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El apartamento, lo que puede ver espiando por enci­ma del hombro de ella, tiene el aspecto que recordaba: sillones y sillas muy usados, tapizados de rojo y verde oscuros, paredes desnudas, pintadas a la cal, complejas esculturas —hechas por ella— de madera de deriva gris, grandes helechos en macetas colgantes. El contemplar esos objetos en este sitio tira con fuerza de su sentido del tiempo y el espacio, y le aflige con una nostalgia casi insoportable. La última vez que estuvo aquí, si es que al­guna vez estuvo «aquí» en cualquier sentido, fue en 1969, pero los recuerdos son vividos y lo que ve corresponde tan exactamente a lo que recuerda que se siente trans­portado a esa época anterior. Ella está de pie enel umbral, estudiándolo con fría curiosidad, teñida por mal disimuladas sospechas. Lleva ropa sorprendentemente or­dinaria, una blusa blanca bordada v una falda de listas azules. Sus cabellos rubios carecen de brillo y están mal peinados, pero con seguridad es la misma mujer a quien dejó esta mañana, la misma mujer con quien ha compar­tido su vida durante los últimos siete años, una mujer hermosa, una mujer alta, casi tan alta como él —en al­gunas ocasiones parecía más alta—, con una sonrisa serena, ojos verdes calmosos y piel suave y tersa.

—¿Sí?—dice ella, insegura—. ¿Usted es el que llamó por teléfono?

—Sí. Chris Cameron. —Él busca en la cara de ella algún signo de reconocimiento—. ¿No me conoce? ¿No me ha visto nunca?

—Nunca. ¿Tendría que conocerle?

—Quizá. Probablemente no. Es difícil decirlo.

—¿Nos vimos alguna vez? ¿Es eso?

—No estoy seguro de poder explicarle la relación que hay entre nosotros.

—Eso me dijo cuando llamó. ¿La relación que hay en­tre nosotros? ¿Cómo pueden tener una relación dos des­conocidos?

—Es complicado. ¿Puedo entrar?

Ella ríe, nerviosamente, como si la hubieran sorprendi­do en un embarazoso faux pas.

Claro—dice, no sin hacer una rápida estimación, un veloz cálculo de los riesgos. En efecto, el apartamento es­tá casi exactamente como lo había conocido, salvo que no hay un tocadiscos estéreo, sólo una enorme y arcaica Victrola, y su colección de discos es sorprendentemente escasa y hay bastantes menos libros de los que su Elizabeth hubiera tenido. Se enfrentan rígidamente. Él se sien­te tan incómodo como ella en el encuentro, y finalmen­te es ella quien busca algún lubricante social, sugiriendo una copa de vino. Le ofrece tinto o blanco.

—Tinto, por favor —dice él.

Ella va hasta un armario bajo y saca dos vasos bara­tos y toscos. Entonces, sin esfuerzo, levanta una gran garrafa de vino que está en el suelo y comienza a desen­roscar la tapa.

—Parecía muy misterioso cuando llamó por teléfono—dice—, y sigue pareciendo misterioso ahora. ¿Qué lo trajo aquí? ¿Tenemos amigos comunes?

—Creo que no faltaría a la verdad si dijera que sí. Por lo menos, en cierta forma.

—Su forma de hablar es muy vaga, señor Cameron.

—No puedo remediarlo, por ahora. Y, por favor, llá­meme Chris.

Mientras sirve el vino, él la observa atentamente, pen­sando en esa otra Elizabeth, su Elizabeth, pensando cuan bien conoce su cuerpo, el flexible movimiento de los músculos de su espalda, la lustrosa textura de su piel, la firmeza de su cuerpo, y se desplaza instantáneamente a su extraño, absurdamente romántico encuentro, años atrás, en ese mes de junio en que se había marchado solo a la Sierra por una semana, con su mochila, y siguiendo montones de piedras que había confundido con indica­dores, había llegado a un sitio muy alejado de su ruta, un lugar íntimo, un lago helado y oscuro, bordeado por manchas brillantes de nieve tardía, y había empezado a acampar y súbitamente había advertido la presencia de otro campamento a treinta yardas de distancia y de un montón de ropa en la orilla y luego la había visto, na­dando más allá de una pineda, dirigiéndose hacia la ori­lla, emergiendo como Venus de las aguas, desnuda, des­cubriéndolo, sobresaltándose ante su presencia, apren­siva durante un momento y luego, inmediatamente, de­cidiendo que todo iría bien, relajándose, sonriendo, de pie, sin sentir vergüenza, con el agua helada llegándole a la ingle, invitándole a nadar con ella. Esos recuerdos de aquel primer contacto y todo lo que siguió lo excitan terriblemente, porque esta persona que tiene delante es al mismo tiempo la Elizabeth que ama, familiar, unida a él por el vínculo de las experiencias compartidas, y algo nuevo, una desconocida de la que puede extraer ex­periencias nuevas, el maravilloso regalo de la novedad que su Elizabeth ya nunca podría ofrecerle. Mira fija­mente sus hombros y su espalda con un hambre fiera e intensa; ella se vuelve, con los vasos de vino en las manos y antes de que él pueda disimular el resplandor sal­vaje de su deseo, ella lo recibe con toda su fuerza. El im­pacto es inmediato. Ella retrocede. No es la Elizabeth del lago de la Sierra; parece incapaz de manejar seme­jante nivel de voltaje erótico inesperado. Torpemente le alcanzael vino; sus manos tiemblan tanto que derra­ma un poco en su manga. Él coge el vaso y retrocede, un poco aturdido por su propio frenesí emotivo. Con un es­fuerzo, se calma. Hay un largo rato de incómodo silencio mientras beben. La atmósfera psíquica se vuelve menos tórrida; un cierto clima de cortesía remota y profesional nace entre los dos.

Después del segundo vaso de vino, ella dice:

—Bueno. ¿Dónde me ha conocido y qué quiere de mí?

Brevemente, él cierra los ojos. ¿Qué puede decirle? ¿Cómo explicarle? No ha ensayado ninguna táctica. Ya ha conseguido alarmarla con una sola mirada impruden­te; ¿qué efecto puede provocar una confesión de apa­rente locura? Pero nunca ha usado tácticas con Elizabeth, nunca ha recurrido a tácticas, más que a la táctica de la total franqueza. Y ésta es Elizabeth. Lentamente, dice:

—En otra existencia, tú y yo estamos casados, Elizabeth. Vivimos en las colinas de Oakland y somos muy fe­lices juntos.

—¿Otra existencia?

—En un mundo separado de éste, un mundo donde la historia tomó otro rumbo hace una generación, donde el Eje perdió la guerra, Donde John Kennedy era presi­dente en 1963 y fue asesinado, donde tú y yo nos conoci­mos en un lago de la Sierra y nos enamoramos. Hay una cantidad infinita de mundos, Elizabeth, uno al lado del otro, mundos donde todas las posibles variaciones de to­dos los hechos posibles tienen lugar. Mundos en los que tú y yo nos hemos casado y somos felices, en los que tú y yo nos hemos casado y divorciado, en los que tú y yo no existimos, en los que tú existes y yo no, en los que nos encontramos y nos odiamos, en los que... ¿entiendes, Elizabeth?, hay mundos para todo y yo he estado via­jando de un mundo a otro. He visto un desierto donde tendría que estar San Francisco y he encontrado jine­tes mongoles en las colinas de East Bay, y he visto toda esta zona devastada por una guerra atómica, y... ¿todo esto te parece disparatado, Elizabeth?

—Un poco—Sonríe. La antigua Elizabeth, impertur­bable, juiciosa, interpretando una de sus especialidades, la aceptación condicional de lo increíble, para no arruinar una conversación divertida —Continúa. Has estado sal­tando de mundo en mundo. No te preguntaré cómo. ¿De que huyes?

—No lo veo de ese modo. Corro hacía algo.

—¿Hacia qué?

—Una infinita cantidad de mundos. Una inacabable variedad de experiencias posibles.

—Eso es difícil de tragar. ¿No te basta con explorar un mundo?

—Evidentemente no.

—Tenías todo el infinito —dice ella—. Pero elegiste venir a mí. Presumiblemente soy el único punto familiar en este mundo en que todo te resulta extraño. ¿Por qué viniste aquí? ¿Qué sentido tiene tu vagabundeo si bus­cas lo familiar? Si lo único que querías era encontrar a tu Elizabeth, ¿por qué la dejaste? ¿Eres tan feliz con ella como dices?

—Puedo ser feliz con ella y desearla de otras ma­neras.

—Parece que algo te ha impulsado.

—No —dice él—. No más que a Fausto. Creo que la búsqueda puede ser una forma de vida. No la búsqueda de algo, la simple búsqueda. Y es imposible detenerse. De­tenerse es morir, Elizabeth. Mira a Fausto, siguiendo siempre adelante, llegando hasta la misma Helena de Troya, experimentando todo cuanto el mundo puede ofre­cer y buscando siempre más. Cuando Fausto finalmente grita, Es esto, esto es lo que buscaba, aquí es donde quiero quedarme, Mefistófeles gana su apuesta.

—Pero ése fue para Fausto el momento de suprema felicidad.

—Es verdad. Pero cuando la alcanza, entrega su alma al diablo, ¿recuerdas?

—De modo que sigues y sigues, un mundo tras otro, buscando quién sabe qué, sólo buscando, incapaz de de­tenerte. Y sin embargo dices que nada te impulsa.

Él menea la cabeza.

—Las máquinas son impulsadas. Los animales son im­pulsados. Yo soy un ser humano autónomo, que actúa se­gún su libre albedrío. No hago este viaje porque tenga que hacerlo sino porque quiero hacerlo.

—O porque piensas que tienes que hacerlo.

—Estoy movido por mis sentimientos, no por cálculos y prejuicios intelectuales.

—Eso suena muy bien —le dice ella. Él se siente herido por sus palabras y desvía la mirada hacia su vaso vacío. Ella indica que debe servirse más vino—. Lo sien­to —dice, suavizando un poco su tono. Él dice:

—De todos modos, estaba en la biblioteca y había un listín y te encontré. Aquí vivías, en mi mundo, antes de que nos casáramos.

Vacila.

—¿Te importa que te pregunte...?

—¿Qué?

—¿No estás casada?

—No. Vivo sola. Y me gusta.

—Siempre fuiste muy independiente.

—Hablas como si me conocieras muy bien.

—He estado casado contigo durante siete años.

—No. No conmigo. Nunca conmigo. No me conoces.

Él asiente.

—Tienes razón. En realidad no te conozco, Elizabeth, por más que piense que sí. Pero quiero conocerte. Me siento atraído por ti con tanta fuerza como por la otra Elizabeth, aquel día en la montaña. El mejor momento es siempre al comienzo, cuando dos desconocidos se acer­can, cuando salta la chispa y se acorta el abismo... —Tiernamente dice—: ¿Puedo pasar la noche aquí?

—No.

De algún modo, la negativa no es una sorpresa. Él dice:

—Una vez, tu respuesta fue distinta cuando te lo pedí.

—A mí no. A otra persona.

—Disculpa. Para mí es difícil manteneros separadas en mi mente, Elizabeth. Pero, por favor, no me rechaces. He venido desde tan lejos para estar contigo...

—Viniste sin que te invitara. Además, me sentiría tan rara contigo... sabiendo que estarías pensando en ella, comparándome con ella, midiendo nuestras diferencias, nuestras similaridades...

—¿Qué te hace pensar que haría eso?

—Lo harías.

—Creo que ésa no es una razón suficiente para echar­me.

—Te daré otra —dice ella. Sus ojos brillan con picar­día—. No me gustan los enredos con hombres casados.

Ahora se está burlando de él. Y él dice, riendo, con­fiando en que va a ceder:

—¡Ésa es la excusa más rebuscada que he oído en mi vida, Elizabeth!

—¿Tú crees? Siento un gran parentesco con ella. Cuen­ta con toda mi simpatía. ¿Por qué iba a ayudarte a en­gañarla?

—¿Engañarla? ¡Qué palabra tan anticuada! ¿Crees que le importaría? Nunca supuso que me mantendría casto en este viaje. Se sentirá halagada, encantada de saber que vine a buscarte aquí. Y querrá saber todo lo que hu­bo entre nosotros. ¿Cómo podría sentirse herida al saber que estuve contigo, cuando tú y ella sois...?

—Sin embargo, me gustaría que te marcharas. Por fa­vor.

—No me has dado una razón convincente.

—No tengo por qué hacerlo.

—Te amo. Quiero pasar la noche contigo.

—Amas a alguien que se me parece —replica ella—. Te lo he repetido. Y, en todo caso, yo no te amo. No me pareces atractivo.

—Oh. A ella sí, pero a ti... no. Ya veo. ¿Cómo me en­cuentras? ¿Feo? ¿Abrumador? ¿Repelente?

—Te encuentro inquietante —dice ella—. Me das un poco de miedo. Eres demasiado intenso, demasiado con­trolado, peligroso quizá. No eres mi tipo. Y probable­mente, yo no soy el tuyo. Recuerda que yo no soy la Eli­zabeth que conociste en el lago de la montaña. Quizá se­ría más feliz si lo fuera, pero no lo soy. Ojalá nunca hu­bieras venido aquí. Y ahora, por favor, vete. Por favor.

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