XIV

Campesinos aterrorizados corren gritando cuando se materializa en medio de ellos. Ésta es una especie de al­dea de labradores, situada en la costa este de la bahía: campos verdes cuidados, un montón de chozas de rnimbre alejándose de una plaza central, niños desnudos an­dando vacilantes y llorando, una activa subpoblación de cabras, gansos y gallinas. Es mediodía; Cameron ve el reflejo del agua en los canales de riego. Esta gente traba­ja mucho. Se han dispersado a su llegada pero ahora vuel­ven cautelosamente, agachados, prontos a huir nuevamen­te si hace algún otro milagro. Éste es otro de esos mun­dos bucólicos en los que San Francisco no ha sucedido, pero no puede identificar a estos colonos, ni puede dis­cernir la serie de acontecimientos que los trajo aquí. No son indios, ni chinos, ni peruanos; tienen un aspecto europeo, algo eslavo, pero ¿qué estarán haciendo estos eslavos en California? ¿Serán granjeros rusos, que la co­lonizaron viniendo desde Siberia? Eso podría ser —su piel oscura, su estructura facial enérgica, sus cuerpos ba­jos y fornidos—, pero son curiosamente primitivos, están medio desnudos, llevan apenas unas polainas de piel, co­mo si no fueran súbditos del zar sino más bien citios o cimerios, trasplantados de los pantanos prehistóricos del Vístula.

—No temáis —les dice, levantando y abriendo los bra­zos hacia ellos. Ahora parecen un poco menos asustados, se acercan tímidamente,, lo miran con sus grandes ojos oscuros—. No os haré daño. Me gustaría visitaros, nada más.

Murmuran. Una mujer empuja audazmente a una ni­ña hacia él, una niña de unos cinco años, desnuda, con rizos negros y grasientos y Cameron la coge, la alza, la acaricia, le hace cosquillas y vuelve a dejarla en el sue­lo. Instantáneamente toda la tribu lo rodea; ya no le temen, tocan su brazo, se arrodillan, acarician su en­trepierna. Un chico le trae una escudilla de madera con gachas. Una anciana le da una jarra de vino dulce, una especie de hidromiel. Una jovencita esbelta coloca una estola de pieles doradas sobre sus hombros. Bailan, can­tan; su miedo se ha transformado en amor; es su huésped de honor. Es más que eso: es un dios. Lo llevan a una choza desocupada, la más grande de la aldea. Piado­samente le traen ofrendas de incienso y grano. Cuando oscurece, encienden una inmensa hoguera en la plaza y él se pregunta, vagamente preocupado, si lo devorarán cuando se cansen de honrarlo, pero sólo devoran ganado, cediéndole los mejores trozos y luego vienen hasta su puerta y cantan himnos enérgicos y discordantes. Esa noche, tres chicas de la tribu, sin duda las más bellas vírgenes disponibles, le son enviadas y por la mañana encuentra el umbral cubierto de pimpollos recién arran­cados. Después dos artesanos de la tribu, uno cojo y el otro ciego, se ponen a trabajar con hachas de piedra y cinceles, labrando un inmenso retrato suyo notablemen­te parecido en un tronco de secoya colocado en el centro de la plaza.

De modo que lo han deificado. Tiene una rápida visión fáustica de sí mismo viviendo entre estos campesinos di­ligentes, enseñándoles métodos modernos de agricultura, conduciéndolos hasta la tecnología, la higiene moderna, hasta todas las ventajas contemporáneas sin las abomi­naciones contemporáneas. Guiándolos hacia la luz, mol­deándolos, creándolos. Este mundo, esta aldea, serían un buen lugar para que él detuviera su tránsito infinito, si detenerse fuera deseable: dios, profeta, rey de un plácido reino, maestro, introductor de la civilización, finalmen­te su existencia tendría una finalidad. Pero el lugar don­de detenerse no existe. Lo sabe. Transformar a felices campesinos primitivos en sofisticados agricultores del si­glo XX es, en última instancia, un pasatiempo tan inútil como entrenar pulgas para que salten por un aro. Vivir como un dios es tentador, pero hasta la divinidad em­palaga y es peligroso habituarse a una satisfacción irreal, es peligroso habituarse. Lo que importa es el viaje, no la llegada. Siempre.

De modo que Cameron hace de dios por un tiempo. Le parece agradable y gratificador. Saborea sus placeres hasta que siente que se están volviendo demasiado im­portantes para él. Hace una renuncia formal a su divi­nidad. Y luego: adelante.

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