Séptima parte

No son cantaradas de Tom

la oruga, Pedro, la basura que desprecio,

ni los rateros probados,

ni las bravatas de los vocingleros.

Los humildes, los blancos, los sencillos

me tocan, me abrazan y no abusan de mí;

pero quienes se cruzan ante Tom Rinoceronte

hacen lo que la pantera no se atreve.

Y mientras, canto: «¿Hay comida, alimento,

alimento, bebida o ropa?

Vamos, dama o doncella,

no tengas miedo.

El Pobre Tom no estropeará nada».

La Canción de Tom O’Bedlam

1

Empezaba a oscurecer más pronto que de costumbre. Unas pocas nubes habían empezado a aparecer por el norte, y quizá aquella noche llovería, supuso Tom. La primera vez esta temporada. Anoche hubo una luna brillante, clara y fría; esta noche, tal vez, lluvia. Un cambio en el clima, que quizá fuera heraldo de otros cambios mayores. Vuelve a la habitación, toma una buena ducha, arréglate para la cena. Después charla un poco con la gente de aquí, con Ferguson, con la chica gorda, April, con alguno de los otros.

El Tiempo del Cruce se acercaba como las lluvias: la estación estaba cambiando.

—Vamos —le dijo a Ferguson—. Llevamos horas aquí. Es tiempo de volver.

—Sí —respondió Ferguson—. Claro.

Parecía medio dormido, vago, ido, soñoliento. Estaba así desde que Tom le había conferido la visión, sentado tan tranquilo bajo los árboles, sonriendo, meneando la cabeza de vez en cuando, sin decir casi nada. Era como si el Mundo Verde lo hubiera atontado. ¿O había algo más? Era como si alguien se hubiera dirigido por fin a él y le hubiera dicho: «Mira, hombre, yo me preocupo por ti, un absoluto extraño que no tiene nada que ganar, y sólo quiero que dejes de hacer daño, y esto es lo que puedo hacer por ti». Tom pensaba que tal vez nadie le había dicho algo así nunca.

—Vamos, entonces. Arriba.

—Sí. Sí, ya voy.

—Dame la mano.

Tom le ayudó a ponerse en pie. Ferguson era un hombre fornido, y le costó trabajo levantarle. Ferguson se tambaleó. Tranquilo, pensó Tom. Conserva el equilibrio. Esperaba que no fuera a caerse. Recordó lo difícil que había sido sostener a April cuando se desmayó. Tranquilo. Tranquilo.

Ferguson consiguió mantenerse erguido, y juntos emprendieron el camino de regreso al Centro.

—¿Crees que ahora voy a tener los sueños espaciales todo el tiempo? —preguntó Ferguson—. Quiero decir…, sin que tengas que hacerme eso.

—Claro. ¿Por qué no? Estás completamente abierto. Siempre lo has estado, sólo que no dejabas que entraran en ti. Ahora ya sabes cómo hacerlo.

—Qué cosa tan maravillosa es el Mundo Verde… Ahora comprendo todo el alboroto. Quiero ver también los otros mundos, ¿sabes? Los siete.

—Hay más de siete.

—¿De verdad?

—Los siete son solamente las visiones más fuertes, las principales. Hay otros mundos. Miles. Millones. Infinidad de ellos. Algunos nada más han venido a mí una vez, durante una fracción de segundo. Otros solamente un par de veces, separados por años. Pero los siete principales vienen todo el tiempo. Ésos son los que puedo ofrecer a los otros, los fuertes, los principales.

—Jesús —dijo Ferguson—. Millones de mundos.

—Mira ahí arriba. ¿Sabes cuántas estrellas pueden verse cuando el cielo está despejado? Y ésas sólo son las más cercanas. Esta galaxia tiene cien mil años luz de un extremo a otro. ¿Sabes cuántas estrellas hay en cien mil años luz? Y eso sólo en esta galaxia. Hay nebulosas que son galaxias completas en sí mismas. Andrómeda, Cygnus A, las Magallanes. Están llenas de estrellas, y todas las estrellas tienen planetas. Te aturde sólo con pensarlo. Este planetita nuestro… Qué tontería, eso de decir que somos los únicos seres vivos del universo.

—Sí. Sí. Jesús, ¿qué he estado haciendo toda mi vida? ¿En qué pensaba?

Todavía estaba perdido en la visión, flotando entre las estrellas. Ahora parecía completamente distinto, la cara más relajada, más joven, más calma. El frío nudo dentro de su pecho había desaparecido. Bueno, pensó Tom, eso no durará. No se transforma uno completamente con un simple flash. El triste, duro y amargo Ed Ferguson podía volver, y lo haría probablemente, dentro de una hora, un día, una semana; más pronto o más tarde… a menos que algo grande lo cambiara mientras todavía estaba abierto y vulnerable.

—¿Tom? —susurró una voz desde los matorrales—. ¡Eh, Tom!

Tom se volvió. Una cara en las sombras, ojos azules, labios finos, las mejillas picadas de viruelas. Una mano le señalaba, lo llamaba, le hacía señas de que se deshiciera de Ferguson y se acercase.

Era Buffalo, escondido como un fantasma.

Tom meneó la cabeza. Señaló hacia el Centro, señaló a Ferguson. Buffalo gesticuló de nuevo, con más urgencia. Susurró otra vez.

—Ven. Charley está aquí. Quiere verte.

—Está bien —Tom frunció el ceño—. Espera.

Apretó el paso y alcanzó a Ferguson.

—Vuelve tú solo. Voy a quedarme aquí otros cinco minutos, ¿de acuerdo?

A Ferguson no pareció importarle. Ahora el Mundo Verde era más vívido para él que lo que pudiera pasar en el bosque.

—Sí —dijo—. Claro.

—Necesito estar a solas un momento.

—Sí, claro.

Se marchó. Al verlo irse, Tom sintió dudas, pero se internó en la espesura.

Buffalo salió de detrás de un árbol.

—Ése era el tipo de la carretera, ¿no? El de la pierna lastimada, el que iba con la chica morena.

—Eso es. ¿Por qué estáis aquí? ¿Qué quiere Charley de mí, Buffalo?

—Quiere verte. Hablar contigo. Te echa de menos, ¿sabes? Todos lo hacemos. —Buffalo hizo un guiño—. ¡Eh, tienes buen aspecto, Tom! Te has arreglado un poco, ¿eh? Pantalones nuevos, camisa nueva, todo flamante. Ese Centro es un buen sitio, ¿eh?

—Está bien. Hay mucha gente buena. Me gusta.

—Apuesto a que sí. Bueno, ven. Por aquí. Charley quiere verte.

Buffalo le guió entre los grandes árboles, por un sendero salpicado de hojas caídas. Charley y los otros saqueadores les esperaban en un claro. Todos parecían cansados y abatidos, más desharrapados que de costumbre. Un grupo de hombres desolados. Tom no se alegró de verlos. Había esperado no volver a encontrarlos nunca más.

—¡Ahí está! —exclamó Charley—. ¡Hijo de puta, mirad esa ropa! Te han bañado y te dieron de comer, ¿eh? ¿Qué tal, Tom? ¿Cómo estás?

—Hola, Charley.

—Tienes muy buen aspecto. A nosotros, ya ves, no nos han ido bien las cosas.

—¿No?

—Nos metimos en líos allá en Ukiah. Tamal y Choke cayeron en una emboscada y los mataron.

—Oh. Creí que estarían por ahí, con la furgoneta…

—La furgoneta está aquí. La dejamos flotando entre los árboles, un poco más allá. Tamal y Choke no pudieron contarlo. Los demás logramos escapar.

—Mala suerte. El Tiempo del Cruce está ya casi aquí. Mal momento para que te maten: te pierdes todo el esplendor, la redención…

—El baño no te ha cambiado lo más mínimo, ya veo —comentó Charley, sonriendo—. El mundo verde y el planeta Lolymoly y todo lo demás. Eso está bien. Nosotros también soñamos con las visiones. Lolymoly y todo. Mujer, Buffalo y yo. Stidge dice que él no. ¿Verdad, Stidge? Nunca has tenido una visión, ¿no, bastardo amargado?

—¿Por qué no me dejas en paz, Charley? —dijo Stidge—. Si no hubiera sido por mí, habrías muerto junto con Tamal y Choke.

—Eso es cierto. Stidge nos salvó, ¿sabes, Tom? Es muy rápido con el cuchillo. Teníamos a esos tres vigilantes encima y Stidge se las arregló para deslizarse por detrás y… —Se encogió de hombros—. Han sido dos semanas muy duras, Tom. Te hemos echado de menos.

—Apuesto a que sí.

—No. En serio. Eras nuestra suerte, Tom. Mientras estabas con nosotros, todo salía bien. Todas esas locuras tuyas, tus visiones, tus mundos, eran como un encantamiento. Nos metíamos en líos y salíamos ilesos. Desde que te marchaste con aquel helicóptero, ha sido una ruina. Frieron a tiros a Tamal y a Choke. Ni siquiera se molestaron en preguntar. Por eso hemos vuelto, Tom.

—¿Por qué?

—Por ti. Nos vamos al sur, a México posiblemente, a pasar el invierno. Las lluvias llegarán de un momento a otro. Nos internaremos en el desierto, rodearemos San Diego y llegaremos hasta Baja. Ven con nosotros, ¿vale? Ahora tenemos sitio de sobra en la furgoneta.

—El Cruce ya está casi aquí, Charley. Ahora no tiene sentido ir a México o a ningún otro sitio. Dentro de un par de semanas todos estaremos en el cielo.

Pudo oír la risita de Stidge. Mujer murmuraba.

—¿Y qué? Demonios, puedes hacer el Cruce desde Baja, ¿no? Y estaremos bastante más calentitos mientras tanto.

—Voy a quedarme aquí, Charley.

—¿En el maldito Centro?

—Sí. Hay gente a la que quiero ayudar. Quiero guiarles cuando llegue el Tiempo del Cruce. Pero te diré lo que puedes hacer. Si te quedas, te ayudaré también. Fuiste bueno conmigo. Quiero que seas de los primeros en cruzar. Quédate aquí, en el bosque, en la furgoneta, y vendré a por ti cuando empiece, ¿de acuerdo? Te lo prometo. Déjame que ayude a Ferguson, y a April, y a la doctora Elszabet y a los otros, y entonces volveré a ayudarte. Sólo falta una semana, Charley. Puede que incluso menos.

—Si le quieres —intervino Mujer—, déjanos que le metamos en la furgoneta y larguémonos, ¿me oyes, Charley?

Charley negó con la cabeza.

—No. No quiero eso. Ven con nosotros, Tom.

—Ya te lo he dicho. Tengo cosas que hacer.

—¿Sabes lo que va a pasarte si te quedas aquí? Vas a ser aplastado por ese ejército de lunáticos que viene en esta dirección. Estarán aquí dentro de un par de días, todos ellos, y cuando lleguen, harán trizas este lugar.

—No entiendo de qué me hablas, Charley.

—¿No te lo ha dicho nadie? Lo oímos hace un par de días. Alrededor de millón y medio de fanáticos van camino del Polo Norte, según dicen. Van a encontrarse con Dios, o algo parecido. Empezaron en San Diego, y han ido recolectando gente a lo largo de toda la costa. Vienen derecho hacia aquí como una plaga de langosta, arrasando todo lo que hay a la vista. Ésa es la razón de que nos vayamos. Éste no es un buen sitio para ti, Tom. Ven con nosotros. Nos marcharemos por la mañana.

—No importará lo que suceda aquí cuando empiece el Cruce.

—Escucha, es una especie de rebelión ambulante, una auténtica vorágine. Un tipo como tú no querrá mezclarse en una cosa así…

—No importará. Mira, tengo que regresar. Quiero lavarme, cenar y charlar con unas cuantas personas. Ven al Centro conmigo, ¿vale? Te tratarán bien. Son muy amables. La doctora Elszabet te recibirá igual que a mí. Así todos estaremos juntos cuando empiece el Cruce. ¿Qué dices, Charley?

—No, no hay nada que hacer. Nos marchamos. Ese sitio no será recomendable cuando llegue la marcha. Ven con nosotros a darnos otra vez buena suerte, Tom…

—El lugar de la buena suerte está aquí.

—Tom…

—Tengo que irme.

—Piénsalo. Acamparemos aquí por esta noche. Estaremos aquí por la mañana, si vuelves. Puedes ir al sur con nosotros.

—Si lo quieres, déjanos que lo agarremos —repitió Mujer.

—Cierra el pico. ¿Hasta mañana, Tom?

—Ven al Centro mañana. O esta noche. Se come bien.

Se dio la vuelta y se internó en las sombras.

Ahora estaba mucho más oscuro. Definitivamente iba a llover, aunque posiblemente no hasta la mañana. ¿Iban a correr detrás de él para atraparle? No, pensó. Charley no era así. Charley tenía una especie de código de honor. Tom sintió lástima por los saqueadores. «Ven con nosotros, sé nuestra buena suerte». Sí. Pero no podía. Su sitio estaba aquí.

Tal vez por la mañana volvería a intentar convencerles para que se quedasen. Esperaba que no intentaran atraparlo entonces. Apartarle de sus nuevos amigos, antes de que pudiera ayudarles, ahora que el Cruce estaba tan cerca… Eso no estaría bien. Tendría que pensar en el asunto.

El regreso al complejo principal del Centro le llevó veinte minutos. Entró en su cabaña, se dio una ducha y se sentó durante un rato en el suelo con las piernas cruzadas, junto a la cama, meditando. Luego se dirigió al comedor. Ed Ferguson, el padre Christie, la maravillosa y artificial Aleluya, la gorda April estaban allí, sentados alrededor de una de las mesas.

Ferguson todavía resplandecía por efecto de la visión. Tom se alegró al pensar que solamente con tender las manos había permitido a ese hombre el goce de una de las maravillas. Se acercó al grupo.

—Nos ha dicho que le has dado un sueño espacial —dijo Aleluya.

—Le mostré cómo abrirse a una visión, sí. ¿Puedo sentarme con vosotros?

—Aquí —invitó el padre Christie—. Siéntate aquí, a mi lado. Eres una persona notable, Tom, ¿lo sabías?

—Quería ayudarle.

—¿Cómo lo hiciste? —preguntó Aleluya.

—Hablé con él un rato. Le mostré el poder que hay en su interior. Eso fue todo.

—Es sorprendente. Ahora parece otro.

—Se parece a sí mismo. Ése es su auténtico yo, que ha estado siempre con él. Todos estamos convirtiéndonos en nosotros mismos. Pronto estaremos completos.

Éste es el momento, pensó. Habíales del Cruce. Cuéntales ahora.

—¿Sabes? Me das miedo —dijo April con su vocecita tímida.

Estaba sentada al otro extremo de la mesa, apartándose de él como si temiera contagiarse de alguna rara enfermedad. Temblaba y tenía la cara roja. Tom esperaba que no fuera a desmayarse de nuevo.

—¿De veras? —preguntó.

—Tienes las visiones en tu interior, ¿no? Como un poder agazapado. Puedo sentirlo cuando estoy cerca de ti. Los otros mundos bullen. Me da miedo. Los otros mundos, ya sabes, son maravillosos. Pero me da miedo. Desearía que nada de esto estuviera sucediendo.

—No, hija —dijo el padre Christie—. Lo que está sucediendo es la inminencia del advenimiento de nuestro Señor sobre la Tierra. No hay nada que temer. Éste es el momento que hemos estado esperando desde hace más de dos mil años.

Tom miró a Ferguson, que sonreía, muy remoto, sumido en su felicidad.

—No tengas miedo —le dijo a April—. El padre Christie tiene razón. Lo que está a punto de pasar es algo maravilloso.

—No comprendo.

—Sí —intervino Aleluya—. ¿De qué hablas?

Tom los miró uno a uno. De acuerdo, pensó. Éste es el momento. Por fin el Tiempo ha llegado. Que empiece.

—Es una larga historia —dijo.

Y empezó a hablarles de las cosas maravillosas que iban a pasar. Empezó a hablarles del Cruce.

2

—Las últimas estimaciones de las autoridades del condado calculan el número en trescientos mil. La mujer con la que hablé me dijo que la cifra podía variar en cincuenta mil más o menos, pero que no había esperanza de conseguir controlarlos, porque avanzan abarcando gran cantidad de terreno, y es difícil saber cuántos marchan en cada vehículo. Creo que todos ustedes comprenden que incluso aunque sean cien mil menos de lo que se estima, tenemos en las manos un grave problema.

—¿Qué te hace pensar que van a pasar por aquí? —preguntó Dante Corelli.

Elszabet inspiró fuertemente. Se sentía aturdida. Las visiones aparecían ahora con frecuencia alarmante. Hacía sólo una hora que los Nueve Soles habían aparecido al completo en su cerebro, esta vez ricamente detallados y en orden secuencial, no sólo la gran forma ciclópea contra el paisaje rocoso sino un completo y elaborado rito que envolvía seres de distintos tipos planetarios, casi como un ballet. Y al mirar las caras de su staff alrededor de la mesa de conferencias, supo que lo mismo les debía de estar pasando a ellos. Dante, Patel, Waldstein, incluso Dan Robinson, que había tenido tantos problemas para experimentar los sueños, todo el mundo era completamente receptivo ahora, todos estaban siendo bombardeados por las vividas imágenes de los extraños mundos.

—Tienen que pasar razonablemente cerca —dijo—. Donde ahora se encuentran, no tienen muchas opciones para dirigirse al norte. No se puede dirigir a miles de coches, camiones y autobuses por un bosque. Empezarán a evitar las montañas, lo que les llevará a acercarse a la costa. Ya es demasiado tarde para que se dirijan tierra adentro y suban por el camino de Ukiah, porque no hay carreteras decentes que una multitud tan grande pueda usar para cruzar las montañas desde donde están ahora. Así que no pueden evitar tomar la dirección de Mendocino, y de la manera en que avanzan, es muy probable que se metan en nuestras tierras. Quizás algunos, o puede que la horda completa. Lo que quiero hacer es levantar una muralla de energía a lo largo de la cara oeste de nuestra propiedad, para que cuando lleguen tengan que encaminarse hacia el océano.

—¿Tenemos equipo para eso? —preguntó Bill Waldstein.

—Acabo de hablar con Lew Arcidiacono. Dice que probablemente sí, o al menos el suficiente para protegernos en la dirección de Mendocino. Lo que tendríamos que hacer es ir moviendo el equipo de un lado a otro a lo largo de todo nuestro perímetro occidental hasta que esa gente del tumbondé haya pasado de largo.

—Para hacer eso necesitaremos a todo el personal —dijo Dan Robinson.

—Más que al personal. Lew dice que necesitaremos docenas de personas, algunas para vigilar, otras para cargar el equipo y hacer funcionar los generadores. Eso va a requerir a todo el mundo.

—¿También a los pacientes? —preguntó Dante Corelli.

Elszabet asintió.

—Puede que tengamos que usar a algunos.

—No me gusta.

—Los más estables. Pongamos por caso a Tomás Menéndez, Philippa, Martin Clare, el padre Christie y tal vez a Aleluya.

—¿Aleluya es estable? —preguntó Waldstein.

—Cuando tiene un buen día sí. Piensa en lo fuerte que es. Podría llevar un generador en cada mano. Podríamos inyectar una dosis de veinte miligramos de tranquilizante a los pacientes.

—Además —dijo Naresh Patel—, si todo el staff tiene que permanecer en primera línea, sería buena idea que los pacientes estuvieran allí para que podamos vigilarlos mientras dure la emergencia.

—Buen argumento —dijo Robinson—. No podemos dejarlos solos mientras levantamos la muralla de energía.

—¿Estás segura de que esos feroces salvajes van a pasar por aquí, Elszabet? —preguntó Waldstein.

—No son necesariamente salvajes ni feroces. Pero hay un montón de ellos, están en el condado y vienen en esta dirección, Bill. ¿Te gustaría confiar en que van a ser tan amables como para rodearnos sin quebrar ni una hoja de hierba? A mí no. Prefiero arriesgarme a malgastar esfuerzos en protegernos que cruzarnos de brazos y descubrir que estamos justo en mitad de su camino.

—De acuerdo —dijo Dante Corelli.

—Creo que no tenemos otra opción —comentó Dan.

—Parece que eres el único que tiene serias dudas, Bill…

—No es eso. Me pregunto si todo esto es realmente necesario. Pero tienes razón en que hay un riesgo real, y que será mejor que tomemos las precauciones que podamos. Sin embargo, me gustaría saber algo más. Mientras estamos atareados repeliendo esa potencial invasión, ¿qué vamos a hacer con ese Tom tuyo?

—¿Tom?

—Ya sabes, tu amigo el psicótico, el de la mirada fiera que nos ha estado llenando la cabeza con sus locuras. ¿Crees que es seguro dejarlo suelto?

—¿Qué quieres decir, Bill?

—Que no podemos funcionar efectivamente si tenemos alucinaciones cada noventa minutos. Ésa ha sido mi experiencia de los últimos dos o tres días, y creo que todo el mundo puede informar sobre lo mismo. Salimos de los Nueve Soles para entrar en el Mundo Verde, y de ahí a los planetas de Estrella Doble. Tenemos un telépata poderoso y peligroso en nuestra cercanía, que está jugando con nuestras mentes. Estamos completamente a su merced. Y si ahora hay realmente una crisis auténtica marchando hacia nosotros…

—Tom no es un psicótico —dijo Robinson—. Y no son alucinaciones.

—Ya sé. Son noticiarios de otros planetas, ¿no? Venga ya, Dan…

—¿Cómo puedes dudarlo, a estas alturas?

—¿Hablas en serio?

—Bill, viste el material que nos envió Leo Kresh, todas esas fotos de la sonda Starprobe. Ahora tenemos pruebas incuestionables de que al menos el Mundo Verde existe. Seguro que tras haber visto el material no intentarás discutir el hecho de que lo que hemos venido llamando el sueño del Mundo Verde es una vista detallada y exacta de uno de los planetas de la estrella Próxima Centauri. Y Tom, lejos de ser psicótico, dispone de algún medio telepático para recoger las imágenes de distantes sistemas solares y relanzarlas a otras mentes en una amplia gama geográfica.

—Eso es una mierda.

—Bill, ¿cómo puedes…? —dijo Elszabet.

Waldstein se volvió fieramente hacia ella, con la cara roja.

—¿Cómo sabemos que esas imágenes vienen de Próxima Centuari? ¿Cómo sabemos que Tom no tiene forma de juguetear con los receptores del Cal Tech de la misma manera en que juguetea con nuestras mentes? Te concedo que sea un telépata con habilidades asombrosas, pero no que capte planetas situados a docenas de años luz de distancia. Todo este asunto es una fantasía suya de arriba abajo, y la está transmitiendo a millones de personas. Yo mismo me siento invadido. Creo que es una amenaza, Elszabet.

—Pues yo no. Creo que sus visiones son genuinas y que la Starprobe lo confirma. Está sintonizado con el cosmos, y está abriéndonos el universo de la manera más sorprendente.

—¡Elszabet!

—No, no me mires así, Bill. No estoy loca. He pasado horas hablando con él. ¿Y tú? Es un hombre santo y agradable, con el poder más fantástico que ningún ser humano haya tenido jamás. Y si lo que me ha dicho es verdad, sus poderes están alcanzando el punto en que será posible que seres humanos viajen instantáneamente a los mundos que hemos estado viendo en nuestras… visiones. Tom dice que vamos a ir a…

—¡Por el amor de Dios, Elszabet!

—Déjame terminar. Dice que el tiempo está al llegar. El Tiempo del Cruce, así es como lo llama, cuando nuestras mentes salten por el espacio hacia otros mundos. Todos abandonaremos la Tierra. La Tierra está acabada. El universo nos llama. ¿Suena a locura, Bill? Por supuesto que sí. Pero… ¿y si es verdad? Ya tenemos la evidencia de las fotos de la Starprobe. No creo que Tom sea un loco, Bill. Es un individuo perturbado en algunos aspectos, sí, ha sido sacudido por esa enorme carga que lleva en su interior, está bastante descentrado, pero… no está loco. Puede que sea capaz de abrirnos todo el universo. Eso es lo que creo, Bill.

Waldstein parecía sorprendido. No dejaba de menear la cabeza.

—Oh, Dios, Elszabet…

—Así que la respuesta a tu pregunta es: no, no creo que tengamos que retener a Tom de ninguna forma mientras pasen los tumbondé. Después de eso, creo que sería una buena idea que dedicásemos toda nuestra atención a estudiar a Tom, ¿de acuerdo? Y a menos que haya serias objeciones, me gustaría regresar al tema de cómo podemos prepararnos para la posibilidad de que cientos de miles de intrusos puedan…

—¿Puedo decir una cosa más, Elszabet?

—Adelante, Bill.

—Con Starprobe o sin ella, aún no estoy convencido de que ese hombre sea un contacto genuino con planetas extraterrestres. Pero si lo es, y si el Cruce de que hablas es posible de alguna forma, entonces creo que no deberíamos encerrarlo. Creo que deberíamos matarlo inmediatamente.

—¡Bill!

—Quiero decir exactamente eso. ¿No veis el peligro? Suponed que realmente puede hacerlo, que envía las mentes de todos los que alguna vez han tenido un sueño espacial a otros planetas…, dejando atrás ¿qué, carcasas vacías? ¿Borrar de un plumazo a toda la raza humana, despoblar el planeta? ¿No os preocupa en lo más mínimo esa idea? Jesús, no puedo creer que esté aquí discutiendo en serio esta locura.

»Un último comentario: Tom está loco y es peligroso para la salud mental de todo el mundo por su habilidad para transmitir alucinaciones, o está cuerdo y es peligroso para la vida porque es capaz de vaciar el mundo. ¿De acuerdo? ¿De acuerdo? Sea como fuere, supone una amenaza.

—Tengo una propuesta —dijo calmosamente Naresh Patel—. Dediquemos ahora todas nuestras energías a defender el Centro contra los intrusos. Después, examinemos a Tom para intentar determinar la naturaleza y el alcance de sus habilidades; y si entonces parece aconsejable tomar medidas protectoras, podemos considerarlas en su momento.

—Lo apoyo —dijo Dan Robinson.

—¿Bill?

Waldstein hizo un gesto de resignación.

—Como queráis. Espero que salga para Marte dentro de media hora. y que os lleve a todos con él.

3

Ferguson no durmió en toda la noche. Permaneció todo el tiempo despierto, con la cabeza repleta de maravillas. Los sueños espaciales venían por parejas, por tríos. No estaba seguro de poder llamarlos sueños, ya que no dormía, pero veía los otros mundos girando bajo sus soles de muchos colores. Veía extrañas e intrincadas criaturas deambulando, hablando en idiomas que ningún oído humano había oído nunca. Veía brillantes ciudades maravillosas de extraño diseño. Y veía, veía, veía…

Un par de veces sollozó en la oscuridad, tan hermosas eran las cosas que veía.

—¿Estás bien? —le preguntó Tomás Menéndez desde el otro extremo de la habitación.

—Las visiones no cesan.

—¿Ves a Chungirá-el-que-vendrá? ¿Y a Maguali-ga?

—Lo veo todo. Es la cosa más sorprendente que me ha pasado en la vida.

—¡Hijos de puta, estoy intentando dormir! —se quejó Nick Doble Arcoiris en la oscuridad.

—Estoy teniendo visiones…

—Al carajo tus visiones.

—Es el gran momento —dijo Tomás Menéndez—. Pronto se abrirá la puerta. Ahora debes llenar tu corazón de amor, Nick, y dejar que los dioses vengan. Como hace Ed. ¿Ves lo feliz que es ahora?

Los Nueve Soles resplandecían en la mente de Ferguson. Una cosa gigantesca de extraño aspecto, con un ojo brillante sobre la cabeza, se volvió hacia él y le tendió una infinidad de manos y le llamó por su nombre. Entonces la imagen desapareció, y vio un paisaje diferente, un sol blanco en el cielo, y otro amarillo, y seres todavía más extraños que parecían desplazarse en automóviles hechos de agua. Y luego…

Esto no va a parar, pensó Ferguson. ¿No querías tener sueños espaciales, chico? Bueno, pues aquí los tienes.

La alegría lo inundó y las lágrimas anegaron otra vez sus ojos. No había llorado tanto en toda su vida. No podía parar, era como una fuente. Pero aquello era bueno. Las lágrimas lavaban su alma. Le hacían bien. Tom había tocado algo en su interior, lo había abierto, y ahora las lágrimas corrían por él, llevándose toda clase de antiguas impurezas. Deberían verme ahora, pensó. Todos los que me conocían en Los Angeles no podrían creerlo. El pobre Ed se ha vuelto loco. Llora todo el tiempo… y le gusta. Pobre Ed. Pobre loco.

Mira, ésa es la estrella azul, la que es tan caliente que funde el suelo. Y la ciudad flotante. Y la gente brillante y fantasmal. ¡Maravilloso! ¡Maravilloso!

Su almohada estaba empapada por las lágrimas.

Dios, se sentía bien. Llora todo lo que quieras, se dijo. Límpiate. Lo que te esté pasando está bien. Deja que pase. Como Tom había dicho: «Por una vez, deja que todo se vaya, deja que todo se abra. Deja que la gracia venga a ti».

No podía seguir tumbado. Se levantó, caminó por la habitación, se apoyó en la puerta, en el lavabo, en cualquier cosa que pudiera sujetarlo. El mundo oscilaba. Él giraba, giraba. Sería tan fácil dejarse llevar flotando al espacio…

—Es maravilloso, ¿verdad? —Tomás Menéndez se había puesto en pie tras él—. Los dioses se manifiestan. Chungirá-el-que-vendrá llegará a la Tierra, o tal vez nosotros iremos a Chungirá, no lo sé bien. Pero todo cambiará.

—Cierra el maldito pico —gruñó Nick Doble Arcoiris.

Ferguson sonreía.

—Ahora veo el sol rojo y el azul, y un puente de luz entre ellos. ¡Cristo, el sol azul abarca medio cielo!

—Es la visión de Chungirá —dijo Menéndez—. Ven, vamos a salir. Deja que Chungirá entre en tu alma bajo las estrellas.

—Una gran muralla de piedra blanca —murmuró Ferguson—. Es lo que vio Lacy. Y Aleluya. Y ahora yo. La cosa dorada con cuernos…

Menéndez lo sostenía por los hombros y lo guiaba por el corredor hacia la salida. A Ferguson no le importaba. Habría ido a donde Menéndez hubiera querido llevarlo. Sólo veía el gigantesco sol rojo, radiante y pulsátil, y el sol azul a su lado, resonando en su mente como un gong, un arco de luz centelleante surcando los cielos, y al ser maravilloso con cuernos, que le llamaba y le tendía los brazos.

Siguió a Menéndez al exterior del edificio. El aire olía diferente: claro, fresco, nuevo. Unas leves gotitas de humedad le salpicaron las mejillas. La estación de las lluvias había empezado durante la noche; una lluvia dulce, agradable, caía suavemente. Tras todos los meses de sequía, Ferguson casi había olvidado cómo era la lluvia. Pero aquí estaba finalmente. Muy bien, pensó. Me quedaré aquí, bajo la lluvia, limpiándome también por fuera. Le pareció que ya era de día, pero no acusaba el no haber dormido. Su mente estaba alerta, activa, completamente despejada. El ser cornado repetía el mismo movimiento: se volvía, levantaba los brazos, se volvía de nuevo. Y así una y otra vez.

Ferguson veía el edificio del personal, las oficinas y los grandes árboles más allá, pero todo eso le parecía insustancial, casi transparente. Lo que tenía auténtica sustancia y densidad era el brillante bloque de piedra y la gran figura sobre él. Alzó la cara y dejó que la lluvia corriera por su frente. No tenía idea de cuánto tiempo permaneció allí. Un minuto, una hora, ¿quién podía decirlo?

Entonces la visión desapareció y el mundo real, sólido, visible, retornó. Ferguson miró alrededor, sintiéndose un poco confuso.

Estaba delante del porche de los dormitorios junto a Tomás Menéndez. Llovía débilmente. El cielo era gris, pero ya empezaba a aclarar. Una figura con un impermeable amarillo vino corriendo. Era Teddy Lansford.

—¿Es ya la hora del tratamiento? —preguntó Ferguson.

—Hoy no habrá barrido —repuso Lansford.

—¿Bromeas?

—Hoy no hay. Para nadie. Órdenes de la doctora Lewis.

—¿Por qué? ¿Qué tiene hoy de especial? —quiso saber Ferguson.

Pero ya Lansford se había marchado. Se dio la vuelta y vio a otras figuras salir del dormitorio: April, Aleluya, Philippa y algún otro, se arremolinaban para asegurarse de que realmente estaba lloviendo.

—¡No hay tratamiento hoy! —anunció—. ¡Es fiesta!

—¿Por qué? —preguntó April.

—Lo dice la doctora Lewis —contestó Ferguson, encogiéndose de hombros.

Esto inició una excitada discusión. Ferguson permaneció al margen, sin apenas escuchar. No le importaba. Lo que le había sucedido no podría ser borrado. Si le borraban las visiones, otras nuevas vendrían. Ahora era completamente diferente. Había cambiado para siempre. Tanto mejor si hoy no había tratamiento, porque quería pensar, analizar lo que le había sucedido ayer, cómo Tom lo había cambiado. Ferguson no quería perder el recuerdo de cómo Tom lo había tomado de las manos y lo había abierto a las visiones. Lo importante no era lo que había pasado sino quién era él ahora, alguien distinto del que había sido el día anterior.

Se apoyó contra la pared del porche. El viento lo salpicó de lluvia, pero no se movió. Le gustaba la lluvia. Era la primera de la estación y no estaba demasiado fría.

Dante Corelli surgió de entre la niebla. Parecía que tampoco había dormido en toda la noche. Llegó corriendo hasta el porche y batió palmas.

—¡Oídme todos! Acercaos al comedor a desayunar, y luego reuníos en el gimnasio. ¡El tratamiento ha sido cancelado hoy!

—¿Qué pasa, Dante? —preguntó Aleluya.

—Un pequeño problema sin importancia. Una especie de marcha se dirige hacia nosotros, miles de personas que vienen de San Diego. Es una especie de culto religioso, según he oído. Se supone que hoy van a atravesar Mendocino, pero algunos pueden desviarse, colarse aquí y causar problemas. Así que vamos a levantar murallas de energía alrededor del Centro para mantenerlos fuera. Eso es todo. Nada de lo que preocuparse, no hay motivo de alarma, pero no va a ser un día como los demás.

—¡Es el Senhor! —murmuró Tomás Menéndez, que estaba junto a Ferguson—. ¡Está aquí!

—¿Cómo dices?

—¡Ha venido aquí porque éste es el Séptimo Lugar!

—¿Quién? —preguntó Ferguson.

Pero Menéndez se dio la vuelta y regresó al dormitorio sin contestarle, muy excitado. Bueno, está bien, pensó Ferguson. Como dice Dante, va a ser un día bastante extraño.

—Recordad —dijo Dante, antes de volver al edificio principal—. Desayuno de inmediato y luego al gimnasio.

Ferguson fue a vestirse. El padre Christie le siguió.

—¿Cómo te sientes esta mañana, hijo?

—No he dormido. Toda la noche he estado viendo cosas fantásticas.

—Pero… ¿estás bien?

—Mejor que nunca, padre. Esas visiones, las cosas que he visto… No sé…, no puedo dejar de llorar de felicidad… ¿Ve? Ya empiezo otra vez.

—No te preocupes —dijo el sacerdote. De pronto, también él se echó a llorar—. Éstos son días grandes, los días de la profecía, cuando Él llegará para juzgar nuestras obras. He estado despierto toda la noche, ¿sabes? Leyendo la Biblia. Hacía mucho que no lo hacía. El Apocalipsis de San Juan, una y otra vez. El Cordero nos alimentará y nos guiará. Dios secará todas las lágrimas de nuestros ojos. Pero primero debemos llorar, para que Él pueda hacerlo, ¿no?

—Nunca he sabido llorar, padre. Pero ahora parece que no puedo dejar de hacerlo.

—Sigue. Llora todo lo que quieras. Éste es el día en el que se abrirá el séptimo sello, y los siete ángeles harán sonar las siete trompetas. Créeme, hijo. No eres católico, ¿no?

—¿Yo? No.

—Eso no importa. Te bendeciré igualmente cuando llegue el momento. ¿Cómo podría uno negarle a alguien la bendición hoy?

—¿Qué va a pasar hoy? —Ferguson se sentía muy tranquilo, relajado.

—El Omega y el Alfa —dijo una voz al otro lado del salón—. El fin y el principio.

Ferguson sintió nuevas visiones recorriendo su mente. Mundos brillantes brotaban y surgían en su interior.

—¿Eres tú, Tom?

—Éste es el día en que empezará —dijo Tom, acercándose—. Es el tiempo del Cruce. Siento el poder, la fuerza en mi interior. ¿Querrías ser el primero, Ed?

—¿Yo? ¿En qué?

—En hacer el Cruce.

—¿Adónde?

—Al Doble Reino, creo. Están deseando recibirte. Puedo sentir su deseo. Los dos soles, el rojo y el azul, arden hoy en mi corazón.

Ferguson advirtió que April y Aleluya se les habían acercado.

—Tenemos que desayunar, y luego hay que ir al gimnasio —dijo, de modo ausente.

Los ojos de Tom estaban fijos en los suyos.

—Acepta el Cruce, Ed. Alguien tiene que ser el primero, y tú eres el elegido. Abre el camino para el resto de nosotros. Una vez se realice el primer Cruce, los siguientes serán más y más fáciles. ¿Querrás hacerlo, Ed? ¿Ahora?

—Quieres que yo… vaya… a otra estrella…

—Dejarás este cuerpo, sí, por uno mejor en un lugar mejor que éste. Lo corruptible se volverá incorruptible. Lo mortal inmortal. Y la muerte será tragada por la victoria.

—Espera un segundo. —Ferguson lo estudió intranquilo. Todos le rodeaban. Ahora no se sentía flotando, sino pesado—. No estoy seguro. Espera un poco. No estoy seguro de lo que significa todo esto.

—Nadie te obligará.

—Déjame pensar. Déjame pensar.

Apareció Tomás Menéndez. Su cara estaba radiante.

—¡Éste es el día en que vendrá Chungirá!

—Sí —dijo Tom—. Y Ed va a ser el primero en hacer el Cruce a las estrellas. Sé que lo hará. Irá al Doble Reino.

—Irá a Chungirá —dijo Menéndez—. Y ésa será la señal. Y entonces Chungirá vendrá a nosotros. Sí. Sí, lo sé. —Menéndez parecía hablar en trance—. El Senhor está muy cerca. Puedo sentirlo. Venga, enviemos a Ferguson a Chungirá. Luego yo iré al Senhor, le daré la bienvenida. Yo iré a Maguali-ga; yo seré quien abra la puerta. —Cogió a Ferguson por la muñeca—. ¿Estás dispuesto, Ed? ¿Aceptarás?

Ferguson meneó lentamente la cabeza, intentando comprender. Dejaría este cuerpo. Realizaría el Cruce. Iría a otro planeta. Los primeros estertores de miedo empezaron a despertar en su interior. ¿Qué intentaban decir? ¿Qué querían hacerle? ¿Moriría? Eso era lo que significaba dejar el cuerpo, ¿no? No comprendía nada. Por un momento, todos los antiguos resquemores regresaron. Estaban intentando engañarlo, ¿verdad? Querían utilizarlo. Querían hacerle daño.

—¿Voy a morir?

—Tu vida no hará más que empezar —dijo Tom.

April, Aleluya, el padre Christie, Menéndez, Tom le rodeaban, le sonreían, le daban ánimos, le decían que le amaban, que le envidiaban, que le seguirían muy pronto. Pero tenía que ser el primero. Era el que estaba preparado.

¿Es cierto?, se preguntó. ¿Estoy preparado? ¿Cómo lo saben?

—Alguien tiene que ser el primero —dijo Tom.

—Déjame pensar. Déjame pensar.

—Dejémosle pensar —dijo el padre Christie—. No hay que atosigarle.

Ferguson contuvo la respiración. Las visiones comenzaban a producirse otra vez: el Mundo Verde, sus prados resplandecientes. El mundo de luz. Todos los mundos centelleaban en su mente. Grandes seres caminaban de un lado a otro. Querían enviarle allí. Querían que fuera el primero. Sintió el frío nudo de la sospecha aflojarse, desaparecer.

No quería morir, pero… ¿moriría si realizaba el Cruce? ¿Moriría?

—No le digáis nada —dijo alguien—. Dejad que salga de él.

Bien, ¿por qué no?, pensó Ferguson. Otra vez se sentía más ligero. La sensación de gravidez volvía. Hazlo, pensó. Por una vez en tu vida, hazlo. Ve. Muéstrales el camino. Hazlo por ellos. Hazlo por ti, quién sabe. Por una vez en tu vida, sólo por una vez. ¿Qué tienes que perder? ¿Qué es eso tan maravilloso que tienes en la Tierra y no quieres perder? Hazlo, Ed. Hazlo. Hazlo.

Parpadeó, meneó la cabeza, sonrió.

—Sí —dijo—. Adelante. Enviadme a donde queráis.

—¿Estás seguro? —le preguntó Tom.

Ferguson asintió. Le sorprendió comprobar lo tranquilo que estaba. El padre Christie, a su lado, murmuraba en latín. ¿Rezaba por él? Probablemente. Muy bien, que rezara. Eso no haría daño. Todo iba a salir bien. Estaba completamente en paz. No recordaba haberse encontrado así antes.

—Unid todos las manos —dijo Tom. Su voz parecía provenir de muy lejos—. Unid vuestras manos, permaneced unidos, concentraos. Ayudadme a hacerle cruzar. No puedo hacerlo solo, pero con vuestra ayuda lo conseguiremos. Y tú, Ed, pon tus manos sobre las mías, como hiciste ayer en el bosque. Pon tus manos sobre las mías.

4

Elszabet salió de su oficina, recorrió el pasillo hasta la puerta y salió al exterior, a la tormenta. Iban a dar las ocho de la mañana, y hasta el momento todo parecía bajo control. Se detuvo en el porche para verificar el sistema de comunicaciones que llevaba.

—Lew. Lew, ¿puedes oírme?

Transmisor, receptor y micrófono, las tres unidades juntas eran más pequeñas que su uña, y las llevaba colocadas detrás de la oreja derecha. El diminuto micro iba montado sobre su mejilla. Era equipo militar; si hoy iba a haber una guerra, ella tendría que ser el general.

—Te oigo perfectamente, Elszabet —dijo Arcidiacono. Sonaba como si estuviera junto a ella.

La lluvia empezaba a hacerse más fuerte. El viento del norte la arrastraba y la esparcía violentamente contra los edificios, de donde chorreaba en cascadas. Elszabet supuso que eso era un golpe de buena suerte por su parte. Los tumbondé no deambularían por un terreno que no era suyo si llovía, ¿no? Se quedarían en los autobuses y continuarían avanzando hasta el Polo Norte o dondequiera que su profeta los guiase.

Al menos, eso esperaba. Por lo mismo, seguía pareciéndole una buena idea alzar las murallas de energía y mantenerlas hasta que la marcha hubiera pasado de largo, sólo por si algunos cientos de miles de extranjeros veían el Centro al borde del bosque, les parecía cálido y confortable, y decidían acercarse para secarse un rato.

—¿Qué tal las cosas por ahí? —le preguntó a Arcidiacono.

—Todo tranquilo. Todavía estamos trasladando los generadores. ¿Hay alguna noticia de la policía del condado sobre los tumbondé?

—Acabo de hablar con ellos. Dicen que todavía no han levantado el campamento.

—¿Saben dónde están?

—Parece que por todas partes —dijo Elszabet—. Hay una buena cantidad de ellos a las afueras de Mendo, pero están desperdigados por todas partes, a ambos lados de la autopista Uno. El grupo más cercano debe de estar a unos dos kilómetros y medio al suroeste.

—Jesús, eso es bastante cerca.

—¿Estás listo para manejar la situación?

—Cuando quieras. No estoy preocupado.

—Muy bien. Si tú no estás preocupado, yo tampoco. Todo va a salir bien, Lew. ¿Seguro que tienes suficiente gente?

—Por ahora sí. Tal vez un poco más tarde, cuando se hayan puesto en movimiento, necesitaré más para ir cambiando el equipo de un sitio a otro.

—Todos estaremos allí para entonces. Te llamaré cada quince minutos para verificar.

—De acuerdo.

Elszabet golpeó ligeramente el receptor, pasando a la frecuencia B: Dante Corelli, que estaba en el gimnasio, a cincuenta metros de distancia.

—Aquí Elszabet. Es sólo una prueba. ¿Todo en orden?

—Sí. Los pacientes empiezan a llegar del desayuno.

—¿Saben lo que pasa?

—Más o menos. Les he contado el asunto en líneas generales. Nadie está particularmente alarmado. Bill Waldstein les va dando una ración de tranquilizante a medida que aparecen. Les decimos que es simplemente para relajarlos, que no tienen que preocuparse. Todos están muy calmados por aquí.

—No me extraña.

—Me pregunto si, con esto de la lluvia, es necesario que los saquemos fuera. Podríamos mantenerlos aquí, darles tranquilizantes y dejar a un par de miembros del personal supervisándolos.

—Vamos a esperar. Quizá todo esto no sea más que una falsa alarma.

—¿Lo crees así?

—Eso sería lo mejor, ¿no?

—Escucha, todavía me faltan unos cuantos. Tal vez deberías llamar al comedor y hacer que se apresuren, ¿de acuerdo?

—¿Quiénes no han llegado todavía?

—April, Ed Ferguson, el padre Christie… No, ahí viene el padre Christie. Entonces solamente April y Ed. Todos los demás están ya aquí.

—¿También Tom?

—No. No, no sé dónde está.

—Es conveniente que lo sepamos. Si aparece, llámame.

—Eso haré.

—Iré a ver a los que faltan. Te hablaré desde la puerta del comedor. Si están ahí dentro, los tendrás en cinco minutos o menos.

Elszabet se dirigió al edificio y echó un vistazo. No había nadie a la vista, excepto uno de los muchachos de la ciudad, que se encargaba de lavar los platos y fregar el suelo.

—Estoy buscando a un par de pacientes —le dijo—. April Cranshaw, una mujer gorda de unos treinta años. Y el señor Ferguson, ¿sabes quién es?

El chico asintió.

—Claro. Los conozco a los dos, doctora Lewis. Creo que ninguno ha venido hoy a desayunar.

—¿No?

—Es difícil dejar de ver a April.

Elszabet sonrió.

—Me gustaría encontrarlos. Si aparecen mientras todavía estás aquí, ¿querrías llamar al gimnasio y decírselo a Dante Corelli? Luego, envíalos.

—Délo por hecho, doctora Lewis.

—Y ¿has visto a Tom? Ya sabes, el nuevo, el de los ojos peculiares.

—Tom, sí. Tampoco ha estado aquí.

—Qué extraño. Tom no suele perderse una comida. Bien, pues lo mismo. Si lo ves, llama a Dante.

—Muy bien, doctora Lewis.

Elszabet salió al exterior. Se sentía curiosamente tranquila, como si se encontrara en el ojo de un huracán. Lo primero que tenía que hacer era acercarse al dormitorio a ver si April o Ferguson estaban todavía en la cama. Con una mañana como ésta, podrían haber decidido no levantarse, especialmente si no habían sido llamados para acudir al tratamiento.

La lluvia le golpeó en la cara. Se hacía más y más molesta, casi igual que una tormenta de invierno. El terreno engullía completamente el agua, pues estaba reseco tras tantos meses de verano; pero si continuaba lloviendo de esa manera, por la noche estaría todo lleno de barro. En los meses veraniegos se tiende a olvidar lo molestas que pueden ser las lluvias, pensó Elszabet.

Lo primero, encontrar a April y a Ferguson, sí. Luego, buscar a Tom. Y entonces tendría que acercarse a la puerta delantera a ver cómo se las apañaba Lew Arcidiacono con la instalación de la muralla de energía. Después de eso, no quedaría más que esperar y hacer todo lo posible para que la marcha rodeara el Centro en lugar de atravesarlo. Los tumbondé eran un problema que no necesitaba, una estúpida distracción. Sabía que Tom era el gran suceso con el que ahora debería estar tratando. Tom y sus visiones, sus poderes casi mágicos, Tom y sus mundos galácticos, los mundos que ahora, gracias a las cámaras de la Starprobe, comprendía reales, auténticos mundos habitados que enviaban imágenes de si mismos a través de la extraña mente de este hombre de la Tierra.

Como si algo hubiera saltado en los recovecos de su mente, una luz extraña empezó a brillar detrás de sus ojos.

No, pensó furiosa. Ahora no. Por el amor de Dios, ahora no

Todo lo que veía tenía dos sombras: una delineada en amarillo, la otra en un rojo anaranjado. En el cielo, una pálida nebulosa rosácea se extendía como un gran pulpo sobre el horizonte. Y unas criaturas se movían de un lado a otro, esféricas, de piel azul, con racimos de tentáculos en sus cabezas. Reconoció el paisaje, las estrellas, los seres esféricos.

La Estrella Doble Tres entraba en su mente. Justo ahora, en medio de la lluvia, mientras caminaba del comedor a los dormitorios, estaba siendo succionada hacia otro mundo.

No, pensó. No. No. No.

Se detuvo tras un par de pasos, se acercó tambaleándose a un gran rododendro en mitad del césped, agarró una de sus ramas y la sostuvo fuertemente, atontada, desmayada, repeliendo la visión. Esto es un rododendro, se dijo. Es una mañana lluviosa de octubre, del año 2103. Esto es el condado de Mendocino, California, planeta Tierra. Soy Elszabet Lewis, y soy un ser humano nativo del planeta Tierra y necesito tener todas mis facultades conmigo.

—¿Está usted bien, señora? ¿Necesita ayuda? —dijo una áspera voz tras de ella.

Se dio la vuelta, sorprendida, desorientada. Estrella Doble Tres estalló en pedazos y desapareció, y se encontró cara a cara con tres extraños de aspecto duro y desagradable. Uno de espesa barba negra y ojos profundos casi enterrados en ojeras; otro de cara delgada y picada de viruelas, y otro pequeño y feo, con una salvaje mata de pelo rojo, que parecía todavía más peligroso que los otros dos.

Elszabet los encaró y, tan impasiblemente como pudo, se llevó la mano a los cabellos y conectó el transmisor. Éste todavía debería estar sintonizado en la frecuencia B. Dante Corelli recibiría la señal en el gimnasio.

—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué están haciendo aquí?

—No tiene por qué asustarse, señora —dijo el de la cara picada de viruelas—. No queremos hacerle daño. Pensábamos que estaba enferma o algo así, por la manera en que se agarraba a ese seto.

—He preguntado quiénes son ustedes —dijo ella, un poco más crispada. Le molestaba que aquel hombre pensara que estaba asustada, aunque fuera cierto—. Y qué están haciendo aquí.

—Bueno, nosotros…, nosotros… —empezó a decir él.

—Cierra el pico, Buffalo —cortó el de la barba negra. Entonces se dirigió a Elszabet—. Solamente íbamos de paso. Intentábamos encontrar a un amigo que parece haberse extraviado aquí.

—¿Un amigo?

—Un hombre llamado Tom, tal vez sepa usted quién es. Alto, delgado, un poco raro de aspecto…

—Sé a quién se refiere, sí. ¿Sabe que está en una propiedad privada, señor…, señor…?

—Soy Charley.

—Charley, bien. Van ustedes con la marcha tumbondé, ¿no?

—¿Quiere usted decir con la muchedumbre de San Diego? ¿Con todos esos locos? No, nosotros no, qué va. Sólo vamos de paso. Pensábamos que tal vez podríamos encontrar a nuestro amigo Tom y llevárnoslo con nosotros antes de que esos locos lleguen. ¿Sabe usted cuántos debe de haber ahí afuera, junto a la carretera?

Elszabet pudo ver que Dante salía del gimnasio, y que dos o tres más venían con ella. Se acercaban por detrás, con mucho cuidado, escuchando la conversación de Elszabet con los tres extraños.

—Su amigo Tom no está aquí ahora —dijo Elszabet—. Y en cualquier caso, no creo que planee irse a ninguna parte. Les sugiero que se marchen inmediatamente, por su propio bien. Como dicen, hay una muchedumbre justo ahí al lado, y si entran aquí, no podré hacerme responsable de su seguridad. Además, sucede que están ustedes traspasando una propiedad privada.

—Déjenos solamente que hablemos con Tom un minuto, entonces…

—No.

Dante le hacía señas como dando a entender que le hiciera una señal para ponerlos fuera de combate. Dante era terrible con la pistola tranquilizante desde casi cualquier distancia. Pero Elszabet no estaba segura. Ciertamente, los tres iban armados: cuchillos, punzones, tal vez pistolas. Lo que el hombre de la barba llevaba en la muñeca parecía un brazatete láser. Si Dante abría fuego, uno de ellos podría tener tiempo de replicar, y lo que dispararía no iban a ser balas anestésicas.

—Charley, mira detrás —dijo el pelirrojo.

—¿Qué es lo que hay, Stidge?

—Un par de tipos. Nos vigilan.

Charley asintió. Con mucho cuidado, se dio la vuelta y miró.

—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó Stidge—. ¿Agarro a ésta y la obligamos a que nos ayude a encontrar a Tom?

—No. Nada de eso, Stidge. —Charley se volvió hacia Elszabet—. No queremos causar problemas. Nos marcharemos. Si ve a nuestro amigo Tom, déle recuerdos, ¿vale? —Hizo gestos a los otros, y empezaron a deslizarse hacia los bosques, primero el del rostro picado de viruelas, luego Stidge. Charley se quedó allí hasta que los otros dos se perdieron de vista—. Espero no haberla molestado, señora. Sólo íbamos de paso. ¿De acuerdo? Dígale a Tom que Charley y los muchachos estuvieron buscándole, ¿vale?

Entonces se marchó él también. Elszabet se dio cuenta de que temblaba y estaba empapada en sudor. Una reacción tardía la envolvió. Sus dientes castañetearon. Algunos fragmentos de visiones espaciales danzaban en su mente, como pálidas llamas transparentes en los bordes de una hoguera.

Dante se acercó corriendo. Teddy Lansford venía detrás.

—¿Todo bien?

Elszabet se sacudió la lluvia que le corría por la frente y contuvo un escalofrío.

—Me pondré bien. Estoy un poco impresionada, supongo.

—¿Quiénes eran?

—Creo que los saqueadores con los que viajaba Tom. Iban buscándole. Quieren salir de aquí antes de que lleguen los tumbondé, y pretenden llevarse a Tom con ellos.

—Sucios bastardos —dijo Dante—. Por si no tuviéramos bastantes problemas, encima saqueadores.

—¿No deberíamos llamar a la policía? —sugirió Lansford.

Dante se echó a reír.

—¿Policía? ¿Qué policía? Todos los policías del condado estarán hoy en Mendo intentando controlar a los tumbondé. No, tendremos que vigilar a esos tres nosotros mismos. En nuestro tiempo libre. —Se volvió a Elszabet—. Todavía te encuentras bastante asustada, ¿no?

—Estaba intentando repeler una visión espacial. Y nada más darme la vuelta, allí estaban esos tres tipos. Sí, todavía estoy temblando.

—Quizá esto te ayude —dijo Dante.

Dio un paso adelante y colocó sus manos en la espalda y los hombros de Elszabet, y comenzó a reorganizar huesos, músculos y ligamentos como si fueran los papeles desordenados de una mesa. Elszabet emitió al principio un quejidito de sorpresa y de dolor, pero entonces sintió que la tensión empezaba a abandonarla y dejó que Dante continuara. Gradualmente, la tranquilidad retornó.

—Ya está —dijo Dante finalmente—. ¿Te sientes un poco mejor?

—Oh, cielos, ya lo creo.

—Relajar la espalda relaja la mente. Oye, ¿llegaste a descubrir dónde estaban April y Ferguson?

Elszabet se llevó la mano a los labios.

—Dios, lo olvidé por completo. Iba camino del dormitorio cuando empezó a golpearme la visión, y entonces…

La voz de Lew Arcidiacono surgió de repente por el receptor en su oreja derecha.

—¿Elszabet? Creo que acaba de comenzar. Nos dicen que hay un montón de gente del tumbondé no muy lejos de la carretera, y que probablemente van a marchar en nuestra dirección muy pronto.

Elszabet cambió a la frecuencia A.

—Magnífico. ¿Cómo te va con las murallas de energía?

—Tenemos levantada una sólida línea de defensa a lo largo de la línea probable de aproximación. Pero si la marcha se deshace puede que empiecen a entrar por alguno de los lados sin protección. Puedo usar todo el personal extra que me mandes.

—De acuerdo. Haré que Dante vaya para allá con todos los que pueda. Sigue en contacto, Lew.

—¿Qué pasa? —preguntó Dante.

—Se están acercando. Hay una multitud tumbondé a poca distancia de la carretera.

—Ya empezamos, ¿no?

—Podremos manejarlos. Pero Lew pide ayuda en la línea frontal. Lleva allí a todo el mundo del gimnasio, y pronto, ¿de acuerdo? Me acercaré a los dormitorios a por Ferguson y April y me reuniré con vosotros dentro de cinco minutos.

—Voy para allá.

Elszabet le ofreció una frágil sonrisa.

—Gracias por el masaje.

El edificio de los dormitorios estaba a unos veinte pasos de distancia. Corrió hacia él, resbalando y deslizándose por el camino empantanado. La tormenta se hacía peor a cada momento. Medio tropezando, Elszabet llegó hasta el porche y entró a trompicones en el edificio, dejando en el suelo grandes huellas de barro.

—¿Hola? ¿Hay alguien aquí?

Todo estaba tranquilo. Caminó por el corredor, mirando en una y otra habitación, los pequeños cubículos donde sus infelices pacientes pasaban sus infelices días. No había signo de nadie. Al fondo del pasillo se detuvo ante la número siete, la habitación de Ed Ferguson. Mientras colocaba la mano en el marco de la puerta, oyó unos sonidos extraños, densos, pesados, lentos, en el interior.

April estaba sentada de piernas cruzadas en medio del suelo, cantándose sola, meciéndose hacia delante y hacia detrás, lloriqueando un poco. Tras ella, medio oculto por el corpachón de la mujer, Ed Ferguson estaba sentado inmóvil en el suelo, apoyado contra una de las camas, la cabeza echada hacia atrás y los brazos colgando laxos. Parecía drogado.

Elszabet se acercó primero a April y la tomó por los hombros, intentando detener el balanceo.

—¿April? April, soy yo, Elszabet. No temas. ¿Qué pasa, April?

—Nada. No pasa nada. Estoy bien, Elszabet. —La vocecita temblaba por la emoción. Gruesas lágrimas resbalaban por su cara. No levantó la mirada. Balanceándose más fuerte, continuó cantando—. Que llueva, que llueva…

La canción se convirtió en una especie de nana, y después en un murmullo ininteligible. Pero April, al menos, parecía en calma, como perdida en un mundo privado.

Elszabet se levantó y se acercó a Ferguson. Éste no se movía. El gesto de su rostro era extraño, una expresión benigna que alteraba por completo su amarga apariencia; si no se hubiera fijado, le habría costado reconocer en este hombre al torvo Ed Ferguson. Estaba transfigurado. Tenía los ojos abiertos, y brillaban con una especie de felicidad inefable; su cara estaba relajada, y su boca, abierta en una ancha sonrisa de la más profunda felicidad.

La expresión de beatitud era tan extraordinaria que Elszabet, al principio, no se dio cuenta de que no parpadeaba, ni respiraba.

—¿Ed? —Elszabet se arrodilló junto a él, alarmada, y lo sacudió—. ¿Ed? ¿Puedes oírme?

Le colocó la mano en el pecho y buscó los latidos del corazón. Intentó oír la respiración, captar el pulso. Nada. Nada en absoluto.

Se volvió hacia April, que se balanceaba más y más fuerte. Cantaba otra canción infantil, una que parecía casi familiar, pero su voz era tan indistinta que Elszabet no pudo encontrar sentido a las palabras.

—April, ¿qué le ha pasado a Ed Ferguson?

—A Ed Ferguson —repitió April muy cuidadosamente, como si al examinar los sonidos descubriera algún posible significado en ellos.

—A Ed, sí. Quiero saber qué le ha pasado.

—A Ed. A Ed. Oh, Ed —lloriqueó April—. Ha hecho el Cruce. Tom le ayudó a hacerlo. Unimos las manos y Tom le envió al Doble Reino.

—¿Que hizo qué?

—Fue muy fácil, muy suave. Ed se dejó ir. Dejó el cuerpo, eso es lo que hizo. Y se marchó al Doble Reino.

Santo Dios, pensó Elszabet.

—¿Quién estaba con vosotros?

—Oh, todo el mundo.

—¿Quién?

—Bien, estaba Tom, y el padre Christie, y Tomás, y… —La voz de April fue desapareciendo hasta convertirse en un murmullo una vez más, y la mujer volvió a mecerse de nuevo. De pronto, se detuvo y habló con voz completamente lúcida—. Estoy asustada, Elszabet. Tom dijo que todos íbamos a irnos pronto. A las estrellas. ¿Es cierto, Elszabet? Dijo que es el Tiempo. Ahora tiene todo el poder, y nos va a enviar a todos, uno a uno, como envió a Ed. Supongo que yo iré pronto, ¿no? Aunque no sé adonde iré. No sé cómo seré allí. No podrá ser peor que aquí, ¿verdad? Pero incluso así, tengo miedo. Estoy tan asustada, Elszabet… —Empezó a lloriquear otra vez, y luego volvió a canturrear.

Elszabet sacudió de nuevo a Ferguson. Por toda respuesta, la cabeza del hombre se inclinó.

¿Muerto? ¿De verdad? La idea la asustaba. Sintió que las mejillas le ardían de culpa. ¿Ferguson muerto? ¿Uno de mis pacientes muerto? La cabeza ladeada, los ojos ciegos. Elszabet tembló. Toda la charla de Cruces, de brillantes mundos alienígenas, le parecía ahora absurda contra la cruda realidad. Una y otra vez, el pensamiento la atosigaba: Uno de mis pacientes ha muerto. Ninguno había muerto en el Centro antes. De repente, con todo el caos que se desarrollaba en el exterior, la marcha y los saqueadores, y Tom realizando Dios sabía qué extraña brujería, sólo hubo un pensamiento en su cabeza: que alguien había sido puesto a su cuidado y había muerto. Todo el trabajo que había hecho con Ferguson a lo largo de este año, los tests, los gráficos, las consultas, el programa de barrido cuidadosamente monitorizado…, y aquí lo tenía. Muerto.

A lo mejor no lo estaba. Tal vez se encontraba en alguna especie de trance profundo. No era médico. Nunca había visto a un cadáver tan de cerca. Sabía que había estados de conciencia que se parecían a la muerte pero que eran meramente animación suspendida. Tal vez Ferguson estaba en uno de esos estados.

—¿Qué fue lo que le hizo Tom exactamente, April? ¿Puedes decírmelo? Cuando hizo el Cruce, ¿cómo fue?

Pero April estaba muy lejos. Elszabet se sentó junto a Ferguson, sintiéndose aturdida. La lluvia tamborileaba fuertemente sobre el techo. En alguna parte, cerca de la carretera principal, un enjambre de fanáticos religiosos se aproximaba a las instalaciones del Centro, y en el bosque del otro lado tres saqueadores de aspecto siniestro buscaban a Tom, y Tom se había ido sólo Dios sabía adónde, y aquí Ferguson estaba muerto o tal vez en trance, y April…

Oyó pisadas. Dios mío, ¿ahora qué?, pensó. Alguien en el exterior la llamaba por su nombre.

—¿Elszabet? ¡Elszabet! —Parecía Bill Waldstein.

—Estoy en la habitación siete.

Waldstein llegó corriendo a toda velocidad, casi tropezó con April y se detuvo bruscamente.

—Dante estaba preocupada por ti y me dijo que viniera a ver cómo te encontrabas —dijo. Entonces reparó en Ferguson—. ¿Qué demonios…?

—Creo que está muerto, Bill, pero tú lo sabrás mejor. Por favor, échale un vistazo.

—¿Muerto?

—Eso creo. Pero compruébalo. Tú eres médico, yo no.

Waldstein se inclinó sobre Ferguson, verificando acá y allá.

—Como un saco vacío. No hay nadie ahí.

—¿Quieres decir que está muerto?

—A veces es difícil estar completamente seguro sólo con mirar, pero me parece que sí. Cristo, mira la sonrisa que tiene…

—April dice que Tom le enseñó a realizar el Cruce.

—¿El Cruce?

—Dice que se ha marchado a alguna otra estrella. Unieron las manos y le enviaron.

Waldstein miró a April, que se balanceaba, canturreaba, lloriqueaba. Meneó lentamente la cabeza.

—¿Me estás diciendo que Ferguson se fue a otra estrella? ¿A otra estrella? ¡Por Dios, Elszabet!

—No sé dónde está. Te digo lo que April me dijo a mí. Está muerto, ¿no? ¿De qué? Si no hizo el Cruce, ¿de qué murió, un hombre de salud aparentemente perfecta? Ella dice que todos unieron las manos: Tom, el padre Christie, Tomás…

—¿Y tú lo crees?

—Creo que hicieron lo que April dice, sí. Que unieron las manos y ejecutaron alguna especie de rito. Y medio creo que Tom realmente lo envió a uno de los mundos estelares…, más que medio creo, tal vez. Mira su cara, Bill. Mírala. ¿Has visto alguna vez una expresión más feliz? Es la expresión de alguien que va derecho al cielo. Pero Ferguson no creía en el cielo.

—¿Y ahora está en otra estrella?

—Tal vez. ¿Cómo puedo saberlo?

Waldstein la miró.

—Deberíamos encontrar a Tom y matarlo inmediatamente.

—¿Qué dices, Bill?

—Escucha, no hay otra opción. ¿Vas a dejar que recorra todo el Centro asesinando a la gente?

Elszabet gesticuló indefensa. No sabía qué responder. ¿Asesinar? Esa no era la palabra adecuada. Tom no asesinaría a nadie. Pero sin embargo…, sin embargo…, si Tom había tocado a Ferguson como decía April, y Ferguson había muerto…

—Si ese Tom es verdaderamente capaz de sacar a la gente de sus cuerpos y enviarlos quién sabe dónde y no dejar más que un cascarón vacío, entonces es el hombre más peligroso del mundo. Es de una película de terror. Puede ir vagando de un lado a otro, haciendo que la gente vaya cruzando, o como quieras llamarlo, hasta que no quede nadie vivo. Se limita a chasquear los dedos y envía a la gente a las malditas estrellas… ¿Crees que eso es bueno? ¿Te parece que podemos permitirlo?

Ella le miraba, pero aún no había encontrado palabras. Él continuó.

—Eso si crees algo de esta basura. Y si no, bien, aún tenemos el problema de averiguar cómo se las arregló para matar a Ferguson y…

Entonces el receptor colocado en la oreja de Elszabet restalló. Oyó la voz de Lew, desgarrada, casi histérica.

—¿Puedes repetir eso? —dijo. Waldstein empezó a hablar. Ella le indicó con la mano que se callara—. Tú no, Bill. No he oído lo que has dicho, Lew —se dirigió al micrófono—. Repítelo, por favor. Despacio.

—¡He dicho que Tomás Menéndez acaba de desconectar las murallas de energía y los tumbondé están rebasando nuestras líneas!

—Oh, Lew, no. ¡No!

—Lo teníamos todo controlado. Había una turba colosal fuera, pero no podían entrar. Menéndez trasladaba los generadores, trabajaba igual que todo el mundo. Entonces parece que reconoció a alguien en la multitud, y gritó que él era el abridor de la puerta o algo parecido. Y la abrió. Desconectó la pared. Hay miles de ellos entrando en el Centro ahora, Elszabet. Millones. No sé. Están por todas partes. Dentro de dos minutos los tendrás encima.

—Oh, Dios mío —dijo ella. Una extraña tranquilidad empezó a invadirla. Casi tuvo ganas de reír.

—¿Qué te está diciendo? —preguntó Waldstein.

Elszabet cerró los ojos y meneó la cabeza.

—La muralla ha sido desconectada, y los tumbondé están entrando. Oh, Dios mío, Bill, esto es el fin. El fin.

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