Sexta parte

Sé más cosas que Apolo;

pues a veces, cuando él duerme,

contemplo las estrellas en sus guerras mortales

y el firmamento herido de muerte.

La luna abraza a su pastor

y la reina del amor a su guerrero,

mientras una le pone los cuernos a la estrella del día

y la otra al mariscal celeste.

Y mientras, canto: «¿Hay comida, alimento,

alimento, bebida o ropa?

Vamos, dama o doncella,

no tengas miedo.

El Pobre Tom no estropeará nada».

La Canción de Tom O’Bedlam

1

Elszabet sintió que uno de los sueños se apoderaba de ella mientras estaba aún despierta. En los principios, cuando la espiral de irrealidad comenzaba a invadir su conciencia, había sido aterrador, pero ya no. Un montón de cosas que la aterrorizaban habían dejado de hacerlo. No estaba segura de si debía preocuparse por ese hecho.

Yacía en la hamaca que colgaba de una pared a otra en la esquina de su cuarto, leyendo, pasando el rato, no dispuesta todavía a meterse en la cama. Faltaba poco menos de una hora para la fría medianoche otoñal, y una brisa marina soplaba entre los árboles. Y de pronto fue consciente de que el sueño estaba allí, llamando a la puerta de su mente, y ella lo dejó entrar, dándole la bienvenida.

Otra vez el Mundo Verde. Bien. Bien. A estas alturas ya había tenido también todos los otros sueños, la gama completa, los siete, a veces dos o tres la misma noche.

Había pasado una semana desde que el misterioso vagabundo, Tom, apareciera en el Centro, y durante todos esos días los sueños se le habían presentado nítidos y rápidos. ¿Habría alguna conexión? Parecía que sí, aunque le resultaba difícil comprender cómo era posible. En la semana que Tom llevaba allí, Elszabet había visto los Nueve Soles, las Estrella Doble Uno, Dos y Tres, la Esfera de Luz y el Gigante Azul.

Pero de todos los sueños, el que más le gustaba era el del Mundo Verde. En todos los otros mundos no era más que un observador sin cuerpo, un ojo invisible que flotaba por encima del extraño paisaje alienígena; pero cuando entraba en el Mundo Verde era partícipe de la vida del planeta, se adentraba en su rica y sofisticada cultura. Acudía a conocer el lugar y sus habitantes, y ellos a conocerla a ella. Y así, cada noche, en cuanto se iba a dormir, Elszabet esperaba que se le permitiera ir una vez más a ese lugar encantador donde empezaba a sentirse —que Dios la ayudara— como en casa.

Aquí viene. El Mundo Verde. Hola, hola.

Era como si no se hubiera marchado nunca de allí, como si nunca hubiera habitado ese lugar ruidoso y problemático llamado la Tierra, donde pasaba la otra parte de su vida. Era el día del Doble Equinoccio, y las Tríadas acudían a la gran sala para verlo. Aquí estaban los Misilynos, unidos brazo con brazo y con brazo, y tras ellos los elegantes y deliciosos Suminoors, y los de más allá… ¿no eran acaso los Thilineeru? Los Thilineeru se habían unido a los Gaarinar, según se rumoreaba, y evidentemente el rumor era cierto, porque allí estaban los Gaarinar, que brillaban con una inconfundible textura thilineeru, un resplandor como el tintineo de campanas.

¿Y éste quién era? ¿Quién era esta figura oscura con ese gran ojo saltón que destacaba en su cabeza como un domo amarillo? Se movía serenamente por la habitación seguido por un gran cortejo, y de todas partes la gente se acercaba a presentarle sus respetos. Elszabet pensó que lo había visto con anterioridad —o tal vez había sido a alguien de su raza—, pero no estaba segura de dónde.

Ah, ahora lo estaban presentando: un tintineo de sonido plateado danzaba en el aire, diciendo que éste no era otro sino el enviado Sapiil, Su Excelencia Horkanniman-zai, ministro plenipotenciario del imperio de los Nueve Soles y alto representante de Lord Maguali-ga ante todas las naciones. ¡Qué impresionante colección de títulos, qué extraordinario personaje! Elszabet esperó su turno para saludarle. «Ven», le dijo Vuruun, que había sido embajador ante los Nueve Soles en el tiempo de la Presidencia Skorioptin, de bendito recuerdo, «déjame presentarte». Y la adelantó hasta que Su Excelencia Horkanniman-zai reparó en ella. El enviado de los Sapiil extendió un miembro negro y grueso como un látigo a modo de saludo, y ella lo tocó con uno de sus dedos cristalinos, como había visto hacer a los otros, y se sintió inundada por la luz de nueve soles centelleantes.

«Es un regalo», dijo amablemente el enviado de los Sapiil. Y entonces se dio la vuelta, recalcando a uno de los Suminoors que ésta era la tarde más hermosa que había pasado desde el año pasado, en la investidura del Gran Delegado Kusereen ante Vannannimoli-nan, cuando los bailarines flotantes Poro le habían dedicado impulsivamente una sesión de representaciones, y…

Elszabet no oyó más de la historia. El enviado Sapiil había continuado moviéndose. Ahora estaba de espaldas a ella, enmarcado por luces verdes en la ventana norte de la sala. Pero no importaba; había otras diversiones. Habían llegado visitantes de toda la galaxia para ver el Doble Equinoccio. Algunos llevaban los cuerpos de sus mundos nativos; otros, no tan compatibles con las condiciones locales, habían adoptado la forma cristalina. En la habitación resonaba la charla de cincuenta imperios. «Tres Hojas del Imperio y un Magistrado», decía alguien. «¿Puedes imaginártelo? En la misma habitación». Y alguien más dijo: «Eran del Noveno Zygeron, estoy seguro. ¿Has visto alguno antes?». Y una especie de susurro: «Ella es de la Duodécima Poliarquía, bajo la gran estrella Ellulli-mülu. Han pasado años desde que estuvo uno aquí. Bien, por supuesto, es el Doble Equinoccio, pero incluso así…»

Desde algún lugar muy lejano le llegó un sonido insistente, sorprendente: Rat-tat-tat, rat-tat-tat.

Ella se volvió, buscando a uno de los Gaarinar para preguntarle algo sobre la princesa de la Poliarquía, el ser de Ellullimiilu.

Rat-rat-rat. Rat-tat-tat.

—Soy yo, Elszabet. Dan. Tengo que hablar contigo.

¿Dan? ¿Dan?

Se incorporó, parpadeando confundida, todavía envuelta en las delicadas zarabandas y minuetos de la gente del Mundo Verde. ¿Quién era Dan? ¿Por qué hacía ese ruido? ¿No sabía que ésta era la noche del Doble Equinoccio y…?

Más llamadas.

—¿Estás bien? Mira, si no me contestas voy a entrar ahí dentro para ver si…

—¿Dan? —preguntó, intentando librarse de la confusión—. Dan, ¿qué pasa? ¿Qué hora es?

—Casi medianoche. No quiero parecer un intruso, pero…

—De acuerdo. Espera un segundo.

Se frotó los ojos. Casi medianoche. Estaba en la hamaca, con un libro abierto boca abajo en su regazo. Debo de haberme quedado dormida. Soñaba. El Mundo Verde. El Doble Equinoccio, ¿no era eso? Había un embajador de los Nueve Soles, y alguien del Gigante Azul, y del Noveno Zygeron, fuera lo que fuese. Oh, Dios. Dios.

El brusco final de la visión interrumpida todavía restallaba en su cerebro. Se llevó las manos a las sienes. El dolor era casi insoportable.

—¿Elszabet?

—Ya voy…

Pasó las piernas por encima de la hamaca, se paró un momento con los pies apenas tocando el suelo, inspiró profundamente dos o tres veces, y se preguntó si sería capaz de conservar el equilibrio cuando se levantara. Estaba temblando. Dejarse arrastrar tan profundamente, volverse tan dependiente…

Era como una droga, pensó. Como un narcótico.

—Espera un segundo, Dan. Me… cuesta trabajo despertar, supongo.

—Lo siento. Vi la luz encendida y pensé…

—Está bien. Sólo un segundo.

Se obligó a calmarse. Los últimos reflejos de radiación verde se desvanecían de su mente. Se acercó a la puerta.

Él estaba en el umbral: una figura oscura recortada contra la oscuridad, los ojos muy blancos, muy abiertos. Cuando entró, Elszabet vio que miraba alrededor nerviosamente, que se había ruborizado: un tono rosáceo distinto destacaba bajo el color de chocolate. Nunca lo había visto tan agitado. El relajado, el tranquilo Dan. Cerró la puerta tras de sí y buscó algo que ofrecerle, un poco de alcohol, una cápsula tranquilizante, cualquier cosa que sirviera para calmarle. Él negó con la cabeza.

—¿Te importa si tomo una yo? —dijo ella, temblando. Sacó una y el vapor tranquilizante recorrió el camino de su nariz a su corteza cerebral en medio microsegundo. Ah, eso estaba mejor—. ¿Qué sucede, Dan?

Él se había sentado al borde de la cama, y parecía como si hubiera acabado de correr diez kilómetros y no pudiera recobrar el ritmo respiratorio.

—Parece un poco estúpido, pero creí que debía venir corriendo y decírtelo de inmediato, eso es todo.

—Dan, ¿qué ha pasado? —dijo ella, un poco irritada. Aunque probablemente no era su intención, él estaba siendo exasperante—. ¿Vas a decírmelo de una vez o no?

—Acabo de tener uno ahora mismo. Un sueño espacial. El primero.

—Ah. Ahora comprendo por qué estás tan sobresaltado.

—Después de todos estos meses intentando analizar los datos y las imágenes de otras personas, sin tener la más mínima idea de qué demonios experimentan en realidad…

—Oh, Dan. Dan, me alegra tanto que te haya sucedido por fin…

—Era el Estrella Doble Uno. Cerré los ojos y ¡bang! Allí estaba, sol rojo, sol azul, bloque de alabastro, y la cosa grande con cuernos encima. Había dos o tres seres iguales un poco más allá, excavando un pozo o algo parecido. ¡Era tan claro, Elszabet! Estaba absolutamente convencido de que era real. Demonios, no hace falta que te lo diga, pero… no pude evitar sentirme anonadado… Todo este tiempo preguntándome si iba a experimentarlos alguna vez, preguntándome qué estaba mal, por qué me encontraba bloqueado… —Sonrió—. Tenía que decírselo a alguien. A ti. Vine corriendo y vi que tenías la luz encendida, y… ¿Estás molesta porque te haya despertado por algo tan trivial?

—Es que estaba en mitad de un sueño yo también —dijo ella amablemente—. ¿Sabes cómo sienta que te despierten de un sueño?

—¿Era un sueño espacial?

—El Mundo Verde, más rico y más complejo que nunca.

—Lo siento.

Ella se encogió de hombros.

—Me alegro por ti, Dan. Me alegra que vinieras a decírmelo. Y no digas que es trivial. Estos sueños pueden ser cualquier cosa, pero no triviales.

—¿Por qué crees que por fin he tenido uno esta noche, Elszabet?

—Supongo que te tocó el turno.

—¿Quieres decir… un proceso aleatorio? No, no me parece que sea por eso.

—¿A qué te refieres?

Dan guardó silencio un momento.

—Siempre he sido un hombre de teorías rápidas, aunque a veces mis teorías no se sostienen, ¿no?

—No soy el Tribunal de Censores. ¿Qué es lo que piensas, Dan?

—Es por Tom.

—¿Tom?

—Su estancia aquí. Un efecto de proximidad. Mira, ¿has visto las estadísticas de la semana? La frecuencia de sueños espaciales se ha triplicado desde que él está aquí. Tú misma lo has experimentado, ¿no?

—Sí. Así es.

—Y acabas de decir que tu sueño era el más rico y complejo de todos los que has tenido, ¿no es cierto? ¿Qué tenemos entonces? La frecuencia de los sueños se ha incrementado entre los sujetos susceptibles a ellos. Aparentemente, su intensidad también ha ido en aumento. Y ahora alguien que ha demostrado un cien por cien de no susceptibilidad a los sueños desde que el asunto comenzó, empieza a tener uno. Algo nuevo sucede. ¿Cuál es el factor que ha cambiado esta semana? Tom. Un individuo muy raro, probablemente esquizofrénico, de quien todos estamos de acuerdo en que desprende un aura diferente, una definida vibración de fuerza psíquica. ¿No fuiste tú la primera en observarlo, no has notado en cada una de las conversaciones que has mantenido con él la sensación de que posee un tipo de poder peculiar?

—Absolutamente. Pero eso, ¿a qué nos lleva? ¿A que Tom es la fuente de los sueños espaciales?

—Tiene más sentido que mi última idea, que son una emisión de una nave espacial que se aproxima, ¿no?

—¿Quieres mi honesta opinión?

—Adelante.

—Tengo que admitir que se me había ocurrido lo mismo, que había algún lazo de unión entre la presencia de Tom en el Centro y la forma en que los sueños se han hecho más frecuentes. Pero, por eso mismo, creo que prefiero la teoría de la nave espacial.

—Leo Kresh la rebatió. No ha habido tiempo suficiente para que nuestra Starprobe haya alcanzado su destino y generado una respuesta en los habitantes de…

—¿Y por qué tiene que estar por medio la Starprobe, Dan? Suponte que no hay relación. Una nave espacial se acerca desde Dios sabe donde, y nos lanza imágenes de otros sistemas solares. No tiene por qué estar conectado con el hecho de que enviáramos hace una generación una sonda interestelar.

—Ahora eres tú la que está multiplicando hipótesis. Claro, eso podría ser, pero no tenemos razones para pensar que sea efectivamente lo que pasa. Sin embargo, tenemos aquí a Tom en un momento en que el modelo de los sueños está cambiando significativamente.

—Coincidencia. ¿Por qué la presencia de Tom debería tener la más mínima relevancia?

—¿Estás jugando al abogado del diablo, o tienes alguna razón para no querer aceptar la hipótesis sobre Tom?

—No lo sé. Una parte de mí dice que sí, que tiene que ser Tom, que es obvio. Y otra parte dice que no tiene sentido. Incluso asumiendo que sea posible que alguien transmita imágenes a la mente de los otros, ¿cómo se sostiene eso? No olvides que los sueños han aparecido por todo el Oeste, Dan. Tom no puede estar en todas partes a la vez. San Diego, Denver, San Francisco…

—Tal vez existen varias fuentes. Varios Tom, deambulando de un lado a otro.

—Oh, Dan, por el amor de Dios…

—O tal vez no. No lo sé. Lo que pienso es que este hombre padece una psicosis tan poderosa que es capaz de transmitirla a otras personas. Una especie de tifus psíquico, capaz de esparcir alucinaciones a miles de kilómetros de distancia. Y cuanto más cerca estás de él, más frecuentes e intensas son las alucinaciones, aunque la proximidad puede ser sólo un factor determinante, más significativo en el caso de tipos con baja susceptibilidad, como es mi caso. Pero, ¿qué me dices de April Cranshaw, que parece tener un índice inusitadamente alto de susceptibilidad? Ha estado teniendo un sueño tras otro toda la semana, dormida o despierta.

—¿Y Ed Ferguson? Por lo que sé, es el único que no ha mostrado susceptibilidad en absoluto. Creo que aceptaría mejor tu idea si Ferguson tuviera finalmente un sueño.

—¿Y qué quieres que hagamos, despertarle y preguntárselo?

—Creo que podemos esperar hasta mañana por la mañana, Dan.

—Claro, eso tiene sentido. Y también deberíamos entrevistar a April. Meterla en la misma habitación que Tom, a ver si hay efectos hipersensitivos bajo proximidad directa. Eso sería bastante fácil de arreglar… —Se inclinó hacia delante, mirando el desnudo suelo de madera. Después de un momento, continuó—: ¿Sabes, Elszabet? El sueño que tuve fue la cosa más maravillosa que he visto en mi vida. Ese extraño paisaje, los colores, el cielo encendido, como la más grande puesta de sol que haya existido nunca…

—Espera hasta que veas el resto. La Esfera de Luz. Los Nueve Soles. El Mundo Verde. Especialmente el Mundo Verde.

—¿Aún más hermoso que Estrella Doble Uno?

—Tan hermoso que asusta.

—¿Asusta?

—Sí. El sueño que estaba teniendo cuando llamaste a la puerta… Estaba molesta contigo, sí, por interrumpirlo. De la misma manera en que Coleridge debió molestarse cuando soñaba a Kublai Khan y el tipo de Porlock vino a molestarlo. ¿Conoces la historia? Pero en cierto modo, me alegra que me sacaras de allí.

»Estos sueños son como drogas. Ahora, la mitad del tiempo no sé si vivo aquí y sueño lo que veo allí, o si es al revés. ¿Me comprendes, Dan? Me asusta estar tan metida en ellos. Hay veces en que, cuando despierto de uno de esos sueños, pienso que estoy perdiendo la cordura, la poca cordura que me queda. —Tiritó y cruzó los brazos sobre el pecho—. Hace frío aquí, ¿no? El verano parece que termina… ¿Sabes otra cosa, Dan? Los sueños están comenzando a superponerse. Esta noche he visto a figuras sacadas de los Nueve Soles y del Gigante Azul asistiendo a una fiesta en el Mundo Verde, como si todos los sueños estuvieran uniéndose en un gran show. Eso es nuevo. Y me asusta.

—Todo esto es muy extraño, Elszabet.

—Ojalá tuviera la más mínima idea de lo que está pasando… ¿Una epidemia de sueños idénticos, que envuelve a cientos de miles de personas? ¿Cómo? ¿Cómo? ¿Emisiones de una nave alienígena? ¿Un psicótico itinerante que esparce aleatoriamente locas visiones? Tal vez todos nos estamos volviendo psicóticos. La última convulsión de la sociedad occidental industrializada: nos volvemos todos locos y desaparecemos en nuestros sueños.

—Elszabet…

—No sé. No sé nada.

—Es tarde. Deberíamos intentar dormir un poco. Por la mañana intentaremos comprobar todo esto, ¿de acuerdo?

Robinson se levantó y se dirigió a la puerta. Elszabet sintió un repentino escalofrío de temor, aunque no supo por qué. Con una voz que era poco más que un susurro, de pronto, sin que ella misma lo esperara, se dirigió al hombre.

—No te vayas, Dan, por favor. ¿Querrías quedarte conmigo?

2

La mujer, Elszabet, no había dormido bien la noche pasada. Tom podía verlo claramente. Se hallaba intranquila, el puño de su corazón aún más cerrado que de ordinario. Tenía ojeras, y sus mejillas estaban pálidas y hundidas. Lástima, pensó. No le gustaba ver a nadie infeliz, especialmente a Elszabet. Era tan amable, tan buena, tan sabia. ¿Por qué tenía que estar tan preocupada?

—¿Sabes? —le dijo—, me recuerdas a mi madre. Acabo de darme cuenta.

—¿Querías a tu madre, Tom?

—Siempre preguntas cosas así, ¿no?

—Bueno, si dices que te la recuerdo, quiero saber cómo te sentías con respecto a ella. Así sabré cómo te sientes respecto a mí. Eso es todo.

—Oh. Lo que siento es muy bueno. Me escuchas, me prestas atención, te agrado… La verdad es que no me acuerdo mucho de mi madre. Su pelo era rubio, me parece, como el tuyo, tal vez. Lo que quiero decir es que eres el tipo de persona que me hubiera gustado que fuera mi madre. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Ella sonrió, y la sonrisa aflojó un poco la tirantez en su interior. Tom pensó que debería sonreír más a menudo.

—¿Dónde creciste, Tom?

—En un montón de sitios. En Nevada, creo. Y en Utah.

—¿Quieres decir en Deseret?

—En Deseret, sí, así es como lo llaman ahora. Y en Wyoming, aunque claro, no se puede vivir mucho en Wyoming a causa de la ceniza que trae el viento de Nevada, ¿verdad? Y en algunos otros sitios. ¿Por qué?

—Por curiosidad. No me parecía que fueras de California.

—No. No. Aunque he estado en California antes. Hace tres años, creo. En San Diego. Estuve allí cinco o seis meses. Me gusta San Diego, es bonito y cálido. Aunque hay toda clase de gente rara. Muchos de ellos ni siquiera hablan inglés. Son forasteros. Africanos, sudamericanos. Conocí a algunos allí.

—¿Qué te llevó a San Diego?

—Viajaba. Me atrapó el viento caliente un día. ¿Sabes lo que es el viento caliente? La radiación. Eso fue cuando vivía en Nevada. Puedo sentirlo, ¿sabes?, puedo sentir cuando el viento trae radiación. Hace que mi cabeza tintinee por dentro, justo aquí, en el lado izquierdo Y lo sentí venir. Pero… ¿adonde se puede ir? Ese desagradable viento del este recoge la radiación en Kansas y la sopla y la sopla y la sopla lo menos hasta Nevada. No hay sitio donde esconderse. No os llega hasta aquí, ¿no? Esto está muy al oeste.

»Pero recibí una dosis, y estuve enfermo durante una temporada; se me cayó el pelo, ¿sabes? Así que pensé que descansaría en San Diego hasta que me encontrara mejor. Entonces me marché. Me cansé de los extranjeros. Nunca me quedo mucho en el mismo sitio. Nunca se sabe cuándo va a lastimarte alguien.

—Nadie va a lastimarte aquí, Tom.

—Oh, tú no me lastimarás, pero eso no quiere decir que otro no lo haga. Ni siquiera aquí. Pobre Tom, siempre vagabundeando. Y el vagabundeo no parará hasta que lleguen los Últimos Días y hagamos el Cruce. Pero los Últimos Días ya están casi aquí, lo sabes.

Ella se inclinó, tensa, hacia delante. Eso le sucedía cuando trataba ese tema. Era la tercera o cuarta vez que hablaba con ella esta semana, en este mismo sitio, en la oficina con la gran pantalla verde en la pared, y cada vez que mencionaba el Cruce, o los otros mundos, o algo parecido, había visto claramente el cambio en ella.

—¿Quieres contarme más cosas sobre el Cruce, Tom?

—¿Qué quieres saber?

—Todo lo que quieras contarme.

—Hay tanto que no sé por dónde empezar.

—¿Vamos a ir todos a las estrellas? ¿Es eso? ¿Saltar al espacio y empezar nuevas vidas en otros mundos?

—Eso es, sí.

Ella tenía delante una maquinita, algo para grabar sus palabras. Tom vio una luz brillando. Bueno, estaba bien. Confiaba en ella. Nunca había confiado en mucha gente, pero en ella sí. Ella no haría nada que pudiera lastimarlo.

—Quiero decir, no vamos a ir en nuestros cuerpos de ahora. Vamos a dejarlos aquí, y solamente nuestras esencias irán a los nuevos mundos.

—¿Y nos darán otros cuerpos allí? Si vamos al Mundo Verde, por ejemplo, ¿conseguiremos cuerpos cristalinos, con la piel resplandeciente y las hileras de ojos?

Tom la miró.

—¿Conoces el Mundo Verde?

—Los conozco todos, Tom.

—¿Y sabes que son reales?

—No, eso no. Solo sé que los he visto en mi mente, como mucha otra gente. He caminado por el Mundo Verde con el pueblo de cristal. En mi mente. Y también he visto los otros mundos, la gente de los Nueve Soles con el gran ojo único, y los de la Esfera de Luz con los apéndices móviles…

—Esfera de Luz, sí, ése es un buen nombre. Esa luz es la Gran Nubestrella. Los que viven allí son la Gente Ojo. Todos esos sitios son reales, ¿sabes?

—¿Cuánto tiempo hace que sabes cosas sobre ellos?

—Desde que puedo recordarlo.

—¿Y qué edad dirías que tienes?

Él se encogió de hombros.

—Treinta y cinco, creo. Tal vez treinta y tres. Por ahí.

—¿Naciste justo antes de la Guerra de la Ceniza?

—No, justo después de que estallara.

—¿Tu madre estaba en la zona de radiación?

—En el borde. Estoy bastante seguro de que vivíamos en el este de Nevada. O tal vez cruzando Deseret, en Utah. Sé que ella recibió un poco de radiación cuando estaba embarazada de mí. Después estuvo muy enferma, y murió cuando yo era un niño. Fue un tiempo horroroso.

—Lo siento.

—Sí.

Ella decía la verdad. Tom podía sentirlo. Qué bonita es, pensó, qué amable. Espero que tenga un buen Cruce.

—¿Y las visiones? ¿Se remontan a tu infancia?

—Como te he dicho, desde que puedo recordar. Al principio creí que todo el mundo las veía, y luego descubrí que no las veía nadie, y pensé que estaba loco. —Sonrió—. Supongo que estoy loco, ¿no? Si vives toda la vida con ese tipo de cosas en la cabeza, seguro que acabas loco. Pero ahora todo el mundo las ve. Desde hace un par de años la gente a mi alrededor dice que tiene los sueños, y ven el Mundo Verde y los demás. Por ejemplo, el hombre negro de San Diego, el extranjero, un sudamericano que conducía un taxi. Me alojé en su casa una temporada, en la ciudad llamada Chula Vista. Me alquiló una habitación. Empezó a ver las visiones. Quiero decir que las soñaba. Se lo contó a todos sus amigos. Me pareció que estaba loco, y me marché de allí.

»Y luego esa otra gente, los saqueadores con los que viajaba. Algunos las veían. Y aquí tú me dices que las ves también. Todo el mundo está empezando a verlas. Y yo las veo mejor, más claras, más intensas. Con muchísimos más detalles. El poder ha estado aumentando dentro de mí casi día a día. Puedo sentirlo cambiar. Por eso sé que el Tiempo del Cruce está acercándose. La gente del espacio me escogió, quién sabe por qué, y fui elegido como su heraldo, el primero en saber cosas de ellos, ¿me entiendes? Pero ahora todo el mundo los conoce. Y entonces empezaremos a ir a las estrellas uno a uno. Todo forma parte del plan Kusereen. Del Designio.

—¿Kusereen?

—Ellos gobiernan el Sagrado Imperio. Son la gran raza, han estado encargados de él un millón de años; todo el mundo los reverencia, incluso los Zygeron, que son extremadamente grandes, en especial los del Quinto Zygeron. Creo que los del Quinto Zygeron serán la próxima gran raza. Lo fueron los Theluvara antes que los Kusereen, hace tres billones de años. En el Libro de los Soles se dice que los Theluvara pueden todavía existir, en algún extremo del universo, pero nadie ha oído nada de ellos desde hace mucho tiempo, y…

—Espera un momento. Me he perdido. Los Kusereen, los Zygeron, los Theluvara…

—Lleva tiempo aprenderlo todo. Estuve completamente confundido lo menos durante diez años. Hay millones de razas, prácticamente cada sol tiene planetas, y los planetas están habitados, incluso aquellos en los que nadie pensaría que puede existir vida porque su sol es demasiado caliente o demasiado frío. Pero hay vida igualmente. En todas partes. Como en Luüliimeli, donde viven los Thikkumuuru, un planeta de la gran estrella azul Ellullimiilu, que es como un horno, donde el suelo se funde. Pero a los Thikkumuuru eso no les importa, porque no tienen carne, son como espíritus, ¿sabes?

—El Gigante Azul —dijo Elszabet, casi para sí misma—. Sí.

—Y los Kusereen. Estábamos hablando de su plan: todo el tiempo quieren nuevas razas, quieren que la vida se mueva de mundo en mundo para que nada se haga viejo, nada se vuelva rancio, y haya siempre cambio y renacimiento. Por eso siguen manteniendo contacto con las razas jóvenes. Como nosotros, que sólo tenemos un millón de años, y eso para ellos no es tiempo ninguno. Pero ahora quieren que vayamos con ellos y vivamos con ellos e intercambiemos ideas, y saben que tiene que ser pronto, porque hemos tenido grandes problemas aquí, pues siempre estamos a punto de matarnos o aniquilarnos, y ésta es la última oportunidad. Así que van a hacer el Cruce y…

—¿Hay guerras entre esas razas? ¿Se pelean por la supremacía?

—Oh, no. No tienen guerras. Ellos están por encima de eso. Las razas que querían hacer la guerra se destruyeron solas hace millones, billones de años. Eso les pasa siempre a las razas guerreras. Las que sobreviven comprenden lo estúpida que es la guerra. De cualquier manera, es imposible guerrear en las estrellas, porque la única forma de llegar de estrella en estrella es haciendo el Cruce, y no se puede cruzar a menos que el mundo que va a hospedarte quiera recibirte y te abra el camino. Así que ¿cómo podría haber una invasión? Una vez, durante la Supremacía Vestish, en el Séptimo Potentastio…

—Espera. Vas demasiado rápido otra vez. ¿Sabes lo que me gustaría hacer? Una lista de todos los mundos, sus nombres, la forma física de la gente que vive en cada planeta. Los meteremos en la computadora. Y después quiero que me cuentes las historias de esos mundos, lo que sepas, las dinastías de razas reinantes y todo eso; tú limítate a hablar y ya lo organizaremos más tarde. ¿Harás eso por mí?

—Sí. Claro que sí. Es importante que todo el mundo conozca estas cosas, para que no se asusten cuando hagan el Cruce. Es importante que sepan del Designio, y cuáles son los Mundos Centro.

Tom se sintió tan contento que pensó que incluso iba a tener una visión allí mismo. Esta mujer. Esta maravillosa mujer. No había conocido nunca a nadie como ella.

—Donde creo que empieza es con los Theluvara, cuando gobernaban el Imperio…

Ella le cogió la mano.

—No, ahora no, Tom. Lo siento muchísimo, pero no tenemos tiempo esta mañana. Tengo que salir y atender a la gente que cuido, a los enfermos. Vamos a suponer que te dejo un día para que pienses, ¿de acuerdo? Y que nos reunimos aquí mañana, y todas las mañanas a la misma hora, hasta que me cuentes todo. ¿De acuerdo?

—Claro. Como quieras, Elszabet.

Llamaron a la puerta. En la pequeña pantalla encima de la puerta Tom vio la imagen de la persona que estaba fuera, una mujer gorda y de rostro dulce, vestida con un jersey rosa pálido. Tom ya la había visto antes.

—Entra, April —dijo Elszabet, y pulsó algo que abrió automáticamente la puerta—. Tom, ésta es April Cranshaw. Es una de las personas que cuido aquí. Pensé que os gustaría conoceros. Da un paseo con ella, creo que os caeréis bien mutuamente.

Tom se volvió hacia la mujer gorda. Parecía muy joven, casi como una niña grande, aunque de hecho debía de ser casi tan mayor como él y era simplemente su carne, como la de un bebé, la que suavizaba las líneas de su cara. Y estaba abierta, más abierta que nadie que hubiera conocido nunca. Lo mismo que Ed Ferguson estaba absolutamente cerrado, esta April estaba abierta. Tom tuvo la sensación de que cuanto necesitaba hacer era tocarla con la punta de los dedos y cada una de las visiones que había tenido se introduciría en ella, tan receptiva era.

Ella parecía saberlo también; lo miraba de forma tímida, temerosa. Mira, quiso decirle Tom, no voy a lastimarte. No soy Stidge. No soy Mujer. No te haré nada malo.

—¿Alguna pega por tu parte, April? —preguntó Elszabet—. ¿Irás con Tom a dar un paseo?

—Si usted quiere… —dijo April, con una suave voz temblona.

—¿Pasa algo malo, April? —Elszabet frunció el ceño.

—¿Puedo decirlo delante de…?

—Adelante. Dímelo.

—Creo que estoy un poco trastornada esta mañana. Sé que quiere que vaya a dar un paseo con él, pero me siento trastornada.

—¿Acerca de qué?

—No lo sé. —Miró en la dirección de Tom—. Por los sueños espaciales. Las visiones. A veces son tan fuertes que ni siquiera sé dónde estoy, doctora Lewis. Si estoy en uno de esos mundos, quiero decir. Y al venir a su oficina…, yo…

—Adelante, April.

—Yo…, se me hace… tan… difícil… pensar…

—¿April? ¿April?

—Va a desmayarse —dijo Tom.

Y se apresuró a recogerla justo a tiempo. Pesaba mucho. Debe de pesar dos o tres veces lo que yo, pensó Tom. Elszabet le ayudó a sostenerla. Juntos la colocaron en el suelo, donde permaneció jadeando. Elszabet se volvió hacia Tom con una sonrisa nerviosa.

—¿Quieres ir a decirle al doctor Robinson que venga, Tom? ¿Sabes quién es? El hombre alto de piel oscura. Dile que venga corriendo, ¿quieres, Tom?

—¿Yo le hice eso?

—Resulta difícil saberlo. Pero estará bien dentro de un minuto o dos.

—Supongo que daremos el paseo cualquier otro día. Muy bien. Iré a buscar al doctor Robinson. Gracias por charlar conmigo, Elszabet. Significa mucho para mí tener a alguien con quien hablar.

Salió de la oficina, pasillo abajo.

—¿Doctor Robinson? ¿Doctor Robinson?

Esa pobre muchacha gorda, pensó Tom. Vivir así… Será una bendición para ella dejar ese cuerpo. Pobre chica. Le deseo que haga pronto el Cruce. Pero eso es lo que quiero para todos, que el Cruce llegue pronto. Espero que todos podamos irnos la semana que viene. O incluso mañana. Mañana.

3

Cuando Ferguson volvió a su habitación después de la terapia, encontró dos cartas encima de su cama. Las apartó, las dejó caer al suelo y se tumbó, exhausto. Ya las leería más tarde. De todas formas, nunca había nada interesante en el correo. La doctora Lewis examinaba todas las cartas, cortando todo lo que pudiera ser considerado perturbador.

Santo Dios, qué cansado se sentía. Primero había tenido una entrevista de una hora con el doctor Patel, el preciso hindú de acento británico, que siempre te hacía preguntas desde seis ángulos insospechados. Aún trabajaba con los sueños espaciales, sobre cómo se sentía Ferguson hacia ellos, hacia el hecho de que otras personas los tuvieran y él no. ¿O sí los tenía? «¿No está usted empezando a experimentar ningún tipo de percepciones de esa índole, señor Ferguson?» Anda y que te jodan, doctor Patel. No te lo diría ni aunque los tuviera. Y luego una hora saltando como un loco en el centro de recuperación, una sesión de terapia física llevada por esa fiera represora de Dante Corelli, que te hacía bailar hasta que te desmayabas, y ni siquiera le importaba.

Si hubiera conseguido escaparme de este infierno cuando lo intenté, pensó Ferguson. Pero no, tienen ese maldito chip dentro de mí; sólo se molestaron en enviar el helicóptero y atraparme como a un pez en el anzuelo. Así fue como pasó, ¿no? Conseguí escapar con Ale, y estuvimos fuera tres malditas horas, ¿no? Cinco, a lo mejor. Y luego me capturaron.

Miró a la habitación. Los mismos compañeros de siempre. Nick Doble Arcoiris estaba tumbado en la cama, pensando en Toro Sentado, Nube Roja, Kit Carson o Buffalo Bill. Pobre bastardo, debe de cargarse diez veces al día al general Custer en su imaginación. Y allí, el otro triste caso, el chicano Menéndez. Canturreando y murmurando todo el tiempo, rezando a los dioses aztecas. Es un tipo agradable y pacífico. Posiblemente sueña con colocarnos en el altar y sacarnos el corazón con un cuchillo de piedra. Jesús, Jesús. ¡Qué mierda!

Ferguson recogió una de las cartas e introdujo el pequeño cubo en su reproductor. En la pantalla de tres por cinco pulgadas apareció la imagen de una atractiva mujer rubia. Habría sido estupenda si no pareciera tan solemne.

—Ed, soy Mariela. Tu esposa, en caso de que te hayan hecho olvidarlo.

Eso habían hecho. ¿Cómo demonios iba a manejar esto? Ferguson detuvo la carta y tocó su anillo.

—Informa sobre mi esposa.

Esposa: Mariela Johnston. Cumple años el siete de agosto. Tendrá treinta y tres este verano. Te casaste con ella en Honolulú el cuatro de julio de 2098.

Dejó que el informe corriera hasta el final, preguntándose cómo la gente a cargo de este sitio esperaba que encontrase sentido a nada, puesto que no sabían que tenía este pequeño anillo registrador para llenarlo con su propia historia. Activó la cubocarta otra vez y Mariela regresó a la pantalla.

—Sólo quiero que sepas, Ed, que regreso a Hawai. Tengo pasaje en un barco que zarpa el martes que viene, un día después de que te llegue esto. No es que ya no te quiera, no es eso, pero después de la visita que te hice en julio sentí que ya no había nada entre nosotros, que quizás ni siquiera recordabas quién era yo, que ya no te interesabas por mí, y por eso quiero irme de California antes de que te suelten. Por nuestro propio bien. Rellenaré los papeles en Honolulú y…

Muy bien, Mariela. ¿A quién le importa? Sacó el cubo e introdujo el otro. Esta carta era de una pelirroja muy hermosa que se llamaba Lacy. Le pidió a su registro que le informara sobre ella y descubrió que era una mujer de San Francisco, evidentemente una amiguita suya, socio en el asunto de Betelgeuse Cinco. Muy bien. Ferguson pensó que tal vez iba a decirle que vendría a visitarle, y se preguntó si eso le causaría problemas con Aleluya.

Pero eso no era lo que ella planeaba.

—Ed, tengo que decirte algo maravilloso. He encontrado la felicidad y un significado a mi vida por primera vez. ¿Recuerdas aquella vez que te dije que había tenido un extraño sueño, el planeta, la criatura cornuda del espacio? Eso fue el principio para mí. Fue una revelación religiosa, aunque no lo comprendí así entonces. Pero luego he descubierto el movimiento tumbondé, del que tal vez no hayas oído hablar. Lo inició en San Diego un gran hombre llamado Senhor Papamacer, que nos está conduciendo a la unión con los dioses. Me he unido a él de todo corazón. Cientos de miles de nosotros seguimos el liderazgo del Senhor. Me siento completamente transformada, e incluso redimida. Es como si hubiera sido purificada de todas las cosas malas que solía hacer, como si hubiera sido perdonada, como si me hubieran concedido una segunda oportunidad. Y todo a causa de la visión que tuve, de esa extraña figura bajo los dos soles…

Jesús, pensó Ferguson. Escucha eso. Habla como una monja. Y esos locos sueños siguen cambiando la vida de todo el mundo. Todos se han vuelto locos. Todos menos yo.

—… y nos dirigimos al Séptimo Lugar, donde se ofrecerá la redención final. Lo que quiero decirte es que pasaremos cerca de Mendocino dentro de poco, y creo que si pudieras apañártelas para salir del Nepente y unirte a nosotros y aceptar la guía del Senhor Papamacer, también te encontrarías transformado, y sentirías que toda la amargura y la infelicidad que han marcado tu vida desaparecerían en un momento, como me ha sucedido a mí, y…

Claro. Sólo tengo que salir de aquí y firmar en exclusiva con el Senhor, quienquiera que sea. La doctora Lewis ya ha visto el contenido de esta carta, Lacy, chica. Si hubiera una oportunidad entre un millón de que pudiera salir de aquí para reunirme contigo, ¿crees que estaría ahora escuchándote?

—… confío en que la bendición de Maguali-ga recaerá también sobre ti, que el resplandor de Chungirá-el-que-vendrá entrará en tu alma. Si te unieras a nosotros, Ed, si te acercaras a nuestra peregrinación al Séptimo Lugar…

Ferguson desconectó el cubo. Qué mierda de locura. ¿Salir a unirse con los dioses? La otra mujer, al volverse con su familia a Hawai, por lo menos actuaba con sentido. Pero ésta… era una loca.

Bien, de modo que parecía que se había librado de las dos. Muy bien. Muy bien. Todavía le quedaba Aleluya, que valía por las otras dos juntas. Siempre había otra mujer mejor que la anterior cuando la necesitaba.

Ferguson sacudió la cabeza, intentando despejarla. Se preguntó qué estaría haciendo Aleluya. Vería si podía encontrarla. Tal vez un pequeño paseo por el bosque, para no perder la costumbre…

—¡Ed! —llamó una voz desde el exterior—. Ed, ¿estás ahí?

Ferguson arrugó el ceño.

—¿Quién es?

—Soy yo. Tom. ¿Tienes un rato libre?

Otro lunático más. Bien, ¿por qué no?

—Claro. Espera un momento.

Abrió la puerta. Definitivamente, había algo raro en este tipo, no cabía duda: la maraña de pelo, esos ojos extraños y salvajes. Ferguson lo miró inseguro, preguntándose qué había en la mente de Tom, si es que había algo.

—Hoy es el gran día para ti —dijo Tom.

—¿Sí? ¿De verdad?

—¿Recuerdas la semana pasada, la primera vez que hablamos? ¿Cuando te dije que te mostraría cómo tener los sueños espaciales?

—¿Que dijiste qué?

—En el comedor. Estábamos con el sacerdote, y tú me diste un trago de bourbon, y entonces…

—No recuerdo una mierda de la semana pasada. ¿No lo sabes? Recuerdo que nos conocimos en alguna parte, sé que tu nombre es Tom, pero el resto se ha ido. Me lo borraron. Eso es lo que hacen en este sitio, te vacían la mente. Sabes eso, ¿no?

Tom hizo una mueca simpática, como si no concediera importancia a lo que Ferguson acababa de decir.

—Bueno, si tú no lo recuerdas, yo sí. Puedo sentir tu angustia, amigo. Y quiero ayudarte. Ven, vamos a dar un paseo. Vamos al bosque, donde hay tranquilidad. Aún no has tenido un sueño espacial, ¿verdad?

—No. Por lo que puedo recordar, no. Excepto…

Hizo una pausa.

—¿Excepto qué?

—No estoy seguro. Pero hubo algo. Espera, déjame comprobarlo.

Entró en el cuarto de baño para que Tom no pudiera ver lo que hacía, y presionó su anillo e indagó en su archivo de sucesos inusitados acerca de la semana del ocho de octubre. Su propia voz, débil y tranquila, empezó a mencionar toda clase de datos, todo aquello que le había pasado en los últimos días y había considerado útil. La mayor parte era basura. Pero entonces llegó a un registro de hacía dos noches:

—Ha habido tal vez algo parecido a un sueño espacial esta noche —se oyó decir—. Como una sombra, el presentimiento de que el mundo estaba envuelto en una niebla verde. Creo que es algo parecido a uno de los sueños que tienen los otros, el sueño del Mundo Verde. Todo lo que vi fue niebla. No creo que fuera real, pero tal vez sea un principio.

Cuando salió, Tom lo miraba de modo extraño.

—¿Hablabas solo ahí dentro?

—Sí. Una pequeña conferencia conmigo mismo. Escucha, uno de los sueños espaciales tiene que ver con niebla verde, ¿no?

—Ése es el Mundo Verde. Un lugar maravilloso.

—No tengo modo de saberlo. Todo cuanto vi fue niebla. Mientras dormía, hace dos noches. Niebla verde.

—¿Eso es todo? ¿Sólo niebla?

—Sólo niebla.

—Muy bien. Los sueños están intentando aparecer. Has dado un paso. Quizás la influencia es más fuerte porque estoy aquí. Pero, ¿ves? Puedes tenerlos como todo el mundo, Ed. Ahora tienes que venir conmigo. Vamos al bosque.

—¿Para qué?

—Ya te lo he dicho. Voy a darte un sueño espacial. Pero debemos ir donde nadie pueda molestarnos, porque tienes que concentrarte. ¿De acuerdo, Ed? Vamos.

—No va a funcionar. ¿Cómo voy a tener un sueño cuando estoy completamente despierto?

—Tú ven conmigo y nada más.

Ferguson se encogió de hombros. No había nada que perder, ¿no? Qué más daba intentarlo…

Siguió a Tom y ambos salieron a la cálida mañana de otoño, rodearon el gimnasio y entraron en el sendero que conducía al bosque. Pasaron junto a Dante Corelli, April Cranshaw y Mug Watson, el jardinero. Dante les sonrió y les saludó, el jardinero no les prestó atención, la gorda April los miró asustada e inmediatamente se dio la vuelta, como si hubiera visto a un par de hombres-lobo que salieran de cacería. Pobre saco de grasa, pensó Ferguson. Nada le sentaría mejor que se la tiraran un par de veces, pero ¿quién querría hacerlo con ella? Yo no, desde luego. Dios del cielo, puedes apostar a que yo no.

—¿Te parece bien aquí? —le preguntó a Tom.

—Magnífico. Siéntate en esta roca, junto a mí. Eso es. Ahora, lo que tienes que saber es que el universo está lleno de seres benévolos, ¿de acuerdo? Hay más soles de los que nadie podría contar, y todos esos soles tienen planetas, y esos planetas tienen gente, no gente como nosotros, pero gente a fin de cuentas. Están vivos y nos observan. En este mismo minuto saben que estamos aquí. Nos observan. Nos quieren, a todos y a cada uno de nosotros, y quieren llevarnos a su seno. ¿Me sigues, Ed? Tienes que creer esto. Han contactado conmigo a través de los sueños, y yo soy el emisario, la avanzadilla que conducirá a todo el mundo a las estrellas.

»¿Todo esto te suena a locura, Ed? Debes intentar creer. Aparta todo tu odio, aparta toda tu angustia, todo ese bloque de hielo que hay en tu interior. Puedes pensar que este tipo, Tom, está loco de remate, claro, pero sólo durante un minuto imagínate que sabe de lo que habla. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo? Imagínalo. Nadie va a saber que Ed Ferguson se permitió creer en locuras durante sesenta segundos. Tom no se lo dirá a nadie. Créeme, Tom no lo dirá. Tom te quiere. Tom quiere ayudarte, Ed, quiere guiarte. Ahora dame las manos. Pon tus manos sobre las mías.

—Qué carajo —dijo Ferguson. Los extraños ojos de Tom taladraban la oscuridad—. ¿Darnos las manos, ahora?

—Cree en mí. Cree en ellos. ¿Quieres continuar sintiéndote como te has sentido toda la vida? Sólo por una vez, deja que todo se vaya. Deja que la gracia caiga sobre ti. Dame las manos. ¿Qué crees que soy, un chiflado? Sólo intento ayudarte. Dame las manos, Ed.

Tentativamente, incómodo, Ferguson obedeció.

—Ahora relájate. Déjate ir. ¿Sabes sonreír? Creo que nunca te he visto sonreír. Hazlo ahora. Venga, engáñate. Sólo una sonrisa tonta; estira hacia arriba los lados de la boca, no te preocupes por lo tonto que te parezca. Así. Así. Eso es. Quiero que sigas sonriendo. Quiero que te digas que en tu interior hay un espíritu inmortal creado por Dios, que te ha amado cada momento de tu vida. ¡Sonríe, Ed! ¡Sonríe! Piensa en el amor. Piensa en los mundos que te esperan ahí fuera. Piensa en la nueva vida que será tuya cuando dejes tu cuerpo y hagas el Cruce. Puedes ser lo que quieras allí arriba. No tienes que ser tú. Puedes ser tierno, cariñoso y amable, y nadie se reirá de ti por ser así. Es una nueva vida. Sigue sonriendo, Ed. Sonríe. Sonríe. Eso es. No pareces tonto, ¿sabes? Se te ve magnífico. Pareces transformado. Ahora dame las manos. Dame… las… manos…

Ferguson se sintió indefenso. Quería resistirse, quería levantar un muro contra aquello que intentaba abrirse camino hacia su mente, y durante un segundo tuvo el muro construido, pero entonces se rompió y fue incapaz de resistirse. Levantó las manos y Tom las asió firmemente, y en el momento del contacto algo parecido a una fuerza eléctrica corrió hasta el cerebro de Ferguson. Quiso resistirla, pero no pudo. No tenía fuerzas. Sentía el poder de las galaxias inundándole y no había manera de que pudiera resistirse.

Y vio.

Vio el Mundo Verde, con la gente brillante y delgada desplazándose delicadamente hacia un resplandeciente pabellón de cristal. Vio el sol azul irradiando corrientes de fuego. Vio el planeta de los nueve soles.

Vio. Vio. Vio.

Un torrente de imágenes lo aturdía, lo deslumbraba. Su mente giró como un remolino ante la multitud de escenas. Experimentó todos los sueños a la vez, mundo tras mundo: paisajes, ciudades, seres extraños, los imperios de las estrellas. Temblaba y tiritaba. Una extraña alegría lo invadía, un huracán de felicidad.

Sollozó y se desplomó hacia delante, hasta caer prácticamente a los pies de Tom, y permaneció allí tendido, con la cabeza contra el suelo húmedo, mientras las primeras lágrimas que podía recordar marcaban un surco caliente al resbalar mejilla abajo.

4

La luna era un semicírculo brillante sobre el océano Pacífico, y Venus, un frío puntito de luz blanca, brillaba a su lado. La noche era clara y fresca, el aire despejado pero ya un poco desapacible, quizá un atisbo de las lluvias por venir.

—¿Cuál es el nombre de esa ciudad por la que pasamos ayer? —preguntó Jaspin.

—Santa Rosa —contestó Lacy—. Solía ser una ciudad bastante grande.

—Solía ser —murmuró el hombre—. Ésta es la tierra del «solía ser».

Se hallaban sentados en la ladera de una duna redonda y curvada casi como un pecho, que destacaba sobre un mar de hierba. Este paisaje del norte californiano era radicalmente distinto del que Jaspin estaba acostumbrado a ver en Los Ángeles, donde las cicatrices infligidas por los días de preguerra, cuando había superpoblación y desarrollo, estaban por todas partes y eran imborrables.

Aunque la luna estaba apenas en creciente, su resplandor permitía ver perfectamente en las sombras. Los robles, las rocas, la superficie de la hierba destacaban con claridad. El océano estaba a un par de kilómetros de distancia. Tras ellos se extendía el caos de la caravana tumbondé, prácticamente otro océano, una multitud de vehículos que abarcaba una distancia inconmensurable. En San Francisco y en Oakland el Senhor había ganado tantos nuevos adeptos que el tamaño de la procesión era ahora casi del doble. Es el flautista de Hamelin del Espacio, pensó Jaspin, reclutando seguidores a manos llenas mientras camina alegremente hacia el Séptimo Lugar.

Jaspin dejó que su mano descansara sobre los hombros de Lacy. Era la primera vez desde hacía tres días que conseguía verla, desde que habían levantado el campamento de Oakland. Había empezado a preguntarse si se habría dado la vuelta y habría regresado a San Francisco por alguna razón, incluso después de que ella le hubiera dicho lo importante que era el tumbondé. Pero, por supuesto, no se había marchado. Estuvo, simplemente, en otra parte, barrida por el remolino de seguidores. La procesión era tan grande que resultaba fácil perderse. Jaspin había conseguido localizarla por fin esa noche, mientras intentaba atravesar la turba delante de la plataforma donde se suponía que el Senhor Papamacer iba a aparecer.

—Olvídalo —le había dicho a Lacy—. El Senhor ha cambiado de opinión. Esta noche tiene una reunión privada con Maguali-ga. Vamos a dar un paseo.

Eso había sido dos horas antes. Ahora estaban al otro lado de las colinas, frente al océano, donde apenas podían oír en la distancia los sonidos de la caravana.

—Nunca me había dado cuenta de que California es así de grande —dijo Jaspin—. Quiero decir… qué demonios, la he visto en los mapas, pero no he comprendido su tamaño hasta que la he recorrido de cabo a rabo.

—Es mayor que un montón de países. Mayor que Alemania, Inglaterra, tal vez mayor que España. Mayor que un montón de sitios importantes. Eso me dijo una vez mi antiguo socio, Ed Ferguson. ¿Has estado alguna vez en otro país, Barry?

—¿Yo? En México, unas cuantas veces. Haciendo investigación de campo.

—México está ahí al lado. Quiero decir, en otro país de verdad. Europa, por ejemplo.

—¿Y cómo podría llegar a Europa? ¿En una alfombra mágica?

—La gente viaja de América a Europa, ¿no?

—Desde la Costa Este tal vez. Creo que hay barcos que hacen esa travesía, pero desde aquí no. ¿Cómo podría hacerse, con todas esas zonas contaminadas en medio? Hubo una época en que la gente daba la vuelta al mundo en una tarde: Australia, Europa, Sudamérica, donde fuese. Te subías a un avión y te llevaban.

—Todavía hay aviones. Los he visto.

—Claro. Tal vez algunos atraviesan aún los océanos, no lo sé. Pero ahora es diferente. Con los viejos países hechos pedazos, la República de Esto y el Estado Libre de Aquello, hacen falta veinte visados para ir de un sitio a otro. No, es un lío, Lacy, y quizás ya no tiene arreglo.

—Cuando se abra la puerta y haya llegado Chungirá-el-que-vendrá, todo tendrá arreglo.

—¿De verdad crees eso?

Ella se volvió rápidamente hacia él.

—¿Tú no?

—Sí. Claro que sí.

—Pero no por completo, ¿no, Barry? Todavía hay algo que te frena.

—Es posible.

—Lo entiendo. He conocido antes gente como tú. Yo misma era una de ellas. Cínica, insegura, dudosa… ¿Por qué no? ¿Qué otra cosa podría ser alguien con una pizca de sentido común cuando vives en un mundo en el que a media hora de camino de las ciudades te encuentras ya en territorio de bandidos y en mil kilómetros a la redonda no hay más que radiación? Pero todas esas dudas pueden desaparecer si quieres. Lo sabes.

—Sí. Lo sé.

—Y estamos llegando al final de una mala época, Barry. Hemos tocado fondo, donde ya ni siquiera quedaba esperanza, y de repente ésta aparece. El Senhor la ha traído. Él nos dice la palabra. La puerta se abrirá, los grandes dioses vendrán a nosotros y harán que todo marche mejor. Eso es lo que va a pasar, y muy pronto, y entonces todo irá sobre ruedas, quizás por primera vez en la historia. ¿No? ¿No?

—Eres una mujer muy hermosa, Lacy.

—¿Qué tiene eso que ver?

—No lo sé. Solamente pensé que tenía que decírtelo.

—Así que eso crees.

—¿Tienes alguna duda?

Ella se echó a reír.

—Ya lo he oído antes. Pero de eso nunca se está segura. No hay mujer que piense que de verdad es hermosa, no importa lo que le digan. Creo que mi pelo está muy bien, y mis ojos, y mi nariz, pero no me gusta mi boca. Lo estropea todo.

—Te equivocas.

—Por otra parte, pienso que mi cuerpo es bastante satisfactorio.

—¿Sí?

Los ojos de Lacy brillaban. Jaspin vio la luna reflejarse en ellos, y pensó que incluso podía distinguirse el punto blanco de Venus. La atrajo hacia sí con el brazo con el que la rodeaba y con la otra mano le acarició ligeramente los pechos. Ella llevaba un jersey verde, muy fino, sin nada debajo. Sí, pensó, bastante satisfactorio. Quiso poner la cabeza entre sus pechos y descansar allí.

Vagamente, se preguntó dónde estaría Jill, qué estaría haciendo ahora. Su esposa… Una farsa, eso es lo que era. No la había visto en dos días. Aparentemente había perdido interés en la Hueste Interna, o para ser más precisos, ellos habían perdido interés en ella, pero había otros muchos para entretenerla. Su primera opinión sobre ella había sido acertada: era una golfa inútil. Lacy era otra historia: segura, inteligente, una mujer que había visto mucho y comprendía lo que había visto. Si anteriormente había sido una timadora, ¿qué importaba? Tú mismo eras un fraude, se dijo Jaspin, recordando sus días de la UCLA, cuando realizó una carrera que no había servido más que para amontonar sus lecturas sobre las ideas de otra gente. ¿Un erudito, eso crees que eres? No, un fraude. Lo mismo podría haber estado vendiendo terrenos en Betelgeuse Cinco.

Pero nada de eso importaba ahora. Pronto todos habremos cambiado, pensó. En un momento, en un parpadeo.

Empezó a quitarle el jersey. Sonriendo, Lacy le apartó las manos y se lo quitó ella misma, y lo puso a un lado. Hizo lo mismo con sus pantalones un momento después. Con aquella piel pálida y los cabellos rizados parecía brillar en la oscuridad.

—Vamos —susurró impaciente.

Se abrazaron. A Jaspin esto le parecía muy extraño, casi un sueño, muy hermoso y muy peculiar. Nunca había sido muy romántico, pero en cierto modo esto parecía único, completamente nuevo. ¿Por la inminencia de la llegada de los dioses? Eso tenía que ser. Supo que la mala época llegaba a su fin, y sintió que las heridas de su alma cicatrizaban. Sí, sí, vendrá Chungirá-el-que-vendrá. Y cuando me presente ante él, no me sentiré solo.

Hemos cambiado ya, pensó Jaspin. En un momento. En un parpadeo.

—¿Sabes una cosa? —dijo—. Te quiero.

—Lo que implica que por fin estás aprendiendo a quererte a ti mismo —contestó Lacy—. Ese es el primer paso para amar a alguien. —Sonrió—. ¿Sabes? Yo también te quiero, Barry.

Eso fue lo último que dijeron por un rato.

—Espera un momento, ¿quieres? —dijo Lacy entonces—. Déjame ponerme encima. Ah. Eso es, Barry. Así. Muy bien. Oh, sí, muy bien.

5

—Proximidad, ésa parece ser la clave. O al menos una de ellas.

Elszabet estaba en su oficina, junto a Dan Robinson, que se apoyaba perezosamente contra la ventana. En esa postura, el médico parecía todo brazos y piernas. El cielo, según podía verse a través de la ventana, se estaba tornando gris, lleno de nubes.

—Tenías razón —continuó Elszabet—. Si lo que le sucedió a April es una indicación, la proximidad tiene que ser un factor significativo. Ahora estoy preparada para concederte ese punto.

—Bueno, algo es algo.

—¿Cómo está April?

—Se pondrá bien. Vengo de la enfermería. Hemos tenido que administrarle cien miligramos. ¡Dios, sí que es grande esa mujer! Sólo tuvo un pequeño mareo. Se le subió la sangre a la cabeza.

—Parecía más bien una congestión. Tendrías que haberla visto, roja como un tomate.

—¿Qué pasó exactamente?

—Como habíamos discutido, me las arreglé para que viniera a verme mientras Tom estaba aquí. En el momento en que lo vio, empezó a hiperventilar.

—¿Como un hipopótamo en celo?

—Dan…

—Era una imagen. Lo siento.

—No fue una reacción sexual, estoy segura. Incluso aunque se había ruborizado como una niña en su primera cita. Tom no parece despertar en la gente sentimientos sexuales, ¿te habías dado cuenta?

—En mí, desde luego, no despierta ninguno.

—Ni en nadie, aparentemente. Parece…, bueno, asexual, en cierto modo. Es muy masculino, y sin embargo es difícil imaginarlo con una mujer, ¿no te parece? Hay hombres así. Pero consiguió excitar a April, y fue rápido: cambio de respiración, rubor en las mejillas…

—Como una reacción alérgica. Incremento de adrenalina.

—Absolutamente. Empezó a titubear y me dijo que no se sentía bien. Le pregunté por qué y me dijo que a causa de sus sueños, de sus visiones, porque últimamente eran más vividas y más frecuentes.

—Efecto de proximidad. Tom.

—Dijo que le costaba trabajo pensar. Que a veces le resultaba difícil decir cuál era el mundo real y cuál era el sueño.

—Dijiste lo mismo de ti anoche.

—Sí, lo recuerdo. Oírlo de April fue inquietante. Bien, empezó a balbucear y a tambalearse. Entonces se desmayó. Tom y yo la cogimos justo a tiempo y nos las arreglamos para tenderla en el suelo. Ya sabes el resto.

—Muy bien. Parece definitivo que la presencia de Tom aquí está elevando el nivel de las alucinaciones.

—Sin embargo, los sueños han sido experimentados a través de distancias enormes. La proximidad parece intensificarlos, pero no es esencial.

—Eso parece.

—Tenemos los gráficos de distribución. Hay sueños espaciales informados simultáneamente en todas partes. Si Tom es la fuente, debe de ser un transmisor tremendamente poderoso.

—Un transmisor de sueños —dijo con suavidad Robinson, meneando la cabeza—. ¿No te parece completamente absurdo, Elszabet?

—Vamos a considerarlo una hipótesis. Tom hierve de imágenes, fantasías, alucinaciones. Se desborda. Las transmite de las Rocosas al Pacifico, de San Diego a Vancouver, por lo que sabemos. La susceptibilidad varía desde prácticamente ninguna hasta el extremo total. Quizás haya correlación con el nivel de perturbación emocional. Las víctimas del síndrome de Gelbard parecen mucho más susceptibles que los demás. Pero esa correlación no es completa, porque gente como Naresh Patel y Dante Corelli definitivamente no son perturbados emocionales, y han estado experimentando esos sueños casi desde el principio. Por otro lado, tenemos a Ed Ferguson, que es un paciente y ha demostrado ser completamente resistente a…

—¿De verdad crees que Ferguson tiene el síndrome de Gelbard?

—Bueno, yo diría que tiene algo.

—Absoluta falta de escrúpulos, eso es todo. Cuanto más lo observo, más me convenzo de que ese tipo es simplemente un timador que consiguió que lo metieran aquí porque le pareció mejor este sitio que la cárcel de Rehab Dos. Ahora, si quieres decirme que alguien tan amoral como Ferguson debe ser ipso facto un perturbado emocional, puede que tengas un caso, pero incluso así… Por cierto, ¿has comprobado si Ferguson muestra algún efecto de proximidad? Desayunó con Tom la semana pasada, y desde entonces ha hablado con él un par de veces.

—Hice que Naresh analizara los informes post-barrido para buscar síntomas de sueños espaciales. Evidentemente, no ha habido sueños propiamente dichos, pero anteanoche Ferguson dio muestras de algo, un simple esbozo del Mundo Verde. Quise que viniera a hablar conmigo esta tarde, pero no estaba. Había salido a dar un paseo por el bosque.

—¿Otro intento de huida?

—No creo, aunque he hecho que lo rastreen con el monitor. Está con Tom. Y salieron hace un rato ya.

—Extraña pareja. El santo y el pecador.

—¿Piensas que Tom es un santo?

—Es sólo una frase.

—Es que… yo pienso que lo es. Esa idea me ha estado dando vueltas en la cabeza durante los últimos días. Es tan extraño, tan inocente…, como un loco sagrado, como el elegido de Dios, ¿sabes? Como un profeta del Antiguo Testamento. La de santo tampoco es una etiqueta que le venga mal. ¿Cómo dice el versículo? «Camina en la inmensidad, despreciado y rechazado por los hombres…»

—«Un hombre lleno de pesares».

—Eso es. Y siempre lleva en su interior ese regalo, ese poder, esa bendición. Es como un embajador de todos los mundos del universo.

—Oye, espera. Dices que es un santo. En realidad, lo que quieres decir es un mesías. Pero ahora hablas como si lo que está esparciendo fuera una visión auténtica de mundos reales y concretos.

—Tal vez sea eso, Dan. No lo sé.

—¿Hablas en serio?

Elszabet señaló la pequeña cápsula mnemónica sobre su mesa.

—Le he estado entrevistando. Me ha ido informando sobre todos esos lugares de los sueños: los nombres de los mundos, las razas que los habitan, los imperios, las dinastías, fragmentos de la historia… Toda una intrincada estructura de civilización galáctica, enormemente densa en detalle, consistente al menos hasta donde he sido capaz de seguirla… que no ha sido muy lejos, lo confieso. Pero lo que narra es terriblemente convincente, Dan. Desde luego, no está improvisando; ha vivido con ese material durante mucho tiempo.

—Tiene una gran fantasía, eso es todo. Ha pasado veinticinco años imaginando esos detalles. ¿Por qué no podrían ser intrincados o convincentes? Pero… ¿significa eso que forzosamente tengan que existir todos esos imperios y dinastías?

—Las cosas que dice coinciden en cada detalle con las que yo misma he experimentado mientras soñaba.

—Eso no es relevante, Elszabet. Si Tom transmite imágenes y conceptos, y tú y un montón de gente los recibís, eso no significa que lo que transmita sea algo más que una alucinación.

—De acuerdo. Tenemos un fenómeno, pero ¿de qué clase? Si Tom es realmente la fuente, entonces posee un poder extrasensorial que le permite transmitir imágenes a otras personas por contacto mente a mente.

—Suena un poco rebuscado…, pero no inconcebible.

—Puedo encontrar una explicación para el asunto extrasensorial. Esta mañana me dijo que nació justo después del estallido de la Guerra de la Ceniza, y que su madre se encontraba en el este de Nevada estando embarazada de él. Justo en el borde de la zona de radiación.

—¿Una mutación telepática? ¿A eso te refieres?

—Es una hipótesis razonable, ¿no?

—Bill Waldstein debería oírte. Dice que el que se saca de la manga teorías fantásticas soy yo.

—Esto no me parece tan fantástico. Si hay una explicación para las habilidades de Tom, un leve toque de radiación en el momento de la concepción no es la idea más fantástica posible.

—De acuerdo. Es un mutante telepático, entonces.

—De cualquier forma, es un fenómeno. Bien… Ahora, refiriéndonos al contenido del material que genera, quizás se trate de una fantasía de su invención, que por virtud de sus habilidades extrasensoriales puede transmitir a cualquier mente susceptible que tenga a su alcance. O por otro lado, quizás es sensitivo a recibir mensajes lanzados telepáticamente por civilizaciones reales de las estrellas.

—Quieres creer en eso, ¿verdad, Elszabet?

—¿Creer en qué?

—En que lo que Tom transmite es real.

—Tal vez sí. ¿Eso te preocupa, Dan?

—Un poco —dijo él, tras estudiarla por un momento.

—¿Crees que me estoy volviendo loca?

—No he dicho eso. Lo que creo es que tienes una poderosa necesidad de descubrir que el Mundo Verde y el planeta de los Nueve Soles y el resto son sitios reales.

—¿Y por eso estoy siendo arrastrada a la psicosis de Tom?

—Y por eso te estás permitiendo aceptar un poco más de lo permisible unas fantasías escapistas.

—Bueno, de todas formas siento lo mismo. Si tú te preocupas por mí, ya somos dos. Pero es un concepto terriblemente atractivo, ¿no, Dan? Todos esos mundos maravillosos poniéndose en contacto con nosotros…

—Peligroso. Seductor.

—Seductor, sí. Pero a veces es necesario dejarse seducir. Tenemos tanta mierda entre las manos, Dan, toda esta pobre civilización nuestra, las ruinas del mundo de antes de la guerra… Todos esos países que solían formar los Estados Unidos, y la anarquía que hay fuera de California, e incluso en su interior, y el sentido que todo el mundo tiene de que las cosas van a ir de mal en peor, a tornarse más y más feas, cada vez más jodidas, que el progreso ha terminado definitivamente y que vamos a caer en la barbarie… No parece extraño que si en mis sueños visito un maravilloso mundo verde, donde todo es hermoso, civilizado y elegante, quiera descubrir si existe de verdad o no, ¿eh? ¿Y si pronto vamos a poder ir a ese mundo verde, y vivir allí? Es una fantasía tan increíble, Dan… Seguramente necesitamos fantasías de este tipo que nos sostengan.

—¿Ir allí? —dijo Robinson, sorprendido—. ¿Qué quieres decir?

—Ah, no te lo había contado. Es lo que dice Tom; lo oirás cuando te deje la cinta. Es un concepto apocalíptico: los Últimos Días están al llegar, y vamos a dejar nuestros cuerpos…, son sus palabras, dejar nuestros cuerpos…, y nos trasladaremos a los mundos de los sueños espaciales y viviremos allí por siempre jamás, amén.

—¿Eso es lo que está predicando? —se asombró Robinson.

—Sí. Lo llama el Tiempo del Cruce.

—Lo contrario de lo que dicen los brasileños del vudú. Según ellos, los dioses van a venir a nosotros. ¿No nos lo contó así Leo Kresh? Mientras que Tom…

El teléfono de Elszabet emitió un breve blip.

—Discúlpame —dijo.

Y miró a la pared de datos para ver quién llamaba. El doctor Kresh, de San Diego. Ambos intercambiaron miradas de sorpresa.

—Hablando del diablo… —murmuró Elszabet, y pulsó el interruptor.

La cara de Kresh apareció en la pantalla. Había regresado al sur a fines de la semana pasada, y parecía que había habido algunos cambios desde su visita al Centro Nepente; estaba extrañamente intranquilo, alborotado, excitado.

—Doctora Lewis, me alegra encontrarla. Ha habido un desarrollo sorprendente…

—El doctor Robinson está aquí conmigo.

—Bien, querrá oír esto.

—¿Qué sucede, doctor Kresh?

—Es una cosa de lo más sorprendente. Especialmente después de las ideas que el doctor Robinson propuso cuando estuve ahí. Me refiero a la relación con el Proyecto Starprobe. ¿Sabían ustedes que hay una estación en Pasadena que ha estado sintonizada todos estos años para recibir señales de la Starprobe? Está controlada por la gente del Cal Tech, y no sé cómo han conseguido mantenerla por si se daba el caso de…

—¿Ha habido una señal? —dijo Robinson.

—Empezó a recibirse anoche. Como sabe, doctor Robinson, la hipótesis Starprobe se me había ocurrido independientemente, y en el curso de mi investigación supe de la instalación de Cal Tech y establecí contacto con ella. Así que cuando la señal empezó a llegar, pues… Verán, es una transmisión de 1390 megaciclos por segundo; nos llega de Próxima Centauri por medio de una serie de relés previamente establecidos a intervalos de…

—Por el amor de Dios —estalló Robinson—, ¿va a decirnos de una vez de qué se trata o no?

—Lo siento. Compréndanme, ésta ha sido una experiencia muy confusa para mí…, para todos. —Kresh parecía cortado. Contuvo la respiración—. Pondré las imágenes en la pantalla. Sabrán ustedes que la Starprobe estaba programada para entrar en el sistema de Próxima Centauri, buscar planetas que pudieran ser habitables, ingresar en la órbita de los que encontrara y posarse en la atmósfera de cualquiera que mostrara claros indicios de formas de vida. Las nueve horas de transmisión que han llegado hasta el momento cubren de hecho un período de unos dos meses. Esto es Próxima Centauri, vista a una distancia de 0,5 unidades astronómicas.

Kresh desapareció de la pantalla. En su lugar surgió la imagen de una estrella roja pequeña y pálida. Otras dos estrellas, mucho más brillantes, eran visibles en una esquina de la pantalla.

—La enana roja es Próxima —dijo Kresh—. Las otras son sus compañeras, Alfa Centauri A y B, que son similares en su espectro a nuestro sol. La gente del Cal Tech me dijo que las tres estrellas parecen tener sistemas planetarios. Sin embargo, la Starprobe encontró más interesantes los planetas de Próxima, y así…

En la pantalla apareció una bola informe de color verde.

—Dios mío —murmuró Robinson.

—Éste es el segundo planeta del sistema de Próxima Centauri, situado a 0,87 UA de la estrella. Próxima Centauri, me han dicho, está sujeta a fluctuaciones que podrían ser peligrosas para las formas de vida cercanas. Pero la Starprobe detectó signos de vida en Próxima Dos y se autoprogramó para un acercamiento planetario.

En la pantalla aparecieron nieblas densas, impenetrables. Verdes.

Verdes.

—Oh, Dios mío —repitió Robinson.

Elszabet estaba sentada, tensa, con los puños apretados, mordiéndose el labio inferior.

Otra toma. Bajo el manto de nubes.

Kresh volvió a hablar:

—Verán que aunque Próxima Centauri es una estrella roja, el manto de nubes es tan denso que desde la superficie del planeta parece verde. La capa de nubes, según me dijeron los de Cal Tech, crea una especie de efecto invernadero que mantiene la temperatura del planeta dentro de un rango que se adecúa al metabolismo de los seres vivientes, a pesar de la baja energía de la estrella Próxima Centauri.

Otra toma. Una órbita baja, virtualmente por debajo de las nubes. Las cámaras de alta resolución comenzaron su trabajo. Un cambio de foco. Entonces, nuevas imágenes, fantásticamente detalladas. Un hermoso paisaje, colinas verdes, brillantes lagos verdes. Más abajo, edificios, misteriosas estructuras de perturbador diseño alienígena: ángulos insospechados, retorcidas arquitecturas. Otro incremento en la capacidad de la cámara. Unas figuras se movían por un prado: eran altas y estilizadas, de frágil aspecto, con cuerpos cristalinos brillantes como espejos, grupos de ojos facetados en cada uno de los cuatro lados de sus cabezas en forma de diamante.

—Dios mío —repetía Robinson una y otra vez.

Elszabet no se movió, ni siquiera respiraba, ni parpadeaba. Ésa es la Tríada Misilyna, pensó. Ésos deben de ser los Suminoors, y ésos los Gaarinar. Oh. Oh. Oh.

Estaba aturdida por el miedo y la maravilla. Quiso llorar, quiso arrodillarse y rezar, quiso salir corriendo y gritar aleluya. Pero fue incapaz de moverse. Permaneció perfectamente tranquila, congelada por la sorpresa, mientras las imágenes verdes se sucedían en la pantalla. Todo era increíblemente raro, alienígena.

Y al mismo tiempo todo era tan completa y enteramente familiar como si mirara las fotografías de la ciudad en la que había vivido cuando era niña.

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