Capitulo Diecinueve

– ¿Cómo que no la va a acusar de nada? -La sorpresa y el mal humor oscurecieron la mirada de Casto-. Si tie?ne una confesión, coño.

– No ha sido una confesión -corrigió ella. Estaba cansada, exhausta y asqueada de sí misma-. Hubiera di?cho cualquier cosa.

– Cielo santo, Eve. -Tratando de aplacar su furia, Casto se puso a caminar de un lado a otro del aséptico pasillo embaldosado del centro de salud-. Usted consi?guió doblegarla.

– Y un cuerno. -Cansinamente, Eve se frotó la sien izquierda, que le dolía-. Escuche bien, Casto, tal como estaba esa mujer, me habría dicho que ella en persona le clavó los clavos a Cristo si le hubiera prometido un tra?go de esa pócima. Si la acusamos basándonos en eso, sus abogados lo echarán por tierra en la vista preliminar.

– A usted no le preocupa la vista, Dallas. -Casto pasó junto a Peabody, que tenía los labios apretados-. Fue di?recta a la yugular, como se supone que todo policía hace en un caso de homicidio. Y ahora se ablanda. Joder, no me diga que le tiene lástima.

– Eso es asunto mío, teniente -dijo Eve-. Y no me diga cómo he de llevar esta investigación. Soy el primer investigador, o sea que no me toque las narices.

Casto la miró de arriba abajo.

– No querrá que vaya a informar a su jefe de esta de?cisión.

– ¿Me amenaza? -Eve dispuso el cuerpo como un boxeador aprestándose a hacer baile-. Adelante, haga lo que le parezca. Yo me mantengo firme. En cuanto ter?mine el tratamiento, aunque sólo Dios sabe qué conse?cuencias puede eso tener a corto plazo, volveremos a in?terrogarla. Hasta que yo no esté satisfecha de que habla con coherencia y sentido común, no la pienso acusar de nada.

Eve vio que él hacía un esfuerzo por echarse atrás, y que le estaba costando lo suyo. No le importó.

– Eve, tiene usted el móvil, la oportunidad y las pruebas de personalidad. Fitzgerald es capaz de cometer los crímenes en cuestión. Ella misma ha admitido que estaba drogada y predispuesta a odiar a Pandora hasta la muerte. ¿Qué más quiere?

– Quiero que ella me mire a los ojos y me diga que ella los mató. Quiero que me diga cómo lo hizo. Mientras tanto, esperaré. Porque le diré una cosa, tío listo. Ella no actuó sola, de eso nada. Es imposible que se los cargara a los tres con esas bonitas manos que tiene.

– ¿Por qué? ¿Porque es una mujer?

– No por eso, sino porque el dinero no es su máxima prioridad. La pasión, el amor, la envidia, todo eso sí. Puede que matara a Pandora en un ataqué de celos, pero no creo que se cargara a los otros. Al menos, no sin que le echaran una mano. Así que la interrogaremos de nue?vo y esperaremos a que acuse a Young y/o a Redford. Entonces lo sabremos todo.

– Creo que se equivoca.

– Tomo nota -repuso ella-. Bien, vaya a archivar su queja interdepartamental, dése un paseo o váyase a ca?gar, pero aléjese de mi vista.

Casto pestañeó, a punto de explotar. Pero se contuvo.

– Voy a refrescarme un poco.

Salió hecho una fiera sin mirar apenas a la silenciosa Peabody.

– Su amigo no está muy simpático esta tarde -comen?tó Eve.

Peabody podría haber dicho que su inmediato supe?rior pecaba de lo mismo, pero refrenó la lengua.

– La presión es muy grande para todos, Dallas. Us?ted sabe lo que este caso significa para él.

– ¿Sabe una cosa? La justicia es para mí algo más que una bonita estrella de oro en mi expediente o que los puñeteros galones de capitán. Y si quiere correr a bus?car a su amado y acariciarle el ego, nadie se lo está impi?diendo.

Peabody torció el gesto, pero sin alterar el tono de voz.

– Yo no me muevo de aquí, teniente.

– Estupendo, pues quédese ahí con cara de mártir, porque yo… -Eve calló y aspiró por la boca-. Lo siento. Ahora mismo es usted un blanco perfecto.

– ¿Está eso incluido en mi descripción…, señor?

– Siempre tiene una buena réplica a punto. Podría acabar odiándola por eso. -Más calmada, Eve puso una mano en el hombro de su ayudante-. Perdón, y perdón por ponerla en un aprieto. El deber y los sentimientos personales combinan mal.

– Puedo soportarlo, Dallas. Casto no debería haberla acosado así. Entiendo cómo se siente, pero eso no le da la razón.

– Tal vez no. -Eve se apoyó en la pared y cerró los ojos-. Pero en una cosa sí tenía razón, y eso me está ro?yendo por dentro. Yo no tenía ganas de hacerle a Jerry lo que le hice en el interrogatorio. No tenía ganas mientras lo estaba haciendo, mientras me oía a mí misma machacándola a preguntas, apretándole las tuercas allí donde más dolía. Pero lo hice, porque es mi trabajo, y se supone que debo lanzarme a la yugular cuando la presa está heri?da. -Eve abrió los ojos y miró ceñuda hacia la puerta de?trás de la cual Jerry Fitzgerald descansaba gracias a un suave sedante-. Y a veces, Peabody, este trabajo es una puta mierda.

– Sí, señor. -Por primera vez, ella tocó con su mano el brazo de Eve-. Por eso es usted tan buen policía.

Eve abrió la boca, sorprendida de la carcajada que le salió de dentro.

– Caramba, me cae usted muy bien.

– Y usted a mí, teniente. -Esperó un segundo-. Pero ¿qué nos pasa?

Un poco más animada, Eve pasó el brazo por los ro?bustos hombros de Peabody.

– Vayamos a comer algo. Esta noche Fitzgerald no se mueve de aquí.

Pero en esto, el instinto de Eve se equivocaba.


La llamada la despertó poco antes de la cuatro de la ma?ñana, en medio de un sueño profundo y sin pesadillas. Le escocían los ojos y tenía la lengua espesa del vino que había ingerido con prodigalidad para estar mínima?mente sociable con Mavis y Leonardo. Consiguió graz?nar cuando respondió al enlace.

– Aquí Dallas. Jo, ¿es que en esta ciudad no puede una ni dormir?

– Yo suelo hacerme la misma pregunta.

La cara y la voz le eran vagamente familiares. Eve in?tentó enfocar la vista, repasar los discos de su memoria.

– Doctora… ¿Ambrose? -Todo fue volviendo, poco a poco. Ambrose: larguirucha, de raza mezclada, jefa de rehabilitación química en el Centro de Rehabilitación para Drogadictos -. ¿Sigue usted ahí? ¿Ha vuelto en sí Fitzgerald?

– No exactamente. Teniente Dallas, tenemos un pro?blema. Fitzgerald ha muerto.

– ¿Muerto? ¿Cómo que muerto?

– Pues eso, fallecido -dijo Ambrose con un esbozo de sonrisa-. Supongo que como teniente de Homici?dios, la palabra tiene que sonarle.

– Mierda. ¿Cómo ha sido? ¿Le falló el sistema ner?vioso?, ¿se ha lanzado por una ventana?

– Que sepamos, ha sido una sobredosis. La paciente consiguió hacerse con una muestra de Immortality que estábamos usando para determinar cuál era el mejor tra?tamiento para ella. Se la tomó entera, mezclada con algu?nas de las golosinas que tenemos aquí almacenadas. Lo siento, teniente. Ya no podemos hacer nada por ella. Le informaré detalladamente en cuanto llegue usted.

– ¡Y cómo! -le espetó Eve, cerrando la transmisión.


Eve examinó primero el cadáver, como para cerciorarse de que no hubiera habido un horrible error. Jerry había sido tendida en la cama, con la bata de hospital hasta me?dio muslo. Según el código de colores, le tocaba el azul de adicta en primera fase de tratamiento.

Ya nunca llegaría a la segunda fase.

El rostro blanco había recuperado su extraña y mis?teriosa belleza. Ya no tenía sombras bajo los ojos, ni arrugas de tensión en la boca. Al fin y al cabo, el mejor sedante era la muerte. Tenía pequeñas quemaduras en el pecho allí donde el equipo de reanimación había inten?tado hacer algo, y un morado en el dorso de la mano de?bido a la inyección intravenosa. Bajo la mirada de la doctora, Eve examinó el cuerpo concienzudamente sin encontrar señal alguna de violencia.

Supuso que había muerto más feliz que nunca.

– ¿Cómo? -inquirió lacónicamente.

– Una combinación de Immortality, morfina y Zeus sintético, según hemos deducido por lo que falta. La autopsia lo confirmará.

– ¿Tienen Zeus en un centro de rehabilitación? -La idea hizo que Eve se frotara la cara con las manos-. Es increíble.

– Para investigación -explicó escuetamente Ambrose-. Los adictos necesitan un período lento y supervisa?do para desengancharse.

– ¿Y dónde diablos estaba la supervisión, doctora?

– A Fitzgerald se le administró un sedante. No espe?rábamos que volviera en sí hasta las ocho de la mañana. Mi hipótesis es que como no conocemos a fondo las propiedades de Immortality, lo que quedaba de ello en su organismo contrarrestó el narcótico.

– O sea que se levantó, fue por su propio pie al alma?cén y se sirvió un combinado.

– Algo parecido, sí. -Eve casi pudo oír cómo le re?chinaban los dientes a la doctora.

– ¿Y las enfermeras, y el sistema de seguridad? ¿Aca?so se volvió invisible?

– Esto podrá usted verificarlo con su propia agente de servicio, teniente.

– Descuide, lo haré.

Ambrose de nuevo volvió a rechinar los dientes y lue?go suspiró.

– Oiga, no quiero cargarle el muerto a su agente. Hace unas horas hemos tenido problemas. Uno de los pacientes de tendencias violentas agredió a su enferme?ra de sala. Estuvimos muy ocupados durante unos mi?nutos, y su agente vino a echar una mano. De no ser por ella, la enfermera de sala estaría ahora mismo a las puertas del cielo al lado de la señorita Fitzgerald, en vez de tener la tibia rota y unas cuantas costillas fuera de sitio.

– Veo que la noche ha sido movida, doctora.

– Ojalá no se repita a menudo. -Se pasó los dedos por su rizado pelo rojizo -. Escuche, teniente, este cen?tro tiene muy buena reputación. Ayudamos a la gente. Lo que ha pasado me hace sentir tan mal como a usted. Maldita sea, la paciente tenía que haber estado durmien?do. Y esa agente no estuvo fuera de su puesto más que un cuarto de hora.

– Otra vez el sentido de la oportunidad. -Eve miró hacia Jerry e intentó sacarse de encima el peso de la cul?pa-. ¿Y las cámaras de seguridad?

– No tenemos, teniente. ¿Se imagina cuántas filtra?ciones a los media habría si grabásemos a los pacientes, algunos de los cuales son ciudadanos destacados? Esta?mos atados por las leyes de privacidad.

– Fantástico. O sea que nadie la vio en su último pa?seo. ¿Dónde está el almacén de drogas donde Jerry tomó la sobredosis?

– En este ala, un nivel más abajo.

– ¿Y ella cómo lo sabía?

– Lo ignoro, teniente. Como tampoco puedo expli?car cómo logró abrir la cerradura, no sólo de la puerta sino de las propias bodegas. El caso es que lo hizo. El vigilante nocturno la encontró cuando hacía su ronda. La puerta estaba abierta.

– ¿Abierta o no cerrada con llave?

– Abierta -confirmó Ambrose-. Y dos almacenes también. Ella estaba en el suelo, muerta. Se intentaron los métodos habituales de reanimación, teniente, pero más por hábito que porque hubiera esperanza.

– Necesitaré hablar con todo el personal de este ala; y con los pacientes también.

– Teniente…

– Al cuerno la privacidad, doctora. Me la paso por el culo. Quiero ver al vigilante nocturno. -De pronto, la compasión se impuso a los nervios-. ¿Entró alguien a verla? ¿Vino alguien interesándose por su estado?

– La enfermera de sala lo ha de saber.

– Entonces empecemos por ella. Usted reúna a los demás. ¿Hay alguna habitación donde pueda entrevistar a la gente?

– Utilice mi despacho. -Ambrose se volvió para mi?rar el cadáver, silbó entre dientes-. Era muy guapa. Jo?ven, famosa y rica: las drogas curan, teniente. Alargan la vida y la calidad de la misma. Erradican el dolor, calman la mente atribulada. Yo me esfuerzo en recordar todo eso cuando veo qué otros efectos pueden tener. Si quiere saber mi opinión, y ya sé que no, ella estaba destinada a acabar así desde el día en que probó ese líquido por pri?mera vez.

– Ya, pero ha sido mucho más rápido de lo que se su?ponía.

Eve salió de la habitación y divisó a Peabody en el pasillo.

– ¿Y Casto?

– He hablado con él. Viene hacia aquí.

– Esto se ha complicado, Peabody. Hay que hacer algo para aclarar las cosas. Procure que este cuarto… Eh, usted. -Vio a la agente que había estado de guardia al fondo del corredor. Su dedo la señaló como una flecha. Comprobó que había hecho diana cuando la agente de uniforme dio un respingo antes de palidecer y avanzar hacia su superior.

La agente no tenía por qué saber que Eve no iba a pedir acciones disciplinarias contra ella. Que sudara un poco.

Eve examinó el feo arañazo que la agente, ahora pá?lida y sudorosa, tenía en la clavícula.

– ¿Eso se lo hizo el violento?

– Señor, antes de que pudiera sujetarlo.

– Haga que se lo miren. Está usted en un centro de salud. Y quiero esta puerta bien cerrada. ¿Lo ha entendi?do bien? Que nadie entre ni salga.

– Sí, señor. -La agente se puso firmes. Para Eve tenía el patético aspecto de un cachorro apaleado. Apenas tenía edad de que le dejaran pedir cerveza en un bar, pensó meneando la cabeza.

– Siga vigilando, agente, hasta que yo no ordene que le releven.

Dio media vuelta e hizo señas a Peabody de que la siguiera.

– Si alguna vez se enfada mucho conmigo -dijo Pea?body con su mansa voz-, prefiero un puñetazo en la cara que una reprimenda como ésa.

– Tomo nota. Casto, me alegro de que esté con noso?tros.

Casto llevaba la camisa arrugada, como si se hubiera puesto lo primero que tenía a mano. Eve conocía esa ru?tina. Su propia camisa parecía haber estado metida en un bolsillo durante una semana.

– ¿Qué demonios ha pasado aquí?

– Eso es lo que vamos a averiguar. Nuestro cuartel general es el despacho de la doctora Ambrose. Interro?garemos al personal de uno en uno. En cuanto a los pa?cientes, es probable que nos pidan que lo hagamos ha?bitación por habitación. Lo quiero todo grabado, Peabody, desde ya.

Peabody sacó su grabadora y se la prendió de la so?lapa.

– Grabando, señor.

Eve hizo una señal a Ambrose y la siguió más allá de las puertas de vidrio reforzado por un pequeño pasillo hasta un despacho pequeño.

– Dallas, teniente Eve. Interrogatorio de posibles tes?tigos de la muerte de Fitzgerald, Jerry. -Consultó el reloj para anotar fecha y hora-. Presentes también: Casto, te?niente Jake T. División de Ilegales, y Peabody, agente Delia, ayudante temporal de Dallas. Interrogatorios en el despacho de la doctora Ambrose, Centro de Rehabili?tación para Drogadictos. Doctora Ambrose, haga pasar a la enfermera de sala, por favor. Y quédese, doctora.

– ¿Cómo demonios ha muerto? -inquirió Casto-. ¿El organismo dijo basta, o qué?

– En cierto modo, sí. Le informaré sobre la marcha.

Casto empezó a decir algo pero se controló.

– ¿No podríamos pedir que nos traigan café, Eve? Me falta una dosis.

– Pruebe esto. -Aporreó con el pulgar un maltrecho AutoChef y luego ocupó su sitio detrás de la mesa.


La cosa no fue demasiado bien. A mediodía, Eve había interrogado a todo el personal de servicio en el ala, casi con los mismos resultados una y otra vez. El violento de la habitación 6027 se había librado de sus correas, agre?dido a la enfermera de sala y armado un gran alboroto. Por lo que pudo deducir, la agente se había lanzado pa?sillo abajo, dejando el cuarto de Jerry sin atender duran?te doce y dieciocho minutos.

Tiempo más que suficiente, suponía Eve, para que una mujer desesperada echara a correr. Pero ¿cómo sa?bía Jerry dónde encontrar la droga que necesitaba, y cómo consiguió acceder a ella?

– Quizá alguien del personal estaba hablando de ello en su habitación. -Casto tragó un gran bocado de pasta vegetariana durante la pausa que se habían tomado para almorzar en el comedor del centro-. Una mezcla nueva siempre origina muchos rumores. No hace falta ser un lince para imaginar que la enfermera jefe o alguien estu?viera comentando la jugada. Fitzgerald no debía estar tan sedada como todos pensaban. Los oyó y, cuando vio la oportunidad, se lanzó a por ella.

Eve meditó la teoría mientras masticaba su pollo a la parrilla.

– Podría ser. Jerry tuvo que oírlo en alguna parte. Y además de estar desesperada, era muy lista. Puedo creer que se le ocurrió la manera de llegar a la droga sin ser vista. Pero ¿cómo diablos hizo saltar las cerraduras? ¿De dónde había sacado el código?

Casto miró su comida con ceño. Un hombre necesi?taba carne, qué demonios. Buena carne roja. Y en esos centros de salud la consideraban un veneno.

– Tal vez consiguió un código maestro en alguna parte -aventuró Peabody. Había optado por una ensala?da verde, sin aderezar, con la idea de reducir unos cuan?tos gramos-. O un descodificador.

– ¿Y dónde está? -saltó Eve-. Jerry estaba muerta cuando la encontraron. En la habitación no había nin?gún código maestro.

– Puede que la maldita puerta estuviera abierta cuan?do llegó ella. -Asqueado, Casto apartó el plato,

– A mí me parece demasiada suene. De acuerdo, ella oye comentarios sobre Immortality, de que guardan la droga en el almacén para investigar. Tiene síndrome de abstinencia, a pesar de que le han dado algo para tran?quilizarla. Pero ella necesita su droga. Entonces, como caída del cielo, se produce una conmoción en el pasillo. Yo no creo en esas cosas, pero supongamos que fue así, de momento. Se levanta de la cama, el vigilante no está, y ella sale de la habitación. Baja al almacén, aunque no me imagino a dos enfermeros hablando de cómo se llega allí. Con todo, Jerry encuentra el sitio, eso ha quedado demostrado. Pero entrar…

– ¿Qué está pensando, Eve?

Ella miró a Casto.

– Que alguien la ayudó. Alguien quería que ella lle?gase a la droga.

– ¿Cree que alguien del personal la acompañó hasta allí para que pudiera tomar su dosis?

– Es una posibilidad. -Eve desechó la duda que aso?maba a la voz de Casto-. Soborno, promesas, algún admirador. Cuando hayamos revisado los expedien?tes, puede que hallemos algún indicio de conexión. Mientras tanto… -Oyó pitar su comunicador-. Aquí Dallas.

– Lobar, gabinete de identificación. Hemos encon?trado algo interesante aquí abajo, teniente, en el sistema de eliminación de basura. Un código maestro, y tiene las huellas de Fitzgerald.

– Métalo en una bolsa, Lobar. Enseguida estoy ahí.

– Eso explica muchas cosas -empezó a decir Casto. La transmisión le hizo recuperar suficiente apetito como para insistir en la pasta-. Alguien la ayudó, como usted decía. O ella lo cogió de algún puesto de enferme?ras durante el alboroto.

– Una chica muy lista -murmuró Eve-. Lo planea todo al segundo, baja al almacén, abre lo que le da la gana y luego se toma tiempo para arrojar el código. A mí me parece un prodigio de inteligencia.

Peabody tamborileó en la mesa.

– Si primero tomó una dosis de Immortality, como así parece, probablemente se recuperó de golpe. Ella de?bió darse cuenta de que podían pillarla allí, con el código maestro. Si lo tiró a alguna parte, podía decir que se ha?bía perdido, que estaba desorientada.

– Sí. -Casto le dedicó una sonrisa-. Yo apuesto por eso.

– Entonces ¿por qué se quedó? -inquirió Eve-. Ya había tomado su dosis, ¿por qué no se fue corriendo?

– Eve. -La voz de Casto era serena, igual que sus ojos-. Hay una cosa que aún no hemos tenido en cuenta. Quizá lo que quería era morir.

– ¿Una sobredosis deliberada? -Había pensado en esa posibilidad, pero no le gustó la sensación que había provocado en su estómago. La culpa descendió cual nie?bla pegajosa-. ¿Porqué?

Comprendiendo su reacción, Casto le cogió una mano.

– Estaba acorralada. Debía saber que iba a pasarse el resto de su vida encerrada en una celda, en una celda -añadió- sin acceso a la droga. Habría envejecido, perdido su belleza y todo lo que para ella era importan?te. Era una escapatoria, la manera de morir joven y guapa.

– Un suicidio. -Peabody cogió los hilos y los tren?zó-. La combinación que tomó era letal. Si pudo pensar con claridad suficiente para entrar en el almacén, tam?bién pudo pensar en eso. ¿Para qué enfrentarse al escán?dalo y a la cárcel si podía salir del apuro de manera rápi?da y limpia?

– No es la primera vez -dijo él-. En mi trabajo, es bastante normal. La gente no puede vivir con la droga y tampoco sin ella. La utilizan para quitarse de en medio.

– Ninguna nota -dijo Eve con tozudez-. Ningún mensaje.

– Estaba desanimada. Y como usted ha dicho antes, desesperada. -Casto jugueteó con su café-. Si fue un im?pulso, algo que ella creyó que debía hacer y rápido, qui?zá no quiso reflexionar el rato suficiente para dejar un mensaje de despedida. Nadie la obligó, Eve. No hay se?ñales de violencia ni de forcejeo en el cadáver. Pudo ha?ber sido un accidente o pudo ser deliberado. No es pro?bable que se pueda determinar cuál.

– Eso no resuelve los homicidios. Ella no actuó sola.

Casto intercambió una mirada con Peabody.

– Tal vez no. Pero el hecho es que la influencia de la droga puede explicar por qué lo hizo así. Usted podrá seguir machacando a Redford y a Young. Ninguno de los dos debería salir impune de esto, claro está. Pero va a tener que cerrar este caso tarde o temprano. -Dejó la taza sobre la mesa-. Dése un respiro, Dallas.

– Vaya, qué bonito. -Justin Young se aproximó a la mesa. Sus ojos, hundidos y con un cerco rojo, se clava?ron en Eve-. ¿Nada le quita el apetito, maldita zorra?

Casto empezó a levantarse de la silla pero Eve levantó un dedo indicándole que se sentara. Decidió dejar a un lado la compasión.

– Sus abogados han conseguido sacarle, ¿eh, Justin?

– Exacto, sólo ha hecho falta que muriese Jerry para empujarles a conceder la fianza. Mi abogado me ha di?cho que con los últimos acontecimientos (así lo expresó el muy hijoputa) el caso está prácticamente cerrado. Jerry es una asesina múltiple, una drogadicta, una muer?ta, y yo quedo como inocente. Qué fácil, ¿verdad?

– ¿Le parece? -dijo Eve sin alterarse.

– Usted la mató. -Justin se inclinó sobre la mesa, ha?ciendo saltar los cubiertos-. ¿Por qué no le rajó el cuello con un cuchillo? Jerry necesitaba ayuda, comprensión, un poco de compasión. Pero usted siguió pinchándola hasta que ella se vino abajo. Y ahora está muerta. ¿Se da usted cuenta? -Sus ojos se llenaron de lágrimas-.Ella ha muerto y usted ha conseguido una bonita estrella por atrapar al asesino. Pero tengo noticias para usted, te?niente. Jerry no mató a nadie. Usted, en cambio, sí. Esto no se ha terminado. -Barrió la mesa con un brazo, lan?zando platos al suelo con la consiguiente rotura de loza-. Esto no terminará aquí, no señor.

Eve suspiró mientras.Young se alejaba.

– No, supongo que no -dijo.

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