Expedición 184: día 6

A la mañana siguiente la lluvia remitió un poco, pero luego volvió a empezar. En el techo de la cámara se abrió una gotera, justo donde teníamos apilado el equipo, y tuvimos que trasladarlo junto a los ponis.

Empezábamos a estar un poco estrechos. Durante la noche, cuatro matacaminos habían atravesado a rastras la puerta, y el lanzabadejo se volvió loco, haciendo pases contra Ev y contra mí, y contra Pantalones Ceñidos acantilado abajo.

Bult ya no miraba los saltones. Se había levantado por enésima vez y había salido para contemplar las montañas.

—¿Qué hace? —preguntó Ev, observando el lanzabadejo.

—Busca a Carson. O una salida de aquí.

No había ninguna salida. El agua caía por todos los montes, arrastrando consigo lo que parecía la mitad de las Ponicacas, y una corriente feroz atravesaba el risco.

—¿Dónde crees que está Carson?

—No lo sé.

Durante la noche, se me había ocurrido que tal vez Wulfmeier hubiera reparado su puerta y regresado para desquitarse. Y Carson estaba solo, sin poni, sin micro, sin nada.

No podía decirle eso a Ev, y mientras intentaba pensar algo, Ev dijo:

—Fin, mira esto.

Observaba la gotera del techo. El lanzabadejo se lanzaba contra ella.

—Está tratando de repararla—dijo Ev, pensativo—. Fin, ¿tienes todavía esos trozos del que se comió Bult?

—No quedó gran cosa —contesté, pero rebusqué en mi mochila y las saqué.

—Oh, bien —exclamó, examinando los fragmentos—. Suerte que no se comió el pico.

Se sentó contra la pared con ellos.

El saltón seguía conectado. Fin vendaba el muñón del pie de Carson y lloriqueaba.

—No pasa nada —decía Carson—. No llores.

El saltón se volvió oscuro y en mitad de la cámara aparecieron escritas unas palabras. Los créditos. «Escrito por el Capitán Jake Trailblazer.»

—Mira esto —dijo Ev, y me acercó uno de los restos del lanzabadejo—. ¿Ves cómo el pico es plano, como un palustre? ¿Puedo hacer un análisis?

—Claro. —Me acerqué a la puerta y me asomé. Bult estaba de pie en el risco, donde la corriente lo cortaba, bajo la lluvia.

—Tendría que haberme dado cuenta antes —dijo Ev, contemplando la pantalla—. Mira lo alta que es la puerta. ¿Y por qué fabricarían los boohteri un suelo curvo como éste? —Se levantó y contempló la gotera—. ¿No dijiste que nunca habíais visto a los boohteri construyendo una de las cámaras? ¿No es cierto?

—Sí.

—¿Recuerdas que te hablé del parrapájaro?

—¿El que construye un nido de cincuenta veces su tamaño?

—No es un nido. Es una cámara de cortejo.

No comprendía dónde nos llevaba todo eso, pues ya sabíamos que los indígitos construían la Muralla como parte de un cortejo.

—El macho del pingüino adelie le da una piedra redonda a la hembra como regalo de cortejo. Pero la piedra no le pertenece. La roba de otro nido. —Me miró, expectante—. ¿A qué te suena eso?

Bueno, Carson y yo siempre habíamos apoyado la teoría de que otros seres habían construido la Muralla. Miré el lanzabadejo.

—Es demasiado pequeño para construir algo así, ¿no?

—La parra del parrapájaro tiene cincuenta veces su tamaño. Y dijiste que en la Muralla sólo se abrían dos nuevas cámaras cada año. Algunas especies sólo se aparean cada tres o cinco años. Tal vez trabajan en ella varios años.

Contemplé las paredes curvas. De tres a cinco años de trabajo, y luego los imperialistas indígitos llegaban y se apoderaban de ella, derribaban la puerta para ensancharla, plantaban banderas. Me pregunté qué iba a decir el Gran Hermano cuando se enterara de esto.

—Es sólo una teoría —dijo Ev—. Necesito ejecutar probabilidades de tamaño y fuerza y tomar muestras de la composición de la Muralla.

—Parece una teoría bastante plausible. Nunca he visto a Bult utilizar una herramienta. Ni pedir una tampoco.

La palabra boohteri para la muralla era «nuestra», pero también lo era para la mayoría de mis cosas y las de Carson. Y el saltón de Ev que había estado mirando.

—Necesitaré un espécimen —dijo Ev, mirando especulativamente al lanzabadejo que realizaba frenéticos círculo?» a nuestro alrededor.

—Adelante —dije, agachándome—. Retuércele el cuello. Yo escribiré los informes.

—Primero quiero grabar esto en holo.

Se pasó la siguiente hora filmando al lanzabadejo picoteando en la gotera. A simple vista no hacía nada especial, pero a media mañana el techo había dejado de gotear y se apreciaba un diminuto parche de material blanco brillante.

Bult entró, con su paraguas y dos lanzabadejos muertos.

—Dame eso —dije, y le quité uno.

Él me miró.

—Confiscación forzosa de propiedad.

—Exactamente. —Se lo tendí a Ev—. «Nuestro.» Será mejor que te lo metas en la boca.

Ev lo hizo y Bult lo observó de mal talante; luego él se metió el otro en la boca y salió. Ev sacó su cuchillo y empezó a quitar lascas de la Muralla.

La lluvia remitía y salí para echar un vistazo. Bult estaba junto al lugar donde el arroyo cortaba el risco, contemplando las Ponicacas. Mientras yo observaba, lo cruzó chapoteando y continuó su camino.

El arroyo debía de estar abajo, como la charca. De todas las superficies seguía manando agua lechosa, pero se podía ver la roca de Ev y el sumidero al pie de la charca. Al oeste, las nubes empezaban a dispersarse.

Subí al risco. Bult había desaparecido. Entré en la cámara y empecé a meter cosas en mi mochila.

—¿Adónde vas? —dijo Ev. Miró alrededor para asegurarse de que Bult no estaba y siguió rascando.

—A buscar a Carson —respondí, arreglando las correas para poder cargarme la mochila a la espalda.

—No puedes —objetó él, blandiendo el cuchillo—. Va contra las reglas. Se supone que tienes que quedarte donde estás.

—Eso es. —Me quité el micro y se lo tendí, junto con el de Carson—. Espera aquí hasta la tarde y entonces llama a C.J., para que venga a buscarte. Sólo estamos a seis kloms de la Cruz del Rey. Llegará en un santiamén. —Crucé el umbral.

—Pero no sabes dónde está —insistió Ev.

—Lo encontraré —aseguré, pero no tuve que hacerlo. Bult y él cruzaban el arroyo charlando amigablemente. Carson cojeaba.

Volví a entrar rápidamente en la cámara, dejé la mochila en el suelo y pedí un R-28-X, Eliminación Adecuada de Restos de Fauna Indígena.

—¿Qué haces? —dijo Ev—. Quiero ir contigo. Es territorio inexplorado. Creo que no deberías ir a buscar a Carson sola.

Carson apareció en la puerta.

—Oh —se sorprendió Ev.

Carson atravesó el umbral y el saltón que Bult había estado viendo. Llovía y Fin contemplaba el avance de dos mil equipajes hacia ella. Carson saltó a la silla y galopó hacia su compañera.

Carson apagó bruscamente el saltón.

—¿Qué anchura crees que tiene el yacimiento? —preguntó.

—Ocho kloms. Tal vez diez. Es la longitud del promontorio —dije. Le tendí su micro—. Perdiste esto.

Él se lo puso.

—¿Estás segura de que son ocho?

—No, pero después de eso hay roca dura, así que no habrá ninguna filtración. Si no ejecutamos una subsuperficial, no habrá problema. ¿Es eso lo que estuviste haciendo, buscando una salida?

—Quiero partir a mediodía —anunció él, y se dirigió a Bult—. Vamos, tenemos trabajo.

Se agacharon en un rincón y Carson vació sus bolsillos. Durante su misteriosa excursión había recolectado montones de f-y-f. Tenía tres muestras vegetales en bolsas de plástico, un holo de alguna especie de ungulado y un puñado de rocas.

Nos ignoró, lo que no molestó a Ev, que estaba muy ocupado diseccionando su espécimen. Lo empaqueté todo y coloqué los grandes angulares en los ponis.

Carson cogió una de las rocas y se la tendió a Bult. Era cristal de algún tipo, transparente con caras triangulares. Según las normas yo tendría que estar ejecutando una mineralógica para ver si ya tenía nombre, pero no estaba dispuesta a decirle nada a Carson, ya que estaba tan decidido a no mirarme.

—¿Tienen los boohteri un nombre para esto? —le preguntó a Bult.

Bult vaciló, como si esperara alguna pista por parte de Carson, y entonces dijo:

Thitsserrrah.

—¿Tchahtssillah? —aventuró Carson.

Se supone que los libros empiezan con una «b» explosiva, pero Bult asintió.

Tchatssarrah.

¿Tssirrroh? —intentó Carson.

Siguieron así durante quinte minutos, mientras yo ataba el terminal a mi poni y recogía los petates.

¿Tssarrrah? —dijo Carson, ya algo irritado.

—Sssíh —confirmó Bult—. Tssarrrah.

Tssarrrah —repitió Carson. Se levantó, se acercó a mi poni, e introdujo el nombre. Entonces volvió junto a Bult y empezó a recoger las bolsas de plástico—. El resto lo haremos más tarde. No quiero pasar otra noche en las Ponicacas.

¿Y eso era todo?, pensé, viendo cómo metía las plantas en su alforja.

Ev seguía trabajando en su espécimen.

—Vamos —anuncié—. Nos marchamos.

—Sólo un par de holos más —dijo, agarrando la cámara.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Carson.

—Recopilando datos —contesté.

Ev tuvo que sacar también un holo del exterior, y rascar una muestra de la superficie.

Tardó otra media hora en terminar y Carson se mostró impaciente todo el tiempo, maldiciendo a los ponis y mirando las nubes.

—Parece que va a llover. —No paraba de decirlo, pero no llovió. Era evidente que la lluvia había pasado. Las nubes se dispersaban y los charcos se estaban secando ya.

Finalmente nos pusimos en marcha poco después de mediodía; Bult y Carson abrían la marcha y Ev iba detrás, sacando holos de la Muralla y el lanzabadejo que supervisaba nuestra partida.

El arroyo que había cortado el risco se había reducido a un hilillo. Lo seguimos hasta donde conectaba con la Lengua y nos encaminamos hacia el este.

En aquel punto formaba un gran cañón con espacio al fondo para los ponis. Bult se arrodilló en la orilla y la inspeccionó, aunque ignoro cómo lograba distinguir un tssi mitss en las turbias aguas rosadas. Todos debían de haber sido arrastrados corriente abajo por la riada, porque dio su aprobación. Cruzamos con los ponis y nos internamos en el cañón. Después del primer klom o así la orilla se volvió demasiado rocosa para contener fango y las nubes empezaron a dispersarse. Incluso salió el sol durante unos pocos minutos. Ev seguía atareado con su espécimen; Carson y Bult hablaban y gesticulaban, intentando decir qué camino seguir; yo me reconcomía por dentro. Estaba tan enfadada que podría haber matado a Carson. Me lo había imaginado ahogado en algún barranco, medio devorado por un mordisqueados en aquellos tres angustiosos días. Y cuando volvió ni una palabra de cómo demonios había capeado la riada o dónde demontres había estado.

Empezamos a escalar y me llegó un leve rugido desde arriba.

—¿Has oído?—le pregunté a Ev.

Él estaba absorto en la pantalla y trabajaba en su teoría del lanzabadejo, por eso tuve que volver a preguntárselo.

—Sí —dijo, alzando aturdido la cabeza—. Parece una catarata.

Un par de minutos después la vimos. Era sólo una cascada, y no muy alta, pero justo encima del salto el río se perdía de vista, así que era una catarata de verdad y no sólo una sección interrumpida del río, y habíamos llegado más arriba de donde empezó la lluvia, así que el agua corría de un hermoso color marrón claro.

Los montículos de yeso hacían toda una serie de borboteantes zigzags y todo el paisaje era bastante agradable, por eso supuse que Ev intentaría al menos ponerle de nombre C.J., pero él ni siquiera levantó la cabeza de la pantalla. Carson pasó de largo.

—¿No vamos a ponerle nombre? —le grité.

—¿Nombre a qué? —se extrañó él, tan aturdido como Ev cuando le había preguntado por el rugido.

—La catarata.

—¿La cata…? —dijo él, volviéndose rápidamente para mirar no a la catarata, que estaba justo delante de él, sino arriba.

—La catarata. —Señalé con el pulgar—. Ya sabes. Agua. Cayendo. ¿No tenemos que darle un nombre?

—Sí, claro. Pero primero quería ver qué hay más arriba.

No me lo tragué. Ni se le había pasado por la mente ponerle nombre hasta que yo lo dije, y cuando la señalé tenía una expresión en la cara que no logré identificar. ¿Enfado? ¿Alivio?

Fruncí el ceño.

—Carson… —empecé a decir, pero él ya se había dado la vuelta para mirar a Bult.

—Bult, ¿tienen los indígitos un nombre para esto?

Bult miró, no a la catarata, sino a Carson, con expresión interrogativa, lo que me pareció bastante curioso, y Carson dijo:

—No ha estado nunca tan lejos de la Lengua. Ev, ¿alguna idea?

Ev levantó la cabeza de su pantalla.

—Según mis cálculos, un lanzabadejo podría construir una cámara de la Muralla en seis años —dijo tan satisfecho—, lo cual coincide con el periodo de apareamiento de la gaviota negra.

—¿Qué tal Cataratas Crisscross? —dije yo. Carson ni siquiera pareció molesto, lo que me pareció aún más extraño.

—¿Qué tal Cataratas Yeso? No hemos usado ése todavía, ¿verdad?

—Tendrían que empezar a construir antes de la maduración sexual —dijo Ev—, lo que significa que el instinto de apareamiento tendría que estar presente desde el nacimiento.

Comprobé el diario.

—Ninguna Catarata Yeso.

—Bien —dijo Carson, y se puso en marcha de nuevo antes incluso de que yo introdujera el nombre.

Nunca le habíamos puesto nombre a un charco con tanta rapidez, mucho menos a una catarata, y Ev al parecer se había olvidado por completo de C.J., y del sexo, a menos que pensara que hubiera cantidad de cataratas más donde elegir. Tal vez tuviera razón. Aún se oía el rugir del agua, aunque habíamos doblado la curva del cañón, y en la siguiente curva se hizo aún más fuerte.

Bult y Carson se habían detenido sobre la catarata y consultaban algo.

—Bult dice que esto no es la Lengua —comunicó Carson cuando los alcanzamos—. Dice que es un afluente, y que la Lengua queda más al sur.

No había dicho eso. Carson acababa de decirme que los boohteri nunca habían llegado hasta tan lejos y, además, Bult no había abierto la boca. Carson parecía preocupado, como lo había estado Bult antes del episodio del yacimiento petrolífero.

Carson ya nos hacía chapotear de regreso por el río y el costado del cañón, sin mirar siquiera a Bult para ver qué camino seguía. Se detuvo en la cima.

—¿Por aquí? —le preguntó a Bult, y el indígito le dirigió la misma mirada interrogadora y luego señaló una colina. ¿Adónde nos dirigía ahora? Si es que a eso se le podía llamar «dirigir».

Ahora nos encontrábamos por encima del yeso, las pendientes jabonosas daban paso a un ígneo marrónrosado. Bult nos condujo hasta una brecha en otra colina más abrupta y hacia un bosquecillo de árboles de plataluz. Eran viejos, altos como pinos y muy frondosos. Habrían sido cegadores si hubiera salido el sol, cosa que al parecer iba a suceder de un momento a otro.

—Aquí están los plataluces que tantas ganas tenías de ver —le dije a Ev y después de hablar con su pantalla alzó la cabeza y los miró—. Serían mucho más espectaculares si saliera el sol —añadí, y justo entonces el sol apareció y los iluminó—. ¿Lo ves? —comenté, y alcé la mano para protegerme los ojos.

Ev pareció deslumbrado, y no era de extrañar. Brillaban como una de las camisas de C.J., las hojas titilando y destellando en la brisa.

—No se parece a los saltones, ¿verdad?

—¡Eso es lo que da a la Muralla su textura brillante! —exclamó, y se dio un golpe en la frente con la palma de la mano—. Era la única pieza que me faltaba: lo que le daba el brillo. —Empezó a sacar holos—. Los lanzabadejos deben de triturar las hojas.

Bueno, pues se acabaron los plataluces que había venido a ver a Boohte. ¡Cómo se iba a poner C.J. cuando descubriera que Ev la había olvidado por un pajarraco que trituraba hojas y escupía yeso!

Los ponis habían reducido la marcha y me habría alegrado hacer una parada de descanso, sentarme y contemplar los árboles durante un ratito, pero Bult y Carson siguieron cabalgando. A escondidas de Bult cogí un puñado de hojas y se las tendí a Ev, pero dudaba que me hubiera multado aunque me hubiese visto. Estaba demasiado ocupado observando un arroyo al que nos acercábamos.

No era mucho mayor que el hilillo que manaba en lo alto del risco, y venía de la dirección equivocada, pero Bult aseguró que era la Lengua. Empezamos a remontarlo, serpenteando entre los árboles hasta que los ígneos a cada lado empezaron a cerrarlos. Correteaba sobre pilares cuadrados como viejos ladrillos rojos, y cogí un fragmento suelto para analizarlo. Basalto con cinabrio y cristales de yeso mezclados. Esperaba que Carson supiera adonde iba, porque no había espacio para dar marcha atrás.

El cañón se hacía más abrupto y los ponis empezaron a protestar. El arroyo subía en una serie de cascadas que gorjeaban, y las orillas se convirtieron en bloques de un marrón rojizo, tan empinados como escaleras.

Los ponis nunca lo conseguirán, pensé, y me pregunté si era eso lo que pretendía Carson: llevarnos a algún tipo de desfiladero tan empinado que tuviéramos que cargar con ellos a hombros, sólo como venganza. Pero Carson también tendría que cargar con el suyo, y por la forma en que lo acicateaba y maldecía no creo que estuviera fingiendo.

El poni de Carson se detuvo y se agachó tanto sobre sus cuartos traseros que parecía a punto de echárseme encima. Carson desmontó y tiró de las riendas.

—Vamos, culo con cerebro de roca —gritó, mirando directamente a la cara del poni.

Debió de asustarlo, porque soltó una bosta enorme y empezó a doblarse, pero la pared de roca lo detuvo.

—No te atrevas a intentar eso —amenazó Carson—, o te tiraré a ese arroyo para que te coman los tssi mitts. ¡Venga, vamos!

Dio un fuerte tirón a las riendas. El poni retrocedió, soltó una roca, que cayó haciendo ruido al arroyo, y subió los escalones como si lo estuvieran persiguiendo.

Deseé que mi poni captara la indirecta, y así fue. Alzó la cola y soltó una gran bosta.

Desmonté y cogí las riendas. Bult sacó su diario y miró a Ev, expectante.

—Vamos, Ev —dije.

Ev levantó la cabeza de las pantallas y parpadeó sorprendido.

—¿Adónde vamos? —dijo, como si no hubiera advertido que ya no estábamos serpenteando entre los plataluces.

—Subimos un acantilado. Forma parte del cortejo de apareamiento.

—Oh —dijo él, y desmontó—. La capacidad de vuelo del lanzabadejo le permite alcanzar los plataluces. Necesito hacer pruebas sobre la composición del yeso para confirmarlo, pero no puedo hacerlo hasta que lleguemos a la Cruz del Rey.

Anudé bien tensas las riendas bajo la boca de Inútil y susurré:

—Perezosa copia de segunda de un caballo, voy a cumplir contigo todas las amenazas de Carson y algunas otras que ni siquiera se le han ocurrido, y si te cagas una sola vez antes de que salgamos de este cañón, te meteré ese pomohueso por el cuello.

—¿Por qué tardas tanto? —dijo Carson, que bajaba los peldaños. No tenía su poni.

—No pienso cargar con este poni.

Evitó las boñigas, se colocó detrás de Inútil y empujó un rato.

—Dale la vuelta —dijo.

—Es demasiado estrecho. Ya sabes que los ponis no retroceden.

—Ya verás. —Cogió las riendas y tiró hasta que el animal estuvo nariz con nariz con el poni de Ev—. Vamos, patética imitación de una vaca, mucho menos de un caballo —masculló, y tiró. Inútil subió de espaldas el cañón.

—Eres más listo de lo que pareces —le grité cuando volvía a por Ev.

—No has visto nada todavía —contestó.

No tuvimos más problemas con los ponis: agacharon las cabezas como si hubieran sido derrotados por un enemigo más listo y ascendieron firmemente, no obstante todavía tardamos casi una hora en subir medio klom. Así no íbamos a ninguna parte. El arroyo se encogió hasta convertirse en un hilillo y medio desapareció entre las rocas. Obviamente no era la Lengua, y seguramente Carson estaba pensando lo mismo porque en el siguiente cañón lateral al que llegamos nos hizo tomar la dirección opuesta a la que habíamos seguido.

Era igual de empinada y mucho más estrecha. No tuve que pararme a tomar muestras minerales, simplemente las rozaba con las piernas al pasar. Los bloques de basalto se hicieron más pequeños y empezaron a parecer una pared de ladrillo, y entre ellos había vetas en zigzag de los cristales con facetas triangulares que Carson había traído. Actuaban como prismas, haciendo destellar piezas del espectro a lo largo del estrecho cañón cuando el sol incidía sobre ellas.

Justo cuando pensaba que el cañón iba a desembocar en un callejón sin salida, salimos y nos encontramos entre los plata-luces.

Estábamos en una amplia meseta. Los árboles crecían hasta el borde; a la derecha distinguí la Lengua en lo hondo, y oí el rugido de las cataratas. Carson lo ignoró y se internó cabalgando entre los árboles, encaminándose directamente al otro extremo, sin molestarse siquiera en fingir que Bult nos estaba guiando.

Tenía razón, pensé, nos va a despeñar por un barranco. Salimos de los árboles. Carson había atado su poni a un árbol y se encontraba de pie cerca del borde, contemplando el cañón. Ev se acercó, y luego Bult, y nos quedamos allí sentados en nuestros ponis, mirando.

—Vaya, ¿qué te parece? —dijo Carson, esforzándose por parecer sorprendido—. ¿Quieres mirar eso? Es una catarata.

La cascada con los montículos de yeso era una catarata. No había una palabra que describiera ésta, excepto que era obviamente la Lengua, serpenteando entre los bosques de plataluces al otro lado y luego zambulléndose un buen millar de metros en el cañón que se abría a nuestros pies.

—¡Mierda! —exclamó Evelyn, y dejó caer su lanzabadejo—. ¡Mierda!

Exactamente lo que yo pensaba. Había visto holos de las cataratas de Niágara y Yosemite cuando era niña, y eran muy impresionantes, pero sólo eran agua. Esto…

—¡Mierda! —repitió Ev.

Nos encontrábamos a más de quinientos metros por encima del suelo del cañón, frente a un acantilado de bloques rosados que se alzaba otros doscientos metros. La Lengua brotaba de una estrecha V en lo alto y caía como un suicida cañón abajo con un rugido que yo nunca debería haber confundido con una cascada, lanzando una nube de niebla y rocío que casi podía sentir, y se estrellaba en las revueltas aguas verdiblancas en lo más hondo.

El sol se ocultó tras una nube y luego volvió a asomar, y la catarata explotó como fuegos artificiales. Había un doble arco iris en lo alto del rocío, debido probablemente a que el agua refractaba la luz del sol, pero todo lo demás procedía del acantilado. Estaba surcado por vetas del cristal prismático, y chispeaban y titilaban como diamantes, lanzando pedazos de arco iris al acantilado, a las cascadas, al aire, a todo el cañón.

—¡Mierda! —volvió a repetir Ev, agarrando las riendas de su poni como si pudieran sostenerle—. ¡Es lo más hermoso que he visto en mi vida!

—Es una suerte que cogiéramos por aquí —dijo Carson, y me volví a mirarlo. Tenía los pulgares enganchados en las presillas de los pantalones y parecía muy pomposo—. Si hubiéramos seguido por ese cañón, nos lo habríamos perdido.

Y qué más, pensé. Tantas vueltas entre los plataluces y los peldaños y las consultas con Bult como si no supieras por dónde ibas. Esto es lo que estuviste haciendo mientras yo te esperaba en la Muralla, enferma de angustia. Cazando arco iris.

Seguramente lo había encontrado al seguir la Lengua, buscando una forma de rodear el anticlinal, y luego se puso a deambular por los acantilados y a entrar y salir de los cañones laterales, para encontrar el mejor lugar desde donde mostrarlo. Si nos hubiéramos quedado en la Lengua, como él había hecho probablemente cuando lo encontró, sólo habríamos captado un leve destello en alguna curva, u oído el creciente rugido y nos habríamos preguntado qué sucedía, en vez de verlo estallar ante nosotros como si fuera la visión de un arco iris del cielo.

—¡Una verdadera suerte! —prosiguió Carson, con el bigote tembloroso—. Bien, ¿qué nombre queréis ponerle?

—¿Nombre? —Ev echó la cabeza atrás para mirar a Carson, y yo pensé, bueno, se acabaron los pájaros y el paisaje, volvemos al sexo.

—Sí —dijo Carson—. Es una formación natural. Debemos ponerle un nombre. ¿Qué tal Catarata del Arco Iris?

—¿Catarata del Arco Iris? —repliqué—. ¿No se te ocurre nada mejor? Tendría que ser algo grande, algo que sugiriera todo su esplendor. La Cueva de Aladino.

—No se le puede poner el nombre de una persona.

—Catarata Prisma. Catarata Diamante.

—Catarata de Cristal —dijo Ev, todavía contemplándola.

No colaría. Lo más probable era que el Gran Hermano, siempre vigilante, lo detectara y nos enviara una observación acerca de que Crissa Jane Tull trabajaba en el equipo de exploración y el nombre no era aceptable, y esta vez podrían demostrar una conexión, y nos multarían hasta dejarnos secos.

Era una lástima, porque Catarata de Cristal era el nombre perfecto. Y hasta que el Gran Hermano se percatara, Ev conseguiría un montón de polvos de C.J.

—Catarata de Cristal —dije—. Tienes razón. Es perfecto.

Miré a Carson, preguntándome si él estaba pensando lo mismo, pero ni siquiera escuchaba. Miraba a Bult, que estaba inclinado sobre su cuaderno.

—¿Cuál es el nombre boohteri para la catarata, Bult? —preguntó Carson, y Bult alzó la cabeza, dijo algo que no pude oír, y volvió a concentrarse en sus cosas.

Dejé a Ev babeando ante el cañón y me acerqué a ellos, pensando, perfecto, acabará llamándose Catarata de la Sopa Muerta o, peor, «Nuestra».

—¿Qué ha dicho? —le pregunté a Carson.

—Daño en la superficie de la roca —dijo Bult. Estaba sumando multas—. Daño a flora indígena.

Me supuse que iba a añadir, «tono y modales inadecuados», pero Carson ni siquiera parecía molesto.

—Bult —gritó, pero sólo a causa del rugido—, ¿cómo la llamáis?

Él volvió a alzar la cabeza y miró vagamente a la izquierda de la catarata. Aproveché la oportunidad para quitarle el cuaderno de las manos.

—¡La catarata, bicho de sesos de poni! —estallé, señalando, y él miró en la dirección adecuada, aunque quién demonios sabe a qué estaba mirando realmente… a una nube, tal vez, o alguna roca que cayera por el acantilado.

—¿Tienen los boohteri un nombre para la catarata? —preguntó Carson con una paciencia de santo.

Vwarrr—dijo Bult.

—Ésa es la palabra para agua —objetó Carson—. ¿Tenéis una palabra para esta catarata?

Bult dirigió a Carson una de aquellas peculiares miradas, y pensé, divertida, que estaba intentando adivinar lo que Carson quiere que diga.

—Dijiste que tu gente nunca había estado en las montañas —le apuntó Carson, y pareció como si Bult hubiera recordado de pronto su línea de diálogo.

—Nah nahm.

—No podéis llamarla Nah Nahm —dijo Ev desde detrás de nosotros—. Tiene que ser un nombre hermoso. ¡Algo grande!

—¡Gran Cañón! —apunté.

—Algo como Deseo del Corazón —prosiguió Ev—. O Fin del Arco Iris.

—Deseo del Corazón —comentó Carson, pensativo—. Ése no está mal. Bult, ¿qué hay del cañón? ¿Tienen los boohteri un nombre para él?

Pero esta vez Bult ya sabía qué contestar.

—Nah nahm.

—Cañón Joyas de la Corona —se entusiasmó Ev—. Cataratas Brillo Estelar.

—Debería ser un nombre indígito —observó Carson piadosamente—. Recuerda lo que dijo el Gran Hermano: «No se escatimarán esfuerzos por descubrir el nombre indígena de toda flora, fauna y formaciones naturales.»

—Bult acaba de decirte que no tienen nombre para eso —repliqué.

—¿Qué hay del acantilado, Bult? —insistió Carson, mirando con intensidad a Bult—. ¿O las rocas? ¿Tienen los indígitos un nombre para ellas?

Por lo visto Bult necesitaba un apuntador, pero Carson no parecía enfadado.

—¿Y los cristales? —prosiguió rebuscando en su bolsillo—. ¿Cómo llamáis a este cristal?

El rugido de la catarata parecía hacerse más fuerte.

Thitsserrrah —dijo Bult.

—Sí. Tssarrrah. Sugeriste Catarata de Cristal, Ev. La llamaremos Tssarrrah, como los cristales.

El rugido se hizo tan intenso que acabó por marearme, y me agarré al poni.

—Cataratas Tssarrrah —dijo entonces Carson—. ¿Qué te parece, Bult?

—Tssarrrah —dijo Bult—. Nahm.

—¿Y a ti? —me preguntó Carson.

—Me parece un nombre bonito —dijo Ev.

Me acerqué al borde, todavía sintiéndome mareada, y me senté.

—Eso lo da por zanjado —anunció Carson—. Fin, ya puedes transmitirlo. Cataratas Tssarrrah.

Me quedé allí sentada escuchando el rugido y viendo el rocío resplandeciente. El sol se ocultó tras una nube y volvió a estallar, y los arco iris danzaron por el acantilado como lanzabutres, chispeando como cristal.

Carson se sentó a mi lado.

—Cataratas Tssarrrah —sonrió—. Menos mal que los indígitos tenían una palabra para esos cristales. El Gran Hermano quiere que demos a las cosas nombres indígenas.

—Sí. Una suerte. ¿Qué significa tssarrrah, te lo ha dicho Bult?

—«Hembra loca», probablemente. O tal vez «deseo del corazón».

—¿Con cuánto tuviste que sobornarlo? ¿Con los salarios del año que viene?

—Eso es lo divertido —dijo él, frunciendo el ceño—. Iba a darle el saltón, ya que le gusta tanto. Supuse que tendría que darle mucho más después del yacimiento petrolífero, pero le pregunté si nos ayudaría y el accedió sin más. Ni una multa, nada.

No me sorprendió.

—¿Enviaste el nombre? —preguntó.

Contemplé las cataratas largo rato. El agua rugía, danzando con los arco iris.

—Lo haré cuando bajemos. ¿No será mejor que nos vayamos? —dije, y me levanté.

—Sí —convino él, mirando al sur, donde las nubes volvían a acumularse—. Parece que va a llover otra vez.

Tendió la mano y yo lo ayudé a levantarse.

—No tenías por qué marcharte de esa forma —dije.

El siguió sujetándome la mano.

—No tenías por qué arriesgar tu vida de ese modo —me soltó—. Bult, vamos, tienes que guiarnos en la bajada.

—¿Cómo demonios vamos a hacer eso si los ponis nunca vuelven sobre sus propios pasos? —pregunté, pero el poni de Bult atravesó los plataluces y bajó por el estrecho cañón, y los nuestros lo siguieron en fila india sin rebuznar siquiera.

»Las tormentas de arena no son lo único que se falsea por aquí —murmuré.

Nadie me oyó. Carson iba tras Bult, que todavía guiaba, bajando el cañón lateral, el que tanto problema nos dio con los ponis, y luego por otro cañón lateral. Los dejé que guiaran y miré a Ev, encorvado sobre su terminal, probablemente calculando estadísticas de lanzabadejos. Llamé a C.J.

Después de hablar con ella, miré al frente y descubrí un destello junto a las cascadas. Los arco iris iluminaban el cielo. Ev me alcanzó.

—En los saltones no se verá como en la realidad.

—Imposible.

El cañón se ensanchó y disfrutamos de una perspectiva lateral de las cataratas, con el agua saltando por el acantilado cuajado de cristal, hacia abajo.

—Por cierto, ¿cuál es el nombre de pila de Carson? —dijo Ev.

Ya le había dicho yo a Carson que era listo.

—¿Qué?

—Su nombre de pila. Me he dado cuenta de que no lo sé. En los saltones siempre os llaman Findriddy y Carson.

—Es Aloysius. Aloysius Byron. Sus iniciales son A.B.C. No le digas que me he chivado.

—Su nombre de pila es Aloysius —dijo, pensativo—. Y el tuyo es Sarah.

Listísimo, vaya.

—¿Sabías que en algunas especies los machos compiten por la hembra más deseable? —dijo, sonriendo con tristeza—. La mayoría no tiene ninguna posibilidad. Ella siempre elige al más valiente. O al más listo.

—Fuiste bastante listo al averiguar que los lanzabadejos construyeron la Muralla.

Él se animó.

—Todavía tengo que demostrarlo. Tendré que hacer análisis de contención y probabilidades de obra/tamaño cuando vuelva a la Cruz del Rey. Y redactar un informe.

—También aparecerá en los saltones —sonreí—. Serás famoso. Ev Parker, socioexozoólogo.

—¿Tú crees? —dijo, como si no se le hubiera ocurrido antes.

—Seguro. Un episodio entero.

Me miró con suspicacia.

—Eres tú, ¿verdad? Tú eres quien escribe los episodios. Tú eres el Capitán Jake Trailblazer.

—No —contesté—, pero sé quién es. —Las iniciales coincidían: C.J.T., pensé—. Mierda, puede que consigas una serie entera.

El cañón se abrió y nos encontramos en otra meseta tan grande como una pradera. Luego seguimos bajando. A un lado había un camino de descenso, una pendiente que conducía al suelo del cañón. Tras el cañón podían verse las llanuras, rosadas y violetas. Distinguí el macizo que respaldaba en anticlinal al este, demasiado lejos de los escáneres para advertir nada.

—Parada de descanso —anunció Bult, y se bajó de su poni. Se sentó bajo un plataluz y conectó el saltón.

—¿Oyes eso? —dijo Carson, mirando al cielo.

—Es C.J. —contesté—. Le pedí que viniera a recoger a Ev para que pudiera trabajar en su teoría. Tiene que hacer algunas pruebas.

—¿Está haciendo aéreas? —preguntó, mirando ansiosamente en dirección al macizo.

—Le indiqué que se dirigiera al sur y que se acercara por las Ponicacas, que necesitábamos una aérea de ellas.

—¿No podía hacerla de regreso?

—¿Bromeas? Viajará con Ev. No hará ninguna aérea con él en el heli. Mierda, probablemente se habrá olvidado de hacer las aéreas en el camino de venida, de puro nerviosismo.

Carson me miró intrigado. El heli revoloteó sobre la pradera. C.J. saltó de la bodega, corrió hasta Ev, y prácticamente lo derribó al besarlo.

—¿De qué va todo esto? —preguntó Carson, observándolos.

—Rito de cortejo —le expliqué—. Le dije que Ev había bautizado la catarata en su honor: Catarata de Cristal. —Miré a Carson—. Era la única manera que tenía de ganarse un polvo. En este planeta, al menos.

Los tortolitos seguían abrazados.

—Cuando averigüe cómo la llamamos de verdad, se pondrá hecha una furia —dijo Carson, sonriendo—. ¿Cuándo piensas decírselo?

—Nunca. Ése es el nombre que transmití.

Él dejó de sonreír.

—¿Por qué demonios lo hiciste?

—El otro día Ev casi me coló un nombre. Arroyo Criss-cross. Tú estabas pendiente de los planes de Bult, y yo estaba ocupada tratando de cargarlo todo en los ponis, y cuando me preguntó cómo íbamos a llamar al arroyuelo que cruzamos, no le presté atención. Al Gran Hermano no se le habría escapado, pero a mí sí. Tenía la cabeza en otros asuntos.

Ev y C.J. se habían soltado y contemplaban la catarata. C.J. hacía ruiditos chirriantes que prácticamente ahogaban la cascada.

—Al Gran Hermano no se le pasará tampoco Catarata de Cristal —dijo Carson—. En cambio Catarata Tssarrrah habría colado.

—Lo sé, pero tal vez estén demasiado ocupados gritándonos por ponerle ese nombre y matar al tssi mitss que se olvidarán del yacimiento petrolífero.

Él miró a Ev. C.J. volvía a besarle.

—¿Qué hay de Evie?

—No dirá nada.

—¿Y Bult? ¿Cómo sabemos que no nos sacará de estas montañas directamente a otro anticlinal? ¿O a un yacimiento de diamantes?

—Eso tampoco es un problema. Sólo tienes que pedírselo.

El se volvió a mirarme.

—¿Decirle qué?

—¿No sabes reconocer cuándo le haces tilín a alguien? Te enciende hogueras, ve tus escenas en el saltón una y otra vez, te hace regalos…

—¿Qué regalos?

—Todos esos datos. Los binos.

—Eran nuestros binos.

—Sí, bueno, los indígitos parecen tener algunos problemas con esa palabra. Te dio también la mitad del lanzabadejo. Y un yacimiento petrolífero.

—Por eso accedió a ayudarme con la catarata. —Se detuvo—. Creía que Ev dijo que era macho.

—Y lo es —sonreí yo—. Por lo visto tiene tantos problemas en identificar nuestro sexo como nosotros con él.

—¿Cree que soy una hembra?

—No me extraña —me burlé. Empecé a caminar.

Él me agarró del brazo y me hizo girar para que lo mirara a la cara.

—¿Seguro que quieres hacer esto? Podrían despedirnos.

—No, no lo harán. Somos Findriddy y Carson. Somos demasiado famosos para que nos despidan —le sonreí—. Además, no pueden. Después de esta expedición, les deberemos nuestros salarios de las próximas veinte.

Nos acercamos a C.J. y Ev, que otra vez se hacían arrumacos.

—Ev, tú y tu poni volveréis con C.J. a la Cruz del Rey —anuncié—. Tienes que escribir todo ese rollo de la Muralla.

—Evelyn me ha contado su teoría —dijo C.J. Yo me pregunté cuándo había tenido tiempo—. Y cómo te salvó del tssi mitss.

—Nosotros nos adelantamos para acabar la expedición —dijo Carson, acercando el poni de Ev—. Ya que estamos aquí, exploraremos las Ponicacas.

Metimos al poni en la bodega y le indicamos a C.J. que girara al oeste sobre las Ponicacas y luego al norte camino de casa y que tratara de tomar una aérea.

Ella no prestaba atención.

—No os preocupéis, ¿vale?, tomaos vuestro tiempo —dijo, subiendo al heli—. Nosotros estaremos bien. —Avanzó hacia el interior.

Carson le tendió a Ev su mochila.

—Si pudierais sacar holos de la Muralla en sitios distintos, lo agradecería —dijo Ev—. Y muestras del yeso.

Carson asintió.

—¿Algo más?

Ev miró al heli.

—Ya habéis hecho bastante. —Sacudió la cabeza, sonriendo—. Catarata de Cristal —dijo, mirándome—. Sigo pensando que deberíamos haberla llamado Deseo del Corazón.

Subió al heli y C.J. despegó, revoloteando tan cerca del suelo que los dos tuvimos que agacharnos.

—Quizás hemos hecho demasiado —masculló Carson—. Espero que C.J. no esté tan agradecida que acabe matándolo.

—Yo no me preocuparía por eso.

El heli circundó el cañón como un lanzabadejo y pasó ante la catarata para echar un último vistazo. Se perdieron volando con rumbo norte, cruzando la llanura, lo cual significaba que no íbamos a conseguir ninguna aérea.

—Sólo estamos posponiendo lo inevitable, ¿sabes? —comentó él, contemplando el heli—. Tarde o temprano el Gran Hermano se dará cuenta de que hemos tenido demasiadas tormentas de polvo, o Wulfmeier se encontrará con esa veta de plata del 246-73. Si Bult no averigua lo que podría conseguir por este sitio y lo dice primero.

—He estado pensando en eso. Tal vez no será tan malo como pensamos. No construyeron la Muralla, ¿lo sabías? Sólo se mudaron después, golpearon a los nativos en la cabeza, y se apoderaron de ella. Bult probablemente será dueño de la Puerta de Salida y de media Tierra dentro de un año.

—Y construirá una presa sobre la catarata.

—No si fuera un parque nacional. Ya has oído lo que dijo Ev sobre cómo quería ver los árboles de plataluz y la Muralla, sobre todo cuando descubran quién la construyó. Supongo que la gente vendrá desde muy lejos para disfrutar del paisaje. —Hice un gesto hacia la catarata—. Bult podría cobrar por la entrada.

—Y luego multarlos por dejar huellas —añadió—. Por cierto, ¿cómo impedirás que Bult se enamore de ti cuando se entere de que no soy una hembra?

—Él cree que soy un macho. Le pasa lo mismo que a ti: no me identifica como mujer.

—Me lo estarás machacando siempre, ¿eh?

—Pues sí.

Me acerqué al lugar donde Bult estaba sentado, viendo el saltón en el que Carson cogía de la mano a Faldita Minúscula.

—Ven conmigo —dijo Carson.

—Vamos, Bult —dije—. En marcha.

Bult cerró el saltón y se lo tendió a Carson.

—Enhorabuena —me burlé—. Estás prometido.

Bult sacó su cuaderno.

—Perturbación de la superficie terrestre —me dijo—. Ciento cincuenta.

Monté a Inútil.

—En marcha.

Carson contemplaba de nuevo las cataratas.

—Sigo pensando que tendríamos que haberlas llamado Cataratas Tssarrrah —dijo. Se acercó a su poni y empezó a rebuscar en la alforja.

—¿Qué demonios estás haciendo ahora? —protesté—. ¡Vámonos!

—Tono y modales inadecuados —le dijo Bult a su cuaderno.

—No hablaba contigo —contesté—. ¿Qué estás buscando? —le pregunté a Carson.

—Los binos. ¿Los tienes tú?

—Te los di. Venga, vamos.

Montó en su poni y empezamos a bajar la pendiente siguiendo a Bult. Tras el acantilado la llanura se volvía púrpura con la luz del atardecer. La Muralla se curvaba al salir de las Ponicacas y serpenteaba entre ellas, y más allá se extendían las mesetas, ríos y conos de ceniza del territorio inexplorado, ofrecidos ante mí como un regalo, como los regalos de un parrapájaro.

—No me los diste —replicó Carson—. Si has vuelto a perder los binos…

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