Quinta parte

La parálisis detiene mi pulso

cuando trato con gallinas o cerdos petulantes,

o me enredan vuestras víboras o las solteras me hacen

su gallito, o me enfadan…

Cuando quiero probar a Humphrey

ceno, y cuando me sorprenden las sombras

duermo donde puedo, junto a las almas en pena,

aunque nunca tengo miedo.

Pero canto: «¿Hay comida, alimento,

alimento, bebida o ropa?

Vamos, dama o doncella,

no tengas miedo.

El Pobre Tom no estropeará nada».

La Canción de Tom O’Bedlam

1

—El principio es lo que importa, Yas-peen. ¿Te lo he dicho ya? Bueno, pues óyelo de nuevo: es lo que más importa. Cómo al principio los nuevos dioses vinieron a visitarme.

Jaspin esperaba pacientemente. El Senhor Papamacer le había dicho esto más de una vez, sí. Muchas veces, en realidad. Pero sabía que no tenía sentido intentar dirigir esas conversaciones. Aquél era su privilegio: era el Senhor, y Jaspin meramente el escriba.

Además, Jaspin había aprendido que si se mostraba satisfecho mientras el Senhor le contaba cosas repetidas, tarde o temprano terminaría por citarle alguna nueva revelación. Esta tarde, por ejemplo, Jaspin había advertido un amplio portafolios en el suelo junto al Senhor. La forma en que los dedos del Senhor agarraban el portafolios indicaba que éste era importante. Jaspin quería conocer su contenido, y sabía que si quería averiguarlo, bastaba con sentarse tranquilamente y esperar.

En eso estaba.

—Al principio fue un sueño —dijo el Senhor Papamacer—. Yacía en la oscuridad una noche y Maguali-ga se apareció ante mí y me dijo: «Soy el abridor de la puerta, soy el que ha de traer lo que vendrá». Y supe inmediatamente que el dios me hablaba desde el océano de estrellas, y que soy la voz elegida, ¿sabes?

Sí, pensó Jaspin. Lo sabía. Y también sabía lo que venía después. Y me levanté en la noche y fui a la ventana, y las nueve estrellas de Maguali-ga brillaban en los cielos, y alargué los brazos y sentí dentro de mí la gran luz de las siete galaxias. Se lo sabía palabra por palabra. El Senhor Papamacer le dictaba unas escrituras y quería asegurarse de que él lo anotaba todo. No había duda. Sentí la verdad de inmediato.

Jaspin estudió la delgada cara tallada, los ojos de obsidiana de este hombrecito que quería cambiar el mundo y quizás lo haría; este profeta, este monstruo sagrado, el último en una larga línea de profetas… y tal vez el definitivo. Moisés, Jesús, Mahoma, Senhor Papamacer. Al Senhor le gustaba colocarse junto a los otros profetas. Tal vez tenía razón.

—Y me levanté en la noche —dijo el Senhor— y fui a la ventana, y las nueve estrellas de Maguali-ga brillaban en los cielos…

Ah, sí. Y la gran luz de las siete galaxias.

—Supe instantáneamente que estos dioses son reales y que vendrán a la Tierra para gobernarnos.

Eso era lo interesante, se dijo Jaspin, ese gran salto de fe. Conocimiento instantáneo. La fe en las cosas que se deseaban, la evidencia de cosas no vistas. Seis meses antes, eso habría resultado a Jaspin incomprensible; pero él había visto también: Chungirá-el-que-vendrá en la cima de la colina allá en San Diego, y luego muchas veces en sueños a Maguali-ga, y a Rei Ceupassear, Narbail de los truenos, O Minotauro… También los había visto. También había creído instantáneamente, para su propia sorpresa.

—¿Y cómo sé esto, me preguntas? —continuó el Senhor Papamacer—. Sé que lo sé, eso es todo. Es suficiente. Verdademente a verdad, verdaderamente la verdad. Se sabe que se sabe.

—Igual que cuando Moisés le pidió a Dios que le dijera Su nombre —se aventuró Jaspin ansiosamente—, y todo lo que Dios le respondió fue: «Yo soy el que Soy». Y eso fue bastante para Moisés.

El Senhor Papamacer le lanzó una mirada glacial. Jaspin estaba allí para escuchar, no para hacer comentarios superfluos. Jaspin deseó que la tierra se lo tragase, pero después de un momento, el Senhor continuó como si Jaspin no hubiera abierto la boca.

—Hay que creer, ¿sabes, Yas-peen? De cara a la verdad absoluta, uno cree absolutamente. Eso me pasó a mí. Me incliné a la verdad y uno a uno los dioses se me presentaron. Rei Ceupassear y Prete Noir el Negus y O Minotauro y Narbail y los demás, cada uno me dio a cambio la visión. Vi sus mundos y sus estrellas, y supe que nos aman y nos vigilan y están dispuestos a venir a nosotros. Fui el primero en saberlo, pero como yo guardaba la verdad otros vinieron, y compartí con ellos mi conocimiento. Ahora somos muchos miles, y un día todo el mundo se nos unirá; unidos en la sangre, en el rito del tumbondé, para hacernos dignos del dios final que traerá la bendición de las estrellas.

Sintiendo que tenía que decir algo, aunque dubitativo, Jaspin entonó:

—Vendrá Chungirá-el-que-vendrá.

Por una vez, estuvo acertado. El Senhor asintió benevolente.

—Maguali-ga, Maguali-ga —respondió.

Y juntos ejecutaron los signos sagrados. Entonces, para su sorpresa, el Senhor le confió:

—¿Sabes qué era yo antes de que los dioses se me aparecieran? Ahora lo sabrás. Debes poner esto en el libro, Yas-peen. Conducía un taxi en Chula Vista. Estuve veinte años conduciendo allí, y antes lo hice en Tijuana, y cuando era joven, antes de la gran guerra, conduje en Río. Lléveme aquí, lléveme allá, vaya más rápido, quédese el cambio…

Se echó a reír. Jaspin nunca había visto reír al Senhor anteriormente; su risa era un siseo seco, como el sonido de los juncos arremolinados por el viento a la orilla de un río.

—En una sola noche fui un hombre nuevo, y ya nunca más conduje. Ponlo en el libro, Yas-peen. Te daré fotografías de mi taxi y mi licencia. Mahoma conducía camellos, Moisés era pastor y Jesús, carpintero. Y Papamacer, taxista.

Aquí estaban otra vez, los cuatro grandes, Moisés, Jesús, Mahoma y Papamacer. Jaspin intentó imaginarse a este hombre de voz cavernosa, a este carismático profeta de los grandes dioses de las estrellas, recorriendo San Diego en un taxi medio desvencijado, dando el cambio y recibiendo propinas. El Senhor cogió el portafolios. Las fotos del taxi, pensó Jaspin. Pero en lugar de eso, el Senhor Papamacer le preguntó:

—Cuando cierras los ojos, Yas-peen, ¿ves a los dioses?

—Algunas noches, sí. Sueño con las visiones dos o tres veces a la semana.

—¿Has visto las siete galaxias?

—Ahora ya sí. Las siete.

—¿Y crees que son los hogares de los dioses, verdademente a verdad?

—Lo creo, sí —dijo Jaspin.

Se preguntó adonde quería llegar el Senhor.

—¿Te has preguntado alguna vez si no será sólo un sueño, una locura de la noche lo que tú tienes, lo que yo tengo, lo que todos tenemos?

—Creo que los dioses son verdaderos.

—Porque tienes fe. Porque sabes que sabes.

Jaspin se encogió de hombros.

—Sí.

—Tengo la prueba absoluta —dijo el Senhor.

Abrió el portafolios. Jaspin vio que contenía un grueso fajo de reproducciones holográficas. El Senhor le tendió la primera de ellas.

—¿Conoces este sitio? —preguntó.

Jaspin la miró con asombro. Incluso a la débil luz del autobús del Senhor Papamacer, el holograma resplandecía con una radiación interior. Mostraba una serie de deslumbrantes soles —contó seis, siete, ocho, nueve— recortados contra un cielo púrpura oscuro, y un paisaje alienígena, extraño y fascinante, lleno de ángulos y perspectivas imposibles. Y en primer plano se alzaba una masiva figura de seis miembros, con un único ojo compuesto y brillante en el centro de su amplia frente. Jaspin se puso a temblar.

—¿Qué es esto, una fotografía?

—No, solamente una pintura. Pero una pintura muy real, ¿no te parece? ¿Qué es este lugar? ¿Quién es este ser?

—Éste es Maguali-ga —murmuró Jaspin—. Los nueve soles. La Roca de la Alianza.

—Ah, sabes de estas cosas. Las reconoces.

—Es exactamente igual a como lo he visto.

—Sí. Sí. Qué interesante. Mira ésta ahora.

Le tendió un segundo holograma. Era una panorámica diferente del mundo de Maguali-ga, el ángulo más cercano, y en vez de Maguali-ga había otros cinco seres. Esta reproducción también podría haber pasado por una foto; pero ahora que Jaspin tenía la clave, pudo ver que sólo era una pintura, probablemente generada por ordenador, muy realista en efecto, pero nada más que un trabajo de la imaginación.

—Y esta otra —dijo el Senhor, entregándole una tercera vista del planeta de Maguali-ga.

La técnica era ligeramente diferente, y el tema muy distinto: esta vez se veía un extraño edificio de piedra, abovedado y abrupto, con Maguali-ga en el umbral, pero no había duda de que describía el mismo mundo que las otras dos holografías.

—Ahora éstas.

El Senhor le entregó otras tres pinturas. Sol rojo, sol azul, un arco en el cielo, una figura dorada en primer plano con cuernos de carnero. Cada una era claramente el trabajo de un artista diferente, pero las tres mostraban lo mismo, idénticas en todos los detalles.

Jaspin tembló.

—Chungirá-el-que-vendrá —dijo.

—Sí. Sí. ¿Y éstas?

Otras tres. El mundo verde, densos anillos de niebla, brillantes criaturas cristalinas deambulando. Tres más de un mundo de luz cegadora, el cielo entero un único sol. Tres de un mundo de cielo azul que Rei Ceupassear surcaba dentro de una burbuja radiante. Tres de un mundo cuyos soles eran amarillo y naranja…

—¿Qué es todo esto? —preguntó Jaspin por fin.

El Senhor brilló como un Buda de ébano. Nunca había parecido tan alegre.

—Es verdaderamente la verdad, y yo sé que lo sé. Pero otros no están tan seguros, y hay algunos que se opondrán a nosotros. Así que he mandado hacer pinturas de la verdad para ellos. ¿Sabes?, hay aparatos que pueden pasar las imágenes de la mente de un hombre a una pantalla. Hice buscar a tres hombres diferentes y les dije: haced imágenes de los mundos de los dioses. Ponedlas en una máquina para que todos puedan ver las visiones que vosotros veis. Bien, Yas-peen, aquí lo tienes. Si haces una foto, si tres personas apuntan con la cámara a la misma calle de Los Ángeles, obtendrás la misma imagen. Y aquí tenemos la misma imagen, aunque salida de la mente de la gente. Así todos ven lo mismo.

»Mira, éste es Maguali-ga, éste Narbail, este sitio es donde habita O Minotauro. ¿Quién puede dudarlo ahora? Estas cosas son auténticas y reales. Cuando vienen a nuestras mentes, vienen de lugares verdaderos. Porque todos vemos lo mismo. Ahora no puede haber duda, ¿estás de acuerdo? ¡No puede haber duda!

—Nunca he dudado —dijo Jaspin, aturdido.

Pero sabía que estaba mintiendo. Una parte de él se había mantenido escéptica todo el tiempo. Una parte de él insistía en que lo que experimentaba era solamente una especie de loca alucinación. Pero si todo el mundo estaba teniendo las mismas alucinaciones, exactas hasta en los más mínimos detalles… Esas extrañas criaturas en forma de planta que había visto tan frecuentemente pero que no había mencionado a nadie más estaban aquí, en este holograma, y en ese otro, y en aquél también…

Se sentía completamente estupefacto. No había pedido estas pruebas, había intentado actuar solamente a base de fe, pero los hologramas eran rotundos.

—Verdaderamente la verdad —dijo el Senhor Papamacer.

—Verdaderamente la verdad —murmuró Jaspin.

—Vete ahora. Escribe lo que sientes en este momento, cómo piensas. Márchate, Yas-peen.

Jaspin asintió, se levantó y salió tambaleándose del oscuro autobús. Fuera, unos cuantos miembros de la Hueste Interna, Carvalho, Lagosta, Barbosa, estaban tendidos en los escalones. Le miraron sonrientes. La burla chispeó en sus caras oscuras. Jaspin pasó cuidadosamente junto a ellos, sin prestar atención a lo malicioso de aquellas sonrisas; la presencia de los dioses todavía estaba con él. Escribe lo que sientes, cómo piensas. Sí. Pero primero tenía que contárselo a Jill.

Estaba oscureciendo. El aire era frío. Ahora se encontraban cerca de Monterrey, tierra adentro, acampados en lo que había sido un campo de girasoles antes de que cien mil peregrinos hubieran pasado a través de él con sus autobuses, furgonetas y camiones. Tres hogueras enormes ardían, enviando al cielo negras columnas de humo. Buscó a Jill en su coche. No estaba allí.

Oyó risas a su espalda. Más miembros de la Hueste: Cotovela, Johnny Espingarda, que se apoyaban contra el autobús amarillo y naranja. Los miró.

—¿Pasa algo gracioso?

—¿Gracioso? ¿Gracioso?

—¿Alguno de vosotros ha visto a mi esposa?

Se rieron de nuevo, exagerando la risa. Intentaban deliberadamente hacer que se sintiera incómodo. Jaspin sintió desprecio hacia estos bastardos brasileños de rostro inescrutable, estos apóstoles del Senhor tan engreídos en su asunción de santidad superior.

—Tu esposa —dijo Johnny Espingarda, haciendo que sonara a algo sucio.

—Mi esposa, sí. ¿Sabes dónde está?

Johnny Espingarda se llevó el puño a la boca y tosió. Cotovela volvió a reírse. Jaspin sintió que la sumisión y la sorpresa que los hologramas del Senhor habían creado en él se desvanecían bajo el peso de la irritación y la furia. Dio media vuelta, se alejó de ellos, y continuó buscando a Jill en la oscuridad. Caminó hasta el otro lado de su coche, pensando que tal vez ella había tendido una manta allí. Jill no estaba tampoco en ese sitio. Sin embargo, cuando regresaba, la vio caminando hacia el coche de vuelta del autobús de la Hueste Interna. Parecía agitada, sudorosa, exhausta, y batallaba desmañadamente con el cinturón de sus vaqueros. Tras ella, Bacalhau había salido del autobús y decía algo a Cotovela y Johnny Espingarda. Jaspin oyó su áspera risotada. Oh, Cristo, pensó. No, no Bacalhau.

—¿Jill?

—¿Has estado visitando al Senhor? —Sus ojos parecían un poco desenfocados.

—Sí. ¿Y tú?

Ella hizo un esfuerzo por ver con claridad, y cuando lo consiguió sus ojos se fijaron en los de él con una expresión fría, desafiante.

—He estado entrevistando a la Hueste Interna —dijo—. Un pequeño estudio antropológico. —Soltó una risita.

—Jill. Oh, Dios, Jill…

2

Entre estos dos nuevos extraños, la hermosa mujer que no era real y el hombre de la pierna lastimada y ceño fruncido, Tom estuvo seguro de que sentía venir una visión. Justo aquí, delante de todos, en esta carretera solitaria, mientras el sol se ponía.

Pero, sin saber por qué, la visión no llegó. Sentía el rugido en su cerebro, el principio de las sacudidas luminosas, pero eso fue todo. Tal vez algo más estaba pasando, algún tipo de presagio se desplegaba en su interior.

Miró a Charley. Miró a la mujer de pelo negro y al hombre de la pierna lastimada. Charley hacía preguntas sobre el centro que el hombre había mencionado. ¿Dónde está, quién lo dirige, qué hacen allí? Tom escuchaba con interés. Tal vez le gustaría ir a ese centro, sentarse y descansar un rato en sus jardines. Había estado demasiado tiempo vagabundeando, y se sentía cansado.

—¿Quiere decir que ese sitio es una especie de granja de recreo? —preguntó Charley.

—No exactamente —respondió el hombre del ceño fruncido—. Tienen un montón de gente perturbada allí. Quizás no tan perturbada como su amigo, pero… ¿quién sabe? Bastante inestables. Allí tienen maneras de aliviarlos y de cuidarlos.

—A Tom le vendría bien un poco de alivio. Pobre Tom.

Nadie pareció darse cuenta de que había hablado. Miró al cielo, aún azul pero ya casi oscuro. El sol estaba oculto por las cimas de los gigantescos árboles. El bosque comenzaba a pocos metros de la carretera y continuaba sin tener fin. Vio unas cuantas estrellas apareciendo y desplazándose en el cielo, puntitos de luz de colores, rojos, verdes, naranja y turquesa.

Eran pequeñas chispas flotantes. Pero cada una se hallaba en el corazón de un imperio que se expandía a miles de mundos, y cada uno de esos imperios formaba parte de una confederación que agrupaba galaxias enteras. Y en esos mundos había un billón de ciudades maravillosas. Comparadas con las más pequeñas de esas ciudades, Babilonia era un pueblo, Egipto una aldea. Y la luz de todos esas estrellas estaba enfocada ahora en este pequeño mundo sin importancia, la Tierra.

—¿Quiénes son ustedes dos? —preguntó Charley.

—Yo soy Ed. Ella es Ale.

—Ed y Ale. Muy bien. Y habían salido a pasear por el bosque.

—Así es. Una pequeña caminata. Metí el pie en un hoyo y me torcí el tobillo.

—Sí. Debe tener cuidado. —Charley los estaba midiendo—. ¿Y cuál es el nombre de ese centro?

—El Centro Nepente. Lo dirige una especie de fundación. Tratan a gente de toda California. Es casi como un hotel…, paseos, recreativos y todo eso, excepto que también te dan un tratamiento para los problemas. A su amigo le gustará ese sitio, estoy seguro. Está justo al otro lado del bosque, entre los árboles y la costa. Delante hay una gran verja, y letreros. De modo que no tiene pérdida. Si no les importa llevarnos a Ale y a mí a Ukiah primero, hay una carretera que va recto de Ukiah a Mendocino, y después pueden tomar el camino de vuelta al Centro.

—¿Cómo sabe usted tanto del centro?

—Mi esposa ha sido tratada allí —dijo Ed.

—¿Ale? ¿Qué le pasa?

—No, Ale no —Ed parecía incómodo—. Ale es una amiga. Mi esposa… —Se encogió de hombros—. Bueno, es una larga historia.

—Sí, supongo.

Tom se dio cuenta de que Charley iba a matar a esta gente cuando terminara de hablar con ellos. Tenía que hacerlo. Podrían identificarlo. Si la policía local llegaba y preguntaba: «Estamos buscando a unos saqueadores que mataron a un vigilante en San Francisco, ¿han visto a alguien sospechoso por aquí?», ellos podrían decir: «Bueno, vimos a ocho hombres en una furgoneta y eso es exactamente lo que parecían». Charley no podría arriesgarse a aquello. Charley había dicho que no le gustaba matar, y seguramente hablaba en serio. Pero tampoco le importaba matar cuando sentía que tenía que hacerlo.

—Díganme una cosa —intervino la mujer—. ¿Tienen ustedes sueños espaciales?

El hombre se volvió hacia ella con la cara roja.

—¡Ale, por el amor de Dios!

Sí, claro que iba a matarlos. Tom lo sabía. La idea empezaba a mostrarse en la cara de Charley: el hombre era peligroso, podría llamar a la policía. La única razón por la que Charley se había detenido era porque pensaba que la mujer estaba sola en la carretera. Los saqueadores habían querido divertirse con ella. Pero cuando el hombre salió dando saltitos de los matojos, eso lo cambió todo. Tenía que morir porque era demasiado peligroso para Charley. Y eso significaba que la mujer de pelo oscuro tenía que morir también. Cuando matas una vez, tienes que seguir matando. Eso había dicho Charley hacía mucho tiempo.

—No, quiero saberlo —decía la mujer, testaruda—. Es importante. Estas son las primeras personas que vemos desde…, ni siquiera sé desde cuándo. Me pregunto si también tienen sueños espaciales.

—¿Sueños espaciales? —dijo Tom, como si oyera hablar de ellos por primera vez.

Ella asintió.

—Como visiones de otros mundos. Soles diferentes en el cielo, seres extraños moviéndose… He tenido sueños así, y no soy la única. Un montón de gente que conozco también los tiene. No Ed, pero sí otra gente.

—Presagios —le dijo Tom—. El Tiempo del Cruce está cerca. —Vio que Stidge le hacía a Tamal señas de que había perdido un tornillo. Bien, así era Stidge. Continuó—: Yo tengo visiones todo el tiempo. ¿Has visto alguna vez el mundo verde? ¿Y el mundo de los nueve soles?

—Y también hay uno con un sol rojo y otro azul —dijo ella, excitada—. Ahora los recuerdo. Pensé que los había perdido, pero no, puedo acordarme de ellos. Un gran sol azul en el cielo, ciudades brillantes que parecían burbujas flotantes…

—Sí —dijo Charley—. Sé cuál es ése. Tom me ha hablado de él. Ése es el planeta Lolimoli, ¿verdad, Tom?

—Luiiliimeli —corrigió Tom.

Se sentía excitado. Tal vez Charley no iba a matarlos después de todo, ahora que había descubierto que la mujer también tenía los sueños. Charley podía interesarse por ellos, y eso a veces constituía la diferencia.

—¿Qué otros sitios has visto? —le preguntó a la mujer—. ¿Ése donde todo el cielo está lleno de luz que lo irradia todo?

—Sí, ése también, y…

—Se hace tarde —interrumpió Charley. Sus ojos, de repente, se habían vuelto torvos, y su voz sonaba ronca. Tom conocía esa voz y esa mirada—. Hemos tenido una agradable conversación, pero se nos hace tarde.

Los va a matar de todas formas, pensó Tom. No le importa.

Eso no estaba bien. Todas esas muertes tenían que cesar. Ya se lo había explicado a Charley. El Tiempo del Cruce estaba demasiado cerca. No era justo privar a nadie de su oportunidad de ir a las estrellas ahora que el Cruce estaba tan cerca.

Charley se volvió.

—Stidge, Mujer…

—Espera —dijo Tom. Tenía que hacer algo, lo sabía, en este mismo instante—. Espera. Está empezando a llegarme. Siento que empieza la fiebre.

Nunca antes había falsificado una visión. Esperaba ser capaz de llevarla a término.

—Aguántate, Tom. Tenemos cosas que hacer.

—Pero esto que veo es especial, Charley —dijo, haciendo tiempo. Era todo lo que podía hacer, ganar tiempo y esperar que sucediera algo—. ¡El cielo entero se mueve! ¿Veis las estrellas? Se mueven como peces de colores.

Echó la cabeza hacia atrás y trató de parecer extático, esperando poder tener una visión auténtica. Pero no sucedía nada.

—¿Veis a los príncipes Kusereen? —dijo desesperadamente—. Se mueven libremente por todo el Imperio. No necesitan naves espaciales ni nada. Les llevaría demasiado tiempo viajar en nave de mundo en mundo, pero saben cómo efectuar el Cruce. Todos ellos. Pueden dejar atrás sus cuerpos y entrar en cualquier clase de cuerpo que tenga el mundo al que van.

—Tom…

—Esta mujer de aquí, Ale, es en realidad una Zygeron, Charley. Es una Hoja del Imperio. Y el hombre es un Supervisor Kusereen. Nos están visitando, preparándonos para el Cruce. Puedo sentir su presencia interior. —Tom empezó a temblar, casi creyendo su historia. El hombre y la mujer lo miraban sorprendidos. Quiso guiñarles un ojo para que le siguieran la corriente, pero no se atrevió. Las palabras brotaban apresuradamente de sus labios—. He sentido a estos dos muchas veces, Charley. Ella es una auténtica habitante del Quinto Zygeron, aunque ahora no sea consciente de su propia identidad. Ellos mismos la bloquean para no verse metidos en problemas. Y él es tan poderoso en la jerarquía Kusereen que ni siquiera podrías hacerte una idea. Hazme caso, estamos en presencia de dos grandes seres. Y hasta podría ser que el destino de la raza humana se fijara en esta carretera esta misma noche.

—Mierda, escuchad eso… —dijo Mujer.

—Nicholas, Buffalo —ordenó Charley—, llevadlo a la parte trasera. No le hagáis daño. Entretenedlo un momento. Vamos. Vamos.

—Espera —dijo Tom—. Por favor, espera.

De repente oyeron un zumbido en el cielo.

—¡Cristo! —exclamó Mujer—. ¿Qué es eso? ¿Un helicóptero?

Tom parpadeó y miró a lo alto. Una sombra oscura y brillante descendía sobre ellos gentilmente.

—Hijos de puta —murmuró Charley.

—¿Polis? —preguntó Buffalo.

Charley lo miró.

—¿Quieres quedarte aquí y preguntárselos? Tenemos que quitarnos de en medio como sea. ¡Al bosque, rápido! ¡Corred, corred, idiotas!

Los saqueadores se dispersaron en la oscuridad mientras el helicóptero tomaba tierra junto a la carretera. Tom se quedó de pie, mirándolo fascinado. Oyó a Charley chiflándole desde algún lugar entre la espesura, pero no le hizo caso. El helicóptero era pequeño y bruñido. En los flancos, escrito con brillantes caracteres azules, llevaba las palabras Centro Nepente — Condado de Mendocino.

Dos hombres saltaron a tierra tras abrir una escotilla, y luego una mujer y un tercer hombre les siguieron.

—Está bien, Ed, Aleluya —dijo uno de ellos—. Es hora de volver a casa.

—Por todos los santos del cielo —exclamó el hombre llamado Ed—. ¿Nos habéis estado siguiendo por todo el condado?

—No fue difícil seguir vuestro rastro —dijo la mujer—. Los dos lleváis implantados chips de localización. Supongo que lo habíais olvidado, ¿no?

—Jesús —murmuró Ed—. Si te borran la memoria, ¿cómo puedes ganar?

Se volvió y miró desesperadamente hacia la espesura. Tras dar siete u ocho pasos, tropezó con la muleta y cayó de bruces. Se quedó allí tirado, maldiciendo y golpeando el suelo con los puños. La mujer y uno de los hombres se acercaron a él, le ayudaron a levantarse y empezaron a llevarlo al helicóptero.

Aleluya, al principio, no se movió. Tom había supuesto que intentaría también escapar hacia el bosque, pero se quedó quieta como una estatua. Cuando se movió, no lo hizo para alejarse de la gente que había venido a buscarla, sino hacia ellos, moviéndose con sorprendente velocidad. Estuvo a su altura en un momento. Arrojó a uno de los hombres al otro lado de la carretera con un simple empellón, y agarró a otro por el cuello.

—Está bien. Dejadnos en paz o le arranco la cabeza, ¿me oís? Soltad a Ferguson. ¿Me oyes, Lansford? Apártate de él.

—Claro, Aleluya —dijo el hombre que sujetaba a Ed. Se alejó de él unos pasos, y lo mismo hizo la mujer—. No hay problema. ¿Ves? Nadie retiene al señor Ferguson.

—Bien. Ahora quiero que os metáis en ese helicóptero y volváis a…

—Aleluya… —dijo la mujer.

—No me hables, Dante. Haz solamente lo que digo.

—Por supuesto —dijo la mujer llamada Dante.

Levantó la mano y algo brillante centelleó en ella, y Aleluya emitió un gemidito y cayó al suelo.

—¿Las has matado? —preguntó Tom.

—Es una bala anestesiante. Dormirá durante una hora, el tiempo suficiente para llevarla de vuelta y tranquilizarla. ¿Quién eres tú?

—Mi nombre es Tom. Pobre Tom. Hambriento Tom. ¿Sois del centro donde la gente va a descansar y a que les den alivio?

—Eso es.

—Quiero ir allí. Lo necesito. ¿Llevaréis a Tom con vosotros? ¿Al pobre Tom? ¿Al hambriento Tom? Tom no lastimará a nadie. Tom ha estado con los saqueadores demasiado tiempo. Ésa es su furgoneta. Charley y sus muchachos corrieron al bosque, pero no están muy lejos. Pensaron que érais de la policía. Volverán a por mí cuando os marchéis, si me dejáis aquí. Pero he estado con ellos demasiado tiempo. A veces lastiman a la gente, y eso no me gusta. Tom tiene hambre. Sentiré frío aquí solo. ¿Me llevaréis al Centro, por favor? ¿Por favor?

3

Durante un momento, esa mañana, mientras intentaba prepararse para la reunión con Kresh y Paolucci, Elszabet había considerado seriamente pedir que le aplicaran el tratamiento de barrido de memorias, tan terrible había sido despertarse del sueño del Mundo Verde y descubrir que aún conservaba de él vestigios extraños, como si el sueño no quisiera marcharse.

Por supuesto, el tratamiento no era una opción válida, y ella lo sabía. Ningún miembro del personal había pasado por el barrido de memorias nunca; éste era estrictamente para los pacientes. No se tomaba un barrido de la misma forma que un martini, o un tranquilizante cuando se sentía la necesidad de alivio. Enviar a alguien al barrido implicaba semanas de pruebas y ajuste de curvas electroneurológicas para que no se produjeran lesiones. El barrido tenía que ser un proceso terapéutico, no destructivo. Cuando se limaban los bancos de memoria de un paciente, había que estar seguro de hacerlo sólo con los elementos patológicos, y eso requería toda una serie de elaboradas medidas previas.

Aun así, el despertar había sido tan aterrador que había querido olvidar el sueño tan rápidamente como fuera posible y por todos los medios a su alcance. Quería sacarlo de su mente, tacharlo, olvidarlo para siempre.

Lo que más la asustaba del sueño era lo hermoso que había sido.

Ese mundo frío envuelto en niebla verde era seductor. Esa gente elegante y resplandeciente de ojos múltiples, irresistible. La intrincada danza de su existencia diaria, deliciosa. Esos seres magníficamente civilizados, desenvolviéndose graciosamente, viviendo ajenos a la fealdad, a la desesperación, al abatimiento… Una civilización a millones de años de las pequeñas imperfecciones de la existencia humana, de esas cosas molestas y desagradables como la vejez, la enfermedad, la envidia, la codicia y la guerra. Tras haber entrado en aquel mundo, Elszabet no quería salir de él. Despertar había sido como ser expulsada del Edén.

Por supuesto, sabía que lugares así no existían más que en la tierra de los sueños. Era pura fantasía, un fantasma de la noche. Sin embargo, quería regresar allí. Tener que despertar parecía injusto, una imposición brutal, cruel como una tormenta de nieve en una tarde de verano.

La poderosa impresión del Mundo Verde la había dejado sin fuerzas toda la mañana. En las rondas, al entrevistarse con el padre Christie, Philippa, April, Nick Doble Arcoiris y los demás, apenas había podido prestar atención a sus problemas, quejas y necesidades; su mente volvía una y otra vez a aquel otro sitio, a sus duques y condesas, sus fiestas, sus sinfonías de forma y color. Ya había olvidado los nombres de aquellos entre los que se había movido en su sueño, y los mismos detalles se hacían confusos; sabía que tenían más de dos sexos, y había algo sobre un nuevo palacio de verano, y un poeta y su poema. Saber que empezaba a olvidar la llenaba de desesperación, y por eso se aferraba a los recuerdos que iba perdiendo. Ansiaba regresar a ese bendito mundo.

Nadie le había dicho que los sueños espaciales eran tan maravillosos. ¿Soñaba con más intensidad que los demás, o es que los otros lo olvidaban una o dos horas después de despertarse? ¿O guardaban para sí la riqueza y complejidad de lo que habían visto, como un tesoro interior dulcemente acumulado?

Elszabet había temido los sueños antes de haberlos tenido. Ahora que sabía el riesgo que suponían para su cordura, los temía aún más. ¿Cómo podía dejar que los sueños fueran la respuesta? Se daba cuenta de que un sueño tan fascinante como aquél podía llevarla directamente a la locura. El borde del abismo estaba siempre cerca, peligrosamente cerca. Los sueños eran irreales. Los sueños eran la negación de la realidad. La tierra de los sueños, había dicho el poeta, tan variada, tan hermosa, tan nueva… Realmente no ofrecía ni alegría, ni amor, ni luz, ni ayuda en el dolor.

A media mañana, sin embargo, empezaba a pensar que había conseguido sacudirse el sueño de encima. La distracción de los dos visitantes, Paolucci, de San Francisco, y Leo Kresh, de San Diego, la traía de vuelta a la realidad.

Dave Paolucci había llegado con un fajo de mapas y gráficos que mostraban su última información del ámbito geográfico de los sueños espaciales, y un paquete de cintas que contenían informes hablados que habían grabado sus pacientes en el centro de San Francisco. Elszabet se sentía segura y a gusto en presencia de Paolucci. Era un hombre agradable y vigoroso, de cara redonda y piel aceitunada; sus ojos eran profundos y amistosos. Elszabet había aprendido con él la técnica del barrido de memorias en la central de San Francisco antes de venir a Mendocino. En cierto sentido, Paolucci había sido su mentor. Más tarde, durante el día, Elszabet tenía la intención de contarle su propia experiencia con los sueños de la noche anterior, para que él pudiera ofrecerle un poco de consuelo.

Kresh, el hombre de San Diego, no era un individuo con el que poder sentirse a gusto en modo alguno. Pulcro, fastidioso, algo pedante, parecía mantener un completo control de sus emociones, y probablemente no albergaba muchas simpatías hacia aquellos que no lo hacían así. Era una considerable concesión por su parte haber viajado hasta tan lejos —setecientos u ochocientos kilómetros— para asistir a esta reunión. Quizás había querido simplemente salir del sur de California, rebosante de refugiados de segunda generación de la Guerra de la Ceniza, para gozar unos pocos días del aire limpio y fresco de los pinares de Mendocino. Cuando Elszabet se encontró con él, poco antes de la reunión general, Kresh mostró relativamente poco interés en lo que sucedía en el Centro Nepente; en cambio, quiso hablarle de cierto fenómeno religioso que tenía lugar en las calles habitadas por refugiados alrededor de San Diego.

—¿Conoce usted el tumbondé? —preguntó Kresh.

—Creo que no.

—No me sorprende. Hasta ahora ha venido siendo una cosa puramente local, pero va a convertirse en algo mucho más grande.

—El tumbondé…

—Es un culto espiritista brasileño-africano, con algunas pinceladas caribeñas y mexicanas. Lo dirige un antiguo taxista de San Diego que se llama a sí mismo Senhor Papamacer, y tiene miles de seguidores. Celebran ceremonias rituales, aparentemente bastante primitivas, en las colinas al este de San Diego. Lo esencial del culto tumbondé es apocalíptico: nuestra civilización actual está cercana a su fin, y estamos a punto de ser conducidos a la siguiente fase de nuestra evolución por deidades que llegarán a nuestro mundo desde galaxias remotas.

Elszabet intentó sonreír. Sintió una espiral de niebla verde atravesando su conciencia, y se estremeció.

—Vivimos tiempos extraños…

—Ciertamente. Hay dos aspectos notables del tumbondé que nos son relevantes, doctora Lewis. Uno es que parece haber una remarcable correlación entre los dioses espaciales que el Senhor Papamacer y sus seguidores invocan y adoran, y los inusitados sueños y visiones que han sido informados últimamente por mucha gente, tanto en los centros de tratamiento como en la población en general. Quiero decir que la imaginería parece ser la misma; evidentemente los tumbondé han estado teniendo también los sueños espaciales, y los han usado como base para su… teología. En particular, su dios Maguali-ga, que se dice es el que ha de abrir la puerta que hará posible la entrada de las deidades espaciales a la Tierra, parece idéntico al ser extraterrestre que es visto invariablemente en el que habéis llamado Sueño de los Nueve Soles. Y su figura redentora suprema, el gran dios conocido por Chungirá-el-que-vendrá, parece ser el ente cornado visto por aquellos que tienen el sueño Estrella Doble Uno, el del sol rojo y el sol azul.

Elszabet frunció el ceño. Esos nombres le resultaban vagamente familiares: Maguali-ga, Chungirá-el-que-vendrá… Pero, ¿dónde los había oído? Se sentía tan cansada esa mañana, tan preocupada con la visión que había tenido por la noche…

—Como explicaré más detalladamente en la reunión —continuó Kresh—, es posible que estas manifestaciones tumbondé, que han sido ampliamente difundidas en el condado de San Diego y por toda la zona sur de California, estén incitando la multiplicación de los sueños espaciales mediante la sugestión de masas. Es decir, la gente puede creer que tiene los sueños cuando en realidad lo que está sucediendo es por influencia de la cobertura de los medios de comunicación. Por supuesto, eso no podría ser considerado un factor aquí, donde el tumbondé aún no ha tenido publicidad… Pero eso me lleva al segundo punto, que es bastante urgente.

»Un aspecto significativo de la teología tumbondé es la revelación de que el punto por donde entrará Chungirá-el-que-vendrá es el Polo Norte, identificado en la terminología tumbondé como el Séptimo Lugar. El Senhor Papamacer ha jurado conducir a su gente al Séptimo Lugar a tiempo para la venida de Chungirá-el-que vendrá. Y aunque evidentemente ustedes no han oído todavía la noticia, la emigración ha empezado ya.

»Entre cincuenta mil y cien mil seguidores del tumbondé viajan lentamente hacia el norte en una caravana de coches y autobuses, reclutando nuevos seguidores a medida que avanzan. Tengo entendido que ahora están en algún lugar de los alrededores de Monterrey o Santa Cruz. El doctor Paolucci probablemente lo sabrá mejor que yo.

Maguali-ga, pensó Elszabet. Chungira-el-que-vendrá. Ahora recordaba: el extraño cántico africano que Tomás Menéndez había estado escuchando con sus audífonos. Esos nombres se repetían una y otra vez. Maguali-ga, Chungirá-el-que-vendrá. Menéndez tenía amigos en la comunidad latina de San Diego, amigos que le enviaban cosas. Así que el tumbondé tenía al menos un adepto en el norte de California, pensó. Uno justo aquí, en el Centro.

—Es bastante posible que la caravana tumbondé pase por aquí —continuó Kresh—, a lo largo de la costa de Mendocino. Hay tantos, que bien pudieran extenderse por el territorio del Centro. Creo que sería buena idea pensar en tomar medidas especiales de segundad…

Elszabet asintió.

—Desde luego que deberíamos tomarlas Discutiremos todos estos puntos en la reunión, que por cierto debe de estar a punto de empezar.

Tal como se desarrollaron las cosas, Elszabet no pudo hablar mucho en la reunión. Lo que más temía la asaltó: el Mundo Verde, buscando una vez más alzarse en su conciencia y llevársela. Lo combatió todo lo que pudo, pero cuando fue sobrepasada por él, tuvo que abandonar la sala.

Después de eso no estaba segura de lo que había sucedido; le habían dado un sedante, y cuando volvió en sí había un nuevo problema que tratar. Dan Robinson le trajo la noticia: Ed Ferguson y la mujer sintética Aleluya se habían escapado. Sin embargo, gracias a los trazadores, los fugitivos habían sido localizados en el bosque de pinos, al este del Centro. Dentro de una hora aproximadamente, cuando salieran a algún sitio abierto, Dan mandaría un helicóptero para recogerlos.

—¿Quién va a ir? —quiso saber Elszabet.

—Teddy Lansford, Dante Corelli y uno de los hombres de seguridad. Y supongo que yo también.

—Cuenta conmigo.

Robinson meneó la cabeza.

—El helicóptero solamente tiene seis plazas, Elszabet. Tenemos que dejar sitio para Ferguson y Aleluya.

—Entonces que Dante se quede aquí. Tengo que supervisar la operación.

—Dante es una mujer fuerte y decidida. Pueden ser peligrosos, especialmente Aleluya. Me gustaría que Dante fuera.

—Que se quede Lansford entonces.

—No, Elszabet.

—No quieres que vaya, eso es.

Robinson asintió.

—Eso es —dijo, como si le hablara a una niña pequeña—. Por fin te das cuenta. No quiero que vayas. Prácticamente empezaste a delirar en la reunión de personal; has estado bajo sedantes las últimas dos horas y estás completamente aturdida. No tiene sentido que vayas de caza tras un par de fugitivos que, casualmente, son los individuos menos predecibles y más amorales que tenemos aquí. ¿De acuerdo?

No podía discutir eso, pero se sintió inquieta todo el resto de la tarde. Los fugitivos eran un problema serio; ella era responsable no solamente de las condiciones mentales de los pacientes sino también de su buena conducta. Iba contra las reglas abandonar el Centro sin permiso, y los permisos sólo se concedían con enormes precauciones. Había aspectos legales; Ferguson, después de todo, estaba aquí en términos carcelarios, y la mujer sintética, aunque no estaba considerada exactamente una criminal, era a veces incontrolablemente violenta, y peligrosa en extremo debido a su fuerza suprahumana. Antes de venir al Centro había lastimado a bastantes personas durante sus momentos de salvaje descontrol. Elszabet no quería que ninguno de los dos anduviera suelto. Cuando regresaran, necesitarían una doble sesión de tratamiento intensivo, y tal vez algún tipo de reacondicionamiento preventivo. Y ¿qué pasaría si conseguían burlar el helicóptero de rescate, o herían a algún miembro del personal al ser capturados?

El asunto era preocupante, y las consecuencias de su sueño aún luchaban contra ella. Además, se suponía que debía pensar en aquella horda de tumbondés que venían de camino, aunque por el momento, si todavía estaban al sur de San Francisco, no era un problema tan urgente.

Siguió un largo par de horas.

El helicóptero regresó al atardecer. Elszabet, sintiéndose cansada pero mucho más tranquila que durante el día, acudió a recibirlo. Aleluya estaba inconsciente; habían tenido que dispararle un dardo tranquilizante, según explicó Dante. Ferguson, que parecía abatido, huraño y de mal humor, salió cojeando del helicóptero; se había lastimado el tobillo corriendo por el bosque, pero por lo demás estaba bien.

—Dadle un sedante y llevadlo a que descanse —ordenó Elszabet—. Le daremos un tratamiento doble mañana por la mañana, después de que averigüemos adónde creía que iba. Pedidle a Bill Waldstein que eche un vistazo a ese tobillo. Preparad una sesión de barrido para Aleluya en cuanto se despierte, y aseguraos contra cualquier tipo de acción violenta. La volveremos a tratar mañana también.

Elszabet hizo una pausa. Alguien inesperado, un hombre alto, delgado, de aspecto desharrapado y ojos intensos, salía del helicóptero. Miró a Dan Robinson.

—¿Quién es ése?

—Se llama Tom. No sabemos si tiene otro nombre. Estaba con una banda de saqueadores cuando encontramos a Ferguson y Aleluya. Los saqueadores huyeron, pero Tom se quedó y nos pidió que lo trajéramos. Si quieres un diagnóstico rápido, te diré que parece bastante ido, esquizofrenia paranoica. Pero es muy amable e inofensivo, y tiene hambre.

—Supongo que podemos ofrecerle un baño y algo de comer —dijo Elszabet—. Mira los ojos de ese pobre desgraciado… ¡Desde luego, han visto la gloria! —Empezó a caminar hacia el recién llegado, que miraba alrededor con rostro perplejo. Entonces se detuvo y se volvió hacia Robinson—. ¡En, me dijiste que el helicóptero solamente tenía seis plazas!

—Te mentí.

—Tom tiene hambre —dijo éste—. Tom tiene frío. ¿Se harán ustedes cargo de Tom?

—Nos haremos cargo de ti, sí —contestó Elszabet.

Qué extraño es, pensó. La extrañeza parecía irradiar de él como un aura. Esquizofrénico, tal vez, como había dicho Dan Robinson. Desde luego, estaba un poco descentrado. Sus ojos, esos fieros ojos bíblicos, eran los de un loco, o de un profeta… o ambas cosas.

—Eres Tom. —dijo—. ¿Tom y qué más?

—Tom O’Bedlam. Pobre Tom. Loco Tom.

Sonrió. Incluso su sonrisa tenía una intensidad feroz y extraña. Elszabet le tendió la mano.

—Ven entonces, Tom O’Bedlam. Vamos a entrar y haremos que te laven, ¿de acuerdo?

—Tom está sucio. Tom tiene frío.

—No por mucho tiempo —dijo ella.

Lo tomó por la muñeca. Al tocarlo, sintió una curiosa sensación, como si algo se retorciera y se debatiera en las profundidades de su mente; por un momento pensó que el Mundo Verde iba a poseerla de nuevo aquí y ahora. Pero la sensación se desvaneció tan rápido como había llegado.

Tom sonrió de nuevo. Sus ojos se encontraron con los de ella y algo —Elszabet no supo qué— pasó entre ellos en ese momento, un silencioso intercambio de fuerza, de poder.

Creo que aquí tenemos algo especial, se dijo Elszabet. Pero… ¿qué? ¿Qué?

4

Tom se despertó poco antes del amanecer, como solía hacer, pero durante un momento se sorprendió al no ver la luz del sol, la oscuridad tiñéndose de azul y las últimas estrellas brillando débilmente. Todo lo que podía ver sobre su cabeza era negrura, y bajo él sentía la desacostumbrada suavidad de una cama, y por eso se preguntó dónde estaba y qué le había sucedido.

Entonces recordó. El Centro, la mujer llamada Elszabet conduciéndole a la pequeña cabaña de madera al filo del bosque la noche anterior y diciéndole que ése era el sitio donde iba a alojarse, y mostrándole cómo hacer funcionar el lavabo, la ducha y el resto de las instalaciones. Recordaba que ella le había dicho que se lavara y que volvería media hora más tarde para llevarle al comedor, y que incluso le había dado ropas nuevas: un par de tejanos y una camisa de franela que le sentaban bien. Y que había vuelto a por él y le había conducido al gran edificio donde servían la comida en platos; comida de verdad, no algo cocinado en un palo sobre una hoguera en la carretera. Tom recordó todo eso ahora.

Así que no lo había soñado. Estaba realmente aquí, en este lugar tranquilo y maravilloso. Se levantó y caminó hasta el porche de la cabaña, y contempló la niebla que coleteaba entre los árboles como una serpiente perezosa.

Había sido magnífico dormir en una cama otra vez, en una cama auténtica, con almohada y sábanas limpias y todo lo demás. Tom no podía recordar la última vez que había dormido en una cama. Cuando estaba con los saqueadores, dormía en un colchón inflable que había en la parte trasera de la furgoneta. Antes de eso, cuando bajaba de Idaho, había dormido principalmente al aire libre. Aquí y allá, debajo de un árbol, en cuevas o justo en mitad del campo, y a veces, aunque no muy frecuentemente, en alguna casa demolida, en una de las ciudades muertas. ¿Y antes de eso? No estaba seguro, pero no importaba. Estaba aquí ahora.

El Centro era un buen lugar. Aquí se sentía diferente, en paz, más dueño de sí mismo, más cerca del centro de su ser. Era interesante lo diferente que se sentía aquí.

En la semioscuridad pudo ver formas de edificios, algunas cabañas próximas similares a la suya, y un gran prado abierto y otras cabañas pequeñas y edificios grandes más allá, sobre la colina.

Miró al cielo, por encima de la niebla.

Las estrellas parecían muy cerca de la Tierra en este lugar. No podía verlas, pero sentía su presencia, como una serie de esferas invisibles y resplandecientes puestas en fila una detrás de otra. Este sitio debe de ser un lugar sagrado, pensó, para tener las estrellas tan cerca. Todos los mundos que había visitado tan a menudo en sus visiones parecían prácticamente a su alcance. Si estiraba la mano, podría tocarlos.

Tom tiritó de emoción. ¡Esas maravillosas galaxias, esos millones de mundos rebosantes de vida!

—¡Hola! —llamó— ¡Hola, Poro y Zygeron! ¡Hola a vosotros, gente Thikkumuuru! ¡Y a vosotros, fabulosos Kusereen! ¡Hola! ¡Hola!

Los cielos declaraban la gloria de Dios, y el firmamento mostraba Su labor. ¡Qué privilegio había sido contemplar la multitud de mundos, la plenitud del universo! ¿Durante cuántos millones de años habían sido esas grandes razas los amos de las estrellas, construyendo sus civilizaciones y sus imperios, uniendo un mundo con otro, surcando aquellos increíbles espacios negros, convirtiéndose ellos mismos en casi dioses? Y él lo había visto todo, imagen tras imagen.

Al principio había creído que era simple locura, claro. Pero entonces empezó a reconocer los modelos, aunque había demasiado que comprender o siquiera que empezar a comprender. Era como si hubiera recogido un sobre y sacado de él una carta, y la carta contuviera todas las palabras que hubieran sido impresas en todos los libros; y todas aquellas palabras habían entrado en su mente de una vez. Eso habría vuelto loco a cualquiera. Pero él había vivido con estas cosas tanto tiempo, que había conseguido encontrarles sentido. Ahora sabía qué razas legislaban los reinos de las estrellas, y quién las había gobernado en los eones anteriores. Sabía cuáles eran sujetos obedientes, esperando su propio tiempo de grandeza todavía por venir. Todo estaba allí, en el Libro de los Soles y el Libro de las Lunas, a los que había tenido acceso. Él solo era el elegido a través del cual los pueblos del universo se hacían conocer en la Tierra. Ahora la noticia se esparcía, y pronto lo sabría todo el mundo, y entonces vendría el momento para el que Tom vivía, cuando los pueblos de la Tierra se dirigieran a esos mundos brillantes, surcando los abismos del espacio, para convertirse en ciudadanos del vasto reino galáctico.

La niebla empezó a esfumarse con las primeras luces del amanecer. Tom sintió la falange de galaxias retroceder y desaparecer. Durante un momento, de pie en el porche, sintió un terrible sentimiento de pérdida y separación. Entonces el sentimiento cesó y se calmó. Entró en la cabaña, se lavó y se puso sus vaqueros y su camisa nuevos. Se arrodilló ante la cama largo rato, orando, dando gracias por la bendición recibida. Finalmente, decidió salir y ver si podía desayunar en algún sitio.

No estaba seguro de qué edificio era. Todo parecía distinto a la luz del día. Mientras deambulaba, vio al hombre de la pierna lastimada, el que había intentado escapar, Ed, que tampoco parecía caminar con rumbo fijo. No tenía muy buen aspecto esta mañana. Su cara estaba abotagada, sus ojos enrojecidos y desencajados, su boca hacía una extraña mueca y caminaba atontado, como si estuviera borracho ya a esas horas.

—¡Eh! —le dijo Tom cuando se encontraron cara a cara—. ¿Te has levantado con el pie izquierdo?

Ed le miró en silencio durante un largo rato. De cerca no parecía borracho. Enfermo, tal vez, pero no borracho.

—¿Quién demonios eres tú? —preguntó por fin.

—Soy Tom. Estaba contigo en el helicóptero ayer, cuando nos trajeron de fuera. ¿No te acuerdas?

—No lo sé. Ahora mismo no recuerdo absolutamente nada. Acabo de salir del barrido. Sabes lo que es eso, ¿no, amigo?

—¿El barrido?

—¿Eres nuevo aquí?

—Vine contigo anoche en el helicóptero.

—Entonces tienes mucho que aprender. —Ed cargó su peso en la otra pierna para favorecer la que tenía herida. Se apoyaba en una blanca muleta de plástico—. El barrido es cuando te ponen electrodos en la cabeza y te meten una especie de jugo en el cerebro para borrar tus recuerdos recientes. Olvidas la mayoría de las cosas que te sucedieron ayer. Incluso olvidas lo que soñaste anoche.

Tom parpadeó.

—¿Por qué hacen eso? Debería ser ilegal hacer eso con el cerebro de la gente.

—Lo hacen para curarte cuando piensan que tu mente está hecha un lío. Así es como te curan, liándote todavía más. Espera, ya te barrerán a ti también, amigo, Tom, o como te llames. En cuanto midan tus ondas cerebrales, empezarán a trabajarte. No te quepa la menor duda.

—¿A mí? Oh, no —dijo Tom, un poco nervioso.

Ese hombre estaba haciendo que se sintiera incómodo. Había algo malo en su interior. Tom lo había visto ya cuando Ed había salido del bosque. Su alma estaba herida; su espíritu estaba encerrado en sí mismo, lleno de dolor y de odio. Era igual que Stidge, un hombre duro y amargado que pensaba que todo el mundo estaba en contra suya.

Tom sonrió.

—A mí no —repitió—. No me harán eso.

—Espera y verás.

—A mí no —insistió. Se echó a reír—. Pobre Tom, nadie quiere lastimar a Tom. Tom no le hace daño a nadie.

—Estás loco de verdad, ¿no?

—Pobre Tom. Tom está loco, sí. Pobre Tom, tonto Tom.

—Cristo, ¿de dónde te han sacado? ¿Dices que viniste conmigo en helicóptero anoche? ¿De dónde? Y en primer lugar, ¿qué estaba haciendo yo fuera del Centro?

—Intentabas escapar. Tú y la mujer llamada Ale. Os capturaron.

—Ah —asintió Ed—. Así que es eso.

—Te trajeron de vuelta en el helicóptero. Fue anoche. ¿No lo recuerdas?

—En absoluto. Eso es lo que te hacen aquí. Te borran la memoria.

—No. No lo creo. Este lugar es bueno. Aquí no lastimarían la cabeza de nadie.

—Espera, amigo, y lo descubrirás.

Tom se encogió de hombros. No tenia sentido discutir con él. Estaba enfermo, todo en su interior estaba torcido. Bastaba mirarlo para saberlo. Tom sintió lástima por la gente como Ed. Cuando hagamos el Cruce, pensó, todo el mundo sanará de verdad. Cuando abracemos a la gente de las estrellas, todos los que sufren encontrarán por fin consuelo.

—¿Sabes dónde puedo desayunar? —preguntó.

—Ahí arriba, el edificio gris sobre la colina. Se entra por el lado derecho.

—Muchas gracias. ¿Vas para allá?

Ed torció la cara.

—Me llenaron de droga anoche. La idea de comer me revuelve el estómago.

—Hasta luego, entonces.

Tom se encaminó hacia la colina. El aire de la mañana era fresco y agradable, aunque sospechaba que más tarde iba a hacer calor. Cuando se acercaba al complejo de edificios, la mujer, Elszabet, salió de uno de ellos y le hizo señas.

—¿Tom?

—Buenos días, señora.

Ella caminó hacia él. Es una mujer hermosa, pensó. No sensacionalmente hermosa, al estilo de Ale, pero por supuesto Ale era artificial, y a los artificiales se les podía hacer tan hermosos como se quisiera. Elszabet era bonita, alta y esbelta, con piernas muy largas y ojos grises maravillosamente cálidos. Era también muy buena persona, amable y gentil. Resultaba obvio lo dulce y encantadora y llena de vida que era. Tom no había conocido a mucha gente así, con la amabilidad y la bondad tan a la vista que podía sentirse. Sin embargo, había algo tenso en su interior, como un puño crispado. Tom quiso buscar en su interior y hacer que ese puño se abriera. Entonces, ella parecería aún más bonita.

—¿Subes a desayunar? —preguntó ella.

Tom asintió.

—Es ahí, ¿verdad?

—Eso es. Voy contigo. ¿Has dormido bien?

—Hacía meses que no dormía tan bien. Años. He dormido profundamente.

—Supongo que tan profundamente que ni siquiera soñaste.

—Oh, claro que soñé. Yo sueño siempre.

Ella sonrió amablemente.

—Apuesto a que has tenido sueños interesantes, ¿no?

Tom caminó junto a ella sin decir nada. Ella también había mencionado los sueños anoche, cuando le había conducido a la cabaña después de cenar, sólo una mención de pasada, algo sobre cómo iba a dormir de un tirón porque se sentía cansada, y que había tenido un sueño extraño la noche anterior y eso la había trastornado. Tom pensó entonces que ella esperaba que le preguntase sobre su sueño, pero él no lo había hecho. Ahora hablaba otra vez de los sueños. Y las dos veces ella había parecido tensa al respecto, pálida. ¿Por qué estaban tan interesados en los sueños aquí? Recordó lo que Ed le había dicho al hablar del barrido. Ni siquiera recuerdas lo que soñaste anoche.

Tom empezó a sentirse un poco incómodo.

—Cuando tengas oportunidad, Tom, ¿te importaría acercarte a mi oficina para charlar un poco? Es ese edificio de ahí. Pregunta a cualquiera que esté dentro y te dirán dónde puedes encontrarme. Me gustaría saber un poco más de lo que pasó ayer con Ed y Aleluya en el bosque, ¿de acuerdo? Y unas cuantas cosas más que me gustaría hablar contigo.

—Claro. Me pasaré —contestó Tom.

¿Por qué no? Esta gente le estaba dando cobijo y alimento. Ella estaba en su derecho de preguntarle lo que quisiera.

Pasaron por delante de un gran edificio gris. Ella era casi tan alta como él, y permanecía a su lado, muy cerca, mirándole directamente a los ojos. Tom se encontró de pronto esperando que ella lo estrechara entre sus brazos y lo abrazara fuertemente, pero todo lo que hizo fue cogerle del brazo un momento y darle un pequeño apretón. Otra vez la notó nerviosa, como si le tuviera miedo, como si de alguna manera supiera que él podía entrar y abrir ese puño cerrado que había en su alma. Y ella tenía miedo de eso, y le tenía miedo a él.

Bien, ya somos dos, pensó Tom, porque yo también le tengo un poco de miedo, señorita Elszabet.

Ella se marchó, aunque se volvió para saludarle desde lejos. Tom le devolvió el saludo y entró en el salón.

Había poca gente dentro, la mayoría sentados aparte unos de otros. Tom también se sentó solo. Una máquina en la mesa se encendió y le preguntó qué quería. Café y bollos, decidió. La máquina le dijo qué botones tenía que pulsar. Ya había aprendido a hacerlo durante la cena la noche anterior. Había supuesto que la máquina le traería también la cena, pero no fue así, un muchacho vino con un carrito. Ahora fue una chica la que vino. Los bollos estaban tan buenos que ordenó un segundo desayuno, más de lo mismo y un racimo de uva. Parecía que aquí se podía comer lo que se quisiera, y sin pagar.

Pobre Charley, pensó, asustarse y correr de aquella manera. Si no hubiera escapado, ahora estaría comiendo gratis uvas, café y bollos. Tom se preguntó qué habría sido de Charley, Buffalo, Stidge y el resto. Probablemente ahora estarían en Ukiah, o camino de Oregón, vagabundeando sin sentido. Esperaba que supieran dejar las complicaciones al margen, allá donde fueran, que se lo tomaran con calma y no los mataran estando tan cerca del Tiempo del Cruce, porque sus preocupaciones se acabarían cuando fueran a las estrellas, si llegaban a vivir lo suficiente para marcharse.

Cuando terminó, Tom se quedó sentado, saboreando el placer de descansar y no tener que correr a la furgoneta y salir huyendo con los saqueadores. Se preguntó cuánto tiempo le dejarían quedarse aquí. ¿Una semana? Eso estaría bien. Y entonces tal vez conseguiría que alguien lo llevara de vuelta a San Francisco. Le había gustado esa ciudad tan limpia y tan hermosa. Lástima que sólo hubiera estado allí un par de horas. Pero regresaría. Estaban en octubre, el invierno en esta parte del país era realmente duro. Si tenía que pasar otro invierno en la Tierra, pensó, al menos que fuera un invierno californiano. No sabía cuándo comenzaría el Cruce; tal vez la semana próxima, tal vez en Navidad, o en primavera. Podía morir congelado en las montañas, pero en la costa estaría a salvo del mal tiempo.

—¡Eh, tú, Tom!

En la puerta del comedor estaba el hombre llamado Ed. Había otro hombre con él, un tipo bajito de pelo rizado que llevaba un hábito de sacerdote católico. Parecían buscar compañía. Tom les hizo señas para que se acercasen.

—Creí que la idea de comer te ponía enfermo.

—El aire fresco hace que me sienta mejor al cabo de un rato. Tom, éste es el padre Christie. Padre, éste es Tom.

—¿Es usted el capellán de este sitio? —preguntó Tom.

El sacerdote sonrió. Parecía un hombre triste.

—¿El capellán? Oh, no, no. Sólo soy un paciente, igual que tú.

Tom negó con la cabeza.

—Yo no soy un paciente.

—¿No? Pero tampoco eres del personal.

—Soy un visitante, nada más. Estoy de paso, pero me alegro mucho de conocerle, padre. Yo mismo he sido predicador en Idaho y el estado de Washington. Era muy bueno. A la congregación no le importaba lo loco que estuviera. Pensaban que cuanto más loco, mejor, más santo.

—Se supone que aquí no debemos usar esa palabra —dijo el padre Christie.

—Es una palabra perfectamente válida —repuso Tom—. ¿Qué tiene de malo decir «loco»? ¿Qué tiene de malo estar loco?

—¿Acaso tú estás loco? —preguntó Ed.

—Lo sabes. Veo visiones. ¿No es estar loco? Otros mundos aparecen ante mis ojos. Las tengo siempre, desde que era niño.

Ed y el padre Christie intercambiaron miradas.

—¿Otros mundos? ¿Como sueños espaciales?

—Sueños espaciales, sí. Pero no sólo cuando estoy dormido.

—El padre Christie también tiene sueños espaciales. Todo el mundo en este jodido sitio los tiene… Oh, discúlpeme, padre. Todo el mundo los tiene, menos yo. Pero lo sé todo sobre los sueños. El mundo verde, los nueve soles, la estrella roja y la azul…

—Espera un segundo —dijo tímidamente el padre Christie—. ¿Dices que hay varios tipos de sueños espaciales?

—Hay siete. Usted no lo sabe porque lo tratan cada mañana, y no recuerda nada sobre ellos. Pero hay siete. Tengo mi propio sistema para archivar los datos. Esta mañana tuvo usted uno, padre, de nuevo el mundo verde, pero esos bastardos se lo borraron. Discúlpeme otra vez, padre.

Tom escuchaba boquiabierto. El sacerdote meneó la cabeza.

—No sé —dijo—. No sé. ¿Y si desayunáramos?

—Tengo una idea mejor. —Ed rebuscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó unos cuantos tubos de plástico—. ¿Es demasiado temprano para tomar un trago? Tengo escocés, canadiense, bourbon… Éste es especial para usted, padre: irlandés. ¿Tú bebes, Tom?

—No puedo hacerlo, Ed —dijo lentamente el padre Christie—. Lo sabes.

—¿No?

—Supongo que lo has olvidado con el tratamiento, pero soy alcohólico. Tengo implantado un chip en el esófago. En el momento en que una gota de alcohol me llegue a la garganta, el chip me hace vomitar. Pero a lo mejor nuestro amigo Tom quiere hacerlo.

—Un chip regulador —murmuró Ed—. Claro, había olvidado todas esas cosas científicas que nos meten dentro. Chips reguladores para hacer que uno no beba, trazadores para que no escapemos… Bastardos. Nos manejan como si fuéramos máquinas. Ándate con cuidado, Tom, y sal de aquí en cuanto puedas, ¿me oyes?

—Hasta ahora me han tratado bien.

—Ándate con cuidado de todas formas ¿Quieres uno de éstos?

—No, gracias.

—Bueno, pues beberé yo solo. ¡Salud! —Después de llevarse el tubo a la boca, pareció más alegre—. ¡Ah, esto es lo que me hacía falta! Así que tienes visiones de los otros mundos tú también, ¿eh? ¡Dios, cómo me gustaría ver uno! ¡Nada más que uno! Sólo para ver de qué va todo este alboroto.

—¿No los has visto nunca?

—Ni una sola vez. —Los ojos de Ed, de repente, estallaron en una llamarada de odio y angustia—. Ni una sola. ¿Sabéis cuánto os envidio a todos, con vuestros mundos verdes y vuestros mundos azules y vuestros nueve soles y todo lo demás? ¿Por qué no los veo yo también? Algo tremendo está sucediendo a mi alrededor, algo tan colosal que nadie puede comprenderlo, pero es de importancia capital, y yo me he quedado fuera. Y eso apesta, ¿sabes? Apesta.

Así que es eso, pensó Tom.

Ahora comprendía dónde estaba el dolor interno de este hombre, y lo que tenía que hacer al respecto.

—Dame una de esas bebidas —dijo.

—¿Cuál quieres?

—Me da lo mismo.

—Ten, toma bourbon.

Tom cogió el tubito, lo estudió un momento y abrió el tapón. Se llevó la abertura a los labios y dejó que el líquido oscuro corriera por su garganta. Era fuerte, cálido y bueno. Había pasado mucho tiempo desde que Tom bebiera por última vez, por lo que se quedó sentado, saboreándolo, dejando que fluyera por los recovecos de su alma.

Bueno, pensó, puedo manejar esto. Va a salir bien.

Se volvió hacia Ed.

—Deja de preocuparte por esos sueños espaciales, ¿vale?

—¿Que no me preocupe, dices? No estoy preocupado, Tom. Estoy jodido. ¿Soy una rareza o qué? ¿Por qué no veo lo mismo que los demás?

—Tranquilízate —dijo Tom. Tomó aire, puso su mano sobre la de Ed y se inclinó hacia él—. Tú los verás. Te lo prometo. Tendrás también los sueños, Ed, como todo el mundo. Sé que los tendrás. Voy a mostrarte cómo, ¿de acuerdo? ¿De acuerdo?

5

—Lunes ocho de octubre de 2103 —dijo Jaspin. Se hallaba sentado en el asiento trasero de su coche, hablándole al dorado micrófono de una cápsula mnemónica—. Estamos en el norte de California, acampados a unas cincuenta millas al este de la Bahía de San Francisco. La marcha va a tomar un nuevo aspecto, porque el Senhor Papamacer ha decidido girar al oeste y atravesar Oakland antes de continuar nuestro viaje al norte. Hasta ahora, desde que salimos de San Diego, hemos evitado las ciudades. Creo que al Senhor le gustaría cruzar la bahía y entrar en San Francisco, que según dice constituye un profundo foco de fuerzas galácticas…, pero incluso él ve que eso es logísticamente absurdo, tal vez incluso imposible, porque San Francisco es muy pequeña y solamente se accede a ella a través de puentes, excepto por el sur. Intentar llevar a una multitud de este tamaño a San Francisco causaría problemas de importancia tanto a la ciudad como a nosotros. No habría sitio donde acampar, y las principales rutas de acceso se podrían quedar bloqueadas, causando posiblemente una ruptura en la marcha.

»Así que nos iremos nada menos que a Oakland, que es accesible por tierra y tiene espacio para acampar en las colinas al este de la ciudad. Mientras estemos allí, naturalmente, miles de ciudadanos se unirán a la marcha, y quizás un número todavía mayor vendrá de San Francisco para enrolarse. Menos mal que no hay centros de población importantes a lo largo de la costa de aquí a Mendocino, porque estamos alcanzando rápidamente el punto en que nuestro número se está convirtiendo en imposible de controlar. Ésta es ya ciertamente la mayor migración de masas desde la Guerra de la Ceniza, y como el Senhor Papamacer intenta llegar al menos hasta Portland antes del invierno, o tal vez incluso hasta Seattle, existe la posibilidad de que serios desórdenes…

—¿Barry?

Jaspin alzó la cabeza, sorprendido por la interrupción. Jill estaba junto a la ventanilla, golpeando el techo del coche para recabar su atención.

—¿Qué pasa? —Hacía dos o tres días que no ponía su diario al día, y había mucho material importante que quería anotar sin falta. ¿Acaso no podía haber esperado ella media hora más?

—Alguien quiere verte.

—Dile al tipo que espere cinco minutos.

—A la tipa, en todo caso.

—¿Qué?

—Es una mujer pelirroja, parece una buscona de clase. Dice que es de San Francisco.

—Estoy intentando dictar mis notas. No conozco a ninguna pelirroja de San Francisco. ¿Qué quiere de mí?

—Nada. Quiere una audiencia con el Senhor. Llegó hasta Bacalhau, y Bacalhau le dijo que hablara contigo. Creo que ahora eres el encargado de la comunidad anglo.

Oh, Cristo… Está bien, dile que tardaré cinco minutos. Déjame terminar con esto. ¿Dónde está?

—En el altar de Maguali-ga.

—Cinco minutos.

Pero su concentración estaba ya rota. Había querido comentar en su diario de viaje cómo el aspecto racial de la procesión tumbondé iba cambiando a medida que la marcha seguía adelante: el grupo de seguidores originales de San Diego, en su mayoría sudamericanos y africanos, se había disuelto en las hordas de chicanos del valle de Salinas, allá en Monterrey, y ahora aquí al norte se notaba también el influjo anglo —blancos rurales—, que causaban cierta alteración en el tono general de la marcha. Los recién llegados no tenían una idea exacta del sabor dionisíaco del tumbondé, con su fervor pagano y frenético; todo lo que parecían oír era la promesa del bienestar y una vida inmortal cuando Chungirá-el-que-vendrá apareciera por fin entre coros celestiales por la puerta del Polo Norte, y ellos querían participar de eso, naturalmente. Ya se estaban creando desórdenes en la marcha, y la cosa empeoraría, especialmente si el Senhor Papamacer continuaba reinando en ausencia, como llevaba haciendo durante días, recluido en el autobús principal.

Pero anotar todas estas observaciones en la cápsula mnemónica tendría que esperar. Jaspin se dio cuenta de que debería haber estado dictando una o dos horas, pero ya era demasiado tarde. Desconecto el aparato y salió del coche.

Era una tarde bochornosa. El calor los había asediado todo el camino desde el centro del estado, y aún no había signos de que fueran a comenzar las lluvias. Se decía que en este lugar a veces comenzaba a llover en octubre, pero aparentemente no en este octubre. Las colinas de tan espectacular paisaje estaban recubiertas de hierba seca. Todo aquí estaba agostado y marchito a la espera del invierno.

Cuanto podía verse, de colina en colina, era tumbondé: peregrinos por todas partes, un mar de ellos. En el centro se encontraban los autobuses donde viajaban el Senhor, la Senhora, la Hueste Interna y las imágenes sagradas. A su alrededor se encontraba el gran ruedo de terreno consagrado, con los altares y la cabaña que servía de matadero y el Pozo de los Sacrificios y todo lo demás ya dispuesto, como si esto fuera la colina de la comunión original de San Diego, pues adondequiera que fuesen emplazaban toda aquella parafernalia.

Y más allá de la zona sagrada había una horda de tiendas remendadas, miles y miles de peregrinos, innumerables fogatas, niños chillando, gatos y perros campeando libres, todo tipo de vehículos imaginables aparcados de forma caótica. Jaspin nunca había visto a tanta gente junta en un sitio. Y el número crecía de día en día.

¿Qué tamaño tendría el ejército tumbondé dentro de un mes, dentro de dos meses?, se preguntó. También se preguntaba a veces qué iba a pasar cuando llegaran a la frontera canadiense, a la frontera de la República de la Columbia Británica, en realidad. Y qué iba a suceder si seguían avanzando al norte mes tras mes y el viento los cercaba y Chungirá-el-que-vendrá no hacía su aparición. «Cuando Maguali-ga abra la puerta», había prometido el Senhor Papamacer, «no habrá más invierno». Pero el Senhor Papamacer habia pasado toda su vida en Rio, en Tijuana, en San Diego. ¿Qué demonios podía saber de lo que es el invierno?

Basta, pensó Jaspin. Los dioses proveerían. Y si no, pues nada. No era su labor razonar por qué. He vivido siempre con la razón, ¿y qué bien me hizo? Chungirá-el-que-vendrá vendrá. Sí. Sí.

Resultó fácil localizar a la mujer. Estaba junto al altar de Maguali-ga, como había dicho Jill. Miraba los nueve globos de cristal coloreado como si esperara que el dios de ojos saltones se materializara ante ella de un momento a otro. Era más baja de lo que Jaspin había supuesto —sin saber por qué, se la había imaginado alta— y tampoco tan deslumbrante. Pero era muy atractiva. Jill había dicho que era una buscona con cierta clase. Jaspin entendía de busconas y de gente con clase, y ella no encajaba en una cosa ni en la otra. Parecía astuta y enérgica, como si hubiera recorrido mundo. Una mujer emprendedora.

—¿Quería verme? Soy Barry Jaspin, el coordinador del Senhor.

—Me llamo Lacy Meyers —dijo ella—. Acabo de llegar de San Francisco. Necesito ver al Senhor Papamacer.

—¿Necesita verle?

—Quiero verle. Lo quiero con todas mis fuerzas.

—Eso va a ser muy difícil —le dijo Jaspin.

Se dio cuenta de que estaba más cerca de ella de lo que era necesario, pero no retrocedió. Era una mujer ciertamente atractiva, de unos treinta años —quizás algunos más—, el pelo rojo pegado a la cabeza en una especie de casquete de rizos, ojos verdes brillantes y profundos. Tenía la nariz delicada, pómulos finos, la boca tal vez un poco grande. Llevaba un vestido tan ceñido que se diría que iba a estallar con sólo tocarla.

—¿Es para una entrevista? —preguntó.

—No, para una audiencia. Quiero ser recibida por él. Debe de ser el humano más importante que jamás haya vivido, ¿sabe? Desde luego, para mí lo es. Sólo quiero arrodillarme ante él y decirle lo que significa para mí.

—Lo mismo quieren todas esas personas que ve aquí, señorita Meyers. Comprenda que las obligaciones del Senhor son muchas y que, aunque pudiera, no es posible…

Los ojos verdes relampaguearon.

—¡Sólo un minuto! ¡Medio minuto!

Jaspin quiso ayudarla. Sabía que era imposible, pero incluso así, se peguntó si sería posible encontrar una forma. Porque la encuentras atractiva, ¿no?, se dijo. Si fuera delgaducha, o vieja, o un hombre, ¿te molestarías acaso en considerarla?

—¿Por qué es tan urgente?

—Porque ha abierto mis ojos. Porque no he creído en nada durante toda mi vida, excepto en cómo conseguir que todo fuera mejor para mí…, y de repente él me ha hecho ver que hay algo realmente sagrado en este universo, y que existen dioses verdaderos que guían nuestros destinos, que la vida no es sólo un chiste sin gracia, que… Bien, no hace falta que le diga lo que es una conversión religiosa. Debe de haberla experimentado también, o de otro modo no estaría aquí.

Jaspin asintió.

—Creo que tenemos mucho en común.

—Sé que lo tenemos. Me di cuenta en seguida.

—¿Y ha estado siguiendo la marcha del tumbondé desde la zona de Bahía? No creí que tuviera…

—No sabía nada del tumbondé hasta hace un par de semanas, cuando empezaron ustedes a llegar a esta parte del estado. Pero he sabido de los dioses todo el verano. Tuve una visión en julio, un sueño donde había un sol rojo y otro azul, un bloque de piedra blanca, y una criatura con cuernos dorados que me señalaba.

—Chungirá-el-que-vendrá —dijo Jaspin.

—Sí. Sólo que entonces no lo sabía. No sabía qué demonios era aquello, pero el sueño se repetía, se repetía, se repetía, y cada vez lo veía con más claridad; la criatura se movía y parecía decirme cosas, y a veces había otros como él en el sueño, y entonces empecé a tener otros sueños. Vi los nueve soles de Maguali-ga, vi la luz azul de… ¿Cuál es su nombre… Rei Ceupassear?… Vi toda clase de cosas. Pensé que me estaba volviendo loca, pero no podía ser, porque todos tenían visiones. Sin embargo, no sabía qué sentido tenían. Nadie lo sabía. Hasta que leí acerca del Senhor Papamacer, y vi las imágenes que portaba, las imágenes de los dioses…

—Las reproducciones holográficas generadas por ordenador.

—Sí. Y entonces todo encajó. La verdad, que los dioses vienen a la Tierra, que van a traer el jubileo, que el milenio llega. Y entendí que el Senhor Papamacer debe de ser realmente su profeta. Y supe que iba a venir aquí a unirme a la peregrinación hacia el Séptimo Lugar y formar parte de lo que iba a suceder. Pero… quiero arrodillarme ante él. He estado buscando algún tipo de dios toda la vida, ¿sabe? Y estaba absolutamente segura de que nunca podría encontrar uno. Y ahora, ahora…

Jaspin vio que Jill se acercaba. ¿Preocupada, tal vez, de que pudiera llegar a algo con esta mujer? ¿Ella, que volvía cada noche apestando a los grasientos olores de Bacalhau, con su sudor mezclado al de ella? ¿Ella, que no hacía más que recorrer una y otra vez el camino hasta el autobús de la Hueste Interna? Jaspin no podía siquiera recordar la última vez que quiso hacer el amor con él. ¿Celosa ahora? ¿Jill? Seguro que no.

Qué demonios…, incluso si lo estaba, no tenía derecho a quejarse. Llevaba un mes pasándolo fatal por culpa de Jill. Si ahora encontraba una mujer atractiva y ella sentía lo mismo por él…

—Lo irónico del asunto —decía Lacy—, es que hace un par de años estuve envuelta en un fraude, un timo que prometía enviar a la gente a otras estrellas. Era como si les vendiéramos parcelas que no existían, el viejo truco: dénos su dinero y nosotros le pondremos en el expreso de Betelgeuse Cinco. Un hombre llamado Ed Ferguson lo dirigía, y yo trabajaba para él. Bueno, lo capturaron, estuvieron a punto de meterlo en Rehab Dos, pero tenía un buen abogado.

—¿Le sirve de alguna ayuda? —le preguntó Jill a Lacy, señalando a Jaspin.

—Le estaba diciendo al señor Jaspin lo irónico que resulta que yo trabajara con un hombre que dirigía un timo referido a viajes a otras estrellas. Eso fue antes de que esas visiones de las estrellas llegaran a la Tierra. Debió haber terminado en la cárcel, pero en lugar de eso consiguió que lo ingresaran en uno de esos centros donde te barren los recuerdos, cerca de Mendocino, donde se supone que lo están volviendo un ser humano decente. Menudo cambio.

—Mi hermana April está en el mismo sitio —dijo Jill—. Se llama Nepente. Está cerca de Mendocino.

—¿Tu hermana? —preguntó Jaspin—. No sabía que tuvieras una hermana.

Lacy se echó a reír.

—El mundo es un pañuelo, ¿no? Apuesto a que su hermana y Ed están liados ahora mismo. Ed es un mujeriego.

—No con mi hermana. Es gorda como un cerdo, siempre lo ha sido. Y anda muy tocada de la cabeza. Seguro que su amigo Ed encuentra a alguien mejor que April. —Se dirigió a Jaspin—. Cuando termines aquí, Barry, llégate al autobús de la Hueste, ¿quieres? Están preparando el rito de las Siete Galaxias de esta noche y Lagosta quiere que les ayudes a conectar el generador de polifases.

—Vale. Dame cinco minutos.

—Encantada de conocerla, señorita…, esto… —dijo Jill, y se marchó.

—No es muy amistosa, ¿no?

—Ruda y desagradable. La religión la ha hecho volverse agria. Es mi esposa.

—¿Su esposa?

—Por así decirlo. Más o menos. Un día el Senhor decidió que deberíamos casarnos, y nos casó en el momento, hace un mes o así. Es por los rituales, las iniciaciones y todo eso; tienes que formar parte de una pareja. No es lo que podríamos llamar un matrimonio feliz.

—No, yo diría que no.

Jaspin se encogió de hombros.

—No importará cuando se abra la puerta, ¿no? Pero hasta entonces, pues…

—Puede ser desagradable, sí.

—Mire, tengo que ayudar a preparar lo de esta noche, pero… intentaré arreglarle una audiencia con el Senhor. No será fácil, porque apenas se ha dejado ver en las últimas semanas. Pero conozco lo que supone ser alguien del siglo veintidós que va por la vida sin ilusión y de repente descubre que hay algo que merece la pena por encima del confort. Como le he dicho, usted y yo tenemos muchas cosas en común. Intentaré conseguir lo que pide.

—Aprecio mucho ese gesto.

Ella le tendió la mano. Él la cogió y la sostuvo quizás demasiado. Dudó si atraerla hacia él y besarla, pero no lo hizo. Sin embargo, no había error en el calor de sus ojos y su gratitud. Y además estaban las posibilidades. Especialmente las posibilidades.

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