Adelante. Este sitio es todo torres resplandecientes y puentes aéreos, la fantasía resplandeciente de una ciudad. Allá arriba flotan burbujas de cristal, silenciosos vehículos aéreos para pasajeros que contienen dos o tres cada uno, repantigados en posturas elegantemente relajadas. Chicas y chicos bronceados yacen desnudos junto a altísimas fuentes que escupen espuma turquesa y escarlata. Orquídeas gigantes de tropical voluptuosidad estallan en los muros de hoteles colosales. Pajarillos mecánicos giran y se precipitan por el aire suave, como balas doradas, emitiendo dulces sonidos agudos. De la parte superior de los edificios más altos llega una música más oscura, unas notas por debajo de los cien ciclos que oscilan alrededor de un persistente redoble central. Éste es un mundo que lleva dos siglos de ventaja al suyo, por lo menos. Nunca podría infiltrarse aquí. Ni siquiera podría ser un turista. El único papel que puede desempeñar es el del salvaje que viene de visita, Jemmy Button entre los londinenses, y ¿cuál fue, después de todo, el destino de Jemmy Button? No muy bueno. ¡Patagonia! ¡Patagonia! Esto fillete no fale aquí, siñor. Rayos de colores danzan en el cielo, rojos, verdes, azules, estallando, inundando la ciudad con imágenes trascendentales. Cameron sonríe. No se dejará abrumar, aunque este mundo es más confuso que el de los coches semioruga. Garbosamente, se planta en el centro de un pequeño parque, entre dos sendas de tránsito abundante y silencioso. Es un jardín formal y exuberante, con helechos agresivos de color naranja y cilindros de cactos sinuosos y llenos de espinas. Las parejas pasan junto a él, cogidas del brazo, ofreciéndose mutuamente tragos de frascos verdes y brillantes, cubiertos de escarcha; parecen tubos de jade pulimentado. Delicadamente, balancean uvas azules ante los labios del otro, sonríen, arquean sus cuellos, y cogen el cebo saltando ansiosamente; luego ríen, se besan, se dejan caer en la hierba espesa y húmeda que tiembla y ondula y emite suaves melodías rítmicas. Este lugar le gusta. Vagabundea por los jardines pensando en Elizabeth, pensando en la primavera y llega, finalmente, a un arroyo sinuoso en el que se reflejan las altas torres de la ciudad como agujas invertidas; se arrodilla para beber. El agua es fresca, dulce, áspera, muy parecida al vino fresco. Un instante después de que toque sus labios, surge un mecanismo de la tierra esponjosa, cinco esbeltas columnas de bronce, tres con sensores visuales que brotan por todos sus costados, una marcada con un dibujo de rayas oscuras, otra que exhibe un conjunto de luces de color que guiñan. Del dibujo surgen palabras ominosas en un incomprensible lenguaje. Se trata de alguna máquina policíaca que le pide sus documentos; eso es evidente.
—Lo siento —dice él—. No entiendo lo que dice.
Otras máquinas están brotando de los árboles, del lecho del arroyo, del centro de los helechos más espesos.
—Está bien —dice él—. No haré nada malo. Dadme una posibilidad de aprender vuestro lenguaje y prometo ser un ciudadano útil.
Una de las máquinas lo espolvorea con una niebla azulada. Otra introduce una pequeña aguja en su antebrazo y extrae una gota de sangre. Se está reuniendo una multitud. Lo señalan, ríen despreciativos, se hacen guiños. La música de los edificios se ha vuelto más aguda, más siniestra en su textura; agita el aire dulce y lo amenaza de forma personal.
—Dejad que me quede —suplica Cameron, pero la música lo empuja, lo acorrala con una mano plana eirresistible, que lo aparta inexorablemente de este mundo. Es demasiado primitivo para ellos. Es demasiado tosco; lleva consigo demasiados microbios anticuados. Muy bien. Si eso es lo que quieren se marchará, no por temor, no porque lo hayan intimidado, sino por simple cortesía. Se despide con gestos vistosos, haciendo una reverencia digna de Raleigh, enviando un beso a la máquina de las cinco columnas, sonriendo, hasta haciendo unos pasos de danza. Adiós. Adiós. La música llega a un salvaje crescendo. Oye trompetas celestiales y truenos lejanos. Adiós. Adelante.