XII

Aquí ha surgido una especie de mercado oriental, ma­loliente, abigarrado, medieval. Ancianos de piel, morena y barba blanca con gruesas vestiduras grises aguardan pacientes, sentados junto a sacos abiertos de arpillera que contienen especias y grano. Leprosos y lisiados de piernas largas, que sólo llevan taparrabos y aretes tinti­neantes de cobre brillantes, se mueven majestuosamente entre la multitud, trazando órbitas solitarias, sin hablar, sin comprar nada; sus pieles son de un tono rojizo oscuro, sus rostros, delgados; sus rasgos solemnes están finamente moldeados. Tienen el porte de príncipes incas. Quizá sean príncipes incas. En los regateos y parloteos del mercado, Cameron no oye hablar ninguna lengua co­nocida. Ve brillar el oro cuando se ultima una transac­ción. Las mujeres llevan enormes paquetes en la cabeza y cuando sonríen muestran dientes brillantes. Usan faldas de retazos que cubren sus tobillos pero dejan sus pechos desnudos. Algunas lanzan miradas provocativas a Came­ron, pero no se atreve a devolver sus rápidas exploracio­nes hasta no saber qué es lo que resulta aceptable aquí. En el extremo opuesto de la escuálida plaza descubre a una mujer que bien podría ser Elizabeth; le da la espal­da pero reconocería esos hombros fuertes en cualquier parte, ese porte erguido, esa cascada de cabellos rubios sueltos. Se dirige hacia ella, deslizándose con dificultad, entre los clientes apiñados. Cuando todavía tiene que atra­vesar la mitad de la plaza para llegar hasta ella, advierte a un hombre, a su lado, un hombre alto, un hombre de su misma talla y estatura. Lleva una túnica suelta negra y un pañuelo oscuro cubre la mitad inferior de su cara. Sus ojos son severos y hoscos y una terrible cicatriz, an­cha y rodeada de marcas de puntos, va desde su mejilla izquierda hasta el nacimiento del pelo. El hombre mur­mura algo a la mujer que podría ser Elizabeth; ella asien­te y se vuelve, de modo que ahora, Cameron puede verle la cara y, sí, la mujer parece ser Elizabeth, pero luce una cicatriz igual, horrible, desagradable, en el lado de­recho de su cara. Cameron contiene la respiración. El hombre de la cicatriz, súbitamente, señala algo y grita. Cameron siente un movimiento a un lado y se da la vuel­ta justo a tiempo para ver a un hombre bajo y grueso que viene corriendo hacia él, agitando una cimitarra. Du­rante un instante, Cameron ve la escena como si fuera una fotografía; tiene tiempo de examinar sin prisa la gra­sienta barba de su atacante, su nariz ganchuda y llena de vello, sus dientes amarillos, las piedras baratas que parecen de vidrio incrustadas en la empuñadura de la cimitarra. Luego el terrible filo desciende mientras el ase­sino insulta a gritos a Cameron, en lo que parece ser ára­be. Es una bienvenida lamentable. Cameron no puede prolongar esta investigación. Un momento antes de que la cimitarra lo parta en dos, se marcha a otra parte, lamentándolo.

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