20 Renacimiento

Las rodillas de Veylona temblaban y le castañeteaban los dientes, y la elfa marina se llevó ambas manos a la boca para impedir que escapara el menor sonido de ella. La dimernesti escudriñaba desde detrás de una roca el borde de la meseta, contemplando a los siete enormes dragones, cinco de ellos señores supremos. Sudaba más de lo que lo había hecho después de recorrer penosamente durante días el desierto de los Eriales del Septentrión. Le aterraban los dragones.

Jaspe estaba arrodillado junto a ella con la mano sobre su hombro, aunque ello no daba el menor consuelo a la elfa. Groller y Furia se encontraban justo a su espalda, y una temblorosa mirada por encima del hombro indicó a Ampolla que el enorme semiogro estaba tan asustado como ella.

—Miedo al dragón —musitó Palin a Veylona—. Es un aura que los dragones exudan.

—¿Puedes hacer algo? —inquirió Usha. Sus dorados ojos estaban abiertos de par en par. Había estado entre dragones con anterioridad, cuando docenas de ellos combatían a Caos en el Abismo, pero jamás había visto dragones tan enormes.

—Yo sí —ofreció Jaspe. Los dedos de su mano derecha estaban fuertemente cerrados alrededor del Puño—. Esto puede influir sobre los otros, puede reforzar su valor —murmuró al tiempo que se concentraba—. Si no aumenta nuestro valor deprisa, creo que unos cuantos de nosotros echaremos a correr montaña abajo dentro de nada.

El enano cerró los ojos.

—Goldmoon, tengo fe —dijo en tono quedo—. ¿Tengo la fuerza para...? —Su mente se fundió con la energía que recorría el mango del cetro—. Demos gracias a los dioses ausentes.

Del otro lado de la mesetas el viento empezó a soplar. Ardiente como un horno, estaba impregnado de un aroma a azufre. Los relámpagos centelleaban sin cesar, iluminando a los dragones que describían círculos en el cielo.

Jaspe abrió los ojos y estudió a Dhamon, Rig y Fiona cuando éstos se acercaron. Las expresiones de sus rostros le indicaron que ya no tenían miedo. Veylona se movió en silencio a su espalda.

—Muy seco —dijo, con voz débil—. Piel duele. Mis ojos arden. Muy lejos del hogar marino. —La dimernesti levantó la vista al cielo y parpadeó con cada relámpago. La pálida nariz azul se estremeció, y sus labios se crisparon en una mueca. Se preparaba una tormenta, pero sabía que no habría lluvia purificadora, sólo este calor seco e incómodo—. Pensé que había una posibilidad —continuó—. Cuando Piélago murió, pensé que más dragones podían morir. —Tenía las pupilas dilatadas, y cerró la mano con fuerza sobre el pomo de la espada que Palin le había dado; los nudillos estaban tan pálidos que parecían de una blancura cadavérica.

—Siempre existe una posibilidad —dijo Usha—. Hay...

De improviso el viento gimoteó con fuerza, y los truenos sacudieron el suelo. Palin y sus compañeros se tambalearon, y tuvieron que luchar para no verse arrojados por la ladera de la montaña.

Malystryx se movía despacio y majestuosamente. Los ojos de todos los dragones estaban fijos en ella, las testas de todos ellos inclinadas en señal de respeto.

—¿Qué sucede? —susurró Jaspe mientras intentaba echar una ojeada por entre las rocas que tenía delante.

—Algo —respondió Ampolla—. Creo que la Roja va a invocar a Takhisis.

Palin frunció los labios y contempló a los dragones, intentando localizar al más débil. Quería lanzar un ataque pero comprendió que quizá tendrían que luchar con todos los dragones a la vez si se mostraban ahora. «Gilthanas tiene razón —se dijo interiormente—, esto es un suicidio. Ni siquiera tenemos la fuerza para derrotar a uno de ellos.» En voz alta susurró:

—No sé lo que está haciendo Malys. Pero creo que se acerca el momento de actuar. Deberíamos...

Khellendros lanzó un rayo que cayó sobre la lisa superficie de la meseta y lanzó por los aires pedazos de roca que acribillaron inofensivos los gruesos pellejos de los señores supremos. Cuando el olor a azufre y el polvo se disiparon, los apostados descubrieron que el rayo había sido dirigido a las proximidades de un altar de roca que se alzaba solitario en medio de aquel enorme lugar.

—Los tesoros mágicos —indicó Malys; la voz inhumana, más potente que el tamborileo de los truenos, se escuchó con claridad por encima del aullido del viento—. Colocadlos aquí.

Uno a uno, los dragones obedecieron. Sus enormes zarpas recogieron con suavidad las antiguas reliquias y las depositaron con cuidado sobre el altar y alrededor de su base, sin percatarse de la presencia de los que los observaban.

—¿Cuándo? —La voz de Ampolla sonaba frágil—. ¿Cuándo vamos...?, ya sabes... —Rozó con los dedos las empuñaduras de los cuchillos—. ¿Cuándo...?

—¡Todo! —chilló Malys. Su voz estremeció la montaña, y las formaciones de rocas temblaron. Echando hacia atrás la testa, abrió la boca y proyectó un chorro de fuego hacia el firmamento. Entonces sus ojos se abrieron de par en par, al divisar a los Dragones Plateados y Dorados que descendían, tan altos en el cielo que parecían estrellas que cayeran sobre la tierra. Los Dragones Negros, Verdes y Azules que habían estado describiendo círculos en el aire fueron a su encuentro—. ¡Todo! ¡Ahora!

A excepción de Khellendros, los señores supremos actuaron con rapidez. La zarpa del Azul se desplazó despacio hasta su montón de tesoros y empujó las llaves de cristal, el Medallón de la Fe.

¿Un único medallón?

—¡Fisura! —el Azul escupió la palabra en un tono tan apagado que Malys no la oyó. Miró a su espalda y vio una pequeña sombra gris. Había mantenido en secreto la presencia del huldre, al que había llevado consigo con la intención de usarlo para abrir el Portal cuando llegara el momento propicio—. ¡El otro medallón, duende!

El hombrecillo gris se encogió de hombros.

—Devuélvelo —siseó el dragón.

—No lo tengo. —El huldre sostuvo la severa mirada de Khellendros, y su terso rostro se mantuvo impasible.

Khellendros lanzó un rugido, paseando la mirada por el redondel. Aproximó más las llaves al altar, y también el solitario medallón, manteniendo la lanza en el extremo del círculo de tesoros, cerca de su garra herida. Sus ojos no perdieron de vista a Malys ni un momento.

—¡Este mundo ha estado demasiado tiempo sin una diosa dragón! —exclamó Malystryx. La enorme Roja se alzó sobre los cuartos traseros y extendió el cuello hacia los cielos—. Llevamos demasiado tiempo sin que exista un poder incontestable, sin una voz poderosa que marque el rumbo de Ansalon. Ahora una se ha alzado. ¡Soy yo, y yo lo soy todo!

—¡Malystryx! —tronó Gellidus. El aire rieló blanco a su alrededor, cuando cristales de hielo brotaron de entre sus afilados dientes y se fundieron al instante en la ardiente atmósfera.

—¡La nueva Reina de la Oscuridad! —chillaron Beryl y Onysablet prácticamente al unísono. De las mandíbulas de la Negra surgieron hilillos de ácido que chisporroteaban y estallaban y fundían monedas y joyas del altar.

—¡La Reina de la Oscuridad! —se inició un cántico por parte del resto de los dragones, que fue recogido casi como un susurro por los dragones que aguardaban al pie de la meseta. Apagadas, casi imperceptibles, las voces humanas se unieron a ellos.

Columnas de vapor ascendieron en espiral desde los cavernosos ollares de la Roja, y las llamas le lamieron los dientes. Los zarcillos de fuego parecieron adquirir vida propia. Parecían dragones Rojos en miniatura que brotaran de sus inmensas y horribles fauces.

Palin Majere palideció. En alguna parte, entre las danzarinas llamas, sus doloridos ojos creyeron distinguir de nuevo por un instante el rostro plateado del Hechicero Oscuro, que lo había traicionado.

—¿Qué sucede? —preguntó Ampolla, su vocecilla ahogada casi en el tumulto del cielo y la montaña.

—Es un conjuro —respondió Palin. Su voz temblaba—. No está invocando a Takhisis. ¡Cree que ella es Takhisis!

—Pero yo siempre pensé que Takhisis era hermosa —comentó la kender—. Me da la impresión de que a Malys le falta un tornillo. Me da la impresión de que...

Palin la acalló con un gesto.

—¡Ahora! —instó a sus amigos—. ¡Debemos actuar ahora! ¡No podemos esperar a Gilthanas y a Silvara! ¡Los Dragones Plateados y Dorados están demasiado lejos y tienen que enfrentarse a los Dragones del Mal de ahí arriba! —El hechicero se puso en pie y señaló a Gellidus, extrajo poder del anillo de Dalamar e invocó a su propio fuego. Refulgentes llamaradas rojas surgieron de las manos de Palin en dirección al señor supremo Blanco.

Abandonado el hechizo que los mantenía camuflados, sus disfraces de Caballeros de Takhisis se desvanecieron como agua, y aparecieron bajo su auténtica apariencia.

—¡Ahora! —gritó Palin.

El cántico de Gellidus estalló en un alarido cuando algunas escamas heladas se deshicieron bajo la ráfaga de fuego de Palin, incrementada artificialmente.

Rig y Fiona se precipitaron al frente, manteniéndose bajo la ardiente llamarada del hechicero para cargar contra Escarcha. La joven Dama de Solamnia había insistido en atacar a este dragón en concreto, que tenía sometido a Ergoth del Sur bajo su gélido dominio y aterrorizaba a las gentes que su orden de caballería había jurado proteger. Y Rig se había ofrecido a ayudarla.

Ampolla y Jaspe se dirigieron hacia Onysablet, la gran Negra, con Veylona pegada a ellos.

Groller cargó contra Beryl. «Por mi esposa —se dijo—, y también por mi hija. Por la gente de mi pueblo». Beryl no había sido la responsable; había sido un dragón más pequeño, lo sabía. Pero de todas formas ella también era Verde, y el semiogro contaba con la ayuda de Furia, que corría a su lado.

Usha hizo intención de avanzar, pero Palin dejó caer la mano derecha sobre su hombro.

—No intentes protegerme —le dijo ella. Su larga espada centelleaba.

—No lo haré —contestó con voz débil—. Te necesito a ti para protegerme a mí.

Ella comprendió al instante. Él era la mayor amenaza para los dragones y se convertiría en su principal objetivo.

—Con mi vida —le respondió; alzó el escudo y la espada, y aguardó.

Dhamon se precipitaba hacia el centro de la meseta, directamente hacia la enorme señora suprema Roja. Feril no sabía por cuál decidirse. Contemplaba a Gellidus, el dragón que había destrozado su tierra natal. Quería luchar contra él con cada una de las fibras de su ser; pero su corazón se oponía... Dhamon se acercaba a Malys, solo. Un instante después Feril se encontraba tras Dhamon, concentrándose en la Corona de las Mareas e invocando a toda la poca humedad que pudiera permanecer en el aire.

—¡Malystryx! —tronó Dhamon—. ¡Me convertiste en un asesino! ¡Me obligaste a matar a Goldmoon! ¡Me robaste la vida, maldita seas!

La inmensa señora suprema Roja bajó los ojos y descubrió la presencia del detestado humano, el humano inferior que la había desafiado, se había liberado de su control y se había quedado con la alabarda. Unos instantes antes habría interrumpido cualquier cosa para matarlo; pero momentos antes ella era simplemente un dragón. Ahora era una diosa, un ser por encima de la insignificancia de tal venganza.

Malys continuó con su conjuro; sólo vagamente registró el sonido de pies humanos que trepaban por el montón de tesoros, y sintió de un modo tenue el cosquilleo de una espada que golpeaba las gruesas placas de su vientre. Dhamon Fierolobo no podía hacerle daño. Tal vez lo eliminaría cuando hubiera terminado, como advertencia a los hombres que osaran desafiar a la raza de los dragones.

La kalanesti contempló cómo Dhamon atacaba a Malys una y otra vez; la espada repicaba inútilmente contra las relucientes escamas rojas, como si cada uno de sus golpes fuera interceptado por un grueso escudo de metal. Las lágrimas resbalaban por las mejillas de la elfa mientras lo observaba, comprendiendo ahora hasta qué punto había sido responsable el dragón de sus atroces acciones.

—¿Cómo pude culparte de la muerte de Goldmoon? —murmuró.

La Corona de las Mareas lanzó un zumbido, recogió sus lágrimas y empezó a multiplicarlas en forma de río.

Por encima de sus cabezas, los Dragones Negros, Verdes y Azules acortaron la distancia que los separaba de un enjambre de relucientes Plateados que transportaban Caballeros de Solamnia. Encabezaban la formación Dragones Dorados que eran también los más numerosos; pero entre ellos también había Dragones de Cobre, Latón y Bronce.

Gilthanas, que montaba a Silvara empuñando una larga espada, localizó un relámpago que zigzagueaba en dirección a las montañas; su mente lo atrapó y lo hizo girar en el aire para lanzarlo contra el Dragón Negro que lideraba al enemigo. El Negro aulló y batió alas con desesperación para mantenerse en el aire, mientras una lluvia de escamas y sangre caía sobre la meseta.

La docena de Plateados que seguían a Silvara se lanzaron como un rayo a la batalla. Ella había convocado a más, pero éstos eran los primeros que habían llegado hasta el Portal de la Ventana a las Estrellas, tal vez los únicos que podrían hacerlo a tiempo. Silvara sabía que no serían suficientes, pero era seguro que se sacrificarían con tal de impedir que estos dragones repugnantes se unieran a los señores supremos del suelo e interfirieran en el intento de Palin de detener a Takhisis. Ella y Gilthanas también se sacrificarían de buen grado, si era necesario. Justo detrás de ella volaban Terror y Esplendor, dragones de Bronce y Latón que no deseaban vivir otra vez bajo la Reina de la Oscuridad. También ellos darían sus vidas por esta causa justa.


—¿Un hombre? —Sobre la meseta, Beryl, la señora suprema Verde, interrumpió su cántico y descubrió al semiogro que arremetía contra ella. Aspiró con fuerza y bajó la cabeza; abrió luego las fauces y lanzó una nube de gas cáustico que se dirigió hacia el hombre y el lobo de pelaje rojo. Ambos se aplastaron contra el suelo cuando la nube pasó sobre sus cabezas.

Groller gimió. El líquido le quemaba ojos y pulmones, provocaba un fuerte escozor en su piel y confundía sus sentidos. Furia lo golpeó en el costado. El pelaje del animal estaba cubierto con aquel líquido, pero ello no parecía afectarlo. Impelido por el lobo, Groller siguió avanzando hacia el dragón.

Beryl los olió en cuanto estuvieron más cerca. Notó cómo la espada del hombre la golpeaba y sintió los mordiscos del lobo en sus garras. No podían hacerle daño; no eran dignos de su atención.

Así pues, la Verde se dedicó a observar a Malys, y vio que la Roja relucía. ¡Algo estaba pasando! ¡La ceremonia funcionaba! El cántico de Beryl surgió más sonoro y veloz.

—¡Malystryx, mi reina! —aulló Gellidus el Blanco.

Las llamas de Palin habían fundido algunas escamas del cuerpo del dragón. Y ahora una mujer de cabellos llameantes y un hombre de piel oscura, Fiona y Rig, atacaban al Dragón Blanco. La espada de la mujer consiguió herirlo, al dirigir sus ataques a las zonas donde las llamas habían derretido las escamas. Entretanto, el marinero se ocupaba del costado del blanco reptil, la alabarda ligera entre sus manos. Balanceó el arma y contempló sorprendido cómo se abría paso a través de las escamas de la criatura y dejaba una roja herida.

—¡Malystryx! —volvió a llamar el dragón. El hombre le hacía daño. ¡Un humano le provocaba dolor! El Blanco volvió la cabeza, y los ojos azul hielo se clavaron en Rig.

Escarcha aspiró con fuerza, introduciendo el odioso aire caliente en sus pulmones, para expulsarlo acto seguido y proyectar una violenta ráfaga helada, una tormenta invernal.

Fiona estaba familiarizada con las tácticas de su adversario, de modo que arremetió contra el marinero y lo derribó fuera del alcance de la principal andanada de afiladas agujas de hielo.

Rig apretó los dientes y notó cómo las piernas tiritaban bajo el intenso frío. Cayó al suelo, húmedo ahora por los trozos de hielo fundido. Brazos y pecho sangraban a causa de las innumerables heridas producidas por los cristales de hielo afilados como cuchillas, y comprendió que éstos lo habrían matado si Fiona no lo hubiera tirado al suelo.

Sus manos permanecieron firmemente cerradas alrededor del mango de la alabarda, y sin saber cómo encontró las fuerzas para incorporarse y volver a blandir el arma.

—¡Rig! —llamó Fiona. Se incorporó con dificultad, y observó que su compañero estaba malherido. También ella tiritaba—. ¡Acércate más, donde su aliento no pueda alcanzarte! ¡Deprisa!

El marinero obedeció, apretándose contra la parte inferior del vientre de Gellidus. Asestó un golpe con la alabarda a las gruesas placas que protegían a la criatura.

Fiona acuchilló la herida abierta del dragón, moviendo el brazo con rapidez cuando escuchó cómo el monstruo volvía a tomar aire. Se aplastó contra el costado del Blanco y sintió una intensa oleada de frío en la espalda. Apenas si se encontraba fuera del alcance de los helados proyectiles.

Malys observó que Gellidus volvía a lanzar hielo por la boca, y sus ojos se clavaron en la alabarda que el hombre empuñaba contra el señor supremo Blanco. Era el arma que ella había codiciado y había deseado para alimentar su ceremonia. El hombre estaba herido de gravedad, pero era tozudo y se aferraba a la vida y al arma, mientras seguía atacando.

Malystryx sintió cómo el poder fluía desde los tesoros apilados hasta ella... para penetrar en sus zarpas, subir por sus patas y ascender hasta su corazón, que ardía como un horno. ¡La ceremonia funcionaba! El mundo ante ella permaneció completamente inmóvil durante un único, delicioso, insoportable instante, y en ese momento supo que era una diosa.

Mataría a Dhamon Fierolobo y luego al hombre que manejaba la alabarda. Se apoderaría de la alabarda y la ocultaría a todos los hombres. Ella era Takhisis, la Absoluta. Echó la testa hacia atrás y proyectó una llamarada al cielo. El fuego volvió a caer sobre ella, y disfrutó con aquella sensación.

Dhamon sintió que el fuego caía sobre sus hombros y lo laceraba. No era tan doloroso como había sido el contacto con la alabarda después de matar a Goldmoon, se dijo, no era tan doloroso como encontrarse bajo el dominio de la señora suprema Roja.

—¡Malys! —rugió.

Feril levantó la vista hacia la enorme barbilla del Dragón Rojo, sintió que el aire se enfriaba a su alrededor merced a la acumulación de agua, y notó cómo la corona vibraba sobre su cabeza. Se concentró en el antiguo objeto y en el dragón, y sintió cómo la energía se agolpaba. Un chorro de agua brotó de la corona, un surtidor espeso y erguido como una lanza. El agua alcanzó a Malys, a la que hizo perder el equilibrio, apartándola del montón de objetos mágicos. Una nube de vapor blanquecino se elevó por los aires envolviendo al dragón.

—¿Cómo te atreves? —fue el rugido que salió del interior de la nube.

Dhamon se alejó a toda velocidad de la Roja y saltó por encima de los tesoros en dirección a Feril. Se arrojó sobre ella y la derribó contra el suelo justo cuando una bola de fuego salía disparada de entre el vapor. Las llamas chisporrotearon por encima de sus cuerpos y, por una circunstancia fortuita, fueron a dar contra el pecho de Gellidus.

—¡Mi reina! —tronó éste.

Fiona cayó contra el costado del Dragón Blanco, y tan sólo recibió el calor indirecto de la mal dirigida bola de fuego de Malys. Pero fue suficiente para cubrirla de ampollas y enviar una oleada de dolor por todo su cuerpo. A pesar de su adiestramiento, la joven Dama de Solamnia chilló. La aspada le quemó la mano, la hoja chocó contra el suelo, y Fiona se dobló sobre sí misma.

También Rig consiguió esquivar, aunque por muy poco, la abrasadora andanada, protegido por el vientre de Gellidus. Vio caer a Fiona y sintió que las lágrimas afloraban a sus ojos.

—Shaon —musitó, temiendo que su compañera sucumbiera a un dragón como le había sucedido a Shaon. Sin embargo, no se precipitó hacia ella. En lugar de ello, volvió a levantar la alabarda y asestó una cuchillada al Blanco que atravesó la carne del reptil y alcanzó el hueso que había debajo.

Gellidus aulló y, batiendo las alas, se alzó por los aires, lejos de la nube de Dragones Negros, Verdes, Azules y Plateados que había sobre sus cabezas. No quería saber nada más de luchas. Sabía que la nueva diosa dragón de Krynn podía condenarlo, pero Gellidus, que odiaba el dolor y el calor, volvió la enorme testa hacia el oeste y con un penoso batir de alas inició el regreso al bendito frío de Ergoth del Sur.

—¡Palin! —chilló Usha—. Uno de ellos se va: el Blanco. ¡Creo que Rig lo hizo huir! —Contempló cómo el marinero corría al lado de Fiona, y lanzó un suspiro de alivio cuando Rig puso en pie a la solámnica y ambos se encaminaron hacia Onysablet—. Palin, tal vez podamos triunfar realmente.

—No podemos vencerlos —respondió él, sacudiendo la cabeza—. No podemos matarlos, a ninguno de ellos. Carecemos de ese poder. Pero podemos desbaratar lo que Malys ha planeado. Eso sería una victoria en cierto modo.

—No hables de ese modo, Palin. Tal vez podamos...

Las palabras murieron en su garganta. Rodeando el montón de objetos mágicos acababan de aparecer los lugartenientes Azul y Rojo, Ciclón y Hollintress. Khellendros había enviado a su lugarteniente de confianza a ocuparse de Palin Majere, el odiado hechicero que creía haber matado meses atrás en la isla de Schallsea.

—Acaba con él —siseó Tormenta—. Acaba con Palin Majere por Kitiara.

—Palin...

—Los veo, Usha. —El hechicero alzó el anillo de Dalamar.

Khellendros dedicó una última mirada a su enemigo y avanzó en dirección al tesoro y al altar. Al señor supremo Azul le interesaba muy poco lo que aquellos intrusos intentaban. Ahora pensaba sólo en Kitiara, la reina de su corazón.

—¡Rig! —Ampolla había desenfundado sus dagas y acuchillaba con ellas la zarpa posterior de Onysablet.

El marinero hizo una mueca. La kender hacía todo lo que podía, pero los cuchillos no le hacían ningún daño al Dragón Negro. Junto a la kender, Veylona no tenía mejor suerte. Estaba claro que el arma de la elfa marina estaba hechizada, porque desportillaba las negras escamas y había conseguido hacer que brotara sangre; pero era dudoso que aquello afectara demasiado a la criatura.

Fiona y Rig corrieron a unirse a la kender y a la elfa marina. El marinero echó un vistazo a la parte delantera del dragón, donde Jaspe apenas conseguía resistir.

El enano había golpeado la garra delantera del Dragón Negro con el Puño de E'li. Una energía gélida hormigueó desde el brillante mango de madera, introduciéndose en el pecho del enano, y luego se precipitó desde el cetro al interior de Onysablet.

La Negra rugió con tal violencia que el suelo se estremeció bajo los pies de Jaspe. Sus fauces gotearon ácido, que salpicó el suelo y al enano. El líquido atravesó las ropas y le quemó la piel, al tiempo que disolvía zonas de su corta barba y le arrancaba una exclamación ahogada.

—¡Muere! —Jaspe volvió a blandir el cetro; luego aulló al sentir una lluvia de ácido sobre su cuerpo. Esta vez recibió toda la fuerza de su horroroso ataque cáustico.

»Debería estar muerto —tosió—. Debería..., ¿por qué? —El Puño, sospechó el enano. De algún modo, al haber sido creado por dioses, lo mantenía con vida. El Puño y... ¿Goldmoon? Percibió su presencia cerca de él, igual que la había percibido cuando estuvo a punto de morir en la cueva. Ella lo había ayudado a recuperar la fe. ¿Lo ayudaba su espíritu ahora?

Jaspe escuchó cómo su piel chisporroteaba, la vio borbotear, y sintió un dolor insoportable.

—¡Jaspe! —Rig se acercaba—. Jaspe, sal de ahí. Sal...

Un lamento desvió la atención de Rig. Al mismo tiempo que Onysablet lanzaba su aliento sobre el enano, había asestado una patada hacia atrás con la pata posterior. Ampolla y Veylona saltaron por los aires en una voltereta, en dirección al borde de la meseta. Fiona intentó agarrarlas, aunque también ella corría peligro de caer por el precipicio.

El marinero se lanzó tras ella con el brazo extendido; tanteó la túnica de la elfa marina y tiró de ella al mismo tiempo que la mano de Fiona se cerraba sobre la muñeca de Ampolla. La solámnica luchó por no caer montaña abajo y tiró rápidamente de la kender hacia arriba.

Rig arrastró a Veylona y frunció el entrecejo al darse cuenta de que la joven estaba inconsciente. Un hilillo de sangre azul oscuro afloraba de sus labios, y más sangre manchaba la parte delantera de la túnica allí donde la zarpa posterior del dragón se había hundido en la carne. La mancha iba creciendo. La depositó sobre el suelo y se volvió hacia el Dragón Negro. Ocuparse de la elfa tendría que esperar... si había tiempo. Si sobrevivían.

—¡Monstruo! —chilló Jaspe a Onysablet.

Los ojos del enano eran estrechas rendijas; los párpados le dolían tanto por culpa del ácido que no podía abrirlos más. La Negra bajó la cabeza, pero sin dejar de observar a Malystryx y a Khellendros. A este último no lo molestaban los hombrecillos y avanzaba despacio, acercándose al tesoro mágico.

La enorme hembra Negra hizo una mueca, y más ácido goteó desde sus labios azabachados. Por el rabillo del ojo vio cómo el hombre de la alabarda se aproximaba, y percibió la magia del arma que empuñaba, sabiendo que había herido a Gellidus. Onysablet lanzó un trallazo con un ala, que cogió desprevenido al hombre de piel oscura y lo lanzó lejos de ella y casi en la trayectoria de un rayo disparado por el Dragón Azul ciego.

Rig se sintió volar y por un instante temió verse arrojado contra Palin y Usha. Un rayo atravesó el aire cerca de él y puso fin a sus meditaciones al asestarle una ardiente sacudida por todo el cuerpo. Observó cómo una serie de relámpagos en miniatura danzaban sobre la hoja de la alabarda, pero se negó a soltar el arma, y una sensación de mareo lo embargó.

«¡No puedo desmayarme! —pensó—. ¡He de permanecer consciente!» Cayó pesadamente al suelo, sintiendo que le faltaba el aire, y las tinieblas se apoderaron de él.

—¡Monstruo! —repitió Jaspe. A poco de cargar contra Onysablet, el enano se había dado cuenta de que ésta era mucho más formidable que Piélago, el dragón marino que había ayudado a matar—. ¡Dragón hediondo! —De algún modo un poco del ácido se había colado en su boca. Tragó saliva, y le pareció como si tuviera la garganta en llamas.

La Negra deslizó una zarpa hacia arriba y luego la bajó, en un intento de acuchillar al diminuto enano, de partirlo en dos para así poder dedicar toda su atención a la ceremonia de la señora suprema Roja. Pero el enano se hizo rápidamente a un lado, y sólo consiguió alcanzarlo en un costado.

Jaspe aulló y notó cómo su brazo quedaba inerte. El dolor se fue tornando insoportable, a medida que el ácido le corroía la carne.

—Tengo fe —dijo apretando los dientes—. ¡Tengo fe!

Buscó a su alrededor la presencia del espíritu de Goldmoon. Estaba allí, más fuerte que antes, tranquilizador y reconfortante.

—¡Fe! —El enano se acercó más, intentando encontrar las fuerzas necesarias para permanecer en pie y alzar el cetro con el brazo derecho, que todavía funcionaba—. ¡Muere, dragón! —escupió—. ¡Muere! —Pero el brazo le ardía por culpa del ácido.

—Tu fe es fuerte —murmuró Goldmoon—. Confía en tu fe, amigo mío.

El aire relució junto al enano, y de improviso allí estaba la imagen espectral de la sacerdotisa. El Medallón de la Fe brillaba alrededor de su cuello, y su fulgor fue en aumento a la vez que su figura adquiría cuerpo.

—Goldmoon —Jaspe apenas consiguió articular la palabra.

Ella asintió y lo rozó al pasar junto a él, la carne cálida y sólida. No era un fantasma. Ya no. Iba vestida con polainas de cuero y una túnica y llevaba los cabellos salpicados de cuentas y plumas. Estaba tal y como su tío Flint la había descrito: joven y llena de fuego, con el mismo aspecto que tenía durante la Guerra de la Lanza.

—Estoy aquí, Jaspe —dijo con suavidad y un dejo de tristeza en la voz—. Estoy realmente viva. No era mi hora de morir. Riverwind me convenció para que regresara.

«¿Cómo? —quiso preguntarle—. ¿Cómo es posible que estés aquí? ¿Los dioses? ¿Tuvieron ellos algo que ver en esto? ¿Acaso no se han ido por completo? Vi cómo Dhamon Fierolobo te mataba. Intenté salvarte, pero no tuve la fe necesaria para sustentarte y mantenerte con vida. Te fallé. Perdóname.»

Ella sonrió, como si hubiera escuchado sus pensamientos.

—No hay nada que perdonar, amigo mío —dijo—. Confía en tu fe, Jaspe. Usa tu fe.

Confió en su fe. Vio su chispa interior y de algún modo encontró fuerzas para levantar el cetro. Lo alzó por encima de su cabeza y detrás de él al tiempo que Goldmoon corría al frente con una gruesa barra.

—¡Goldmoon está viva! —chilló Jaspe mientras descargaba el cetro contra la pata del Dragón Negro—. ¡Goldmoon está viva! —Prácticamente rebosaba alegría en tanto que el dragón rugía. Negras escamas cayeron sobre el enano y sangre negra le bañó la cabeza, pero él apartó a un lado el dolor y pensó sólo en la felicidad que sentía. ¡Goldmoon estaba viva!

Volvió a echar el Puño de E'li hacia atrás, pensando ahora únicamente en la muerte del reptil, y lo abatió con más fuerza.

—¡Mi fe me protegerá!

La bestia volvió a rugir, atacando con la otra zarpa. En esta ocasión su blanco no era el enano, sino la mujer de cabellos dorados y plateados que también lo había golpeado. La bondad de la mujer enfermaba a Onysablet; era una pureza que amenazaba la perfecta hediondez y corrupción de la hembra Negra.

La garra apenas si rozó a Goldmoon; sólo una uña consiguió desgarrar un trozo de túnica. Onysablet aulló de nuevo, creyendo segura la victoria. El Dragón Negro dedicó toda su atención a la sacerdotisa. El enano iría después. Un zarpazo más, y la mujer llena de bondad habría desaparecido.

A su espalda, la ceremonia en el centro de la meseta proseguía. Sable percibía la energía que latía en los objetos mágicos, percibía la electricidad del aire. Su negro corazón tamborileaba al compás de los truenos que Khellendros invocaba sobre sus cabezas. No tardaría ni un segundo en matar a esta mujer, y luego la seguiría el enano. Hecho esto, contemplaría cómo Malystryx renacía como diosa dragón.

Khellendros se aproximó más a los tesoros, y su garra se cerró alrededor de la ardiente lanza que en una ocasión había empuñado Huma.

Malystryx acababa de recibir un segundo chorro de agua de la corona que llevaba la kalanesti, que la había empujado un poco más lejos de los objetos mágicos. El Dragón Rojo no había resultado herido; simplemente le habían hecho perder un poco el equilibrio. La Roja arrojó otra bocanada de fuego contra Feril. Esta vez la elfa la esquivó por sí misma y continuó combatiendo junto a Dhamon Fierolobo, el humano que había sido el peón más prometedor de Malystryx. El único que había osado desafiarla.

La hembra Roja emitió un rugido, y las llamas envolvieron su cabeza.

—Dhamon Fierolobo —siseó con su profunda voz inhumana, mientras se inclinaba hacia él—, pensaba matarte en cuanto me convirtiera en diosa, para castigarte por tu estúpida insolencia. Pero lo haré ahora, y así te arrebataré la gloria de verme ascender a los cielos. Te destruiré a ti y a la maldita elfa.

Malys se adelantó y extendió la cabeza al frente, los malévolos ojos entrecerrados y convertidos en refulgentes rendijas.

Detrás de ella, las zarpas de Khellendros rozaron el montón de tesoros. Se encontraba ahora en el lugar en el que había estado Malystryx. El señor supremo Azul miró al cielo, donde diminutas figuras —negras, verdes, azules, plateadas, doradas y otras más— descendían y ascendían a gran velocidad. Sus agudos ojos separaron las figuras, vieron las explosiones de mercurio que apedreaban a los Verdes, y contemplaron cómo nubes de ácido caían sobre el Dragón Dorado que iba a la cabeza. El Dorado tenía un jinete, como sucedía con muchos de los Plateados. Y aquel elemento humano convertía a ambas clases de dragones en más curiosos, más amenazadores.

Tres de los Negros atacaban a la Plateada que llevaba al elfo sobre el lomo. Khellendros observó mientras los tres dragones proyectaban chorros de ácido, pero el Dragón Plateado se escabulló en el último instante, salvándose a sí misma y a su jinete.

Tal y como Khellendros deseaba haber podido salvar la vida a Kitiara tantos años atrás.

—¡Ah, Kitiara! —musitó—. Mi reina. El cuerpo de Malystryx no es lo bastante bueno para ti. Está contaminado. Escogeré otro.

Fisura se apretaba contra la pata de Tormenta, oculto en su sombra, aumentando la esencia mágica, y pensando en El Gríseo.

—¡Khellendros! —chilló Malystryx con voz aguda. Al echar un vistazo por encima del hombro había descubierto al Azul en su lugar—. ¡Aparta! ¡La ceremonia es mía! ¡Apártate de mi tesoro!

Tormenta sobre Krynn vio cómo la Roja se volvía un poco más hacia él con una expresión furiosa pintada en la inmensa cara roja, mientras proyectaba llamaradas para quemarlo. Pero el fuego sólo ardía débilmente ahora y era menos doloroso que la lanza que empuñaba. La energía mágica que penetraba en su interior procedente del tesoro que tenía bajo las garras, y la fuerza que le concedían los rayos que descendían de las nubes y recorrían sus escamas, lo mantenían a salvo, lo hacían más poderoso.

Khellendros contempló cómo Ciclón y Hollintress avanzaban hacia Palin Majere y la mujer de cabellos plateados y ojos dorados.

Vio cómo Beryl, la señora suprema Verde, lanzaba una garra contra un enorme semiogro, y cómo un lobo de pelaje rojizo corría a colocarse ante las zarpas de la Verde y salvaba al hombretón... como él deseaba haber podido salvar a Kitiara. Cuando la zarpa de Beryl tocó al animal, éste pareció estallar en una explosión de energía, sin dejar otra cosa que un semiogro aturdido y a un Dragón Verde enojado y con una garra dolorida. Khellendros intuyó que el lobo, o lo que realmente fuera, seguía por allí todavía, recuperando su forma.

Luego Tormenta observó cómo Goldmoon, una mujer a la que reconoció como la señora de la Ciudadela de la Luz, esquivaba por muy poco las fauces de Onysablet. Gotas de ácido cayeron sobre su túnica de piel de ciervo, chisporroteando y estallando como lo había hecho la piel del enano minutos antes.

—¡Goldmoon! —chillaba el enano—. ¡Sal de ahí!

—¡Mi fe me protegerá! —le contestó ella. Había una profunda tristeza en su voz y sus ojos. Los dedos temblaron cuando alzó el bastón para golpear la garra de Onysablet que descendía sobre ella—. Mi fe. —Sollozaba sin disimulos, y las lágrimas resbalaban por sus mejillas y corrían por su cuello mojando el Medallón de la Fe que colgaba de él.

¡El Medallón! Tormenta comprendió entonces que había sido Goldmoon, no Fisura, quien había cogido el Medallón de su montón de tesoros. Había regresado de la muerte para reclamar su preciada posesión. Había regresado de la muerte, igual que haría Kitiara.

—¡Mi fe! —exclamó la sacerdotisa, exultante.

La zarpa de Onysablet rebotó inofensiva lejos de la sacerdotisa, rechazada por su sencillo bastón de madera. Pero una segunda zarpa atacaba ya, con unas uñas afiladas y relucientes como cuchillas. Garras dirigidas al corazón de Goldmoon.

Tormenta sobre Krynn escuchó la advertencia del enano y vio que éste blandía el cetro mágico para desviar el ataque de la Negra.

El Dragón Azul contempló cómo el enano reunía toda su energía y saltaba para interponerse entre Goldmoon y la garra, al tiempo que descargaba con fuerza su propia arma contra ella.

La garra atravesó el corazón del enano en lugar del de la mujer.

Pero del Puño de E'li brotó una luz deslumbrante que chamuscó a Onysablet y la arrojó en medio de la trayectoria de una serie de bien dirigidos golpes por parte del hombre de la alabarda y de una mujer de cabellos rojos. Delante de ellos había una kender, que también asestaba una lluvia de cuchilladas al dragón. Khellendros sabía que no conseguirían matar a Onysablet; pero podían mantener ocupado al dragón durante un buen rato.

Con el rostro bañado en lágrimas, Goldmoon se arrodilló junto al enano caído.

—Mi fe —murmuró—. Eras tú quien debía morir, Jaspe, en la isla de Schallsea. No yo. Tú tenías que morir ese día, mi querido, mi valioso amigo. Yo tengo alumnos a los que enseñar. Y si bien yo, sola, no puedo hacer nada contra los dragones, el conjunto de todos mis alumnos... y de otros que vendrán a mí en el futuro... sí puede hacer algo. Por eso yo tenía que regresar.

No muy lejos, Khellendros observó cómo Dhamon Fierolobo avanzaba hacia Malystryx; el hombre de cabellos negros estaba totalmente concentrado en la Roja, al igual que la elfa que marchaba a su lado. Ella usaba de nuevo la magia de la corona de coral, y un chorro de agua brotó de la diadema por tercera vez y golpeó a la Roja en el momento en que ésta abría la boca; el fuego que salía de sus fauces se transformó en vapor, pero aquello no hizo ningún daño a la gran señora suprema. Tormenta sabía que ni Dhamon ni la elfa poseían el poder para hacerlo. Ni tampoco el ataque la disuadía; en lugar de ello sólo conseguía encolerizarla más. Dhamon y la elfa no eran más que mosquitos para Malystryx. A menos que...

—¡Khellendros! —rugió Malystryx—. ¡Apártate del tesoro! ¡La ceremonia es mía! ¡Mía!

Tormenta sobre Krynn dedicó una última mirada a la tumultuosa escena que tenía lugar ante él; y entonces el Dragón Azul distinguió, sentada con tranquilidad en un pico lejano, la forma oscura de otro reptil. No era negro; más bien parecía envuelto en sombras. Mientras lo observaba, Khellendros sintió, por un brevísimo instante, un atisbo de duda, como si tuviera ante sus ojos un poder inmenso y terrible, oculto bajo una máscara fría e inescrutable.

—Kitiara —repitió Tormenta para sí.

El instante de debilidad desapareció, y el camino que debía seguir apareció claramente ante él. Situado justo detrás del altar ahora, Khellendros sintió cómo la tierra temblaba bajo el montón de objetos mágicos, cómo la energía fluía al interior de sus garras, ascendía por sus patas, penetraba en su vientre y le recorría el lomo. Echó la testa hacia atrás y disparó un grueso rayo hacia el cielo; innumerables rayos diminutos descendieron veloces para acariciarlo, para aumentar su poder. La ceremonia producía en su cuerpo los mágicos resultados esperados.

—¡No! —bramó Malystryx—. ¡Soy yo quien debe ascender! ¡Yo soy la escogida!

La hermosa visión que había dominado la mente de la señora suprema Roja se hizo añicos, como un cristal destrozado. El mundo a su alrededor se descompuso en fuego, hielo y vapor. Malys notó que su mente se desangraba y revoloteaba por la meseta en una serie infinita de sombras; no obstante, una parte siguió dentro del dragón y lanzó una mirada ominosa a los humanos que la habían atacado.

Las patas de Khellendros vibraban repletas de energía arcana. De sus cuernos saltaban chispas de poder.

—Por lo más sagrado —dijo Palin. Él y Usha miraban de hito en hito la escena. Las escamas del Dragón Azul brillaban con tanta fuerza como el sol, y sus ojos relucían como piedras preciosas.

La luz que se desprendía en forma de cascada de Tormenta sobre Krynn iluminaba la Ventana a las Estrellas y proyectaba un resplador deslumbrante sobre los dragones. El enorme señor supremo se alzó sobre las patas traseras y se irguió igual que lo haría un hombre, las alas extendidas a los costados, sujetando todavía en su garra la Dragonlance. El arma ya no le quemaba. Alrededor de sus dientes y ojos parpadeaban una serie de relámpagos que, al rebotar en las zarpas, arrancaban un brillo cegador de la lanza.

El oscuro huldre situado junto a Khellendros entrecerró los ojos y miró a lo alto, incrédulo.

—¿Tormenta? —susurró Fisura.

Beryl interrumpió su ataque al semiogro para inclinar la testa en señal de deferencia al Azul.

Onysablet dedicaba ahora toda su atención a Khellendros, sin importarle que Goldmoon se llevara el cuerpo del enano tirando de él en dirección a la desvanecida mujer de piel azulada.

—¡Khellendros! —exclamó Sable sorprendida.

Hollintress y Ciclón se volvieron hacia el Dragón Azul. Hollintress se dio cuenta del poder que emanaba ahora de éste, en tanto que Ciclón sólo comprendió que una energía mágica recubría al señor supremo y provocaba que la meseta se estremeciera violentamente.

—¡No! —gimió Malystryx—. ¡Debía ser yo! ¡Yo! —Puso los ojos en blanco, y abrió profundos surcos en el suelo ante ella con las garras. Lanzó una venenosa mirada a Dhamon Fierolobo—. ¡Humano! —escupió—. ¡Tú has provocado esto! ¡Me distrajiste! ¡Lo pagarás!

—¡Dhamon Fierolobo! —vociferó Tormenta sobre Krynn—. ¿Quieres a Malystryx, Dhamon Fierolobo?

Dhamon asintió, guiñando los ojos para ver por entre la brillante luz y los relámpagos, y vio que algo reluciente caía hacia él.

—¿Quieres a la Roja? —repitió la atronadora voz. Las palabras sonaban tan fuertes que hirieron sus oídos.

El caballero extendió las manos y agarró la Dragonlance. Giró en redondo al mismo tiempo que Malystryx se abatía sobre él, y, trepando torpemente por encima de los últimos restos del tesoro, corrió al frente acortando la distancia.

La lanza perforó la carne de Malys y penetró con fuerza en su pecho, y el dragón profirió un alarido desgarrador que sacudió el cielo. Dhamon intentó liberar la lanza, pero estaba demasiado hundida; el mango le escaldó las manos cuando la llameante sangre del dragón inundó el arma. Soltó la lanza y retrocedió, contemplando cómo la criatura se retorcía. La garra de Khellendros salió disparada contra la señora suprema, a la que asestó tal golpe que lanzó a la enorme hembra Roja por los aires, muy lejos de allí.

Malystryx salió volando de la meseta, con la Dragonlance clavada en el cuerpo y chorros de fuego brotando por sus fauces.

—¡Khellendros! —llamó Onysablet—. ¡Khellendros! —La Negra inclinó la cabeza respetuosa.

Beryl, la señora suprema Verde, gruñó, pero hizo lo mismo.

—¡Khellendros! —exclamó.

El grito fue recogido por Hollintress y Ciclón, y repetido por los dragones situados al pie de la montaña.

—¡Escuchadme! —tronó el Azul, y sus palabras sacudieron con violencia la montaña—. ¡Yo soy Khellendros, la Tormenta sobre Krynn! ¡Khellendros, el Señor del Portal! ¡Khellendros, aquel a quien Kitiara llamaba Skie!

El gigantesco Dragón Azul señaló en dirección a la formación de rocas que circundaba la meseta. El resplandor que emanaba de él se extendió hasta bañar las piedras, que absorbieron la luz y empezaron a retumbar con un fuerte zumbido que inundó el cielo.

En lo alto, donde Dragones Negros, Verdes y Azules y Plateados, Dorados, de Latón, de Cobre y de Bronce se enfrentaban, el zumbido también se escuchó; y las criaturas hicieron una pausa en su aéreo combate. Los Caballeros de Solamnia que montaban a los Plateados miraron hacia el suelo, forzando los ojos para intentar ver qué sucedía.

Khellendros absorbió los restos de energía mágica que quedaban en los tesoros y en Fisura; el huldre, tan débil que no podía mantenerse en pie, se desplomó al suelo.

Entonces la mente del Azul se proyectó hacia las piedras, solicitando acceso a El Gríseo. El megalito refulgió, el aire humeante situado entre las dos columnas gemelas de piedra chisporroteó, y luego se dividió. Por la abertura brillaron las estrellas. Estrellas y volutas grisáceas.

—Mi hogar —musitó el huldre. Intentó arrastrarse hasta el megalito, pero la garra de Ciclón lo mantuvo inmovilizado—. El Gríseo.

Las piedras zumbaron con más fuerza, en tanto que Palin y los otros se tapaban los oídos.

—¡Palin Majere! —gritó Khellendros—. Te concedo la vida y la de tus amigos en este día. Te doy mi palabra de que los dragones aquí reunidos no os harán daño. Ni tampoco los ejércitos de ahí abajo. Podéis marcharos. ¡Pero sólo hoy! —Su voz se apagó—. ¡Marchaos ahora! —continuó—. La próxima vez que nos encontremos, Palin Majere, no seré tan generoso.

Se dio impulso con las patas y dio un salto que sacudió la montaña e hizo caer de rodillas a Palin y a los otros.

El dragón voló hacia el megalito, a la vez que extendía una garra enorme en dirección a una hembra Azul, el recipiente elegido por Khellendros para contener a Kitiara. La hembra se echó hacia atrás instintivamente, y por un instante Tormenta vaciló en su vuelo. Mientras lo hacía, la superficie de El Gríseo pareció ondular y vibrar. Hilillos de neblina surgieron de su interior y envolvieron al Dragón Azul; acariciaron y abrazaron su gigantesco cuerpo, dando la impresión de que se lo llevaban hacia la oscura cúpula del firmamento.

—¡Kitiara —exclamó Khellendros—, finalmente voy a reunirme contigo!

La superficie del Portal se estremeció; mientras Palin la contemplaba con fijeza, le pareció ver durante un único y eterno instante un rostro moreno de una inmensa belleza desgarradora. Luego el cuerpo del Azul se alargó hasta extremos imposibles y penetró por entre las piedras. Un trueno resquebrajó las montañas, y a lo lejos, sin que nadie lo advirtiera, el Dragón de las Tinieblas desplegó las alas y se introdujo silenciosamente en una nube.

Khellendros había desaparecido.

—¡Kitiara! —susurró el viento.

Beryllinthranox se apartó del semiogro y señaló en dirección a la ladera de la montaña. Onysablet hizo lo mismo y empujó a Rig y a sus compañeros con la sinuosa cola.

—Marchaos —sisearon las señoras supremas.

Rig levantó del suelo a Veylona, en tanto que Goldmoon tomaba entre sus brazos el cadáver de Jaspe; el cetro descansaba sobre el pecho ensangrentado y cubierto de ampollas.

Fiona tomó la mano de la kender y la condujo hacia Palin y Usha, que habían iniciado el descenso de la montaña.

Feril se quedó junto a Dhamon, mirando al cielo. Por fin lo cogió de la mano y tiró de él hacia el borde de la meseta, y él la siguió en silencio, contemplando con incredulidad la espalda de Goldmoon.

El grupo pasó sin ser molestado junto a los dragones menores situados al pie de la montaña. En silencio, las filas de Caballeros de Takhisis se separaron para dejarlos pasar, al igual que hicieron las de goblins, hobgoblins, ogros, draconianos y bárbaros.

No se detuvieron hasta encontrarse bien lejos de aquellos ejércitos y hasta que el sol empezó a alzarse en un cielo sin nubes. Ulin, Alba, Gilthanas y Silvara los aguardaban. Todos demostraron sorpresa al ver a Goldmoon, y tristeza ante la visión de Jaspe. Sus miradas hablaban por sí mismas, aunque no cruzaron una sola palabra. Ya habría tiempo para palabras y lágrimas más adelante.

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