Palin se concentró en el hechizo que lo trasladaría al Reposo de Ariakan, a más de mil quinientos kilómetros de la Torre de Wayreth, donde se encontraba ahora.
—¡Aguarda! —La apagada voz indefinida lo sobresaltó, y el conjuro escapó de su mente, incompleto. El Hechicero Oscuro penetró sin hacer ruido en la habitación—. Estoy tan seguro de que Takhisis aparecerá en la cueva, que me arriesgaré a viajar contigo.
Palin contempló cejijunto la oscura figura.
—Si tienes razón, podría haber dragones en las cercanías. Desde luego habrá Caballeros de Takhisis. Podría resultar peligroso.
—He estudiado a los dragones mucho más tiempo que tú, Majere —respondió la oscura figura—. Ver a uno de cerca podría significar la apropiada culminación de mis estudios.
—Culminación... —Palin rió por lo bajo; luego se interrumpió, no muy seguro de si el Hechicero Oscuro lo había dicho en serio o había intentado hacer un chiste.
—Además, no he abandonado esta torre desde hace bastante tiempo —añadió el hechicero—. Podrías necesitar ayuda.
—Eso no lo discutiré.
Palin dirigió una ojeada a su mano izquierda. El anillo de Dalamar se encontraba junto a su alianza de matrimonio.
El Hechicero Oscuro estudió su rostro con atención.
—¿No has lanzado nunca hechizos con un objeto tan antiguo y poderoso? —preguntó.
—Muchas veces —respondió Palin—. Llevé el Bastón de Mago durante años. Pero ha transcurrido bastante tiempo desde entonces.
—Así pues, ¿nos ponemos en marcha?
—Agradezco tu compañía. —Palin dedicó un breve pensamiento a Usha, prometiendo ponerse en contacto con ella en cuanto hubiera investigado el Reposo de Ariakan. No había hablado con su esposa desde hacía varios días, pues había estado absorto en sus estudios. Deseó que su compañero estuviera en lo cierto, y esperaba encontrar alguna prueba de que la diosa regresaría a Krynn en el interior de una cueva. Entonces podría transportar a sus amigos allí, junto con las reliquias que habían recogido. Había estado reflexionando sobre las posibilidades de usar los objetos para desplomar la montaña sobre la Reina de la Oscuridad y todos los dragones que se hubieran reunido allí... aun cuando tal acción acabara con sus propias vidas. Sería un sacrificio insignificante, se decía, si mantenía a Takhisis lejos de Krynn—. ¿Listo?
El Hechicero Oscuro asintió de modo casi imperceptible.
Palin volvió a concentrarse en el conjuro y en el anillo de Dalamar. Extrajo energía del anillo, y la magia acudió veloz y se los llevó a toda velocidad de la estancia situada en lo alto de la Torre de Wayreth. El suelo de piedra de la torre desapareció de debajo de sus pies, y en cuestión de segundos los dos hechiceros se encontraron sobre una irregular superficie rocosa en la ladera de una montaña que se alzaba en el corazón de Neraka.
—Esto no es la cueva —observó el Hechicero Oscuro.
—No —Palin meneó la cabeza—, pero estamos cerca. No quería aparecer en medio de alguna reunión de criaturas malignas. Es mejor investigar un poco.
—Como desees —repuso el otro—. Tú primero, Majere.
Palin se abrió camino por la ladera. Era pasado el mediodía, y un arrebol anaranjado pintaba las rocas y le calentaba la piel. Aspiró con fuerza. El aire parecía más fragante fuera de la torre, lejos de los polvos y humaredas de los estudios mágicos y los conjuros. Se había encerrado en la Torre de Wayreth durante demasiado tiempo.
Oyó cómo el Hechicero Oscuro farfullaba algo en voz baja a su espalda, sintió un hormigueo por todo el cuerpo y comprendió que su compañero estaba ocultando la presencia de ambos con un conjuro de invisibilidad. Era una precaución que Palin no se habría molestado en tomar, ya que estaba seguro de que los dragones no necesitaban ver a los intrusos para saber que estaban cerca. Sus otros sentidos eran sumamente agudos. De todos modos, Palin tuvo que admitir que ser invisible resultaba sensato; al menos aquellos Caballeros de Takhisis que estuvieran estacionados en las montañas no podrían verlos.
—¿Qué sabes sobre Ariakan? —musitó el Hechicero Oscuro.
—Que era un hombre malvado, pero que demostró cierto honor. Poseía características dignas de admiración, y soportó mucho.
—Incluido el cautiverio durante muchos años a manos de sus enemigos, los Caballeros de Solamnia —repuso su compañero.
—Aprendió de ellos.
—Sí; y sin duda parte de estas enseñanzas lo llevaron a fundar los Caballeros de Takhisis.
—Supongo. —Palin movió la cabeza afirmativamente—. Resultaba apropiado que, después de la guerra de Caos, los supervivientes de los Caballeros de Takhisis se retiraran a esta región, famosa por la ciudad que en una ocasión perteneció a Takhisis.
—Ella construyó la ciudad de Neraka, ¿verdad?
—Por decirlo así. Resultaría más exacto decir que promovió su construcción. Según la leyenda plantó la piedra angular del Templo de Istar del Príncipe de los Sacerdotes, que se convirtió en un edificio terrible desde el que alistaba y reorganizaba a sus fuerzas. La ciudad creció alrededor de ese enorme y siniestro lugar.
—Y toda la ciudad la servía —dijo el Hechicero Oscuro—. El Reposo de Ariakan es el lugar al que regresará. El Custodio se equivoca al pensar otra cosa. Nuestro viaje aquí hará que comprenda su error.
Ambos permanecieron en silencio mientras seguían el estrecho sendero. Casi todo el territorio era igual: árido, inhóspito, escarpado y abrupto. Entre las cordilleras que entrecruzaban el territorio se exendían estrechos valles resecos, y la zona estaba salpicada de volcanes. Era un clima ideal para los dragones azules y rojos, y Palin sabía que en la comarca residían unos cuantos.
Poco antes de la puesta de sol, los dos hombres llegaron a la entrada de la cueva. Tenía el aspecto de una cicatriz ancha y profunda, lo bastante grande incluso para que entraran dragones. Mientras los dos hechiceros recorrían el último tramo del camino, observaron columnas de humo que se alzaban de tres campamentos. El Hechicero Oscuro, con la ayuda de su magia, confirmó sus sospechas de que había guarniciones de Caballeros de Takhisis acampados en las cercanías.
—Deberíamos penetrar en el Reposo de Ariakan para asegurarnos —comentó a Palin—. Después de todo, ya hemos llegado hasta aquí.
—Sin discusión.
Palin aspiró profundamente y se dio cuenta de que las manos le temblaban de excitación y de temor por lo que pudiera aguardarles en las entrañas de la montaña. Se introdujo en la cueva, arrimado a la pared. Sintió un hormigueo en la piel, y comprendió que el hechizo de invisibilidad había desaparecido. Esperaba no necesitarlo allí. Permaneció en silencio unos instantes, escuchando, pero el único sonido que le llegaba era el del viento. Avanzó cauteloso, esforzándose por calmar los nervios e impedir que las manos siguieran temblando.
La caverna era profunda, y cuanto más se adentraban en ella, más oscura resultaba. Palin se dijo que la aguda vista de Feril resultaría útil aquí. No veía al Hechicero Oscuro que iba detrás de él, pero percibía su presencia.
El hechicero usaba la mano izquierda a modo de guía, y avanzaba decidido, pero no demasiado deprisa. Ya no veía otra cosa que tinieblas y no deseaba arriesgarse a dar un traspié. El suelo de la cueva se inclinaba hacia abajo, de forma pronunciada en algunos lugares, y se curvaba en lenta espiral. Imaginó por un instante que seguía la misma ruta que Ariakan había recorrido muchas décadas atrás cuando seguía las conchas marinas que lo conducían a lugar seguro. Pero no había conchas que guiaran a Palin, y éste dudaba que la cueva fuera segura.
Se detuvo de improviso y escuchó al Hechicero Oscuro detrás de él.
—Majere...
—Lo veo.
Había una tenue luz más adelante, de un gris pálido y temblorosa. Palin se revistió de valor y siguió adelante. Al cabo de poco se encontraba en una gruta enorme, tan enorme que podría haber dado cabida a varios dragones.
Una docena de antorchas iluminaban débilmente el lugar. Ardían por medios mágicos, sin dejar humo.
—Vacía —musitó Palin. Se adelantó despacio hasta llegar al centro de la estancia y escudriñó el suelo. Sobre él había una gruesa capa de polvo en la que destacaban las huellas de un dragón pequeño; se arrodilló junto a la marca de una zarpa, y echó una mirada a la pared opuesta—. Rastros de dragón. Desde luego puede que tengas razón.
—Desde luego, Majere —respondió el Hechicero Oscuro.
Una bola de luz ardiente apareció en el lugar en que estaba arrodillado Palin. El abrasador fogonazo dejó al hechicero sin ropas ni cabellos.
Palin se retorció entre gritos, presa de un dolor insoportable, en tanto que la parte lógica de su cerebro comprendía que estaría muerto en un instante si no actuaba. Se concentró en el anillo de Dalamar e intentó como pudo suprimir el dolor... lo que era imposible. Rodó por el polvo, en un intento de refrescarse. Desnudo y herido, se puso en pie tambaleante, dando boqueadas. Descubrió que respirar era una agonía, y que los pulmones le dolían. Paseó la mirada en busca del Hechicero Oscuro, pero no consiguió atravesar las tinieblas. La bola de fuego lo había dejado medio ciego. ¿Una extraña forma de aliento de dragón?, se preguntó Palin mientras retrocedía hacia una de las paredes de la cueva. ¿Un hechizo? Echó una ojeada a las antorchas. Seguían encendidas, y no se veía ni rastro del Hechicero Oscuro. Cada centímetro de su cuerpo clamaba a voces que lo enfriaran, y sospechó que había sido el anillo de Dalamar lo único que había impedido que se convirtiera en un montón de cenizas.
—Majere. —Era la voz del Hechicero Oscuro.
Palin intentó ver en el interior de las oscuras grietas. Nada. Algo le hizo levantar la vista al techo, y allí, cernido en el centro de la sala, estaba su compañero. Los grises ropajes intactos ondeaban a su alrededor, y tenía la capucha retirada. Una máscara de plata relucía en el rostro del mago, lo que ocultaba cualquier expresión que pudiera mostrar, y las amplias mangas estaban echadas hacia atrás para dejar al descubierto unas manos enguantadas.
Haces de luz brotaron de los dedos del Hechicero Oscuro y corrieron como tiras de luciérnagas rojas y amarillas en dirección a Palin.
Palin se dejó caer sobre el estómago y rodó para alejarse, aunque sintió el calor feroz de los rayos de luz que caían.
—¿Qué estás haciendo? —chilló incorporándose de un salto. Se concentró en el anillo de Dalamar e invocó un conjuro que pudiera protegerlo.
—Acabar con esta estupidez —fue la helada respuesta—. ¡Acabar con tus intentos de impedir el regreso de la Reina de la Oscuridad! ¡Muere, Majere! —Fragmentos de luz salieron disparados de los dedos del hechicero de túnica gris.
Palin no consiguió esquivar por completo la ráfaga en esta ocasión. Los fragmentos lo alcanzaron y enviaron un nuevo espasmo de dolor por todo su cuerpo. Gritó, olvidando el conjuro que intentaba lanzar.
—¡Deten esto! —jadeó.
—Oh, pero si apenas he comenzado, Majere —se mofó el Hechicero Oscuro. Su voz ya no era un susurro. Se elevó y resonó por toda la sala, aguda y rebosante de odio. A Palin le pareció como si fuera otro hombre quien hablaba por boca del mago—. Al creerme a mí, al creer que Takhisis regresaría aquí, has perdido. Permitiste que te sacaran de tu preciosa torre. Te alejaste de tus amigos y de todas tus defensas. Dejaste al Custodio... a quien deberías haber creído. Él tiene razón, ¿sabes? La Reina de la Oscuridad renacerá en la Ventana a las Estrellas. Renacerá allí un poco antes de lo que preveías. En tres semanas, Majere. Tres semanas a contar desde esta misma noche. Es una pena que no vayas a estar allí para presenciarlo. Pero muere, Majere, sabiendo que has ayudado a los dragones a vencer. ¡Ahora nadie podrá ya desafiar a la diosa dragón!
—¡Traidor! —escupió Palin, mientras daba vueltas alrededor de la estancia—. ¡Traidor!
—No soy un traidor a la Reina de la Oscuridad. Soy leal, Majere, tan leal como para pasar todos estos años contigo y con el Custodio. He trabajado con vosotros, comido con vosotros, escuchado tus historias bobaliconas sobre tu esposa, hijos y nietos. He soportado tus lamentos por la desdichada y difunta Goldmoon, y aguantado tus estúpidas esperanzas de poder derrotar a los dragones. Me gané tu confianza, Majere, admítelo. Incluso te ayudé contra dragones menores para obtener tu confianza. Y tú eres un idiota confiado.
»Me uní al Ultimo Cónclave y te ayudé a descubrir magia nueva hace años porque Malystryx la Roja temía a la creciente amenaza de Beryl. Al permitirte desafiar a los enemigos de Malystryx, se podía controlar mejor a la Verde.
—¿Por qué? —gritó Palin al tiempo que esquivaba a duras penas otro rayo de luz—. ¿Por qué ese juego tan complicado?
—El espionaje es un juego necesario en la guerra, Majere —replicó él—. Al ser uno de vosotros, conocía todos vuestros movimientos. Podía informar del lugar al que viajaban tus despreciables amigos: tu elfa salvaje Ferilleeagh, el marinero insolente y su sordo lacayo; todos ellos. Incluso tu adorada esposa, y esa marioneta atormentada de Dhamon Fierolobo. Todos ellos. Todos ellos muertos. Muertos a estas horas porque siempre me informabas dónde se encontraban. ¡Muertos porque me ayudaste! —Las palabras del hechicero finalizaron en un estallido salvaje de risa que se apagó en algo muy parecido a un sollozo.
—¡No! —A Palin le temblaban las manos, pero no hizo nada por tranquilizarse. En su lugar, buscó otro conjuro, concentrándose en el anillo de su dedo.
—Muertos, sí —continuó el Hechicero Oscuro, reponiéndose—. Mis informes permitieron que la gran Roja enviara a sus dracs a las montañas de Blode para buscarlos.
—¡Los dracs fracasaron!
—¡Se suponía que debían fracasar, idiota! Su única misión era molestar a tus amigos y hacer que se movieran más deprisa... como ganado, Majere. Pero los Caballeros de Takhisis no fracasaron. Los caballeros bloquearon el puerto de Khur. Aguardaban a tu esposa y a los otros. Los caballeros los matarán a todos.
—Atravesaron el bloqueo. —Palin sacudió la cabeza, incrédulo—. ¡Me puse en contacto con ellos! ¡Rompieron tu maldito bloqueo!
—El primer bloqueo, Majere. La Roja quería que lo hicieran. ¿No lo entiendes? Quiere la Corona de las Mareas tanto como la quieres tú. Quiere la antigua magia. Quería que tus amigos la fueran a buscar. Piélago no había conseguido obtenerla para ella. Pero tus amigos, oh, ellos sí tuvieron éxito. Malystryx se sentirá muy satisfecha. ¿Sabes?, hay caballeros negros estacionados por toda la costa ahora, aguardando su regreso. Más Caballeros de Takhisis que los que había en el puerto de Ak-Khurman. Si es que regresan. La Roja pensaba advertir al dragón marino de la presencia de bocados sabrosos alejándose de territorio dimernesti. Puede comunicarse mágicamente con todos los señores supremos, ¿sabes? Tus amigos están muertos. Todos ellos. Y la Corona de las Mareas y el Puño de E'li se encuentran en poder de Malys. —Las manos del Hechicero Oscuro enrojecieron como carbones encendidos y su voz se elevó en un chillido—. Y ahora tú también morirás, Majere.
De las puntas de los dedos del mago surgieron haces de luz, rayos rojos y blancos tan refulgentes e intensos que resquebrajaron la roca por encima de la cabeza de Palin. Sobre la dolorida carne del mago llovieron pedazos de roca, justo cuando éste finalizaba su propio conjuro. Un brillante escudo rojo se formó en su mano. Hecho de llamas y alumbrado por el anillo de Dalamar, reflejaba la luz como un espejo.
Palin alzó el escudo y sintió el impacto cuando los haces de luz y los pedazos de roca cayeron sobre él. El chisporroteo de las llamas lo ensordeció, y rugió tan fuerte como imaginaba que debía de rugir un dragón. El calor generado por ambos hechizos convertía el aire en irrespirable.
—Regresad —musitó, concentrándose en su llameante escudo, en el anillo, en el Hechicero Oscuro—. Regresad.
Un agudo alarido resonó por toda la estancia. Una voz femenina. ¡El Hechicero Oscuro era una mujer! Palin estiró el dolorido cuello para mirar por el borde del escudo, y vio al mago de túnica gris envuelto en los haces de luz que su hechizo defensivo había reflejado.
Su adversaria se revolvía y retorcía; tenía las ropas hechas trizas, y la máscara de plata se había desprendido de su rostro. La cara de la mujer recibió el impacto de pedazos de roca y de la intensa luz, y la hechicera se desplomó bajo el ataque de los rayos de luz, y cayó al suelo de la caverna. Una nube de polvo se alzó en medio del ardiente aire.
Palin soltó el escudo, se apartó tambaleante de la pared y se dejó caer de rodillas a pocos metros de su antigua aliada. El pecho de la hechicera se agitaba levemente, y su rostro estaba cubierto de ampollas y heridas.
—¿Por qué? —musitó Palin arrastrándose hasta ella.
—Aliarse con los dragones es vivir —jadeó ella—. Debo servir a la gran Roja. Ella será..., ella será... —Un hilillo de sangre se deslizó por los agrietados labios de la mujer.
—No —dijo Palin. Se puso en pie y avanzó a trompicones hasta la pared de la cueva, agarró una piedra y regresó junto a la hechicera. Los ojos de ésta relucían rojos, y sus dedos crispados se aferraban a un medallón que llevaba colgado al cuello. El mago levantó la roca por encima de la cabeza de su enemiga y la descargó...
... sobre un espacio vacío.
La Hechicera Oscura había estado realizando un conjuro y se había transportado lejos de allí. Palin cayó de rodillas y se dobló sobre sí mismo, tanto por culpa del dolor que destrozaba su cuerpo como por sentirse traicionado a manos de alguien a quien durante años había considerado un amigo de confianza. Los sollozos resonaron en la estancia, y rezó por Usha.
Una a una las antorchas se apagaron. Palin cerró los ojos. Una imagen del anillo de Dalamar pasó ante sus ojos, refulgiendo débilmente. Entonces, bajo la espalda sintió el frío suelo de losas de piedra. Había regresado a la Torre de Wayreth.