Cuando he trasquilado mi cara de cerdo
y bebido mi barril de un trago,
en una taberna me he jugado la piel
como un traje de aspecto dorado.
La luna es mi dama constante,
y el humilde búho mi especie,
el flamante pato y el cuervo nocturno
hacen música para mi pena.
Y mientras, canto: «¿Hay comida, alimento,
alimento, bebida o ropa?
Vamos, dama o doncella,
no tengas miedo.
El Pobre Tom no estropeará nada».
La tarde había sido tranquila para Elszabet. Había cenado sencillamente a eso de las siete en el comedor del personal: ensalada, pescado al horno y una botella de vino blanco de uno de los viñedos cercanos. Compartió la mesa con Lew Arcidiacono —quien hacía la mayor parte del trabajo de mantenimiento mecánico y electrónico del Centro—, su novia Rhona, quien era ayudante de Dante Corelli en el departamento de terapia física, y Mug Watson, el jefe de los celadores. Ninguno parecía encontrarse de humor para conversar, a lo que Elszabet no puso reparos. Después, se dirigió a la sala de recreo y escuchó los conciertos de cuerda de Bach con acompañamiento holovisual durante una hora o así, y a eso de las nueve y media se encaminó a su habitación en el otro lado del Centro. Una tarde tranquila, en efecto.
Por la tarde, las cosas siempre eran así para Elszabet. Por regla general, las últimas sesiones con los pacientes tenían lugar a las cinco: consultas finales, revisiones periódicas, intervención si había surgido alguna crisis, y cosas por el estilo. Le gustaba reunirse brevemente con miembros del staff para verificar problemas especiales, suyos o de los pacientes. A las seis y media, generalmente, la jornada de trabajo terminaba, y empezaba la parte social del día, como ahora. Para Elszabet esa parte nunca tenía mucha importancia. Primero una cena temprana —no tenía compañeros regulares de cena, se sentaba en cualquier mesa que tuviera un espacio libre—, seguida de una hora o dos en el salón de recreo para ver una película o un cubo, o nadar un poco en la piscina, y luego volvía a su habitación. Sola, por supuesto. Siempre sola, por elección propia. Leería durante un rato, o escucharía música, pero invariablemente apagaría la luz antes de medianoche.
A veces se preguntaba qué pensarían los demás de ella, una mujer atractiva reservándose tanto. ¿Pensarían que era peculiar y solitaria? Bueno, tenían razón. ¿Pensarían que era antisocial, o esnob, o asexual? ¿Una zorra altiva? Bien, aquí se equivocaban. Se reservaba tanto porque eso era lo que quería en estos días. Lo que necesitaba. Quienes la conocían mejor lo comprendían. Dan Robinson, por ejemplo.
No intentaba despreciar a nadie. Solamente quería concentrarse en sí misma, descansar, darle a su espíritu cansado tiempo para sanar. De alguna manera, era un paciente igual que el padre Christie, o Nick Doble Arcoiris, o April Cranshaw. Después de varios años de vivir al borde de la depresión, había aceptado el puesto en el Centro Nepente tanto para curarse ella misma como para todo lo demás. La diferencia era que en lugar de pasar cada mañana por el barrido de memorias para que las disonancias pudieran ser borradas de su alma y una nueva personalidad más sana pudiera formarse en los espacios en blanco, intentaba hacerlo a su manera, viviendo cautelosamente, poniendo en orden sus debilitados recursos internos, dejando que su fuerza volviera gradualmente.
Este lugar, para ella, era un santuario. La vida fuera del Centro la había llenado de incertidumbre, de tensiones, de miedos, del conocimiento de que el mundo que les había sido entregado era un juguete roto, y en peligro de desmoronarse por completo. De esto trataba en realidad el síndrome de Gelbard, había decidido: del conocimiento de que la vida hoy día se vivía al borde del abismo. Las preocupaciones por los horrores de la guerra atómica, los destellos de luz terrible, las ciudades arrasadas y la carne derretida…, y entonces llega la guerra atómica, pero no con bombas, sino muy tranquilamente, con su ceniza radiactiva letal, bastante menos espectacular pero mucho más insidiosa; grandes extensiones de tierra arruinadas para siempre mientras la vida continúa de una manera ostensiblemente normal fuera de los lugares afectados. Las naciones se caen a pedazos cuando toneladas de ceniza caliente son esparcidas por sus territorios. Hay emigraciones, sublevaciones políticas, ruptura de comunicaciones y transportes y desorden civil. Las sociedades se desmoronan. La gente se desmorona.
Éstos eran tiempos apocalípticos. Algo malo había sucedido, y todos creían que probablemente sucedería algo peor, pero nadie sabía qué. Aquellos tiempos horripilantes ¿eran sólo el preludio? ¿Quién lo sabía? ¿Eran causa o efecto? ¿Iba todo el mundo a volverse loco? ¿Estaba todo el mundo loco ya? Elszabet se consideraba en mejor forma que la mayoría, y por eso estaba aquí como médico y no como paciente. Pero no se engañaba. En este mundo roto y mutilado siempre existía el riesgo. Podía caer en el precipicio como el padre Christie, o April, o Nick. Sobrevivía por la gracia de Dios, pero no sabía cuánto tiempo más aguantaría la gracia. Por eso, hoy día se movía por la vida con cuidado, como quien cruza un campo repleto de minas explosivas. Lo último que necesitaba ahora era una perturbación de cualquier tipo, una aventura emocional. Que otros tengan sus apasionados asuntos amorosos, pensaba. Que otros ganen y otros pierdan.
Y no es que no echara eso en falta. A veces lo hacía, terriblemente. Añoraba ese maravilloso abrazo cálido, manos sobre sus pechos, vientre contra vientre, ojos mirando en sus ojos, la dura y repentina acometida, el cálido flujo de la culminación, suyo, suya, de ambos. No había olvidado nada de eso. O solamente la presencia del otro, dejando el sexo aparte, sólo el confortable conocimiento de que había alguien más, que no estaba sola.
Había experimentado aquello antes, o así lo había creído; quizás lo volvería a experimentar algún día. Pero no ahora, y no aquí; no mientras estuviera tan cerca del borde del precipicio. Lo que más temía era recuperar ese sentimiento y perderlo de nuevo. Mejor no buscarlo hasta que no se sintiera interiormente más fuerte. Sin embargo, a veces se preguntaba: si no ahora, ¿cuándo? Y no tenía respuestas.
Se quitó la ropa y permaneció un rato en la oscuridad del porche.
La noche era cálida. Los búhos canturreaban en la copa de los árboles. Al largo y dorado verano del norte de California todavía le quedaban unas pocas semanas. Quizá incluso algo más. Estaban apenas en septiembre. A veces las lluvias no comenzaban hasta mediados de noviembre. ¡Qué cambio había entonces, cuando la inacabable procesión de días soleados se convertía de repente en las implacables lluvias del invierno de Mendocino! Podía llover durante semanas sin parar, diciembre, enero, febrero. Y entonces sería primavera otra vez, los árboles reverdecerían, la tierra empezaría a secarse.
Oyó una risa lejana. La gente del personal se divertía. Para algunos de ellos, este lugar era sólo un gran campamento de verano para adultos. Trabajas durante el día, te diviertes por la noche, te acuestas con alguien en esta habitación o en esa otra, tal vez el fin de semana te acercas a Mendocino a pasar el rato en un club o un restaurante o algo por el estilo.
Mendocino era lo más parecido a una ciudad que tenían alrededor. Cincuenta años antes había tenido incluso su pequeño boom comercial, y había intentado convertirse en la rival de San Francisco por el predominio en el norte de California cuando Frisco sufría un montón de heridas autoinfligidas; pero al final se aclaró lo que todo el mundo sabía en realidad, que San Francisco había sido designada geográficamente para ser una ciudad importante y Mendocino no. Así y todo, todavía parecía una ciudad, y se podía pasar un buen rato allí los fines de semana, según había oído Elszabet. Incluso con el mundo en estas condiciones, la gente se lo podía pasar bien si generaba la habilidad de cerrar los ojos a lo que realmente estaba sucediendo.
Nuevas risas, más agudas esta vez. Un chillido o dos. Elszabet sonrió, entró en la habitación y se acostó. ¿Un poco de música mientras te quedas dormida?, pensó. ¿Bach? No, ya había tenido bastante Bach por esta noche. Schubert, el quinteto de cuerdas. Seguro. La cálida red de sonidos, profundos, melodiosos, reflexivos. Conectó el mecanismo automático para que el sistema se apagara cuando la música terminara, y encendió el cubo. Y se quedó allí tumbada, medio escuchando, pensando más en la reunión de mañana que en la música.
Sueños espaciales en Vancouver, en San Diego, en Denver. En todas partes. Paolucci venía de San Francisco para dar un informe. Había incluso la posibilidad de que Leo Kresh pudiera venir desde San Diego. Algo extraño sucedía en San Diego, eso se decía. Pero lo que sucedía en todas partes era extraño. Se había reído de la idea de Dan Robinson esa tarde, cuando estaban en la playa, acerca de que los sueños eran mensajes de una nave alienígena que se aproximaba a la Tierra. Entonces había pensado que era una idea inverosímil, pero ahora no estaba tan segura. Se preguntó si Robinson habría seguido investigando para verificar si tal cosa pudiera ser posible. Mañana en la reunión le preguntaría…
Todavía pensando en la reunión, se quedó dormida. Y tuvo uno de los sueños espaciales esa noche.
Primero llegó el color verde. Pequeños tentáculos de densa niebla se introducían en su mente. Estaba aún lo bastante consciente para saber lo que empezaba a ocurrir, pero suficientemente dormida para que no le importase. Había combatido esta cosa todo lo que había podido, pero ahora ya no podía resistirse más. Era casi un alivio rendirse. Vamos, le dijo al sueño. Adelante. Ya es hora, ¿no? ¿Mi turno? Muy bien, mi turno entonces.
Verde.
Cielo verde, aire verde, nubes verdes. El paisaje estaba formado por tonos de verde. Había una colina, un río al pie de ella, prados extendiéndose hasta el horizonte. Todo parecía suave y amistoso, un dulce paisaje tropical: elegantes árboles sin hojas, esbeltos troncos verdes, grandes ramas escamosas enroscándose, arqueándose hacia el suelo. El sol era apenas visible tras el velo de niebla. Tal vez el sol también era verde, aunque resultaba difícil asegurarlo por la difícil manera en que la luz atravesaba la densa niebla, que se arremolinaba como jirones de lana espesa.
Algo le hacía señas.
Figuras cristalinas, flexibles, casi delicadas. Sus cuerpos de largos miembros relumbraban. Sus ojos oscuros centelleaban, en grupos de tres en cada una de las cuatro caras de sus cabezas. Se movían hacia un resplandeciente pabellón en la colina, justo detrás de ella, y la invitaban a acompañarles, llamándola por su nombre, Elszabet, Elszabet. Pero la forma en que lo decían era extraña, un susurro reverberante que resonaba una y otra vez, un eco que tenía una cualidad misteriosa en su silbido y un tono como el rugir de vientos distantes. Elszabet, Elszabet.
Ya voy, les dijo. Y puso su mano sobre sus frías manos cristalinas y se dejó llevar. Flotaba sobre el suelo. Ocasionalmente un anillo de densa hierba se aferraba a sus tobillos; cuando lo hacía, sentía un tintineo agudo, pero no desagradable, y oía el sonido de campanas.
Ahora entraba en el pabellón. Parecía hecho de cristal, pero un cristal peculiar, cálido y suave al tacto, como lágrimas congeladas. A su alrededor la gente cristalina se movía, sonriendo, inclinándose, saludándola, diciéndole sus nombres. El príncipe de esto, la condesa de aquello. Un gato de cristal se abrió camino entre ellos. Frotó sus orejas cristalinas contra la pierna de Elszabet, y cuando ella miró hacia abajo vio que su pierna era también de cristal, que de hecho tenía un cuerpo como el de ellos, brillante y maravilloso.
Alguien le ofreció una bebida. Sabía como a flores; estalló en un millar de brillantes colores mientras recorría su cuerpo. ¿Te gusta?, le preguntaron. ¿Quieres otra? Elszabet, Elszabet. Allí está el duque de algo. Junto a él están la duquesa y el duque de otra cosa, y el marqués de algo más. Mira, mira, ahí está la ciudad. ¿La quieres? Le pondremos a la ciudad tu nombre si te gusta. Ya está: Elszabet, Elszabet. Todos la felicitaban. Se acercaron más y ella oyó el suave tintineo de sus brazos y piernas al moverse, un susurro plateado, como los adornos de un árbol de Navidad mecidos por la brisa. ¿Te gusta, Elszabet? ¿Te gustamos? Tenemos un poema para ti. ¿Dónde está el poema? ¿Dónde está el poeta? Ah, aquí. Aquí. Dejad paso al poema. Dejad paso al poeta.
Un cristalino a quien no había visto antes, más alto que los demás, se le acercó, sonriendo tímidamente. Ven, le dijo. Tengo un poema para ti. Salieron del pabellón y el color verde cayó sobre ellos como una lluvia esmeralda. Él puso algo en su mano, un pequeño e intrincado objeto que parecía como un puzzle de cristal, un estrato dentro de otro estrato, transparente hasta el corazón, con una malla de brillantes encajes de cristal que daba vueltas y vueltas en el centro. Éste es tu poema, dijo él. Lo llamo Elszabet. Ella lo tocó y una llamarada de luz surgió de él y saltó hacia el cielo, y desde el pabellón se oyó el tintineante sonido de aplausos. Elszabet, decían todos. Elszabet, Elszabet.
A su alrededor, la luz verde se hacía más densa, más espesa. Estaba envuelta en ella. El aire parecía casi tangible. Tan cálido… Tan suave… Tan verde, tan verde, tan verde…
De repente se notó desasosegada, se dio la vuelta, gimió. A través del verdor pudo divisar una distante señal de luz amarilla, y ese brillante rayo la llenó de preocupación y de un vago temor. Una voz en su interior la urgía a regresar, y al cabo de un momento la reconoció como la suya propia. Debes tener cuidado, se dijo. ¿Sabes adonde vas? ¿Sabes lo que te sucederá allí? Qué tentador es eso. Qué seductor. Pero ten cuidado, Elszabet. Si vas demasiado lejos, puede que no consigas salir.
¿O ha sucedido eso ya? Quizás ya estés demasiado dentro. Quizás ya no puedas salir. Tocó de nuevo el poema, y otra vez la luz verde brotó de él, y el poeta sonrió, y los cristalinos aplaudieron y susurraron su nombre. Qué verde es todo, pensó Elszabet. Qué maravilloso. Tan verde, tan verde, tan verde…
Así que iban a matar de nuevo.
Tom no se sobresaltó por eso. Aunque seguía sin gustarle, comprendía que si viajaba con asesinos, tenía que esperar que mataran. «No matarás», decía claramente la Biblia. No se podía discutir un mandamiento como ése. Pero, naturalmente, en tiempo de guerra ese mandamiento se suspendía. Tom se dijo que esto era una especie de guerra, en que cada hombre peleaba contra los demás. Tal vez.
Se sentó en la parte delantera de la furgoneta, mirando el cuerpo de Rupe en el asiento trasero. Rupe parecía dormido. Tenía los ojos cerrados y su cara estaba en paz. Tenía la cabeza algo caída hacia delante. Prácticamente se le podía oír roncar. Mujer y Charley lo habían colocado así, y Stidge lo había cubierto con una manta para tapar la quemadura láser que le atravesaba la camisa y el vientre y salía por la espalda. Sí, realmente parecía dormido. Además, Rupe nunca tuvo mucho que decir cuando estaba vivo.
Y ahora habían salido a matar de nuevo. Una vida por otra; dos vidas, en realidad. No, no era eso, pensó Tom. No es sólo venganza. Iban a matar porque era la única forma en que podían considerarse a salvo con aquellos dos chicos huídos. En tiempo de guerra hay que eliminar a los enemigos.
Tal vez no conseguirían encontrar a los dos chicos de la granja, pensó Tom. La ciudad tenía un millón de callejones, un millón de escondrijos. Esos chicos podían ocultarse en cualquier parte. Tenían cinco minutos de ventaja, ¿no? Bueno, dos o tres minutos. Así que a lo mejor conseguían escapar. Era una lástima tener que matar ahora, cuando los Últimos Días estaban tan cercanos, cuando el Cruce estaba a punto de comenzar. Si te morías ahora, te perderías el Cruce. Sería una pena perdérselo y quedarse aquí, en el suelo de la Tierra, para pudrirse con todos los otros muertos de antes, ahora que todo el mundo iba a encaminarse a los cielos. Perdérselo en el último minuto, pobres chicos.
—¿Rupe? —dijo Tom—. ¿Me oyes, Rupe?
Atrás todo permanecía tranquilo. Tom sacó su piano de bolsillo y tocó unas cuantas notas, en busca del tono adecuado.
—¿Te importa que cante, Rupe?
A Rupe parecía no importarle.
—De acuerdo —dijo Tom, y cantó:
En lo alto de la montaña,
o allá abajo en la llanura,
no nos atrevemos a ir de caza
por miedo a los hombrecitos.
—¿Habías oído eso antes, Rupe? Seguro que no.
Somos buena gente sencilla
y marchamos juntos;
chaqueta verde, gorra blanca
y una blanca pluma de buho.
Oyó algo, como si alguien se moviera al otro lado de la furgoneta, pero no se molestó en mirar. ¿Tan pronto estaba Charley de vuelta? Tom se encogió de hombros y continuó cantando.
En lo alto de la colina
se sienta el rey.
Es tan viejo y arrugado
que ha perdido la chaveta.
Otra vez el ruido. Y una voz furiosa.
—¡Abre de una vez la maldita puerta! ¡Abre!
Tom frunció el ceño, se inclinó hacia delante y echó un vistazo. Vio a un desconocido allí fuera, un hombre bajo de pelo rubio y rizado, barba dorada y fríos ojos azules. El desconocido parecía preocupado por algo. Tom se preguntó qué debía hacer. Quédate en la furgoneta, había dicho Charley. No le abras a nadie.
Tom sonrió, asintió y se apartó de la ventana. Empezaba a sentir que venía una visión: el habitual rugido en su mente, el silbido del viento. La luz de extraños soles, azul, blanca, naranja, inflamaba su cerebro.
Sin embargo, aún podía oír la voz enfadada del hombre.
—Mueve esta furgoneta o tendré que volarla. ¿Quién demonios te dijo que se puede aparcar aquí? ¿Dónde está tu jodido permiso? —El hombre golpeaba la puerta de metal—. Eh, esta furgoneta ni siquiera tiene licencia. ¿Quieres abrir de una puñetera vez?
—Aquí está el Magistrado del Imperio —dijo Tom suavemente—. Ese resplandor, esa luminosidad que flota en el aire. No puedes verle, ¿verdad? Bueno, verles, en realidad. Es una entidad, tres almas en una. ¿Puedes sentir el poder? Un Magistrado como ése tiene el poder de hacer y deshacer. Entre los guerreros Sorgaz se cuenta que en la época de la caída Theluvara, en la Gran Abdicación, lo único que se alzaba entre los Sorgaz y la Fuente de la Fuerza era un Magistrado del Imperio, y que habrían sido engullidos si no hubiera sido por… Oh, mira qué maravillosos colores. ¡Mira!
—¡No puedo oír lo que dices, jodido idiota! Abre la maldita puerta si quieres decirme algo.
Tom sonrió y no dijo nada. Se iba más y más lejos a cada momento. La furiosa voz continuaba:
—… Por los poderes que la Ciudad y el Condado de San Francisco y la Autoridad de Vigilancia en las calles me han investido, declaro a esta furgoneta en violación del artículo ciento diecisiete del Código Civil, y por tanto…
Entonces, una voz familiar.
—Tranquilo, camarada. Ya nos marchábamos. El amigo que está dentro no puede conducir por razones médicas.
Charley.
Tom se esforzó por recuperar la conciencia del mundo que le rodeaba. El sol azul se desvaneció, y el blanco, y el naranja.
—Está bien —dijo Charley—. Puedes dejarnos entrar, Tom.
Tom vio a Mujer y a Stidge junto a Charley. Al otro lado de la calle estaban Nicholas, Choke, Tamal y Buffalo. Había con ellos dos hombres jóvenes, que parecían asustados. Los chicos de la granja. Malo, pensó Tom. Malo.
—Este hombre… —dijo, inseguro—. Estaba golpeando la furgoneta. Yo no sabía…
—Está bien. Abre.
Tom se extrañó de que Charley no abriera la puerta él mismo. Tenía la llave, ¿no? Pero Charley empezaba a parecer impaciente. Tom tiró del seguro y cuando la puerta se descorrió, Charley saltó hacia atrás y Mujer y Stidge aprisionaron rápidamente al hombre de pelo rubio y lo empujaron dentro, arrojándolo boca abajo sobre el suelo.
—Qué demonios —dijo el hombre, con voz apagada—. Soy oficial de los Vig…
Stidge le golpeó con algo en la nuca y el hombre se quedó quieto.
Entonces los demás irrumpieron en la furgoneta, Charley, Nicholas, Choke, Tamal, Buffalo y los dos chicos de la granja.
—¡Vale, vámonos, Mujer! —ordenó Charley—. No podemos quedarnos aquí.
Mujer corrió a colocarse al volante y la furgoneta se alejó flotando calle abajo.
—¿Qué quería? —le preguntó Charley a Tom—. ¿Qué trataba de decirte?
—No estoy seguro. Algo sobre no poder aparcar. Y no tener una licencia. Golpeaba la puerta, pero me dijiste que no dejara entrar a nadie, y entonces volviste y…
—Entonces es un poli de verdad —murmuró Charley—. Un maldito vigilante.
Buscó en el bolsillo del policía y encontró una pequeña computadora, se la acercó al oído, escuchó durante un momento y asintió. Entonces la pisó y la rompió en pedazos.
—Ahora está fuera de contacto. Pero tenemos que deshacernos de él. ¡Deshacernos de un poli! ¡Mierda!
—Dejas al loco a cargo de la furgoneta, y ya ves lo que pasa —dijo Stidge.
—Está bien.
—Tampoco fue muy buena idea aparcar allí —continuó el pelirrojo.
—Está bien. ¡Está bien!
—¿Adonde quieres que vayamos? —preguntó Mujer.
—Dobla a la izquierda. Luego sigue recto hasta que veas las indicaciones al Puente Golden Gate, sigue por ahí y dirígete al norte, a la salida de la ciudad. Y conduce despacio. Lo último que nos hace falta ahora es que nos detenga una patrulla de tráfico. —Meneó la cabeza—. Maldición, vaya lío.
—¿Nos vamos de San Francisco, tan rápido? —dijo Tamal.
—¿Te apetece quedarte? Tenemos a bordo un muerto, un poli secuestrado, dos tipos de los que tenemos que deshacernos, ¿y todavía quieres quedarte? ¿Nos registramos en un hotel y le ofrecemos una fiesta al alcalde? Por Dios, Tamal. Por Dios.
—Eso de ahí es la indicación al puente, ¿no? —preguntó Mujer.
—¿Qué crees que dice? —repuso Charley—. Puente Golden Gate, grande como la vida.
—No estaba seguro de que dijera eso.
—Mujer tiene problemas para leer —dijo Stidge—. No aprendió muy bien, ¿eh?
—Chinga tu madre —contestó Mujer en español—. ¡Pija! ¡Hijo de puta!
—¿Qué es lo que dice? —preguntó Stidge.
—Que le gusta mucho tu pelo rojo —dijo Charley.
—Si no nos quedamos en San Francisco —preguntó Buffalo—, ¿adonde vamos a ir entonces, Charley?
—Te lo diré más tarde. Mujer, cuando salgas del puente toma la primera desviación y síguela hasta que llegues a una carretera comarcal. Entonces dirígete a la playa. —Meneó otra vez la cabeza y se la golpeó con la palma de la mano abierta—. Mierda, mierda, mierda. Podíamos habernos quedado en San Francisco, y ahora mira… No recuerdo haber estado nunca en un lío parecido.
—¿Es ésta la carretera?
—Sí. Detente aquí.
Tom intervino.
—Los Últimos Días están casi sobre nosotros. Pronto será el Tiempo del Cruce —dijo—. Perdónalos, Charley. No les prives del Cruce.
—Ojalá pudiera, Tom. Pero no es posible —dijo Charley tristemente. Luego se dirigió a los otros—. Está bien, sacadlos de la furgoneta. Ponedlos junto a la carretera.
El policía aún yacía boca abajo, quejándose un poco. Stidge lo arrastró al exterior. Nicholas y Buffalo hicieron lo mismo con los dos muchachos, que se apretujaron el uno junto al otro, temblando. Uno de ellos se había mojado los pantalones. Tenían dieciocho o diecinueve años, pensó Tom.
—«Y en Su mano tenía siete estrellas, y de Su boca salió una espada de dos filos, y Su semblante era brillante como el sol. Y cuando Le vi, caí a Sus pies como muerto. Y Él posó Su mano en mí y me dijo: No temas, pues soy el primero y el último. Soy el que vive y había muerto, el que vive para siempre, y tengo las llaves del infierno y de la muerte».
—Ya basta por hoy, Tom. Ponedlos en fila junto al barranco. Eso es. Quitaos de en medio.
Charley ajustó su brazalete láser y disparó tres veces, primero al policía, luego al chico mayor, por fin al otro. Ninguno emitió el menor sonido mientras morían.
—Hijos de puta… —murmuró—. Vaya lío innecesario. Vale, arrojadlos al barranco.
Choke y Buffalo arrojaron el cuerpo del vigilante. Nicholas, Mujer, Tamal y Stidge se encargaron de los otros dos.
—Ahora a Rupe. Llevadlo un poco más abajo del camino y arrojadlo también.
Choke levantó la mirada, sorprendido.
—Por el amor de Dios, Charley…
—¿Qué quieres hacer, llevarlo con nosotros como recuerdo? ¿O darle sepultura? Vamos, arrojadlo. Y vámonos de aquí.
—¿Nos dirás adónde?
—Sí, ahora que no nos oyen puedo decírtelo, Buffalo. Nos vamos al norte, al condado de Mendocino. Hay montones de bosques y buenos lugares para escondernos, porque eso es lo que necesitamos ahora. Nos hace falta escondernos, y bien.
Se detuvo y contempló a Nicholas, Tamal y Stidge sacar el cuerpo de Rupe de la furgoneta y arrojarlo por el barranco a los densos matojos de más abajo.
—Bien. Vámonos de aquí.
—¿Nos llevamos al loco? —preguntó Stidge—. ¿No supone correr un riesgo, con lo que ha visto?
—Él viene con nosotros adondequiera que vayamos. ¿Verdad, Tom? Tú te quedas con nosotros.
—«Yo soy el Alfa y el Omega, el principio y el fin, dice el Señor» —recitó Tom, temblando un poco, aunque hacía más calor que en San Francisco—. «El que es, el que fue, el que será», el Todopoderoso.
—Está bien, Tom —dijo Charley suavemente—. Está bien. Vámonos ya. Entra en la furgoneta. Entrad todos.
—¡Dios mío, qué calor! —exclamó Jaspin, sorprendido, mientras la caravana tumbondé comenzaba a fluir de las montañas al ancho llano del Valle de San Joaquín.
Se encontraba en medio de una estancada y apocalíptica masa de aire chirriante, que era demasiado caliente para poder respirar siquiera. El viejo coche de Jaspin iba el tercero en la larga procesión, justo detrás del par de autobuses que albergaban al Senhor, la Senhora y la Hueste Interna.
—No lo puedo creer —insistió—. Es increíble este calor. ¿Dónde diablos vamos, al Sahara?
—A Bakerfield —dijo Jill—. Estamos un poco al sur.
—Lo sé, pero… esto es como el Sahara. Como dos Saharas juntos. Cristo, si de verdad vamos al Polo Norte, ojalá estuviéramos un poco más cerca.
Parecía que el cielo iba a estallar en llamas. Era como si todo el calor del valle hubiera venido rodando como una pelota al rojo vivo y hubiera golpeado contra la pared de las montañas Tehachapi y estuviera allí esperando el momento de tragárselos.
—Creo que vamos a detenernos para acampar —dijo Jill—. ¿Ves? Las banderas están en alto.
—Sólo son las tres.
—No importa. Mira el autobús del Senhor. Las banderas están izadas.
Ella tenía razón. Jaspin se asomó por la ventanilla y vio a un par de hombres del tumbondé en lo alto del autobús principal izando los chillones estandartes que eran la señal para detenerse y acampar. El autobús giró a la izquierda y se salió de la calzada, dirigiéndose a campo abierto. El segundo vehículo le imitó. Jaspin, encogiéndose de hombros, hizo lo mismo, y toda la extraña caravana de autobuses, coches, carretas y camiones que habían venido arrastrándose como un gigantesco ciempiés detrás de él, uno a uno, giraron a la izquierda, siguiendo al Senhor Papamacer.
Jaspin aparcó junto al segundo autobús, el negro y naranja donde viajaban los once miembros de la Hueste Interna y la mayoría de las estatuas de los dioses. Se dio la vuelta, se cubrió los ojos con la palma de la mano para protegerse del sol de la tarde, y recorrió con la mirada la línea de vehículos que se estiraba hasta las montañas de donde acababan de descender. Probablemente la caravana continuaba sin interrupción hasta Gorman como mínimo, quizá incluso hasta más allá de Tejón Pass o hasta Castaic.
Increíble. Increíble. Todo este asunto es completamente increíble, pensó. Y para él, uno de los aspectos más insólitos era su propia presencia aquí, en la cabeza de la procesión, tras la Hueste Interna. Estaba aquí como observador, claro, como antropólogo. Pero eso solamente era la mitad, quizás menos de la mitad. Sabía que estaba aquí también como seguidor del Senhor. Se había rendido: había aceptado el tumbondé, y se dirigía al norte para esperar la apertura de la puerta y la llegada de Chungirá-el-que-vendrá. La noche pasada, mientras dormía junto al coche en una calle desolada de lo que alguna vez había sido Glendale o Eagle Rock, había tenido una visión de uno de los nuevos dioses moviéndose serenamente en un mundo donde el cielo y todo a su alrededor era verde; y el dios, aquella fantástica criatura brillante, le había saludado por su nombre y le había prometido una gran felicidad después de la transformación del mundo.
Qué extraño es todo esto, pensaba Jaspin.
—Mira eso —dijo—. ¡Es la horda mongol en plena marcha!
—No me gusta que hables así, Barry.
—¿He dicho algo malo?
—La horda mongol. No tiene nada que ver con esto. Ellos eran invasores, saqueadores dañinos. Esta es una procesión santa.
Jaspin la miró, sorprendido. Ella estaba cubierta de sudor, y brillaba. Su camiseta empapada, casi transparente, dejaba entrever sus pezones. Los ojos le brillaban de modo desafiante. El brillo del auténtico creyente, pensó Jaspin. Se preguntó si sus ojos también habrían brillado así alguna vez. Lo dudaba.
—¿O acaso no es santa? —preguntó Jill.
—Sí, claro que lo es.
—Hablas tan irreverentemente algunas veces…
—¿De veras? No puedo evitarlo. Mi educación antropológica, supongo. No puedo dejar de ser un observador imparcial.
—¿Incluso aunque creas?
—Incluso así.
—Lo siento por ti.
—Vamos, olvídalo…
—No me gusta cuando haces chistes sobre lo que pasa. La horda mongol, y todo eso.
—Está bien. Soy un impertinente. No puedo evitarlo, debe de estar en mis genes. Llevo en la sangre cinco mil años de impertinencia.
Estiró la mano y trató de alcanzarla, tocándola ligeramente con la yema de los dedos. Ella se apartó, como venía haciendo últimamente.
—Vamos, Jill. Ya te he dicho que lo siento.
—Si esto es la horda mongol, entonces tú también formas parte de los mongoles. No lo olvides.
Jaspin asintió.
—Está bien. No lo olvidaré.
Ella se dio la vuelta y entró en el coche. Salió un segundo después con una botella de agua, de la que tomó un largo trago sin ofrecerle nada. Entonces se alejó y se quedó mirando el autobús del Senhor Papamacer.
La nueva Jill, pensó Jaspin.
Se había dado cuenta de que había habido un sutil cambio en su actitud hacia él desde que habían salido de San Diego con la caravana tumbondé. O quizás no había sido tan sutil. Ella se había enfriado, se había vuelto muy distante. Ahora era mucho menos tímida, mucho menos dubitativa y servicial, mucho más segura de sí misma. Ya no había más gratitud hacia el maravilloso y erudito doctor Barry Jaspin, de la UCLA, que tan gentilmente le permitía merodear a su alrededor. No más ojos abiertos, no más considerarle como si fuera el custodio de toda la sabiduría humana. Y el sexo entre ellos, que había sido tan libre y tan fácil el primer par de semanas, se desvanecía rápidamente; ya casi no existía.
Bueno, Jaspin sabía que eso era inevitable. Le había pasado antes con otras mujeres. Era humano, después de todo, hecho con pies de barro hasta las cejas, como todo el mundo, y ella tenía que descubrirlo tarde o temprano. Empezaba a ver que era menos maravilloso de lo que sus fantasías le habían hecho creer, y empezaba a mirarle de forma más realista.
Muy bien. Ya se lo había advertido. No soy la noble figura romántica e intelectual que crees, le había dicho. También podría haber añadido que no era el maravilloso amante que imaginaba, pero no hacía falta; había tenido tiempo de descubrirlo por sí misma. Muy bien. Muy bien. No era tan extraordinario ser adorado, especialmente cuando no había una base real. Pero había algo más, algo que le asustaba. Ella era aún, básicamente, una adoradora de corazón, una personalidad dependiente; lo que había hecho era cambiar su dependencia hacia él por la de los dioses tumbondé. El temor reverente que había sentido hacia él lo reservaba ahora para el Senhor Papamacer como Vicario en la Tierra de Chungi-rá-el-que-vendrá, según parecía.
Jaspin sospechaba que ella haría cualquier cosa que le pidieran los hombres del tumbondé. Cualquier cosa.
Se volvió de nuevo hacia el sur, hacia las altas montañas. Una interminable sucesión de vehículos todavía fluía valle abajo. Ésta era la quinta jornada de marcha, y la procesión había crecido día tras día. Habían tomado la ruta de tierra adentro para evitar problemas con el tráfico y las autoridades de las grandes ciudades costeras, atravesando sitios como Escondido, Vista y Corona, y rodeando la parte oriental de Los Ángeles. Era un viaje lento, con paradas frecuentes para rituales, oraciones y enormes comidas comunitarias. Y costaba una eternidad arrancar de nuevo cuando se daba la orden de volver a la carretera. Jaspin imaginaba que el grueso de los que estaban aquí eran gente que formaba parte de la caravana desde San Diego —el tumbondé no era muy conocido fuera de la mitad meridional del condado de San Diego, donde estaban las grandes poblaciones de refugiados—, pero a medida que la vasta procesión había seguido su rumbo, muchas otras personas se habían ido uniendo. Ahora podrían ser cincuenta mil. Incluso cien mil. Una auténtica horda mongol en marcha.
—Yas-peen.
Al darse la vuelta, vio a uno de los miembros de la Hueste, un tipo llamado Bacalhau. Ahora le resultaba más fácil diferenciarlos. A pesar del intenso calor, Bacalhau vestía el atuendo tumbondé completo, botas, pantalones y chaqueta, hasta el sombrero, o lo que fuera aquella especie de chata montera.
—El Senhor quiere verte —dijo Bacalhau. Luego miró a Jill—. A ti también.
—¿A mí? —preguntó ella sorprendida.
Jaspin también se sorprendió. No de que el Senhor Papamacer le convocara a una audiencia; lo había hecho ayer por la tarde, y dos días antes, repitiendo cada vez un largo monólogo que describía cómo habían penetrado en su alma las primeras visiones de Maguali-ga y Chungirá-el-que-vendrá hacía dos o tres años, y cómo había comprendido inmediatamente que era el profeta elegido de los nuevos dioses. Pero, ¿por qué a Jill? Hasta ahora, el Senhor no había dado muestras de que conociera su existencia.
—Ven —dijo Bacalhau— Venid los dos.
Los guió al autobús del Senhor. Estaba pintado con los colores de Maguali-ga, y llevaba las grandes estatuas de cartón piedra de Prete Noir el Negus y Rei Ceupassear a cada lado del parabrisas delantero. Había media docena de otros miembros de la Hueste Interna guardando la entrada cuando Jaspin y Jill se aproximaron: Barbosa, Cotovela, Lagosta, Johnny Espingarda, Pereira y uno que se llamaba Carvalho o Rodrigues, Jaspin no estaba seguro. Igual que Bacalhau, todos llevaban los atuendos tumbondé, aunque alguno se había aflojado el cuello de la camisa.
—Maguali-ga, Maguali-ga —dijo Lagosta. Parecía aburrido.
—Chungirá-el-que-vendrá —replicó Jill antes de que Jaspin pudiera formular la respuesta ritual.
Lagosta la miró con un destello de interés en los ojos, pero sólo por un momento. Miró a Jaspin fríamente, como diciendo: «¿Quién eres tú, lastimoso branco, triste simplón, para requerir tanta atención del Senhor Papamacer?». Jaspin le devolvió la mirada. Tu nombre significa langosta, pensó. Y el tuyo, Bacalhau, es bacalao. Vaya par de nombres tienen los santos apóstoles del profeta.
—Permiso —dijo Jaspin.
Los hombres de la Hueste Interna se hicieron a un lado, dejando sitio para que pasaran. Dentro del autobús el aire era denso y viciado, y había un acre olor a incienso. Habían retirado todos los asientos y dividido con cortinas el autobús en tres pequeñas habitaciones: una antecámara, una capilla en el centro, y habitaciones para el Senhor Papamacer y la Senhora Aglaibahi al fondo.
—Esperad —dijo Bacalhau.
Hizo a un lado la gruesa cortina y entró en la capilla. La cortina se cerró tras él. Jaspin oyó que conversaban en portugués.
—¿Entiendes lo que dicen? —preguntó Jill.
—No.
—¿Qué crees que pasa?
Jaspin sacudió la cabeza.
—No tengo la menor idea.
Un momento después, Bacalhau reapareció con un par de miembros de la Hueste Interna que había dentro. Siempre había seis o siete de ellos alrededor del Senhor. Jaspin no podía decir si su papel era el de discípulos, el de guardaespaldas, o un poco de cada cosa. La Hueste estaba compuesta en su totalidad por jóvenes brasileños de piel oscura, once hombres ceñudos que lo mismo podían pasar por bandidos que por santos apóstoles. Había también unos cuantos africanos en los altos concejos del tumbondé, pero no parecían tener el mismo acceso al Senhor. Jaspin dudaba que fuera un asunto racial, ya que los brasileños eran tan negros como los africanos; posiblemente el Senhor Papamacer se sentía más a gusto con gente de su propia tierra natal.
—Entrad —dijo Bacalhau, haciendo un ademán.
Le siguieron al oscuro interior del autobús. A Jaspin le costaba trabajo respirar. Anoche, cuando había estado aquí, había parecido desagradablemente caluroso y maloliente, pero ahora, con el ardiente atardecer del Valle, era realmente sofocante. Todas las ventanas estaban cerradas, el humo de una docena de velones llenaba la capilla, y parecía que no había ventilación en absoluto. Jaspin estuvo a punto de vomitar. Miró desesperado a Jill, pero ella no parecía molesta por la suciedad de la atmósfera. Sus ojos tenían ese brillo otra vez. A Jaspin le asustaba verlo.
El Senhor Papamacer estaba sentado con las piernas cruzadas, esperando, en el fondo del autobús. A su izquierda, junto a la pared lateral, estaba la Senhora Aglaibahi, la madre divina y diosa viviente. La larga y estrecha cámara estaba decorada de manera similar a la habitación en la que el Senhor se había entrevistado con Jaspin en Chula Vista: la oscuridad, las velas, las cortinas, la estera roja y verde, las pequeñas imágenes de madera de Maguali-ga y Chungirá-el-que-vendrá.
El Senhor hizo con la mano izquierda un leve gesto de saludo. Sus ojos se posaron en Jill. La estudió sin hablar durante lo que pareció una eternidad.
—La mujer —le dijo por fin a Jaspin—. ¿Es tu esposa?
Jaspin se ruborizó.
—Ah…, no. Una amiga.
—Pensé que era tu esposa. —El Senhor parecía contrariado—. Pero… ¿viajáis juntos?
—Como amigos —contestó Jaspin, preguntándose dónde quería llegar.
Miró a Jill, pero ella parecía encontrarse en otro mundo.
—¿Sabes?, tengo el poder de haceros marido y mujer ante los dioses. Lo haré.
Aquello cogió a Jaspin desprevenido. Sus mejillas se tornaron aún más rojas. ¿Qué demonios era esto? ¿Casarse?¿Con Jill?
—Ehm… —dijo cautelosamente—. Creo que lo mejor es que ella y yo permanezcamos como amigos, Senhor Papamacer.
—Ah. Ah. —Jaspin sintió un frío torrente de desaprobación surgir tras los rasgos atemporales e inexpresivos del Senhor Papamacer—. Como quieras. Pero es bueno ser marido y mujer.
Hizo otro gesto apenas perceptible, esta vez hacia la silenciosa Senhora Aglaibahi. Jaspin siguió su mano con la mirada. La Senhora Aglaibahi se sentó sin moverse, apenas parecía respirar. Se asemejaba a una figura de culto, más grande que la vida, algo hecho de piedra negra pulida; una de esas diosas hindúes, pensó Jaspin, toda pechos y ojos. Llevaba una especie de vagosan de muselina blanca colocado de manera tal que mostraba ampliamente los ondulantes globos de sus pechos, y los suaves pliegues de su vientre. Su piel oscura brillaba a la luz de las velas como si estuviera untada de aceite. Después de una semana entre esta gente, la Senhora, una mujer voluptuosa que lo mismo podría tener treinta años que cincuenta, todavía constituía un misterio para Jaspin. La mitología tumbondé sostenía que era virgen, pero había algo más en las enseñanzas acerca de la habilidad de los dioses y diosas para restaurar su virginidad tan a menudo como desearan, y Jaspin dudaba que el Senhor y la Senhora vivieran juntos en castidad. Al mirarla, la Senhora sonrió. De repente, Jaspin se imaginó siendo atraído hacia esos pechos de pezones oscuros y bebiendo la leche de la Senhora Aglaibahi.
—Seré su esposa si eso es lo que deseas, Senhor Papamacer —dijo Jill, sorprendentemente.
—Eh, espera un…
—Es buena cosa, sí, ser marido y mujer. ¿No quieres, Yas-peen?
Jaspin vaciló y no replicó. Se sintió como si hubiera dado un paso en el camino de una apisonadora. Casarse con Jill era la última cosa del mundo que podría haberse imaginado, cuando había entrado aquí cinco minutos antes.
—Si quieres obtener mayores conocimientos, Yas-peen, debes adentrarte en los misterios. Y para eso debes realizar el matrimonio.
Oh, así que es esto, se dijo Jaspin.
Entonces empezó lentamente a comprender. Las cosas habían empezado a volverse un poco irreales, pero ahora tenían sentido de nuevo. Esto es terreno místico, pensó. El Senhor habla del matrimonio sagrado, el hieros gamos, el antiguo y primordial rito de la fertilidad. Si quieres aprender los secretos internos, debes pasar por la iniciación. No hay dos opciones. Jill debe de haberlo entendido de manera intuitiva. O quizás, sencillamente, es mejor antropólogo que tú.
Claramente, el Senhor Papamacer esperaba una respuesta, y sólo una respuesta era aceptable. La apisonadora había pasado, y él había quedado aplanado como un gusano.
Se sintió indefenso. De acuerdo, pensó. De acuerdo. Trágatelo, se dijo. Alégrate, alégrate, no tienes elección.
En el tono más humilde, añadió:
—Me pongo en manos del Senhor.
—¿Tomarás a esta mujer en matrimonio?
Sí, sí, lo haré, claro que lo haré, intentó decir. Lo que a ti te plazca, Senhor Papamacer. Pero no pudo encontrar las palabras. Se volvió hacia Jill. Sus ojos brillaban nuevamente. Pero no por mí, pensó Jaspin. No por mí.
Meneó la cabeza. Por el amor de Dios, pensó, ¿de verdad voy a casarme con ella? ¿Ahora? ¿Con esta flacucha shiksa de pelo andrajoso, con esta fanática, con esta pelandusca? La idea era increíble. Todo se rebelaba dentro de él. Una voz en su interior chillaba: ¿Qué carajo estás haciendo, hombre? Me pongo en manos del Senhor. ¿Qué? ¿Casarse? ¿A los cinco segundos de la noticia? ¿Con ella?
Se imaginó la escena cuando la llevara a casa de sus padres. Papá, mamá, ésta es mi esposa, la señora de Barry Jaspin, de verdad. He pasado toda mi vida esperando la compañera ideal y aquí está. Sé que os encantará. Sí. Sí.
Y entonces pensó: deja de hacer el gilipollas. Esto no es legal. No significará nada fuera de este autobús. Puedes quitártela de en medio cuando quieras. Cásate y piensa que eso forma parte de tu investigación antropológica. Una ceremonia tribal que tienes que aceptar para que el jefe te deje continuar observando los demás ritos de la tribu.
Y entonces pensó: Olvídalo. Aparta tu mente de todos estos egoísmos y estos planes ventajosos. Si tienes alguna esperanza de entregarte a Chungirá-el-que-vendrá cuando se abra la puerta, debes obedecer en todo al Senhor Papamacer.
Jaspin se arrodilló y empezó a temblar. Por fin había llegado la verdad. Tal vez no lo hacía por amor, pero tampoco lo hacía por ninguna cínica intención oportunista. No. Aquello era solamente la racionalización que utilizaba para ocultarse a sí mismo lo que realmente sucedía. Pero ahora se obligó a admitir la historia auténtica. Lo hacía porque más que ninguna otra cosa anhelaba que su mente y su alma fueran poseídas por Chungirá-el-que-vendrá; y a menos que obedeciera al Senhor Papamacer en todo, eso no le ocurriría. Así que lo haría. Por el amor de Dios.
—La tomaré, sí.
El destello de una sonrisa surcó los finos labios del Senhor Papamacer.
—Arrodillaos ante la Senhora —dijo—. Los dos.
La sala de conferencias ondulaba, se escurría, intentaba volverse verde. Elszabet inspiró profundamente y trató de conservar la calma. Sabía que estaba al borde de la histeria. Quizá debiera decirles que anoche tuve un sueño espacial y en cierto modo soy incapaz de liberarme de él, pensó, y al infierno con la profesionalidad.
No. No. Aguanta, se ordenó. No puedes derrumbarte delante de todo el mundo.
Se concentró de nuevo en la reunión. Resultó difícil, pero lo consiguió.
—Creo que todos estamos de acuerdo en que tratamos con algo muy difícil de comprender —dijo rápidamente, a modo de introducción—. Pero me parece que lo primero que tenemos que reconocer es que éste es un fenómeno que puede ser medido, cuantificado y delineado en términos puramente científicos. —Vaya, eso ha sonado bien.
Naresh Patel alzó la vista del fajo de papeles que estudiaba.
—¿Puede serlo? ¿Tabulaciones como éstas, quiere usted decir? ¿Frecuencias y distribuciones geográficas de los sucesos alucinatorios, escalas de similitud, análisis de imágenes, vectores cognitivos, correlación de las alucinaciones con el índice de estabilidad de Gelbard-Louit? Pero… ¿y si este fenómeno es totalmente inexplicable por medios científicos?
¿Y qué si no lo es?, pensó Elszabet. ¿Se supone que ahora tengo que decir algo?
Dan Robinson la rescató del apuro. Oyó su voz como si proviniera de una distancia muy grande.
—Llegados a este punto, ¿por qué deberíamos pensar que es inexplicable? Perdona mis prejuicios occidentales y materialistas, Naresh, pero sucede que creo que todo en el universo tiene una razón cuantificable… que no tiene por qué ser accesible al conocimiento humano, dado lo limitado de nuestras actuales técnicas de investigación, pero que existe de todas formas. Antes de la invención del espectroscopio, por ejemplo, habría sido una loca fantasía afirmar que alguna vez podríamos conocer de qué elementos estaban compuestas las estrellas. Pero para un astrónomo moderno no hay ningún problema en observar una estrella situada a cincuenta años luz de distancia, o a cinco mil millones, y decir con toda la autoridad del mundo que está compuesta de hidrógeno, helio, calcio, potasio…
—De acuerdo —dijo Naresh—. Pero pienso que es concebible que un astrónomo del siglo diecisiete aceptara la idea de que algún día sería posible descubrir tal información. Lo que faltaba era el espectroscopio: una cuestión de progreso tecnológico, refinamiento de la técnica, no un salto cuántico en la conceptualización. Y también estoy de acuerdo en que todos los sucesos tienen que tener una explicación. Decir lo contrario sería aceptar que el universo es una pura casualidad, y no creo que ése sea el caso.
La habitación se volvía verde de nuevo. Patel, Robinson, Bill Waldstein y los demás comenzaban a tomar una brillante textura cristalina. Elszabet podía oír lo que decían, pero no tenía idea de lo que aquello significaba. No estaba segura de dónde se encontraba, ni por qué.
—… pero solamente sostengo que los hechos que consideramos aquí —continuaba Patel— pueden tener una explicación que no encaje con los dogmas del pensamiento científico occidental, y por tanto no conseguiremos comprenderlos por medios medibles y cuantificables.
—Entonces, ¿qué es lo que dices, Naresh? —preguntó Bill Waldstein.
Patel sonrió.
—Por ejemplo, ¿y si esas múltiples alucinaciones compartidas no son alucinaciones en absoluto, sino los primeros signos de la llegada a nuestro mundo de la fuerza sobrenatural, el espíritu divino, la Deidad, si lo prefieren?
—¿Nos vas a convertir al hinduismo? —dijo Waldstein.
—No hay nada específicamente hindú en lo que he sugerido —replicó Patel en tono crispado—. Ni oriental, según mi modo de ver. Creo que si le preguntáramos al padre Christie sobre el tema de la Segunda Venida encontraríamos que hay elementos cristianos en el concepto, o judeo-mesiánicos. Lo que digo simplemente es que tratamos de abordar este tema de modo científico, cuando de hecho puede estar enteramente al margen del punto de vista de la técnica científica.
—Vamos, Naresh —intervino Dante Corelli—, ¿nos estás proponiendo que nos encojamos de hombros y esperemos a ver qué pasa? Eso sí que es un concepto hindú.
—Estoy de acuerdo con Naresh en un punto —cortó Dan Robinson—: cuando dice que esas múltiples alucinaciones no son alucinaciones en absoluto.
Bill Waldstein se echó hacia delante.
—Entonces, ¿qué crees tú que son?
Robinson se dirigió a la cabecera de la mesa de conferencias.
—¿Puedo contestar a eso, Elszabet?
Ella parpadeó.
—¿Qué, Dan?
—¿Puedo responder a la pregunta de Bill? ¿Puedo explicar ya mi idea acerca de lo que son realmente los sueños espaciales?
—Lo que son realmente… —repitió Elszabet. Estaba perdida. Se dio cuenta de que debía de haber estado deambulando por reinos muy distantes—. Sí. Sí, por supuesto, Dan —dijo instintivamente.
El Mundo Verde se encontraba más allá de la ventana. Suaves praderas, hermosos árboles sin hojas.
—¿Elszabet? ¿Elszabet?
—Adelante, Dan. ¿Qué pasa? Continúa.
Miró a su alrededor. Dan, Bill, Dante, Naresh. Dave Paolucci, del centro de San Francisco, al fondo de la mesa. Leo Kresh, de San Diego. Es una reunión importante. Tienes que prestar atención, pensó. Miró la superficie de la mesa. Que Dios me ayude. ¿Qué me está pasando? ¿Qué me está pasando?
—… el Proyecto Starprobe —decía Robinson—, que fue enviado a Próxima Centauri en el año dos mil cincuenta y siete, me parece, y que ahora podría estar produciendo una respuesta en forma de una señal emitida por los habitantes de ese mundo, una señal que incrementa su intensidad a medida que se acerca a la Tierra. Sugiero que una civilización altamente superior en el sistema de Alfa Centauri…, Próxima Centauri, ya lo saben, es una de las estrellas de ese sistema…, ha enviado posiblemente una sonda propia, utilizando una tecnología desconocida por nosotros hasta este momento pero no completamente improbable, para establecer contacto directo con las mentes humanas.
—Por el amor de Dios… —masculló Bill Waldstein.
—¿Te parece bien que termine lo que estoy diciendo, Bill? Esta señal, digamos, fue recibida al principio solamente por aquellos más sensibles a ella, lo que por alguna razón sucedió a los pacientes que sufren del síndrome de Gelbard en este sanatorio y en otros más. Pero a medida que la intensidad de la señal se ha incrementado, la incidencia de la receptividad se ha ampliado a un ancho segmento de la población humana, incluyendo, según tengo entendido, a gran parte de las personas de esta habitación. Si tengo razón, a lo que nos enfrentamos no es a una apidemia de ninguna nueva enfermedad mental, ni es, perdóname, Naresh, ningún tipo de revelación metafísica, sino un significativo momento histórico, la inauguración de comunicaciones con vida extraterreste inteligente, algo que no hay que temer ni…
—Hay un problema en eso, doctor Robinson —dijo, desde el fondo de la mesa, una nueva voz, tranquila, segura—. ¿Puedo intervenir un momento? ¿Doctor Robinson? ¿Doctora Lewis?
Al oír su nombre, Elszabet alzó la mirada, sorprendida, dándose cuenta de que se había distraído otra vez. Todos la estaban mirando.
—¿Puedo señalar ese punto, doctora Lewis?
De nuevo la voz desde el fondo de la mesa. Elszabet advirtió que pertenecía al hombre de San Diego, su colega Leo Kresh, el encargado del Centro Nepente de allí. Un hombre pequeñito, calvo, de movimientos y habla precisos. Lo miró, pero se había distanciado demasiado de la discusión para saber qué decir.
Dan Robinson, a la vista de su silencio, intervino rápidamente.
—Por supuesto, doctor Kresh. Adelante, por favor.
Kresh asintió.
—También se me había ocurrido que las imágenes de otros mundos podrían estar conectadas de alguna forma con el proyecto Starprobe, doctor Robinson, y de hecho he investigado a fondo esa posibilidad. Desgraciadamente, no parece válida. Como usted dijo correctamente, la sonda no tripulada Starprobe fue lanzada en el dos mil cincuenta y siete, justo unos pocos años antes del estallido de la Guerra de la Ceniza. Sin embargo, he conseguido determinar que, aun a las extraordinarias velocidades que la Starprobe podía alcanzar, no podría haber llegado a las inmediaciones de Próxima Centauri, que está a cuatro coma dos años luz de la Tierra, hasta el dos mil noventa y nueve. Así que, como puede verse, no ha habido todavía tiempo suficiente ni siquiera para que la señal de la propia Starprobe, que por supuesto es una onda de radio que viaja a la velocidad de la luz, haya regresado de Próxima, y aún menos para que los hipotéticos habitantes de ese sistema nos hayan enviado una señal propia. Y por supuesto, si los proximanos, si es que hay alguno, hubieran enviado en nuestra dirección un equivalente a la Starprobe, como usted sugiere, no cabe duda de que aún tardará varias décadas en llegar. Así que pienso que tenemos que descartar la hipótesis de que los sueños espaciales tienen un origen extraterrestre, por muy tentadora que sea esa noción.
—Suponga que los proximanos son capaces de enviar una nave que viaja más rápido que la luz.
—Perdóneme, doctor Robinson —dijo Kresh gentilmente—, pero tendría que llamar a eso una multiplicación de hipótesis excesiva. No solamente tendríamos que admitir la existencia de proximanos, sino que también nos pide usted que asumamos la posibilidad de viajar más rápido que la luz, lo cual, bajo las leyes de la física, tal como actualmente las conocemos, es simplemente…
—Un momento —dijo Bill Waldstein—. ¿De qué estamos hablando? ¿Naves espaciales? ¿Viajes ultralumínicos? Elszabet, por el amor de Dios, pon orden en esta reunión. Ya es bastante malo que la situación a la que nos enfrentamos sea fantástica, con miles y miles de personas compartiendo los mismos extraños sueños por toda la Costa Oeste, quizás por todas partes, para que encima empecemos a especular por nuestra cuenta.
—Además —dijo Naresh Patel—, han pasado más de dos meses desde que fueron reportados los primeros sueños. Con lo que el doctor Kresh nos ha dicho sobre el tiempo de llegada de la Starprobe a esa estrella y el tiempo necesario para que la señal de radio vuelva a nosotros, creo que está claro que no hay conexión entre los sueños y cualquier dato que el satélite Starprobe eventualmente nos envíe.
—Estamos recibiendo vistas de al menos siete sistemas solares diferentes en estos sueños, ¿no? —argumentó Dante Corelli—. La Starprobe fue lanzada a un único sistema, según entiendo. Así que incluso dejando al margen los problemas de tiempo que el doctor Kresh ha señalado, ¿cómo podría estar enviando tantos tipos de escenas diferentes? Creo que…
—¡Orden! —gritó Bill Waldstein—. Elszabet, ¿quieres por favor hacer que volvamos a algo más racional? Tenemos aquí gente de San Francisco y San Diego que quieren contarnos qué pasa en sus centros y… ¿Elszabet? ¿Elszabet? ¿Te sucede algo?
Ella se esforzó por entender lo que le decía. Su mente estaba llena de niebla verde. Figuras cristalinas se movían graciosamente adelante y atrás, presentándose, invitándola a eventos sociales incomprensibles: una sinfonía cataclísmica, un esplendor de los cuatro valles, un ajuste sensorial. Todos estarán allí, querida Elszabet. Tu poeta te presentará su última obra, ya sabes. Y hay posibilidad de otra aurora verde, la segunda de este año, y entonces no habrá más por lo menos hasta dentro de quince ciclos tonales, según se dice.
—¿Elszabet? ¿Elszabet?
—Creo que me gustaría ir al esplendor de los cuatro valles —dijo—. Y tal vez a la sinfonía cataclísmica. Pero no al ajuste sensorial, me parece. ¿Estará bien no asistir al ajuste sensorial?
—¿De qué está hablando?
Ella sonrió. Los miró uno a uno. Dan, Bill, Dante, Naresh, Dave Paolucci, Leo Kresh. Una luz verde destellaba en el centro de la gran mesa de pino. Estoy bien, quiso decir. Me he vuelto loca, eso es todo. Pero no tenéis que preocuparos por mí. No es raro que hoy en día la gente se vuelva loca.
—¿No te encuentras bien, Elszabet?
Dan Robinson, junto a ella, la tomaba ligeramente por los hombros.
—No —dijo ella—. No me encuentro bien. No me he encontrado bien en toda la mañana. ¿Quieren ustedes disculparme? Lo siento muchísimo, pero creo que debería acostarme. ¿Quieren disculparme? Gracias. Gracias. Lo siento muchísimo. Por favor, no interrumpan la reunión, pero creo que debería acostarme.
—¿Qué te dije? —exclamó Ferguson—. No hay nada. Te adentras en el bosque, caminas hacia el este, y tarde o temprano llegas a la civilización.
—¿Tienes idea de dónde estamos? —preguntó Aleluya.
—Camino de Ukiah.
—Ukiah. ¿Dónde está eso?
—Al este de Mendo, a unas treinta millas de la costa. ¿Lo has olvidado? ¿También te han borrado eso?
—No conozco mucho esta parte de California. ¿Vamos a caminar treinta millas, Ed?
Él la miró.
—Eres una supermujer, ¿no? ¿Qué hay de malo en caminar treinta millas? Un poco menos de treinta, tal vez. Lo haremos en un par de días. ¿No puedes con eso?
—No lo digo por mí, sino por ti. ¿Estás en forma para ese tipo de caminata?
Ferguson se rió y le acarició el brazo.
—No te preocupes por mí, nena. Estoy en una forma fabulosa para un tipo de mi edad. Además, si me canso, siempre podemos parar un par de horas. Nadie nos va a seguir.
—¿Estás seguro?
—Claro que estoy seguro. —Sonrió—. Imagínate. Nada de tratamiento mañana. Nada de revolvernos la cabeza. Pasaremos todo un maldito día recordando lo que nos ha sucedido el día anterior.
—Y también lo que soñamos por la noche.
—Lo que soñamos, sí. —La sonrisa se convirtió en una mueca—. ¿Soñaste algo anoche? ¿Un sueño espacial?
—Eso creo.
—Los tienes casi todas las noches.
—¿Sí?
—Eso es lo que me has venido diciendo todas las mañanas antes del barrido. Lo tengo todo aquí, en mi anillo. Un planeta diferente cada noche, los nueve soles, el mundo verde, ese donde el cielo entero está lleno de estrellas. Anoche fue la gran estrella azul en el cielo y las burbujas brillantes flotando en el aire.
—No lo recuerdo.
—Bueno, unas veces lo recuerdas y otras no.
—¿Y tú? ¿Nunca tienes esos sueños?
—Ni una sola vez —contestó, y sintió la amargura levantarse en su interior—. Todo el mundo los tiene menos yo. No sé…, me gustaría ver esos lugares aunque sólo fuera un vez. Me gustaría saber qué demonios pasa en la mente de todos. Tengo en mi anillo que lo primero que debo preguntarme por la mañana es si he tenido un sueño espacial. Y no los he tenido nunca. Cristo, odio no sentir lo que siente otra gente…
—Entonces deberías intentar ser artificial durante una temporada Así sabrías lo que es ser realmente diferente.
—Sí, claro. Justo lo que necesito… —Ferguson sonrió—. Bien, al menos no nos pasarán por el barrido mañana. No meterán sus malditos escalpelos electrónicos en mi cabeza. Dos o tres días lejos de esos malditos bastardos y a lo mejor empiezo a soñar, ¿no crees? ¿Qué te parece, Ale?
—El problema contigo es que lo deseas demasiado. Debes dejar de quererlo, si esperas conseguirlo ¿Lo entiendes, Ed?
—Parece muy sencillo.
—Hay un montón de cosas que son sencillas.
—Olvídalo. Puedo vivir sin esos malditos sueños. Me alegra estar lejos de ese lugar.
—A mí también —dijo ella.
Y le pellizcó el brazo, en lo que él supuso un ademán alegre y afectivo. Fue tan doloroso que durante un instante Ferguson se preguntó si se lo habría roto.
Estaban a unas tres horas del Centro, y aún faltaban otras tres para que oscureciera. El aire era todavía cálido, aunque había los primeros indicios de brisa nocturna. Estaban en un denso bosque de pinos, húmedo y refrescante a pesar de los largos meses de sequía del verano. Había ardillas por todas partes, y de vez en cuando algún tímido ciervo los observaba desde detrás de los grandes árboles.
Escapar había resultado fácil, como Ferguson esperaba. Después del almuerzo, durante el rato libre, se habían introducido en el bosque paseando sencillamente. No había nada fuera de lo común en eso. Seguir avanzando en su paseo era la parte inusitada. Se detuvieron en su escondite favorito para recoger la mochila que habían dejado allí el día anterior. La había llenado con manzanas, pan y algunas latas de zumo, y había introducido en su anillo registrador un detallado informe para que supiera dónde encontrarlo al día siguiente después de la sesión de terapia. Y ahora estaban de camino.
¡Cristo, qué bueno era sentirse libre! Fuera de la trena por fin. Bueno, el Centro no era exactamente como una prisión, pensó Ferguson, sino más bien una guardería estricta, pero a él tampoco le iban las guarderías, ni ningún sitio donde la gente tuviera que decirle doce o dieciséis veces al día lo que tenía que hacer.
Tenía un plan. Primero, llegar a Ukiah. Según decía su registro, ésa era una ciudad bastante aceptable de treinta o cuarenta mil personas. Toda una metrópoli en estos días posteriores a la Guerra, donde los niños eran escasos y la población menguaba y apenas alcanzaba un ochenta y cinco por ciento de lo que había sido en el siglo veinte.
Ferguson trató de imaginarse el mundo con toda esa cantidad de gente, cinco o seis millones en Los Ángeles solamente, todavía más en Nueva York. Decían que en la ciudad de México había dieciséis millones. ¿Podía uno creerlo? Ya no quedaba ninguno allí, nada, cero; todo el mundo se había dispersado cuando los nicaragüenses soltaron la ceniza. En Los Ángeles había tal vez un millón de habitantes, si contabas todas las ciudades desde Santa Bárbara a la Playa de Newport como parte de Los Ángeles.
Bueno, llegamos a Ukiah, pensó, buscamos un motel, nos arreglamos un poco, descansamos y nos reorganizamos. Entonces telefoneo a Lacy y le pido que me envíe dinero a San Francisco. Esperaba que ella tuviera suficiente para adelantarle algo a cuenta. Dios sabe que se hizo de buen oro cuando trabajaba para mí; debe de haber ahorrado lo bastante para prestarme algo. Él no llevaba nada, naturalmente. No hacía falta el dinero en el Centro, y no permitían a los internos manejarlo; cuando salía con permiso para pasar fuera el fin de semana, bastaba con mostrar una tarjeta de crédito allá donde se alojara. No querían que los internos estuvieran fuera de su alcance.
Él se mantendría, desde luego. Un par de días en Ukiah arreglando las cosas, luego Idaho —no hacía falta visado para entrar en Idaho, ¿no?—, y desde allí, después de seis semanas de residencia para hacerlo oficial, una petición para entrar en Oregón. Ahora había una especie de república en Oregón que incluía además la mitad del estado de Washington, y una vez cruzara la línea no habría manera de traerlo de vuelta a California. Era una cuestión de soberanía, y a juzgar por la forma en que los de Oregón trataban a los californianos, nunca extraditarían a nadie. Una vez en Oregón como base de operaciones, podría empezar a conseguir beneficios con el asunto de los sueños espaciales. No estaba aún seguro de cómo hacerlo, posiblemente una variante de la estafa de Betelgeuse Cinco, transmisión garantizada a los nuevos mundos, los sietes planetas que tanto se exhiben en sus sueños nocturnos, caballero. Sería de ayuda si pudiera ver los sueños, pero eso no era esencial mientras tuviera a Aleluya junto a él. De día y también de noche. Ese tremendo cuerpo de pantera cada noche…
—¡Eh! ¿Por qué tanta prisa?
La llamó. De repente ella había empezado a dejarlo muy atrás, apresurándose como si se le quemara la casa.
Ella se volvió y le envió una sonrisa maliciosa.
—¿Tienes problemas para seguir el ritmo, Ed?
—Ya sabemos que eres una forma de vida superior. No tienes que demostrar ese maldito punto. Ahora anda más despacio y caminemos juntos, ¿vale?
—Me apetece ir rápido.
—Vas a perderte. Puede que seas perfecta, pero no sabes adónde te diriges, ¿no? Vamos. Métete en la maleza. Tal vez te vuelva a ver, tal vez no.
Su risa flotó hacia él. Furioso, Ferguson empezó a caminar más rápido. Zorra, pensó. Desafiarle de esta manera… Era una auténtica zorra, pero tenía que admitir que era magnífica.
Nunca había conocido a una mujer como aquélla, y había conocido a un montón de mujeres. Tan alta y ágil, prácticamente de su propia estatura. Y tan hermosa: el pelo negro, esos pechos, esas piernas. Tan fuerte: los músculos latiendo bajo la piel satinada, esa aura de tremendo poder apenas oculto y tan extraña; nunca podía predecir lo que iba a hacer. Por la forma en que su mente trabajaba, había veces en que parecía una marciana. Una mujer de Betelgeuse Cinco.
Ferguson se preguntaba qué tipo de problemas le habrían conducido al Centro Nepente. Lo primero que te decían es que no podías discutir tus problemas con los compañeros pacientes; en el pasado era donde estaban las heridas, decían, y se suponía que había que dejar que se marcharan con el barrido. En la fase final del tratamiento la parte útil del pasado regresaría, y las heridas habrían desaparecido para siempre; por eso no era aconsejable hablar de dónde venía uno.
Ferguson había roto esa norma, por supuesto. Era un hábito para él romper todas las normas. Pero Aleluya no le había contado nada sobre las perturbaciones que la habían traído al centro. Habría sucumbido a la depresión, posiblemente, a aquel asunto del Gelbard, y quizá incluso habría matado a gente con las manos desnudas por diversión… Cualquiera fuera la razón, ella la guardaba para sí misma. Tal vez ni siquiera la conocía. Tal vez ya había expulsado todos los recuerdos con el tratamiento. Una mujer extraña. Pero hermosísima. Hermosísima.
No podía dejar que se alejara tanto. Estaba ya casi fuera del alcance de su vista. Empezó a trotar, respirando pesadamente. Poco después sudaba copiosamente. Ferguson se sorprendió al comprobar lo pronto que se quedaba sin respiración. Entonces empezó a notar el principio de dolor en el pecho, nada demasiado alarmante, solamente una leve presión. No era gran cosa. Pero le asustaba un poco.
Infiernos, pensó, jadeando y tosiendo, deberías ser capaz de ganarle a una chica, ¿no?
Te equivocas, se dijo. No seas gilipollas. Ésa no es una chica, es un ser artificial suprahumano, y te llevaba una ventaja de cien metros. Además, él tenía cincuenta años. No era ya exactamente un chaval. Era una locura intentar cazarla de esta manera.
Pero continuó igualmente. Su camisa estaba empapada, y el corazón le latía desbocado y sentía punzadas por todo el pecho, pero no podía permitir que lo humillara de esa forma.
—¡Maldita seas, Ale, espérame! —chilló, corriendo todavía más.
Ni siquiera podía verla ahora; una pared de altos pinos se interponía entre ellos. Que la jodan. Que siga corriendo y se pierda, pensó. Tengo toda la comida, ¿no? Pero aun así no se detuvo. Y entonces metió el pie en alguna especie de madriguera y se desplomó hacia el suelo. Notó como el tobillo se le torcía mientras caía.
El dolor le recorría toda la pierna. Se sentó, tocándose aquí y allí. Tenía el tobillo hinchado. Intentó ponerse en pie y descubrió que no podía hacerlo; la pierna se doblaba cuando apoyaba en ella el menor peso. ¿Cómo iba a llegar a Ukiah ahora? Hizo bocina con las manos y la llamó:
—¡Ale! ¡Ale! ¡Vuelve, me he lastimado!
Pasaron cinco minutos y ni rastro de ella. Ferguson se masajeó el tobillo, esperando que eso le aliviaría; pero cuando intentó incorporarse otra vez, le dolió más que antes. El pie empezaba a hincharse.
—¡Aleluya! Maldita seas, ¿dónde estás?
—Tranquilo, tranquilo. Ya estoy aquí.
Ferguson alzó la mirada y la vio trotando hacia él como una gacela. Cuando se detuvo a su lado, no parecía alterada en lo más mínimo; su respiración era tan calmada como si hubiera estado dando un paseo.
—¿Qué te ha pasado?
—Tropecé. Tengo un esguince. ¡No puedo andar, Ale!
—Claro que puedes. Te haré una muleta.
—¿Una muleta? No sé usar una muleta. ¿Y qué quieres que haga, dar saltitos durante treinta millas? ¿Por qué demonios tenías que echar a correr de esa manera? No habría tropezado si no hubiera tenido que cazarte, y…
—Tranquilízate.
Ferguson vio asombrado como ella curvaba un arbolito hasta el nivel del suelo, quebraba el tercio superior de su tronco y empezaba a arrancarle las ramas.
—No tienes que ir tan lejos —dijo Aleluya-—. Hay una carretera ahí delante. Haremos señas a alguien y le pediremos que nos lleve a Ukiah. Si no quieren, ya les persuadiremos.
—¿Una carretera?
—Una pequeña pista pavimentada, justo al otro lado de esos árboles, a unos cinco minutos de camino. Estaba allí cuando te oí llamar. Incluso pasaban unos cuantos coches. No te preocupes, ¿de acuerdo?
Lo levantó del suelo como si fuera un saco de plumas y colocó la improvisada muleta bajo su hombro. Era demasiado larga. Sujetándolo con un brazo, acercó la muleta a su barbilla y quebró contra ella la parte superior.
—Ya está. Ahora debe de tener la longitud adecuada.
Si no lo hubiera visto con sus propios ojos, Ferguson jamás habría creído que ella fuera capaz de quebrar un tronco del grosor de su muñeca con un simple gesto. ¿Qué tanto trabajo le costaría romperle a alguien un brazo o una pierna?
La muleta sería de ayuda. Era difícil de manejar, pero él continuó cojeando, haciendo que su pie lastimado no tocara el suelo. Ella caminaba junto a él, sujetándolo por los hombros. El terreno ascendió hasta que alcanzaron los pinos, pero a partir de entonces comenzó a descender y se niveló antes de que salieran a espacio abierto y vieran la carretera. Ésta era una antigua vía de dos carriles, llena de baches y muy deteriorada, el tipo de carretera que había ciento cincuenta años antes. Ferguson prestó atención por si oía algún coche, pero no oyó nada. Silencio total. Tras ellos, el sol se ponía camino del Pacífico.
—Viene alguien —dijo Aleluya.
—No oigo nada.
—Ni yo. Pero puedo verlo carretera abajo. Y ahora oigo el motor, creo. Probablemente es un coche flotante, ya que apenas hace ruido.
Los sentidos de Aleluya eran asombrosos. Ferguson no distinguía nada, ni siquiera una nube de polvo en la lejanía. Pasaron un par de minutos y entonces empezó a apreciar la furgoneta oscura que se acercaba desde el sur.
—De acuerdo —dijo—. Voy a esconderme entre los matorrales. Quédate aquí y hazles señas.
—¿Pararán?
—Tienen que estar locos si no se detienen a recoger a una mujer de tu aspecto en este sitio y con la noche cayendo. Se detendrán, claro. Cuando lo hagan, diles que tu marido está ahí detrás con una pierna lastimada, y si les importaría llevarnos a Ukiah. Yo saldré. No podrán hacer mucho entonces. Mientras tanto, tú te acercas al conductor. Si intenta marcharse, mete la mano por la ventanilla y agárralo por el cuello, ¿de acuerdo? No para lastimarle, ya me entiendes, sólo para que colabore.
—Está bien. Será mejor que te escondas ya.
—Sí —dijo Ferguson.
Y se arrastró a trompicones hasta los matojos. Se ocultó tras un árbol para observar. Un momento después apareció la furgoneta. Era efectivamente un vehículo flotante, una auténtica antigualla, quizás incluso un modelo de antes de la guerra, con grandes relámpagos pintados de rojo y amarillo a ambos lados. Aleluya permanecía en mitad de la carretera agitando los brazos, y la furgoneta, naturalmente, detuvo su marcha a pocos pasos de ella. Ferguson vio a un par de hombres en el asiento delantero. Probablemente se figuraban que iban a pasar una noche maravillosa con aquella morena deslumbrante y en aquel camino solitario. Intentarían cualquier cosa con Ale, aunque encontrarían algo bien distinto.
Los oyó hablar con ella. Ferguson empezó a salir de su escondite. No nos molestaremos en hacer auto-stop, pensó. Bastará con que Ale los arroje a los arbustos, y nosotros mismos conduciremos a Ukiah y mañana por la mañana estaremos camino de Oregón.
Entonces se dio cuenta de que además de los hombres del asiento delantero había otros en la parte trasera de la furgoneta; tres, cuatro, tal vez cinco. Saqueadores, probablemente. O tal vez incluso bandidos.
Maldición, pensó. Ni siquiera ella podrá con siete tipos. Yo no podré con ninguno, con la pierna en este estado. De repente vio cómo iba a terminar su huida del Centro: él en el suelo con la garganta cortada y Aleluya pataleando y chillando mientras la llevaban a otro lugar para pasar a su costa una noche de juerga.
Estaban saliendo de la furgoneta. Cuatro, cinco, seis, y siete. No, ocho. Se acercaban a Aleluya, la miraban apreciativamente. Uno de ellos, un individuo gatuno de cara grasienta y cabellos rojos, le miraba los pechos como si no hubiera tocado a una mujer en tres años. Otro, con ojos azules y la cara picada de viruelas, se relamía los labios. Ferguson quiso dar la vuelta y escapar, pero era demasiado tarde: le habían visto. A su paso, le alcanzarían en medio segundo.
—¿Es su esposo ése de allí? —preguntó uno de los saqueadores, un larguirucho de aspecto duro con barba negra y corta.
Señaló hacia Ferguson. Qué manera más estúpida de morir, se dijo Ferguson. Rezó por que Aleluya entrara en acción, agarrara a tres o cuatro y les rompiera el cuello de la misma manera en que había roto el tronco, rápidamente, sin que se dieran cuenta de lo que pasaba. Pero ella no parecía tener intención de hacer nada. Parecía calmada, animada y relajada. Maldita mujer. Se detuvo, apoyándose en la muleta, preguntándose qué iba a pasar ahora.
Lo que sucedió fue que otro de los saqueadores, uno alto y huesudo con los brazos largos como los de un mono y ojos brillantes y salvajes, se le acercó y le miró de un modo particularmente intenso, contemplando su cara como si intentara leer un mapa.
—¿Te duele? —le dijo formalmente—. No me refiero a tu pierna, hablo de tu alma. Creo que tu alma se queja. Pero recuerda que no es sino la casa de Dios, y la puerta al cielo.
—¿Qué demonios…? —dijo Ferguson, con la voz llena de miedo y perplejidad.
—No le hagas caso —dijo el pelirrojo—. No está en sus cabales. Ese Tom es un loco bastardo.
—Loco, ¿eh?
Ferguson empezó a mirar lentamente a su alrededor, pensando que quizás iban a salir de ésta en una sola pieza después de todo. Había que permanecer sereno, empezar a hablar y hablar, y hacerse útil a esta gente.
—Si es un auténtico caso mental, entonces están ustedes en el lugar adecuado. Llévenlo al Centro que está al otro lado de ese bosque de pinos y se sentirá completamente en casa, con todos los otros locos que hay allí. Le darán de comer, lo bañarán, lo tratarán amablemente, eso es lo que harán con su loco amigo Tom.
El hombre de la barba negra se acercó a Ferguson.
—¿Centro? ¿A qué tipo de centro se refiere?