Tercera parte

Con un pensamiento que tomé por sensiblero

y un cantarilla de almejas,

con una cosa así —¡Dios os bendiga!—

caí en semejante extravagancia.

No dormía desde la Conquista,

y no desperté

hasta que el picaro dios del amor

me encontró donde dormía y me dejó en cueros.

Y ahora canto: «¿Hay comida, alimento,

alimento, bebida o ropa?

Vamos, dama o doncella,

no tengas miedo.

El Pobre Tom no estropeará nada».

La Canción de Tom O’Bedlam

1

La furgoneta todoterreno roja y amarilla se dirigía flotando hacia el oeste. No habían querido quedarse en el valle de San Joaquín después del saqueo y las muertes en la granja, así que se encaminaban hacia el oeste, sobre un colchón de aire que los elevaba por encima de la polvorienta carretera. Tom se sentía como un rey viajando de esta manera, como Salomón en plena majestad.

Le dejaban ir sentado junto al conductor. Charley conducía parte del tiempo, y Buffalo, y algunas veces el hombre llamado Nicholas, que tenía cara de niño y el pelo completamente blanco y casi nunca decía nada. Ocasionalmente conducía Mujer, o Stidge. Tamal no lo hacía nunca, ni tampoco Tom. Sin embargo, el que más conducía era Rupe, gordezuelo, ancho de hombros y con la cara colorada. Se sentaba allí, hora tras hora, sosteniendo el volante. Cuando Rupe conducía, la furgoneta no parecía desviarse ni un milímetro del camino.

Pero a Rupe no le gustaba que Tom cantara mientras conducía. A Charley sí. Charley siempre le pedía más canciones cuando le tocaba el turno. «Saca el piano de bolsillo, Tom», decía Charley, y Tom rebuscaba en su mochila. Había conseguido el piano en San Diego, hacía tres años, de uno de los refugiados africanos que había allí. Era poco más que una plancha de madera con un agujero y varias lengüetas de metal, pero Tom, golpeando las lengüetas con los pulgares, había aprendido a hacerlo sonar tan bien como una guitarra.

Se sabía la letra de un montón de canciones. No conocía la música de todas ellas, pero ahora tenía bastante práctica y podía crear melodías que iban bien con la letra. Su voz era de tenor, alta y clara. A todo el mundo le gustaba oírle, excepto a Rupe. Pero estaba bien no molestar a Rupe mientras conducía.

Oh, amada mía, ¿dónde estás?

Oh, quédate y escucha. Tu amor viene a cantarte.

No vayas más lejos, dulce criatura.

El viaje se acaba cuando los amantes se reúnen.

Eso lo sabe todo el mundo.

—¿De dónde sacas esas canciones? —preguntó Mujer—. Nunca había oído nada semejante.

—Encontré un libro una vez —contestó Tom—. Aprendí de él un montón de poemas, y yo mismo compuse la música.

—Entonces no me extraña que no las haya oído antes.

—Canta la de la playa —pidió Charley. Estaba sentado a la derecha de Tom. Mujer conducía, y Tom estaba entre ellos en el asiento delantero—. Ésa me gustó. La triste. La de la playa a la luz de la luna.

Se acercaban a San Francisco. Quizá llegarían en cuatro o cinco horas, había dicho Charley. Había un montón de pequeñas ciudades por allí, la mayoría todavía habitadas, aunque casi la tercera parte habían sido abandonadas hacía mucho tiempo. La tierra aún era seca y caliente, aplastada por la dura mano del estío. La última vez que habían bajado de la furgoneta para buscar comida, Tom había esperado sentir las primeras brisas frescas soplando del este, y ver briznas de niebla acercándose: el aire de San Francisco, limpio y frío.

—No —le había dicho Charley—. No sientes el aire de San Francisco hasta que estás allí, y entonces cambia de improviso; te puedes estar asando y atraviesas los túneles de las colinas y hace frío, es como un tipo de aire diferente.

Tom estaba dispuesto. Empezaba a cansarse del calor del valle. Sin saber por qué, sus visiones llegaban más nítidas cuando el aire era frío.

Tocó una melodía en el piano de bolsillo y cantó:

Esta noche el mar está en calma. Y llena la marea.

La luna brilla sobre los estrechos;

en la costa francesa la luz fluctúa;

los acantilados de Inglaterra,

enormes y relucientes,

brillan sobre la bahía.

Ven a la ventana. ¡Es tan dulce la noche!

—Maravilloso —dijo Charley.

—Tampoco me gusta esa maldita canción —se quejó Mujer.

—Entonces no escuches y cierra el pico.

Solamente desde la línea

donde el mar se encuentra con la tierra

(¡escucha!) se oye el roce de las piedras

que arrastran las olas.

—No tiene ningún sentido —dijo Mujer—. Ninguno.

—¿Y la parte final? —rebatió Charlie—. Ahí es donde es realmente hermosa. Si tuvieras sensibilidad… Sáltate hasta el final, Tom. ¡Eh! ¿Cuál es esa ciudad? ¿Modesto? ¡Nos acercamos a Modesto! Sáltate hasta el final, ¿quieres, Tom?

No había problemas. Tom podía cantar las canciones en cualquier orden.

Ay, amor, ¡confiemos el uno en el otro!

Pues el mundo ante nosotros,

que parece una tierra de sueños,

tan variados, tan hermosos, tan nuevos,

no tiene realmente alegría, ni amor, ni luz,

ni certeza, ni paz, ni ayuda en el dolor.

—¡Maravilloso! —dijo Charley—. Escucha eso. Es poesía auténtica. Lo dice todo. Desvíate, Mujer. Creo que no queremos entrar en Modesto.

Y aquí estamos, en esta oscura llanura

barrida por confusas alarmas de pugnas y contiendas,

donde ejércitos ignorantes se enfrentan en la noche.

—Canta el resto —pidió Charley.

Pero Tom guardó silencio.

—Es aquí donde termina. Donde ejércitos ignorantes se enfrentan en la noche.

Tom cerró los ojos. Veía la Eternidad acercándose, un anillo de luz resplandeciente que se estiraba de un extremo al otro del universo. Se preguntó si venía una visión…, pero no, se esfumó tan rápidamente como había aparecido. Lástima, pensó. Sin embargo, sabía que regresaría antes de que pasara mucho tiempo; todavía la sentía revolviéndose al filo de su conciencia, dispuesta a saltar de nuevo. Algún día, se dijo, una visión llegará y me arrebatará hasta los cielos, como a Elías cuando fue tomado por el remolino, como a Enoc, que caminó con Dios y Él lo tomó.

—Mirad —dijo Charley—. Ahí empieza la carretera a San Francisco.

La furgoneta se dirigió hacia el norte, flotando, flotando, flotando hacia el mar sobre un colchón de aire. Mi carroza, pensó Tom. Soy conducido en esplendor hacia la ciudad blanca de la bahía. Una carroza de aire, no como la que vino en busca de Elías, que era de fuego con caballos de fuego y se lo llevó en un remolino al cielo.

—Hay un tipo de carroza en el Quinto Mundo Zygeron que está hecha de agua —dijo Tom—. Quiero decir del agua de ese mundo, que no es exactamente como la que tenemos aquí. Los del Quinto Zygeron viajan como dioses en esas carrozas.

—Escuchadle —dijo Stidge desde la parte trasera de la furgoneta—. El puñetero loco. ¿Para qué lo quieres, Charley?

—Cierra la boca, Stidge —ordenó Charley.

Tom miró al cielo y el cielo se convirtió en el cielo blanco del Quinto Mundo Zygeron, un escudo resplandeciente casi como el de la Gente Ojo, aunque no tan total, no tan sólidamente brillante. Los dos grandes soles, amarillo y azul, se alzaban en la bóveda de los cielos, y había una especie de arco rojo entre ellos y en derredor. Y los habitantes del Quinto Zygeron se dirigían flotando de sus palacios a sus templos, porque era la fiesta conocida como el día del Desconocimiento, cuando todo el dolor del año anterior era arrojado al mar.

—¿Podéis verlos? —susurró Tom—. Las carrozas son como lágrimas, tan grandes que pueden albergar a una familia completa, los padres de sangre y los padres de agua. Y la gente del Quinto Zygeron flota por el cielo como príncipes y señores…

Su mente se unificó con los mundos. Lo vio todo, y pudo comprender las palabras escritas en los libros, aunque los libros no eran libros ni las palabras palabras. Siempre le había ocurrido así, pero las visiones se hacían más y más nítidas cada año, los detalles más ricos, mas profundos.

—Sigue conduciendo, Mujer —dijo Charley—. No te detengas por ninguna causa. Y no digas ni una palabra.

—Los del Quinto Zygeron son los más grandes, los señores. ¿Podéis verlos ahora, bajando de sus carrozas? Tienen cabezas como soles, y docena y media de brazos como látigos que les salen de la cintura. Ésos son. Llegaron a esta estrella hace mil cien millones de años, en tiempos de la Supremacía Veltish, cuando su antiguo sol empezó a morir y se volvió grande y rojo y se comió sus planetas uno a uno; pero para entonces los Zygeron ya se habían mudado a otros planetas. El Quinto Mundo es el más grande, pero hay otros diecinueve.

»Los Zygeron son los señores de los Poro, ¿sabéis?, lo cual resulta sorprendente cuando lo piensas, porque los Poro son tan grandes que si uno de sus siervos inferiores, uno de sus simples lacayos, viniera a la Tierra, reinaría sobre todos nosotros. Pero comparados con los Zygeron no son nada. Y aún hay una raza que manda sobre los Zygeron. Ya os lo he contado, ¿no? Son los Kusereen, y mandan sobre galaxias completas, docenas, cientos, un auténtico Imperio. ¿Crees que los Kusereen tendrán también un señor a quien servir, Charley, y así sucesivamente?

»A veces creo que hay una galaxia remota donde todavía gobiernan los reyes Theluvara, y cada medio millón de años un supervisor Kusereen se arrodilla ante su trono. Aunque realmente los Kusereen no tienen rodillas, claro. Cada uno de ellos es como un río brillante que se mantiene unido como por un lazo de hielo. Pero entonces, ¿quiénes son los reyes a los que los reyes Theluvara rinden tributo? Y también está Dios, en Su majestad, sobre toda la creación, triunfante sobre todos los seres vivos y muertos y los que han de venir. No Le olvidéis.

—¿Habéis oído alguna vez una locura semejante? —preguntó Stidge—. Chicos, este tipo sí que está tocado.

—Me gusta más que las canciones —dijo Mujer—. Las canciones son una lata, pero esto es como ver un láser-show, aunque con palabras. La verdad es que lo cuenta bastante bien, ¿no?

—Lo ve como si fuea real, sí —dijo Buffalo.

—Lo ve porque es real —señaló Charley.

—¿Te he oído bien?

—Sí, me has oído bien, Mujer. Él ve esos mundos. Mira a través de las estrellas. Lee el Libro de los Soles y el Libro de las Lunas.

—Eh, chicos, ¡escuchad a Charley ahora!

—Cierra el pico, Stidge. Sé lo que digo. Ciérralo, o irás a pie a San Francisco el resto del camino.

—Frisco ya no está lejos —dijo Buffalo—. ¡Muchachos, cómo me lo voy a pasar en Frisco!

—No les hagas caso, Tom —le dijo Charley en voz baja—. No les hagas caso y sigue contando.

Pero había terminado. Todo lo que Tom veía ahora era la carretera casi desierta, el calor reverberando en el pavimento y las grandes madejas de plantas rodadoras dando vueltas por la autopista y chocando contra las cercas oxidadas. El Quinto Mundo Zygeron se había marchado.

Muy bien. Ya volvería, él o cualquiera de los otros. Esa era la única cosa que no temía, que las visiones le abandonaran de repente. Lo que le asustaba de verdad era que, cuando llegara el momento en que la gente de la Tierra abrazara los mundos del Imperio, él fuera dejado a un lado y no pudiera efectuar el Cruce. Había una profecía al respecto. Una antigua historia, ¿no? Moisés muriendo a las puertas de la Tierra Prometida. «Te he permitido verla con tus ojos, pero no irás más lejos», dijo el Señor.

Las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas. Se quedó sentado llorando, mirando la carretera. La furgoneta se dirigía silenciosamente hacia San Francisco, flotando, flotando, flotando.

—San Francisco, cuarenta y cinco minutos —dijo Buffalo, y empezó a cantar.

2

—Usted espera aquí —dijo el hombre del tumbondé—. Usted espera aquí. Nosotros llamamos cuando Senhor Papamacer listo para hablar. Usted no sale de habitación, ¿comprende?

Jaspin asintió.

—¿Comprende? —repitió el tumbondé.

—Sí —dijo Jaspin con voz ronca—. Comprendo. Esperaré aquí hasta que el Senhor Papamacer esté dispuesto a recibirme.

No podía creerlo. El lugar era apenas una casucha de cuatro o cinco habitaciones que se caía en pedazos, el tipo de panorama que uno esperaría encontrar en Tijuana, excepto que Tijuana no había tenido este aspecto en cincuenta años. ¿Era esto el cuartel general de un culto que tenía la obediencia de miles y ganaba a centenares de nuevos conversos cada día? ¿Esta chabola?

La casa se encontraba en la zona sureste de National City, en alguna parte a la derecha de Chula Vista, sobre la cima de una colina arenosa más allá de la vieja carretera. Parecía que tuviera unos doscientos años de antigüedad, y probablemente los tenía. Era, con mucho, de principios del siglo veinte, arreglada y remendada mil veces y sin el menor detalle moderno. No había pantallas de protección, ni ventanas luminiscentes, ni discos de servicio en el tejado, ni siquiera las corrientes antenas iónicas de las que todo el mundo disponía, los tótems que habían sido creados para repeler cualquier ráfaga de radiación que pudiera soplar desde el este. Por lo que Jaspin podía apreciar, no había luz eléctrica, ni teléfono, ni quizá tampoco instalación de agua corriente. No había esperado nada tan remotamente primitivo.

—Hombre, usted listo hoy, usted viene a oír la palabra que el Senhor Papamacer tiene para usted —le habían dicho—. Nosotros le recogemos, hombre, y le llevamos a la casa del dios.

¿Esto? ¿La casa del dios era esto? Desde luego, no tenía trazas de serlo, no se veía ninguna imaginería tumbondé desde el frente. Solamente cuando se subían los escalones de madera, resquebrajados y llenos de malas hierbas, y se rodeaba la entrada lateral, podía echarse una ojeada al interior de la cochera, donde se almacenaban las estatuas de cartón piedra de las divinidades, apoyadas desordenadamente contra los tabiques igual que la propaganda descartada de un programa de horror-láser: viejos monstruos dejados a un lado. Jaspin reconoció las formas familiares de Narbail, O Minotauro, Rei Ceupassear. Tal vez guardaban las del gran Chungirá-el-que-vendrá y Maguali-ga en sitio más seguro. Pero en este vecindario, donde el Senhor Papamacer era como un rey, ¿quién se atrevería a importunar a las estatuas de los dioses?

Jaspin esperó hasta impacientarse. Al menos en la consulta del médico daban revistas atrasadas para entretenerse leyendo, o un cubo para jugar, o cualquier otra cosa. Aquí no había nada. Estaba muy asustado, y se esforzaba en no admitirlo.

Esto es una investigación de campo, pensó. Es como si preparase el doctorado y tuviera una entrevista con el sumo sacerdote, el hombre-medicina. Eso es lo que es. Hoy estás haciendo una investigación antropológica. Lo cual era, en cierto modo, la verdad. Sabía por qué quería ver al Senhor Papamacer. Pero, por el amor de Dios, ¿por qué querría el Senhor Papamacer verle a él?

Uno de los hombres del tumbondé regresó a la habitación. Jaspin no supo cuál, pues todos le parecían iguales; una técnica muy pobre para alguien que se suponía antropólogo. Con los estrechos pantalones rojos y negros, la chaquetilla plateada y las botas de caña, el tumbondé podría haber sido un torero. Su cara era la de un dios azteca: fría, inescrutable, los pómulos como cuchillos. Jaspin se preguntó si sería uno de los once apóstoles principales, la Hueste Interna.

—El Senhor Papamacer está listo —le dijo a Jaspin—. Levántese y venga.

El tumbondé le cacheó en busca de armas, sin pasar por alto ninguna parte de su cuerpo. Jaspin olió la fragancia de algún aceite dulzón en el hirsuto pelo negro del tumbondé. Aceite de Gaulthena, esencia de cidra o algo parecido. Intentó no temblar mientras el tumbondé hurgaba entre sus ropas.

Le habían detenido después de los ritos, hacía dos semanas, cuando Jill y él se marchaban. Cinco de ellos les rodearon cautelosamente, mientras en la cabeza de Jaspin todavía resonaban las visiones de Maguali-ga. De modo que es esto, pensó Jaspin entonces. Van a hacer ahora un sacrificio humano y han descubierto al judío de aspecto erudito y a la delgada amiguita shiksa, las etnias equivocadas en este enjambre de etnias, y dentro de cinco minutos nos van a llevar al altar junto al toro blanco, y a los tres, a Jill, al toro y a mí, nos van a cortar la garganta. La sangre correrá junta en un único cáliz.

Pero no fue así.

—El Senhor quiere hablar con usted —le dijeron—. Cuando llegue el momento, desea hablarle.

Durante dos semanas, Jaspin se había preocupado hasta volverse loco. Ahora el momento había llegado.

—Entre —dijo el tumbondé— Usted muy afortunado, cara a cara con el Senhor.

Dos toreros más, con traje completo, entraron en la habitación. Uno se colocó delante de Jaspin, el otro detrás, y le condujeron a través de un oscuro corredor que olía a podrido o a moho. No parecía que pretendieran matarle, pero no se podía quitar el miedo de encima. Le había dicho a Jill que llamara a la policía si no había vuelto a las cuatro de la tarde. No era un gran consuelo, pero al menos podría amenazar a los tumbondé si las cosas se ponían feas.

—Ésta es la habitación. El santísimo está aquí. Entre.

—Gracias.

La habitación era completamente cuadrada, iluminada únicamente con velas. Pesadas cortinas cubrían las ventanas. Cuando los ojos de Jaspin se acostumbraron a la oscuridad, vio la esterilla en el suelo, y a un hombre sentado, inmóvil, con las piernas cruzadas sobre el raído resto rojo y verde de la estera. A su derecha había un pequeña figura del dios cornudo Chungirá-el-que-vendrá, tallada en alguna madera exótica. Ma-guali-ga, rechoncho y tétrico, con su gran ojo saltón, se hallaba a la izquierda del hombre. No había ningún tipo de mueble.

El hombre alzó la vista muy despacio y atravesó a Jaspin con la mirada. Su piel era muy oscura, pero sus rasgos no eran exactamente negroides. Su mirada era la cosa más feroz que Jaspin hubiera visto nunca. Aquélla era la cara de ébano del Senhor Papamacer, no cabía duda. Pero el Senhor Papamacer era un gigante, al menos cuando había aparecido en la cima de la colina, en el lugar de la comunión. Este hombre, por lo que Jaspin podía apreciar, considerando que estaba sentado, parecía muy pequeño. Bueno, pueden crear ilusiones extremadamente bien, pensó. Probablemente le habían colocado zancos y vestido con ropas holgadas. Jaspin empezó a sentirse un poco más tranquilo.

—Vendrá Chungirá-el-que-vendrá —dijo el Senhor Papamacer con la familiar voz cavernosa, tres registros por debajo del bajo, sin mover más que los labios, levemente.

—Maguali-ga, Maguali-ga —respondió Jaspin.

Una sonrisa glacial.

—¿Tu eres Yas-peen?

Jaspin sintió como si un viento frío barriera la habitación. Claro, pensó, viento frío en una habitación cerrada, en San Diego, en agosto. Sabía que el viento no era real. El escalofrío sí. Se encogió sobre la alfombra roja y verde, hasta sentarse en la posición del loto a la altura del Senhor Papamacer. Le pareció que algo iba a aflojarse en uno de sus labios, pero se obligó a contenerse. Estaba asustado de nuevo, aunque de una manera muy calmada.

—¿Por qué has venido al tumbondé? —preguntó el Senhor Papamacer.

Jaspin dudó.

—Porque ha habido en mi alma un tiempo oscuro y difícil. Y me pareció que a través de Maguali-ga conseguiría encontrar el camino.

Eso ha sonado bastante bien, se dijo. El Senhor Papamacer le miró en silencio. Sus ojos de obsidiana, oscuros y brillantes, le escrutaron sin piedad.

—Lo que dices es mierda —dijo al cabo de un momento, pronunciando las palabras sin malicia o rencor, casi con amabilidad—. Lo que dices es lo que crees que quiero oír. No. Ahora dime por qué el profesor blanco viene al tumbondé.

—Perdóname.

—No me pidas perdón. Reza a Rei Ceupassear, él perdona. A mí dime sólo la verdad. ¿Por qué viniste a nosotros?

—Porque ya no soy profesor.

—¡Ah, bueno! ¡La verdad!

—Lo fui. En la UCLA. En Los Angeles.

—Conozco la UCLA, sí.

Era como hablarle a un ídolo de piedra. El hombre era absolutamente inflexible, la presencia más formidable que Jaspin hubiera visto jamás. Surgido de alguna maloliente favela cerca de Rio de Janeiro, le habían dicho, se trasladó a California cuando los argentinos masacraron Brasil; ahora lo adoraban multitudes. Y estaba sentado al otro lado de la alfombra, casi a su alcance.

—Dejaste la UCLA. ¿Cuándo?

—A principios del año pasado.

—¿Te despidieron?

—Sí.

—Lo sabemos. Sabemos cosas de ti. ¿Por qué hicieron eso?

—No acudía a mis clases. Me dio por hacer un montón de tonterías. No sé. Fue un período oscuro y difícil en mi alma. De verdad.

—La verdad, sí. ¿Y por qué al tumbondé?

—Curiosidad —lanzó Jaspin, y cuando las palabras salieron de él, fue como si se rompiera una soga alrededor de su pecho—. Soy antropólogo. Lo era. ¿Sabes lo que es un antropólogo?

La mirada glacial le advirtió que había cometido un error.

—A veces no sé si comprendes mis palabras. Lo siento —se excusó Jaspin—. Antropólogo. Años de entrenamiento. Aunque ya no sea profesor, aún pienso en mí como si lo fuera. —El color regresaba a sus mejillas. Vamos, cuéntale la verdad, pensó. Te ha calado de todas formas—. Así que quise estudiar vuestro movimiento. Para comprender lo que era realmente el tumbondé.

—Ah, la verdad. ¿Sienta bien, la verdad?

Jaspin sonrió, asintiendo. El alivio era enorme.

—¿Escribes libros?

—Planeaba escribir uno.

—¿No has escrito todavía?

—Piezas cortas. Ensayos. Artículos para revistas antropológicas. No he escrito mi libro todavía.

—¿Escribes un libro sobre el tumbondé?

—No. Ya no. Pensé que quizás podría, pero ahora creo que no.

—¿Por qué no?

—Porque he visto a Chungirá-el-que-vendrá.

—Ah. Eso es verdad también.

Otra vez un largo silencio, pero no un silencio frío. Jaspin se sintió completamente a merced de este extraño hombrecillo. Era absolutamente aterrador. Como desde una gran distancia, el Senhor Papamacer le dijo:

—Vendrá Chungirá-el-que-vendrá.

Jaspin utilizó la respuesta ritual.

—Maguali-ga, Maguali-ga.

La ira estalló en los ojos de obsidiana.

—¡No! ¡Quiero decir otra cosa! El vendrá, es lo que digo. Pronto. Marcharemos al norte uno de estos días. Partiremos. Diez mil, cincuenta mil, no lo sé. Cien mil. Daré la señal. Es el tiempo del Séptimo Lugar, Yas-peen. Iremos al norte, a California, a Oregón, a Washington, a Canadá. Al Polo Norte. ¿Estás dispuesto?

—Sí. Y es verdad.

—La verdad, sí. —El Senhor Papamacer se inclinó hacia delante; sus ojos ardían—. Te diré lo que harás. Marcha conmigo, con la Senhora Aglaibahi, con la Hueste Interna. Escribe el libro de la marcha. Tienes las palabras. Tienes el conocimiento. Alguien debe contar la historia para los que vengan después: cómo fue Papamacer el que abrió el camino a Maguali-ga, que abrió el camino a Chungirá-el-que-vendrá. Eso es lo que quiero, que marches junto a mí y digas lo que hemos conseguido. Tú, Yas-peen. ¡Tú!

»Te vimos en la colina. Vimos al dios entrar en ti. Tienes las palabras, la cabeza. Eres profesor y tumbondé. Ésa es la verdad. Eres nuestro hombre.

Jaspin le miró asombrado.

—Di qué harás. ¿Rehusas? —preguntó el Senhor Papamacer.

—No. No. No. No. Lo haré. He estado unido a la marcha desde julio. Sabes que estaré allí. Sabes que escribiré lo que quieres.

—He caminado con los dioses verdaderos, Yas-peen. Conozco las siete galaxias —dijo el Senhor Papamacer con una voz rica en oscuros misterios, más allá de la comprensión de Jaspin—. Estos dioses son verdaderos. Cierro los ojos y acuden a mí, y ahora incluso cuando no los cierro. Tú contarás eso, la verdad.

—Sí.

—¿Has visto a los dioses?

—He visto a Chungirá-el-que-vendrá. Los cuernos, la losa de piedra blanca.

—En el cielo, ¿qué hay?

—Un sol rojo desde aquí hasta aquí. Y más allá, un sol azul.

—Es la verdad. Has visto. ¿A los otros no?

—No. A los otros no.

—Los verás. Los verás a todos, Yas-peen. Cuando marchemos, verás todo, las siete galaxias. Y escribirás la historia. —El Senhor Papamacer sonrió—. Sólo contarás la verdad. Será muy malo para ti si no lo haces, ¿comprendes? La verdad, sólo la verdad. O cuando la puerta se abra, Yas-peen, te daré a los dioses que sirven a Chungirá-el-que-vendrá, y les diré lo que has hecho. No todos los dioses son amables. Si no dices la verdad, te daré a los dioses que no son amables. ¿Sabes, Yas-peen? ¿Sabes? Yo te lo digo: no todos los dioses son amables.

3

Las rondas de la mañana eran una de las tareas regulares. La rutina era importante, un asunto clave, para los internos y a veces incluso para ella. Ahora, especialmente para ella. Ir de dormitorio en dormitorio, verificar el estado de los pacientes, ver cómo se comportaban a medida que sus mentes se recobraban del barrido matutino, alegrarlos si podía, hacerlos reír un poco, eso les ayudaría a recuperarse. La sonrisa era una cura conocida para un montón de cosas. Ese pequeño movimiento de los músculos faciales disparaba el flujo de hormonas tranquilizantes y enviaba al sistema sanguíneo toda clase de sustancias beneficiosas.

Tú también deberías sonreír más a menudo, pensó para sí Elszabet.

Habitación número siete: Ferguson, Menéndez, Doble Arcoiris. Llamó.

—¿Puedo entrar? Soy la doctora Lewis.

Esperó. Silencio. A esta hora de la mañana normalmente no tenían mucho que decir. Bien, ninguno le había dicho que no entrara, ¿no? Colocó la mano en la cerradura identificadora. Cada una de las placas estaba programada para aceptar sus huellas, y también las de Bill Waldstein y Dan Robinson. La puerta se abrió.

Menéndez estaba sentado a los pies de su cama con los ojos cerrados. Tenía puestos unos audífonos, y movía la cabeza como si escuchara música muy rítmica. En el otro lado de la habitación, Nick Doble Arcoiris se hallaba tendido boca abajo sobre su manta india, mirando a la nada y con la barbilla apoyada en los puños. Elszabet se le acercó, deteniéndose junto a la cama para activar la pantalla protectora que aseguraría su intimidad. Una luz sonrosada convirtió el rincón de Nick Doble Arcoiris en un cubo privado.

En ese preciso momento, cuando la pantalla se elevaba, Elszabet sintió su mente invadida por un tentáculo de niebla verde, como si alzar la pantalla la hubiera dejado entrar. Sorpresa, miedo, conmoción, angustia, algo surgía del suelo para atraparla. Contuvo la respiración.

No, pensó con fiereza. Vete de aquí. Vete. Vete.

El color vagabundo se marchó. Entonces, a Elszabet le resultó difícil creer que había estado dentro de ella hacía sólo un momento y por un breve instante. Recobró el aliento. El indio no daba muestras de haberse dado cuenta. Todavía estaba boca abajo, hierático.

—¿Nick?

Continuó ignorándola.

—Nick, soy la doctora Lewis. Elszabet Lewis. Me conoces.

Tocó ligeramente su hombro. Él reaccionó como si le hubiese picado una avispa.

—¿Sí? —dijo, sin mirarla siquiera.

—¿Mala mañana?

—Se ha ido —comentó el indio, sin inflexión alguna—. Todo se ha ido.

—¿El qué, Nick?

—La gente. Esa cosa que teníamos. Maldición, usted sabe que teníamos una cosa y nos la quitaron. ¿Por qué? ¿Qué razón había para hacerlo?

Otra vez estaba perdido en la contemplación de la suprema injusticia de todo, su Complejo de Piel Roja. Los médicos podían borrar, y borrar, y borrar, y de alguna forma nunca se conseguía llegar hasta el fondo para librarlo de aquello. Y estaba aquí principalmente por esta causa. Había venido al Centro sufriendo de desesperación profunda y permanente, lo que Kierkegaard había llamado «enfermedad hacia la muerte», que consideraba peor que la muerte en sí, y que hoy en día era llamado el síndrome de Gelbard. Eso sonaba más científico.

Doble Arcoiris había perdido la fe en el universo. Pensaba que todo era inútil y sin sentido, si no malévolo. Y no mejoraba. Ahora había lagunas por toda su memoria, claro, pero la enfermedad que conducía a la muerte persistía, y Elszabet sospechaba que no tenía nada que ver con su alegada herencia india, sino sólo con el hecho de que había sido lo bastante desafortunado para vivir en la segunda mitad del siglo veintiuno, cuando todo el mundo, exhausto tras ciento cincuenta años de estupidez autodestructiva, empezaba a ser invadido por esta desesperación epidémica a todos los niveles. Bill Waldstein podía tener razón en lo de que Doble Arcoiris ni siquiera era indio, pero eso carecía de importancia. Cuando se sufría de la enfermedad hacia la muerte, cualquier pretexto era bueno para hacerte saltar a la fosa.

—Nick, ¿sabes quién soy?

—La doctora Lewis.

—¿Y mi nombre?

—Elsa… Ezla…

—Elszabet.

—Eso. Sí.

—¿Quién soy?

Él arrugó el ceño.

—¿No lo recuerdas?

La miró, con una mirada distante, remota, que concentraba los oscuros ojos en su cara. Era un hombre de anchos hombros, fornido, con una nariz ancha y roma y un tono de piel grisáceo, no exactamente cobrizo, como se suponía que debía de tener su raza, aunque bastante cercano. Desde que la había golpeado, hacía un par de semanas, no había sido capaz de mirarla directamente a los ojos. Nadie había podido hallar una explicación, ya que no recordaba en absoluto haberse vuelto violento o haberla lastimado. Pero algún vestigio debía de permanecer, sospechaba Elszabet. Cuando ella estaba cerca, parecía reticente y avergonzado, y también arisco, como si se sintiera culpable de algo pero no estuviera seguro de qué, y eso le hiciera enfadarse con la persona que le hacía sentirse así.

—Profesora —dijo—. Doctora. Algo por el estilo.

—Bastante cerca. Estoy aquí para ayudarte a que te sientas mejor.

—¿Sí?

Una chispa de interés.

—¿Sabes qué quiero que hagas, Nick? Que te levantes de esa cama y vayas al gimnasio. Dante Corelli está llevando a cabo una serie de ejercicios rítmicos en este momento. ¿Sabes quién es Dante?

—Dante. Sí. —Un poco dubitativo.

—¿Y sabes dónde está el gimnasio?

—El de techo rojo, sí.

—De acuerdo. Acércate por allí y empieza a bailar, y mueve bien el culo, ¿me oyes, Nick? Baila hasta que oigas la voz de tu padre diciéndote que pares. O hasta que suene el timbre para el almuerzo, lo que suceda primero.

Él se animó un poco ante la idea de oír a su padre. Sentido de estructura tribal. Le hacía bien.

—Sí —dijo, y comenzó a levantarse de la cama.

—¿Tuviste algún sueño anoche? —preguntó Elszabet como de pasada.

—¿Sueños? ¿Qué sueños? ¿Cómo? No tengo forma de saberlo.

Había soñado con el Gigante Azul. Esa misma mañana, durante la sesión de tratamiento, había hablado de la luz dura y penetrante. Sin embargo, parecía sincero al decir que no recordaba nada.

—De acuerdo. Vete a bailar ahora. —Le dirigió una sonrisa—. Baila una danza de la lluvia. En esta época del año nos vendría bien un poco de lluvia.

—Es una pérdida de tiempo bailar pidiendo lluvia ahora. Demasiado pronto. Las lluvias no llegan hasta octubre. Además, ¿qué le hace pensar que un simple baile puede atraer la lluvia? Lo que trae la lluvia son los sistemas de bajas presiones que vienen del Golfo de Alaska, en el mes de octubre.

Elszabet se echó a reír. Así que no está completamente ido todavía, pensó. Bien. Bien.

—Vete a bailar de todas formas. Hará que te sientas mejor. Te lo garantizo.

Tocó con el pie el interruptor que desconectaba la pantalla y se acercó a la cama de Tomás Menéndez. Éste continuaba enfrascado en su audición, igual que antes. Cuando Elszabet activó su pantalla de intimidad, se preparó para otro contacto con la niebla verde, pero esta vez no sucedió nada.

Casi todos los días tenía una sensación extraña, como si la alucinación sobrevolara a su alrededor como un buitre esperando tomar tierra. Era tan fuerte que tenía miedo de dormir, y se preguntaba si ésta sería la noche en que el Mundo Verde se abriría paso hasta su conciencia. Eso la aterrorizaba aún más: el miedo a cruzar la línea entre ser médico y ser el paciente.

—¿Tomás? —preguntó suavemente.

Menéndez era uno de los casos más interesantes, un cuarentón yanki-mexicano de segunda generación, un hombretón ancho con brazos como de gorila, pero amable, el hombre más amable que Elszabet había conocido: dulce, cálido, de voz suave. A su manera, era un poeta y un erudito. Estaba tan profundamente imbuido de su propia herencia étnica como Nick Doble Arcoiris, pero Menéndez parecía tomárselo auténticamente en serio. Había convertido el área en torno a su cama en un pequeño museo de cultura mexicana: hologramas y pinturas de Orozco, Rivera y Guerrero Vázquez, un par de sonrientes esqueletos del Día de Difuntos, y un puñado de animales de yeso brillantemente pintados: perros, lagartos y pájaros.

Dos años antes, Menéndez había estrangulado a su esposa en su casita de San José. Nadie sabía por qué, y menos aún Menéndez, que no recordaba haberlo hecho y ni siquiera sabía que su esposa estaba muerta, y continuaba esperando que viniera a visitarle la próxima semana o la siguiente. Esa era una de las más extrañas manifestaciones del síndrome de Gelbard, los asesinatos sin motivo de parientes cercanos a manos de personas que parecían incapaces de matar a una mosca. Decirle a Menéndez que había matado a su esposa le habría hecho reaccionar como si se le hablara en turco o en babilónico; las palabras, simplemente, no tenían significado para él.

—Tomás, soy yo, Elszabet. Puedes oírme, ¿no? Sólo quería saber cómo te va.

—Estoy bastante bien, gracias —contestó, todavía con los ojos cerrados, meneando los hombros rítmicamente.

—Esas son buenas noticias. ¿Qué estás escuchando?

—La plegaria a Maguali-ga.

—¿Qué es eso, un antiguo canto azteca?

Él meneó la cabeza.

—Maguali-ga, Maguali-ga —cantó, ausente durante un momento—. ¡Chungirá-el-que- vendrá!

Elszabet se acercó más, intentando escuchar lo que oía, pero los audífonos sólo transmitían sonidos a su portador.

La tapa del cubo que estaba sonando se hallaba encima de la cama. La recogió. Tenía una especie de etiqueta, editada tan toscamente que parecía casera, media docena de líneas en un lenguaje que al principio identificó como español, pero ella entendía algo de español y no podía leer eso. ¿Portugués?

La etiqueta tenía una dirección de San Diego. Tomás siempre recibía envíos de cosas de sus amigos de la comunidad chicana: música, poesía, dibujos. Era un hombre muy querido. A veces se preguntaba si deberían cribar todos esos cubos y cassettes que recibía. Quizá contenían cosas que podían impedir su recuperación. Pero, por supuesto, lo que quiera que fuera, era barrido de su mente al día siguiente, de todas formas, y obviamente le hacía feliz estar en contacto con los desarrollos culturales de su gente.

—Maguali-ga es el que ha de abrir la puerta —dijo con voz firme y lúcida, como si la frase lo explicara todo. Abrió entonces los ojos, sólo por un instante, y frunció el ceño. Parecía sorprendido de tener compañía.

—Eres… Elszabet —dijo.

—Eso es.

—¿Tienes un mensaje de mi esposa? ¿Va a venir Carmencita este fin de semana?

—No. Este fin de semana no, Tomás. —No merecía la pena dar explicaciones—. ¿Qué era eso que escuchabas?

—Es de Paco Real, de San Diego. —Parecía un poco evasivo—. Paco me manda muchas cosas interesantes.

—¿Música?

—Canciones. Cánticos. Muy hermosos. Muy fuertes. ¿Soñé anoche con los otros mundos?

—No, anoche no.

—¿Y antenoche?

—¿Me lo preguntas, o me lo aseguras?

Él sonrió tristemente.

—Los sueños son tan hermosos… Eso es lo que tengo anotado, que son muy hermosos. Incluso aunque tenga que perderlos, la belleza permanece. ¿Cuándo se me permitirá conservar mis sueños, Elszabet?

—Cuando estés mejor. Estás mejorando, pero no estás del todo bien todavía.

—No. Supongo que no. Por eso no puedo saber cuándo sueño con los otros mundos. ¿Está bien que anote que los sueños son muy hermosos? Sé que no debemos escribir cosas. Pero eso es muy poquito; me habla acerca de los sueños, no de los sueños en sí. —La miró ansiosamente—. ¿O puedo anotar los sueños también?

—No, los sueños no. Todavía no. ¿Te importa si escucho el cubo nuevo?

—No, por supuesto que no. Toma. Toma.

Le colocó los audífonos y los conectó con un toque ligero, tierno, casi amoroso. Ella oyó una profunda voz masculina, tan profunda que parecía el croar de un sapo grande, o quizás un cocodrilo, cantando algo monótono, repetitivo y vagamente africano, un poco barbárico, muy poderoso y perturbador. Oía las palabras que Menéndez había estado murmurando: Maguali-ga, Chungirá. Seguía algo que parecía portugués, y el sonido de tambores y otros instrumentos, así como el ruido de una multitud repitiendo el cántico.

—Pero ¿qué es esto?

—Es como una oración. Hay dioses. Es muy hermoso. —Le quitó los audífonos tan tiernamente como se los había puesto—. Mi esposa no va a venir este fin de semana, ¿no?

—No, Tomás.

—Ay, eso está mal.

—Sí. —Elszabet desconectó la pantalla—. A lo mejor quieres bajar al gimnasio. Hay un grupo de baile ahora. Te gustará.

—Quizá dentro de un rato.

—Muy bien. ¿Sabes por casualidad dónde está Ed Ferguson?

—¿Ferguson? No. Creo que se fue a pasear al bosque.

—¿Solo?

—Con la mujer gorda. O con la artificial. Olvidé los nombres.

—April y Aleluya.

—Con una de ellas. —Menéndez tomó una de las manos de Elszabet cuidadosamente—. Eres una chica muy amable. ¿Vendrás a visitarme mañana?

—Claro.

El extraño cántico discordante todavía repicaba en sus oídos cuando caminaba pasillo arriba para terminar la ronda. Philippa, Aleluya, April. Aleluya no estaba en la habitación. Muy bien, estaría fuera con Ferguson; ésa era una vieja historia. Están hechos el uno para el otro, se dijo, el timador sin escrúpulos y el frío ser artificial. Entonces se reprochó su falta de caridad. Vaya médico que eres, pensando así de tus pacientes. También se supone que eres humana, se dijo, justificándose tan rápidamente como se había reprimido. No se te obliga a amar a todo el mundo en este Centro. Ni siquiera es imperativo que te gusten. Tu obligación consiste en ver que se les aplique el tratamiento que necesitan.

Apretó un poco el paso y empezó a correr hacia su oficina. La mañana era hermosa, clara y cálida. Era esa época del año en que un día radiante sucede a otro, sin cambios y sin interrupción. La estación de las nieblas veraniegas había acabado, y como Nick Doble Arcoiris le había recalcado, todavía faltaba más de un mes para que llegaran las lluvias.

Esta tarde iré a la playa, pensó Elszabet. Tumbada al sol intentaré dar sentido a este asunto.

Le molestaba enormemente que esa extraña situación se estuviera introduciendo en el Centro: los sueños compartidos, enigmáticos no sólo por eso, sino también por su sorprendente contenido, todos aquellos soles y mundos y monstruos alienígenas. Y los sueños alcanzaban al personal: Teddy Lansford, Naresh Patel, y ayer mismo Dante Corelli confesaba también, anonadada, haber tenido el sueño de los Nueve Soles. Elszabet sospechaba que otros miembros del staff también experimentaban sueños espaciales, igual que ella, que no había podido admitir que cada dos por tres estaba siendo invadida —y nada menos que estando despierta— por series de imágenes que parecían surgidas del sueño del Mundo Verde. Todo se volvía extraño. ¿Por qué? ¿Por qué?

El Centro, para Elszabet, era el único lugar del mundo donde se sentía en paz, donde la tumultuosa locura exterior quedaba contenida. Por eso había venido aquí, para hacer su labor de entrega y al mismo tiempo escapar de las penas y la aridez del mundo calcinado que existía más allá de las puertas del Centro. Había veces en que casi conseguía olvidarse de lo que pasaba fuera, aunque el pesado influjo del síndrome de Gelbard constantemente se lo recordaba.

Pese a todo, el Centro era un lugar de paz. Y sin embargo, sabía que era una locura esperar que allí podría escapar del mundo real. El mundo real estaba en todas partes. Y ahora lo real se hacia irreal, y la irrealidad se deslizaba bajo la puerta como una niebla.

Bill Waldstein bajaba del edificio central cuando ella se aproximaba a su oficina.

—¿Dónde esta todo el mundo? —preguntó.

—¿Quien? ¿El personal? ¿Los pacientes?

—Cualquiera. El lugar parece horriblemente tranquilo.

Elszabet se encogió de hombros.

—Dante está a cargo de un grupo de baile bastante grande. Supongo que casi todos estarán en el gimnasio. ¿A quién buscas? Tomás y el indio están en su habitación, y Philippa y April en la suya. Ferguson anda por el bosque con Aleluya.

Waldstein parecía ojeroso y decaído.

—¿Es cierto que Dante tuvo un sueño espacial hace dos noches?

—Mejor se lo preguntas a ella —dijo Elszabet.

—Entonces lo tuvo. Lo tuvo —Revolvió el suelo con la sandalia—. ¿Podemos ir a tu oficina, Elszabet?

—Por supuesto. ¿Qué pasa, Bill?

Él no hablo hasta que llegaron a la habitación. Entonces, apoyándose contra la pared de datos, la miró con ojos ojerosos y le preguntó:

—¿Confidencial?

—Absolutamente —confirmó ella.

—¿Recuerdas cuando decía que los sueños espaciales tenían que ser un fraude, que los pacientes los preparaban para confundirnos? Bueno, supongo que no llegué a creer eso del todo, pero ahora desde luego estoy convencido de que no es así.

—¿Por qué?

—Yo también he tenido uno. Estrella Doble Tres, anoche. Completo, el sol naranja en lo alto y el amarillo sobre el horizonte, las sombras dobles. Entonces el amarillo se puso y todo se volvió dorado como el fuego.

Elszabet lo observó. Pensó que iba a echarse a llorar.

—Hay más. Lo he mejorado. Cuando lo tuvo April la semana pasada, no había formas de vida, ¿verdad? Yo las vi. Criaturas azules en forma de esfera, con pequeños tentáculos de pulpo en lo alto. ¿A que es bonito? Deambulaban por una especie de anfiteatro, como Aristóteles y sus discípulos. Bonito. Muy bonito.

—¿Cómo te sientes?

Waldstein se encogió de hombros.

—Con la cabeza sucia. Como si tuviera arenisca dentro del cráneo.

—Bill…

La compasión la inundaba. Éste era el momento de decirle que no estaba solo, que ella había estado sintiendo el sueño del Mundo Verde repicando en su mente, que temía las mismas cosas que él.

No pudo hacerlo. Era una mala jugada volverle la espalda cuando él sentía tanto dolor, pero no podía hacerlo. Dejar que él, que cualquiera, supiera que su mente era también vulnerable a este asunto… No. No, no lo haría. No podía.

Se sintió como una hipócrita. Déjalo. Déjalo. Permaneció fría, calmada: la sensible administradora, escuchando la confesión del confuso miembro del personal.

Dale algo, pensó Elszabet.

—Puedo decirte que no estás solo en esto.

—Lo sé. Teddy Lansford, Dante… Creo que también Naresh Patel, por algo que dijo hace unas pocas semanas. Y probablemente alguno más de nosotros.

—Probablemente.

—Entonces, no es sólo un fenómeno psicótico limitado a los pacientes.

—Nunca estuvo limitado a los pacientes. Casi desde el principio ha estado alcanzando a miembros del personal.

—¿También psicóticos, entonces? ¿Los primeros estadios del síndrome de Gelbard?

Ella meneó la cabeza.

—Escúchame. A, deja de hablar como si fueras un psicótico, ¿vale?B, compartir una manifestación como ésta con víctimas del síndrome de Gelbard no significa necesariamente que te estés contagiando del síndrome; solamente que algo muy peculiar tiende a afectar más pronto a los pacientes que al personal, aunque también afecte al personal. Y C…

—Estoy asustado, Elszabet.

—Yo también. C, lo que tenemos no es un fenómeno confinado al Centro Nepente, como intentaré aclarar mañana en la reunión de personal.

Waldstein se sorprendió.

—¿Qué quieres decir?

—Date la vuelta y mira la pantalla.

Él giró sobre sus talones, y ella activó la pantalla, en la que apareció un mapa de los estados del Pacífico.

—Estos sueños han sido también reportados en los centros de San Francisco, Monterrey y Eureka. —Pulsó una tecla y la pantalla se encendió en esos lugares—. Me he puesto en contacto con los directores. Las mismas siete descripciones, no necesariamente las siete en cada centro. Inicialmente experimentadas por los pacientes, con menor frecuencia entre el staff.

—Pero… qué…

—Espera. —Aparecieron más luces en la pantalla—. Paolucci, en San Francisco, ha estado reuniendo informes de la incidencia de los sueños espaciales fuera del norte de California, y parece que los nuevos datos están llegando justo ahora.

Nuevas luces de colores surgieron en la parte baja del estado.

—Mira eso. Tengo que llamarle. Tengo que conocer los detalles. Mira: una densa concentración de informes de sueños en el área de San Diego, ¿lo ves? Y lo mismo en Los Ángeles. Y ahí arriba también. ¿Dónde es eso, Seattle, Vancouver? ¡Oh, Cristo, Bill, mira eso! Está en todas partes. Es una plaga.

—También en Denver —señaló Waldstein.

—Sí. En Denver, que está casi donde se nos terminan las comunicaciones. Pero… ¿quién sabe qué pasará más allá de las Montañas Rocosas? Así que no eres tú solo, Bill. Casi todo el mundo está teniendo esos malditos sueños.

—Eso no me hace sentir mejor —dijo Waldstein.

4

—¿Sabes qué me gustaría hacer? —dijo Ferguson—. Salir de este maldito lugar lo más pronto posible y empezar a ganar dinero con todo este sinsentido.

—¿Y cómo lo harías? —preguntó Aleluya.

—Infiernos, no sería difícil. A la entrada del Centro hay una verja, pero en este lado no hay más que bosque. Puedes largarte una tarde y guiarte hasta el exterior dejando el sol a tu espalda al atardecer y al frente por la mañana. En un par de días estás fuera, si tienes agallas para hacerlo. Luego, sales a la carretera vieja, cruzas Ukiah y…

—No. Quiero decir, cómo ganarías dinero con esto.

Ferguson sonrió. Yacían en un tranquilo claro a unos veinte minutos al este del Centro, entre pinos, helechos y un arroyuelo. El lugar estaba dispuesto de tal forma que sería difícil que alguien los sorprendiera. Era su sitio favorito. Se había asegurado de introducir la situación en su anillo registrador para no tener así problemas en encontrarlo, aunque borraran el dato de su mente cada vez que viniera aquí. Unas cosas se olvidaban, otras no. Nunca podías estar seguro.

—Es sencillo. Los sueños espaciales no los tienen únicamente los pacientes de aquí. Lo sé positivamente.

—¿Sí?

—Escucha con atención. ¿Sabes quién es Lansford, el técnico? Los ha tenido dos o tres veces. He oído hablar a Waldstein, Robinson y la doctora Lewis. Creo que quizás el pequeño doctor hindú los ha tenido. E incluso Waldstein. Pero los sueños también suceden fuera del Centro.

—¿Cómo sabes eso?

—Tengo buenas razones para creerlo.

Ferguson pasó la mano suavemente sobre los muslos de Aleluya, deteniéndose justo en la entrepierna. Su piel era suave como la seda. Tal vez incluso más. Había pasado media hora desde que habían hecho el amor y él todavía se sentía sudado, pero Aleluya no. Eso es lo que pasaba con las mujeres artificiales: eran perfectas, nunca sudaban demasiado.

—Tengo una amiga en San Francisco que me contó un sueño hace unas semanas, el mismo que tú tuviste una vez. ¿Lo recuerdas? El ser cornudo, la losa de piedra blanca, los dos soles…

—Creí que eras tú quien había tenido ese sueño.

—¿Yo? No. Fuiste tú. Yo no tengo nunca esos sueños. Nunca. Te dije que fue mi amiga, la de San Francisco. Si los tienen aquí y los tienen allá, puedes apostar a que los tienen por todas partes.

—¿Y entonces?

Deslizó la mano hasta el pecho de la mujer. Ella se repantigó y se apretó contra él. Le gustó eso. Se sentía casi dispuesto a hacerlo otra vez. Como un chaval, pensó, siempre preparado para un coito.

—¿Te conté por qué me trajeron aquí?

—Me lo contaste, pero me lo borraron.

—Tenía organizada una estafa. Ofrecía enviar a la gente a otros planetas donde podrían empezar de nuevo, escaparse del tumulto de la Tierra, ¿sabes? Déme unos pocos miles de pavos y en cuanto el proceso esté perfeccionado, podrá…

—¿Todavía puedes recordar eso?

—No parece borrarse cuando paso por el tratamiento.

—¿Y quieres iniciar otra vez tu estafa?

—¿Cómo podría no hacerlo? Todo el mundo está al caer. Los sueños son como anuncios de los planetas que puedo proporcionar, ¿no lo ves? Está el mundo de los soles rojo y amarillo, el planeta del cielo verde, el planeta de los nueve soles… Ya ves, los conozco todos. Tengo mi método, Ale. Haga su elección, déme el dinero, yo me encargo de todo, haré que se le envíe al lugar adecuado. Los sueños son sólo los otros planetas enviándonos sus carteles de turismo para decirle a la gente lo maravillosos que son. No puede fallar, chica. No puede fallar.

—Te atraparán de nuevo. Te atraparon una vez, y volverán a atraparte. Y esta vez no se conformarán con recluirte en el Centro Nepente.

—Eso no pasará.

—¿No?

—Nunca. Lo primero que haré es salir de la jurisdicción. Me iré al norte, a Oregón, a Washington. Usaré una empresa como tapadera, ¿sabes lo que es eso?, y otra tapadera encubriendo la primera, una serie de escudos, todo a través de terceros. Con un apartado de correos en Portland, o tal vez en Spokane, y…

—Ed.

—¿Sí?

—No me interesa, Ed. ¿Lo sabes?

—Claro. ¿Por qué iba a interesarte? No te interesa nada, ¿verdad?

—Sólo una cosa.

—Una cosa, sí. Y bendito sea Dios por eso. Pero no lo comprendo. ¿Qué falta le hacen los impulsos sexuales a un sintético? El sexo sirve para reproducirnos, ¿no? Y vosotros no os reproducís, no por medio del sexo, ¿no? ¿No?

—Está ahí por una razón. Para hacernos creer que somos humanos —dijo Aleluya—. Así no nos sentimos infelices ni desplazados, y no intentamos dominar el mundo. Podríamos hacerlo, ¿sabes? Somos seres altamente superiores. Cualquier cosa que puedas hacer, nosotros podemos hacerla cincuenta veces mejor. Si no tuviéramos impulsos sexuales, nos creeríamos todavía más diferentes de lo que somos, una especie de raza suprema, ¿sabes? Pero nos dieron sexo y eso nos mantiene en calma.

—Sí, lo comprendo. Tiene sentido.

Ferguson le besó la punta de los pezones, y luego los labios. Nunca había pasado tanto tiempo con una sintética, y estaba aprendiendo mucho. Como la mayoría de la gente, había intentado guardar las distancias, pues consideraba a los sintéticos como una rareza. No eran demasiados, tal vez medio millón. O menos. Recordaba cuando los construyeron, unos treinta años atrás, más o menos, justo antes de la Guerra de la Ceniza.

Los crearon para usos militares, según recordaba: seres perfectos para combatir en una guerra perfecta. Un experimento de los viejos tiempos. Pero al parecer no salieron tan perfectos. Tenían un montón de defectos humanos, los suficientes para que tuvieran que encerrarlos en centros de terapia como habían hecho con ésta. Bien, eran también lo bastante humanos para que les encantara joder. Sumando los pros y los contras, el resultado no era malo.

Le acarició los pechos.

—Cuando salga de aquí, te vienes conmigo, ¿vale? —le dijo suavemente—. Te enseñaré algunos de mis trucos.

—Y yo te enseñaré algunos de los míos.

5

La carretera se extendía como una gran serpiente gris sobre el agua, a veces dejándola muy abajo, otras a su mismo nivel, atravesando un túnel en un lugar, saltando y convirtiéndose en dos enormes puentes colgantes en otro. Al final, blanca y resplandeciente a la luz de la tarde, estaba San Francisco, emplazada firmemente en su pequeña parcela del planeta. El aire frío entraba por las abiertas ventanas de la furgoneta.

—Este puente data de tiempo atrás —dijo Charley—. Lo construyeron hace mucho, y aún aguanta. A pesar de los terremotos y quién sabe qué otras cosas, todavía está en pie.

—¡El Golden Gate! —dijo Buffalo—. ¡Increíble!

—No, el Golden Gate no —dijo Charley—. El Golden Gate está en el otro lado, hacia el norte. Éste es el Puente de la Bahía, ¿verdad, Tom?

—No sé —dijo Tom—. Nunca he estado en San Francisco.

Stidge se rió.

—Has estado en la Undécima Galaxia Zorch y no has estado en San Francisco. Eso sí que está bien.

—Yo tampoco he estado aquí nunca —dijo Buffalo.

—Bien, pues aquí estamos ya —intervino Charley—. Ésta es la ciudad más hermosa que existe. Cuando era un crío, viví aquí seis años. Apuesto a que no ha cambiado nada. Este sitio no cambia nunca.

—¿Ni siquiera cuando hay terremotos? —preguntó Buffalo.

—Los terremotos no significan nada. Revuelven un poco las cosas, y después la gente levanta la ciudad y todo queda como antes. Cuando yo tenía diez años, uno lo destrozó todo. A los seis meses, no se podía notar la diferencia.

—¿Estuviste aquí durante el Gran Terremoto? —preguntó Mujer.

—No. El Grande fue hace cien años, en el dos mil seis. Lo llamaron el Segundo Gran Terremoto. El Primero lo tuvieron en mil novecientos seis, con el fuego y lo demás, que se lo cargó todo. Entonces, cien años después, cuando estaban preparando la conmemoración del aniversario, con desfiles y discursos, ya sabéis, el hijo de puta del Segundo apareció dos días antes del aniversario, y lo destruyó todo otra vez. Así es esta ciudad.

—Pero tú no estuviste aquí entonces —dijo Mujer.

—Claro que no. Eso fue hace noventa y siete años. Me lo perdí. Y luego tuvieron el Pequeño Gran Terremoto, treinta o cuarenta años más tarde, no lo sé. Eso fue también antes de mi época. Al terremoto que viví no le pusieron nombre. Fue grande, pero no lo bastante. Lo tiró todo de los estantes, rompió ventanas, hizo que me cagara de miedo. Yo tenía entonces diez años. Las casas se salieron de los cimientos, y algunas se veían con una pared caída y parecían una casa de muñecas, con todas las habitaciones a la vista. Dijeron que había sido más que un terremoto ordinario, pero no tan importante como el Grande. No hay uno de los grandes más que una vez cada cien años o así.

—Entonces está al caer el próximo —dijo Tamal, desde el fondo de la furgoneta.

—Sí —dijo Choke—. Mañana por la tarde, según he oído. A las tres y media.

—Mierda —comentó Buffalo—. Eso es lo me hace falta en mi primer día en San Francisco. Empezar con un meneo.

—Ya sé lo que haremos —dijo Mujer—. Nos metemos en la furgoneta antes de que empiece. Ponemos el motor en marcha y nos quedamos flotando en el colchón de aire hasta que el suelo deje de moverse, ¿eh? Estaremos bien. Y cuando se pare, nos bajamos, nos dedicamos a buscar en las casas destruidas y llenamos la furgoneta con todo lo que nos guste, y luego nos largamos al norte o a donde sea.

—Claro —dijo Charley—. ¿Sabes qué hacen con los saqueadores que atrapan en los terremotos? Los cuelgan por las pelotas. Ésa es la regla aquí.

—¿Y si no tienen pelotas? —preguntó Choke—. No todo el mundo tiene pelotas, Charley.

—Entonces te meten en la sección de cambio de sexo del hospital más cercano. Y luego te cuelgan por las pelotas. En esta ciudad no bromean con los saqueadores. Eh, Tom, ¿has visto alguna vez una ciudad más hermosa que ésta?

Tom se encogió de hombros. Estaba distraído.

—¿Tom? ¿Dónde estás ahora, Tom?

—En la Galaxia Zorch —se burló Stidge.

—Calla. —Charley chasqueó los dedos. Se volvió hacia Tom—. Cuéntanos lo que ves.

En la mente de Tom, las cosas surgían y se multiplicaban. Veía la ciudad llamada Meliluulii del mundo llamado Luiiliimeli, bajo la gran estrella azul tórrida conocida por Ellullimiilu. Ése era uno de los mundos Thikkumuuru de la Duodécima Poliarquía. Grandes reyes habían reinado aquí durante setecientos mil grandes ciclos del Potentastio.

—Tienen terremotos todo el tiempo —dijo Tom—. Pero no les preocupa. El suelo es como lava: hierve y burbujea como un caldero, pero la ciudad flota por encima.

—¿Dónde está eso? —preguntó Charley—. ¿En qué planeta?

—Es Meliluulii, en Luiiliimeli, uno de los Mundos Centrales, los grandes que forman el Designio. La luz en Luiiliimeli es tan fuerte que golpea como un martillo. Es una luz azul, un martillo que quema. Nos derretiríamos en un segundo. Pero la gente de allí no son como nosotros, así que no les importa. No es un planeta para los humanos, sino para ellos. Éste donde estamos es el único planeta para los humanos. La gente de Luiiliimeli son como fantasmas brillantes, y la ciudad es una burbuja flotante. Eso es, una burbuja.

—Escuchadle —dijo Charley—. ¿Pensáis que San Francisco es hermosa? Lulimuli es como una burbuja gigantesca y maravillosa. Casi puedo verla flotando y brillando cuando le oigo hablar así. Fantástico.

—Todas las ciudades son hermosas en todas partes de la galaxia. No existe una ciudad fea en ninguna parte. Esa de ahora es Shaxtharx, la capital Irikiqui. Está en el mundo grande del sistema Sapiil, el imperio de los Nueve Soles. Todo está construido allí con un material como la tela de araña, que es diez veces más fuerte que el acero. Se estira y resplandece, y cuando hay un terremoto (porque tienen terremotos muy a menudo, la gravedad de los Nueve Soles siempre empuja al planeta en toda clase de direcciones diferentes), cuando hay un terremoto, sabéis, la ciudad se convierte todavía en más hermosa, por la forma en que se mueve. Casi como un tapete, mostrando todos los colores diferentes de los soles. En la época de los terremotos, los Sapiil llegan de todas partes para ver a Shaxtharx moverse.

—¿Has estado allí? —preguntó Buffalo.

—No, yo no. Pero lo veo, ¿comprendes? Las visiones vienen, y veo todos los mundos, y algún día tal vez realizaré el Cruce. —Los ojos de Tom brillaban—. No se puede ir en carne y hueso. En cualquiera de esos mundos moriríamos como un mosquito en una fundición. El único mundo adecuado para los humanos es éste, ¿entienden lo que digo? Pero cuando llegue el Tiempo del Cruce, podremos abandonar nuestros cuerpos y entrar en los suyos.

—Esas ciudades de que habla son un punto —dijo Buffalo—, pero sería mejor que aprendiera a no soltar tanto la lengua. ¿Entiendes lo que quiere decir, Charley? ¿Y tú, Stidge? Dejar nuestros cuerpos, entrar en sus cuerpos…

—Es como dice la Biblia —continuó Tom—. En la carta a los Corintios. Dice que cambiaremos en un momento, en un parpadeo. «Pues lo corruptible debe volverse incorruptible, y lo mortal inmortal». Ahí habla del Cruce, cuando nos marchemos a otros mundos. No al cielo, no es eso lo que quiere decir. Iremos a Luiiliimeli, algunos de nosotros, y tomaremos su forma, y otros iremos a los mundos Sapiil, y otros a los Zygeron, o a los Poro, o incluso nos convertiremos en Kusereen. Nos extenderemos por todo el universo siguiendo el plan divino, la dispersión del Espíritu.

—Ya vale, Tom —dijo Charley, gentilmente—. Basta por hoy. Estamos saliendo del puente. Ya estamos en San Francisco. En medio de la ciudad.

—¡Eh, mirad eso! —chilló Buffalo—. ¿Veis qué maravilla? Todos esos edificios blancos, todos esos árboles verdes. Respirad este aire. Es como vino, ¿no? Como vino.

—¿Hablabas en serio, Choke? —preguntó Tamal—. Lo del terremoto mañana a las tres y media de la tarde, ¿es verdad?

—Bueno, pueden predecirlos, ¿no? —dijo Choke—. Pueden medir el gas del terremoto abriéndose camino con días y días de antelación.

—Entonces, ¿es seguro? ¿Hay uno mañana? ¿Qué hacemos aquí entonces?

—No tengo ni puñetera idea de lo que pasará mañana. Sólo hablaba por hablar. Si hubiera un terremoto mañana, ¿no crees que todo el mundo habría recogido sus cosas y estaría ya fuera de la ciudad? Jesucristo, Tamal, ¿cómo puedes ser tan estúpido? Sólo hablaba por hablar.

—Sí. —Tamal soltó una risita—. Sí. Ya lo sabía.

Tom estaba sentado tranquilamente entre ellos. La maravilla de las visiones aún reverberaba en su alma. Esas maravillosas ciudades no humanas, esos nobles seres moviéndose de un sitio a otro sobre la superficie de sus sorprendentes mundos… Pensó en lo que había dicho, que no había ciudades feas en ninguna parte. No había considerado eso antes, pero era cierto, y no solamente en las galaxias lejanas. Había belleza en todas partes, en todas las cosas. Todo irradiaba el milagro de la Creación. San Francisco era hermosa, claro, pero también lo eran las ciudades destruidas del Valle, las ciudades abandonadas en medio del desierto, y todo lo que existía en el mundo, porque todo tenía la mano de Dios en su diseño. Mujer era hermoso. Stidge era hermoso. Una vez te han abierto los ojos y miras las cosas, se dijo Tom, sólo ves belleza dondequiera que mires.

—Para por aquí —dijo Charley—. Vamos a bajarnos, echemos un vistazo, hagamos unas cuantas preguntas y encontremos un lugar donde quedarnos. Rupe, vigila la furgoneta. Nicholas, quédate con él. Volveremos dentro de diez o quince minutos. Tom, permanece junto a mí en todo momento. ¿Estás con nosotros, Tom? ¿Has vuelto a la Tierra?

—Estoy aquí.

—Bien. Asegúrate de estar así un rato, ¿vale? —Charley sonrió—. ¿Qué piensas de San Francisco? Bonita ciudad, ¿eh?

—Muy bonita. El aire, los árboles…

Se encaminaron calle arriba. Buffalo el primero, con Choke al lado, luego Stidge y Tamal muy juntos, Mujer después, y Charley y Tom cerrando la fila. Era importante, había dicho Charley, no parecer un grupo de invasores. A veces los bandidos aparecían en grupos de diez o veinte para saquear la ciudad, y se enzarzaban en guerras con las patrullas de vigilantes. Charley no quería eso.

—Sólo vamos a pasar el verano, tranquilos y fresquitos, sin llamar la atención, ¿de acuerdo? Éste es un buen lugar para pasar el verano. Y a lo mejor cuando empiecen las lluvias nos dirigiremos hacia el norte, o hacia el sur, a San Diego. Se está bien en San Diego en invierno.

Tom lo contemplaba todo boquiabierto. Había transcurrido mucho tiempo desde que había estado en una ciudad de verdad. Aquí, todos los pequeños edificios de madera parecían surgidos de una época desaparecida, cuando la vida había tenido certidumbre y seguridad. Había algo muy pacífico y confortable en San Francisco. Tal vez era la escala, todo tan pequeño y tan apiñado. O tal vez la manera en que todo parecía viejo, incluso antiguo. Las ciudades que había visto antes, en Washington, Idaho y los otros lugares al norte donde había estado, no se parecían a ésta. Ni siquiera las ciudades que contemplaba en sus visiones se le parecían.

Lo que más le asombraba eran las colinas. Tom miraba hacia arriba y veía los pequeños edificios blancos escalando las colinas, y resultaba difícil creer que se pudiera construir en ese sitio. Naturalmente, había visto mundos donde construían las casas sobre montañas de cristal que se elevaban en línea recta hacia el cielo, casas que sobresalían como nidos de águila, pero eso era en otros mundos donde el aire, la gravedad, todo era diferente. En algunos no había aire en absoluto. Otros a lo mejor ni siquiera tenían gravedad. Había todo tipo de mundos. Pero esto era la Tierra, y durante mucho tiempo Tom había vivido en terreno llano, y ahora se encontraba en una ciudad que parecía estar compuesta de pendientes y valles.

Deambularon hasta el final de la calle y la cruzaron. No había mucho tráfico, apenas unos pocos coches de combustión, muy antiguos, y algunos flotantes. El cielo era brillante y azul, y el aire sorprendentemente claro. La luz del sol resplandecía en las fachadas. Un viento seco y frío soplaba del oeste, donde se extendía el océano, oculto a la vista por las colinas.

—Eso que nos contabas en el puente era maravilloso —dijo Charley, que caminaba al lado de Tom—. A veces pareces un poco loco, pero igualmente tienes una mente maravillosa, Tom. Las cosas que ves, las cosas que nos cuentas…

—Sé lo afortunado que soy. Dios me ha concedido su don.

—Ojalá viera una décima parte de las cosas que tú ves. Veo algunas, ya sabes. —Charley hablaba en voz baja, como lo hacía a veces, cuando no quería que los otros le oyeran, aunque los demás caminaban muy por delante—. He estado teniendo sueños fantásticos casi cada noche. Fantásticos. ¿Sabes que vi ese mundo brillante, el que me contaste, donde vive la Gente Ojo? No quise decirlo cuando estábamos en la furgoneta, pero lo vi como tú lo describiste, con ese flujo de luz llenándolo todo. Y vi otro donde había dos soles en el cielo, uno blanco y otro amarillo, con sombras dobles y el cielo todo rojo.

—El Quinto Mundo Zygeron —asintió Tom—. Pensé que lo verías. Se aparece con mucha intensidad.

—Te sabes los nombres y todo.

—Los he estado viendo prácticamente toda la vida. Desde que era pequeño, cuando al principio creía que todo el mundo los veía. Más tarde me asustó saber que no los veía nadie más. Pero ahora estoy acostumbrado. Además, otras personas los están viendo. Y lo que veo se hace más y más claro cada vez.

—¿Crees que estoy empezando a verlos porque viajo contigo? ¿Podría ser por eso?

—Podría ser. No lo sé. ¿Soy acaso la fuente? ¿O todos estamos teniendo visiones a la vez? Tal vez los otros mundos se están poniendo ahora en contacto con toda la raza humana y no sólo conmigo. No lo sé.

—Creo que alguno de los muchachos también está soñando con los otros mundos, pero no quieren decirlo. Choke, me parece, y tal vez Nicholas. Quizá todos. Pero tienen miedo de hablar. Algunas mañanas parecen un poco raros, pero no dicen nada. Piensan que los demás los llamarán locos si dicen que ven lo mismo que tú. Creen que nos reiremos de ellos. Eso es lo que más odian estos tipos, que se rían de ellos. Peor que ser llamado loco.

—No me importa, ni que se rían de mí ni que me llamen loco. Estoy acostumbrado. Pobre Tom. Pobre y loco Tom. A veces puede ser bastante seguro estar loco. Nadie quiere lastimarte. Pero las cosas que el pobre y loco Tom ve son reales. Lo sé, Charley. Y un día el mundo entero lo sabrá también, cuando seamos llamados al Cruce, cuando los cielos se abran y nos encaminemos a los mundos del Sacro Imperio.

Charley sonrió y meneó la cabeza.

—¿Ves? Ahora es cuando empiezas a hacerme gracia, cuando te pones a hablar de esa forma y… —Se paró en mitad de la frase—. ¿No oyes algo ahí atrás, Tom?

—¿Oír qué?

—No, ya veo que no.

Charley se volvió hacia el lugar donde habían dejado la furgoneta. Mujer, que se encontraba calle arriba, vino corriendo y se detuvo, sofocado, al lado de Charley.

—Es la voz de Nicholas… pidiendo ayuda —dijo.

—Maldición.

Charley dio medía vuelta, y Mujer y los otros hicieron lo mismo. Dejaron atrás a Tom y corrieron en dirección a la furgoneta. Stidge pasó junto a Tom a la carrera, con los ojos desencajados y la navaja en la mano. Tom supo que había problemas, no cabía duda. Corrió tras ellos.

Nicholas seguía gritando. Tom alcanzó a ver a dos hombres con tejanos gastados y camisas blancas que corrían más allá de la furgoneta y disparaban rayos rojos mientras lo hacían. El cuerpo de Rupe yacía en la calle, boca abajo, y Nicholas disparaba resguardado por la furgoneta.

Cuando Tom llegó al lugar, todo había acabado. Los desconocidos estaban fuera de la vista y las armas ya no tronaban. Charley hacía entrechocar los puños, hecho una furia.

—¿Llegaste a verlos? —le preguntó a Nicholas.

—Eran los dos chicos de la granja, los que escaparon cuando Stidge mató a los padres.

—Mierda. Nuestra visita pacífica a San Francisco. Mierda. Mierda. ¿Rupe está muerto?

—Sí —respondió Mujer—. Tiene una quemadura que le atraviesa la barriga.

—Mierda. Está bien. Vamos tras ellos. Stidge, ya que nos metiste en esto, sígueles la pista. Si no los encontramos, volverán a sorprendernos y harán que caigamos uno a uno. Mueve el culo. Tienes que localizarlos. —Charley meneó la cabeza—. Ve. Ve.

Se volvió hacia Tom.

—¿Ves lo que te decía? Cuando empiezas a matar, tienes que seguir haciéndolo hasta terminar. —Palpó el brazalete láser de su muñeca—. Quédate en la furgoneta. Métete dentro y no abras a nadie, ¿me oyes, Tom? Volveremos. Maldición, ahora que todo iba tan bien…

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