Capitulo Trece

Mientras la miraba, Roarke notó los temblores que la seguían sacudiendo.

– Has tenido una pesadilla, cariño.

– Ha sido como revivir el pasado.

Tenía que calmarse, de lo contrario no podría sa?carlo todo. Tenía que pensar con lógica, como un po?licía, no como una mujer. No como una niña aterro?rizada.

– Todo era tan claro, Roarke, que aún lo estoy sin?tiendo. Le noto a él encima de mí. La habitación donde me tenía encerrada, en Dallas. Siempre.me encerraba para poseerme. Una vez intenté huir, escaparme, y él me pilló. Después de eso, siempre buscaba habitaciones al?tas y cerraba la puerta por fuera. Para que yo no pudiera salir. No creo que nadie supiera que yo estaba dentro. -Trató de aclararse la garganta en carne viva-. Necesito un poco de agua.

– Toma. Bebe esto. -Roarke cogió el vaso que Summerset había dejado junto a la silla.

– No; es un tranquilizante. No quiero tomar eso. -Hizo un esfuerzo por respirar-. No quiero tranquili?zantes.

– Está bien. Iré por agua. -Se levantó y vio que ella le miraba con recelo-. Sólo agua. Te lo prometo.

Aceptando su palabra, ella cogió el vaso que le trajo y bebió agradecida. Cuando él se sentó en el brazo de la butaca, ella miró al frente y continuó.

– Recuerdo la habitación. He tenido partes de este sueño durante las últimas dos semanas. Los detalles em?pezaban a encajar. Incluso fui a ver a la doctora Mira. Sí, ya sé que no te lo dije. No podía.

– Está bien. Pero me lo vas a contar ahora.

– He de hacerlo, Roarke. -Respiró hondo y trató de recordar como si fuera la escena de un crimen-. Yo estaba despierta, deseando que él regresara demasiado bo?rracho para tocarme. Era tarde.

No tuvo que cerrar los ojos para verlo: la sucia habi?tación, el parpadeo de la luz roja entrando por la mu?grienta ventana.

– Frío -murmuró-. Mi padre había roto el control térmico y nacía mucho frío. Podía verme el aliento. -Tiri?tó al recordarlo-. Pero además estaba hambrienta. Bus?qué algo que comer. Él nunca dejaba gran cosa en el cuar?to. Siempre tenía hambre. Estaba quitando el moho a un pedazo de queso cuando él entró.

La puerta al abrirse, el miedo, el ruido del cuchillo al caer. Quería levantarse, calmar sus nervios, pero no es?taba segura de que las piernas pudieran aguantarla.

– Enseguida vi que no estaba lo bastante ebrio. Re?cuerdo su aspecto. Su pelo era castaño oscuro y su cara se había ablandado por la bebida. Quizá había sido gua?po en tiempos, pero ya no. Tenía capilares rotos en la cara y en los ojos. Sus manos eran grandes. Quizá es que yo era pequeña, pero me parecían espantosamente grandes.

Roarke empezó a masajearle los hombros para cal?mar la tensión.

– Ya no pueden hacerte daño. Ahora no pueden to?carte.

– No. -Salvo en sueños, pensó ella. Los sueños eran dolorosos-. Se puso como una fiera porque había comi?do. Yo no podía tocar nada sin pedirle permiso.

– Santo Dios. -La arropó en la manta porque no dejaba de tiritar. Y sintió que quería darle algo, cual?quier cosa, para que ella no pensara nunca más en pasar hambre.

– Entonces empezó a pegarme. -Hizo un-esfuerzo para proseguir. Ahora es como un informe, se dijo. Nada más-. Me tumbó y me siguió pegando. En la cara, en el cuerpo. Yo no paraba de llorar y de gritar, de im?plorarle. Me arrancó la ropa y me metió los dedos. Me hacía un daño horrible, porque me había violado la no?che anterior y aún me dolía. Luego me violó otra vez. Jadeando encima mío, diciéndome que fuera buena. Fue como si me rasgara las entrañas. El dolor era tan intenso que no pude soportarlo más. Le clavé las uñas. Supongo que le hice sangre. Entonces fue cuando me rompió el brazo.

Roarke se levantó bruscamente y pulsó el mecanis?mo para abrir las ventanas. Necesitaba aire.

– No sé si perdí el conocimiento, quizá un par de mi?nutos. Pero no pude superar el dolor. A veces se puede.

– Sí -dijo él-. Lo sé.

– El dolor me llegaba en negras e inmensas oleadas. Y él no paraba nunca. Yo tenía el cuchillo en la mano. Lo tenía allí, a punto. Y entonces se lo clavé. -Tuvo un estremecimiento mientras Roarke se volvía-. Le apuñalé varias veces seguidas. Todo estaba lleno de sangre. Aquel olor acre y fuerte. Me escurrí de debajo de él. Tal vez ya estaba muerto, pero seguí apuñalándole. Es como si fuera ahora, Roarke. Me veo allí de rodillas empuñan?do el cuchillo, la sangre chorreándome por las muñecas, salpicándome la cara. Y el dolor, la rabia que latía dentro de mí. No pude parar.

¿Quién habría parado?, se preguntó él. ¿Quién?

– Entonces me fui al rincón para estar lejos de él, porque cuando se levantara me mataría. Me desmayé, creo, porque no recuerdo nada más hasta que ya había salido el sol. Me dolía todo, todo. Sentí náuseas, vomité. Y cuando terminé, lo vi. Lo vi todo.

Él le cogió la mano: un carámbano, quebradizo.

– Ya es suficiente, cariño.

– No, deja que termine. -Se forzó a hablar como si las palabras fueran rocas que salían de su corazón-. Supe que le había matado y que vendrían por mí para me?terme en la cárcel. En una celda oscura. Es lo que siem?pre me decía él que les pasaba a los que no eran buenos. Fui al baño y me limpié toda la sangre. El brazo me dolía horrores, pero yo no quería ir a la cárcel. Me puse lo pri?mero que encontré y guardé el resto de mis cosas en una bolsa. Yo seguía pensando que se levantaría y vendría por mí, pero no ocurrió nada. Le dejé allí muerto. Eché a andar. Era muy temprano. Apenas había gente en la calle. Arrojé la bolsa, o la perdí. Ya no me acuerdo. Ca?miné un largo trecho y luego me acurruqué en un calle?jón hasta la noche.

Se pasó una mano por la boca. También se acordaba de eso: la oscuridad, el hedor, el miedo que superaba el dolor físico.

– Seguí andando y andando hasta que ya no pude más. Busqué otro callejón. No sé cuánto tiempo estuve allí, pero ahí fue donde me encontraron. Para entonces ya no recordaba nada; qué había pasado, dónde me en?contraba. Ni quién era yo. Todavía no recuerdo mi nombre. Él nunca me llamaba por mi nombre.

– Tú te llamas Eve Dallas. -Ahuecó las manos sobre la cara de ella-. Y esa parte de tu vida ha quedado atrás. Tú sobreviviste, superaste ese momento. Ahora que lo has recordado, olvídate de ello.

– Roarke. -Al mirarle, ella supo que nunca había querido a nadie más-. No puedo olvidarlo. He de en?frentarme a lo que hice. A las consecuencias. No puedo casarme contigo ahora. Mañana devolveré mi placa.

– ¿Qué locuras estás diciendo?

– Yo maté a mi padre, ¿es que no lo entiendes? Es preciso investigar. Aunque yo salga inocente, eso no niega el hecho de que mi solicitud para ingresar en la academia, mi expediente, son fraudulentos. Mientras la investigación esté en marcha, no puedo ser policía y no puedo casarme contigo. -Más calmada, se puso en pie-. He de hacer las maletas.

– Inténtalo.

Su voz sonó grave, peligrosa, y eso la detuvo.

– Roarke, he de seguir el procedimiento.

– No, lo que has de hacer es sosegarte. -Fue hasta la puerta y la cerró-. ¿Crees que vas a alejarte de mi vida sólo porque te defendiste de un monstruo?

– Maté a mi padre, Roarke.

– Mataste a un monstruo, joder. Eras una niña. ¿Vas a quedarte ahí, mirarme a la cara y decirme que se puede culpar a una niña?

– No se trata de lo que yo piense. La justicia…

– ¡Debería haberte protegido! -le espetó él, la mente poblada de visiones. Casi podía oír cómo se rompía el tenso cable del control-. Al cuerno la justicia. ¿De qué nos sirvió a ti o a mí cuando más la necesitábamos? Si quieres tirar tu placa porque la ley es demasiado endeble para cuidar de los inocentes, de los niños, adelante. Echa a perder tu carrera. Pero de mí no te vas a librar.

Hizo ademán de agarrarla de los hombros pero dejó caer las manos.

– No puedo tocarte. -Sacudido por la violencia inte?rior que sentía, Roarke retrocedió-. Tengo miedo de ponerte las manos encima. No podría soportar que estar conmigo te recordara lo que él te hizo.

– No. -Abrumada, fue ella quien alargó la mano-. No. Tú eres distinto. Cuando me tocas sólo estamos tú y yo. Pero tengo que solucionar esto.

– ¿Tú sola? -Fueron las palabras más amargas-. ¿Igual que querías enfrentarte sola a tus pesadillas? Yo no puedo volver al pasado y matarlo, Eve. Daría cual?quier cosa por poder hacerlo. Pero no puedo. No dejaré que sufras tú sola. Ninguno de los dos puede tomar esa opción. Siéntate.

– Roarke.

– Por favor, Eve. -Vio que ella no le escucharía si le dominaba la cólera. Tampoco iba a escucharle con bue?nas razones-. ¿Confías en la doctora Mira?

– Sí, bueno yo…

– Como en cualquier otra persona -acabó él-. Con eso basta. -Fue hacia el escritorio.

– ¿Qué vas a hacer?

– Telefonearla.

– Pero si es de noche.

– Ya lo sé. -Conectó el enlace-. Estoy dispuesto a aceptar su consejo.

Ella empezó a protestar pero no encontró cómo. Fa?tigada, dejó caer la cabeza en sus manos.

– Está bien.

Se quedó allí, escuchando apenas la voz de Roarke, las respuestas murmuradas. Cuando hubo terminado de hablar, él le tendió la mano. Ella la miró.

– Ahora viene. ¿Quieres bajar?

– No quiero hacerte daño ni que te enfades.

– Has conseguido ambas cosas, pero eso no es lo que más importa ahora. -Le tomó la mano y la hizo levan?tar-. No te dejaré marchar, Eve. Si no me quisieras o no me necesitaras, lo haría. Pero tú me quieres. Y aunque tengas problemas para aceptarlo, también me necesitas.

No quiero abusar de ti, pensó ella mientras bajaban la escalera.

Mira no tardó mucho. Como era su costumbre, lle?gó puntual y perfectamente arreglada. Saludó a Roarke con serenidad, miró a Eve y se sentó.

– Me gustaría tomar un brandy, si no te importa. Y creo que la teniente debería hacer igual. -Mientras él se ocupaba de las copas, Mira echó un vistazo a la habi?tación-. Qué casa más acogedora. -Sonrió y ladeó la ca?beza-. Vaya, Eve, se ha cambiado el peinado. Le favore?ce muchísimo.

Perplejo, Roarke se detuvo y miró.

– ¿Qué te has hecho en el pelo?

Ella levantó un hombro.

– Oh, nada, bueno, sólo…

– Hombres. -Mira hizo girar el brandy dentro de su copa-. ¿Por qué nos molestamos? Cuando mi marido no nota algún cambio, siempre dice que me adora por lo que soy, no por mi peinado. Yo, por lo general, dejo que se lo crea. En fin. -Se apoyó en el respaldo-. ¿Me lo va a contar?

– Sí. -Eve repitió todo cuanto había dicho a Roarke, pero ahora con la voz del policía: serena, fría y distante.

– Ha sido una noche difícil. -Mira desvió la mirada hacia Roarke-. Para ustedes dos. Tal vez no sea fácil creer que a partir de ahora todo vaya a mejorar. ¿Puede acep?tar que su mente estaba lista para afrontarlo?

– Imagino que sí. Los recuerdos empezaron a fluir más claros después de eso… -Eve cerró los ojos-. Hace unos meses me llamaron por un problema doméstico. Llegué demasiado tarde. El padre iba de Zeus. Había acuchillado a la muchacha antes de mi llegada. Yo acabé con él.

– Sí, lo recuerdo. La niña podría haber sido usted. Pero usted sobrevivió.

– Mi padre no.

– ¿Y qué le hace sentir eso?

– Alegría. E inquietud, sabiendo que puedo engen?drar tanto odio.

– Él le pegó. La violó. Era su padre, y usted debería haberse sentido a salvo con él. ¿Cómo cree que debe?ría enjuiciar todo eso?

– Fue hace muchos años.

– No; fue ayer -le corrigió Mira-. Hace una hora.

– Sí. -Eve miró su brandy y contuvo las lágrimas.

– ¿Estuvo mal defenderse?

– No, defenderse no. Pero yo le maté. Incluso cuan?do ya estaba muerto, seguí matándolo. El odio me cega?ba, la ira era incontrolable. Fui como un animal.

– Él la había tratado como un animal. La convirtió en animal. Sí -dijo al ver que ella se estremecía-, aparte de robarle la niñez y la inocencia, la despojó de su humani?dad. Existen palabras técnicas para designar una perso?nalidad capaz de hacer lo que él hizo, pero en lenguaje llano -añadió con su frialdad habitual- su padre era un monstruo.

Mira vio cómo Eve miraba a Roarke y luego bajaba la vista.

– Le privó de su libertad -continuó-, la marcó, la deshonró. Para él usted no era humana, y si la situación no hubiese cambiado, usted tal vez no habría sido más que un animal si es que sobrevivía. Y pese a todo, des?pués de la huida, usted se abrió camino. ¿Qué es ahora, Eve?

– Un policía.

Mira sonrió. Había esperado justamente esa res?puesta.

– ¿Y qué más?

– Una persona.

– ¿Una persona responsable?

– Claro.

– Capaz de amistad, lealtad, compasión, humor. ¿Amor?

Eve miró otra vez a Roarke.

– Sí, pero…

– ¿Esa niña era capaz?

– No, ella… yo tenía demasiado miedo. De acuerdo, he cambiado. -Eve se apretó la sien, sorprendida y aliviada de que el dolor de cabeza estuviera remitiendo-. Me convertí en algo decente, pero eso no quita que ma?tara. Es preciso que haya una investigación.

Mira arqueó una ceja.

– Nadie le pondrá reparos si el hecho de descubrir la identidad de su padre es importante para usted. ¿Lo es?

– No. Eso me importa un comino. Pero…

– Disculpe. -Mira levantó una mano-. ¿Quiere pro?mover una investigación por la muerte de este hombre a manos de la niña de ocho años que era usted entonces?

– Es el procedimiento habitual -dijo Eve, testaruda-. Y eso exige mi inmediata suspensión hasta que el equipo investigador se dé por satisfecho. También será conve?niente que mis planes personales queden aplazados has?ta que todo se aclare.

Percibiendo la ira de Roarke, Mira le lanzó una mi?rada de advertencia y vio que él lograba dominarse.

– Se aclare, ¿cómo? -preguntó razonablemente-. No pretendo decirle cuál es su trabajo, teniente, pero esta?mos hablando de algo que sucedió hace unos veintidós años.

– Fue ayer. -Eve encontró cierto gusto en devolverle sus palabras a Mira-. Fue hace una hora.

– Emocionalmente sí -concedió Mira impertérrita-. Pero en la práctica, y en términos legales, fue hace más de dos décadas. No habrá cadáver ni pruebas físicas que examinar. Están, eso sí, las fichas donde consta el estado en que la encontraron, los abusos, la malnutrición, el trauma. Lo que hay ahora es su memoria: ¿cree que su historia cambiaría a lo largo de un interrogatorio?

– No, claro que no, pero… Es el procedimiento.

– Es usted una excelente policía -dijo Mira-. Si este asunto cayera sobre su mesa, tal como está, ¿cuál sería su opinión profesional y objetiva? Antes de que me respon?da, sea honesta. No tiene por qué castigarse a sí misma ni a esa niña inocente. ¿Qué haría usted como policía?

– Yo… -Vencida, dejó la copita sobre la mesa y cerró los ojos-. Yo lo cerraría.

– Pues hágalo.

– No depende de mí.

– Será un placer llevar este asunto ante su comandan?te, en privado, exponerle los hechos y mi recomenda?ción personal. Creo que usted ya sabe cuál será su deci?sión. Necesitamos gente como usted para que nos protejan, Eve. Y aquí hay un hombre que necesita que confíe en él.

– Confío en él. -Eve cobró arrestos para mirar a Roarke-. Pero tengo miedo de estar utilizándolo. No impor?ta lo que otras personas piensen del dinero, del poder. No quiero darle el menor motivo para pensar que alguna vez podría abusar de él.

– ¿Acaso él lo piensa?

Eve cerró la mano en torno al diamante que colgaba entre sus pechos.

– Está demasiado enamorado de mí para pensar.

– Vaya, yo diría que eso es estupendo. Y creo que no tardará usted en ver la diferencia entre depender de al?guien a quien ama y explotar sus recursos. -Mira se puso en pie-. Le recomendaría que se tome un sedante y el día libre, pero sé que no hará lo uno ni lo otro.

– Así es. Siento haberla sacado de casa en plena no?che, doctora.

– Policías y médicos: estamos acostumbrados. ¿Vol?veremos a hablar?

Eve quiso negarse, tal como se había negado durante años y años. Pero ahora era distinto, eso lo veía claro.

– Sí, está bien.

Impulsivamente, Mira le acarició la mejilla y la besó.

– Saldrá adelante, Eve. -Luego miró a Roarke y le tendió la mano-. Me alegro de que me llamara. Tengo un interés personal en la teniente.

– Yo también. Gracias.

– Espero que me inviten a la boda. No me acompa?ñen. Conozco el camino.

Roarke fue a sentarse al lado de Eve.

– ¿No sería mejor para ti que me desprendiera del di?nero, de las propiedades, que pasara de mis empresas y empezara de cero?

Si ella esperaba algo, no fue esto. Le miró boquia?bierta.

– ¿Serías capaz?

Él se inclinó y le dio un beso somero.

– No.

Ella se sorprendió a sí misma riendo.

– Me siento como una tonta.

– Haces bien. -Entrelazó sus dedos con los de ella-. Deja que te ayude a olvidar el dolor.

– Has estado haciéndolo desde que entraste por la puerta. -Suspiró-. Trata de aguantarme, Roarke. Soy un buen policía. Sé lo que me hago cuando llevo la pla?ca. Es cuando me la quito que no estoy segura de mí misma.

– Soy tolerante. Puedo aceptar tus puntos flacos como tú aceptas los míos. Ven, vamos a la cama. Tienes que dormir. -La ayudó a ponerse en pie-. Y si tienes pe?sadillas, no me las escondas.

– Nunca más. ¿Qué pasa?

Roarke le pasó los dedos por el pelo.

– Te lo has cambiado. De forma sutil pero encanta?dora. Y hay algo más… -Le frotó la mandíbula con el pulgar.

Ella meneó las cejas esperando que él notara su nue?va forma, pero Roarke continuó mirándola.

– ¿Qué?

– Estás muy guapa. De verdad, mucho.

– Estás cansado.

– No es verdad. -Se inclinó y le dio un beso largo y pausado en la boca-. En absoluto.

Peabody la miraba, pero Eve hizo como que no se daba cuenta. Estaba tomando café y, anticipándose a la llega?da de Feeney, había subido incluso un paquete de muffins. Las persianas abiertas le permitían saborear una es?pléndida vista de Nueva York con su dentada línea del cielo tras el exuberante verde del parque.

Decidió que no podía culpar a Peabody por quedar?se boquiabierta.

– Le agradezco mucho que haya venido aquí en vez de a la Central -empezó Eve. Sabía que aún no estaba en plena forma, como sabía que Mavis no podía permitirse el lujo de que ella le fallara-. Quiero solucionar unas cuantas cosas antes de fichar. En cuanto lo haya hecho, imagino que Whitney me llamará. Necesito municiones.

– Descuide. -Peabody sabía que algunas personas vi?vían así. Lo sabía de oídas, de leerlo o de verlo en la pan?talla. Y los aposentos de la teniente no tenían nada de fa?buloso. Eran bonitos, eso sí, llenos de espacio, buen mobiliario, excelente equipamiento.

Pero la casa, Dios, qué casa. Eso ya no era una man?sión sino una fortaleza, quizá un castillo. El césped ver?de y extenso, los árboles floridos, las fuentes. Todas aquellas torres, el centelleo de la piedra. Eso era antes de que un conserje te hiciera entrar y te quedaras pasmado al ver todo el mármol, el cristal y la madera. Y el espacio. Inmenso.

– Peabody.

– ¿Qué? Perdón.

– Tranquila. Este sitio intimida a cualquiera.

– Es increíble. -Volvió a mirarla-. Usted se ve distin?ta aquí -decidió achicando los ojos-. Yo la veo distinta, al menos. Ah, se ha cortado el pelo. Y las cejas. -Intriga?da, se acercó un poco-. Tratamiento epidérmico.

– Sólo facial. -Eve se contuvo a tiempo-. ¿Nos pone?mos a trabajar ahora o quiere el nombre de mi estilista?

– No podría pagarla -dijo alegremente Peabody-.

Pero le sienta bien. Quiere ponerse a tono porque se casa dentro de un par de semanas.

– No serán dos semanas, sino el mes que viene.

– Creo que no sabe que ya es el mes que viene. La veo nerviosa. -Peabody dejó ver una sonrisa divertida-. Usted nunca se pone nerviosa.

– Cállese, Peabody. Tenemos un homicidio.

– Sí, señor. -Ligeramente avergonzada, Peabody se tragó el mohín-. Pensaba que estábamos matando el tiempo hasta que llegara el capitán Feeney.

– Tengo una entrevista a las diez con Redford. No me queda tiempo que matar. Déme un resumen de lo que averiguó en el club.

– He traído mi informe. -Peabody sacó un disco de su bolso-. Llegué a las diecisiete treinta y cinco, me acerqué al individuo que llaman Crack y me identifiqué como ayudante suya.

– ¿Qué le pareció?

– Un personaje -dijo secamente Peabody-. Me dijo que yo serviría para hacer mesas, puesto que parecía te?ner las piernas fuertes. Yo le dije que bailar no estaba en mi agenda.

– Muy buena.

– Se mostró cooperador. A mi juicio, no le gustó cuando le comuniqué la muerte de Hetta. La chica no llevaba mucho tiempo trabajando allí, pero él dijo que tenía buen carácter, que era eficiente y gustaba a los hombres.

– Con estas palabras…

– En lenguaje vulgar. En su lenguaje vulgar, Dallas, tal como consta en mi informe. No se fijó con quién habla?ba Hetta después del incidente con Boomer pues en ese momento el club estaba a tope y él tenía mucho trabajo.

– Partiendo cabezas.

– Eso mismo. Sin embargo, sí me indicó algunos em?pleados y clientes que podían haberla visto en compañía de alguien. Tengo los nombres y las declaraciones. Na?die notó nada fuera de lo normal. Un solo cliente creyó haberla visto entrar en una de las cabinas privadas con otro hombre, pero no recordaba la hora y la descripción es vaga: «Un tipo alto.»

– Sensacional.

– Hetta salió a las dos y cuarto, es decir, una hora más temprano de lo habitual. Le dijo a otra acompañan?te que ya había llenado el cupo y que daba por termina?da la noche. Enseñó un puñado de créditos y dinero en metálico. Se jactó de tener un nuevo cliente que sabía apreciar la calidad. Fue la última vez que alguien la vio en el club.

– Encontraron su cadáver tres días después. -Frus?trada, Eve se apartó de la mesa-. Si me hubieran encar?gado el caso antes, o si Carmichael se hubiera tomado la molestia de investigar… En fin, ya es tarde.

– Hetta tenía muchos amigos.

– ¿Pareja?

– Nada serio ni permanente. Esos clubs procuran que sus empleadas no se citen con los clientes fuera del local, y parece ser que Hetta era una auténtica profesio?nal. Visitaba también otros locales, pero hasta ahora no he podido descubrir nada. Si trabajó en algún sitio la no?che de su asesinato, no hay constancia de ello.

– ¿Consumía?

– En reuniones, de vez en cuando. Nada fuerte, se?gún las personas con las que hablé. Comprobé su expe?diente, y aparte de un par de acusaciones antiguas por posesión, estaba limpia.

– ¿Cómo de antiguas?

– Cinco años.

– Bien, siga con ello. Hetta es toda suya. -Levantó la vista al ver entrar a Feeney-. Me alegro de tenerle aquí.

– Uf, la circulación es un infierno. ¡Muffins! -Feeney se lanzó sobre ellos-. ¿Qué tal, Peabody?

– Buenos días, capitán.

– ¿Blusa nueva, Dallas?

– No.

– La veo diferente. -Se sirvió café mientras ella ponía los ojos en blanco-. He dado con nuestro tatuado. Mavis entró en Ground Zero a eso de las dos, pidió un Screamer y un bailarín de mesa. Yo mismo hablé con él ano?che. Se acuerda de ella. Dice que la chica estaba en órbita y que intentaba tomar tierra. El tipo le ofreció una lista de servicios aceptados, pero Mavis se fue tambaleándose.

Feeney suspiró y tomó asiento.

– Si fue a algún otro club nocturno, no utilizó crédi?tos. No he sabido más de ella desde que salió del Ground Zero a las tres menos cuarto.

– ¿Dónde está ese club?

– A unas seis manzanas de la escena del crimen. Ma?vis había ido bajando hacia el centro desde el momento en que dejó a Pandora y entró en el ZigZag. Entre me?dias estuvo en otros cinco locales, tomando Screamers todo el tiempo, casi siempre triples. No sé cómo pudo sostenerse en pie.

– Seis manzanas -murmuró Dallas-. Treinta minutos antes del asesinato.

– Lo siento. Parece que eso no mejora las cosas. Bue?no, pasemos a los discos de seguridad. El escáner de Leo?nardo fue reventado a las diez de la noche de marras. Hay muchas quejas en la zona sobre gamberros juveni?les que se cargan las cámaras exteriores, así que ésa po?dría ser la causa. El sistema de seguridad de Pandora fue desconectado utilizando el código. No hubo sabotaje. Quienquiera que entrase sabía cómo hacerlo sin dejar rastro.

– La conocía a ella, conocía la situación.

– Por fuerza -dijo-Feeney-. No hay irregularidades en los discos de seguridad del edificio donde vive Justin Young. Entraron sobre la una y media, y ella se marchó otra vez a las diez o las doce del día siguiente. Entreme?dias nada, pero… -Hizo una pausa teatral-. Hay una puerta de servicio.

– ¿Qué?

– Se entra por la cocina hasta un montacargas. Que no tiene sistema de seguridad. Va a otros seis pisos y al garaje. El garaje sí tiene seguridad, y los pisos también. Pero… -Otra pausa-. También se puede ir hasta la plan?ta baja, al área de mantenimiento. Allí el sistema de se?guridad es chapucero.

– ¿Cree que pudieron salir sin ser vistos?

– Tal vez. -Feeney sorbió un poco de café-. Cono?ciendo bien el edificio, el sistema de seguridad y procu?rando calcular el momento de la salida.

– Eso podría arrojar una nueva luz a su coartada. Le felicito, Feeney.

– Sí, bueno. Mándeme el dinero. O regáleme los muffins.

– Son suyos. Creo que habrá que ir a hablar otra vez con la parejita. Tenemos a dos buenos actores. Justin Young se acostaba con Pandora y ahora mantiene una rela?ción íntima con Jerry Fitzgerald que es la principal adver?saria de Pandora como reina de la pasarela. Tanto Fitzge?rald como Pandora quieren triunfar en la pantalla. Entra Redford, productor. Le interesa trabajar con Fitzgerald, ha trabajado con Young y se acuesta con Pandora. Los cua?tro participan en la fiesta que se celebra en casa de Pandora, invitados por ésta la noche de su asesinato. ¿Para qué que?ría tenerlos allí; a su rival, a su ex amante y al productor?

– Le gustaba el melodrama -terció Peabody-. Dis?frutaba con la controversia.

– Sí, es verdad. Y también le gustaba causar proble?mas. Me pregunto si tenía algo que echarles en cara. En la entrevista todos estuvieron muy calmados -recordó Eve-. Muy serenos, muy a gusto. A ver si podemos sa?cudirlos un poco.

Eve vio por el rabillo del ojo que el panel entre su despacho y el de Roarke se abría lateralmente.

– No estaba cerrado -dijo él al detenerse en el um?bral-. Interrumpo, ¿no?

– Ya casi hemos acabado.

– Eh, Roarke. -Feeney brindó con un muffin-. ¿Pre?parado para mondar la media naranja? Bueno, era una broma -murmuró al ver que Eve le fulminaba con la mi?rada.

– Creo que será mejor que vuelva a la calle. -Feeney miró a Peabody y levantó una ceja.

– Perdón. Agente Peabody, le presento a Roarke.

Echa la presentación, Roarke sonrió y se acercó a ellos.

– La eficiente agente Peabody. Es un placer.

Haciendo esfuerzos por no atragantarse, ella aceptó la mano que le tendía.

– Me alegro de conocerle.

– Si me permiten que les robe a la teniente un mo?mento, los dejaré a solas enseguida. -Puso una mano so?bre el hombro de Eve, se lo apretó. Al levantarse ella, Feeney soltó un bufido.

– Se va a tragar la lengua, Peabody. ¿Por qué será que cuando un hombre tiene cara de diablo y cuerpo de dios las mujeres se emboban de esta manera?

– Son las hormonas -murmuró Peabody, sin dejar de mirar a Roarke y Eve. Últimamente se interesaba por las relaciones humanas.

– ¿Cómo estás? -dijo Roarke.

– Bien.

Acarició la barbilla de Eve, hundiendo ligeramente el pulgar en su hoyuelo.

– Ya veo que estás trabajando. Tengo algunas reu?niones esta mañana, pero pensé que querrías esto. -Le entregó una tarjeta de las suyas con un nombre y una di?rección garabateados al dorso-. Es el experto extraplanetario que me pedías. Estará encantada de ayudarte en lo que necesites. Ya tiene la muestra que tú me diste, pero le gustaría tener otra. Para una comprobación adi?cional, creo que me dijo.

– Gracias. -Se guardó la tarjeta-. De veras.

– Los informes de Starlight Station…

– ¿Starlight Station? -Eve tardó un poco en reaccio?nar-. Dios, olvidaba que te lo había pedido. No tengo la mente clara.

– Tienes demasiadas cosas en la cabeza. En todo caso, mis fuentes me dicen que Pandora hizo muchas re?laciones públicas en su último viaje, lo cual es normal. No parece que estuviera interesada en nadie en concre?to. Al menos por más de una noche.

– Mierda, ¿es que sólo pensaba en eso?

– En ella era una prioridad. -Sonrió al ver qué Eve achicaba los ojos y hacía conjeturas-. Como te dije, nuestra breve relación ocurrió hace mucho tiempo. Bien, lo que sí hizo fue bastantes llamadas, todas con su propio minienlace.

– No hay registro de las llamadas.

– Yo diría que no. Hizo el trabajo con su talento ha?bitual. Se habla del modo en que se jactó de un nuevo producto que pensaba patrocinar, y de un vídeo.

Eve gruñó:

– Te agradezco las molestias.

– Es un placer colaborar con la policía local. Tene?mos una cita con el florista a las tres. ¿Podrás ir?

Eve barajó mentalmente sus compromisos.

– Si tú has buscado un hueco, yo también.

Como no quería arriesgarse, Roarke le cogió la agenda de trabajo y programó él mismo la cita.

– Nos veremos allí. -Bajó la cabeza y vio que ella mi?raba hacia la mesa del otro lado de la habitación-. Dudo que esto disminuya tu autoridad -dijo, y luego posó sus labios en los de ella-. Te quiero.

– Sí, bueno. -Carraspeó-. De acuerdo.

– Muy poético. -Divertido, él le pasó una mano por el pelo y la besó otra vez-. Agente Peabody, Feeney. -Con una inclinación de cabeza, volvió a su despacho. El panel se cerró a sus espaldas.

– Borre esa sonrisa estúpida de su cara, Feeney. Ten?go un trabajo para usted. -Eve sacó la tarjeta que se ha?bía metido en el bolsillo-. Necesito que lleve una mues?tra del polvo que le encontramos a Boomer a esta experta en flora. Roarke ya le ha puesto al corriente. No es policía ni está vinculada a seguridad, así que sea dis?creto.

– Lo intentaré.

– Procuraré hablar con ella más tarde para ver qué ha averiguado. Peabody, usted viene conmigo.

– Sí, señor.

Peabody esperó a estar en el coche para hablar.

– Imagino que para un policía es difícil hacer malabarismos con las relaciones personales.

– Dígamelo a mí. -Interrogar sin piedad a un sospe?choso, mentir al comandante en jefe, acosar al técnico del laboratorio. Encargar el ramo de novia. ¡Dios!

– Pero si va con cuidado, eso no tiene por qué echar por tierra su carrera.

– Qué quiere que le diga, ser.policía es una mala apuesta. -Eve tamborileó sobre el volante-. Feeney lleva casado desde la noche de los tiempos. El comandante tiene un hogar feliz. Otros lo consiguen. -Exhaló con fuerza-. Yo estoy en ello. -Se le ocurrió cuando salían por la puerta-: ¿Es que tiene algo en marcha, Peabody?

– Puede. Lo estoy pensando. -Peabody se frotó las manos en el pantalón, las juntó, las separó.

– ¿Alguien que yo conozco?

– Pues sí. -Cambió los pies de sitio-. Es Casto.

– ¿Casto? -Eve enfiló la Novena, esquivando un au?tobús-. No me diga. ¿Y cuándo ha sido?

– Bien, es que ayer noche me topé con él. Es decir, le pillé espiándome y…

– ¿La estaba espiando? -Eve puso el piloto automá?tico. El coche gimió y resopló-. ¿De qué diantres está hablando, Peabody?

– Casto tiene buen olfato. Se olió que estábamos si?guiendo una pista. Me puse como una fiera cuando le descubrí, pero luego hube de admitirlo, yo habría hecho lo mismo.

Eve siguió tamborileando el volante, mientras pen?saba en ello.

– Sí, y yo también. ¿Intentó algo?

Peabody se ruborizó.

– Por Dios, Peabody, no quería decir… -balbuceó.

– Ya, ya lo sé. Es que no estoy acostumbrada, Dallas. Bueno, los hombres me gustan, claro. -Se frotó el fle?quillo y comprobó el cuello de la camisa de reglamen?to-. He conocido a algunos, pero hombres como Casto, ya sabe, como Roarke…

– Achicharran los circuitos, ya.

– Sí. -Fue un alivio poder decírselo a alguien que lo entendiera-. Casto intentó sacarme algunos datos con añagazas, pero se lo tomó muy bien cuando me negué. Conoce la ruta. El jefe ordena cooperación interdepar?tamental y nosotros hacemos casó omiso.

– ¿Cree que él tiene algo?

– Podría ser. Fue al club igual que yo. Fue allí donde le pesqué. Luego, al salir yo, él me siguió. Dejé que se di?virtiera un rato, para ver qué hacía. -Su sonrisa se ensan?chó-. Y luego le seguí yo a él. Debería haber visto su cara cuando le fui por detrás y se dio cuenta de que le ha?bía descubierto.

– Buen trabajo, Peabody.

– Discutimos un poco. Por el territorio y esas cosas. Después, bueno, tomamos una copa y acordamos dejar de lado la rutina policial. Estuvo bien. Aparte de la profesión, tenemos bastantes cosas en común. Música, cine, en fin. Qué coño. Me acosté con él.

– Oh.

– Sé que fue una estupidez. Pero lo hicimos.

Eve esperó un momento.

– Bien. ¿Y qué tal?

– ¡Uau!

– Conque sí, ¿eh?

– Y esta mañana me ha dicho si podíamos ir a cenar o algo.

– Bueno, a mí me parece normal.

Peabody meneó la cabeza.

– Yo no suelo atraer a esta clase de hombres. Sé que busca algo de usted…

Eve la hizo callar.

– Eh, un momento.

– Vamos, Dallas, usted sabe que sí. Se siente atraído por usted. La admira por su inteligencia… y por sus piernas.

– No me diga que usted y Casto han hablado de mis piernas.

– No, pero de su inteligencia sí. De todos modos, no sé si debo seguir adelante con esto. He de concentrarme en mi trabajo, y él está concentrado en el suyo. Cuando este caso se resuelva, dejaremos de vernos.

¿No había pensado Eve lo mismo cuando Roarke se había fijado en ella? Normalmente ocurría así.

– Usted le gusta, Peabody, no hay duda, y usted le encuentra interesante.

– Claro.

– Y la cama funcionó.

– De qué manera.

– Entonces, como superior suya que soy, le aconsejo que se lance.

Peabody sonrió y luego miró por la ventanilla.

– Lo pensaré.

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