Expedición 184: día 3

Tendí mi petate junto a los ponis para no tener que soportar a Carson, y por la mañana dije:

—Muy bien, Ev, cabalga conmigo. Quiero que me cuentes todo lo que sabes sobre las costumbres de apareamiento.

—Hace frío por aquí esta mañana —comentó Carson.

Até las cámaras a Inútil y tensé la cincha.

—No me gusta el aspecto de esas nubes —dijo Carson, contemplando las Ponicacas. Estaban cubiertas de nubes bajas que se extendían. La mitad del cielo estaba cubierto—. Por suerte nos dirigimos al norte.

—Suhhth —dijo Bult, señalando al sur—. Brchhaa.

—¿Pero no dijiste que había una brecha al norte de aquí? —protestó Carson.

—Suhhth —repitió Bult, mirándome.

Yo le devolví la mirada.

—Se comporta de una forma muy rara —comentó Carson—. Ha estado fuera casi toda la noche, y esta mañana dejó un puñado de dados en mi petate. Y Evie dice que su saltón ha desaparecido.

—Bien —dije yo, montando a Inútil—. Ev, cuéntame otra vez lo que hacen los machos para impresionar a las hembras.

Bult nos condujo hacia el sur durante casi toda la mañana, manteniéndose cerca de la Lengua, aunque la Muralla estaba al menos a dos kloms al oeste y no había nada entre nosotros y ella más que una florena y un montón de tierra rosa.

Bult seguía dirigiéndome miradas asesinas, y acicateaba a su poni para que fuera más rápido. El bicho no sólo lo hacía, sino que nuestros ponis le seguían el ritmo, y no se desplomaron ni una sola vez en toda la mañana. Me pregunté si Bult había estado falseando paradas de descanso como nosotros hacíamos con las tormentas de arena. Y vete a saber qué más habría estado falseando.

A eso de mediodía, dejé de esperar una parada de descanso y saqué de mi alforja comida deshidratada para almorzar. Poco después llegamos a un arroyo, que Bult cruzó sin mirarlo siquiera, y a un grupito de árboles de plata. Todo el cielo estaba gris ya, así que no parecían gran cosa.

—Es una pena que no haga sol —le dije a Ev. Miré las hojas grisáceas, que colgaban flácidas y polvorientas—. No se parecen a los saltones, ¿verdad?

—Creo que he perdido el saltón —dijo Ev—. Lo guardé bajo mi petate en vez de bajo mi bota. —Vaciló—. No sabía cómo fue elegida para ser la acompañante de Carson, ¿verdad?

—¿Pero qué dices? Ése es el estilo del Gran Hermano. CJ. fue escogida porque tiene ascendencia navajo en una decimosexta parte. —Miré a Carson.

—¿Por qué vino a Boohte? —preguntó Ev.

—Ya lo has oído —respondí—. Quería aventura. No temía al peligro. Quería ser famosa.

Cabalgamos a la par.

—¿De verdad que es por eso?

—Cambiemos de tema —le pedí—. Háblame de las costumbres de apareamiento. ¿Sabías que en Starsi hay un pez tan tonto que piensa que está siendo cortejado cuando no es así?

Medio klom después de los árboles de plataluz, Bult giró al oeste hacia la Muralla. Sobresalía para recibirnos, y donde lo hacía, toda una sección había caído, un montón de brillantes escombros blancos con marcas de agua. Una riada debía de habérsela llevado, aunque estaba muy lejos de la Lengua.

Bult nos condujo por la brecha y, finalmente, al norte, manteniéndose siempre cerca de la Muralla hasta el arroyo que habíamos cruzado. Ev tenía muchas ganas de ver la parte delantera de la Muralla, aunque sólo unas pocas de las cámaras parecían haber sido habitadas últimamente, y todavía más ansioso por observar un lanzabadejo que intentó lanzarse en picado contra nosotros cuando cruzábamos la brecha.

—Es evidente que la Muralla queda dentro de su territorio —dijo y se inclinó para examinar el interior—. ¿Han visto alguno de sus nidos en las cámaras?

Si seguía inclinándose, acabaría cayéndose del poni.

—¡Parada de descanso! —Llamé a Carson y a Bult, y tiré de las riendas—. Vamos, Ev —dije, y desmonté—. Va contra las reglas entrar en las cámaras, pero puedes echar un vistazo.

Miró a Bult, que había sacado su cuaderno y nos observaba de mal talante.

—¿Qué hay de la multa por dejar huellas?

—Carson puede pagarla —dije—. Hace dos días que Bult no le pone ninguna multa. —Me acerqué a una cámara y miré más allá de la puerta.

No son puertas de verdad, más bien un agujero abierto en el centro del lado, y tampoco hay suelo. Los laterales se curvan como un huevo. Había un ramillete de florenas en el fondo de ésta, y en la mitad una de las banderas americanas que Bult había comprado dos expediciones atrás.

—Rito de cortejo —dije, pero Ev estaba mirando el techo curvo, intentando ver si había un nido—. Hay varias especies de pájaros que anidan en los nidos de otras especies. El panakeet de Yotata, el cuco.

Regresamos a los ponis. Empezaba a chispear. Bult sacó el paraguas de su mochila y lo abrió. Carson había bajado del poni y cojeaba hacia nosotros.

—Fin, ¿qué demonios estás haciendo? —espetó cuando nos alcanzó.

—Una parada de descanso —expliqué—. No hemos hecho ninguna en todo el día.

—Y no vamos a hacerla ahora. Por fin nos dirigimos al norte. —Cogió las riendas de Inútil y pegó un tirón—. Ev, quédate aquí y ve en retaguardia. Fin cabalgará conmigo.

—Me gusta ir detrás —objeté.

—Lástima —masculló él, y arrastró mi poni—. Vas a cabalgar conmigo. Bult, guía tú. Fin y yo vamos a cabalgar juntos.

Bult me dirigió una mirada asesina y conectó su paraguas. Cruzó el arroyo y luego lo remontó, en dirección al oeste.

—Ahora, en marcha —dijo Carson, y montó en su poni—. Quiero estar lejos de las montañas al anochecer.

—¿Y para eso tengo que cabalgar contigo, para que pueda decirte por dónde está el norte? —dije yo, levantando la pierna—. Por allí.

Señalé al norte. En esa dirección se erguía un alto saliente y entre él y las Ponicacas se extendía una franja de llanura grisácea y rosada, manchada aquí y allá por parches blancuzcos y oscuros.

Bult cruzaba la llanura, todavía siguiendo el arroyo, y su poni dejaba profundas huellas en el suelo blando.

—Gracias —rezongó Carson—. Por la forma en que has estado actuando, no creía que supieras qué cosa es arriba y cuál abajo, mucho menos dónde está el norte.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Pues que no le has estado prestando atención a nada desde que Evelyn apareció y empezó a hablar de costumbres de apareamiento. Pensaba que ya os habríais quedado sin especies.

—Te equivocas —repliqué.

—Se supone que estás explorando, no escuchando a los prestamistas. Por si no te has dado cuenta, estamos en territorio inexplorado, no tenemos aéreas, Bult va medio klom por delante de nosotros… —Señaló hacia delante.

El poni de Bult bebía en el arroyo. Todavía chispeaba, pero Bult apagó su paraguas y lo plegó.

—… y vete a saber qué está haciendo. Podría estar conduciéndonos a una trampa. O trazando círculos hasta que se nos acabe la comida.

Miré a Bult. Había cruzado el arroyo y cabalgado un poco por el otro lado. Su poni bebió otro trago.

—Tal vez Wulfmeier ha vuelto y Bult nos guía derechitos a él. Y no has consultado la pantalla en toda la mañana. Se supone que tienes que escrutar subsuperficies, no escuchar a Evie Querido hablar de sexualidad.

—¡Su charla es mucho más divertida que tus sermones! —Di una patada al diario y pedí una subsuperficial. Por delante, el poni de Bult se había detenido y volvía a beber. Miré el arroyo. Donde cortaba los bancos, la arena parecía lodo—. Cancela la subsuperficial —dije.

—No has estado prestando atención a nada —insistió Carson—. Pierdes los binos, pierdes el saltón…

—Cierra el pico —dije, mirando el macizo, que cubría toda la llanura. La llanura se elevaba ligeramente en su base—. Terreno —pedí—. No. Terreno cancelado.

Contemplé la zona blancuzca más cercana. Donde las gotas de lluvia la alcanzaban, quedaba moteado de rosa.

—Tenías que guardar el saltón en la bota. Si Bult lo coge…

—Calla —ordené. Por donde el poni de Bult había pasado se distinguían unas huellas de quince centímetros de profundidad en la tierra gris y marrón. Las de delante eran oscuras en el fondo.

—Si hubieras estado atenta te habrías dado cuenta de que Wulfmeier… —machacaba Carson.

—¡Mierda! —dije—. ¡Tormenta de polvo! —Golpeé la desconexión—. Mierda.

Carson se volvió en el huesosilla como si esperara ver un berrinche de polvo rugiendo, y luego se volvió y me miró.

—Subsuperficial —le dije al terminal. Señalé las huellas del poni—. Desconectada, y sin rastro. Carson contempló las huellas.

—¿Todo está difuminado?

—Sí —respondí comprobando las cámaras para asegurarme.

—¿Estás ejecutando una subsuperficial?

—No es necesario —dije, señalando la llanura—. Está allí encima. Mierda, mierda, mierda. Evelyn se acercó.

—¿Qué pasa?

—Sabía que estaba tramando algo —dijo Carson, mirando a Bult. Se había bajado del poni y se agachó en el borde de una mancha oscura—. ¿Ves como nos conducía a una trampa?

—¿Qué pasa? —dijo Ev, sacando su cuchillo—. ¿Mordisqueadores?

—No, un par de zapas reales —dijo Carson—. ¿Estaba conectado el diario?

—Pues claro que estaba conectado —repliqué—. Estamos en inexplorado. Terreno, desconectado y sin rastro —dije, pero ya sabía lo que iba a mostrar. Un macizo recortando un terreno ladeado. Barro. Sal. Filtraciones. Un anticlinal típico como en los holos de Wulfmeier. Mierda, mierda, mierda.

—¿Qué pasa? —se impacientó Evelyn.

El terreno apareció en la pantalla.

—Superposición subsuperficial —indiqué.

—Nahtthh —llamó Bult.

Alcé la cabeza. Había levantado su paraguas y señalaba el macizo.

—El muy puñetero —dijo Carson—. ¿Adónde nos lleva ahora?

—Tenemos que salir de aquí —dije, escrutando la subsuperficie. Era peor de lo que esperaba. El terreno tenía quince kloms cuadrados, y estábamos justo en el centro.

—Quiere que le sigamos —dijo Carson—. Probablemente va a enseñarnos un pozo de petróleo. Tenemos que salir de aquí.

—Lo sé —asentí escrutando la subsuperficie. La cúpula de sal ocupaba toda la longitud del macizo y se extendía hasta el pie de las Ponicacas.

—¿Qué hacemos? ¿Volvernos a la Muralla?

Sacudí la cabeza. La única manera segura de salir de allí era volver sobre nuestros pasos, pero los ponis no retrocederían, y la subsuperficial mostraba una falla secundaría al sur del arroyo. Si la cruzábamos en ángulo era probable que nos topáramos con una filtración, y obviamente no podíamos ir al norte.

—Superposición de distancia —dije—. Desconectada y sin rastro.

—No podemos permanecer desconectados todo el día —objetó Carson—. C.J. ya desconfía.

—Lo —contesté, mirando desesperada el mapa. No podíamos ir al oeste. Estaba demasiado lejos, y la subsuperficial mostraba filtraciones en esa dirección—. Tenemos que encaminarnos al sur. —Señalé la ladera de las Ponicacas—. Tenemos que subir a ese promontorio para estar por encima de la meseta natural.

—¿Seguro? —dijo Carson, acercándose para mirar la pantalla.

—Segurísimo. Las rocas son de yeso.

—Cosa que frecuentemente se asocia con un anticlinal. Mierda, mierda, mierda.

—¿Y luego qué? ¿Escalar las Ponicacas con este tiempo?

—Señaló las nubes.

—Tenemos que ir a alguna parte. No podemos quedarnos aquí. Y cualquier otro camino puede acabar desembocando en Oklahoma.

—Muy bien —cedió él, montando en su poni—. Vamos, Ev. Nos largamos.

—¿No tendríamos que esperar a Bult? —apuntó Ev.

—Sólo faltaría eso. Ya nos ha metido en bastantes problemas. Que se las arregle solito para salir. Ese maldito Wulfmeier. Guía tú —me dijo—, nosotros te seguiremos.

—Poneos detrás y aullad si veis algo que yo no vea.

Como un anticlinal. O un yacimiento petrolífero.

Miré la pantalla, deseando que nos mostrara un camino que seguir, y empecé a cruzar lentamente la llanura, atenta a las filtraciones y esperando que los ponis no se hundieran de pronto hasta los tobillos. O que decidieran tumbarse.

Empezó a lloviznar, y luego a llover, y tuve que frotar la pantalla con la mano.

—Bult nos sigue —gritó Carson, cuando estábamos a medio camino del promontorio.

Miré hacia atrás. Había plegado su paraguas y acicateaba al poni para alcanzarnos.

—¿Qué le diremos?—pregunté.

—Y yo qué sé —dijo Carson—. Maldito Wulfmeier. Todo esto es culpa suya.

Y mía, pensé. Tendría que haber reconocido los signos en el terreno. Tendría que haber reconocido los signos en Bult.

El suelo se hizo más pálido; ejecuté una geológica y encontré una mezcla de yeso y azufre en el barro. Me pregunté si podría arriesgarme a volver a conectar el transmisor, y aproximadamente entonces Inútil se hundió en una filtración hasta la pezuña. Empezó a lloviznar otra vez.

Tardamos hora y media en salir del yacimiento petrolífero bajo la lluvia y en llegar a las primeras colinas. También eran de yeso, erosionadas por el viento hasta convertirse en montículos aplanados y en forma de huso que parecían exactamente cagadas de poni. Al parecer, allí no había llovido tanto. El yeso estaba seco y polvoriento, y antes de subir cincuenta metros quedamos cubiertos de arenilla rosa y lascas.

Encontré un arroyo y metimos en él los ponis para eliminar el petróleo de sus cascos. Se resintieron del agua fría y la inclinación, y al final desmonté y llevé a Inútil de la rienda, maldiciendo cada paso de la subida.

Bult nos había alcanzado. Estaba justo detrás de Ev, tirando de las riendas de su poni y observando pensativo a Carson. También Ev parecía reflexivo, y esperé que eso no significara que había sumado dos y dos, aunque no parecía probable. Torció el cuello para mirar un lanzabadejo que hacía un vuelo de reconocimiento sobre nosotros.

Necesitaba volver a conectar el transmisor, pero quería asegurarme de que el anticlinal estuviera fuera del alcance de la cámara. Arrastré a Inútil hasta un charco despejado y lo conduje a un pequeño hueco rodeado de rocas y descargué el transmisor.

Ev se acercó.

—Tengo que preguntarle una cosa —dijo con cierta urgencia y yo pensé, mierda, sabía que era más listo de lo que parecía, pero el se limitó a preguntar—: ¿Está cerca la Muralla?

Le contesté que no lo sabía, y él escaló las rocas para comprobarlo con sus propios ojos. Bueno, pensé, al menos no había dicho nada de lo bien que Carson y yo trabajábamos juntos en una crisis.

Borré las subsuperficiales y geológicas y encendí el diario para ver hasta dónde llegaban los daños y luego volví a conectar el transmisor.

—¿Qué ha pasado ahora? —dijo C.J.—. Y no me vengas con que fue otra tormenta de polvo: estaba lloviendo.

—No ha sido una tormenta de polvo. Creí que lo era, pero se trataba de una pared de lluvia. Nos golpeó antes de que pudiera cubrir el equipo.

—Oh —dijo ella, como si la hubiera dejado sin argumentos—. No creía que pudierais tener una tormenta de polvo en ese barro que atravesabais.

—No la tuvimos —confirmé. Le conté dónde estábamos.

—¿Qué hacéis allá arriba?

—Temíamos una riada —le expliqué—. ¿Te han llegado la subsuperficial y el terreno? Estaba trabajando en eso cuando nos alcanzó la lluvia.

Hubo una pausa mientras ella lo comprobaba y yo me pasé una mano por la boca. Sabía a yeso.

—No —respondió—. Hay una orden para una subsuperficial y luego una cancelación.

—¿Una cancelación? Yo no he cancelado nada. Seguramente pasó mientras el transmisor estaba afectado. ¿Y las aéreas? ¿Tienes algo sobre las Ponicacas? —Le di nuestras coordenadas.

Hubo otra pausa.

—Tengo una al este de la Lengua, pero nada cerca de donde estáis. —La puso en la pantalla—. ¿Me pasas a Evelyn?

—Está secando los ponis. Yo misma puedo decirte que no le ha puesto tu nombre a nada todavía, aunque lo ha intentado.

—¿Sí? —dijo ella, complacida, y desconectó sin preguntar nada más.

Ev regresó.

—La Muralla queda justo al otro lado de esas rocas —anunció sacudiéndose el polvo de los pantalones—. Pasa por encima de lo alto de ese risco.

Le dije que fuera a secar los ponis y volví a activar el diario. Las huellas parecían barro, sobre todo con la lluvia picoteando la tierra parda, y estaba nublado, así que no había ninguna iridiscencia. Y no había una subsuperficial. Ni una aérea.

Pero estaba yo, diciendo que cancelara la subsuperficial. Y el terreno estaba allí en el diario para que lo vieran: el macizo de arenisca y la tierra parda y los parches de sal evaporada.

Miré las patas de los ponis. Parecía un poco de barro, tal vez, pero la cosa sería muy distinta cuando las ampliaciones estuvieran disponibles. Y seguro que las pedirían, teniendo en cuenta que C.J. no paraba de hablar de tormentas de polvo falsas y nosotros habíamos desconectado el transmisor durante más de dos horas.

Tendría que decírselo a Carson. Miré hacia el estanque, pero no le vi, y no me apetecía ir a buscarlo. Sabía lo que iba a decir: que tendría que haberme dado cuenta de que era un anticlinal, que estaba en las nubes, que todo era culpa mía y que era un desastre como compañera. Bueno, ¿qué esperaba? Sólo me había elegido por mi sexo.

Carson llegó tras escalar las rocas.

—Le he echado un vistazo al diario de Bult —anunció—. No ha anotado ninguna multa.

—Lo sé —contesté—. Ya lo he comprobado. ¿Qué ha dicho?

—Nada. Está sentado en una de esas cámaras de la Muralla, de espaldas a la puerta.

Me quedé reflexionando.

—Probablemente se siente ofendido porque no le hemos pagado por traernos aquí. Es evidente que Wulfmeier le ofreció dinero por indicarle dónde había un yacimiento petrolífero. —Se quitó el sombrero. Había una línea de polvo de yeso donde antes estaba el ala—. Le dije que nos preocupaba la lluvia, que pensamos que la llanura se inundaría, así que decidimos subir aquí.

—Eso no le impedirá guiarnos de vuelta cuando pare de llover.

—Le dije que querías ejecutar geológicas en las Ponicacas. —Volvió a ponerse el sombrero—. Voy a buscar una forma de salir. —Se agachó a mi lado—. ¿Es muy malo?

—Bastante. Se puede ver la inclinación y el barro en el diario, y a mí en conexión, cancelando la subsuperficial.

—¿Puedes arreglarlo?

Sacudí la cabeza.

—Tuvimos el transmisor desconectado demasiado tiempo. Ya ha pasado la puerta.

—¿Y C.J.?

—Le dije que nos pilló la lluvia. Cree que las huellas son barro. Pero el Gran Hermano no pensará igual.

Dio la vuelta para mirar la pantalla.

—¿Tan malo es?

—Y más —dije amargamente—. Cualquier idiota vería que es un anticlinal.

—Quieres decir que tendría que haberme dado cuenta —se encrespó él—. No fui yo quien se quedó detrás hablando de sexo. —Lanzó el sombrero al suelo—. Ya te advertí que acabaría jorobándonos la expedición.

—¡Pero cómo puedes echarle la culpa a Ev! ¡No fue él quien me estuvo gritando durante una hora mientras los escáneres grababan el maldito anticlinal!

—¡No, estaba demasiado ocupado observando pájaros! ¡Y contemplando saltones! ¡Oh, ha sido de gran ayuda! ¡Lo único que ha hecho en toda esta expedición es intentar echarte un polvo!

Pulsé el botón de borrar, y la pantalla se volvió negra.

—¿Cómo sabes que no lo ha hecho ya? —Pasé ante él—. ¡Al menos Ev se da cuenta de que soy una mujer!

Bajé las rocas, tan enfadada que podría haberlo matado, con multa o sin multa, y acabé sentada en una ponicaca de yeso junto a la charca, esperando que se calmara y buscara un camino de bajada.

Lo hizo tras unos minutos, y llegó al arroyo sin mirarme siquiera. Vi que Ev bajaba desde la Muralla y le decía algo. Carson lo ignoró y se fue al promontorio. Ev se quedó allí observándolo, con cara de pasmo, y luego me miró.

En toda su charla sobre costumbres de apareamiento había una cosa cierta: cuando lo instintivo hace acto de presencia, anula el pensamiento racional. Y el sentido común. Yo estaba enfadada conmigo misma por no haber visto el anticlinal y aún más enfadada con Carson, y medio temerosa de lo que iba a suceder cuando el Gran Hermano viera aquel diario. Y estaba cubierta de polvo de yeso a medio secar y petróleo y apestaba a ponicacas. Y, en los saltones, siempre iba de punta en blanco.

Pero eso no era motivo para hacer lo que hice, que fue quitarme los pantalones y la camisa y meterme en aquella charca. Si Bult me veía me multaría por contaminar el agua y Carson me habría matado por no hacer primero una verificación de f-y-f, pero Bult estaba meditando en la Muralla, y el agua estaba tan clara que se podían ver las rocas del fondo. El agua caía sobre dos peñascos redondeados hasta la charca y salía por un sumidero tallado en la roca.

Avancé hasta el centro, donde el agua me llegaba a la altura del pecho, y me zambullí.

Me levanté, me quité el yeso de los brazos, y volví a zambullirme. Cuando salí, Ev estaba apoyado contra un cascote de yeso.

—Creía que estabas en la Muralla observando lanzabadejos —dije, echándome hacia atrás el pelo con ambas manos.

—Lo estaba. Creía que estabas con Carson.

—Lo estaba —dije, mirándolo. Me hundí en el agua, los brazos por fuera—. ¿Has averiguado el rito de cortejo del lanzabadejo?

—Todavía no. —Se sentó en la roca y se quitó las botas—. ¿Sabías que los mersimios de Chichch se aparean en el agua?

—Desde luego, conoces un montón de especies —comenté salpicando agua—. ¿O te las inventas?

—A veces —admitió, desabrochándose la camisa—. Cuando intento impresionar a una mujer.

Chapoteé hasta donde el agua me llegaba a los hombros y me puse en pie. En ese punto la corriente era rápida. Se arremolinaba entre mis piernas.

—No funcionará con C.J. Lo único que la impresiona es Monte Crissa Jane.

Él se quitó la camisa.

—No es a C.J. a quien trato de impresionar. —Se quitó los calcetines.

—No es buena idea quitarte las botas en territorio inexplorado —advertí nadando hacia él a través de las profundas aguas. La corriente volvió a rozarme las piernas.

—La mersimia invita al macho al agua nadando hacia él. —Se quitó los pantalones y se metió en el agua.

Me puse en pie.

—No entres —le dije.

—El macho entra en el agua —prosiguió, chapoteando—, y la hembra se retira.

Me quedé quieta, observando el agua. Sentí la sacudida, más amplia esta vez, y miré dónde debería estar. Lo único que vi fue un ondular sobre las rocas, como aire sobre terreno caliente.

—Retrocede —le ordené, alzando la mano. Caminé con cuidado hacia él, intentando no perturbar el agua.

—Mira, no pretendía…

—Despacio —dije, inclinándome para sacar el cuchillo de mi bota—. Un paso cada vez.

Él miró temerosamente el agua.

—¿Qué pasa? —dijo. —No hagas ningún movimiento brusco.

—¿Qué pasa? ¿Hay algo en el agua? —Salió rápidamente del agua y se encaramó en la ponicaca.

Lo que pareció una ondulación de la corriente zigzagueó hacia mí, y hundí el cuchillo con un amplio golpe, esperando apuntar al lugar acertado.

—¿Qué es? —dijo Ev.

Ahora que su sangre se esparcía en el agua, lo distinguí: definitivamente era e. Su cuerpo era más largo que el paraguas de Bult y tenía una boca amplia.

—Un tssi mitsse.

También era fauna indígena, y yo lo había matado, lo que significaba que estaba metida en un buen lío. Pero la sangre en el agua y un pez al que no podías ver no eran exactamente problemas menores. Salí de la sangre y del agua.

Ev estaba todavía acurrucado desnudo sobre la roca.

—¿Está muerto? —preguntó.

—Sí. —Me sequé el pelo con la camisa antes de ponérmela—. Y yo también. —Empecé a ponerme el resto de la ropa. Él se bajó de la roca con aspecto ansioso.

—No estás herida, ¿verdad?

—No —dije, mirando el agua y deseando estarlo. Al menos habría podido alegar «defensa propia» en los informes.

La sangre se había esparcido por la mitad inferior de la charca y caía al arroyo por el sumidero. El tssi mitsse flotaba hacia el sumidero también. No vi ninguna actividad a su alrededor, pero no pensaba entrar en el agua a cogerlo.

Dejé a Ev vistiéndose y me dirigí a los ponis, que estaban todos tendidos entre las rocas. Sus cascos estaban aún húmedos, y pensé en que los habíamos hecho recorrer el arroyo y Bult no había dicho ni pío. Nadie en esta expedición estaba haciendo su trabajo.

Cogí un gancho y el paraguas de Bult y volví para sacar el tssi mitsse del agua. Ev se abrochaba la camisa y miraba azorado a Bult, que estaba junto al sumidero, agachado y contemplando el agua ensangrentada. Envié a Ev a coger la holocámara. Bult se desplegó. Tenía su diario, y vio que yo tenía su paraguas en la mano.

—Lo sé, lo sé. Confiscación forzada de propiedad —dije. No importó mucho. Las multas de Bult no eran nada comparadas con la penalización por matar una forma de vida indígena.

El tssi mitsse había flotado hasta cerca de la orilla. Lo enganché con el mango del paraguas y lo saqué, apartándome rápidamente por si no estaba muerto del todo, pero Bult se acercó a él, desplegó un brazo y empezó a meter la mano en su costado.

Tssi mitss —dijo.

—Estás de guasa. ¿Qué tamaño tienen los grandes?

Medía más de un metro y era perfectamente visible ahora que estaba fuera del agua. El cuerpo era transparente, como una medusa, y debía de tener el mismo índice de refracción que el agua.

—Dihnth —dijo Bult, echando la boca atrás—. Matha mordhiscoh.

Parecía que podían matar a mordiscos, desde luego, o al menos arrancarte un pie. Tenía dos dientes largos y afilados a cada lado de la boca y otros pequeños y serrados en el centro, y eso era bueno. Al menos no era un inofensivo comedor de algas.

Evelyn regresó con la cámara. Me la tendió, mirando al tssi mitss.

—Es grande —dijo.

—Eso es lo que tú crees. Será mejor que vayas a buscar a Carson.

—Sí —dijo él, y se quedó allí, vacilando—. Lamento haber saltado así del agua.

—No te preocupes.

Tomé holos, lo medí y saqué la balanza para pesarlo. Cuando empecé a cogerlo por la cabeza, Bult dijo:

—Matha mordhiscoh.

Lo dejé caer con un golpe seco y eché un vistazo a sus dientes.

Decididamente, no se alimentaba de algas. Las piezas largas a cada lado no eran dientes. Eran colmillos, y cuando analicé el veneno, aquella sustancia corroyó el frasco.

Cogí el tssi mitss por la cola y lo arrastré rocas arriba hasta el campamento y lo anoté en el informe.

—Muerte accidental de fauna indígena —informé al diario—. Circunstancias… —Y me quedé allí sentada contemplando la pantalla.

Carson llegó, subiendo las rocas desde la charca y se detuvo en seco cuando vio al tssi mitss.

—¿Estás bien?

—Sí —dije, mirando a la pantalla—. No toques los dientes. Están llenos de ácido.

—Mierda —masculló—. ¿Es esto lo que había en la Lengua cuando Bult no nos dejaba cruzar?

—No. Esto es la versión pequeña —dije, deseando que se callara.

—¿Te ha mordido? ¿Seguro que estás bien?

—Seguro —dije, aunque no lo estaba.

Se agachó a mi lado y lo miró.

—Mierda —repitió. Me miró—. Evie dice que estabas en la charca cuando lo mataste. ¿Qué demonios estabas haciendo allí?

—Me estaba dando un baño —respondí, mirando a la pantalla.

—¿Desde cuándo te das baños en territorio inexplorado?

—Desde que me paso las tardes cabalgando a través de polvo de yeso —repliqué—. Desde que me mancho con petróleo intentando lavar los ponis. Desde que he descubierto que la mitad de las veces ni siquiera me consideras una mujer.

Él se levantó.

—Así que te desnudaste del todo y hala, a nadar con Evie.

—No me desnudé del todo. Me dejé las botas puestas. —Lo miré—. Y no tengo que quitarme la ropa para que Ev se dé cuenta de que soy una mujer.

—Oh, cierto, olvidé que es el experto en sexo. ¿Es eso lo que hacíais en la charca, una especie de danza de apareamiento? —Le arreó una patada al cadáver con la pierna mala.

—No hagas eso —dije—. Ya tengo bastantes problemas sin tener que rellenar un informe por mutilar restos.

—¿Problemas? —exclamó él. El bigote le temblaba—. ¿Tú tienes problemas? ¿Sabes los problemas que tengo yo? ¿Qué demonios piensas hacer ahora? —Volvió a dar una patada al tssi mitss—. Dejaste que Wulfmeier abriera una puerta ante nuestras narices, nos condujiste a un yacimiento petrolífero, te diste un baño y por poco te matas.

Desconecté el terminal y me levanté.

—¡Y perdí los binos! ¡No olvides eso! ¿Quieres otra compañera, es eso lo que estás diciendo?

—¿Otra…?

—Otra compañera. Estoy segura de que hay mujeres de sobra donde escoger que querrán venir a Boohte contigo como yo hice.

—De eso se trata, ¿verdad? —dijo Carson, frunciendo el ceño—. No es por Evie. Es por lo que dije la otra noche sobre cómo te elegí por compañera.

—Tú no me escogiste, ¿recuerdas? —exclamé furiosa—. El Gran Hermano me eligió. Para equilibrar los sexos. Sólo que por lo visto no funcionó, ya que ni siquiera puedes identificarme como mujer.

—Bueno, ahora sí que puedo. Estás portándote peor que C.J. Hemos sido compañeros durante ciento ochenta expediciones…

—Ciento ochenta y cuatro.

—Llevamos ocho años comiendo deshidratas y soportando a C.J. y recibiendo multas de Bult. ¿Qué demonios importa cómo te escogí?

—Tú no me escogiste. Plantaste los pies encima de mi mesa y me dijiste: «¿Quieres venir?», y yo vine, así de fácil. Y ahora descubro que lo único que te importaba es que supiera hacer topográficas.

—¿Lo único que me import…? —Volvió a asestar una patada al tssi mitss, y un gran fragmento de piel transparente salió disparado—. Me metí en aquella estampida de equipajes y te salvé. Ni siquiera miraba a aquellas prestamistas. ¿Qué quieres que haga? ¿Enviarte flores? ¿Comprarte un pez muerto? No, espera, no me acordaba que de eso ya tienes. ¿Entrechocar la cornamenta con Evie para que puedas decir cuál de nosotros es más joven y tiene dos pies? ¿Qué?

—Quiero que me dejes en paz. Tengo que terminar estos informes —dije, y miré la pantalla—. Quiero que te vayas.

Nadie dijo una palabra durante la cena, excepto Bult, que me multó por sacudirme una mancha de yeso antes de sentarme. Empezó a llover y Carson no paró de acercarse al borde del toldo a contemplar el cielo.

Ev permaneció sentado en un rincón, con aspecto contrito, y yo trabajé en los informes. Bult no mostró la menor intención de querer encender una hoguera. Se sentó en el extremo opuesto, viendo saltones, hasta que Carson se lo quitó y lo cerró, y luego abrió el paraguas, que casi estuvo a punto de saltarme un ojo, y se encaminó a la Muralla.

Me envolví en el petate y trabajé un poco más en los informes, pero hacía demasiado frío. Me acosté. Ev seguía sentado en el rincón y Carson contemplaba la lluvia.

Me desperté en plena noche con el agua que chorreaba por mi cuello. Ev estaba dormido en su petate, roncando, y Carson estaba sentado en el rincón, con el saltón desplegado ante él. Contemplaba la escena en las oficinas del Gran Hermano, la escena en la que me pedía que le acompañara.

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