Expedición 184: día 1

Acabamos haciendo que CJ. nos llevara hasta la Lengua. Carson y yo calculamos cuánto tardaríamos en llegar a territorio inexplorado y cuántas multas acumularíamos por el camino y decidimos que era más barato ir en heli, incluso con la multa a los vehículos aéreos. CJ. estaba encantada de tener una última oportunidad con Ev. Lo mantuvo delante con ella durante todo el camino.

—Deja de tontear con Evie y envíalo aquí atrás —le dijo Carson a CJ. cuando la Lengua apareció a la vista—. Tenemos que comprobar sus cosas.

Él volvió a la bodega inmediatamente, con el aspecto de un niño la víspera de Navidad.

—¿Estamos ya en territorio inexplorado? —preguntó, agachándose y asomándose a la escotilla abierta.

—Cartografiamos toda esta parte del río la última vez —respondí—. Las reglas dicen que nada de alcohol, ni tabaco, ni drogas, ni cafeína. ¿Lleva algo de eso?

—No.

Le tendí su micro y él se lo colocó delante de la garganta.

—Nada de tecnología avanzada a excepción del equipo científico, nada de cámaras, ni láseres o armas de fuego.

—Tengo un cuchillo. ¿Puedo llevarlo?

—Sólo si no lo usa para matar algún ejemplar indígena.

—Si siente la urgencia de matar a alguien, mate a Fin —se burló Carson—. Por nosotros no ponen multas.

El heli se acercó a la Lengua y sobrevoló la orilla más cercana.

—Usted es el primero en salir —le dije, empujándole a la puerta—. CJ. sobrevolará la zona. Le tiraremos las cosas.

Él asintió y se preparó para saltar. Bult lo apartó, abrió su paraguas y bajó flotando como Mary Poppins.

—El segundo —grité—. No aterrice sobre la flora, si puede evitarlo.

Él volvió a asentir y miró a Bult, que ya había sacado su cuaderno.

—¡Espera! —dijo CJ. Abandonó el asiento de piloto y se nos acercó—. No podía dejarte sin decirte adiós, Ev —dijo, y le dio un gran abrazo.

—¿Qué demonios estás haciendo, C.J.? —preguntó Carson—. ¿Sabes el valor de la multa por estrellar un heli?

—Está en automático —le replicó ella, y plantó un húmedo beso sobre Ev—. Estaré esperando —dijo apasionadamente—. Buena suerte, espero que encuentres montones de cosas a las que poner nombre.

—Estamos esperando —urgí yo—. Venga, ya le ha dicho adiós, Ev. Ahora salte.

—No lo olvides —susurró C.J., y se inclinó para volver a besarlo.

—Ahora —dije, y le di un empujón. Él saltó. CJ. se agarró al borde de la portezuela y me miró con muy mala cara. La ignoré y empecé a tenderle los petates y el equipo de exploración.

»No se cargue la flora —le grité, demasiado tarde. Ya había pisado unos matojos.

Miré a Bult, pero se había acercado al borde del río y miraba en otra dirección con los binos.

—Lo siento —me gritó Ev. Enderezó la planta y buscó alrededor un espacio pelado.

—Deja de chismorrear y salta —dijo Carson a mis espaldas—, para que pueda descargar los ponis.

Agarré las mochilas de suministros y se las tendí a Ev.

—Échese atrás —le grité, y escruté el suelo en busca de una zona despejada.

—¿Por qué tardas tanto? —gritó Carson—. Van a descargar antes de que los descargue.

Detecté una zona pelada y salté, pero antes de llegar, Carson gritó:

—¡Más bajo, C.J.!

Por lo que casi choqué la cabeza con el heli cuando me enderecé.

—¡Más bajo! —gritó Carson por encima del hombro, y CJ. hizo zambullirse al heli—. Fin, coge las riendas, porras. ¿A qué demonios estás esperando? ¡Llévatelos!

Cogí las riendas oscilantes, lo que sirvió para tanto como siempre, pero Carson siempre piensa que los ponis van a volverse racionales de pronto y a saltar. Retrocedieron y se atascaron y apretujaron a Carson contra la pared de la bodega del heli, como siempre, y Carson dijo, también como siempre:

—¡Seréis cretinos! ¡Apartaos de mí! —Bult se afanó a apuntarlo todo en su cuaderno.

—Abuso verbal de fauna indígena.

—Vas a tener que empujarlos —dije, como siempre, y volví a subir.

»Ev —grité—, vamos a bajarlos como podamos. Indique a CJ. cuándo toca las puntas de los matorrales.

C.J. hizo dar la vuelta al heli y bajó un poco más.

—Más arriba —dijo Evelyn, indicando con la mano—. Muy bien.

Estábamos a medio metro del suelo.

—Intentémoslo una vez más —dijo Carson, como siempre—. Coge las riendas.

Lo hice. Esta vez, se apretujaron contra el respaldo del asiento de C.J.

—Maldición, hijos de puta de cerebros de mierda —gritó Carson y les golpeó los cuartos traseros. Se apretujaron contra él un poco más.

Conseguí colocarme junto a Carson y alcé una pata trasera del que le estaba pisando la pierna mala. El animal obedeció como si lo hubieran drogado; conseguimos arrastrarlo hasta el borde de la puerta y lo empujamos. Aterrizó con un «oof» y se quedó allí.

Evelyn se apresuró a echarle un vistazo.

—Creo que está herido —dijo.

—No. Sólo exagera. Apártese.

Levantamos a los otros tres, los tiramos encima del primero y saltamos.

—¿No deberíamos hacer algo? —se inquietó Evelyn, contemplando ansioso el montón.

—No hasta que estemos preparados para partir —dijo Carson, quien recogió sus cosas—. No pueden cagar en esa posición. Vamos, Bult. Empaquetemos.

Bult se hallaba todavía junto a la Lengua, pero había soltado los binos y estaba agachado en la orilla, contemplando el agua de un centímetro de profundidad.

—¡Bult! —grité, acercándome a él.

Se levantó y sacó su cuaderno.

—Perturbación de la superficie del agua —declaró, señalando el heli—. Generación de oleaje.

—No hay agua suficiente para levantar olas —objeté, metiendo la mano—. Apenas hay agua suficiente para mojarte el dedo.

—Introducción de cuerpo extraño en agua —prosiguió Bult.

—Extraño… —empecé a decir, pero el heli ahogó mis palabras. Revoloteó sobre la Lengua, revolviendo el centímetro de agua, y regresó, rozando los matorrales. C.J. pasó por encima de nuestras cabezas, lanzando besitos.

»Lo sé, lo sé —le dije a Bult—, perturbación del agua.

Se acercó a un puñado de matojos, desplegó un brazo por debajo, y sacó dos hojas finas y una baya aplastada. Me las tendió.

—Destrucción de cosecha —dijo.

C.J. viró y dio la vuelta, saludó, y se dirigió al noreste. Yo le había dicho que pasara por el Sector 248-76 camino de casa e intentara conseguir una aérea. Esperaba que no estuviera tan distraída tonteando con Ev para olvidarlo.

Ev miraba hacia el sur, a las montañas.

—¿Es eso la Muralla? —dijo.

—No. La Muralla está en esa dirección —indiqué, señalando más allá de la Lengua—. Ésos son las Ponicacas.

—¿Vamos a ir allí? —dijo Ev, con una mirada de emoción.

—En este viaje, no. Seguiremos la Lengua hacia el sur unos pocos kloms y luego nos dirigiremos al noroeste.

—¿Quieres dejar de contemplar el paisaje y acercarte aquí a descargar los ponis? —gritó Carson. Había levantado a los ponis y estaba atando el gran angular al pomohueso de Veloz.

—Sí, señora —repliqué. Ev y yo nos acercamos a él, escogiendo con cuidado el camino entre los matojos—. No se preocupe por la Muralla —le dije a Ev—. Veremos bastante. Tenemos que cruzarla para llegar adonde vamos, y a continuación la seguiremos por el norte hasta Arroyo Plateado.

—Eso no ocurría a menos que carguemos estos ponis —dijo Carson—. Tome. —Tendió a Ev las riendas de una de las bestias—. Cargue a Ciclón.

—¿Ciclón? —dijo Ev, mirando con precaución al poni, que me parecía a punto de volver a desplomarse.

—No pasa nada —dije—. Los ponis…

—Fin tiene razón —explicó Carson—. No haga ningún movimiento súbito. Y si intenta tirarle, agárrese con todas sus fuerzas, sin miramientos. Ciclón no se vuelve violento excepto cuando siente el miedo.

—¿Violento? —Ev parecía nervioso—. No tengo mucha experiencia cabalgando.

—Puede cabalgar el mío —sugerí.

—¿Diablo? —comentó Carson—. ¿Crees que es buena idea después de lo que sucedió antes? No, creo que será mejor que monte a Ciclón —le tendió el estribo—. Meta el pie aquí dentro y agárrese al pomohueso con fuerza y seguridad.

Ev se agarró al pomo como si fuera una granada de mano.

—Vamos, vamos, Ciclón —murmuró, acercando el pie a cámara lenta en dirección al estribo—. Ciclón bonito.

Carson me miró, los bordes de su bigote temblaban.

—¿Verdad que lo hace bien, Fin?

Le ignoré y me puse a atar el gran angular al pecho de Inútil.

—Ahora pase la otra pierna muy, muy despacio. Lo sostendré hasta que esté listo —dijo Carson, sujetando la brida con fuerza.

Evelyn lo consiguió y asió las riendas en una tenaza de muerte.

—¡Arre! —gritó Carson, y golpeó al poni en el flanco. El animal avanzó un paso; Ev soltó las riendas y se aferró al pomohueso. El poni dio dos pasos más hacia Carson, alzó la cola, y soltó una bosta del tamaño del Everest.

Carson se me acercó, riendo como un loco.

—¿Por qué la has tomado con Ev? —pregunté. Él siguió tronchándose un rato antes de contestar.

—Dijiste que era más listo de lo que parece. Estaba comprobándolo.

—Tendrías que echar un vistazo a nuestro guía —dije, señalando a Bult, que había vuelto a llevarse los binos a los ojos—, si quieres que partamos hoy.

Él se rió un poco más y fue a charlar con Bult. Terminé de fijar el equipo de exploración. Bult había sacado su diario, Carson estaba gritándole de nuevo.

Monté a Inútil y cabalgué hasta donde estaba Ev.

—Creo que aún tardaremos un ratito. Siento lo de Carson. Tiene un sentido del humor algo peculiar.

—Ya veo. Por fin. ¿Cuál es su nombre real? —dijo, señalando al poni. Avanzó un paso y se detuvo.

—Veloz.

—Y ésta es toda la velocidad que coge.

—A veces no va tan rápido.

Inútil alzó la cola y descargó.

—Me han dicho que no siempre son así—dijo Ev.

—Pues no. A veces, después de que los metamos en el heli, les entra la prisa.

—Perfecto. Supongo que los movimientos súbitos no los asustan.

—Nada los asusta, ni siquiera que los mordisqueadores se les coman las patas. Si se asustan o no quieren hacer algo, se plantan ahí y no mueven ni un pelo.

—¿Qué es lo que no les gusta?

—Que la gente los monte. Las montañas. No quieren subir más que una pendiente del dos por ciento. Seguir sus propias pisadas. Llevar a más de dos jinetes. Ir a más de un klom por hora.

Ev me miró con cautela, como si también me estuviera burlando de él.

Alcé la mano.

—Palabrita del niño Jesús —dije.

—Pero andando iríamos más rápido.

—No cuando hay una multa por dejar huellas. Se inclinó a un lado para mirar las patas de Inútil.

—Pero ellos también dejan huellas, ¿no? —Son indígenas.

—¿Pero entonces, cómo cubren territorio? —No lo hacemos, y el Gran Hermano se cabrea. —Miré la Lengua. Carson había dejado de gritar y estaba observando a Bult, que hablaba con su cuaderno—. Por cierto, será mejor que le informe de todas las demás reglas. Olvídese de tomar holos o fotos personales, coger recuerdos del viaje, florecillas silvestres o matar fauna.

—¿Y si nos atacan?

—Depende. Si cree que puede sobrevivir al ataque cardíaco que sufrirá cuando vea la multa y todos los informes que deberá rellenar, adelante. Dejar que lo maten será más sencillo. Él pareció desconfiar otra vez.

—Probablemente no nos encontraremos con nada peligroso —lo tranquilicé.

—¿Y los mordisqueadores?

—Están más al norte. Muy poca f-y-f es peligrosa, y los indígitos son pacíficos. Pueden robarle a uno hasta las pestañas, pero no hacen daño. No se olvide de llevar el micro todo el tiempo. —Me acerqué para colocárselo más abajo, en el pecho—. Si nos separamos, no se mueva. No intente ir a buscar a nadie. Ésa es la forma más segura de hacer que lo maten.

—¿No ha dicho que la f-y-f no era peligrosa?

—No lo es. Pero vamos a estar en territorio inexplorado. Eso significa corrimiento de tierras, relámpagos, agujeros de matacaminos, riadas. Puede cortarse la mano con un matorral y sufrir gangrena, o dirigirse demasiado al norte y morir congelado. —O quedar atrapado en una estampida de equipajes. Me pregunté cómo sabía eso. Los saltones, fueran lo que fuesen.

—O perderse para siempre jamás. Eso es lo que le sucedió a Segura, el compañero de Stewart —dije—. Y ni siquiera le pondrán su nombre a una montaña. Hágame caso: no se mueva y después de veinticuatro horas llame a CJ. Ella vendrá a recogerlo.

Él asintió.

—Lo sé.

Iba a tener que averiguar qué eran aquellos saltones.

—Llame a CJ. —añadí—, y deje que ella se preocupe de encontrarnos a los demás. Si está herido y no puede llamar, ella sabrá dónde se encuentra por su micro.

Hice una pausa y traté de recordar qué más tenía que decirle. Carson volvía a gritarle a Bult. Se le oía claramente por encima de los ponis.

—Ni se le ocurra hacer regalos a los indígitos —proseguí—, ni enseñarles a fabricar un rueda o a tejer una falda de algodón. Si averigua cuál es el sexo de Bult, no confraternice. No grite a los indígitos —dije, mirando a Carson.

Él se acercaba a nosotros, con el bigote temblando otra vez, pero ahora no parecía reírse.

—Bult dice que no podemos cruzar por aquí. Según él, aquí no hay ninguna brecha en la Muralla.

—Cuando consultamos el mapa, dijo que la había.

—Por lo visto la han reparado. Dice que tendremos que cabalgar al sur, hasta la otra. ¿A qué distancia está?

—Diez kloms.

—Mierda, eso nos llevará toda la mañana —masculló, mirando en dirección de la Muralla—. Cuando hicimos el mapa, no comentó que la hubieran reparado. Llama a CJ. Tal vez consiguiera una aérea camino de casa.

—No lo hizo —le dije—. Al virar hacia el norte, al Sector 248-76, no habría conseguido ninguna foto del lugar al que nos dirigíamos.

—Mierda. —Carson se quitó el sombrero, pareció a punto de lanzarlo al suelo, y luego cambió de idea. Me miró y luego se acercó hacia la Lengua.

—Quédese aquí —le dije a Ev. Desmonté y alcancé a Carson—. ¿Crees que Bult se ha dado cuenta?

—Tal vez. ¿Qué hacemos ahora? Me encogí de hombros.

—Ir al sur hasta la próxima brecha. No queda muy lejos de los afluentes del norte, y para entonces sabremos si tenemos que comprobar en 248-76. Envié a CJ. a tomar una aérea. —Miré a Bult, que aún hablaba con su cuaderno—. Tal vez no se haya dado cuenta. Tal vez consiga más multas de esta forma.

—Justo lo que necesitamos —suspiró él.

Tenía razón. Nuestras multas de salida sumaban casi novecientos, y tardamos media hora en contarlas todas. Luego Bult tardó otra media hora en cargar su poni, decidir que quería su paraguas, descargarlo todo para encontrarlo y cargarlo de nuevo. A esas alturas Carson había empleado tono y modales inadecuados y lanzado su sombrero al suelo, y tuvimos que esperar a que Bult añadiera esas multas.

Dieron las diez antes de que finalmente nos pusiéramos en marcha. Bult abría la comitiva bajo su paraguas iluminado, que había atado al pomohueso de su poni; Ev y yo lo seguíamos, y Carson iba detrás de nosotros, donde podía maldecir a Bult.

C.J. nos había dejado en la parte superior de un pequeño valle, y lo seguimos hacia el sur, manteniéndonos cerca de la Lengua.

—Desde aquí no se ve gran cosa —le dije a Ev—. En realidad esto sólo continúa durante otro klom o así, y entonces verá mejor la Muralla. Dentro de cinco kloms se cruza justo junto a la Lengua.

—¿Por qué lo llaman la Lengua? ¿Es una traducción del nombre boohteri?

—Los indígitos no tienen nombre para él. Ni para la mitad de las cosas de este planeta. —Señalé las montañas que se alzaban ante nosotros—. Por ejemplo, las Ponicacas. La mayor formación natural de todo el continente, y no tienen un nombre para ella, ni para la mayoría de la f-y-f. Y cuando les ponen nombre, resulta de lo más absurdo. Su nombre para los equipajes es tssuhlkahttses. Significa Sopa Muerta. Y el Gran Hermano no nos deja ponerle a las cosas nombres sensatos.

—¿Como la Lengua? —dijo él, sonriendo.

—Es largo, es rosa, y asoma como si hiciera «aa» para el médico. ¿Se le ocurre un nombre más apropiado? De todas formas, no se llama así. La Lengua es el nombre que le damos nosotros. En el mapa aparece como Río Conglomerado, como las rocas entre las que fluía cuando lo bautizamos.

—Un nombre no oficial —dijo Ev, casi para sí.

—No funcionará —dije—. Ya bautizamos al Cañón Culoprieto en honor a C.J. Ella quiere que se denomine algo con su nombre de manera oficial. Admitido, aprobado y en las topográficas.

—Oh —dijo él, y pareció decepcionado.

—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Existe alguna especie aparte del homo sap que deba grabar el nombre de la hembra en un árbol para conseguir echar un polvo?

—No, no —admitió él—. En Choom hay una especie de ave acuática cuyos machos levantan diques de argamasa alrededor de las hembras. Las construcciones se parecen mucho a la Muralla.

Hablando del tema, allí estaba. El valle había ido ascendiendo y abriéndose mientras cabalgábamos, y de repente nos encontramos en lo alto de una elevación y contemplábamos lo que parecía una de las aéreas de C.J.

Era todo llano hasta el pie de las Ponicacas, y la Lengua lo dividía como un límite de mapas. Boohte tiene tantos óxidos como Marte, y grandes cantidades de cinabrio, por eso las llanuras son rosadas. Unas mesetas se alzaban aquí y allá al oeste, y un par de pirámides de ceniza, y el azul de la lejanía adquiría un agradable tono lavanda. Serpenteando alrededor de ellas y sobre las mesetas, hasta la Lengua y más allá, blanca y brillando al sol, se erguía la Muralla. Al menos Bult no había mentido en lo de la brecha. La Muralla se extendía impertérrita hasta donde alcanzaba la vista.

—Allí está —señalé. Me volví y miré a Ev.

Tenía la boca abierta.

—Es difícil creer que la construyeran los boohteri, ¿verdad?

Ev asintió sin cerrar la boca.

—Carson y yo tenemos la teoría de que ellos no lo hicieron. Creemos que la construyó alguna pobre especie de indígito que vivía aquí, y luego Bult y sus amigos los multaron por hacerlo.

—Es maravilloso —dijo Ev, que no me había escuchado—. No tenía ni idea de que fuera tan larga.

—Seiscientos kloms —informé—. Y siguen construyendo Una media de dos cámaras nuevas al año, según las imágenes aéreas de C.J., sin contar las brechas reparadas.

Lo que echaba por tierra nuestra teoría, aunque tampoco sonaba muy factible que los indígitos hicieran todo el trabajo.

—Es aún más hermosa que en los saltones —dijo Ev, y estuve a punto de preguntarle qué eran exactamente, pero supuse que tampoco me haría caso.

Recordé la primera vez que vi la Muralla. Sólo llevaba una semana en Boohte. Habíamos pasado todo el tiempo chapoteando bajo la lluvia y yo en concreto preguntándome por qué había dejado que Carson me convenciera para meterme en aquello, cuando llegamos a lo alto de una meseta y Carson dijo:

—Ahí la tienes. Toda nuestra.

Lo que nos supuso una observación por actitudes imperialistas incorrectas y el comentario «respecto a la propiedad, los planetas no son poseídos».

Miré a Ev.

—Tiene razón. Tiene un aspecto respetable.

Bult terminó de apuntar sus multas y emprendió la marcha. Seguía manteniéndose cerca de la Lengua, y después de medio klom sacó los binos, escrutó el agua con ellos, sacudió la cabeza y continuamos nuestra marcha.

Era más de mediodía y estaba pensando en sacar mi almuerzo de la mochila, pero los ponis empezaban a rezagarse y Ev estaba pegado a la Muralla, que en esa zona quedaba cerca de la Lengua, así que esperé.

La Muralla desapareció tras una baja meseta empinada durante un centenar de metros y luego se curvó casi hasta la Lengua. Por lo visto el poni de Carson decidió que ya había ido demasiado lejos y se detuvo, tambaleándose.

—Oh, oh —dije.

—¿Qué pasa? —preguntó Ev, apartando los ojos de la Muralla.

—Parada de descanso. ¿Recuerda que le dije que no eran peligrosos? —dije, mirando a Carson, que había desmontado de su poni y se hacía a un lado—. Bueno, eso es cierto si no se caen y le pillan las piernas debajo. ¿Cree que podrá bajar más rápido de lo que subió?

—Sí —respondió Ev. Bajó de un salto y se apartó como si esperara que Veloz fuera a explotar.

Tensé las correas de ordenador, desmonté y me aparté. Más adelante, el poni de Carson había dejado de tambalearse. Carson se le había acercado y empezaba a desatar las mochilas donde llebávamos la comida.

Ev y yo nos acercamos y lo vimos forcejear con la cuerda. El poni depositó una bosta prácticamente sobre el pie de Carson y empezó a tambalearse otra vez.

—Árbol va —anuncié, y Carson se apartó de un salto. El poni avanzó un par de pasos vacilantes y cayó, con las patas tiesas a un lado.

La mochila quedó medio sepultada, y Carson empezó a tirar de ella para liberarla. Bult se desplegó y desmontó decorosamente de su poni sin soltar su paraguas, y el resto de los ponis cayó como una fila de fichas de dominó.

Ev se acercó a Carson y se lo quedó mirando.

—No haga ningún movimiento brusco —advirtió. Carson pasó ante mí como una bala.

—¿De qué te ríes? —dijo.

Almorzamos y nos cayeron unas cuantas multas más, pero no tuve oportunidad de hablar con Carson a solas. Bult se nos pegó como con cola, hablando con su cuaderno, y Ev no paró de hacerme preguntas sobre la Muralla.

—Así que hacen las cámaras de una en una —comentó, sin apartar la mirada de ella. Nos encontrábamos en el lado malo de la Muralla, y todo lo que podíamos ver eran las paredes traseras de las cámaras, que parecían haber sido repelladas y pintadas de un rosa blancuzco—. ¿Cómo las construyen?

—No lo sabemos. Nadie los ha visto hacerlo —explicó Carson—. Ni hacer ninguna otra cosa que merezca la pena —añadió sombríamente, mientras Bult seguía calculando multas—, como encontrarnos una forma de cruzar para que podamos continuar con esta expedición.

Se acercó a Bult y empezó a hablar con él en tono inadecuado.

—¿Y qué son? —preguntó Ev—. ¿Habitáculos? —Y almacenes para todas las cosas que Bult compra, y vertederos. Algunas están decoradas con flores colgando en la abertura y huesos pelados siguiendo un diseño delante de la puerta. La mayoría están vacías.

Carson regresó. El bigote le temblaba.

—Dice que tampoco podemos cruzar por aquí.

—¿La otra brecha ha sido reparada también? —pregunté.

—No. Ahora dice que hay algo en el agua. Tssi mitss. Miré hacia la Lengua. Aquí fluía sobre arenas de cuarzo y era clara como el cristal.

—¿Qué es eso?

—Ni idea. Podría traducirse como «allí no». Le pregunté hasta dónde tendríamos que ir, y se limitó a responder «sahhth». Sahhth al parecer significaba a mitad de camino de las Ponicacas, porque ni siquiera volvió a mirar la Lengua cuando levantamos a los ponis y los pusimos en marcha, ni tampoco se molestó en guiarnos. Nos indicó a Ev y a mí que fuéramos delante, y se puso a cabalgar con Carson.

Tampoco corríamos peligro de perdernos. Habíamos cartografiado todo aquel territorio antes, y sólo teníamos que mantenernos cerca de la Lengua. La Muralla se alejaba del agua y se dirigía a una hilera de mesetas, y subimos una montaña a través de un rebaño de equipajes que pastaban tierra, y llegamos a otro Punto Escénico.

Lo que tienen estos panoramas es que no se ve nada más durante un rato, y ya habíamos catalogado la f-y-f de por aquí. No había nada, de todas formas: un montón de equipajes, algo de hierba de madera, algún que otro matacaminos. Hice un contorno geológico y volví a comprobar dos veces las topográficas, y luego, ya que Ev estaba ocupado manteniendo la boca abierta ante el paisaje, comprobé los paraderos.

Wulfmeier estaba en la Puerta de Salida, después de todo. El Gran Hermano lo había retirado por tomar muestras de yacimientos. Así que no estaba en el Sector 248-76, y nosotros podríamos pasar otro día en la Cruz del Rey, saboreando la comida de C.J. y poniéndonos al día con los informes.

Hablando del diablo, supuse que bien podría terminarlos ya. Solicité los pedidos de Bult.

Debió de estar bastante ocupado mientras estuvimos en la Cruz del Rey. Se había gastado la recaudación de todas las multas y aún más. Me pregunté si nos dirigíamos al sur por eso, porque se había comprrato en un lío.

Repasé la lista, anulando armas y materiales de construcción artificiales y tratando de imaginar de qué le servirían tres docenas de diccionarios y una lámpara.

—¿Qué hace? —preguntó Ev, inclinándose para ver el cuaderno.

—Anulo el contrabando —dije—. A Bult no se le permite comprar ningún objeto con potencial bélico, que en su caso debería de haber incluido los paraguas. Es difícil fijarse en todo.

Se inclinó más.

—Los está marcando como «agotados».

—Sí. Si le decimos que no puede pedirlos, nos multa por discriminación, y todavía no ha descubierto que no tiene que pagar por artículos agotados, lo cual le impide pedir aún más cosas.

Pareció dispuesto a seguir haciendo preguntas, así que solicité una topográfica y dije:

—Cuénteme algo más de esas costumbres de apareamiento de las que tanto sabe. ¿Hay alguna especie que regale diccionarios a sus novias?

Él sonrió.

—No, que yo sepa. Pero hacer regalos constituye una parte importante de los rituales de cortejo para la mayoría de las especies, incluyendo el Homo sapiens. Anillos de compromiso, por no mencionar los tradicionales bombones y flores.

—Abrigos de visón. Islas en el Mar de Tobo.

—Hay varias teorías sobre su significado —prosiguió Ev—. En general los zoólogos suponen que los regalos demuestran la habilidad del macho para obtener y defender su territorio. Algunos socioexobiólogos opinan que hacer regalos es una recreación simbólica del acto sexual en sí mismo.

—Romántico —dije.

—Un estudio descubrió que los regalos hacen que las hembras emitan feromonas, lo que a su vez produce en el macho los cambios químicos que conducen a la siguiente fase del cortejo. Está imbuido en el cerebro. Los instintos sexuales anulan el pensamiento racional.

Por eso las hembras se marchan con el primer tipo que les sonríe, pensé, y C.J. había estado actuando como una idiota durante el aterrizaje. En aquel momento llamó por el transmisor.

—Base a Findriddy. Adelante, Fin.

—¿Qué pasa? —dije, quitándome el micro y acercándomelo para que pudiera oírme.

—Tienes una advertencia. «Observación sobre las relaciones entre miembros de la expedición y los habitantes nativos del planeta. Todos los miembros de la expedición mostrarán respeto por las antiguas y nobles culturas indígenas y se abstendrán de emitir juicios de valor terrocéntricos.»

Eso podría haber esperado a que volviéramos de la expedición.

—¿Para qué has llamado, C.J.? —pregunté. Como si no lo supiera.

—¿Está ahí Evelyn? ¿Puedo hablar con él?

—Dentro de un minuto. ¿Tomaste una foto de esa sección noroeste?

Se produjo una larga pausa antes de que llegara su respuesta.

—Se me olvidó.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Estaba pensando en otras cosas. La hélice hacía un ruido extraño.

—Y un cuerno. Lo único que estabas pensando era en como podrías tirarte a Ev.

—No sé por qué te molesta tanto —dijo ella—. Esa zona ya está explorada, ¿no?

—Aquí está Ev —dije. Corté y le mostré a Ev el botón de transmisión; luego miré a Carson.

Él querría saber qué había encontrado yo, pero estaba demasiado lejos para comunicarnos a gritos, y además, no quería que Bult sospechara por qué habíamos escogido esta ruta.

Si no lo había hecho ya.

Hacía tiempo que habíamos dejado atrás la segunda brecha en la Muralla, y no mostraba signo alguno de querer cruzar la Lengua.

—Lo intentaré —le dijo Ev ansiosamente a su micro—. Lo prometo.

Es la hora de una tormenta de polvo, pensé, mirando el cielo. De todas formas, a Carson le gusta tener una el primer día, por si aparece algo donde lo necesitamos, pero en ese momento estaba sumido en una conversación con Bult, probablemente intentando convencerlo de que cruzara la Lengua.

—Yo también te echo de menos, C.J. —dijo Ev.

Nada me impedía apuntar la cámara hacia un punto adecuado y crear una por mi cuenta, pero no se veía ni la más leve neblina en el horizonte. La Muralla se hallaba sólo a medio klom de distancia, y a veces en la superficie se levantan pequeñas brisas, pero no aquel día. El aire estaba tan quieto como un matacamino.

—¡Mire! —exclamó Ev, y pensé que estaba hablando con C.J., pero luego añadió—: Fin, ¿qué es eso? —Señaló a un lanzabadejo que se acercaba volando hacia nosotros.

Tssillirah —expliqué—. Nosotros los llamamos lanzabadejos.

—¿Por qué? —se extrañó él, viendo cómo el pajarillo revoloteaba sobre mi cabeza y se volvía hacia los otros dos ponis.

No malgasté saliva en contestarle. El lanzabadejo revoloteó sobre la cabeza de Carson y volvió hacia nosotros, sacudiendo sus alas rosadas como si estuviera a punto de desplomarse. Hizo dos pasadas alrededor del sombrero de Ev y regresó hacia Carson.

—Oh —dijo Ev. Se volvió para ver cómo iniciaba de nuevo el circuito, aleteando por su vida—. ¿Cuánto tiempo puede aguantar así?

—Muchísimo. Uno estuvo siguiéndonos durante cincuenta kloms cerca del Lago Turquesa. Carson calculó que voló casi setecientos kloms.

Ev empezó a preguntar cosas a su diario.

—¿Qué significa el nombre que les dan los boohteri? —me preguntó.

—Barro Ancho, y no me pregunte qué significa. Tal vez construyen sus nidos con barro, aunque, en realidad, por aquí no hay barro.

Ni polvo, pensé. Esto me recordó las tormentas de polvo. Si Bult y Carson hubieran estado cabalgando por delante de nosotros, habría sacado el pie del estribo y habría levantado polvo, pero tal como estaban las cosas, Bult me descubriría, y Ev dejaría de hablar de lanzabadejos y preguntaría qué estaba haciendo.

Miré a Carson y saludé, pensando tal vez que eso le daría alguna pista, pero él estaba demasiado ocupado charlando con Bult y no le llamé la atención. El lanzabadejo, en su décima vuelta, rozó su sombrero, pero eso tampoco le llamó la atención.

—¡Oh, mire! —exclamó Ev.

Me di la vuelta. Casi se había incorporado en la silla y señalaba hacia la Muralla. No pude ver qué indicaba, lo cual significaba que tampoco podían hacerlo los escáneres.

—¿Dónde?

—Allí —insistió.

Por fin lo descubrí: un cojín patata tendido tras un matorral de hoja redonda que parecía una ponicaca peluda.

Pensé que el escáner no tendría suficiente resolución para detectarlo, pero dije:

—No veo nada. —Así no perdería tiempo en ajustar el foco de la cámara para alejarlo, por si acaso.

—Allí—repitió Ev—. ¿Es eso…?

Lo interrumpí antes de que pudiera entrar en detalles.

—¡Mierda! —grité—. Conecte el escudo. Es un… —Activé la desconexión.

—¿Qué pasa? —preguntó Ev, buscando su cuchillo—. ¿Es peligroso?

—¿Qué? —dije, fijando la desconexión en doce minutos.

—¡Eso! —Ev señaló en dirección al cojín patata—. Esa cosa marrón de allí.

—Oh, eso. Es un cojín patata. No es peligroso. Herbívoro. Permanece tendido la mayor parte del tiempo, excepto para comer. No lo había visto. —Fijé la alarma de mi reloj en diez minutos.

—Entonces, ¿qué está mirando? —dijo él, contemplando preocupado el horizonte.

—El clima. Cerca de la Muralla se levantan berrinches de polvo, que vuelven loco al transmisor. —Pulsé el botón de emisión del transmisor tres o cuatro veces y luego lo agarré—. C.J., ¿estás ahí? Llamando a Base. Adelante, Base. —Sacudí la cabeza—. No hay nada que hacer. Me lo temía.

—Yo no veo polvo por ninguna parte —objetó Ev.

—Sólo tienen un metro o así de anchura, y son casi invisibles a menos que estén en tu línea de visión. —Aporreé unas cuantas teclas más al azar—. Será mejor que vaya a decírselo a Carson.

Tiré con fuerza de las riendas del poni y acicateé sus flancos.

—Carson —llamé—. Tenemos un problema.

Carson estaba todavía sumido en una profunda conversación con Bult. Le di al poni otro empujón, y el bicho me dirigió una mirada maligna y empezó a retroceder. A este paso, la tormenta de polvo habría acabado antes de que me hubiera movido. Tendría que haberla fijado en veinte minutos.

—C.J., ¿estás ahí? —llamé, sólo para asegurarme de que el transmisor estaba desconectado.

Me bajé del poni.

—Eh, Carson —grité—, el transmisor no funciona. —Me acerqué a su poni—. Se está levantando viento. Parece que se avecina un berrinche de polvo.

—¿Cuándo? —dijo él, con una mirada a Bult, que estaba muy ocupado rebuscando su cuaderno para multarme por haberme bajado de Inútil.

—Ahora.

—¿Cuánto crees que durará?

—Un rato —dije, mirando especulativamente el cielo—. Doce minutos, tal vez doce y medio.

—Parada de descanso —pidió Carson. Bult saltó de su poni y se acercó a examinar mis huellas.

Carson se alejó en dirección al cojín patata. Miré a Ev. Estaba de pie con la cabeza alzada y la boca abierta, contemplando el lanzabadejo. Alcancé a Carson y nos agachamos para no atraer la atención del lanzabadejo.

—¿Qué pasa?

—Nada —contesté—. Simplemente me pareció conveniente tener una tormenta de polvo antes de pasar a territorio inexplorado.

—Pues podrías haber esperado un poco, ¿no? —protestó Carson—. Aún falta un buen rato para cruzar.

—¿Por qué? ¿Han reparado también esta abertura?

Él sacudió la cabeza.

Tssi mitsse, que significa gran tssi mitss, lo cual podría traducirse como que va a encargarse de que no nos acerquemos al Sector 248-76. ¿Qué ha averiguado C.J.? ¿Algún dato nuevo en la aérea?

—No la ha tomado. Estaba demasiado ocupada meneando las caderas ante Ev y se le olvidó.

—¿Se le olvidó? —estalló Carson. Se levantó—. Ya te dije que acabaría fastidiándonos la expedición. Supongo que tenías demasiado trabajo mostrándole el paisaje para ejecutar también los paraderos.

Me levanté y lo miré a la cara.

—¿Y eso qué demonios significa?

—Significa que los dos habéis estado tan ocupados charlando que te has olvidado de todo lo relacionado con un pequeño detalle como lo que está sucediendo en el 248-76. ¿Qué diantre te interesaba tanto para hablar del tema todo el día?

—Costumbres de apareamiento.

—Costumbres de apareamiento —repitió él, disgustado—. ¿Por eso no ejecutaste los paraderos?

—Los ejecuté. Sea lo que fuera lo que haya en ese sector, no es Wulfmeier. Está en la Puerta de Salida, y arrestado. Tengo una comprobación.

Carson miró al sur, hacia las Ponicacas.

—Entonces, ¿qué demonios pretende Bult?

El lanzabadejo cambió de rumbo a media batida y se cernió sobre nosotros.

—No lo sé. —Me quité el sombrero y lo agité para ahuyentarlo—. Tal vez los indígitos tengan una mina de oro allí. Tal vez están construyendo en secreto Las Vegas con todas las cosas que ha comprado Bult. —El abadejo revoloteó sobre mi cabeza y pasó sobre Carson—. Tal vez Bult intenta agotar nuestro cupo de multas conduciéndonos por el camino más largo. ¿Dijo hasta qué distancia tendríamos que ir antes de poder cruzar la Lengua?

—Sahhth —dijo Carson, imitando a Bult con su paraguas—. Si seguimos hacia el sur, estaremos en las Ponicacas. Tal vez quiera llevarnos a las montañas y ahogarnos en una riada.

—Y luego nos multará por ser cuerpos extraños en un río.

.—Sonó la alarma de mi reloj—. Parece que empieza a despejar. —Recogí un puñado de tierra y regresamos hacia los ponis.

Bult nos alcanzó a medio camino.

—Apropiación de recuerdos —acusó, señalando inflexible la tierra en mi mano—. Perturbaciones de la superficie terrestre. Destrucción de fauna indígena.

—Será mejor que transmitas todo eso ahora mismo, antes de que se te olvide —le aconsejé.

Me acerqué a Ev y a mis ponis, con el lanzabadejo siguiéndome. Mientras Ev se quedaba mirando cómo daba vueltas sobre su cabeza, soplé la tierra de mi mano ante el objetivo de la cámara; luego retrocedí y miré mi reloj. Un minuto.

Jugueteé un poco con el transmisor y llamé a Carson.

—Creo que ya lo he arreglado. Vamos, Ev.

Jugueteé un poco más pensando en Ev, saqué un chip y lo volví a poner en su sitio, pero no era necesario que me tomara tantas molestias. Él seguía absorto contemplando el abadejo.

—¿Es macho ese lanzabadejo? —preguntó.

—Ni idea. Aquí el experto en sexualidad es usted. —Pulsé la desconexión, conté hasta tres, volví a pulsar, y conté hasta cinco—. Llamando a Cruz —dije, y volví a pulsarla—… del Rey, adelante C.J.

—Aquí C.J. ¿Dónde demonios os habéis metido?

—No pasa nada, C.J. Sólo un berrinche de polvo. Estamos demasiado cerca de la Muralla. ¿Funciona ya la cámara?

—Sí. No veo polvo por ninguna parte.

—Sólo nos alcanzó de refilón. Duró más o menos un minuto. Me he pasado un buen rato intentando arreglar el transmisor y corriendo.

—Es curioso cómo un minuto de polvo puede hacer tanto daño —comentó ella lentamente.

—Es uno de los chips. Ya sabes lo sensibles que son.

—Si son tan sensibles, ¿cómo es que el polvo del rover no los atascó?

—¿El rover? —dije yo, mirando con asombro alrededor, como si fuera a aparecer uno.

—Cuando Evelyn fue a buscaros ayer. ¿Cómo es que el transmisor no se estropeó entonces?

Porque yo estaba demasiado ocupado pensando en Wulfmeier y quitándole a Bult los binoculares para tenerlo en cuenta. Me quedé allí tosiendo y ahogándome con el polvo del rover y ni siquiera se me había pasado por la mente. Mierda, sólo nos faltaba que C.J. se diera cuenta de lo de nuestras tormentas de polvo.

—Con la tecnología ya se sabe —dije, consciente de que no se lo tragaría—. El transmisor tiene vida propia.

Carson se acercó.

—¿Hablas con C.J.? Pregúntale si tiene una aérea de la Muralla por esta zona. Quiero saber dónde están las brechas.

—Claro —dije, y volví a desconectar—. Tenemos un problema. C.J. está haciendo preguntas sobre la tormenta de polvo. Quiere saber por qué el transmisor no se estropeó con todo el polvo del rover.

—¿El rover? —preguntó él, y entonces cayó en la cuenta—. ¿Qué le has dicho?

—Que el transmisor es temperamental.

—No se lo tragará. —Miró con mala cara a Ev, que seguía contemplando las idas y venidas del abadejo—. Te dije que nos traería problemas.

—No es culpa de Ev. Somos nosotros quienes no tuvimos suficiente sensatez para reconocer una tormenta de polvo cuando la vimos. Voy a volver a conectar. ¿Qué le digo?

—Que la culpa es del polvo que se mete en el chip —dijo él, regresando a su poni—, no sólo del polvo del aire.

Lo que tal vez podría haber funcionado, excepto que dos expediciones atrás yo había asegurado a C.J. que el causante era el polvo del aire.

—Vamos, Ev —me impacienté. Él se acercó y montó en su poni, todavía contemplando el lanzabadejo. Quité el dedo de la desconexión—… ase, adelante, Base.

—¿Otra tormenta de polvo? —me preguntó C.J. sarcásticamente.

—Todavía debe de quedar algo de polvo en el chip —carraspeé—. Sigue cortándose.

—¿Cómo es que el sonido se corta al mismo tiempo?

Porque seguimos llevando nuestros micros demasiado altos, pensé.

—Es curioso —continuó ella—. Mientras estabais ahí fuera, eché un vistazo a las meteorológicas que Carson ejecutó antes de que os marcharais. No hay rastro de viento en ese sector.

—El clima tampoco puede explicarse, sobre todo tan cerca de la Muralla —alegué—. Ev está aquí mismo. ¿Quieres hablar con él?

Lo pasé antes de que C.J. pudiera contestar, pensando que el sexo no siempre eran tan malo en una expedición. Al menos le haría olvidar la tormenta de polvo.

Bult y Carson cabalgaban en un amplio círculo a nuestro alrededor para volver a ponerse en cabeza. Los seguimos; Ev seguía hablando con C.J., es decir, escuchaba casi todo el rato y decía «sí» de vez en cuando, y «lo prometo». El lanzabadejo también nos siguió, realizando el circuito de un lado a otro como un perro pastor.

—¿Qué clase de nidos construyen los lanzabadejos? —preguntó Ev.

—Nunca los hemos visto —contesté—. ¿Qué le ha dicho C.J.?

—No mucho. Probablemente los nidos estarán en esta zona —dijo él, contemplando la Lengua. La Muralla llegaba casi a la orilla, y había unos pocos matorrales en el estrecho espacio intermedio, pero nada que pareciera lo bastante grande para esconder un nido—. Este tipo de conducta puede ser protectora, en cuyo caso el ejemplar sería una hembra, o territorial, y entonces se trataría de un macho. Me ha dicho que los siguen durante largas distancias. ¿Han sido seguidos alguna vez por más de uno?

—No. A veces uno se marcha y aparece otro, como si trabajaran por turnos.

—Eso parece conducta territorial —observó él, mientras el abadejo pasaba sobre Bult. Volaba tan bajo que rozó el paraguas de Bult, y éste alzó la cabeza y luego se encogió sobre sus multas de nuevo—. Supongo que no habría forma de conseguir un ejemplar.

—No, a menos que el animal sufriera un ataque repentino —dije yo, agachándome cuando me rozó el sombrero—. Tenemos holos. Puede pedírselo a la memoria.

Lo hizo y pasó los siguientes diez minutos estudiándolos mientras yo me preocupaba por C.J. Le habíamos hecho creer que el transmisor podía estropearse con una nubécula de polvo que ni siquiera aparecía en la bitácora, y el día anterior yo había sido lo bastante estúpido para dejar que el transmisor se la tragara entera, y ni siquiera había tenido el sentido común de desconectar. Ahora que desconfiaba, ya no volvería a creerse nada. Probablemente en aquel mismo instante estaba comprobando todos los diarios en busca de tormentas de polvo para compararlas con las meteorológicas.

Bult y Carson contemplaban de nuevo el agua. Bult sacudió la cabeza.

—La defensa del territorio es un rito de cortejo —continuó Ev.

—Como las bandas —dije yo.

—El pez mariposa despeja de guijarros y conchas una zona del fondo del mar para la hembra y luego la circula constantemente.

Miré al lanzabadejo, que rondaba de nuevo el paraguas de Bult. El indígito soltó su cuaderno y plegó el paraguas.

—Los mirgasazi de Yoan defienden una zona de espacio aéreo. Son una especie interesante. Algunas de las hembras tienen plumas brillantes, pero no son las que más atraen a los machos.

El lanzabadejo pasó sobre nosotros para regresar enseguida junto a Bult y Carson. Cuando estaba en plena curva, Bult volvió a abrir el paraguas. El lanzabadejo cayó en mitad de un aleteo y Bult lo atravesó un par de veces con la punta del paraguas.

—Sabía que tenía que haber puesto el paraguas en la lista de las armas —suspiré.

—¿Puedo cogerlo? —preguntó Ev—. ¿Me gustaría saber si es macho?

Bult desplegó su brazo, recogió el lanzabadejo, y siguió cabalgando, arrancándole las plumas. Cuando llegó a la mitad, se metió el lanzabadejo en la boca y lo partió en dos de un bocado. Le ofreció a Carson la mitad. Mi compañero sacudió la cabeza y Bult se tragó el resto.

—Supongo que no —respondí. Me agaché para coger una pluma y se la tendí.

Él veía masticar a Bult.

—¿No debería haber una multa para eso? —preguntó. —«Todos los miembros de la expedición se abstendrán de emitir juicios de valor respecto a la antigua y noble cultura de los seres indígenas» —recité.

Recogí los pedazos que Bult iba escupiendo, que no eran gran cosa, y se los di a Ev. Miré al horizonte.

La Muralla se curvaba, apartándose de la Lengua, y cruzaba la llanura en línea recta. Más allá distinguí un puñado de matorrales y árboles. No soplaba viento y las hojas colgaban fláccidas. Lo que necesitábamos era una buena tormenta de polvo para darle una lección a C.J., pero no soplaba ni una brisa.

El hecho de que C.J. descubriera lo de las tormentas de polvo no era lo que me preocupaba. Había intentado chantajearnos para que pusiéramos su nombre a alguna cosa, pero eso ya llevaba años haciéndolo. Mi principal temor era que hablara por el transmisor y que el Gran Hermano se enterara. Si empezaban a mirar en el diario, se darían cuenta ellos solitos. No había forma de que se produjera un berrinche de polvo con este clima. Ni siquiera había aire. Las plumas que Bult escupía caían a plomo hasta el suelo.

Medio klom más tarde nos topamos con un berrinche de polvo que parecía más bien un cabreo de los gordos. Se cargó en el transmisor (pero no antes de que metiéramos cinco buenos minutos en el diario), y se nos metió por las nariz y la garganta, y lo dejó todo tan oscuro que tuvimos que navegar siguiendo las luces del paraguas de Bult.

Cuando logramos zafarnos, ya atardecía, y Bult empezó a buscar un buen lugar para acampar, lo cual significaba algún sitio cubierto de flora hasta las rodillas para que él pudiera sacar el máximo en multas. Carson quería cruzar la Lengua primero, pero Bult miró solemnemente el agua y pronunció tssi mitsse.

—¿Dónde? —gritó Carson—. ¡No veo nada!

Entonces los ponis empezaron a tambalearse, así que acampamos allí mismo.

Montamos el campamento a toda prisa, primero porque no queríamos tener que descargar los ponis después de que se desplomaran, y segundo porque no queríamos tener que ir tropezando a oscuras, pero las tres lunas de Boohte habían salido ya antes de que descargáramos el transmisor.

Carson salió a atar los ponis a sotavento y Ev me ayudó a tender los petates.

—¿Estaraos en territorio inexplorado? —preguntó.

—No —respondí, sacudiendo el polvo de mi petate—. A menos que cuente lo que tenemos encima. —Desplegué el petate, asegurándome de que no dañaba ninguna planta—. Por cierto, será mejor que llame a C.J. y le diga dónde estamos. —Le tendí el petate de Carson y empecé a trabajar en el transmisor.

—Espere —dijo él.

Me detuve y lo miré.

—Cuando hablé con C.J., quería saber por qué el berrinche de polvo no había aparecido en el diario.

—¿Y qué le contestó?

—Le expliqué que el berriche había llegado en ángulo y nos había cegado. Le dije que se había desatado tan rápido que ni siquiera lo había visto hasta que usted gritó, y para entonces ya lo teníamos encima.

Yo tenía razón: es más listo de lo que parece.

—¿Cómo es eso? —pregunté—. C.J. probablemente le ofrecería un revolcón gratis por contarle que habíamos provocado la tormenta nosotros mismos.

—¿Pero qué dice? —estalló con aspecto tan indignado que lamenté haberlo dicho. Por supuesto que no iba a traicionarnos. Éramos Findriddy y Carson, los famosísimos exploradores que no podían hacer ningún mal, aunque acabara de pillarnos con las manos en la masa.

—Bueno, gracias —dije yo, y me pregunté qué alcance tendría su inteligencia y qué explicación podría conseguir—. Carson y yo teníamos que discutir algunas cosas, y no queríamos que el Gran Hermano se enterara.

—Es un rompepuertas, ¿verdad? Por eso la expedición partió con tanta prisa y usted no para de ejecutar paraderos cuando se supone que no hay nadie más que nosotros en el planeta. Creen que alguien ha abierto ilegalmente una puerta. ¿Por eso Bult nos guía al sur, para impedirnos que lo alcancemos?

—No sé qué lleva Bult en al cabeza. Podría habernos apartado de un rompepuertas cruzando por donde estábamos esta mañana y guiándonos por la Muralla hasta Río Plateado. No tenía que arrastrarnos hasta aquí. Además —añadí, mirando a Bult, que estaba junto a Lengua con Carson y los ponis—, Wulfnieier no le cae bien. ¿Por qué iba a protegerlo?

—¿Wulfmeier? —dijo Ev. Parecía entusiasmado—. ¿Ése es?

—¿Conoce a Wulfmeier?

—Por supuesto. De los saltones.

Bueno, tendría que haberlo supuesto.

—¿Qué piensa que está haciendo? —prosiguió Ev—. ¿Comerciando con los indígenas? ¿Dedicándose a la minería?

—No creo que esté haciendo nada. Esta mañana recibí una verificación de que está en la Puerta de Salida.

—Oh —dijo él, decepcionado. En los saltones debíamos de perseguir a los rompepuertas con pistolas láser—. ¿Quieren ir allí a asegurarse?

—Si Bult nos deja cruzar la Lengua alguna vez.

Carson llegó echando pestes.

—Le pregunto a Bult si es conveniente dar de beber a los ponis, y él finje mirar el agua y dice «tssi mitss nah», así que yo digo: «Bueno, vale, ya que no hay tssi mitss, podemos cruzar a primera hora de la mañana», y él me tiende un par de dados y dice: «Sahhth. Pcohh mahhs lejhosh.»

Se agachó y rebuscó en su alforja.

—Mierda, «mahhs lejosh» es prácticamente en las Ponicacas. —Miró a las montañas— ¿Qué demonios pretende? Y no me vengas con más tonterías sobre las multas. —Sacó el analizador de agua y se incorporó—. Ya tiene suficiente para comprarse todo un planeta para él solo. Fin, ¿te ha dado C.J. ya la aérea de la Muralla?

—Iba a llamarla ahora mismo —dije.

Él se marchó, y yo cogí el transmisor.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Ev, siguiéndome como un lanzabadejo—. ¿Recojo madera para encender fuego?

Lo miré.

—No me lo diga —se anticipó él al ver mi expresión—. Hay una multa por recoger madera.

—Y por encender fuego con tecnología avanzada, y por quemar fauna indígena —dije yo—. Normalmente esperamos a que Bult tenga frío y encienda una hoguera.

Bult no mostró señales de tener frío, aunque el viento de las Ponicacas que nos había lanzado aquel berrinche de polvo era más bien gélido; después de cenar le dio a Carson unos cuantos dados más y luego se marchó y se sentó cerca de los ponis bajo su paraguas.

—¿Qué demonios está haciendo ahora? —se impacientó Carson.

—Probablemente ha traído el calentador a pilas que compró durante la última expedición —dije yo, frotándome las manos—. Cuéntenos más cosas sobre las costumbres de apareamiento, Ev. Tal vez un poco de sexo nos caliente.

—Por cierto, Evie, ¿ha decidido ya a qué rama pertenece Bult? —preguntó Carson.

Por lo que yo sabía, Ev ni siquiera había mirado a Bult desde que partimos, excepto cuando el indígito se había tragado el lanzabadejo, pero respondió inmediatamente.

—Macho.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Carson, y yo tembién me asombré. Si lo decía por sus modales en la mesa, eso no daba ninguna pista. Todos los indígitos que conocía comían así, y la mayoría ni siquiera se molestaba en arrancar primero las plumas.

—Por su conducta adquisitiva —explicó Ev—. Recolectar y atesorar propiedades es una conducta de cortejo típica masculina.

—Yo creía que coleccionar cosas era una conducta femenina —aduje yo—. ¿Qué hay de todos esos diamantes y monogramas?

—Los regalos que los machos hacen a las hembras son símbolos de la habilidad del macho para conseguir y defender riquezas o territorio —puntualizó Ev—. Al acumular multas y comprar bienes manufacturados, Bult intenta demostrar su habilidad para acceder a los recursos necesarios para la supervivencia.

—¿Cortinas de baño? —cuestioné.

—Lo de menos es la utilidad.

»El pez buril macho colecciona grandes cantidades de conchas de almejas negras, que no tienen ningún valor práctico, ya que el pez buril es herbívoro, y las apila en torres como parte del ritual de cortejo.

—¿Y eso impresiona a la hembra?

—La habilidad para amasar riquezas es una prueba de la superioridad genética del macho, y por tanto apunta a una mayor posibilidad de supervivencia para su prole. Naturalmente, ella se impresiona. Hay otras cualidades que también influyen en la hembra: la corpulencia, la fuerza, la habilidad para defender el territorio, como ese lanzabadejo que vimos esta tarde…

Que posiblemente no habría impresionado mucho a la lanzabadejo hembra, pensé.

—… la virilidad, la juventud…

—A ver, ¿quiere decir que nos estamos helando el culo sólo porque Bult pretende impresionar a alguna hembra? —dijo Carson. Se levantó—. Si cuando yo digo que lo peor para una expedición es el sexo… —Cogió la linterna—. No pienso acabar con sabañones sólo porque Bult quiera mostrar sus genes a alguna asquerosa hembra.

Se perdió en la oscuridad a grandes zancadas, y yo contemplé la linterna bamboleante. Me pregunté qué mosca le había picado de repente y por qué Bult no lo seguía con su cuaderno si lo que Ev decía era verdad. Bult estaba sentado todavía con los ponis: desde mi sitio veía las luces de su paraguas.

—Los seres indígenas inteligentes de Prii encendían hogueras como parte de su ritual de cortejo —dijo Ev, frotándose las manos para calentarse—. Se extinguieron. Quemaron todos los bosques de Prii en menos de quinientos años. —Levantó la cabeza y contempló el cielo—. Sigo sin poder creer lo hermoso que es todo.

No estaba mal. Había un puñado de estrellas, y las tres lunas buscaban su posición en mitad del cielo. Pero me castañeteaban los dientes y el viento traía un insoportable pestazo a mierda de poni.

—¿Cómo se llaman las lunas? —preguntó.

—Athos, Porthos y Aramis —dije yo.

—No, en serio. ¿Cuáles son los nombres boohteri?

—No les dan ningún nombre. Pero no se le ocurra ponerle C.J. a ninguna. Son los satélites Uno, Dos y Tres hasta que el Gran Hermano los explore, lo que no sucederá pronto porque los boohteri no permiten que se exploren los satélites.

—¿C.J.? —dijo él, como si hubiera olvidado quién era—.

En los saltones salen distintos. Todo Boohte es distinto, excepto ustedes. Tienen exactamente el aspecto que creía.

—¿Esos saltones de los que siempre está hablando? ¿Qué son? ¿Hololibros?

—DHV.

Se levantó, se dirigió a su petate y se agachó para sacar algo de debajo. Regresó con un cuadrado plano del tamaño de un naipe y se sentó a mi lado.

—¿Ve? —dijo, y abrió el naipe como si fuera un libro—. Episodio Seis.

Saltones era un buen nombre. La imagen pareció saltar del centro del naipe al espacio entre nosotros, como el mapa en la Cruz del Rey, sólo que éste era de tamaño real y la gente se movía y hablaba.

Había una mujer bastante guapa de pie junto a un caballo convertido en poni y una cosa rosa agazapada que parecía un cruce entre un acordeón y una manguera. Estaban discutiendo.

—Se fue hace mucho tiempo —dijo la mujer. Llevaba pantalones ceñidos y una camisa corta, y tenía el pelo largo y brillante—. Voy a buscarlo.

—Han pasado casi veinte horas —observó el acordeón—. Debemos informar a la Base.

—No pienso marcharme de aquí sin él —afirmó la mujer, y saltó al caballo y se marchó galopando.

—¡Espera! —gritó el acordeón—. ¡No puedes! ¡Es demasiado peligroso!

—¿Quién se supone que es? —dije, metiendo el dedo en el acordeón.

—Alto —dijo Ev, y la escena se congeló—. Ése es Bult.

—¿Dónde está su cuaderno?

—Ya le he dicho que las cosas eran distintas de lo que esperaba —explicó, con tono algo avergonzado—. Vuelve atrás.

Hubo un destello y volvimos al principio de la escena.

—¡Se fue hace mucho tiempo! —dijo Pantalones Ceñidos.

—Si ése es Bult, ¿entonces quién se supone que es ésa? —pregunté.

—Usted —contestó él. Parecía sorprendido.

—¿Dónde está Carson?

—En la siguiente escena.

Hubo otro destello, y nos encontramos al pie de un acantilado, con grandes peñascos de aspecto falso alrededor. Carson estaba sentado en el fondo del acantilado, tendido contra uno de los peñascos con un gran arañazo en un lado de la cabeza y un bigote la mar de mono que se curvaba en los extremos. El bigote de Carson nunca había sido tan gracioso, ni siquiera la primera vez que lo vi, y los mordisqueadores también parecían falsos (como conejillos de Indias con dientes postizos), pero lo que le estaban haciendo al pie de Carson era bastante realista. Esperé que llegaran muy pronto a la parte en que lo encontraba.

—Siguiente escena —dije, y aparecí bajando el acantilado con aquellos pantalones ceñidos, disparando a los mordisqueadores con un láser.

No fue así en absoluto. A menos que quisiera bajar del mismo modo que Carson, no había forma de descender por el acantilado. Los mordisqueadores huyeron cuando grité, pero tuve que rodear todo el acantilado hasta que encontré una chimenea para bajar, y tardé tres horas. Los mordisqueadores volvieron a huir cuando me oyeron llegar, pero no se fueron demasiado lejos.

Pantalones Ceñidos saltó los tres últimos metros y se arrodilló junto a Carson. Empezó a quitarse tiras que no podía permitirse perder de la camisa y las ató alrededor del pie de Carson, que sólo parecía un poco ensangrentado por los dedos, y le secaba los ojos a ella.

—Yo no lloré —objeté—. ¿Tiene alguno más?

—Episodio Once —dijo Ev, y el acantilado se convirtió en un bosquecillo de árboles de plataluz. Pantalones ceñidos y Bigote Atildado lo exploraban con un anticuado transit y un sextante, y Acordeón apuntaba las medidas.

Parecía que alguien había cortado trocitos de papel de aluminio y los había colgado de una rama muerta, y Carson llevaba un chaleco azul peludo que, me dio la impresión, se suponía que era de piel de equipaje.

—¡Findriddy! —dijo Acordeón, alzando bruscamente la cabeza—. ¡Oigo venir a alguien!

—¿Qué estáis haciendo vosotros dos? —prorrumpió Carson, y atravesó directamente a un árbol de plataluz. Miró alrededor, los brazos llenos de ramas—. ¿Qué demonios es esto?

—Tú y yo —expliqué.

—Un saltón —apuntó Ev.

—¡Apáguelo! —ordenó Carson, y el otro Carson y Pantalones Ceñidos y los árboles de plataluz se comprimieron en una nada negra—. ¿Qué demonios le pasa, cómo se le ocurre traer tecnología avanzada a una expedición? ¡Fin, se supone que tienes que encargarte de que siga las reglas!

Soltó las ramas con un tamborileo en el lugar donde antes se encontraba Acordeón.

—¿Sabe la cuantía de la multa que Bult podría cargarnos por una cosa así?

—Yo-yo no sabía… —Ev tartamudeó y se agachó para recoger el saltón antes de que Carson lo pisara—. No se me ocurrió…

—No es más avanzado que los binos de Bult —dije yo—, o la mitad de las cosas que ha pedido. Y aunque lo fuera, no sabe nada al respecto. Está por ahí sumando sus multas. —Señalé hacia las luces de su paraguas.

—¿Cómo sabes que no lo sabe? ¡Se puede ver desde kloms!

—¡Y a ti se te oye desde el doble! ¡La única forma de que lo averigüe es que venga a investigar todo este jaleo!

Carson le quitó el saltón a Ev.

—¿Qué más ha traído? —gritó, pero más bajo—. ¿Un reactor nuclear? ¿Una puerta?

—Sólo otro disco —dijo Ev—. Para el saltón. —Sacó de su bolsillo una moneda negra y se la tendió a Carson.

—¿Qué demonios es esto? —preguntó él, dándole la vuelta.

—Somos nosotros —expliqué—. Findriddy y Carson, Exploradores Planetarios, y Nuestro Fiel Guía, Bult. Trece episodios.

—Ochenta —corrigió Ev—. Hay cuarenta en cada disco, pero sólo he traído mis favoritos.

—Tienes que verlos, Carson. Sobre todo tu bigote. Ev, ¿hay algún modo de que pueda bajar el sonido para que podamos verlo sin que se entere el resto del vecindario?

—Sí. Sólo hay que…

—Aquí nadie verá nada hasta que encendamos una hoguera y yo me asegure de que Bult sigue debajo de ese paraguas —estalló Carson, y se marchó dando zancadas por cuarta vez.

Cuando volvió con aspecto enfurecido, yo ya había convertido la leña en una hoguera respetable. Por lo visto, Bult estaba donde debía.

—Muy bien —dijo Carson, devolviéndole el saltón a Ev—. Vamos a ver a esos famosos exploradores. Pero póngalo bajito.

—Episodio Dos —anunció Ev, colocándolo en el suelo ante nosotros—. Reduce al cincuenta por ciento y oscurece. —Esta vez la escena apareció más pequeña y en una pequeña caja. Bigote Atildado y Pantalones Ceñidos atravesaban una brecha en la Muralla. Carson llevaba su chaleco azul peludo. —Tú eres el del bigote elegante —señalé.

—¿Tiene idea de la multa que nos caería encima por matar a un equipaje? —dijo él. Señaló a Pantalones Ceñidos—. ¿Quién es la mujer?

—Es Fin —respondió Ev.

—¿Fin? —Carson dejó escapar un resoplido—. ¿Fin? No puede ser. Mírela. Va demasiado limpia. Y parece demasiado una mujer. ¡La mayoría de las veces con Finn ni siquiera se nota! —Volvió a resoplar y se dio una palmada en la pierna—. Y mírele el pecho. ¿Seguro que no es C.J.? Extendí la mano y cerré el saltón.

—¿Por qué haces eso? —dijo Carson, con la mano en la barriga.

—Hora de dormir. —Me volví hacia Ev—. Por esta noche guardaré este trasto en mi bota para que Bult no lo descubra —dije, y me dirigí a mi petate.

Bult estaba de pie junto al petate de Carson. Miré hacia la Lengua. El paraguas seguía allí, brillando alegremente. Bult levantó mi petate para mirar debajo.

—Daño a la flora —dijo, señalando a la tierra de debajo.

—Oh, cierra el pico —protesté, y me acosté.

—Tono y modales inadecuados —prosiguió él, y regresó hacia su paraguas.

Carson siguió partiéndose de risa durante otra hora, y yo me quedé allí tendida durante esa hora o más esperando que se fueran a dormir y viendo cómo las lunas ocupaban su posición en el cielo. Entonces saqué el saltón de mi bota y lo abrí en el suelo junto a mí.

—Episodio Ocho. Reduce al ochenta por ciento y oscurece —susurré. Me quedé allí tendida y nos vi a Carson y a mí cabalgando bajo la lluvia y traté de adivinar de qué expedición se trataba. Había un búfalo azul en la colina, y Acordeón lo señalaba.

—Se llama ehkjpakhehsss en lengua boohteri —dijo, y enseguida reconocí la situación, sólo que no había sucedido así.

Tardamos cuatro horas en comprender lo que Bult estaba diciendo.

¿Ehkkpekess? —recuerdo que gritó Carson.

¡Ehhkkpachkesshh! —respondió Bult.

—¿Equipajes? —dijo Carson, tan enfadado que su bigote pareció sacudirse—. ¡No podemos llamarlos equipajes! —Y justo entonces un par de miles de equipajes enfilaron desde la colina hacia nosotros. Mi poni se quedó allí plantado como un idiota y por poco nos aplastan a los dos.

En la versión del saltón mi poni salía corriendo, y yo era la que se quedaba mirando como una tonta hasta que Carson llegaba galopando y me izaba a su grupa. Yo llevaba botas de tacón alto y unos pantalones tan ceñidos que no era de extrañar que no pudiera correr, y Carson tenía razón, estaba demasiado limpia, pero no tenía por qué caerse en la hoguera partido de risa.

Carson me rescató y partimos al galope, mis pantalones ceñidos abrazando al caballo y mi melena odeando al viento.

«Aquí nada es como esperaba, excepto usted», había dicho Ev en la Cruz del Rey. También había dicho que yo era exactamente como me imaginaba. Lo cual, pensé, intentando averiguar cómo volver a hacer funcionar el saltón de nuevo, estaba bastante bien.

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