Eve esperaba encontrar la fría desaprobación de Summerset al entrar en la casa. Estaba habituada a ello. No pudo explicar a qué perversa racha de suerte se de?bió su decepción ante el hecho de que él no la recibiera con algún comentario despectivo.
Entró en el salón contiguo al vestíbulo y conectó el sensor mural.
– ¿Dónde está Roarke?
ROARKE ESTÁ EN EL GIMNASIO, TENIENTE. ¿DESEA PONERSE EN CONTACTO CON ÉL?
– No. Desconectar. -Iría a verlo por sí misma. Sudar un rato en los aparatos tal vez le ayudaría a despejar la mente.
Subió la escalera que quedaba oculta por el panel del pasillo, descendió un nivel y atajó por la zona de la pisci?na con su laguna de fondo negro y su vegetación tro?pical.
Aquí abajo hay otro de los mundos de Roarke, pen?só. La lujosa piscina con una pantalla cenital que podía simular el claro de luna, los rayos del sol o una noche es?trellada con sólo tocar un control; la sala de hologramas donde cientos de juegos permitían pasar una noche tranquila, el baño turco, el tanque de aislamiento, el área para prácticas de tiro, un pequeño teatro, y una sala de atención médica superior a muchos ostentosos centros de salud.
Juguetes para ricos, se dijo. O quizá Roarke los lla?maría herramientas de supervivencia; un medio necesa?rio para relajarse en un mundo que se movía cada vez más deprisa. Él sabía equilibrar el trabajo y la relajación mejor que ella, Eve lo reconocía. De algún modo había encontrado la clave para disfrutar de lo que tenía mien?tras hacía planes para acumular más cosas.
Eve había aprendido bastante de Roarke en los últi?mos meses. Una de las lecciones más importantes era que a veces era mejor dejar a un lado las preocupaciones, las responsabilidades, incluso la sed de respuestas, y ser sim?plemente uno mismo.
Eso fue lo que pensó Eve al entrar en el gimnasio y marcar el código para cerrar la puerta después.
Roarke no era hombre que escatimara en su equipo y tampoco era de los que toman el camino fácil y pagan para que le esculpan el cuerpo, le tonifiquen los múscu?los y le reanimen los órganos. El sudor y el esfuerzo eran para él tan importantes como el banco de gravedad, la pista acuática o el centro de resistencia. Se tenía por un hombre que valoraba la tradición, y su gimnasio perso?nal estaba también repleto de anticuadas pesas, bancos inclinados y un sistema de realidad virtual.
Ahora estaba utilizando las pesas, haciendo largos y lentos ejercicios mientras contemplaba un monitor encendido y hablaba con alguien por un enlace por?tátil.
– En esto la seguridad es prioritaria, Teasdale. Si hay un fallo, encuéntrelo. Y arréglelo. -Miró ceñudo la pan?talla y pasó a hacer flexiones-. Tendrá que espabilar un poco. Si va a haber exceso de costes, tendrá que justifi?carlos. No, Teasdale, no he dicho defender sino justificar. Transmita un informe a mi despacho para las nue?ve en punto, hora planetaria. Desconectar.
– Qué duro eres, Roarke.
Él desvió la vista mientras se apagaba el monitor y sonrió a Eve.
– El negocio es como la guerra, teniente.
– Tal como tú juegas, es letal. Si yo fuera Teasdale, me habría puesto a temblar en mis botas de gravedad.
– Ésa era la idea. -Dejó las pesas en el suelo para qui?tarse los cascos. Eve vio cómo iba al centro de resisten?cia, ponía un programa y empezaba con pesas de pier?nas. Distraídamente, Eve cogió una pesa y trabajó el tríceps sin dejar de mirarle.
La cinta de la cabeza le daba aspecto de guerrero, pensó Eve. Y la camiseta sin mangas y el calzón oscuros dejaban ver una atractiva musculatura y una piel perlada de honrado sudor. Viendo aquellos músculos y aquel sudor, Eve le quiso.
– Pareces satisfecha de ti misma, teniente.
– De hecho, quien me satisface eres tú. -Inclinó la ca?beza y paseó la mirada por el cuerpo de Roarke-. Tienes un cuerpo fabuloso.
Arrugó la frente cuando Eve se le subió a horcajadas y le tocó los bíceps:
– Estás macizo.
Él sonrió. Veía que Eve estaba de un humor especial, pero no sabía cuál.
– ¿Quieres ponerme a prueba?
– No pensarás que me das miedo. -Sin apartar los ojos de él, Eve se despojó de la pistolera y k colgó de una barra-. Vamos. -Fue hasta una colchoneta y flexionó los dedos con aire retador-. A ver si puedes tum?barme.
Sin moverse de sitio, Roarke estudió a Eve. Había en sus ojos algo más que desafío. Si no se equivocaba, lo que había allí era deseo.
– Eve, estoy empapado en sudor.
– Cobarde -replicó ella.
Él dio un respingo.
– Deja que me duche y luego…
– Gallina. Sabes, hay hombres que siguen empeña?dos en creer que una mujer no puede equipararse a ellos en el plano físico. Como sé que tú esto lo tienes supera?do, será que tienes miedo de que te dé una zurra.
Eso le convenció.
– Terminar programa. -Roarke se incorporó lenta?mente y alcanzó una toalla. Se secó la cara-. ¿Quieres pelea? Te dejo que calientes un poco.
La sangre de Eve ya estaba a cien.
– Ya estoy caliente. Lucha libre.
– Nada de puños -dijo él al pisar la colchoneta. Al ver que ella bufaba despectivamente, Roarke achicó los ojos-. No pienso pegarte.
– Vale. Como si pudieras…
Él fue más rápido, la pilló desprevenida y la hizo caer de culo.
– Tramposo -murmuró ella poniéndose en pie de un salto.
– Vaya, ahora resulta que hay reglas.
Se agazaparon, dando vueltas en círculo. Él esquiva?ba, ella atacaba. Estuvieron agarrados durante diez se?gundos; las manos de ella resbalaban en la piel sudorosa de él. Un rápido gancho de Roarke hubiera funcionado de no ser porque ella se anticipó hurtando el cuerpo. Con un rápido movimiento, Eve le hizo rodar.
– Estamos empatados. -Se agazapó otra vez mientras él se levantaba y se atusaba el pelo.
– Muy bien, teniente. Voy a dejar de defenderme.
– ¿Defenderte? Y una mierda. Estabas…
Roarke estuvo a punto de atraparla otra vez, y la habría tumbado si ella no hubiera comprendido a tiem?po que su táctica era distraerla con insultos. Esquivó la llave y entonces, cuando sus caras estuvieron muy cer?ca, los cuerpos en pleno esfuerzo, ella sacó su mejor arma.
Deslizó una mano entre las piernas de él y le acarició los testículos. Él la miró entre sorprendido y gozoso. «Vaya», murmuró aproximando los labios a los de ella antes de que Eve cambiara de presa.
Roarke ni siquiera tuvo tiempo de maldecir mien?tras salía volando por los aires. Aterrizó con un golpe sordo y ella se le echó encima, presionándole la entre?pierna con una rodilla e inmovilizándole los hombros con las manos.
– Has perdido, amigo.
– Mira quién hablaba de trampas.
– No seas mal perdedor.
– Es difícil discutir con una mujer que tiene la rodilla encima de mi ego.
– Bien. Ahora tú y yo vamos a hablar.
– ¿De veras?
– Lo que oyes. Te he ganado. -Eve ladeó la cabeza y alargó la mano para quitarle la camiseta-. Coopera y no tendré que hacerte daño. Así. -Cuando él alargó el brazo, Eve le agarró las manos y se las puso sobre la col?choneta-. Aquí mando yo. No me hagas sacar las es?posas.
– Mmm. Interesante amenaza. Por qué no…
Ella le hizo callar con un beso ardoroso. Instintiva?mente, él flexionó las manos bajo las de ella, quería to?carla, tomarla. Pero comprendió que ella quería otra cosa, algo más.
– Voy a poseerte. -Eve le mordió el labio, haciéndole desearla todavía más-. Voy a hacer contigo lo que quiera.
Él empezó a jadear.
– Sé dulce conmigo… -consiguió decir, y sintió que la risa de ella tenía pasión.
– Sigue soñando.
Eve fue ruda: rápidas y exigentes manos, impacien?tes e inquietos labios. Roarke casi podía sentir cómo vi?braba en ella la necesidad salvaje, cómo penetraba en él con una implacable energía que parecía alimentarse de sí misma. Si Eve quería dominar, él se lo permitiría. O eso pensaba. Pero en algún momento de su propia eferves?cencia, perdió la oportunidad de hacerlo.
Eve le arañó con los dientes, se los clavó con fuerza hasta que los músculos que él había tonificado empeza?ron a temblar. Su visión falló cuando ella le tomó la boca, le trabajó a fondo, rápido, obligándole a luchar contra su instinto o a explotar.
– No te me resistas. -Eve le mordisqueó el muslo y volvió a subir por su torso mientras la mano sustituía a la boca-. Quiero hacer que te corras. -Atrajo la lengua de él hacia su boca, mordió, soltó-. Vamos.
Vio cómo sus ojos se ponían opacos segundos antes de que notara su orgasmo. La risa de ella tembló de po?der cuando le dijo:
– He ganado otra vez.
– Dios. -Roarke acertó apenas a rodearla con sus brazos. Se sentía débil como un niño, y mezclado con el desconcierto por su total pérdida de control había un vertiginoso goce-. No sé si disculparme o darte las gra?cias.
– Ahórrate ambas cosas. Aún no he terminado con?tigo.
Él casi rió, pero ella ya le estaba mordisqueando la mandíbula y mandando nuevas señales a su maltrecho organismo.
– Cariño, tendrás que darme un respiro.
– Yo no tengo que hacer nada. -Estaba ebria de vo?luptuosidad, saturada de la energía que le daba su po?der-. Sólo tienes que aceptar.
Poniéndose a horcajadas, Eve se quitó la camiseta por la cabeza. Sin dejar de mirarle, se pasó las manos por el torso y los pechos, arriba y abajo, la boca llena de sali?va. Luego le cogió las manos y se las acercó. Con un sus?piro, cerró los ojos.
Su tacto le resultaba familiar, pero siempre nuevo. Y siempre excitante. Roarke jugueteó con los pezones hasta notarlos calientes y al borde del dolor, tirando después de ellos hasta que notó en ella una respuesta inequívoca.
Ella se arqueó hacia atrás mientras él se erguía para cubrirla con su boca. Ella le sujetó la cabeza y se dejó lle?var por las sensaciones: el roce de los dientes sobre la carne sensible pasando de tierno a brutal, el contacto de los dedos de él en sus caderas, el resbaladizo deslizar de carne sobre carne y el tórrido y penetrante olor a su?dor y sexo. Y cuando ella le requirió con la boca, el sa?bor explosivo de la lujuria.
Él emitió un sonido entre gruñido y juramento cuando ella se apartó. Eve se puso rápidamente en pie, contenta de notar que le temblaban las piernas de deseo. No necesitaba decirle que jamás había sido así con na?die más que con él. Él ya lo sabía. Igual que ella había acabado sabiendo que Roarke encontraba más con ella, en cierto modo, que con ninguna otra.
Se quedó en pie, sin querer acompasar por más tiem?po la respiración, sin que la sorprendieran ya los escalo?fríos que la sacudían. Se quitó los zapatos, se desabro?chó el pantalón y lo lanzó a un lado.
El sudor la cubría de pies a cabeza mientras él la exa?minaba de arriba abajo. Nunca había creído tener un cuerpo bonito. Era un cuerpo de poli, y tenía que ser fuerte, resistente, flexible. Con Roarke había descubier?to lo maravillosos que podían ser estos aspectos para una mujer. Temblando un poco, puso una rodilla a cada lado de Roarke y se inclinó para perderse en el vertigi?noso placer del boca sobre boca.
– Todavía mando yo -susurró al incorporarse.
Él le sonrió con una mirada ardiente:
– Empléate a fondo.
Ella descendió y se empaló lenta, atormentado?ramente. Y cuando él estuvo al fondo, cuando ella se quedó rígida, arqueada hacia atrás, dejó escapar un so?llozo desgarrador al sentir un primer y glorioso orgas?mo recorriendo todo su cuerpo. Se lanzó codiciosa so?bre él una vez más, le agarró las manos y empezó a cabalgar.
Su cabeza, su sangre, eran un cúmulo de explosio?nes. Tras los ojos cerrados bailaban colores bulliciosos y dentro de ella no había más que Roarke y la desespera?da necesidad de más Roarke, todavía más. Un clímax sucedía a otro, haciéndola saltar de placer antes de que pudiera posarse de nuevo. El horrible dolor que sentía dentro iba y venía hasta que, al fin, su cuerpo se arrella?nó nacidamente sobre el de él. Eve pegó la cara al cuello de Roarke y esperó que volviera la cordura.
– Eve.
– ¿Hummm?
– Me toca a mí.
Ella le miró con ojos entrecerrados y él la hizo vol?ver de espaldas. Eve tardó un segundo en sentir que la penetraba.
– Pensaba que tú, que los dos…
– Tú sí-murmuró él, viendo cómo un rebrote de pla?cer le asomaba a la cara mientras él se movía dentro-. Ahora eres tú la que ha de aceptar.
Ella rió, pero su carcajada se convirtió en gemido.
– Acabaremos matándonos si seguimos así.
– Me arriesgaré. No, no cierres los ojos. Mírame. -Roarke vio cómo los ojos se ponían vidriosos cuando él aceleró el ritmo, oyó su grito ahogado al penetrarla él más y más.
Y luego ambos se pusieron a embestirse, ávidas las manos de ella, impacientes las caderas de él. Estaban trabados, como dos boxeadores esperando la cuenta y boqueando. Él había resbalado un poco hacia abajo, y veía que aunque sus pechos estaban al alcance de sus labios, ya no tenía vigor para aprovecharse de ello.
– No me noto los pies -dijo ella-. Ni los dedos de la mano. Creo que me he roto algo.
Roarke temió estar cortándole el aire y la circula?ción. Haciendo un esfuerzo, invirtió su posición y pre?guntó:
– ¿Mejor ahora?
Ella aspiró una larga bocanada de aire.
– Creo que sí.
– ¿Te he hecho daño?
– ¿Qué?
Roarke le inclinó la cabeza y escrutó aquella sonrisa inexpresiva.
– Déjalo. ¿Has terminado conmigo?
– De momento.
– Menos mal. -Él se echó hacia atrás y se concentró en respirar.
– Dios, menudo estropicio.
– No hay nada como el sexo viscoso y mojado para recordarle a uno que es humano. Vamos.
– ¿Adonde?
– Cariño -le plantó un beso en el hombro húmedo-, tienes que ducharte.
– Pienso dormir aquí un par de días. -Ella se ovilló y bostezó-. Ve tú primero.
Él meneó la cabeza y haciendo acopio de fuerzas apartó a Eve y se puso en pie. Tras inspirar profunda?mente, alargó el brazo y se la echó a la espalda.
– Sí, claro, aprovéchate de una muerta.
– De un peso muerto -masculló él y cruzó el gimna?sio en dirección a los vestuarios. Ajustando el peso de Eve sobre sus hombros, entró a la zona embaldosada. Con una sonrisa perversa, se dio la vuelta de forma que la cara de ella recibiera toda la fuerza de una de las du?chas.
– Sesenta y tres grados. Máxima potencia.
– Sesenta y… -fue todo lo que Eve pudo decir. El res?to se perdió en medio de gritos y exclamaciones que re?sonaron en los relucientes azulejos.
Ya no era un peso muerto sino una mujer mojada, y desesperada. Él rió mientras ella balbucía y le insultaba a placer.
– ¡Noventa! -gritó ella-. ¡Noventa jodidos grados!
Cuando el chorro salió casi hirviendo, Eve consi?guió aguantar la respiración.
– ¡Te mataré, Roarke!
– Es bueno para ti, cariño. -Roarke la dejó en el sue?lo y le ofreció el jabón-. Lávate, teniente. Me" muero de hambre.
Ella también.
– Te mataré después -decidió-. En cuanto haya co?mido.
Una hora después, Eve estaba limpia, satisfecha, vestida y atacando un grueso filete.
– Sólo me caso contigo por el sexo y el dinero, sabes.
Él bebió un poco de vino tinto y la observó comer a dos carrillos.
– Pues claro.
Eve mordió una patata frita.
– Y porque eres guapito de cara.
Roarke se limitó a sonreír.
– Eso dicen todas.
No eran ésas las razones, pero un buen polvo, un buen filete y una cara bonita podían aplacar cualquier mal humor. Eve le sonrió.
– ¿Cómo está Mavis?
Él había estado esperando que lo preguntara, pero sabía que ella había tenido que sacarse algo antes del or?ganismo.
– Bien. Está en su suite celebrando una especie de reunión con Leonardo. Puedes hablar con ellos mañana por la mañana.
Eve miró su plato mientras seguía cortando la carne.
– ¿Qué opinas de él?
– Creo que está desesperadamente, casi patéticamen?te enamorado de Mavis. Y como tengo cierta experiencia en ese tipo de emociones, me solidarizo con su situación.
– No hemos podido verificar sus movimientos la no?che del crimen. -Ella cogió su copa de vino-. Tenía el móvil, tenía medios, y muy probablemente la oportuni?dad. No hay ninguna prueba física que lo vincule al cri?men, pero éste tuvo lugar en su apartamento y el arma homicida le pertenecía.
– ¿Te lo imaginas matando a Pandora y luego organi?zando la escena para inculpar a Mavis?
– No. Aunque sería más fácil decir que sí. -Eve tam?borileó con los dedos en la mesa y volvió a coger la copa que había dejado-. ¿Conoces a Jerry Fitzgerald?
– Sí, la conozco. -Esperó un segundo-. No, no me he acostado con ella.
– Quién te lo pregunta.
– Es para abreviar.
Ella se encogió de hombros y bebió un poco más.
– A mí me parece astuta, ambiciosa, inteligente y dura.
– Sueles dar en la diana.
– No sé mucho de modelos, pero he investigado un poco la profesión. Al nivel de Fitzgerald, los premios son muy importantes. Dinero, prestigio, publicidad. Ser cabeza de cartelera en un show tan anunciado como el de Leonardo merece créditos grandes y una cobertura total. Eso le permitiría ocupar el puesto de Pandora.
– Si sus diseños tienen garra, valdría la pena gastarse una suma importante en ser el primer patrocinador -con?cedió Roarke-. Pero eso no deja de ser una conjetura.
– Jerry tienen un lío con Justin Young, y reconoció que Pandora estaba tratando de apartarlo de ella.
Roarke reflexionó:
– No me imagino a Jerry Fitzgerald convertida en asesina por amor a un hombre.
– Ya, seguramente por un estilista lo haría -admitió Eve-, pero hay más.
Le habló de la conexión entre la muerte de Boomer y la nueva mezcla hallada en el organismo de Pandora.
– No hemos dado con el escondrijo. Alguien más fue a buscarlo, y sabía dónde mirar.
– Jerry ha criticado públicamente las ilegales. Claro que eso es de puertas afuera -añadió Roarke-. Y aquí se trata de beneficios, no de reuniones sociales.
– Ésa es mi hipótesis. Una mezcla así, muy adictiva, potente, etcétera, podría generar grandes beneficios. El hecho de que sea letal en última instancia no frenará su distribución ni su consumo.
Apartó el filete a medio terminar, con un gesto que hizo arquear una ceja a Roarke. Cuando no comía, es que estaba preocupada.
– Yo creo, Eve, que estás a punto de hincarle el diente a una pista. Una pista que se aparta totalmente de Mavis.
– Sí. -Se levantó, inquieta-. Una pista que no apunta hacia nadie. Fitzgerald y Young se cubren mutuamente. Los discos de seguridad confirman su paradero en el momento de la muerte. Paul Redford no tiene coartada, o a la que tiene le sobran agujeros, pero no puedo echar?le el guante. Por ahora.
Que quería eso le pareció muy claro a Roarke:
– ¿Qué impresión sacaste?
– Insensible, despiadado, interesado.
– No te cayó bien.
– Pues no. Es empalagoso, presumido, cree que pue?de manejarme sin forzar su materia gris. Y me ofreció información, como hicieron Young y Fitzgerald. No me gustan los voluntarios, sabes.
Roarke pensó que la mente de un policía era una caja de sorpresas.
– Te habrías fiado más si hubieras tenido que sacarle la información a la fuerza.
– Claro. -Para ella era una regla básica-. Estaba an?sioso por chivarme que Pandora consumía drogas. Igual que Fitzgerald. Y los tres se alegraron casi de decirme que la víctima les caía fatal.
– Supongo que no se te ocurrió que pudieran ser sin?ceros.
– Cuando la gente es tan franca, y más con un policía, normalmente es que debajo hay algo. Voy a tener que sonsacarles un poco. -Dio una vuelta y se sentó de nue?vo-. Luego está el hombre de Ilegales con el que no dejo de tropezarme.
– Casto.
– El mismo. Quiere los casos, y aceptó muy bien que el tiro le saliera por la culata, pero con él no será como par?ticipar a partes iguales. Casto quiere ascender a capitán.
– ¿Tuno?
Ella le miró fríamente.
– Cuando me lo haya ganado.
– Y, por supuesto, mientras tanto participarás a par?tes iguales con Casto.
– Cierra el pico, Roarke. El caso es que he de relacio?nar ambas muertes de una forma sólida. He de encontrar la persona o personas que los pusieron en contacto, que conocían a Boomer y a Pandora. Hasta entonces, Mavis tiene pendiente un juicio por asesinato.
– Tal como lo veo, tienes dos caminos que explorar.
– ¿Que son?
– El que conduce a la alta costura y el que conduce a las calles, uno reluciente y otro arenoso. -Encendió un cigarrillo-. ¿Dónde dices que estuvo Pandora antes de regresar al planeta?
– En Starlight Station.
– Tengo algunos intereses allí.
– Vaya sorpresa -dijo ella secamente.
– Puedo hacer algunas preguntas. El tipo de gente que Pandora frecuentaba no reacciona muy bien ante una placa de policía.
– Si no obtengo las respuestas adecuadas, tal vez ten?ga que ir yo personalmente.
Algo en su tono puso a Roarke en alerta.
– ¿Problemas?
– No, ninguno.
– Eve…
Ella se apartó de la mesa.
– Nunca he salido del planeta.
Él la miró divertido.
– ¿Nunca?
– ¿Crees que la gente se pone en órbita simplemente por el prurito de hacerlo? Aquí abajo hay trabajo de so?bra para todos.
– No tienes nada que temer -dijo él, sabiendo de qué pie calzaba-. Un viaje espacial es más seguro que condu?cir por Nueva York.
– Chorradas -dijo ella por lo bajo-. Yo no he dicho que tenga miedo. Si tengo que hacerlo, lo haré. Prefería no hacerlo, eso es todo. Cuanto menos se me escape este caso, más rápido demostraré la inocencia de Mavis.
– Hummm. -Muy interesante, pensó él. Su valerosa teniente tenía una fobia-. ¿Y si vemos qué puedo averi?guar yo?
– Tú eres un civil.
– Extraoficialmente, claro.
Ella lo miró y vio que había un entendimiento mu?tuo. Suspiró.
– Bueno. Supongo que no tendrás un experto en flo?ra extraplanetaria para prestarme mientras tanto. Él volvió a coger su copa de vino y sonrió. -Pues ya que lo dices…