IX

Y ahora, después de esta serie de breves y descon­certantes etapas intermedias, Cameron ha llegado a una ciudad que es San Francisco más allá de toda duda, no otra ciudad en el lugar de San Francisco, un San Fran­cisco reconocible. Estalla allí, sobre Russian Hill, en la parte superior, en un día deslumbrante, brillante, sin nu­bes. A su izquierda, abajo, está Fisherman's Wharf; delante se levanta la torre Coit, sí, y puede ver el edificio del Ferry y el puente. Puntos de referencia familiares... pero, ¡qué extraño parece todo el resto! ¿Dónde está la fulgurante pirámide Transamérica? ¿Dónde el colosal y sombrío tallo del Bank of America? Se da cuenta de que lo extraño no son las sustituciones sino las ausencias. Las grandes urbanizaciones del Embarcadero no existen, ni el Chinatown Holiday Inn, ni los miserables tentáculos de las autopistas elevadas ni, aparentemente, nada de lo que se construyó en los últimos veinte años. Éste es el anti­guo San Francisco piernicurto de su infancia, una res­plandeciente ciudad en miniatura, que aun no se parece a Manhattan ni tiene rascacielos. Seguramente ha vuelto al lugar que conoció en los adormilados años 50, los tran­quilos años de Eisenhower.

Baja la colina, buscando un periódico. Encuentra un puesto en la esquina de Hyde y North Point, un brillan­te rectángulo de metal amarillo. El San Francisco Chronicle, ¿diez centavos? ¿Sería ése el precio de 1954? Una moneda con el perfil de Roosevelt entra en la ranura. El periódico, descubre, está fechado el martes 19 de agos­to de 1975. En lo que Cameron sigue llamando, con algo de ironía, el mundo real, el mundo que se ha estado ale­jando rápidamente del suyo durante todo el día en una serie de saltos discontinuos, también es martes 19 de agosto de 1975. De modo que no ha retrocedido en el tiempo; ha llegado a un San Francisco en el que el tiem­po se ha detenido. ¿Por qué? Sintiendo vértigo, mira la primera página.

Un titular a tres columnas declara:

EL FÜHRER LLEGÓ A WASHINGTON

Debajo, a la izquierda, una fotografía de tres hombres sonriendo ampliamente, positivamente radiantes. La le­yenda los identifica como el presidente Kennedy, el Führer Goering y el embajador del Japón, Togarashi, reunidos en la rosaleda de la Casa Blanca. Cameron cierra los ojos. Sin usar más datos que el titular y la leyenda de la foto, intenta armar una teoría plausible. Éste es un mundo, decide, en que el Eje debe haber ganado la guerra. Los Estados Unidos son un feudo alemán. No hay rascacielos en San Francisco porque la economía nor­teamericana, destruida por la derrota, no ha podido recu­perar, en treinta años, el nivel que le permitiría levan­tarlos, o quizá porque los capitales norteamericanos, agui­joneados por los ministros de finanzas del Tercer Reich (¿Hjalmar Schacht? El nombre surge en la superficie de los pantanos de la memoria), ahora tienden a derivar ha­cia Europa. Pero, ¿cómo puede haber sucedido? Cameron recuerda claramente los años de la guerra, la tre­menda oleada de patriotismo, la enorme movilización, el gran esfuerzo nacional. El Verde del Lucky Strike Se Fue a La Guerra, Recuerde Pearl Harbour, Igual Que en El Álamo. No ve cómo los alemanes pueden haber puesto de rodillas a América. Sólo hay una forma. La bomba, piensa; la bomba. Los alemanes la obtienen en 1940 y Wernher von Braun inventa un cohete transatlántico y Nue­va York y Washington son volatilizadas una noche y se acabó, nos han empujado más allá de los recursos del patriotismo; nos derrumbamos y nos rendimos antes de una semana. Y entonces...

Estudia la fotografía. El presidente Kennedy, sonrien­do, de pie entre el Reichsführer Goering y un japonés sua­ve y juvenil. ¿Kennedy? ¿Ted? No; es Jack, el propio Jack, con su fuerte mandíbula y bolsas debajo de los ojos... debe tener casi sesenta años y está terminando su segundo período en la presidencia. Jacqueline, aguar­dando no muy pacientemente en el piso alto. A ver si te libras pronto de tus nazis y tus japoneses, cariño, y nos tomamos unas copas juntos antes del concierto. Sí, y John-John y Caroline también estarán por allí, los ni­ños mimados del país, los modelos de los jóvenes en to­das partes. Sí. ¿Y Goering? Por cierto, el mismo Goering que... Los ochenta bien cumplidos, monstruosamente gordo, papada sobre papada, enorme pecho cubierto de medallas, ojillos maliciosos brillando con los recuerdos de una larga vida de deseos realizados. ¡Qué feliz pare­ce! ¡Y qué amigable! Siempre fue imposible odiar a Goe­ring como se despreciaba, digamos, a Goebbels o a Himmler o a Streicher; Goering tenía encanto, el atroz encan­to de un monstruo sagrado, de un Nerón, de un Calígula, y aquí está, vivo en los años setenta, una montaña de car­ne inmortal que sobrevivió a Adolfo para transformarse —supone Cameron— en el segundo Führer y ser recibido con toda pompa en la Casa Blanca, nada menos. Quizá mañana por la noche habrá un banquete oficial: rollmops, sauerbraten, kassler rippchen, koenisberger klopse, todo regado con jarros de Bernkasteler Doktor del 69, Schloss Johannisberg del 71... ¿o quizás el Führer pre­fiere cerveza? Tenemos las mejores cervezas de barril, Lówenbrau, Würzburger, Hofbrau...

Aguarda. Hay algo que suena falso en la reconstruc­ción histórica de Cameron. No consigue hallar en John F. Kennedy los abismos de oportunismo que le permiti­rían servir de presidente títere en una América regida por los nazis, recibiendo órdenes de algún gauleiter de ca­bellos estirados y mirada dura y acudiendo obediente cuando el Führer viene a la ciudad. Con o sin bomba, ha­bría surgido un movimiento clandestino de resistencia, décadas de guerra de guerrillas, un odio amargo al opre­sor alemán y a sus colaboradores. Entonces, no hubo rendición. El Eje ganó la guerra, pero los Estados Unidos han preservado su autonomía. Cameron revisa sus espe­culaciones. Supongamos, se dice, que en este universo Hitler no rompió su pacto con Stalin, invadiendo a Rusia en el verano de 1941, sino que condujo a sus tropas a través del canal de la Mancha y conquistó Inglaterra. Y que los japoneses dejaron en paz Pearl Harbour, de modo que los Estados Unidos nunca entraron en la guerra, que terminó relativamente pronto... digamos en septiembre de 1942. Ahora los alemanes dominan Europa desde Cornwall hasta los Urales y los japoneses todo el Pacífico, al oeste de Hawai. Los Estados Unidos, flotando en una neutralidad irreal, son una nación aislada, una especie de Portugal gigante, económicamente estancada, casi total­mente aislada del comercio mundial. No hay rascacielos en San Francisco porque nadie cree necesario construir nada en el país. ¿Sí? ¿Será eso?

Se sienta en la escalinata de una casa y explora su diario. Este mundo tiene una bolsa de valores, aunque in­dolente: el índice Dow Jones está en 354.71. Algunos de los valores son conocidos: IBM, AT&T, General Motors... pero otros no. Litton, Syntex y Polaroid están ausentes; Xerox también, pero encuentra a su predecesor, Haloid, en las cotizaciones. Hay dos ligas de béisbol, cada una con ocho clubs; los Boston Braves se han mudado a Milwaukee pero, por lo demás, la lista de equipos es la de los años cuarenta. Brooklyn está primero en la Liga Na­cional y Philadelphia en la Americana. En la sección de noticias encuentra nombres reconocibles: Nueva York tiene un senador Rockefeller y Massachusetts un senador Kennedy. (Aparentemente es Robert. En este momento está en Italia. Ayer visitó la majestuosa Tumba de Mussolini cerca del Coliseo, hoy tiene una audiencia con el Papa Benedicto.) El anuncio de una línea aérea invita a los californianos a ir a Nueva York en uno de los gloriosos Starliners de TWA: sólo doce horas de vuelo, con una breve etapa en Chicago. El dibujo del anuncio in­dica que aquí están llegando al nivel de los «DC-4», ¿o será un «DC-6», con todas esas hélices? Las noticias del extranjero son breves e insípidas: ni una palabra de Is­rael vs. los árabes, las peleonas repúblicas africanas, la República Popular China o la guerra en América del Sur. Cameron supone que los únicos judíos que sobreviven son los de Nueva York y Los Ángeles, que África es un inmenso imperio colonial alemán, con algunos trozos en manos italianas, que China es gobernada por los japone­ses y no por los herederos de Mao y que las naciones sud­americanas viven en un pacífico letargo. ¿Sí? La lectura de este periódico es la experiencia más extraña que le ha proporcionado su viaje hasta ahora, porque las pági­nas parecen correctas, el tono de los artículos suena bien, hay una insistente textura de indiscutible realidad en todo el periódico y, sin embargo, todo está sutilmente desplazado, todo ha sufrido una ligera deriva en el es­pectro de los acontecimientos. El diario tiene la calidad de un sueño, pero nunca ha conocido un sueño que tenga semejante densidad substantiva.

Pone el diario doblado debajo del brazo y se dirige hacia la bahía. A una manzana de los muelles encuen­tra una agencia del Bank of America —algunas cosas so­breviven a todas las permutaciones— y entra a cambiar un billete. Es arriesgado, pero siente curiosidad. El cajero toma su billete de cinco dólares sin vacilar y le da cuatro billetes de uno y un montoncito de monedas. Los billetes de un dólar son corrientes y Lincoln, Jefferson y Washington ocupan sus lugares habituales en las monedas de uno, cinco y veinticinco centavos, pero la de diez tiene a Ben Franklin y la de cincuenta muestra los ras­gos de un hombre campechano, más bien joven, de cara redonda y cabellera abundante a quien Cameron no lo­gra identificar.

En la siguiente esquina encuentra una biblioteca pú­blica. Ahora podrá confirmar sus suposiciones. ¡Un alma­naque! Sí, y qué rara parece la lista de presidentes. Roosevelt, se entera, se retiró a causa de su mala salud en 1940 y eso, por lo que puede averiguar, es el punto de di­vergencia entre este mundo y el suyo. El resto era pre­visible. Wendell Willkie, después de derrotar a John Nan­ce Garner en las elecciones de 1940, mantuvo una políti­ca de estricta neutralidad mientras —sí, era lo que había imaginado— los alemanes y los japoneses conquista­ban rápidamente la mayor parte del mundo. Willkie mue­re siendo presidente, durante la campaña de 1944 —¡ah! ¡el del medio dólar es Willkie!— y le sucede por breve tiempo el vicepresidente McNary, quien no desea la pre­sidencia. Una apresurada convención republicana nombra candidato a Robert Taft. Dos períodos presidenciales pa­ra Taft, quien derrota a James Byrnes, y dos para Thomas Dewey, y entonces, en 1960, la larga era republica­na queda clausurada por el senador Lyndon Johnson, de Texas. El compañero de fórmula de Johnson —es una in­versión divertida, piensa Cameron— es el senador John F. Kennedy, de Massachusetts. Después de los dos perío­dos tradicionales, Johnson se hace a un lado y el vice­presidente Kennedy gana las elecciones de 1968. Ha sido reelegido en 1972, naturalmente; en este mundo plácido los vicepresidentes siempre ganan. Por supuesto que aquí no hay ONU, no hubo guerra de Corea, ni movimientos de liberación colonial, ni exploración del espacio. El al­manaque informa a Cameron de que Hitler vivió has­ta 1960 y Mussolini hasta 1958. El mundo parece haberse adaptado con mucha facilidad al dominio del Eje, aun­que un ejército alemán de ocupación sigue estacionado en Inglaterra.

Le tienta la posibilidad de seguir comparando histo­rias, de enterarse de los trasmutados destinos de Hubert Humphrey, Dwight Eisenhower, Harry Truman, Nikita Krushev, Lee Harvey Oswald, Juan Perón. Pero, súbitamen­te, una curiosidad más íntima aflora en él. En una cabina del vestíbulo, consulta el listín telefónico. Hay un tomo que abarca los condados de Alameda y Contra Costa y es mucho más delgado que el listín que, en su mundo, cubre solamente Oakland. Hay dos docenas de Cameron pero ninguno con sus señas, ningún Christopher ni Elizabeth y ninguna permutación plausible de esos nom­bres. Obedeciendo a una corazonada, mira el listín de San Francisco. Allí tampoco hay nada prometedor, pero luego busca a Elizabeth por su apellido de soltera, Dudley, y sí, hay una Elizabeth Dudley en la antigua y fami­liar dirección de Laguna. El descubrimiento le provoca un temblor. Busca en el bolsillo, encuentra su moneda de diez centavos con la cara de Ben Franklin y la mete en la ranura. Escucha. Hay línea. Llama.

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