Jaspe estaba cansado. Le dolían los pies, su estómago retumbaba, y necesitaba desesperadamente un baño. Pero no se quejaba; al menos no de modo que los otros pudieran oírlo. El jabalí del poblado habría sido delicioso, lo sabía, y quedarse a ayudarlos a devorarlo no los habría retrasado tanto, además de permitirle pasar algunas horas más junto a Garta Quijadapedrosa, que era el nombre de la jerarca del pueblo. Hacía más de un año que no se relacionaba con otro miembro de su raza.
El enano pasó los rechonchos dedos sobre las paredes calizas. Le gustaba el tacto de la roca; siempre le había gustado. De joven había aprendido a valorar la piedra en sus visitas a Thorbardin. Le encantaba su olor.
Avanzaba por el pasadizo despacio, en parte porque disfrutaba de lo que lo rodeaba, pero principalmente porque estaba cansado. Sabía que debería haberse quedado descansando con los otros cerca de la entrada de la cueva; eso habría sido lo sensato. Pero este pasadizo resultaba... tentador. A su espalda, oyó el crujido de guijarros bajo las gruesas botas de Groller, y de algún punto sobre su cabeza le llegaron chillidos de murciélagos. Aquello era música para sus oídos. Hacía demasiado tiempo que no estaba bajo tierra. Echaba enormemente de menos aquellos viajes a Thorbardin.
Furia se encontraba a poca distancia, y el enano oía el sordo jadeo del lobo. No había pedido a Groller y Furia que lo acompañaran, aunque no había puesto objeciones cuando lo siguieron. El enano sospechaba que, tras el incidente entre Feril y la serpiente, el semiogro no quería que nadie deambulara solo.
El corredor se estrechó y se torció hacia abajo. Se hallaban ya tan lejos de la entrada que ni un atisbo de luz llegaba hasta ellos. Los ojos del enano podían ver en la oscuridad, de modo que echó una mirada a su espalda. Groller palpaba el camino con los largos dedos de la mano derecha, en tanto que mantenía la izquierda al costado para acariciar la cabeza de Furia.
Hilillos de agua descendían por la pared, indicando que existía un río de montaña en algún punto por encima de ellos. Jaspe se llevó el agua a los labios. Era dulce. «No seguiremos adelante mucho más —se dijo el enano—. Sólo doblaremos esta esquina.» Extendió las manos para tocar la roca, que era mucho más fina aquí; a juzgar por el modo en que el pasadizo se curvaba y descendía, imaginó que lo había formado mucho tiempo atrás algún río subterráneo.
—En épocas pasadas —musitó—. Quizás incluso antes de los dragones. Me pregunto hasta dónde llega este túnel... Deberíamos regresar. Sí, deberíamos regresar. Espera. ¿Qué es esto?
El corredor se dividía; un lado ascendía de forma pronunciada y se estrechaba visiblemente, mientras que el otro seguía descendiendo en espiral. Las paredes del pasillo estaban veteadas de minerales, y Jaspe descubrió marcas de picos en ella. «Así que de este pasillo se extrajeron minerales —pensó—. Tal vez lo hicieran enanos. Quisiera saber cuándo fue eso.»
Una capa de pizarra sobresalía de la roca. El enano partió un trozo con el pulgar y se metió la piedra en la boca para chuparla.
—Sólo un poco más adelante —dijo Jaspe a Groller, tirando de la raída túnica del semiogro para indicarle la dirección que pensaba tomar.
—Vas dema... siado le... jos —protestó él.
El enano buscó las manos de Groller. Las ahuecó y las juntó frente al semiogro; luego las separó muy despacio. Era el gesto que su amigo le había enseñado para indicar «más». Enseguida volvió a juntar las manos de Groller: el símbolo de «pequeño».
«Sólo un poco más», se dijo Jaspe.
—No mucho más, Jas... pe. —Groller captó la idea—. Feril preocupa... da.
El enano siguió adelante, hurgando aquí y allá con los dedos para intentar averiguar cuándo se había excavado en el corredor.
—Mmm. El suelo es de pizarra aquí, y muy suave. Tendré que pisar con cuidado. Es un poco resbaladizo. —Esperaba que Groller se daría cuenta de que él se movía con más cautela. Se llevó la mano al cinturón, del que colgaba el saco que contenía el Puño de E'li. No quería que el saco se soltase.
«No, no. No andaremos mucho más. Sólo un poquitín, unos metros más. Probablemente, Rig también estará preocupado. Bajaremos por este pasillo, doblaremos la esquina, y...» Escuchó el chasquido de la piedra bajo sus pies y luego notó que caía.
Lanzó un grito de sorpresa, que Groller no pudo oír, y el lobo empezó a ladrar al verlo caer. El enano agitó violentamente piernas y brazos, sus dedos se golpearon contra la roca, y las rodillas recibieron terribles arañazos. Se enderezó como pudo y bajó la mano derecha a la cintura para sujetar el saco con fuerza.
Entonces aterrizó violentamente sobre una pequeña repisa y se quedó inmóvil; cuando intentó incorporarse, sintió una serie de dolorosas punzadas en la pierna derecha.
—Rota —masculló. Pasó los dedos por la pared y luego comenzó a arrastrarse. Se preguntó cuánto habría caído. Además empezaba a dolerle la cabeza. «He de encontrar la forma de regresar», se dijo, y en ese mismo instante volvió a notar cómo el suelo cedía bajo su peso.
Cayó, rebotando contra las paredes, para ir a estrellarse contra el duro suelo muchos metros más abajo. Por suerte perdió el conocimiento.
Arriba, Groller había visto desaparecer a Jaspe. El lobo se abrió paso junto al semiogro y atisbo por la repisa.
—¡Jas... pe! —llamó Groller—. Jas... pe! —Bajó la mano hacia Furia y palpó la cabeza del lobo—. ¡Jas... pe! —Groller se dijo que tal vez el enano no podía hablar. A lo mejor Jaspe se había herido—. Furia, encuentra a jas... pe.
Empujó al animal al frente y extendió una mano a cada extremo del túnel para avanzar a tientas; luego el semiogro se dejó caer de rodillas y palpó con las manos el suelo. Se maldijo por no haber disuadido al enano. Jaspe estaba débil por culpa de la herida recibida de Dhamon, cansado de la ascensión a la montaña. En opinión de Groller, debería haber descansado. «Sin duda se ha desmayado de cansancio», se dijo.
Pero, en lugar del enano, lo que Groller encontró fue un agujero irregular en el suelo.
—¡Jas... pe! —gritó. El lobo golpeó nerviosamente con la pata el borde de la abertura—. Jas... pe cayó —anunció el semiogro. Miró por encima del hombro al sendero por el que habían venido, debatiendo si debía volver sobre sus pasos y conseguir la ayuda de los otros.
Pero el enano y él habían andado durante un buen rato y recorrido una gran distancia. Si su amigo estaba herido —si es que no estaba muerto— regresar le haría perder unos minutos preciosos. Groller no podía arriesgarse.
—¡Furia! ¡Ve en bus... ca de Rig! —ordenó. El lobo retrocedió por el túnel, en tanto que Groller comprobaba los bordes del agujero. Encontró un lugar al que agarrarse donde la pizarra era sólida y se introdujo en la abertura. Balanceó los pies. Nada sobre lo que apoyarlos inmediatamente debajo. Balanceó las piernas en círculos cada vez más amplios hasta que tocaron algo sólido a varios metros de distancia: otra pared de piedra. Con una mano bien sujeta a la repisa superior, empezó a palpar en la zona inferior en busca de otro punto de sujeción.
Encajó los dedos en una grieta. Entonces soltó la mano de la repisa superior y repitió el proceso, localizando grietas para descender como lo haría una araña. Por fin, sus pies rozaron algo sobre lo que posarse, una estrecha repisa horizontal que parecía lo bastante resistente para soportar su considerable peso.
Groller imaginó que Jaspe había caído directamente al fondo. Y era allí adonde el semiogro se dirigía, también, mano sobre mano, con mucha cautela pero sin detenerse. Le dio la impresión de que debía de haber descendido al menos tres metros ya cuando sus manos encontraron una amplia abertura en la pared. Se apuntaló en los lados y siguió descendiendo.
Resultaba horripilante, sin ver nada, incapaz de oír nada, incapaz de saber con certeza cuánto había descendido. Sólo podía oler un aire mohoso y algo repugnante; excrementos de murciélago, decidió, cuando sus dedos tropezaron con una masa pegajosa sobre un saliente.
Encontró una nueva repisa y se detuvo unos instantes para recuperar aliento. Sus dedos estaban doloridos y arañados y sangraban por culpa de las rocas. Paseó la mirada en derredor, sin ver otra cosa que oscuridad. Nada excepto una eterna cortina gris. Nada excepto... Atisbo más abajo y descubrió un pedazo de un gris más claro.
—¿Jas... pe? —La mancha gris claro no se movió.
La repisa se ensanchaba, describiendo un ángulo hacia abajo al cabo de un rato, y él siguió aquella ruta. Ahora parecía descender de un modo más inclinado, dirigiéndose justo a donde él quería ir. Apresuró el paso y avanzó deprisa. Sus pies tropezaron con pedazos sueltos de roca, e hizo un esfuerzo por mantener el equilibrio.
Cada vez estaba más cerca. Un poco más y luego... La repisa cedió bajo los pies del semiogro y éste cayó. Rebotó repetidamente contra la pared de la caverna, y la piedra le arañó el rostro, las rodillas y los brazos, mientras luchaba denodadamente por encontrar un asidero. Surgida de la nada, una estaca de piedra le golpeó el pecho.
Groller lanzó un gemido y sintió un impacto aun mayor: el suelo de la cueva. La cabeza chocó contra él con violencia, y el gris oscuro que lo envolvía se tornó negro.
El semiogro estaba en un pueblo agrícola en Kern, no muy lejos de las costas del Mar Sangriento. Su esposa lo acompañaba, una humana de aspecto corriente por la que sentía una inmensa devoción. Sostenía sus pequeñas manos entre las suyas, grandes y encallecidas, y miraba por encima del hombro de la mujer en dirección a su hogar, hecho con piedras y paja. Lo acababan de construir ellos mismos, y lo habían colocado a la sombra de dos grandes robles. Detrás de la casa había un pequeño huerto, y, si estiraba mucho el cuello, Groller podía ver cómo crecían los cultivos: guisantes, zanahorias y una hilera de nabos. Su hija jugaba junto a la casa, parloteando con una muñeca de trapo mientras le arreglaba el vestido floreado. Groller pensaba construir un anexo a la casa, ahora que su esposa esperaba su segundo hijo. Esperaba que el niño fuera un varón; alguien que pudiera perpetuar el nombre de Dagmar.
El semiogro era aceptado en este pueblo; más que aceptado, lo consideraban parte vital de la comunidad. Era fuerte y capaz de ayudar en las tareas más rudas; afable y solícito, todos lo querían. Él, por su parte, se había adaptado bien al pueblo, y se sentía feliz.
Un día, mientras trabajaba en el huerto bien entrada la mañana, apareció el Dragón Verde. La criatura pasó rozando el poblado en dos ocasiones, observando cómo la gente gritaba y corría a ponerse a cubierto como hormigas atemorizadas; luego el monstruo describió un giro, y Groller rezó para que se hubiera ido, para que no hubiera encontrado nada de interés en ese pequeño lugar. Cogió su azada y se encaminó a la casa, donde estaban su esposa e hija.
Pero el dragón no se había ido. Se limitaba a esperar el momento oportuno, a seleccionar el mejor punto para lanzar su ataque. Regresó justo cuando Groller llegaba ante la puerta de entrada. Volaba bajo, con las fauces abiertas, e iba soltando una nube de nocivo líquido pegajoso que lo cubría todo.
Las gentes que seguían en el exterior y que se vieron atrapadas por la nube empezaron a chillar. Se tapaban las caras y se desplomaban de bruces en el suelo, donde se retorcían violentamente. Groller gritó a su esposa e hija que permanecieran en el interior de la casa, y corrió al centro del pueblo con la azada en alto.
El dragón aterrizó, haciendo restallar la cola contra las casas más pequeñas, las construidas sólo de madera; con las alas avivó el viento e hizo volar el bálago de los tejados. A algunas personas las atrapó con sus garras, a otras las asfixió con su pernicioso aliento letal.
Los gritos inundaron los sentidos de Groller. No paraban; se elevaban hasta extremos ensordecedores a medida que la criatura continuaba con su horrible ataque. El semiogro vio morir a sus amigos. Golpeó con la azada al dragón, pero el filo rebotó en las gruesas escamas verdes. La bestia le dirigió una mirada divertida; o tal vez miraba más allá, sin verlo a él. Luego se elevó por los aires, y el aire que produjeron sus alas derribó a Groller y también a unos pocos que se habían atrevido a plantarle cara.
El dragón voló de una casa a otra, aplastando cada edificio y sacando a la gente del interior. A la mayoría se los comió, tragándoselos de un bocado. A otros se limitó a matarlos y arrojarlos a un lado.
—¡Maethrel! —gritó Groller. Su esposa estaba en el umbral, y de improviso ya no había umbral, ni tampoco casa. El dragón había aterrizado sobre ella y, tras convertirla en cascotes, dio un salto para ir a demoler otra construcción.
El semiogro corrió por el suelo aún pegajoso por culpa del cáustico aliento de la criatura. Retiró precipitadamente paja y piedras hasta que sus dedos sangraron por el esfuerzo, y al fin localizó a Maethrel. Estaba muerta, aplastada. También la hija de Groller había sido asesinada.
Las lágrimas corrieron por el rostro del semiogro, y éste gritó presa de dolor y rabia. Sus gritos se mezclaron con los de aquellos que aún seguían con vida. Tan sólo consciente a medias de sus acciones, cogió la azada y corrió hacia el dragón, chillando furioso, intentando atraer su atención.
—¡Enfréntate a mí! —aulló. Pero el reptil no pareció sentir interés por él. Se dedicaba a destrozar el edificio que se utilizaba como ayuntamiento.
El aire estaba saturado con los gritos de los moribundos, con los chillidos de los pocos supervivientes. Los gritos se tornaron más potentes que los rugidos del dragón, que el silbido de su horrible aliento. Eran todo lo que oía Groller.
—Haced que el ruido se detenga —rezó el semiogro mientras corría hacia el dragón—. Por favor, haced que los gritos paren.
Estaba a sólo unos pocos metros de la criatura cuando ésta se elevó del suelo otra vez y giró al este. Se alejó volando sobre el Mar Sangriento, desvanecido su interés por el pueblo. Alrededor de Groller, los gemidos continuaron.
—Por favor, haced que pare. —Cayó de rodillas y soltó la azada; luego se llevó las manos a los oídos.
Por el rabillo del ojo vio a un hombre diminuto, del tamaño de un duende y dorado, con ojos también dorados, que lo observaba. Entonces el ser hizo un gesto con la cabeza, y de improviso los gritos cesaron.
Groller miró a su alrededor. El hombrecillo dorado había desaparecido, al igual que todo el ruido. Regresó tambaleante hasta su derruido hogar y contempló a los supervivientes mientras se preguntaba por qué a unos cuantos se los había dejado con vida. Ellos le hablaban, le chillaban tal vez. Vio que movían los labios, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas, pero ya no podía oírlos.
No podía oír nada.
—Maethrel —gritó. Ni siquiera pudo oír sus propias palabras. Se sentó junto a ella, colocó su mano ensangrentada sobre el corazón de su esposa, y lloró.
Enterró a su mujer e hija aquella noche y durmió junto a sus tumbas.
Despertó con la sensación de que algo rasposo y húmedo le corría por el cuello. Estaba tumbado de espaldas, parpadeando, y por un instante creyó volver a ver al hombrecillo de piel dorada, el que tenía los ojos dorados. Volvió a parpadear, y alzó los dedos, que se enrollaron en el largo pelaje rojizo de Furia. No era el hombrecillo. Sólo el lobo. De algún modo el animal estaba a su lado. De una forma u otra su compañero había encontrado una manera de bajar hasta la caverna. Furia siguió lamiendo el rostro de Groller.
—¿Rig? —inquirió él, con la esperanza de que el lobo también hubiera conseguido llevar allí abajo al marinero—. ¿Feril? ¿Fio... na?
Intentó incorporarse, pero las piernas se negaron a moverse y su cintura no se doblaba. Lo embargó el pánico. No sentía las piernas. Se esforzó por mover los brazos, y los largos dedos hurgaron en la parte posterior de su cabeza. Sangre, y un chichón cada vez mayor. Con sumo cuidado se palpó el resto del cuerpo. Le ardía el pecho, y los brazos y la cabeza le dolían; se tocó los muslos. Las sensibles puntas de sus dedos captaron el tacto de la tela, la cálida humedad de la sangre, la elasticidad de la carne; pero sus piernas no sintieron nada.
—¿Furia?
Groller giró la cabeza a un lado y a otro, intentando ver en la oscuridad. ¿Dónde estaban Rig y Feril? Volvió a pasear la mirada, y sus ojos se detuvieron en la caída figura del enano.
—¡Jas... pe! —llamó—. ¡Jas... pe! —Al gritar el pecho le dolía.
No sabía si el enano estaba vivo. La masa gris permanecía inmóvil. Su propio pecho le dolía, y le costaba respirar.
—Maethrel —suspiró. Tal vez volvería a ver a su esposa cuando muriera. No sería algo tan malo; pero no quería morir todavía. Rig y Palin necesitaban su ayuda para luchar contra los dragones—. ¡Jas... pe!
Jaspe oyó su nombre. Era un susurro difícil de captar, confuso. «¿Goldmoon?», pensó. Parecía como si ella lo llamara desde lejos. Era como si él se encontrara en la alameda de la isla de Schallsea y ella estuviera en la Ciudadela de la Luz, llamándolo para que acudiera otra lección. Su cuerpo estaba en la Ciudadela de la Luz, lo sabía, en el ataúd de cristal que la conservaba mágicamente para que los misioneros místicos pudieran viajar hasta la isla y despedirse de ella.
—Jaspe —le pareció oír que Goldmoon volvía a llamarlo. «Si es ella, es que estoy muerto», se dijo.
»Jaspe. —Sin lugar a duda se trataba de la voz de Goldmoon, decidió. El enano buscó su rostro, pero todo lo que pudo ver fue la oscuridad—. Jaspe, ten fe.
La imaginó llena de vida, con la cabellera dorada cayendo por los hombros y descendiendo por la espalda, los ojos pensativos y expresivos. Cuando el enano había considerado seriamente ir a Thorbardin antes de que los enanos sellaran el reino, aquellos ojos lo habían disuadido de hacerlo. Goldmoon quería que se quedase con ella, que aprendiera más sobre las artes curativas y la mística. No había podido decir que no a aquellos ojos.
Las cambiantes bandas grises palidecieron, y unos rizos enmarcaron un rostro fino.
—Goldmoon —musitó Jaspe—. Eres tú.
—¡Jas... pe!
El enano abrió los ojos violentamente. Parpadeó, y los fijó en una zona más clara sobre el suelo de la cueva. No era Goldmoon; sólo su imaginación.
—¡Jas... pe!
—¿Groller?
—¡Jas... pe! —El semiogro vio cómo Jaspe se movía—. Te... mía que es... tabas muer... to.
—Yo también lo creí, amigo mío. De hecho... —Jaspe no acabó la frase—. En realidad es como si hablara conmigo mismo. No me oyes. ¡Ahhh! —Intentó acercarse a Groller, pero la pierna rota le dolía demasiado. Descubrió al semiogro tumbado cerca de él, con un hilillo de sangre en la frente. También Groller debía de haber caído—. Esperaremos a Rig —anunció el enano—. Rig acabará por echarnos en falta. Él nos sacará de aquí.
—Jas... pe, mucho da... ño.
«Sí, así es, —se dijo el enano para sí—. Tengo la pierna rota. Todo yo soy un cardenal. Me sorprende seguir vivo.»
—Jas... pe, no siento pier... nas. No puedo mover... me.
El enano se maldijo por no pensar primero en Groller. Goldmoon jamás hubiera pensado en ella primero.
Apretó los dientes y se arrastró lentamente, apoyándose en la pierna sana. El suelo estaba resbaladizo por culpa del guano. Jadeó. El aire apestaba, estaba viciado y espeso. El olor le provocó náuseas, y sintió que lo poco que había comido durante el día le subía por la garganta.
—Casi estoy ahí —dijo—. Unos metros más. —Como si fueran kilómetros, se dijo. Y cuando llegara junto a Groller, si conseguía llegar hasta él, no podría hacer nada por su amigo—. ¡Rig! ¡Feril! ¡Fiona! —rugió el enano. Oyó que su voz resonaba en las paredes, calló y aguzó el oído en busca de una respuesta, pero tras unos segundos los ecos se apagaron. Suspiró y se esforzó por acallar el dolor de su pierna y pecho.
No supo cuánto tardó en llegar junto a Groller; quizá varios minutos, aunque le parecieron horas. El pecho le ardía por culpa de la caída y el esfuerzo.
—Jas... pe —dijo el semiogro cuando notó los rechonchos dedos del enano—. ¿Jas... pe bien?
—No —tosió éste. Sus dedos encontraron la mano de Groller—. No estoy bien. —Hizo una mueca. Volvió a toser y notó el sabor de la sangre en la boca, una mala señal; tal vez se había perforado también el pulmón sano.
Groller atisbo en la oscuridad hasta distinguir el rostro de su amigo.
—Jas... pe, arregla mis pier... nas.
El enano sacudió la cabeza. «Mi fe ya no es firme, amigo», se dijo. Sabía que Groller no podía oír lo que decía. «No pude curar a Goldmoon. Ni siquiera me pude curar a mí mismo cuando Dhamon me hirió. Los místicos de la Ciudadela tampoco me pudieron curar: mi falta de fe lo impidió. Ya no puedo curar. Tendremos que esperar a Rig.»
—Jas... pe, arregla —repitió Groller—. Arregla mis piernas.
El enano suspiró y empezó a tantear al semiogro con sumo cuidado.
—Sentí es... o —indicó éste—. Duele mucho, mucho. Es... o. Sentí es... o.
Groller calló cuando el enano le presionó las caderas. Jaspe comprendió entristecido que tenía la espalda rota. Y varias costillas. El semiogro no abandonaría la cueva. «Incluso si Rig nos encuentra —pensó el enano—, no conseguirá sacar a Groller de aquí con vida.»
El enano volvió a toser, y notó cómo un hilillo de sangre resbalaba por su labio inferior.
—Puede que Rig no llegue aquí a tiempo de todos modos —musitó—. Creo que me estoy muriendo. Pero tengo el Puño. Rig y Palin necesitan el Puño.
—Arregla mis piernas —lo animó Groller.
Jaspe cerró los ojos; sólo le quedaba un poco de energía, y ésta se desvanecía veloz. La caída lo había incapacitado casi por completo. Cada vez tenía más sangre en la boca.
—Frío —susurró Groller—. Tan frío aquí abajo. —El semiogro temblaba.
—Concéntrate —se reprendió Jaspe—. No por mí: por Groller. Reorx, Mishakal, por favor. —Intentó concentrarse, tal y como Goldmoon le había enseñado, mirando a su interior en busca de la fuerza interior que ella afirmaba que todos poseían. Ella le había enseñado a utilizar aquella energía, a invocarla y canalizarla en forma de magia curativa y otros conjuros mágicos. La buscó ahora; pero no la encontró. La energía había desaparecido.
Jaspe. Era la voz de Goldmoon, el enano estaba seguro.
—¿Goldmoon?
Has de tener fe.
El enano sonrió débilmente. La voz era real; no había imaginado que la oía. Del mismo modo que ella sin duda había estado hablando con Riverwind durante todos aquellos años cuando permanecía ante la ventana de la Ciudadela de la Luz y mantenía lo que al enano le parecía una conversación unilateral. Goldmoon no se había dado cuenta de que alguien la escuchaba, y probablemente cualquier otro hubiera pensado que estaba loca. Pero Jaspe había escuchado y se había hecho preguntas.
«A lo mejor soy yo el que está loco ahora —reflexionó— al oír voces, al pensar que puedo curar. Pero tengo que intentarlo.»
Ten fe.
—Goldmoon. —Entonces la encontró, aquella chispa diminuta de energía interior enterrada dentro de él. Era una sensación cálida, y cuanto más se concentraba en ella, más fuerte brillaba la chispa—. Fe —susurró—. Goldmoon, debo volver a tener fe.
Una oleada de calor emanó de sus brazos hasta los dedos. Colocó las manos sobre la cintura del semiogro y la recorrió hasta llegar al final de la espalda. El calor resultaba estimulante. Los dedos ascendieron por el pecho de Groller hasta el cuello de éste y luego descendieron por sus brazos.
Jaspe notó que el semiogro se movía y utilizó las manos para detenerlo.
—Aún no he terminado —dijo. Sus dedos localizaron las heridas y contusiones de la cabeza de Groller. Tocó cortes y arañazos, bultos en los que se formaban chichones. Luego sus manos recorrieron las piernas del semiogro, que estaban torcidas en extraños ángulos.
—No debieras haberme seguido al interior de la cueva —refunfuñó Jaspe. El calor de sus manos irradió al exterior, curando los huesos rotos.
—Jas... pe buen sanador —afirmó Groller—. Siento mis pier... nas ahora. Me puedo mover ahora.
Las manos del enano intentaron mantener tumbado al semiogro, pero éste era demasiado fuerte, y se incorporó hasta una posición de sentado.
—Jas... pe, estás herido —manifestó.
Ten fe, susurró el espíritu de Goldmoon.
—Jas... pe, cura tú mismo.
—Lo intento, amigo. —El enano siguió concentrándose en el calor, animándolo a fluir—. Lo intento.
Fe, repitió Goldmoon.
El calorcillo permaneció en su pecho y pierna; luego se extendió hacia la espalda y recorrió sus costillas. Sintió como si flotara, como si recuperara fuerzas. Y, sin embargo, al mismo tiempo se daba cuenta de que se debilitaba, a medida que la magia absorbía los últimos restos de su energía física. Un hormigueo le recorrió la pierna y el pecho. La sensación le recordó lo que había estudiado junto a Goldmoon, y a otras ocasiones en las que se había curado a sí mismo de pequeñas caídas.
Tu fe es fuerte.
—Jas... pe, mejorarás —oyó decir a Groller a poca distancia de él. De lo alto le llegaron los chillidos quedos de los murciélagos, mientras escuchaba cómo su corazón latía con más fuerza y oía cómo la voz de Goldmoon se desvanecía hasta apagarse.
—Estoy cansado —murmuró, mientras el calor se retiraba, el conjuro finalizaba, y los restos de energía que le quedaban desaparecían.
—Jas... pe, eres buen sanador —repitió Groller.
—Estoy bien —insistió el enano al sentir que lo alzaban del suelo—. Puedo andar. —Los dedos del enano se deslizaron hasta el saco que pendía de su cinturón, mientras Groller avanzaba lentamente, con él en brazos.
De un modo u otro, el semiogro consiguió llegar hasta una pared. Groller había buscado al lobo, sin encontrar ni rastro, y se preguntaba cómo había conseguido Furia llegar allí abajo. Sin duda existía un sendero más practicable que el que él había tomado. ¿Adónde había ido el lobo?
Groller se metió a Jaspe bajo un brazo, palpó la pared, y empezó a utilizar la otra mano para trepar.
¿Dónde estarían Rig, Feril y Fiona? se preguntaba. Había enviado al lobo en su busca, pero decidió que no podía esperarlos, no podía permanecer allí abajo. No quería hacerlo. Apestaba.
Introdujo dedos y pies en grietas, se afianzó, y luego alzó la mano. La ascensión era lenta, pero Groller era persistente. Resbaló unas cuantas veces pero realizó progresos y por fin llegó hasta un saliente en el que recostarse.
Este era más estrecho que el que había encontrado cuando intentaba descender en busca de Jaspe. Groller avanzó por él con suma cautela, encajando los dedos de la mano libre en las rendijas que encontraba. Jaspe tiró de la túnica de su amigo. Estaban cerca de la abertura por la que el enano había caído. Groller entrecerró los ojos para intentar ver en la oscuridad, y Jaspe le dio una palmada en la espalda para indicarle que lo habían conseguido.
Ahora llegaba la parte más difícil. El semiogro necesitaría ambas manos. Se puso en equilibrio con sumo cuidado sobre la repisa.
—Jas... pe, coge fuerte —indicó. El enano pasó los brazos alrededor del cuello de Groller, y éste encontró un nuevo asidero.
Trepó como una araña otra vez, colgando de una pared rocosa que se inclinaba oblicuamente cerca de la abertura. Groller tenía los dedos doloridos de aferrarse a las rocas, y de soportar el peso del enano; pero escarbó en busca de puntos de apoyo y balanceó las piernas con desesperación.
Sus frenéticos movimientos asustaron a los murciélagos de la vecindad y sus chillidos inundaron el aire. Groller no podía oírlos, pero percibió su vuelo claramente. El aire se agitó con su batir de alas, y algunos lo golpearon con sus movimientos.
Por fin, las piernas del semiogro encontraron una profunda hendidura donde apoyarse, y pudo continuar la ascensión. Al cabo de unos instantes, ambos se encontraban tumbados en el túnel.
Jaspe fue el primero en moverse, pero luego Groller volvió a tomar el mando y usó los doloridos dedos para guiarlos a ambos por el pasadizo. Descubrió a Furia en el túnel por delante de ellos. El animal pateó el suelo y luego dio media vuelta y desapareció; al parecer el lobo estaba solo y no había llevado consigo a Rig o a Feril. Groller se dijo que a lo mejor les había sucedido algo, y apresuró el paso, volviendo la cabeza para asegurarse de que Jaspe lo seguía.
El pasadizo zigzagueaba como una serpiente, tal y como lo recordaba, y volvió a ver al lobo dando zarpazos al suelo. El semiogro empezó a correr. Furia dobló una esquina y desapareció de su vista.
Groller dio la vuelta a una protuberancia rocosa a toda velocidad y fue a parar a la entrada de la cueva. Estaba oscuro. Por un instante, el semiogro sospechó que había equivocado el camino y había ido a parar a una sala distinta; pero entonces sus ojos, acostumbrados a la penumbra, descubrieron unas manchas grises.
Jaspe casi chocó contra él, al doblar la esquina.
—Varias horas, como mínimo. —Jaspe reconoció la voz de Feril—. Estoy agotada —decía—. Estamos atrapados aquí, a menos que encontréis otro modo de salir de esta cueva. No puedo hacer un agujero en esta roca hasta que haya recuperado las energías.
—Aquí dentro está más oscuro que la noche. —Ésa era la voz de Rig—. Parece una tumba.
Jaspe escuchó otros sonidos, un curioso tintineo que procedía del otro extremo de la estancia.
—Me pregunto dónde estarán Groller y Jaspe. No puedo creer que no hayan oído todo esto. Y deberían estar de vuelta ya.
—Estamos de vuelta, Fiona —contestó Jaspe.
—¿Y se puede saber dónde habéis estado vosotros dos? —inquirió Rig—. Hemos tenido que luchar contra dracs. Todavía siguen ahí fuera. Feril selló la cueva para impedir que nos mataran.
—¡Ufff! ¿Qué es ese olor? —preguntó Fiona.
—Ah, excrementos de murciélago —repuso Jaspe.
El enano tiró de la túnica de Groller, y el semiogro lo siguió al interior de la enorme gruta. Groller se dirigió hacia Feril y el lobo, y los dorados ojos de Furia lo saludaron. El semiogro los contempló con fijeza.
—Así que excrementos de murciélago. Vosotros encontráis excrementos de murciélago y nosotros dracs —manifestó Rig—. ¿Dónde estabais?
—Explorando —repuso el enano. «Explorando esta cueva y a mí mismo», añadió en silencio. «Encontrando mi fe.» Aspiró con fuerza y se encaminó hacia Rig. Notaba que sus pulmones estaban curados, los dos, y que su fe había regresado. Una sonrisa le iluminó el rostro—. Groller y yo nos dedicamos a explorar un poco.