla —se burló ella—. No. Los elfos me hicieron olvidar porque les preocupaba que el cetro cayera en malas manos, y no querían que se utilizara para el mal. No es que no confiaran en Palin y en mí. Tampoco creían que fuéramos a explicar a nadie voluntariamente sus poderes. Simplemente no quisieron correr riesgos.

Jaspe se sentó junto a ella, clavó la mirada en las olas a través de una abertura en la barandilla, y se llevó la mano al estómago. Usha nunca recordaría, se dijo. Del mismo modo que él nunca conseguiría evitar marearse.


El suelo marino descendió y la corriente adquirió más fuerza. Feril continuó en la misma dirección, siguiendo las instrucciones del Custodio. El agua era más oscura ahora, no sólo porque se encontraba a más profundidad sino porque había atardecido. La kalanesti sabía que habían transcurrido varias horas, pero no sentía cansancio.

No habría tenido que nadar tan lejos si hubieran llevado al Narwhal más cerca; pero ni ella ni Rig habían querido. No deseaban arriesgarse a perder a todos los que ocupaban el barco a manos de un dragón que, según Silvara, disfrutaba hundiendo todo lo que se acercaba demasiado a Dimernesti.

Sus ojos se abrieron camino por entre las lóbregas sombras, distinguiendo rocas, sombras, plantas y...

Se detuvo, y los tentáculos se agitaron suavemente sobre la arena para mantenerla inmóvil. A unas cuantas docenas de metros, unas formas extrañas, negras y angulosas, se alzaban del suelo marino. No eran rocas.

Se preguntó si serían dimernesti. Aproximándose con sigilo, se introdujo por entre un par de agujas coralinas y se impulsó hacia una sombra enorme. Un naufragio, comprendió al cabo de un instante. Una inmensa carraca de tres palos yacía sobre el fondo; los mástiles se elevaban inútilmente hacia la superficie, y pedazos de vela y largos trozos de cuerda se agitaban en la corriente, lo que contribuía a que toda la estructura pareciera el vientre de una medusa gigantesca.

Tocó el casco con los tentáculos y percibió la suavidad de la madera y los rugosos moluscos que salpicaban su superficie. Se acercó a un boquete del costado y se deslizó al interior. Estaba oscuro como la noche dentro de la bodega del carguero. Distinguió cajas, rollos de cuerda y barriles etiquetados en una lengua que no conocía; un cuerpo, totalmente cubierto de diminutos cangrejos rojos, golpeaba contra el interior del casco. Descubrió otros marineros, o más bien lo que quedaba de ellos, pues los habitantes de la zona no habían dejado más que huesos pelados de la mayoría.

Con un escalofrío, salió veloz del barco hundido y siguió adelante. Varias docenas de naves cubrían el suelo marino: balleneros enormes, galeones de cuatro y cinco palos, carabelas, chalupas, navíos mercantes y de cabotaje. Todos se habían convertido en hogar de millares de peces, langostas y cangrejos. Mientras se abría paso por entre los pecios, observó que algunas de las naves llevaban decenios allí abajo, las más grandes entre ellas convertidas en refugio de tiburones y calamares. Las algas eran espesas en los naufragios más antiguos, como alfombras de un azul verdoso que cubrían cada palmo de ellos.

Los brioles se agitaban en el agua como serpientes marinas atadas. Las torres de vigía se inclinaban en ángulos imposibles, algunas sujetas todavía a los mástiles, otras atrapadas en jarcias cubiertas de algas. El lugar rezumaba una calma sobrenatural. Tiburones de pequeño tamaño pasaban rozando las cubiertas, y un banco de peces cirujano de color amarillo se introdujo rápidamente en una carabela de tres palos. Feril descubrió otro pulpo, no tan grande como ella, cuyos tentáculos se arrollaban y desenrollaban por una abertura en el casco de una pequeña galera.

También había naufragios más recientes, y Feril consiguió leer los nombres de los cascos: Viento Marino, La Favorita de Balifor, Regalo del Mar Sangriento, Dama Impetuosa y Joya de Cuda. Feril les dedicó más atención. Los tentáculos la transportaron a lo largo de sus cubiertas y al interior de las bodegas, en tanto que sus sentidos dejaban fuera a los cuerpos atrapados dentro.

Todos los barcos tenían una cosa en común: había agujeros en los cascos, como si hubieran encallado en peligrosos bajíos. Pero no había tal cosa en estas aguas profundas, ni agujas de coral ocultas justo bajo la superficie, y comprendió que el dragón debía de haber sido el causante.

Feril se movió más deprisa ahora, al imaginar al Narwhal pasando a formar parte de este cementerio. Dejó atrás los pecios y siguió el fondo marino, que continuaba descendiendo. La vida era aquí escasa comparada con la que prosperaba en otras partes.

Finalmente, distinguió las tenues luces de lo que sin duda era un reino submarino. Un banco de peces ballesta del tamaño de una mano —caras azules, medias lunas, payasos y colas rosas— nadó ante sus ojos. Los peces se movían veloces de un lado a otro de una ciudad que sobrepasaba en belleza al arrecife coralino. Los ojos de la kalanesti se posaron sobre espiras y cúpulas que parecían esculpidas por un artista. Los colores eran deslumbrantes: naranjas y verdes, relucientes blancos, azules y amarillos claros. En las superficies de los edificios se veían ventanas, y por ellas se filtraba luz que iluminaba la ciudad y hacía que pareciera un broche enjoyado.

La ciudad se encontraba en el borde de una plataforma continental submarina, recostada entre colinas. A Feril le recordó Palanthas, posada sobre un territorio ahuecado rodeado por afiladas colinas y montañas. Un suelo de arena blanca se extendía más allá de la ciudad.

A medida que se acercaba, se concentró en los peces ballesta. En cuestión de segundos, notó que su cuerpo se encogía, doblándose sobre sí mismo. La flexible piel marrón fue reemplazada por escamas, amarillo pálido en los costados, verdes en el lomo y blancas en el vientre. Las extremidades se desvanecieron, para convertirse en agallas. Apareció una cola, y los ojos se trasladaron a la parte superior de la cabeza, lo que le proporcionó un campo visual desconcertantemente amplio. El nuevo cuerpo era anguloso, romboide y con una cola, y apenas si pesaba unos kilos. Los labios eran bulbosos y de un amarillo brillante, como la franja amarilla que pasaba justo por debajo de sus ojos.

Se unió al banco de peces ballesta y nadó en dirección a la ciudad. Los peces se alimentaban de las pequeñas protuberancias coralinas que crecían aquí y allá junto a las montañas y cerca de la base de los edificios. Feril vio figuras de aspecto humano que pasaban ante las ventanas, algunas de las cuales se detenían para mirar al exterior antes de alejarse.

Una parte del banco de peces ballesta salió disparado hacia una cúpula, y ella los siguió. Las construcciones situadas más al centro de la ciudad eran de menor tamaño. Algunos de los edificios eran curvados y se elevaban del suelo en forma de cuerno; otros parecían jarrones puestos boca abajo, y algunos recordaban colas de langosta y conchas. No se veía gente fuera de las casas. Siguió nadando con los peces, dando un paseo por la ciudad mientras se preguntaba si todas las ciudades elfas de Dimernesti se parecían a ésta.

Hacia el sur había lo que parecía un parque. Lucía espiras de coral ingeniosamente dispuestas, tal y como un jardinero podría plantar árboles y arbustos. También había estatuas, aunque sólo una permanecía intacta: la de un alto elfo marino con un tridente sujeto contra el pecho.

Detrás del parque aparecían otras señales de destrucción, una hilera de edificios que habían sido altos y que ahora no eran más que un montón de cascotes. Los peces ballesta nadaron hacia el lugar, tras descubrir coral y algas que crecían sobre un muro derrumbado, y se dieron un festín con las algas y unos minúsculos animales que parecían pedazos de encaje y flotaban justo por encima.

Feril consideró la posibilidad de quedarse con los peces, con la esperanza de que la condujeran por la ciudad hasta que encontrara el lugar donde pudiera estar la corona. Pero los peces ballesta no demostraron ningún interés por abandonar su tentempié de algas, y Feril tenía prisa. Nadó al otro lado de las ruinas en dirección a una cúpula más pequeña con una única luz cerca del tejado. Se introdujo por una ventana y se encontró en un dormitorio iluminado por una concha que brillaba en una pared. Una hamaca de malla se agitaba entre dos postes, y una serie de armarios ocupaba una pared. Una puerta ovalada conducía fuera de la habitación, y la kalanesti nadó a través de ella. Al otro lado había una estancia llena de bancos y sillas, iluminada por más conchas. Sobre unas mesitas bajas se veían esculturas de criaturas marinas. Los muebles eran blancos, ribeteados de perlas.

El corazón le dio un vuelco cuando algo la tocó. Unos dedos. Agitó con fuerza las aletas y giró, y se encontró frente a frente con una joven elfa azul pálido. Una larga cabellera de un blanco argentino ondeaba a su espalda, plateada como la túnica que vestía. En un principio, Feril pensó que la elfa carecía de cejas, pero luego descubrió que eran tan claras que parecían invisibles.

Las manos de la elfa marina eran palmeadas, las orejas elegantemente puntiagudas, los ojos grandes y expresivos, indicando cordialidad y amabilidad. Los labios, de un azul más oscuro, se movían. La mujer decía algo como «velo». Feril percibió las vibraciones en el agua antes de oír las palabras; pero la kalanesti no comprendió las palabras. A medida que la elfa marina hablaba, fragmentos de palabras resultaron familiares a Feril; le recordaron su idioma nativo. La mujer volvió a pasar los dedos por los costados de Feril.

La kalanesti desechó la sensación y seleccionó otro hechizo. Mientras hacía efecto, observó cómo la elfa marina retrocedía, sorprendida. La dimernesti agarró una escultura y la levantó frente a ella, y Feril rezó para que la elfa marina no fuera a golpearla con aquello. La kalanesti necesitaba desesperadamente que su primer encuentro con una criatura de aquel mundo fuera amistoso.

La elfa marina devolvió la escultura a su lugar, y Feril suspiró aliviada mientras continuaba su transformación. La cola se alargó y dividió para dar forma a unas piernas cubiertas con escamas amarillo pálido; las aletas se estiraron a los costados, engordaron y se convirtieron en brazos revestidos de escamas. Al cabo de unos instantes, Feril flotaba ante la elfa marina, los cabellos ondulando como la melena de un león en el agua, los tatuajes del rostro y el brazo bien visibles. Había recuperado su forma de kalanesti, pero el cuerpo conservaba las escamas y colores del pez ballesta, y el cuello seguía teniendo agallas de pez.

Velo. La palabra que la mujer volvió a repetir sonó como «velo». La dimernesti se aproximó con cautela a Feril, y nuevas palabras surgieron de su boca. La única que la kalanesti consiguió entender fue «elfa».

Feril intentó responder, pero descubrió que no podía hablar de forma inteligible. Sus propias frases elfas eran desconocidas para la elfa marina; de modo que, pensando en Groller, que se encontraba ahora tan lejos, decidió adoptar otra táctica. Señaló en dirección al techo, ahuecó las manos frente a ella, como si sostuviera algo, y luego hizo avanzar las manos como si se tratara de un bote. Finalmente colocó las manos planas una contra la otra y las inclinó hacia abajo, imitando la acción de sumergirse.

La elfa marina la miró con expresión curiosa, pero amistosa, extendió una mano, y la condujo fuera de la habitación. Mientras se movían, la dimernesti siguió hablando; las palabras resultaban musicales, aunque únicamente unas pocas tenían alguna similitud con la lengua elfa que Feril conocía. Las únicas que reconoció fueron «elfa», «magia» y «dragón».

Su camino las condujo a través del parque. Feril no vio por ninguna parte a criatura alguna, sólo los peces ballesta y unos cangrejos que correteaban por las arenosas calles. La elfa marina nadaba veloz, sin dejar de lanzar miradas furtivas arriba y abajo de cada uno de los canales que separaban las hileras de casas. Se introdujo por entre un par de edificios rosados, instando a Feril a seguirla.

Luego la dimernesti torció por una calle bordeada de enormes y brillantes conchas, y dejaron atrás varias otras edificaciones en ruinas mientras avanzaban. Feril hubiera querido preguntar a su guía sobre ellas, pero guardó las preguntas para más tarde, para una ocasión en que la comunicación fuera posible. Tal vez la elfa la llevaba hasta alguien que podría ayudarla.

Se acercaron a un edificio que, al parecer, tenía entre cinco y seis pisos de altura. Era de un gris pálido, atravesado en ciertos lugares por rayas plateadas. Una luz de un suave tono naranja se filtraba por las ventanas que ascendían en espiral por sus costados.

La elfa marina empezó a hablar de nuevo, más deprisa, con palabras que la kalanesti no comprendió. Empujó a Feril hacia una puerta redonda y golpeó en ella con una mano de color azul pálido. Tras unos instantes, la puerta se abrió, y un elfo marino apareció en el umbral.

Su piel era de un azul brillante, y los cabellos eran verde oscuro y cortos. Las contempló a ambas con expresión perpleja, mientras la mujer que había actuado de guía lanzaba un torrente de sonidos que Feril supuso era una explicación de cómo un pez había penetrado en su casa y se había transformado en una elfa cubierta de escamas.

El hombre se hizo a un lado, gesticulando, y Feril se dejó conducir a una cámara circular, cuyas paredes estaban cubiertas de mosaicos de conchas que representaban peces, elfos de piel azul y criaturas fantásticas. En el techo había un agujero que facilitaba el acceso a otro piso. Un agujero similar en el extremo de la habitación conducía a algún punto debajo de ésta.

Otros tres elfos marinos penetraron nadando por una puerta oval situada justo delante de Feril. Eran jóvenes y fornidos, ataviados sólo con telas relucientes alrededor de los muslos. Y sostenían redes. Feril retrocedió hacia la puerta, presa del pánico.

Su guía sacudió la cabeza ante los hombres, agitando las manos palmeadas, y habló con rapidez. Pero éstos parecieron no hacerle caso y avanzaron hacia Feril.

La kalanesti percibió el flujo del agua cuando la puerta se cerró a su espalda, cortándole la huida. Giró en redondo y chocó contra el elfo de color azul brillante. Este la agarró por los hombros y pronunció unas palabras que ella no consiguió descifrar; forcejeó, pero las manos del hombre tenían una fuerza sorprendente y le inmovilizaron los brazos. La empujó contra la pared y siguió hablando.

—¡No quiero hacer daño a nadie! —gritó Feril en su idioma; luego lo repitió en Común, pero en ambas ocasiones las palabras surgieron incomprensibles para los elfos marinos—. ¡No puedo permitir que suceda esto!

Reuniendo todas sus energías, apretó los pies contra la pared y empujó hasta conseguir soltarse del elfo azul.

Luego agitó los pies con toda la fuerza de que fue capaz. Consiguió distanciarse unos metros, aunque los hombres de las redes se iban acercando mientras su guía continuaba discutiendo con ellos.

La kalanesti nadó hacia la abertura oval, esquivando por muy poco las redes extendidas. Luego varió el rumbo con rapidez; podía haber más elfos en las habitaciones contiguas. En el último instante, se impulsó con fuerza con las piernas y dirigió el cuerpo hacia el agujero del techo; estaba a punto de batir las piernas con más fuerza cuando una mano se cerró en torno a su tobillo.

Golpeó un rostro con el pie, y empezó a debatirse salvajemente para liberarse. Pero una mano agarró el otro tobillo, y, si bien continuó luchando, las manos tiraron de ella hacia abajo. Una red cayó sobre ella. Feril desgarró varias hebras, pero a ésta se añadió una segunda red de malla muy tupida. Y luego una tercera.

La kalanesti fue transportada a través del agujero del techo. La elfa marina que había conducido a Feril hasta el edificio quedó atrás mientras a ésta la llevaban hasta el tercer piso de la torre. Allí la mantuvieron custodiada por un par de elfos que intentaron hablar con ella; pero fue inútil: ella seguía sin comprender una sola palabra. La redes que la envolvían quedaron sujetas a un poste ornamental.

La habitación estaba amueblada, y uno de sus guardianes se sentó en una de las losas adosadas a las paredes, en tanto que el más fornido se instaló en una silla de malla que colgaba en una esquina. Renunciando a entablar comunicación con ella, se pusieron a conversar entre sí. Feril los escuchó mientras forcejeaba para soltarse. «Elfa» fue la palabra que se repitió más veces. «Magia», «pez» y «dragón» la seguían siempre. Entraron y salieron otros elfos, que charlaban con sus guardianes y la miraban con curiosidad.

Podía usar su magia para transformarse, hacerse lo bastante pequeña para escabullirse por las aberturas de la red, o bien partir y desgarrar la red para huir bajo esta apariencia. Pero ¿debía lanzar estos conjuros? ¿O era mejor que esperara, que aguardara el momento oportuno? Los elfos marinos no le habían hecho daño. Y, si actuaban como otros grupos elfos, no había duda de que se había convocado a sus cabecillas para que decidieran qué hacer con ella. A lo mejor podría explicarles a ellos el asunto de la corona.

Pero ¿cuánto tiempo debería esperar?

Un poco, decidió por fin; el tiempo suficiente para recuperar energías. Feril estaba cansada. Se sumergió en un sueño inquieto e incómodo para reponer fuerzas. Sospechó que había transcurrido ya la mayor parte del día cuando advirtió que cambiaban a sus guardianes. Los dos nuevos centinelas charlaban con sus capturadores en la entrada.

La kalanesti se concentró y, recordando al pez ballesta, se dijo que uno pequeño podría escabullirse y perderse en aquella ciudad. Un pez ballesta entre docenas de peces. Notó cómo su piel se volvía tirante, y su figura empezó a empequeñecerse. Interrumpió el conjuro al ver que uno de los nuevos guardas se acercaba.

—¿Entiendes el Común? —inquirió, las palabras ahogadas por el agua, pero lo bastante claras para que ella pudiera comprenderlas—. Veylona creyó oírte hablar en él. ¿Vienes de la superficie?

Su corazón empezó a latir excitado, y asintió con fuerza. Intentó hablar y fracasó miserablemente, aunque algunas palabras consiguieron salir al exterior: «Feril», que sonó como «Fril», y «corona» que más bien pareció «roña». Debía hallar otra forma...

El elfo marino desgarró las redes.

—Esto era una precaución, nada más —explicó—. No pensábamos hacerte daño. Veylona estaba segura de que tú no nos querías hacer ningún daño, aunque nos tuvo que convencer.

Veylona, se dijo Feril. ¿Velo? Era la palabra que la elfa marina había repetido.

—Éstos son tiempos difíciles para nosotros —continuó el dimernesti—. Y debes comprender que los visitantes aquí son muy raros. Nuestros místicos vaticinaron que estabas sola, que no eras una espía del dragón.

—¿Veylona? —dijo Feril en voz alta y muy despacio.

—Veylona, ella te trajo aquí. Sus conocimientos del Común no son tan buenos como los míos. Veylona me ha pedido que te guíe. Cree que eres una hechicera.

Feril nadó fuera de las redes y flexionó brazos y piernas.

—¿Eres una hechicera?

La kalanesti sacudió la cabeza. ¿Cómo podía explicarlo? Tal vez era mejor no hacerlo. Finalmente, asintió despacio.

—Una hechicera de la superficie. Entonces, ¿necesitas aire? ¿Prefieres aire?

Feril asintió de nuevo, con más energía. Si tenía aire para respirar, podría hablar mejor con él, y explicar por qué se encontraba allí y lo que necesitaba.

Le hizo una seña, y ella lo siguió; el otro guarda nadó detrás, sujetando la empuñadura de un tridente.

—Yo soy Beldargh —indicó—, uno de los guardianes de la ciudad. Te llevaré a una habitación con aire, a la que, hace décadas, conducíamos a los visitantes de la superficie. No se ha utilizado en un tiempo muy largo.

La sala en cuestión se encontraba en lo alto de la torre, y el agua la ocupaba sólo en parte, controlada sin duda, se dijo Feril, por algún hechizo realizado en tiempos ancestrales. Sacó la cabeza a la superficie al tiempo que se concentraba otra vez en su cuerpo, y regresaba ahora por completo a su aspecto de kalanesti. El guardián asomó la cabeza fuera del agua junto a ella.

—Feril —jadeó la elfa, mientras aspiraba con fuerza el aire viciado—. Mi nombre es Feril.

—Hechicera Feril de la superficie —dijo Beldargh despacio, y sus palabras sonaron veladas en el aire—, ¿estabas en una nave que Piélago hundió? ¿Sobreviviste gracias a la magia?

—No. El dragón no ha hundido nuestro barco. Espero que se encuentre fuera de su alcance. Pero estoy aquí debido al dragón..., a todos los dragones. Necesito vuestra ayuda. Necesito la corona.

—¿La Corona de las Mareas?

Ella asintió.

—Feril, no creo que eso sea posible. —La expresión del dimernesti se ensombreció, y éste sacudió la cabeza.

—Por favor escúchame —le suplicó ella y, mientras Beldargh escuchaba, la kalanesti inició la larga explicación sobre lo que la había llevado al reino subacuático.

—Dimernost —repuso Beldargh cuando ella finalizó el relato—. Tardaremos un día en llegar allí. En Dimernost se lo preguntarás a nuestro... —Buscó una palabra en el idioma de la elfa—. Nuestro jefe. Nuestro jefe más sabio decidirá. Nos vamos ahora.

Le indicó que lo siguiera y luego añadió:

—Tendrás una desilusión, hechicera Feril de la superficie.


Dimernost, la capital del reino submarino, se parecía mucho a la otra ciudad que Feril había visitado, aunque era mucho más grande. Beldargh le hizo de guía, y la acompañaron un puñado de otros elfos marinos, incluida Veylona, el primer elfo marino que la kalanesti había conocido.

La condujeron a través de una serie de cúpulas parcialmente llenas de aire, y el grupo se detuvo en una sala ornamentada en la que se encontraban docenas de elfos. Feril observó que la mayoría llevaban poca ropa y tenían la piel azul pálido, aunque otros tenían la piel de un tono gris, y unos pocos de color azul oscuro. El color de los cabellos variaba también, desde blanco a casi rubio, verde y, en muchos casos, diversas tonalidades de azul.

En el centro de la reunión se encontraba una mujer cubierta con una túnica a la que los otros elfos parecían tratar con deferencia. Tenía un aire de matrona, y sus ojos fijos observaron a la kalanesti con atención.

—Me llamo Nuqala, Oradora del Mar —empezó la mujer en Común vulgar, y con un acento que Feril había escuchado en Khur—. Y tú eres una kalanesti. Sólo recuerdo una ocasión en que uno de tu tribu nos visitara. Eso fue hace mucho tiempo, y acompañaba a un comerciante que quería intercambiar mercancías. Al igual que el comerciante, tú también pareces querer algo de nosotros.

Feril asintió e intentó explicarse, pero Nuqala siguió:

—Las noticias se mueven deprisa en el agua. Lo que deseas es algo muy valioso, precioso para nosotros y que nos sustenta. —Calló unos instantes, y luego prosiguió:— Pareces poseer un considerable dominio de la magia. Esa magia te permitió evitar a Brynseldimer.

Una vez más, Feril asintió.

—Explícate —dijo la mujer.

La palabras brotaron por entre los labios de la kalanesti. Era la misma historia que ya había contado a Beldargh, pero más completa: cómo había cruzado el océano Courrain Meridional con sus camaradas en busca de Dimernesti, y cómo había elegido hacer esta parte del viaje sola a causa de su dominio de la magia de la naturaleza. Explicó que no había visto ni rastro del dragón, pero sí el cementerio de barcos.

—Los barcos ya no navegan por esta aguas —repuso Nuqala con un dejo de melancolía en la voz—. Ya no comerciamos con la superficie. Estamos prisioneros aquí; pero somos luchadores. No nos rendimos. Nuestra gente caza, aunque algunos son a su vez cazados por Brynseldimer. Nos ocupamos de nuestras cosechas, y el dragón devora a algunos de nuestros labriegos. Pero no nos rendiremos al dragón. Creo que Brynseldimer no quiere matarnos a todos, porque entonces no tendría con qué jugar. Usamos la Corona de las Mareas para mantenerlo a raya, para impedir que destruya todas nuestras ciudades. ¿Y tú deseas la corona que es nuestra defensa? —Nuqala lanzó una carcajada entristecida y meneó la cabeza—. Tú, elfa de la superficie, quieres que nos rindamos. Nos condenarías, y ¿con qué propósito?

—No quiero condenaros sino salvaros y salvar a todo Krynn —replicó Feril. Había urgencia en la voz de la kalanesti—. La corona es antigua, una reliquia de la Era de los Sueños. Palin Majere cree...

—¿Majere? ¿Palin, el sobrino de Raistlin? —La elfa marina ladeó la cabeza—. Ése es un nombre que no he oído pronunciar durante décadas. ¿Palin Majere está vivo?

—Sí; nos envió aquí, a recuperar la corona. Cree que con la corona, y con otros objetos, puede impedir que Takhisis regrese y puede enfrentarse a los señores supremos.

—Tú deseas ayudar a tu gente contra los dragones de la superficie. Quieres que te entregue algo sagrado, para salvar a los habitantes de la superficie.

—No lo negaré —repuso ella—. Pero también quiero ayudaros. Por favor, creedme. No tenemos demasiado tiempo. Takhisis va a regresar. Y, si la Reina de la Oscuridad regresa a Krynn, tu gente tendrá cosas peores que un dragón marino de las que preocuparse.

Los otros elfos presentes en la estancia se pusieron a hablar entre ellos. Algunos discutían, otros conversaban acaloradamente con Nuqala en el idioma del que Feril sólo podía comprender algunos retazos. La elfa marina parecía absorber todas sus conversaciones.

—La corona es uno de nuestros tesoros más venerados —dijo por fin Nuqala, volviéndose otra vez hacia Feril—. Pertenece a los dimernestis. Es parte de nuestro patrimonio, está ligada a nuestras vidas.

—No habrá dimernestis si los dragones se salen con la suya y Takhisis regresa —afirmó la kalanesti.

—Meditaré sobre tus palabras, igual que meditaré sobre las de mi gente. Permanecerás como nuestra invitada durante este día. Por la mañana tendrás mi respuesta.

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