Octava parte

Con una coraza de fieras fantasías

de las que soy comandante,

con una ardiente lanza y un caballo de aire,

me dirijo a las tierras inexploradas.

Soy llamado al camino

por un caballero de sombras y fantasmas.

Diez leguas más allá del fín del ancho mundo

ni siquiera me parecen viaje.

Y mientras, canto: «¿Hay comida, alimento,

alimento, bebida o ropa?

Vamos, dama o doncella,

no tengas miedo.

El Pobre Tom no estropeará nada».

La Canción de Tom O’Bedlam

1

Jaspin agarraba el volante con todas sus fuerzas, intentando que el coche no se deslizara y acabara estrellándose contra un árbol. Ya no había carretera. Circulaban sobre un camino enfangado y resbaladizo por la acción de los vehículos que marchaban delante. La lluvia caía con tanta intensidad que corría a chorros por el parabrisas.

—Estoy segura de que aquí es donde está mi hermana —dijo Jill—. Encuentra un sitio para aparcar. Voy a salir a buscarla.

—¿Aparcar? ¿Con todos esos miles de coches detrás?

—No me importa. Acércate a uno de esos edificios. Voy a entrar y a sacarla de ahí. No está bien de la cabeza. Si no la protejo, alguien la encontrará y la violará o la matará. Esto ya no es una procesión, Barry. Es una turba enloquecida.

—Ya me he dado cuenta.

—Para y déjame encontrar a April.

—Muy bien —dijo él, pisando el freno—. Puedes salir e ir a buscarla.

El coche patinó sobre el lodo y se deslizó hasta detenerse prácticamente contra un árbol. Jaspin dejó el motor en marcha.

—Aparca junto a uno de los edificios —dijo Jill—. No aquí.

—No voy a aparcar en ningún sitio. Voy a intentar dar la vuelta y encontrar alguna carretera que nos saque de aquí. Pero ve. Ve a buscar a tu hermana.

—¿No vas a parar?

—Mira, esto es un callejón sin salida, ¿no lo ves? Sólo Dios sabe por qué el Senhor decidió coger por aquí, pero lo que tenemos es esos edificios delante y un maldito bosque de pinos más allá, y detrás está la peregrinación tumbondé acercándose como una manada de dinosaurios en estampida. Si me quedo aquí, me aplastarán contra los edificios o contra esos árboles. Así que ve a buscar a tu hermana. Voy a intentar girar a la izquierda y continuar mientras pueda, y si la carretera se acaba, dejaré el coche y continuaré a pie, porque aquí se va a armar la de Dios es Cristo. La gente va a morir aplastada a millares. Ahora sal y ve a buscar a tu hermana si eso es lo que quieres. Vamos. Fuera.

Ella le lanzó una mirada venenosa.

—¿Cómo te encontraré de nuevo?

—Ése es tu problema —Jaspin señaló a la izquierda—. Dirígete hacia allí, y quizá cuando las cosas se calmen un poco vuelva a recogerte. Vamos, sal.

—Bastardo —dijo ella.

Meneó la cabeza y salió del coche. Él la observó un momento mientras corría hacia los edificios de madera. Instantáneamente quedó empapada. Parecía un gigantesco pollo medio ahogado por la lluvia.

Se preguntó dónde estaría Lacy.

Ella viajaba en su propio coche, en algún lugar tras el cuerpo principal de la procesión. No demasiado lejos, esperaba Jaspin. Le había dicho anoche, cuando el parte meteorológico anunció las lluvias, que debería intentar mantenerse tan cerca de la cabeza como pudiera. Sabía que la lluvia lo iba a embarullar todo, aunque no había esperado esto, el repentino cambio de la autopista Uno a la carretera comarcal. Era imposible imaginar qué tenía en mente el Senhor Papamacer, si es que tenía algo, al tomar por esta dirección.

Había acabado de dar la vuelta. Tenían levantadas murallas de energía y, por alguna razón, las murallas cayeron y todo el mundo entró. Y aquí estaban. Qué lío, pensó Jaspin.

Jill desapareció entre los dos edificios. Dos contra uno a que no la volveré a ver, se dijo. Bien, qué demonios.

Puso el coche en movimiento. Notaba como las ruedas se adherían al terreno, y oyó el ruido característico de succión al liberarse del barro. Alcanzó un camino de grava. Muy bien, tranquilo. Todo lo que tenía que hacer era continuar de esa forma hasta salir de allí.

Pero no había sitio adonde ir. La carretera de grava terminó en una especie de vertedero, y allí no había sino lo que parecía una especie de jardincillo al otro lado, y más allá el bosque. Un callejón sin salida dondequiera que fuese.

Jaspin miró hacia atrás y vio cientos de coches y furgonetas irrumpiendo locamente en el área entre los dos grupos de edificios, y más y más aparecían por el oeste. Los de atrás parecían no darse cuenta de que no había carretera, y continuaban su camino, abalanzándose hacia lo que iba a convertirse en el mayor cataclismo motorizado de la historia de la humanidad.

No tenía sentido volver al camino de grava y unirse a aquel caos. Jaspin abandonó el coche al borde del jardincillo y continuó andando bajo la lluvia hasta alcanzar un enorme árbol. Bajo sus ramas podía permanecer más o menos seco, y tendría una buena perspectiva de la matanza.

Allá abajo, los coches grandes aplastaban a los pequeños Como dinosaurios, pensó Jaspin, exactamente como una manada de dinosaurios en estampida. Vio en medio de todo el autobús del Senhor y el de la Hueste Interna. Las banderas ondeaban en lo alto del autobús de Papamacer, y alguien había colocado las estatuas de Narbail y Rei Ceupassear en los flancos. Las imágenes de cartón piedra empezaban a desfigurarse por la mojadura.

Jaspin deseó haber estado con Lacy y no con Jill. Al menos, así sabría donde estaba. A Jill probablemente no le habría importado, pero al Senhor sí. El Senhor había descubierto que se veía con otra mujer distinta de su esposa escogida por los dioses, y no le había gustado. El propio Bacalhau se lo había dicho a Jaspin: «Si tocas a la pelirroja, el Senhor se enfadará mucho». Así que Jaspin y Lacy se lo habían tomado con calma los últimos dos días. No era aconsejable hacer enfadar al Senhor. Y ahora Lacy estaba perdida en toda esa locura y…

No. Allí estaba, claramente visible, con el pelo rojo centelleando en medio de una multitud de tal vez mil personas, que habían salido de los coches y corrían caóticamente.

—¡Lacy! ¡Lacy!

Ella le oyó. Vio que buscaba en derredor. Jaspin saltó una y otra vez y agitó enérgicamente las manos hasta que ella consiguió localizarle.

—¿Barry?

—¡Sal de ahí! —gritó.

Ella recorrió el camino de grava hacia él, y Jaspin salió a su encuentro. Estaba empapada, con los rizos aplastados. Jaspin la abrazó, intentando confortarla. Tiritaba, no sabía si de miedo o de frío.

—¿Qué ha pasado? ¿Por qué hemos venido aquí?

—Sólo Dios lo sabe. Pero espero que éste sea el Séptimo Lugar, porque no vamos a ir más lejos, eso seguro. Santo Dios, qué catástrofe se avecina…

—¿Sabes qué es este sitio? Es el Centro Nepente, el lugar donde borran los recuerdos. Vi el cartel cuando atravesábamos la verja. Aquí es donde mi antiguo socio Ed Ferguson está sometido a tratamiento.

—Bueno, ahora se acabó —dijo Jaspin—. Dentro de un rato esto va a ser una auténtica ruina. Mira cómo corren de un lado a otro.

—Tengo que encontrar a Ed.

—¿Estás bromeando?

—Tengo que hacerlo. Probablemente está en esa multitud, atontado. Tengo que encontrarle antes de que le lastimen. Vive en una especie de dormitorio.

—Lacy, es una locura bajar ahí.

—Ed puede estar en problemas.

—Pero… ¿merece la pena arriesgarse por él? Creí que habías dicho que era un gusano.

—Era mi socio, Barry. Gusano o no, tengo que intentar encontrarle. No es que le quiera ni me guste, pero no puedo permanecer cruzada de brazos y dejar que rompan en pedazos este sitio con él dentro.

—Igual que Jill. Está por ahí, buscando a su hermana.

—Voy a entrar. ¿Quieres esperar aquí?

—No —dijo Jaspin—. Iré contigo, qué demonios.

2

Buffalo había estado insistiéndole a Charley toda la mañana que salieran de allí, que la muchedumbre estaba a punto de llegar y pasaría de estampida por este sitio. Pero Charley había dicho que no, que esperaran un poco más, porque Tom estaba por alguna parte y quería llevárselo.

Stidge no podía comprender a ninguno de los dos. Buffalo era simplemente un cagón. Parecía duro, claro, pero dentro no tenía más que mierda de la cabeza a los pies. En el momento en que había problemas, lo único que quería hacer era salir corriendo. Charley no tenía miedo, o al menos eso decía, pero a veces era difícil comprenderle. Como esa fijación que tenía por el loco Tom. Le habían traído todo el camino desde el Valle, a San Francisco, ahora aquí, a Mendo, ¿para qué? Solamente mirar a los ojos a ese tipo me da escalofríos, pensaba Stidge. Y ahora Charley nos hace esperar en el bosque con esta lluvia para encontrarlo y llevárselo de nuevo. No tiene sentido.

—Han levantado murallas de energía, y luego las han retirado —dijo Charley—. Me pregunto por qué hacen una cosa así. Ahora están indefensos.

—Tal vez lo haya hecho Tom —dijo Buffalo—. Encontró el generador y lo desconectó para que todo el mundo pueda entrar.

—¿Por qué iba a querer hacer eso? Debe de haber sido otra persona, o a lo mejor la energía se cortó sola. A Tom le gusta este sitio. No querría que una muchedumbre lo arrasara.

—Está loco —dijo Stidge—. Un loco puede hacer cualquier cosa.

Charley hizo una mueca.

—Crees que Tom está loco, ¿no? Eso demuestra lo poco que sabes.

—Es el propio Tom quien lo dice. Y las visiones que tiene…

—Está como una cabra —declaró Buffalo.

—Escucha, Stidge, esas visiones son reales. Tom ve las estrellas. ¿Tiene sentido para ti? No, apuesto a que no. Pero te digo que no está loco. La única forma que tiene de no asustar a la gente con ese poder suyo es decir que está loco. Pero no puedes comprenderlo, ¿no? No entiendes más que de herir a la gente. A veces desearía no haberte conocido, Stidge.

—Todo lo que sé es que uno de estos días en que Tom me siga molestando voy a rajarlo por la mitad. Todo el verano me has estado machacando: no hagas esto, Stidge, no hagas lo otro, deja a Tom tranquilo, Stidge. Estoy harto de tu Tom, ¿me oyes, Charley?

—Y yo estoy harto de ti. Te lo repito otra vez, Stidge. Si le pasa algo a Tom, estás acabado. Acabado. —Charley se volvió hacia Buffalo—. ¿Sabes qué deberíamos hacer? Echar otro vistazo a esos edificios, encontrar a Tom, recoger todo lo que tenga valor y sea fácil de transportar y salir echando humo de aquí.

—Sí, antes de que entren en manada al bosque y nos destrocen la furgoneta.

—En lugar de a Tom —dijo Stidge—, a quien tendríamos que encontrar es a esa mujer alta que vimos antes. O a la de la carretera, la que iba con el tipo cojo. Eso sí tiene sentido.

—Claro, lo que nos hacía falta ahora. Secuestrar a una mujer. A quien queremos es a Tom. Encontradlo y larguémonos de aquí, ¿está claro, Stidge?

—No sé por qué demonios…

—¿Está claro?

—Sí, ya te he oído.

—Eso espero. Venga, en marcha.

—Id vosotros a por Tom —dijo Stidge—. Tengo otra idea. ¿Veis ese autobús de allí, el que lleva las estatuas de ojos saltones en lo alto? ¿El de las banderas? Creo que voy a echar un vistazo. Apuesto a que es el autobús del tesoro.

—¿De qué tesoro hablas? —preguntó Charley.

—Del tesoro de los tumbondé. Apuesto a que ése es el autobús sagrado, y que hay todo tipo de rubíes, esmeraldas y diamantes allí. Voy a echar una ojeada, ¿de acuerdo, Charley? Mientras tú buscas a Tom.

Charley guardó silencio un momento. Finalmente, asintió.

—De acuerdo —concedió—. Tráete un saco de rubíes.

3

Justo cuando Jill entraba en el edificio de madera que había supuesto el dormitorio, un hombre de pelo oscuro salía corriendo y tropezó con ella. Tras el encontronazo, se miraron el uno al otro durante un segundo, sorprendidos.

El hombre llevaba una bata blanca y tenía aspecto de pertenecer al personal.

—Lo siento —dijo Jill—. Diga, ¿puede decirme si es aquí donde están los pacientes?

—Apártese de mi camino —contestó él.

Había una especie de furiosa locura en su mirada.

—Sólo quiero saber si es aquí donde…

—¿Qué es lo que pretende? ¿Qué hacen todos ustedes aquí? ¡Fuera!

—Estoy buscando a mi hermana, April Cranshaw. Es una paciente, y quiero…

Pero el hombre había echado a correr como un maniaco y desapareció en la tormenta. Muy bien, pensó Jill. Así sea. Se preguntó cómo deberían de ser los pacientes si el personal estaba así de loco. El hombre parecía médico, tal vez psiquiatra. Todos estaban locos, qué más daba. Por supuesto, el hecho de que miles de coches hubieran irrumpido en su terreno y la horda mongol al completo campara por las instalaciones tenía que haberlo conmocionado un poco.

Entró en el edificio. Sí, parecía un dormitorio. Había un tablón de noticias, carteles pegados, un montón de habitaciones al final del pasillo…

—¿April? —llamó—. April, cariño, soy Jill. He venido a por ti, April. Sal si estás ahí. ¿April? ¿April?

Miró en una habitación tras otra. Vacía. Vacía. Vacía. En un cuarto al final del corredor vio a un hombre sentado en el suelo, pero no pudo decir si estaba borracho o muerto. Lo sacudió, pero no se despertó.

—¡Eh, usted! Estoy intentando encontrar a mi hermana.

Pero era como hablarle a una silla. Iba a marcharse, cuando oyó sonidos procedentes del cuarto de baño; alguien canturreaba o lloriqueaba.

—¿Hola? ¿Quién está ahí?

—¿Quiere usar el baño? No puedo dejarle entrar. Tengo que quedarme aquí hasta que vuelva el doctor Waldstein o la doctora Lewis.

—¿April? ¿Eres tú, April?

—¿Doctora Lewis?

—Soy Jill. Por el amor de Dios, tu hermana Jill. Abre la puerta, April.

—Tengo que quedarme aquí hasta que el doctor Waldstein…

—Pues quédate ahí, pero abre la puerta. Necesito entrar, April. ¿Quieres que me lo haga en los pantalones? Abre.

Un momento de silencio. La puerta se abrió.

—¿Jill?

Era la voz de una niña pequeña, pero la mujer que había detrás era como una montaña. Jill había olvidado lo enorme que era su hermana, o tal vez April había engordado aún más desde que estaba aquí. Las dos cosas, pensó Jill. April parecía rara, más de lo que recordaba, totalmente ida, con la cara muy blanca, los ojos brillantes y extraños, las gordas mejillas hundidas.

—¿Has venido para ayudarme a hacer el Cruce? —preguntó April—. El señor Ferguson hizo el Cruce hace un ratito, y Tom dice que todos lo haremos también. Hoy nos iremos a las estrellas. No sé si quiero ir, Jill. ¿Eso es lo que va a pasar hoy?

—Lo que va a pasar es que te voy a sacar de este sitio. Ya no es seguro. Dame la mano. Así. Vamos, April. Muy bien.

—Tengo que quedarme en el cuarto de baño. El doctor Waldstein va a volver ahora mismo y me pondrá una inyección para que me sienta mejor.

—Acabo de ver al doctor Waldstein corriendo como un loco en dirección contraria. Vamos. Confía en mí. Vamos a dar un paseo, April.

—¿Adonde me enviarán? ¿A los Nueve Soles? ¿Al Mundo Verde?

—¿Los conoces? —preguntó Jill, sorprendida.

—Los veo todas las noches. Casi puedo verlos ahora. La Esfera de Luz. La Estrella Azul.

—Eso es. Maguali-ga abrirá la puerta. Vendrá Chungirá-el-que-ven-drá. No hay de qué preocuparse. Dame la mano, April.

—El doctor Waldstein…

—El doctor Waldstein me pidió que te llevara fuera. Acabo de hablar con él. ¿No es un hombre alto, de pelo oscuro, vestido de blanco? Me dijo que te dijera que no tendría tiempo de regresar, que te llevara fuera.

—¿Eso dijo?

April sonrió. Le dio la mano a Jill y salió uno o dos pasos de la habitación. Vamos, April. Vamos. Eso es.

Jill guió a su hermana por la habitación, pasaron junto al hombre muerto o inconsciente, hacia la puerta, luego hacia el corredor. Estaban casi en la salida cuando la puerta exterior se abrió y llegaron corriendo dos personas. Barry, por el amor de Dios. Y esa pelirroja amiga suya.

—¿Jill?

—He encontrado a mi hermana. Ésta es April.

—Entonces, ¿éste es el dormitorio de los pacientes? —preguntó la pelirroja.

—Eso es. ¿También buscas a alguien?

—A mi socio. Ya te dije que era un paciente.

—No hay nadie más por aquí. No, espera, hay un tipo. En la última habitación de la izquierda, al final del pasillo. Aunque creo que está borracho. A lo mejor incluso está muerto. Está sentado en el suelo, sonriendo. ¿Qué pasa fuera?

—La Hueste Interna está intentando calmar las cosas —dijo Jaspin—. Han sacado las imágenes en procesión. Es casi una revuelta, pero puede que consigan calmarlo todo.

—¿Y el Senhor? ¿Y la Senhora?

—Por lo que sé, en su autobús.

—El Senhor debería salir —dijo Jill—. Es la única manera de apaciguar las cosas.

—Voy a ver —dijo la pelirroja, encaminándose al fondo del pasillo.

—Deberías ir al Senhor —dijo Jill— y pedirle que le hable a la multitud, Barry. De otra forma, sabes que todo va a estallar, y entonces ¿qué será de la peregrinación? Ve a hablar con él, Barry. Te escuchará.

—No escuchará a nadie. Lo sabes.

—¿Puedes venir, Barry? —llamó la mujer desde el fondo del pasillo—. He encontrado a Ed, pero no me parece que esté vivo.

—Ha hecho el Cruce —dijo April, como si hablara en sueños.

—Será mejor que vaya —dijo Jaspin—. ¿Qué vas a hacer tú?

—Llevar a April a sitio seguro y esperar a que todo se calme.

—¿No te parece éste un sitio seguro?

—No lo será cuando diez mil personas decidan guarecerse de la lluvia aquí dentro todos a la vez. Un edificio tan viejo como éste se desmoronará en un momento.

La pelirroja regresó.

—Está muerto. Me pregunto qué sucedió. Pobre Ed… Era un bastardo, pero aun así…

—Vamos, April —dijo Jill—. Tenemos que salir de aquí.

Condujo a su hermana a la salida. La escena que contempló era más salvaje que nunca. Los coches se apilaban como chatarra uno encima de otro. Por todas partes la gente chillaba, asustada, revolviéndose como las abejas en un panal. No había espacio para moverse; estaban apiñados unos contra otros. En el centro de todo se encontraba el autobús del Senhor, y delante de éste los once miembros de la Hueste Interna, ataviados con sus ropas ceremoniales, cargaban las imágenes empapadas de los grandes dioses. Se abrían camino lentamente entre la multitud. La gente intentaba dejarles paso, pero era difícil: no había sitio adonde ir.

Entonces Jill vio al hombre con la mata de pelo rojo subiendo al autobús del Senhor, hacer algo a la pantalla de protección de una de las ventanillas hasta desconectarla, y entrar en él.

—Oh, Jesús. ¿Barry? ¡Barry! ¡Ven aquí! ¡Es importante!

Jaspin asomó la cabeza.

—¿Qué pasa?

—El Senhor. Acabo de ver a una especie de saqueador entrar en el autobús. La Hueste está paseando las estatuas y no hay nadie guardando al Senhor, y alguien ha entrado en el autobús. Vamos. Tenemos que hacer algo.

—¿Nosotros?

—¿Quién más? April, quédate aquí hasta que regresemos, ¿me entiendes? No vayas a ninguna parte. —Jill se volvió fieramente a Jaspin—. Vamos, ¿quieres? Vamos.

4

Tom sentía el éxtasis elevarse, elevarse, elevarse. Era como si todos los mundos le vinieran a la vez, como si la luz de mil soles iluminara su espíritu, como si Ellullilimiilu y los Nueve Soles y el Doble Reino y todas las capitales de los Poro y de los Zygeron y los Kusereen fluyeran hacia él al mismo tiempo. Le parecía que incluso los antiguos dioses Theluvara acudían a su alma desde las más remotas profundidades del espacio.

Lo había hecho. Había iniciado el Tiempo del Cruce por fin. Todavía temblaba con la sensación que le había inundado en el momento en que había sentido el alma de ese hombre, Ed, salir de su cuerpo y encaminarse hacia su destino en las distantes galaxias.

Ahora, lleno de alegría, Tom caminaba como una Hoja del Imperio a través del Centro, de un edificio desierto a otro. Dos de sus seguidores estaban con él, dos de los que lo habían alimentado con su fuerza cuando había hecho que ese hombre, Ed, realizara su Cruce. Pero había habido otros dos entonces, el mexicano y la mujer gorda, y habían desaparecido cuando empezaron los gritos y la excitación.

Necesito encontrarlos, pensó Tom. Puedo no ser lo bastante fuerte con sólo estos dos para llevar a cabo el resto de los Cruces.

La fuerza que había recibido de los otros cuatro, cuando envió al hombre a las estrellas, había sido esencial. Lo sabía. Hacer el Cruce requería una energía inmensa. En el instante de la separación del cuerpo y el alma de Ferguson, Tom había podido sentir en juego cada partícula de su propia vitalidad. Había sido como cuando se debilitan las luces de una habitación si se requiere mucha energía a la vez. Y los otros cuatro, el mexicano, la mujer gorda, la mujer artificial y el sacerdote, habían llegado al rescate, habían enviado su propio poder a través de la cadena de manos entrelazadas, y Tom había sido capaz de completar el Cruce para Ferguson. Ahora tenía que realizar otros. Tenía que encontrar a los dos que faltaban.

Deambulando de un edificio a otro, apenas se daba cuenta de la lluvia. Era vagamente consciente de la gran multitud de extraños que había irrumpido en los terrenos del Centro y se apiñaba en el espacio entre el dormitorio y las cabañas del personal, pero eso no parecía importante. Quienes quiera que fuesen, no tenían sentido para Tom. Dentro de un rato todo estaría otra vez en calma, y esos extranjeros irían camino de las estrellas.

—Era real, ¿no? —dijo una voz al lado de Tom—. ¿El auténtico Cruce?

Tom se volvió y vio al sacerdote.

—Sí.

—¿Sabes dónde ha ido Ferguson?

—Al Doble Reino. Estoy seguro.

—¿Y cuál es ése?

—Un sol es azul, el otro es rojo. Es un mundo de los Poro, que son sujetos de los Zygeron, los cuales están gobernados a su vez por los Kusereen, que son los señores más grandes, los reyes del universo. Se han reunido con él. Ferguson está con ellos en este momento.

—¿Crees que ya está allí? —preguntó Aleluya—. ¿Tan lejos?

—El viaje es instantáneo. Cuando Cruzamos, nos movemos a la velocidad del pensamiento.

—Un sol azul, otro rojo —murmuró el padre Christie—. ¡Conozco ese sitio! ¡Lo he visto!

—Todos lo habéis visto —dijo Tom. Tendió los brazos hacia ellos. Abajo, los coches y camiones chocaban uno contra otro con furia sin sentido—. Vamos, seguidme. Saldremos y encontraremos a otras gentes que estén dispuestas para Cruzar. Pero primero tenemos que ver dónde han ido los que nos ayudaban. La mujer gorda, el mexicano.

—Ahí está April —señaló el padre Christie—. En la puerta de los dormitorios.

Tom asintió. Estaba de pie en el porche, bajo la lluvia, mirando a uno y otro lado, sonriendo insegura. Tom corrió hacia ella.

—Te necesitamos para hacer el resto de los Cruces.

—Tengo que esperar aquí a mi hermana.

—No. Ven con nosotros.

—Jill dijo que volvería en seguida. Fue por ahí, donde toda la gente corre y grita. ¿Vas a enviarme a otro planeta?

—Después —dijo Tom—. Primero ayudarás a enviar a otros. Y entonces, cuando pueda prescindir de ti, te enviaré tras ellos. —La cogió de la mano. Sus dedos eran gordezuelos, fofos y fríos, como salchichas—. Vamos. Vamos. Hay trabajo que hacer.

Ella le siguió, atontada, bajo la lluvia.

5

El terreno delante de los dormitorios era un mar de lodo. Jaspin, chapoteando tras Jill, imaginó de repente que se convertiría en arenas movedizas y que todo el mundo iba a hundirse bajo la superficie de la tierra y desaparecería, y así la paz sería restaurada en el lugar.

Jill se movía como un demonio, se abría paso, empujaba, usaba los codos, apartaba a la gente. Jaspin la siguió. Por todas partes sonaba una especie de chillido general, nada coherente, simplemente un rugido de confusión que parecía el traqueteo de una máquina gigantesca. Pequeños claros se formaban en la multitud durante un segundo, y luego ésta volvía a cerrarse. Un par de veces Jaspin tropezó y estuvo a punto de caer, pero conservó el equilibrio agarrándose a donde podía. Si caes, mueres, pensó. Ya podía ver a la gente arrastrándose por el suelo, atontada, incapaz de levantarse, desapareciendo en un bosque de piernas. Una vez le pareció que había pisado a alguien, pero no se atrevió a mirar al suelo.

—¡Por aquí! —chilló Jill.

Prácticamente estaba ya en el autobús del Senhor.

Un brazo le golpeó en la boca. Jaspin sintió una sacudida de dolor y saboreó la sangre. Devolvió el golpe instantánea, automáticamente, replicando con el canto de sus manos contra los hombros de un tipo. Tal vez aquél ni siquiera era el que le había golpeado, pensó. Oyó un gruñido. Jaspin ni siquiera podía recordar la última vez que le había pegado a alguien. Cuando tenía nueve o diez años, quizás. Qué extraño era sentir esa satisfacción de golpear como respuesta al dolor.

Delante, Jill forcejeaba con un hombretón histérico de aspecto campesino que la había agarrado delante de la puerta del autobús del Senhor.

—Maguali-ga, Maguali-ga —rugía, agarrándola por la cintura.

No parecía que estuviera defendiendo el autobús, ni haciendo nada parecido; simplemente, estaba fuera de control. Jaspin llegó por detrás y lo atenazó por el cuello hasta que oyó como el hombre jadeaba.

—Vete —dijo Jaspin—. Quítale las manos de encima.

El hombre asintió. La soltó y Jaspin lo empujó, tras darle media vuelta, en la otra dirección. Jill corrió escalera arriba y entró en el autobús. Jaspin la siguió.

El interior del autobús era una isla de extraña tranquilidad en aquel caótico remolino. Oscuro y silencioso, olía a incienso. Las velas ardían. Los pesados cortinajes parecían filtrar el tamborileo de la lluvia y los gritos de la multitud. Con cautela, Jaspin y Jill se dirigieron a la parte de atrás y descorrieron las cortinas de brocado que dividían el autobús por la mitad, marcando la capilla del Senhor Papamacer.

—Mira, ahí está —susurró Jill—. ¡Gracias a Dios! ¿Crees que está bien?

El Senhor parecía en trance. Estaba sentado inmóvil en su familiar posición de loto, de cara a la pared, contemplando fijamente una imagen de Chungirá-el-que-vendrá. Alrededor del cuello llevaba el enorme pectoral de oro, engarzado con esmeraldas y rubíes, que solamente usaba en las ocasiones más solemnes. Estaba, sencillamente, en otro mundo. Jaspin empezó a acercarse a él, pero entonces oyó un gemido procedente de la última habitación, donde vivían el Senhor y la Senhora. Una mujer gemía en un lenguaje desconocido, pero la súplica de ayuda era inconfundible.

Jill se volvió hacia él.

—La Senhora está ahí, Barry…

—Sí.

Contuvo la respiración y levantó la cortina.

En el reino más privado del Senhor, todo estaba revuelto. Las cortinas colgaban caídas, las imágenes de madera de Maguali-ga y Chungirá-el-que-vendrá habían sido derribadas, y los cajones vaciados y su contenido esparcido por el suelo: túnicas ceremoniales, cascos adornados, cíngulos y botas, toda la extravagante parafernalia de los ritos del tumbondé.

En el fondo del autobús, la Senhora Aglaibahi se apretaba contra la pared. Delante de ella estaba el saqueador pelirrojo, el mismo que Jill había visto subir por la ventanilla. El sari blanco de la Senhora estaba rasgado por delante, y sus grandes pechos, brillantes de sudor, quedaban al descubierto. Sus ojos centelleaban de terror. El saqueador la sujetaba por una muñeca y trataba de agarrarle la otra. Probablemente había venido al autobús con la intención de robar, pero no debía de haber aquí nada que considerara valioso, así que había preferido dedicarse a la violación.

—Suéltala, hijo de puta —dijo Jill, con una voz tan fiera que asustó a Jaspin.

El saqueador se volvió. Sus ojos miraron a Jill, luego a Jaspin, y otra vez a Jill. Eran los ojos de una bestia acorralada.

—Cuidado —dijo Jaspin—. Va a volverse contra nosotros.

—Atrás —advirtió el hombre, todavía agarrando la muñeca de la Senhora Aglaibahi—. Contra la pared. Voy a salir de aquí, así que no intentéis detenerme.

Jaspin vio entonces que tenía un arma en la otra mano, una de esas cosas que llamaban punzones, capaz de disparar letales descargas eléctricas.

—Con cuidado —le dijo a Jill—. Es un asesino.

—Pero la Senhora…

—Atrás —repitió el hombre. Tiró del brazo de la Senhora—. Vamos. Salgamos del autobús, ¿vale? Tú y yo. Vamos.

Jaspin miraba sin atreverse a dar un paso.

La Senhora empezó a gemir. Era un grito agudo y desgarrado que podía haber sido la canción del propio Maguali-ga, un aullido intenso y terrible que sin duda podía oírse hasta en San Francisco. El pelirrojo sacudió fieramente su brazo.

—¡Cállate!

Entonces las cosas se desarrollaron muy de prisa.

La cortina se descorrió y el Senhor apareció en el umbral, con aspecto aturdido, como si todavía estuviera en trance. Durante un momento contempló sorprendido lo que sucedía; entonces la mirada glacial regresó a sus ojos y levantó las dos manos como Moisés a punto de romper las tablas de los Diez Mandamientos, y chilló palabras ininteligibles con una voz colosal, como si intentara derribar al intruso simplemente con el impacto sónico. En ese mismo instante, Jill saltó hacia delante y trató de liberar a la Senhora. El saqueador se volvió hacia ella y con un rápido movimiento, sin dudarlo, le atravesó con una descarga de su punzón la caja torácica, de parte a parte. Hubo un pequeño destello de luz azul y Jill salió despedida contra la pared. Entonces el saqueador soltó a la Senhora Aglaibahi y echó a correr, intentando rebasar al Senhor. Al llegar a su altura se detuvo, como si por primera vez advirtiera el enjoyado pectoral que llevaba el Senhor. El saqueador lo agarró, pero el pectoral aguantó el tirón. El saqueador no lo soltó. Siguió dirigiéndose hacia la salida del autobús, arrastrando al Senhor junto con el pectoral.

Jaspin se volvió hacia Jill, que yacía inmóvil, con los brazos y las piernas torcidos. La Senhora sollozaba y temblaba histérica al otro lado del autobús. El saqueador, arrastrando al Senhor Papamacer con él, estaba a medio camino de la capilla, dirigiéndose a la antecámara. Jaspin buscó un arma en derredor. Lo mejor que pudo encontrar fue la pequeña estatuilla de Maguali-ga. La cogió y corrió hacia el otro extremo del autobús.

El Senhor y el saqueador habían alcanzado la cabina del conductor. Cuando Jaspin se les acercó, estaban llegando a la pequeña plataforma que conducía al suelo. Allí se detuvieron, todavía forcejeando, el saqueador tirando del pectoral, el Senhor Papamacer invocando maldiciones y golpeando al saqueador con los puños, los dos a la vista de la sorprendida multitud de los seguidores tumbondé.

Jaspin miró a la turba. Ahora había auténtica histeria. Pudo oírlos gritar el nombre de Papamacer, pero ninguno acudió en su auxilio. Jesús, pensó Jaspin, ¿dónde está la Hueste? Tienen que ver lo que está pasando. ¿Por qué no vienen a ayudar al Senhor? Entonces se dio cuenta de que era imposible que nadie alrededor del autobús se moviera, tan apretujados estaban. Una lata de sardinas humana.

Entonces me toca a mí, se dijo.

Blandió la estatua de Maguali-ga como si fuera un bastón y buscó una posición desde la que golpear la mano que sostenía el punzón. Pero los dos forcejeaban demasiado violentamente y no le dejaban un claro por el que ver el arma.

Tal vez ahora…, ahora…

Jaspin golpeó con todas sus fuerzas, pero en la mano equivocada, con la que el bandido intentaba arrancar el pectoral del Senhor Papamacer. El saqueador aulló dolorido y soltó a su contrincante, que salió despedido contra la puerta, abierta por su propio impulso. Jaspin intentó agarrarle, pero para su sorpresa el Senhor Papamacer sacudió la cabeza y se precipitó hacia delante, agarrando al saqueador por los hombros, sacudiéndole furiosamente, increpándole con lo que parecían obscenidades en brasileño. Toda la monstruosa intensidad del alma del Senhor Papamacer se acumulaba en un ataque desesperado contra este extraño que había osado violar el sagrado santuario. El saqueador, parpadeando y boqueando, parecía no saber cómo reaccionar.

Un par de miembros de la Hueste se abría paso a través de la multitud. Jaspin los vio debajo, a diez, quince metros de los escalones de acceso al autobús.

El saqueador también los vio. Alzó su punzón en un intento desesperado y lo presionó contra el pecho del Senhor Papamacer. Hubo otro estallido de luz azul y el Senhor, meneando convulsivamente brazos y piernas, saltó en el aire, cayó, se desplomó pesadamente. El saqueador, sin detenerse, saltó detrás de él, hizo un último intento infructuoso por coger el pectoral y se perdió en la multitud justo cuando Bacalhau y Johnny Espingarda llegaban corriendo.

Bacalhau se arrodilló junto al Senhor. Con manos temblorosas tocó las mejillas, la frente, la garganta del Senhor. Entonces levantó la cabeza, y su cara era la de alguien que ha visto el fin del mundo.

—Está muerto —gritó con una voz como un trueno—. El Senhor está muerto.

Entonces estalló la locura.

6

Elszabet se dio cuenta de que, sin saber cómo, había cruzado de los dormitorios al gimnasio, aunque no tenía conciencia de haberlo hecho. Ahora se encontraba en el borde del jardincillo de rosas fuera del gimnasio, aturdida, contemplando incrédula cómo la muchedumbre tumbondé destrozaba el Centro.

Parecía un sueño. No un sueño espacial, sino el tipo ordinario de sueño ansioso, pensó, el tipo de sueño en que es el primer día de clase y no sabes dónde se halla el aula del curso en que te has matriculado, o uno de esos en que intentas atravesar una habitación abarrotada de gente para hablarle a alguien importante y el aire es denso como la melaza y nadas y nadas y nadas y no puedes llegar a ningún sitio.

Esta gente iba a destrozarlo todo. Y no podía hacer nada para evitarlo. Sabía lo que tenía que hacer: reunir a los pacientes, llevarlos a sitio seguro —si quedaba alguno— y encontrar a Tom antes de que siguiera efectuando más Cruces. Pero estaba petrificada. Se sentía paralizada. Había intentado proteger el Centro y había fallado, y ahora era ya demasiado tarde para hacer nada excepto mirar.

Todo se volvía más y más demente.

Ya había sido bastante malo al principio, cuando simplemente entraban con las furgonetas y los coches, que dejaban aparcados por todas partes, chocando unos con otros con el gran alboroto típico del metal al aplastarse, y luego salían y corrían hasta que no había sitio para nadie más. Pero ahora era mucho peor: había entrado en una fase completamente diferente y mucho más frenética.

El auténtico problema comenzó después de que el hombrecito negro de ropajes extraños hubiera sido asesinado en los escalones del autobús de colores. Elszabet decidió que debía de tratarse de su líder, su profeta.

Lo había visto todo cuando salía del dormitorio en busca de Tom. El hombrecito negro y el otro, el vagabundo pelirrojo que la había acosado antes, saliendo del autobús y peleando; el tercer hombre, con la pesada estatuilla de madera con la que intentaba golpear al saqueador. Y entonces el saqueador golpeando al líder del culto con su punzón. Fue en ese momento cuando las cosas se volvieron auténticamente incontrolables.

En su dolor, los tumbondé lo estaban destrozando todo. Se movíar como las olas de un océano humano, golpeando las cabañas y derribándolas hasta los cimientos, arrancando setos y arbustos, volcando sus propios coches. La locura se nutría de sí misma. Parecía que los tumbondé intentaban superarse en su exhibición de furia y pesar, y que incluso aquellos que no tenían idea de lo que había desatado el estallido de la violencia se unían a la estampida.

Desde su lugar de observación, Elszabet lo había visto casi todo. El edificio central parecía estar ardiendo, un humo negro se elevaba bajo la lluvia. Al otro lado, las cabinas donde realizaban el tratamiento estaban siendo reducidas a astillas. Todo ese equipo intrincado y costoso, pensó tristemente Elszabet, medido y calibrado tan exactamente, todos los archivos, todos los registros… Y más allá, en las cabañas del personal, la gente entraba a saco y arrojaba las cosas por las ventanas, pateaba las paredes, incluso arrancaba los helechos de la colina. Sus libros, sus grabaciones, el pequeño diario que llevaba a veces… Todo estará ahora en el lodo, supuso, aplastado…

No podía hacer otra cosa que mirar. Con una calma fantasmal contemplaba la escena de norte a sur, de sur a norte, extrañamente calmada, paralizada por el shock y la desesperación, mirando. Mirando.

Entonces divisó a Tom. Ese de allí era Tom, claro. Sí. Había aparecido de la nada un poco más allá de los dormitorios, y había girado hacia la izquierda, justo hacia el centro de la locura.

Como todo el mundo, estaba cubierto de barro y calado hasta los huesos; la ropa se le pegaba al cuerpo huesudo. Y sin embargo parecía ajeno a todo, invulnerable al clima, como si estuviera rodeado por una esfera invisible que le protegiera. Caminaba despacio, casi despreocupado. Llevaba una especie de escolta: el padre Christie, Aleluya, April, Tomás Menéndez. Iban cogidos de la mano, como si se dirigieran a un picnic en el bosque, y todos parecían extraordinariamente serenos.

Tengo que alcanzarlos, pensó Elszabet. April y los demás no están en condiciones de vagabundear solos con todo este alboroto. Y tengo que evitar que Tom ayude a nadie más a hacer el Cruce. Debo encontrar un lugar seguro, pensó. Y entonces coger a Tom y llevarle a salvo, donde no pueda lastimar a nadie y nadie lo pueda lastimar a él.

Pero no se movió. Dar un simple paso parecía imposible.

—¿Elszabet?

Alguien la llamaba. Se dio la vuelta lentamente.

Bill Waldstein. Parecía salido de una cloaca. Grandes manchas de lodo negro cubrían su bata blanca.

—¿Qué estás haciendo aquí, Elszabet?

—Mirar. Es peor de lo que imaginaba.

—Por el amor de Dios, Elszabet. Pareces absolutamente estupefacta, ¿lo sabes? ¿Dónde está April?

Elszabet señaló vagamente.

—La dejé contigo —dijo Waldstein—. Fui a la enfermería a buscar un sedante. ¿Cómo pudiste dejarla sola? ¿Por qué estás aquí? ¿Qué pasa contigo, Elszabet?

Ella se encogió de hombros.

—Mira lo que sucede.

—Vamos, espabila. Tenemos que reunir a los pacientes antes de que resulten heridos. Y tenemos que encontrar a Tom y neutralizarle antes de que…

—¿Tom? Tom está allí.

Waldstein escrutó la oscuridad.

—Jesús, sí. Y April está con él, y Menéndez, y el padre Christie. ¿Vas a dejar que ande suelto de esa forma? ¿Sabes qué es lo que pretende hacer con ellos? —De repente, Waldstein parecía tan salvaje como cualquiera de los tumbondé—. Voy a matarlo, Elszabet. Él ha provocado toda esta locura, y lo que está por venir. Hay que detenerlo. Voy a matarlo.

—Bill, por el amor de Dios…

Pero Waldstein ya había echado a correr. Ella le vio cruzar el terreno enlodado, caer, ponerse en pie, caer de nuevo, volver a incorporarse. Con agilidad, rebasó a un grupo de tumbondé que llevaba lo que parecían tuberías arrancadas de las calderas de alguno de los edificios y que sacudían como bates de béisbol. Corrió hacia Tom, gritando y gesticulando. Elszabet vio que Tom se volvía hacia él con una sonrisa benévola, y que Waldstein se abalanzaba sobre Tom y los dos caían.

Entonces vio que Aleluya apartaba a Waldstein de encima de Tom como se sacude un insecto de una manga, y lo lanzaba por el aire quince o veinte metros, hasta hacerlo chocar contra el tronco de un pino.

Incluso a la distancia, Elszabet oyó claramente el ruido del impacto. Waldstein chocó contra el árbol y se desplomó sin un gemido, y permaneció inmóvil en el suelo.

Dante Corelli vino corriendo del gimnasio. Elszabet se volvió hacia ella.

—Era Bill, ¿has visto? —dijo en tono casi conversacional—. Saltó sobre Tom, y Aleluya simplemente se lo quitó de encima y…

—Elszabet, tenemos que salir de aquí, o vamos a morir aplastadas.

—Creo que Bill debe de estar muerto, Dante. Por la forma en que su cabeza chocó contra ese árbol…

—Dan viene de camino. Estará aquí dentro de un minuto, y los tres vamos a correr al bosque, ¿me oyes, Elszabet? Mira, hay otra multitud bajando por la colina. ¿Los ves venir? Dios Santo, ¿los ves?

Elszabet asintió. Estaba confundida. Sabía que se hundía más y más en la extraña parálisis de la voluntad. Sólo prestar atención a lo que sucedía requería grandes esfuerzos. ¿Una multitud, decía Dante? ¿Dónde? Sí. Oh, sí. Allí. Se unió al caos principal como un torrente imparable, arrasándolo todo a su paso. Se dirigían hacia el lugar donde estaban Tom y su pequeño grupo de seguidores.

—Oh, Dios —murmuró Elszabet—. Tom. ¡Tom!

El padre Christie corría al encuentro de los tumbondé, agitando los brazos, gritándoles algo. Tal vez los bendecía. El consuelo de la Iglesia en tiempos de caos. Los tumbondé cargaron sobre él y desapareció bajo sus pies. Aleluya estaba al lado. Se plantó en el camino de la turba y con una energía sorprendente que parecía diabólica, empezó a levantarlos uno a uno y a lanzarlos contra los árboles, uno, cinco, una docena, hasta que también fue arrasada y se perdió de vista.

—Tom… —dijo Elszabet tranquilamente.

Ya no podía verle, ni a April, ni a Menéndez.

—Es como si se hubiera vuelto loca —oyó decir a Dante—. Está aquí, mirando.

—Eh, Elszabet. —Alguien le tocó el brazo. Era Dan Robinson—. Tenemos que salir de aquí mientras podamos, Elszabet. El Centro está en ruinas. La muchedumbre se halla absolutamente fuera de control. Nos dirigiremos al bosque y seguiremos la senda de rododendros, ¿de acuerdo? Nos internaremos lo suficiente para que no puedan molestarnos y…

—Tengo que encontrar a Tom —dijo Elszabet.

—A estas alturas Tom estará muerto.

—Tal vez sí, tal vez no. Pero si está vivo tengo que encontrarlo. Y descubrir qué es. Tenemos que saber cosas sobre él, sobre lo que está haciendo, ¿no lo ves, Dan? Por favor, Dan. ¿Crees que estoy loca? Sí, lo crees, lo creéis los dos. Puedo verlo. Pero os digo que tengo que encontrar a Tom. Entonces podremos marcharnos. Sólo entonces. Por favor, intentad comprenderme. Por favor.

7

Tom sostuvo a la mujer gorda con una mano y al mexicano con la otra y permaneció tranquilamente donde estaba, mientras la gente enloquecida pasaba corriendo junto a él. Sabía que no le harían daño. No ahora, no mientras el Cruce tuviera lugar. Estaba a salvo porque era el vehículo escogido por los habitantes de las estrellas, y seguramente todos lo sabían.

Lástima haber perdido al sacerdote y la mujer artificial, pensó. Ahora nunca tendrían oportunidad de realizar el Cruce. Pero incluso sin ellos, aún le sería posible invocar el poder. Cada vez se hacía más fácil. Con cada nuevo envío, su fuerza crecía. Una gran tranquilidad inundaba su alma, un sentido de la divina rectitud de su misión.

—Aquí —dijo Tom—. Éste es el próximo que enviaremos.

—Doble Arcoiris —dijo el mexicano—. Sí, ése es bueno. Se lo entregaremos a Maguali-ga.

Éste era un indio. Tom se dio cuenta inmediatamente. Había visto muchos indios en sus tiempos. Éste era un hombre grande, de nariz chata, tal vez un navajo, o de otra tribu, pero ciertamente un indio. Permanecía de espaldas a un edificio que ardía, lanzando puñados de barro a los alborotadores que corrían y llamándoles cosas en un lenguaje que Tom no comprendía. El mexicano se le acercó y le dijo algo, y las cejas del indio se alzaron y se echó a reír; y el mexicano dijo algo más y los dos se palmearon la espalda, y el indio se aproximó a Tom.

—¿Dónde vas a mandarme?

—A los Nueve Soles. Caminarás con los Sapiil.

—¿Estarán allí mis padres?

—Tus nuevos padres te darán la bienvenida.

—Los Sapiil. ¿Qué tribu es ésa?

—La tuya. A partir de este momento.

—Irás a Maguali-ga —dijo el mexicano—. Nunca más conocerás el dolor, ni la pena, ni el vacío del corazón. Ve con Dios, amigo Nick. Éste es el momento más feliz para ti.

—Permaneced cerca de él —dijo Tom—. Unid las manos.

—Maguali-ga, Maguali-ga —dijo el mexicano.

El indio asintió y sonrió. Había lágrimas en sus ojos.

—Ahora —dijo Tom.

Fue rápido. Una onda repentina y el hombretón se deslizó tranquilamente al suelo, y se acabó.

Cada vez es más y más fácil, pensó Tom.

Condujo a la mujer gorda y al mexicano más allá de un edificio que había sido destruido, y empezó a bajar hacia el autobús que se encontraba en el centro de todo. Pensó que podría sentarse en los escalones del autobús y usarlos como una especie de plataforma para realizar los Cruces, pero apenas había empezado a andar, cuando un hombre y una mujer se le acercaron. Parecían demacrados e intranquilos, e iban cogidos de la mano como si su vida dependiera de permanecer juntos o no. La mujer era pequeña y atractiva, con pelo rojo rizado y cara bonita. El hombre, delgado y sombrío, tenía aspecto erudito.

El hombre señaló al indio, que yacía en el barro con la sonrisa del Cruce pintada en la cara.

—¿Qué le ha hecho usted?

—Ha ido a Maguali-ga —dijo Menéndez—. Este hombre tiene en las manos el poder de los dioses.

El hombre y la pelirroja se miraron el uno al otro.

—¿Eso es lo que le pasó al otro tipo, el del dormitorio?

—Fue al Doble Reino —asintió Tom—. He enviado a algunos más a Ellullimiilu, y a algunos a la Gente Ojo. Todo el universo está ahora abierto a nosotros.

—¡Envíanos a los Nueve Soles! —pidió la mujer.

—Lacy… —dijo el hombre.

—No, escúchame, Barry. Esto es real, lo sé. Unen las manos y él te envía. ¿Ves la sonrisa de esa cara? El espíritu salió de él, lo viste. ¿Dónde fue? Apuesto a que a Maguali-ga.

—El hombre está muerto, Lacy.

—Ha dejado su cuerpo. Escucha, si nos quedamos aquí más tiempo, nos van a aplastar igualmente. ¿No ves cómo están destrozándolo todo desde la muerte del Senhor? Hagámoslo, Barry. Dijiste que tenías fe, que habías visto la verdad. Bien, la verdad está aquí. Éste es el momento, Barry. El Senhor lo había entendido al revés, eso es todo. Los dioses no van a venir a la Tierra, ¿no lo ves? Somos nosotros quienes tenemos que ir a ellos. Y éste es el hombre que nos va a enviar.

—Venid —dijo Tom—. Venid.

—¿Barry?

El hombre parecía asustado, desconfiado, temeroso. Parpadeó, meneó la cabeza, miró en derredor. Para ayudarle, Tom le envió una visión, solamente el reflejo de los nueve soles en todo su esplendor. El hombre contuvo la respiración, se llevó las manos a la boca y pareció relajarse. La mujer pronunció otra vez su nombre y lo tomó de la mano, y al cabo de un momento él asintió.

—De acuerdo. Sí, ¿por qué no? Esto es lo que andábamos buscando, ¿no?

Se volvió hacia Tom.

—¿Dónde vamos a ir?

—Al reino Sapiil. Al imperio de los Nueve Soles.

—A Maguali-ga —dijo Menéndez.

Tom asió las manos de la mujer gorda y del mexicano. Se elevó sobre sus talones un par de veces.

—Ahora.

Los dos a la vez. Tomó la energía de la mujer gorda y del mexicano y la pasó a través de sí y envió al hombre y la mujer a los Sapiil. La facilidad con que lo hizo le sorprendió. Nunca antes había enviado a dos al mismo tiempo.

El hombre y la mujer se desplomaron y yacieron boca arriba, con la maravillosa sonrisa del Cruce en el rostro. Tom se arrodilló y palpó suavemente sus mejillas. Esa sonrisa era hermosa. Los había enviado a los Sapiil, bajo aquellos gloriosos nueve soles, mientras él permanecía aquí, en el barro. Pero eso estaba bien, pensó Tom. Tenía que cumplir primero su misión.

Bajó de nuevo la colina. Todo a su alrededor era gente que chillaba y gritaba y sacudía los brazos histéricamente.

—Paz a todos vosotros —dijo Tom—. Hoy es el Tiempo del Cruce, y todo va a salir bien.

Pero la gente seguía corriendo, confundida y furiosa. Por un momento, Tom fue arrastrado por la confusión, zarandeado y empujado, y cuando logró salir ya no vio a la mujer gorda ni al mexicano. Bueno, ya los encontraría más pronto o más tarde, se dijo. Sabían que se dirigía al autobús e irían a esperarle, porque eran sus ayudantes, parte del gran suceso que tenía lugar aquí, con la lluvia, el barro y el caos.

Alguien le agarró por el brazo y lo detuvo.

—Tom.

—¿Charley? ¿Todavía estás aquí?

—Te lo dije. Te estaba esperando. Ahora ven conmigo. Tenemos la furgoneta en el bosque. Tienes que salir de aquí.

—Ahora no, Charley. ¿No comprendes que el Cruce ya ha empezado?

—¿El Cruce?

—Ocho o nueve personas ya han iniciado el viaje. Y habrá más. Siento la fuerza dentro de mí, Charley. Éste es el día para el que nací.

—Tom…

—Ve a la furgoneta y espérame allí. Iré con vosotros dentro de poco y os ayudaré a realizar el Cruce en cuanto encuentre a mis ayudantes. Irás al Mundo Verde dentro de una hora, te lo prometo. Lejos de toda esta locura, de todo este ruido.

—Oye, no comprendes. La gente se está matando aquí. Hay cuerpos aplastados por todas partes. Ven conmigo. No estás a salvo en este sitio. No sabes cuidar de ti mismo. No quiero que te pase nada, ¿sabes, Tom? Hemos viajado mucho juntos y…, no sé, siento que debo cuidarte.

Charley agarró a Tom por el brazo y tiró de él suavemente. Tom sintió el calor del alma de este hombre, de este saqueador, este asesino vagabundo. Sonrió. Pero no podía marcharse. Ahora no. Se soltó. Charley meneó la cabeza y empezó a decir algo más.

Entonces la horda enloquecida los envolvió y Charley fue arrastrado por la marea humana como una estaca por la corriente de un río que se desborda.

Tom se hizo a un lado y dejó que pasaran de largo, pero vio que ahora resultaba imposible llegar al autobús. En la pradera las cosas se habían vuelto demasiado salvajes.

Creyó ver a la mujer gorda y se encaminó hacia ella, pero tropezó con las tablas de una cabaña destrozada y resbaló. Por un momento, quedó aprisionado en el barro. Algo se agitó delante de él y alguien empezó a arrastrarse sobre la pila de maderas.

Era Stidge.

Los ojos del pelirrojo se agrandaron al ver a Tom.

—Qué demonios, si es el loco. Hola, loco, maldito liante. ¿Cómo es que Charley no está aquí cogiéndote de la mano?

—Estaba aquí, pero la multitud lo arrastró.

—Qué pena, ¿no?

Se echó a reír. Metió la mano en la chaqueta y sacó el punzón. Sus ojos resplandecían como canicas a la luz de la luna. Apretó la punta contra el pecho de Tom una, dos, tres veces, provocando cada vez un dolor lacerante y agudo.

—Te tengo donde quería, chalado. Charley me dio una paliza por culpa tuya, ¿te acuerdas? El primer día, en el valle, cuando apareciste. Me golpeó porque te puse la mano encima, no lo olvido. Y las otras veces, cuando nos metíamos en líos por tu causa, Charley me hablaba como si yo no fuera más que un montón de mierda, ¿sabes?

—Aparta el punzón, Stidge. Ayúdame a salir de aquí, ¿quieres? El pie del pobre Tom está atascado. Pobre Tom.

—Pobre Tom, sí. Pobre y maldito Tom.

—Es el día del Cruce, Stidge. Tengo trabajo por hacer. Tengo que encontrar a mis ayudantes y enviar a la gente donde quiera ir.

—Te enviaré donde quieras —dijo Stidge, y conectó el punzón—. Como hice con ese loco del autobús. Por una vez te tengo, y Charley no está…

—No.

Stidge lanzó el punzón contra el pecho de Tom. Éste se movió rápidamente y agarró a Stidge por la muñeca, reteniéndola un momento, intentando con todas sus fuerzas que aquella pequeña barra de metal no le tocara. Tembló y por un momento forcejearon sin que el arma se desviase. Entonces Stidge empezó a acercar inexorablemente la punta del punzón al pecho de Tom. Tom tenía que mantener esa cosa lejos de él. Temblaba. Miró a los duros ojos del saqueador, casi pegados a los suyos.

Y entonces recogió el alma de Stidge y la envió a Luiiliimeli.

Lo hizo fácil, suavemente, como se arroja una piedra a un estanque. Lo hizo solo, porque tenía que hacerlo y sus ayudantes no estaban a la vista. No le costó trabajo. Simplemente, enfocó sus energías, reunió la fuerza y levantó el alma de Stidge y la lanzó hacia los cielos. Stidge lo miró sorprendido. Entonces la sorpresa desapareció de su cara y en ella apareció la sonrisa del Cruce, y el punzón resbaló de su mano muerta, y Stidge se desplomó sobre el montón de tablas.

Tom se apoyó en él, sorprendido, temblequeante, sintiendo el estómago enfermo.

Lo he hecho solo, pensó.

Es como si lo hubiera matado, pensó. Lo agarré y lo maté.

Nunca había matado a nadie antes.

No, no, pensó entonces. Stidge no está muerto. Stidge está ahora en Luiiliimeli, en la ciudad de Meliluiilii, bajo la gran estrella azul Ellullimiilu. Está allí, y lo curarán de la enfermedad que hay en su alma. No era más asesinato que los otros Cruces. La única diferencia es que lo hice solo, eso es todo. Y si no lo hubiera hecho, él me habría matado con ese punzón y ya no habría habido más Cruces para nadie.

¿Lo comprendes, Stidge? No te he matado, Stidge. Te he hecho el mayor favor de tu vida.

Tom notó que empezaba a calmarse. La inquietud le abandonó. Se inclinó hacia las tablas e intentó liberar el pie.

—Espera. Voy a ayudarte.

Era la mujer gorda, que se le acercaba. Su cara estaba roja, sus ojos miraban de un modo extraño. Tenía el vestido roto por dos o tres sitios.

—Mi pie ha quedado atrapado —dijo Tom—. Dame la mano.

—Ese es el hombre que mató al del autobús, ¿no? Todo el mundo lo está buscando. ¿Está muerto?

—Ha Cruzado. Lo envié a Luiiliimeli. Ahora puedo hacer los Cruces sin ayuda.

—Creo que ésta es la que te tiene atrapado. Ya está.

Apartó una de las tablas y la arrojó a lo lejos. Tom liberó el pie y se frotó la espinilla. Ella le sonrió. Tom pudo sentir la tristeza de su sonrisa.

—¿Dónde quieres que te envíe? —dijo Tom, cogiéndola de la mano.

—¿Qué?

—Ahora puedo prescindir de ti. Puedo darte tu Cruce.

Ella apartó la mano como si el contacto con él la quemara.

—No…, por favor…

—¿No?

—No quiero ir a ningún sitio.

—Pero este mundo está perdido. No hay nada más que dolor y sufrimiento. Puedo enviarte al Mundo Verde, o a los Nueve Soles, o a la Esfera de Luz…

—Me asusta pensar en eso. Es como morir, ¿no? O tal vez peor…

Se arrodilló, llena de pánico, y tanteó en el suelo hasta agarrar el punzón que había resbalado de las manos de Stidge.

—Tengo miedo de empezar de nuevo, de enfrentarme a otro mundo… No. Prefiero morir.

La extrañeza había desaparecido de sus ojos. Parecía haber salido de alguna especie de túnel. Su voz, que siempre le había parecido a Tom como la de una niña pequeña, era ahora normal.

—Estoy harta de mí, de este cuerpo grande y horroroso, de tener miedo siempre, de llorar todo el tiempo…

Manoteaba con el punzón, intentando averiguar cómo se usaba. Parecía no saberlo, pero entonces el artefacto empezó a brillar y Tom se dio cuenta de que lo había conectado, después de todo. Se lo colocó entre los pechos. Su mano temblaba.

—No —dijo Tom.

No podía permitir que lo hiciera. La tomó rápidamente por la muñeca y la envió al Quinto Mundo Zygeron.

April cayó junto a Stidge, produciendo un sonido terrible. Pero sonreía. Sonreía y eso era lo importante. Tom recogió el punzón, lo desconectó y lo lanzó lo más lejos que pudo, al barro.

Trastabilló un instante, recuperó el equilibrio y suspiró. Miró a los dos cuerpos sonrientes que tenía delante, pensando que era como si los hubiera matado. Pero no los maté, no. Solamente los he enviado. Stidge me habría asesinado y ella se habría suicidado, y yo no podía dejar que pasara ninguna de las dos cosas. Hice lo que tenía que hacer. Eso es todo. Lo que tenía que hacer. Y éste es el día del Cruce, el día más maravilloso en la historia del mundo.

Se sintió mejor. Rehizo su camino. El tumulto continuaba. Más edificios ardían. Miró hacia delante, hacia un claro que se había abierto de repente, y vio a la mujer alta, la que había sido tan amable con él, la doctora, la que se llamaba Elszabet, justo delante. Ella le miraba.

Tom le sonrió. Parecía que le estaba llamando. Asintió y se acercó a ella.

8

—Ahí está —dijo Elszabet—. Tengo que hablar con él. ¿Me esperaréis?

Se volvió hacia Dan Robinson, hacia Dante, pero en ese momento un grupo de tumbondé llegó corriendo y aullando, y de pronto Elszabet se dio cuenta de que ninguno de los dos estaba ya allí. Creyó oír la voz de Dan a lo lejos, pero no estaba segura; el sonido se perdió en el viento y los gritos de la multitud. Bien, era a Tom a quien quería ahora.

Tom se hallaba delante de las ruinas del edificio de recreo, solo. Como un milagro, pensó al verlo aparecer de esa manera entre aquel caos. Qué tranquilo parecía. Probablemente había estado deambulando hora tras hora sin siquiera darse cuenta de lo que sucedía.

—¿Tom? —llamó.

Él caminó hacia ella, sin prisa. Tras él, Elszabet vio a un par de figuras tendidas sobre un montón de tablones como si durmieran. Una era April. La otra parecía el saqueador pelirrojo que había matado al líder del culto. Los dos yacían inmóviles.

Le pareció que Tom y ella eran las únicas personas que había en el Centro. Una esfera de silencio los rodeaba.

—Es la señorita Elszabet —dijo Tom. Sonreía de un modo extraño y exaltado—. Esperaba encontrarme contigo, Elszabet. ¿Sabes lo que pasa? Es lo que te dije que iba a suceder: el Cruce ha empezado, como habían previsto los Kusereen.

—¿Qué le hiciste a Ferguson?

—Le ayudé a realizar el Cruce.

—¿Lo mataste? ¿Eso es lo que estás diciendo?

—¡Eh! ¡Eh! ¡Pareces enfadada!

—¿Mataste a Ferguson? ¡Contéstame, Tom!

—¿Matarle? No. Le guié para que pudiera dejar su cuerpo. Eso es lo que hice. Y entonces lo envié a los Sapiil.

Elszabet notó que un escalofrío la recorría de arriba abajo.

—¿Y a April? ¿La guiaste de la misma forma?

—¿Te refieres a la mujer gorda? Sí, ha marchado también, hace un par de minutos. Y el indio. Y Stidge, cuando intentaba matarme. Y he enviado a un montón más, toda la mañana.

Ella le miró, sorprendida, sin querer creerlo.

—¿Mataste a todas esas personas? Dios mío… Nick, April, ¿quién más? Dime, Tom, ¿a cuántos de mis pacientes has matado hasta ahora?

—¿Matado? —Meneó la cabeza—. No. No. No he matado a nadie. Los he enviado, nada más.

—¿A cuántos has enviado? —repitió Elszabet, con voz cansada.

—Enviado, sí. Éste es el día del Cruce. Al principio necesitaba cuatro ayudantes para hacerlo. Y luego a dos. Pero ahora el poder es muy fuerte en mí.

La garganta de Elszabet estaba seca. Había una terrible opresión en. su pecho, una especie de grito silencioso luchando por escapar. Ferguson, pensó. April. Nick Doble Arcoiris. Todos muertos. Y probablemente la mayor parte de los otros. Sus pacientes. Todos aquellos a quienes había intentado ayudar. ¿Qué les había hecho? ¿Dónde estaban ahora? Nunca había experimentado un sentimiento tan aplastante de indefensión, de vacío.

—Tienes que detenerte, Tom —dijo suavemente.

El parecía sorprendido.

—¿Detenerme? ¿Cómo puedo detenerme? ¿Qué quieres decir, Elszabet?

—No puedes realizar más Cruces, Tom. Eso es todo. No puedes. Te lo prohibo. No te dejaré. ¿Me comprendes? Soy responsable de toda esa gente, de todos los pacientes que hay aquí.

Tom parecía no comprender.

—Pero ¿no quieres que sean felices, Elszabet? ¿Felices por primera vez en su vida? ¿Cómo puedo detenerme? Para esto fui puesto en la Tierra.

Otra vez aquella sonrisa estática, tranquila.

—¿Para matar a la gente?

—Para curarla. Lo mismo que tú. Nunca he matado a nadie, ni siquiera a Stidge. La mujer gorda es feliz ahora. Y Ed. Y el indio. Y Stidge también. Y tú…, puedo hacerte feliz ahora mismo. —Se acercó a ella y su sonrisa se hizo aún más intensa—. Te enviaré ahora, Elszabet, ¿de acuerdo? ¿De acuerdo? Eso es lo que quieres, ¿verdad? ¿Me dejarás que te envíe ahora?

—Apártate.

—No digas eso. Ven. Dame la mano, Elszabet. Te enviaré al Mundo Verde. Sé que es ahí donde quieres estar. Sé que es ahí donde puedes ser feliz. No aquí. No hay nada para ti aquí. El Mundo Verde, Elszabet.

Tendió los brazos hacia ella.

—¿Por qué temes? —insistió—. Es el Tiempo del Cruce. Deseo tanto enviarte…, porque…, porque… —Dudó, en busca de palabras, mirando al suelo. Se ruborizó. Ella vio lágrimas brillando en sus ojos—. Nunca te haría daño. —Su voz era frágil—. Nunca. No lastimaría a nadie, y menos a ti. Yo… —Se detuvo—. Te amo, Elszabet. Deja que te envíe, por favor.

—Pero yo no quiero… —empezó a decir ella.

No obstante, se detuvo en mitad de la frase porque una poderosa ola de aturdimiento la invadió. Intentó respirar. Algo había sucedido. Las palabras, las lágrimas, el viento, la lluvia, todo se precipitó, barriéndola.

Sintió que se tambaleaba, como tantas otras veces, cuando un terremoto sacudía el terreno bajo sus pies; esa vieja sensación familiar de movimiento repentino y sorprendente, el mundo sacudiéndose desde sus cimientos.

Un gran abismo se abría ante ella, y Tom la invitaba a saltar. Contuvo la respiración y le miró incrédula, asustada por lo tentadora que era la oferta.

—Por favor —repitió él.

Algo rugía en sus oídos. ¿Hacer el Cruce? ¿Abandonar este cuerpo? ¿Dejar que le hiciera lo que le había hecho a Ferguson, a April, a Nick? ¿Darle la mano y dejar que repitiera el truco, caer a sus pies y yacer aquí, en el barro, muerta y sonriente?

No. No. No. No.

Era una locura. Toda esta charla de otros mundos y viajes instantáneos era una locura. ¿Cómo podría ser real? Cuando Tom enviaba a la gente, morían. Tenía un poder mortal. Morían. Eso debe de ser lo que les pasa, ¿no? No quería morir. Quería vivir, florecer, abrirse. Quería sentir paz en su alma, sólo por una vez en la vida, pero no morir. La muerte no era la respuesta.

Y sin embargo…, sin embargo… ¿Y si lo que Tom ofrecía no era muerte sino vida, una nueva vida, una segunda oportunidad?

Sintió una tentación irresistible, una presión que la arrebataba… El Mundo Verde, ese lugar maravilloso de alegría y belleza, ¿cómo podría no ser real? Las fotografías del Proyecto Starprobe, la sonrisa en la cara de Ed Ferguson, el sentido de absoluta convicción y fe que irradiaba de Tom…

¿Por qué no, por qué no, por qué no?

—De acuerdo. No tengo miedo —se oyó decir.

—Entonces dame la mano. Es el momento. Ahora te ayudaré a hacer el Cruce, Elszabet.

Ella asintió. Era como un sueño. Sólo tenía que darle la mano y dejar que la enviara al Mundo Verde. Sólo rendirse, y flotar, y marcharse. Sí. Sí. ¿Por qué no? Pensó en la sonrisa de Ed Ferguson. ¿Podía haber alguna duda? Tom tenía el poder. El cielo se abría y las barreras caían. De repente sintió la cercanía de esa silenciosa inmensidad oscura que era el espacio interestelar, apenas más allá de las nubes, y no sintió miedo. Dale la mano, Elszabet. Deja que te envíe. Ve. Ve. Este pobre mundo cansado y arruinado… ¿Por qué quedarte? Todo se ha acabado. Dile adiós y márchate. Mira lo que le ha pasado al Centro. Esto era el último santuario, y ahora también se acabó. No te queda nadie de quien preocuparte.

—Fuiste tan buena conmigo, ¿sabes? —decía Tom—. Nadie había sido tan bueno conmigo antes. Me aceptaste, me diste un lugar donde quedarme, me hablaste, me escuchaste. Me escuchaste. Todo el mundo cree que estoy loco, y está bien, porque a casi todos les gusta dejar a los locos aparte. Era más seguro de esa forma. Pero tú sabías que no estaba loco, ¿verdad? Lo sabes ahora. Y ahora voy a darte lo que más quieres. Pon tus manos sobre las mías. ¿Lo harás, Elszabet?

—Sí. Sí.

Tom la tomó de la mano.

Elszabet oyó que alguien gritaba su nombre de manera desesperada, pronunciando las sílabas con claridad: El Sza Bet, El Sza Bet. El extraño momento de hipnosis se rompió: retiró la mano y miró en torno. Dan Robinson llegaba corriendo. Parecía exhausto, casi al borde del colapso.

—¿Dan?

Él miró a Tom sin interés, casi como si no lo reconociera. Se dirigió a Elszabet con voz átona y sombría.

—Debíamos habernos marchado hace una hora. Hay un tiroteo. Tienen pistolas, lásers, Dios sabe qué. Se han vuelto locos desde la muerte de su líder.

—Dan…

—Todos los caminos de salida están bloqueados. Vamos a morir.

—No. Todavía hay una salida.

—No comprendo.

Ella señaló a Tom.

—El Cruce. Tom nos sacará de aquí. Nos enviará al Mundo Verde.

Robinson la miró sorprendido.

—Este lugar está acabado —continuó Elszabet—. El Centro, California, los Estados Unidos, el mundo entero. Lo hemos destruido. Todo se ha vuelto loco. ¿Cuánto crees que tardarán en volver a soltar la ceniza? ¿O las bombas, esta vez? Pero eso solamente sucederá aquí, en la Tierra. Fuera todo será distinto.

—¿Hablas en serio?

—Absolutamente, Dan.

—Increíble. ¿Crees que puedes ir a otro mundo así como así?

—Ferguson lo hizo. Y April. Y Nick.

—Esto es una auténtica locura.

—Puedes ver la sonrisa en sus caras. Es de pura felicidad. Sé que han ido a los mundos de las estrellas, Dan.

Robinson se volvió hacia Tom y lo estudió sorprendido. Tom sonreía, asintiendo.

—¿De verdad crees eso, Elszabet? ¿Él chasquea los dedos y ahí vas?

—Sí.

—Incluso aunque sea verdad, ¿cómo puedes dejarlo todo, abandonar tus responsabilidades y escaparte al Mundo Verde? ¿Podrías hacerlo?

—¿Qué responsabilidades? El Centro ha sido arrasado, Dan. Y si nos quedamos aquí, nos van a matar en la revuelta de todas formas. Tú mismo lo acabas de decir, ¿recuerdas?

Él la miraba; parecía incrédulo.

—Lo he pensado mucho —dijo ella—. Incluso aunque pudiéramos salir de aquí, no quiero quedarme aquí. Se acabó, hice lo mejor que pude, Dan. Lo intenté, lo intenté honestamente. Pero todo está destruido. Ahora quiero marcharme y empezar de nuevo en otro lugar. ¿No tiene sentido? Tom nos enviará al Mundo Verde.

—¿Nos enviará?

—A nosotros, sí. A ti y a mí. Iremos juntos. Mira, pon tus manos en las suyas. Hazlo, Dan. Vamos. Pon tus manos en las suyas.

Robinson dio un paso atrás y escondió las manos a la espalda como si ella hubiera intentado verterle aceite hirviendo. Sus ojos brillaban.

—¡Por el amor de Dios, Elszabet!

—No. Por nuestro propio bien.

—Olvida todo este absurdo. Mira, tal vez podamos escapar a través del bosque. Ven conmigo…

—Ven tú conmigo, Dan.

Otra vez le tendió la mano. Robinson retrocedió, temblando. Su piel había adquirido un tono casi amarillento.

—No nos queda tiempo, Elszabet. Vamos. Los tres, por el camino de los rododendros…

—Si eso es lo que quieres hacer, Dan, será mejor que te marches.

—No sin ti.

—No seas absurdo. Ve.

—No puedo dejar que mueras aquí.

—No moriré. Pero tú lo harás si no te marchas. Te deseo suerte, Dan. Tal vez nos volvamos a encontrar algún día, en el Mundo Verde.

—¡Elszabet!

—Crees que estoy completamente loca, ¿verdad?

Él meneó la cabeza y le tendió la mano como si intentara arrastrarla hasta el bosque por la fuerza, pero no llegó a tocarla. Se detuvo a mitad de camino, como temiendo que el contacto directo con ella pudiera enviarlos a los dos a las estrellas. Por un momento, permaneció en silencio. Abrió la boca y no emitió ninguna palabra, sólo un mudo jadeo. La miró por última vez y entonces se dio la vuelta y corrió hacia los dos edificios demolidos, perdiéndose de vista.

—Muy bien, entonces —dijo Tom—. ¿Estás preparada para ir ahora, Elszabet?

—Sí —dijo—. No. No…

—Pero… estabas lista hace un momento.

Retrocedió. El rugido en sus oídos había vuelto, esta vez incluso más fuerte. Escrutó en la oscuridad barrida por la lluvia, intentando localizar a Dan Robinson, pero él se había marchado.

—Déjame pensar —pidió. Tom empezó a decir algo, pero ella le detuvo con un gesto de urgencia—. Déjame pensar, Tom.

«¿De verdad crees eso?», había dicho Dan. ¿Él chasquea los dedos y ahí vas?

No lo sé, pensó Elszabet. ¿De verdad lo creo?

«¿Puedes dejarlo todo, abandonar tus responsabilidades, escaparte al Mundo Verde?», había dicho Dan luego.

No estoy segura, pensó. ¿Puedo hacerlo? ¿Puedo?

Tom la miraba sin decir nada, dejándola pensar. Elszabet seguía perdida en sus dudas.

¿Lo creo? Sí, pensó. Sí, porque no hay otra alternativa. Lo creo porque tengo que creerlo.

¿Y puedo sacudirme mis responsabilidades y marcharme? Sí, mis responsabilidades aquí han terminado. El Centro ha sido destruido. Mis pacientes se han marchado. No me queda nada que hacer.

Escrutó en la distancia una vez más, en busca de Dan Robinson. Habría sido tan maravilloso si él la hubiera acompañado, si los dos hubieran comenzado juntos sus nuevas vidas en el Mundo Verde, aprendiendo a vivir de nuevo, aprendiendo a amar… Habría salido bien, pensó. ¿No? Pero él había corrido hacia el bosque. Muy bien. Si eso es lo que necesita hacer, que lo haga. No comprende. Su Tiempo no ha llegado. Todavía.

—Creo que ya estás lista —dijo Tom.

Elszabet asintió.

—Vayamos los dos juntos al Mundo Verde, Tom. Tú y yo. ¿No sería bonito? Nos convertiremos en cristalinos y nos encaminaremos juntos al Palacio de Verano, y nos reiremos y hablaremos de este día, de la lluvia, del barro, de toda esta locura. ¿Sí? ¿Sí? ¿Qué dices? Cuando me envíes, envíate tú también. ¿Lo harás?

Tom guardó silencio largo rato.

—Ojalá pudiera —dijo por fin, suave, tiernamente—. Sabes que lo que más me gustaría hacer es ir al Mundo Verde contigo, Elszabet. Ojalá pudiera. Ojalá.

—Entonces hazlo, Tom.

—No puedo. Tengo que quedarme aquí. Pero al menos te ayudaré. Dame las manos.

Una vez más Tom tendió las suyas. Ella temblaba de arriba abajo, pero esta vez no retrocedió. Estaba lista. Sabía que lo estaba.

—Adiós, Elszabet. Y…, oye, gracias por escucharme, ¿sabes? —Su voz era muy gentil, y había en ella un dejo cercano a la pena—. Eso significó mucho para mí, cuando fui a tu oficina y me escuchaste. Nadie lo había hecho antes, excepto Charley algunas veces, aunque con él era diferente. Charley no es como tú.

Qué triste, pensó ella. Yo puedo ir y Tom, que hace todo esto por mí, tiene que quedarse.

—Ven conmigo.

—No puedo. Tienes que ir sin mí, ¿de acuerdo?

—Sí. De acuerdo.

—Ahora.

Él le agarró las manos. Elszabet contuvo la respiración y esperó. Un sentido de felicidad y gracia la invadía. Se sentía maravillosamente calmada y segura. Lo había hecho aquí lo mejor que había sabido, pero ahora era realmente el momento de marcharse. Una nueva vida empezaría para ella en un mundo nuevo. Le pareció que nunca antes había sentido tanta certeza.

Sintió un repentino momento de tensión, una tensión que jamás había experimentado, una especie de suspensión del alma; y entonces vino una descarga de liberación. Lo último que vio fue la cara de Tom llena de amor desesperado hacia ella. Entonces el color verde creció a su alrededor como una fuente de luz enjoyada, y se sintió enviada, iniciando el maravilloso viaje.

9

Parecía un campo de batalla. La lluvia caía cada vez con más fuerza, y los jardines, el césped y las praderas se habían convertido en un mar de suciedad; todos los edificios se hallaban arrasados o ardían, o ambas cosas. Algunas personas deambulaban como ciegos, tambaleándose bajo la tormenta, y otros varios se acurrucaban bajo los coches y autobuses, disparándose mutuamente. Tom miró por última vez a la mujer sonriente que yacía a sus pies, y se marchó. La voz de Elszabet pidiéndole que le acompañara todavía resonaba en sus oídos, y la suya propia contestando que no podía, que no podía, que no podía.

¿Cómo podría marcharse ahora, cuando el Cruce estaba apenas empezando?

Se preguntó si lo terminaría alguna vez. Había tantos por enviar… Y él era el único con el poder, ¿no? Tal vez pudiera enseñar a otros. Pero incluso así, había tantos que tenían que ir… Y como tantas otras veces, pensó en Moisés, conduciendo a su pueblo a la tierra prometida y contemplándola desde lejos, pues el Señor le había dicho: «Te permitiré que la veas con tus ojos, pero no irás más allá».

¿Qué le iba a pasar a él?

Tom miró al cielo, intentando ver las estrellas más allá de las nubes. Aquellos imperios dorados esperando, los seres como dioses, aquellas ciudades resplandecientes de millones de años de antigüedad…

Vosotros, Kusereen, que planeasteis todo esto… ¿Es ése vuestro plan? ¿Usarme solamente como el instrumento, el vehículo, y entonces dejarme cuando el mundo acabe?

No podía creer que fuera así. No quería. Vendrían por él al final, cuando todos los otros hubieran hecho el Cruce. Tenían que hacerlo.

Pero tal vez no lo harían. Tal vez le dejarían aquí, solo. ¿Cómo podía pretender comprender a los Kusereen? Bueno, pensó, si es así, que así sea. Lo averiguaré cuando llegue el momento. Mientras tanto, tenía trabajo que hacer.

Charley se le acercó, cubierto de barro.

—Aquí estás. Creí que no iba a volver a encontrarte.

Tom sonrió.

—¿Estás dispuesto para tu Cruce ahora, Charley?

—¿Lo estás haciendo de verdad? ¿Envías a la gente? ¿Al Mundo Verde y los otros sitios?

—Eso es. Los he estado enviando toda la mañana. A mundos diferentes, el Mundo Verde, los Nueve Soles, a todos ellos. Incluso he enviado a Stidge. Intentó matarme con el punzón y lo envié.

Charley se sorprendió.

—¿Que lo enviaste? ¿Dónde fue?

—A Luiiliimeli.

—Lolymoly. Al viejo Lolymoly. Espero que sea feliz allí. Ese maldito Stidge… Ir a vivir a Lolymoly…

Charley se echó a reír. Miró a Tom, casi sin verlo. Parecía perdido en sus propios sueños sobre los otros mundos. Entonces salió de su ensimismamiento y dijo, con voz diferente, en un tono rápido, como de negocios:

—Vale, salgamos de aquí, Tom.

—No puedo. Todavía no puedo. Tengo unas cuantas cosas que hacer primero.

—Cristo. Cristo. Tom, ¿qué pasa contigo? Busquemos la furgoneta y marchémonos antes de que uno de esos locos nos pegue un tiro. ¿No los ves cómo se están matando?

—¿Quieres hacer el Cruce, Charley?

—Muchas gracias, pero no es eso lo que tengo en mente.

—Te daré el Mundo verde.

—Gracias igualmente —repitió Charley.

Entonces dijo algo más, pero Tom no pudo entenderlo. Todo ese ruido, los gritos, el tamborileo de la lluvia… La turba pasó envolviéndolos y Charley fue arrastrado por ella. Tom se encogió de hombros. Bueno, tal vez no era el tiempo de Charley todavía. Se dio la vuelta.

A su alrededor, la gente tropezaba y caía por todas partes. De vez en cuando alguien se le acercaba con lo que parecía una súplica en los ojos, y Tom lo tocaba y lo enviaba a uno de los mundos que los recibían. Al cabo de un rato vio otra cara familiar surgir de la confusión, un hombre con ojos azules y el rostro picado de viruelas.

—¡Hola, Buffalo! ¿Cómo te va?

—Tom… Eh, ése de allí es Charley, ¿no?

Tom se volvió. Por un momento vio a Charley una vez más, intentando abrirse camino entre un grupo de seis o siete exaltados.

—Sí. Es Charley. Estaba con él antes, pero nos separamos. Mira, ahí viene.

Charley consiguió zafarse de la multitud y corrió hacia ellos, agitado, con la cara cubierta de lluvia y sudor.

—Hola, Buffalo. Cristo, me alegro de verte.

—Charley, ¿y los demás?

—No hay nadie. No quedamos más que tú y yo. Y tal vez Mujer, pero no estoy seguro. Vamos a buscar la furgoneta, ¿vale? Tenemos que salir pitando de este sitio.

—Apuesta a que sí.

—¿Y tú, Tom? —dijo Charley—. Ven con nosotros. Nos vamos al sur, como habíamos dicho.

Tom asintió.

—Tal vez dentro de un rato, unas pocas horas.

—Nos vamos ahora. Quedarnos aquí es una locura.

—Entonces marchaos sin mí.

—Por el amor de Dios…

—Tengo que quedarme unas cuantas horas. La gente de aquí me necesita. No puedo ir todavía. Dentro de un rato sí. Tal vez al anochecer.

Sí, pensó, al anochecer. Entonces ya habría hecho todo lo que tenía que hacer, y podría marcharse a otro sitio. Había hecho amigos aquí y los había enviado a las estrellas. Ahora enviaría a unos pocos más, a los que habían seguido al hombrecito negro de San Diego, al taxista. Y entonces encontraría a Charley y a Buffalo y se marcharía con ellos. Iría a otro lugar. Haría nuevos amigos. Los enviaría también.

—Id a buscar la furgoneta —dijo Tom—. Eso os llevará un rato. Más tarde iré al bosque y me reuniré con vosotros, ¿de acuerdo?

Miró más allá de los dos saqueadores y le pareció que podía ver a Elszabet sonriendo. «Ven conmigo», había dicho. No puedo, le había contestado. Muy bien. Pobre Tom. Apenas podía pensar en ella. ¿Dónde estaría? En el Mundo Verde, allí. Al menos le había dicho que la amaba. Al menos se las había arreglado para decirlo. «Ven conmigo», le había dicho ella. Cuando pensaba en aquello, sentía ganas de llorar. Pero no podía permitírselo. Hoy no tenía tiempo para las lágrimas. Tal vez más tarde. Había tanto trabajo por hacer… Caminar entre esa gente, tocarlos, ayudarlos a marchar. Elszabet resplandecía en su mente con el brillo de un sol nuevo. «Ven conmigo, ven conmigo». No puedo, le había dicho. Meneó la cabeza.

Charley y Buffalo aún permanecían allí, mirándole.

—¿Vas a quedarte por fin? —preguntó Charley.

—Sólo unas pocas horas —repitió Tom muy suavemente—. Entonces tal vez me reúna con vosotros. Id a buscar la furgoneta, ¿de acuerdo, Charley? Id a buscar la furgoneta.

10

A Dan Robinson le parecía haber estado corriendo durante horas; el corazón le latía como una máquina incansable, y las piernas le conducían sin esfuerzo por el terreno empapado. Sabía que era la furia lo que le mantenía así. Hervía de una rabia tan intensa que solamente podía contenerla con esta furiosa huida a través del bosque. La locura andaba suelta por el mundo, el Centro estaba en ruinas, Elszabet muerta…

Elszabet muerta.

«Pon tus manos en las suyas», había dicho. «Confía en mí y hazlo, Dan. Hazlo. Pon tus manos en las suyas».

No tenía idea de dónde se encontraba. A estas horas podría estar en el otro extremo del bosque, o quizás había corrido en círculo, recorriendo una y otra vez su propio camino. No había marcas para guiarse. Cada pino parecía exactamente igual que el anterior. El cielo, lo poco que podía ver a través de las copas de los gigantescos árboles, estaba oscuro. Pero no podía decir si se debía a la caída de la tarde o simplemente a un efecto de la tormenta que arreciaba.

Sabía que no podría correr mucho más, pero tenía miedo de detenerse. Si lo hacía, tendría que pensar. Y había demasiadas cosas en las que no quería pensar ahora.

«Tom nos enviará al Mundo Verde», había dicho ella. «A ti y a mí. Iremos juntos». Parecía tan tranquila, tan segura de sí misma… Eso era lo peor, su calma. Todavía podía oírla: «Ahora sólo quiero marcharme y empezar de nuevo en otro lugar. ¿No tiene sentido? Tom nos enviará al Mundo Verde». En ese momento, ella quedó fuera de su alcance. Al verla así, estuvo a punto de golpearla. Pero todo lo que pudo hacer fue darse la vuelta y correr, y todavía no había parado de hacerlo.

De repente, en su mente se abrió paso un sonido como el distante rugir del mar. Sombras titilantes de luz verde danzaron en su interior. Así que ni siquiera aquí había escape a las visiones… Todavía estaba infestado por la locura general.

No, pensó. ¡Fuera de mi cabeza!

«Tom nos enviará al Mundo Verde», había dicho ella. «A ti y a mí».

Robinson se preguntó si habría sido capaz de impedirle hacerlo si se hubiera quedado con ella, si hubiera intentado hacerla razonar, si la hubiera apartado de Tom por la fuerza, de ser necesario. No, maldición. No habría podido hacerlo. Ella ya se había decidido. Se había vuelto completamente loca. Tal vez, pensó, ver a la multitud arrasar el Centro la había desequilibrado. Había querido tomarla por los hombros y sacudirla, decirle que era una locura suicida entregarse al poder que Tom tenía, poner las manos en las suyas y caer muerta en redondo con aquella maldita sonrisa de felicidad en la cara.

El sonido del mar se hizo más intenso; una ola se alzó y restalló. El aire a su alrededor se volvía denso, cubierto por una pesada capa verde. Oyó música lejana, tintineante, como agujitas de sonido plateado.

Notó que la punta del zapato tropezaba contra la raíz desnuda de un pino gigantesco, y resbaló y se precipitó al suelo. Al intentar recobrar el equilibrio, mientras manoteaba en el aire, lo mejor que pudo hacer fue intentar abrazarse la cabeza para protegerla del golpe, y trató de rodar con la caída. Aterrizó bruscamente contra el hombro y la cadera izquierdos.

Yació allí durante un momento, conmocionado, boquiabierto, los brazos extendidos, la mejilla hundida en el barro. No hizo ademán de incorporarse. Por primera vez sintió el cansancio de su larga carrera bajo la lluvia: espasmos musculares, dolor, náuseas. La luz verde se hizo más brillante en su mente. Nada que pudiera hacer podría repeler aquella visión. El cielo verde, la niebla densa, la música intrincada, aquellos pabellones resplandecientes…

—Sal de mi cabeza… —dijo con voz desesperada, y golpeó con los puños el suelo empapado por la lluvia.

Vio las figuras cristalinas moviéndose delicadamente por aquel paisaje verde sin mácula. Los cuerpos altos y delgados, los brillantes ojos facetados, los miembros resplandecientes como espejos. Príncipes y princesas, damas y señores. Dan recordó lo mucho que había deseado tener su primer sueño espacial, cuánto había esperado para que esas visiones fluyeran a su mente, lo excitante que le había parecido la primera vez, cuando había corrido a altas horas de la noche a la cabaña de Elszabet, como un colegial, para contárselo.

Ahora no deseaba otra cosa sino deshacerse de aquello. Por favor, pensó. Vete. Por favor. Vete…

Le hablaban. Le decían sus nombres… «Somos la Tríada Misilyna», decían, «y nosotros somos los Suminoors, y nosotros los Gaarinar, y nosotros…»

—No. No quiero saber nada de vosotros, lo que quiera que seáis. Sois fantasmas, alucinaciones.

«Te amamos», dijeron. Aquel extraño susurro reverberaba en su mente.

No quería su amor. Se retorció de furia, de desesperación.

«Alguien que conoces está entre nosotros», dijeron.

—No me importa —les dijo insolente, casi malhumorado.

«Ella quiere hablar contigo», dijeron.

Se quedó allí tumbado, mojado, aturdido, helado, sintiéndose perdido. Pero entonces oyó un tipo de música diferente, más rica, más profunda, más cálida, y una nueva voz, delicada y plateada como las otras, aunque menos extraña, que le llamaba por su nombre a través del gran abismo del espacio.

Alzó la cabeza, sorprendido. Conocía esa voz. Sin ninguna duda, la conocía. Así que después de todo está allí, se dijo. Pudo sentir el asombro nacer y crecer en su interior. Realmente ella está allí. Y eso lo cambia todo, ¿verdad?

No se atrevió a moverse. ¿Lo había oído de verdad? Otra vez, pensó. Por favor, otra vez. Y la voz acudió a su mente una vez más, llamándole de nuevo. Sí, sabía que era real. Y al sonido de esa voz sintió que toda resistencia comenzaba a abandonarle, y su furia, su miedo y su pena le abandonaron como un manto que se aparta.

Se incorporó, preguntándose si todavía quedaba tiempo de encontrar a Tom en toda aquella locura, y empezó a caminar lentamente bajo la lluvia hacia la brillante luz verde que resplandecía ante él en los cielos.


FIN
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