Al mediodía siguiente estábamos todavía a este lado de la Lengua y aún nos dirigíamos al sur. Carson estaba de tan mal humor que me mantuve apartada de él.
—¿Siempre es así de irritable? —me preguntó Ev.
—Sólo cuando está preocupado.
Por cierto, yo también estaba un poquito preocupada.
El análisis del agua que había hecho Carson no mostraba nada más que la f-y-f de siempre, pero Bult había insistido en que había tssi mitss y nos condujo al sur, a un afluente. Como en el afluente también había tssi mitss, nos condujo al este siguiendo su curso hasta que llegamos a uno de los afluentes secundarios. Éste no tenía ningún tssi mitss, pero zigzagueaba a través de un barranco demasiado empinado para los ponis, así que Bult volvió a conducirnos al norte, buscando un lugar para cruzar. A este paso, volveríamos a la Cruz del Rey a la hora de cenar.
Pero no era eso lo que me preocupaba. Lo que me preocupaba era Bult. No nos había multado por nada en toda la mañana, ni siquiera cuando levantamos el campamento, y seguía escrutando el sur con sus binos. No sólo eso, sino que los binos de Carson habían aparecido. Los encontró en su petate después de desayunar.
—¡Fin! —gritó, agitándolos por la cinta—. Sabía que los tenías. ¿Dónde los encontraste, en tu alforja?
—No los había visto desde la mañana en que salimos para la Cruz del Rey, cuando tú los cogiste —contesté—. Debía de tenerlos Bult.
—¿Bult? ¿Para qué iba a cogerlos? —dijo, y señaló a Bult, que contemplaba las Ponicacas con sus propios binos.
No lo sabía, y eso era lo que me preocupaba. Los indígitos no roban, al menos eso es lo que el Gran Hermano nos dice en las observaciones, y en todas las expediciones en las que habíamos salido, Bult nunca nos había quitado más que nuestros exiguos sueldos. Me pregunté qué más podría empezar a hacer… como meternos en territorio inexplorado y luego robarnos las alforjas y los ponis. O conducirnos a una emboscada.
Quería hablar del tema con Carson, pero no pude acercarme a él, y no quería arriesgarme a provocar otra tormenta de polvo. Traté de cabalgar a su lado, pero Bult mantenía su poni pegadito al de Carson y me miró con mala cara cuando intenté acercarme.
Ev estaba casi igual de pegado a mí, haciendo preguntas sobre el lanzabadejo y contándome costumbres de apareamiento curiosas, como las del macho de mosca colgante, que teje un gran globo de saliva y baba para que la hembra se pegue cuando se la tira.
Finalmente cruzamos el arroyo en un punto donde zigzagueaba por un terreno momentáneamente llano, y nos dirigimos al suroeste cruzando una serie de colinas bajas. Hice una triangulación y luego empecé a comprobar el terreno.
—Bueno, ya estamos en territorio inexplorado —le dije a Ev—. Puede empezar a mirar cosas para ponerles el nombre de C.J., así conseguirá su polvo.
—Si quisiera un polvo, lo conseguiría sin eso —replicó él, y se me ocurrió que tenía razón—. Pero sé cómo se siente C.J. —añadió, contemplando la llanura—. Quiere dejar alguna marca. Atraviesas esa puerta y te das cuenta de lo grande que es un planeta y lo insignificante que eres tú. Podrías pasarte aquí toda la vida y ni siquiera dejarías una huella.
—Dígaselo a Bult.
El sonrió.
—Vale, tal vez huellas sí. Pero nada duradero. Por eso me apunté a esta expedición. Quería hacer algo para saltar a la fama, como usted y Carson. Quería descubrir algo que me hiciera aparecer en los saltones.
—Por cierto —dije, inclinándome para recoger una roca—, ¿cómo es que aparecemos en ellos? —Metí la roca en mi alforja—. ¿Cómo supieron lo de los equipajes? ¿Y lo del pie de Carson?
__No lo sé —contestó Ev lentamente, como si la pregunta no se le hubiera ocurrido nunca—. Por sus diarios, supongo.
Pero en los diarios no aparecía que encontré a Carson cuando las veinticuatro horas se habían consumido. Habíamos contado algunas historias a los prestamistas, y una de las mujeres había llevado un diario propio. Pero Carson no le habría dicho que yo había llorado por él.
Las colinas estaban cubiertas de matojos. Saqué un holo de las plantas y luego detuvimos a Inútil, cosa que no fue demasiado difícil, y desmontamos.
—¿Qué hace?—preguntó Ev.
—Recojo fragmentos de planeta para que deje en ellas la marca de C.J. —dije, cavando alrededor de las raíces un par de plantas y metiéndolas en una bolsa de plástico. Cogí dos rocas más y se las tendí—. ¿Alguna de éstas le parece una C.J.?
Volví a montar y miré a Bult. Ni siquiera se había dado cuenta de que me había bajado del poni, ni mucho menos cogió su cuaderno. Contemplaba las colinas más allá del afluente con sus binos.
—¿Nunca ha deseado ponerle a algo su nombre, Fin? —preguntó Ev.
—¿Yo? ¿Para qué demonios iba a querer eso? ¿Quién demonios recuerda en honor a quién llamaron al Cañón de Bryce o el Ferry de Harper cuando los bautizaron así? Además, no puedes ponerle nombre a una cosa sólo porque lo pones en un mapa topográfico. Las cosas no funcionan así. —Señalé las Ponicacas—. Cuando la gente llegue aquí, no las llamará Montañas Findriddy. Las llamará las Ponicacas. La gente le pone a las cosas el nombre de lo que parecen, o de lo que sucedió aquí, o por lo que les recuerda el nombre indígito, no según las reglas.
—¿La gente? —dijo Ev—. ¿Se refiere a los rompepuertas?
—Los rompepuertas, los mineros, los colonos y los dueños de los centros comerciales.
—¿Pero y las reglas? —dijo Ev. Parecía sorprendido—. Se supone que protegen la ecología natural y la soberanía de la cultura indígena.
Indiqué a Bult con un movimiento de cabeza.
—¿Y cree que la cultura indígena no les vendería todo el lugar por unos cuantos saltones y un par de docenas de cortinas de baño? ¿Cree que el Gran Hermano nos paga para que exploremos todo esto por su bien? ¿Cree que en cuanto encontremos algo que les interese no vendrán aquí, con reglas o sin ellas?
Ev parecía triste.
—Como los turistas —dijo él—. Todo el mundo ha visto los árboles de plataluz y la Muralla en los saltones, y todos querrán contemplarlos al natural.
—Y sacarse holos de ellos mismos mientras los multan —dije yo, aunque en realidad no había pensado en Boohte como una atracción turística—. Y Bult podrá venderles cacas de poni secas como recuerdo del viaje.
—Me alegro de haber venido antes de la avalancha —suspiró él, contemplando el agua. Las colinas se dividían a cada lado del afluente, y no importaría que hubiera tssi mitss o no. Un amplio banco de arena se extendía casi en toda la anchura del agua.
Los ponis se abrieron paso a través de la lengua de tierra como si fueran arenas movedizas, y Ev estuvo a punto de caerse cuando intentó agacharse para echarle un vistazo.
—Las sargueras tienen que desovar en aguas tranquilas, así que en el ritual de cortejo el macho efectúa una danza acuática que forma bancos de arena en los arroyos.
—¿Como éste?
—No lo creo. Éste parece un banco de arena natural. —Se enderezó en el huesosilla—. La hembra del lagarto del esquisto traza un diseño en la tierra, y luego el macho escarba el mismo diseño en el esquisto.
Yo no le prestaba atención. Bult contemplaba a través de los binos las montañas que se alzaban entre nosotros y la Lengua, y el poni de Carson empezaba a tambalearse.
—Aquí tiene su gran oportunidad, Ev —dije—. ¡Parada de descanso!
Carson y yo hicimos las topográficas y luego almorzamos. Más tarde saqué las rocas y las bolsas de plástico y Carson vació su atrapabichos, y nos dispusimos a darles nombre.
Carson empezó con los insectos.
—¿Tenéis un nombre para esto? —le preguntó a Bult, manteniéndolo a raya para que éste no se lo metiera en la boca, pero Bult ni siquiera parecía interesado.
Miró a Carson durante un minuto como si estuviera pensando en otra cosa, y entonces dijo algo que me pareció vapor siseando y luego metal arrastrado sobre granito.
—¿Tssimrrah? —dijo Carson.
—Thassahggih —corrigió Bult.
—Esto nos llevará un rato —le dije a Ev.
Averiguar cuál es el nombre indígito de una cosa no es tanto comprender lo que dice Bult como intentar impedir que todo suene igual. Los sonidos de f-y-f suenan todos como vapor escapando en una tormenta, los lagos y ríos suenan una puerta al abrirse y las rocas todas empiezan con una «B» que parece un eructo, lo que te hace pensar en la opinión que los indígitos tienen de Bult. Todos suenan más o menos igual, y ninguno te recuerda a una palabra humana, lo que es buena señal, o todo tendría el mismo nombre.
—¿Thssahggah? —dijo Carson.
—Shhomrrrah —precisó Bult.
Miré a Ev, que contemplaba las rocas y las plantas metidas en sus bolsas. Eran una recolecta más bien pobre: la única piedra que no parecía barro cocido era hornablenda, y la única flor tenía cinco miserables pétalos, pero no creía que Ev fuera a intentar lo que todos los prestamistas, que era nombrar la primera flor que encontráramos crisantemo, no importaba qué aspecto tuviera. Crisa, para abreviar.
Carson y Bult finalmente acordaron que el bicho era tssabggah, y yo saqué holos del espécimen y del fragmento de hornablenda y los transmití junto con sus nombres.
Bult cogió la flor y sacudió la cabeza.
—Los indígitos no tienen ningún nombre para ella —dijo Carson, mirando a Ev—. ¿Qué le parece, Evie? ¿Cómo quiere llamarla?
Ev la miró.
—No lo sé. ¿Qué clase de nombre se les puede poner?
Carson parecía irritado. Era evidente que esperaba «crisantemo».
—No podemos utilizar nombres propios, ni referencias tecnológicas, ni lugares terrestres con «nuevo» delante, ni juicios de valor.
—¿Qué queda? —dijo Ev.
—Adjetivos —expliqué—, formas, colores… excepto Verde… referencias naturales.
Ev seguía examinando la planta.
—Crecía en el banco de arena. ¿Qué tal rosarena?
Pareció como si Carson intentara encontrar alguna forma de convertir rosarena en Crissa.
—La rosa es una género específico de la Tierra, ¿no, Fin? —me gruñó.
—Sí —convine—. Tendrá que ser florena. ¿Siguiente?
Bult tenía nombres para las rocas, lo que nos llevó una eternidad, y luego empezó a parecer muy impaciente, cogía sus binos y los soltaba sin usarlos, y asentía a todo lo que le decía Carson.
—Biln —dijo Carson, y yo pasé al dato—. ¿Es todo?
—Necesitamos un nombre para el afluente. —Lo señalé—. Bult, ¿tienen los boohteri un nombre para este río?
El sacudió la cabeza, se bajó del poni y cogió sus binos.
Carson se me acercó.
—Algo va mal —dije.
—Lo sé —contestó él, frunciendo el ceño—. Lleva inquieto toda la mañana.
Bult escudriñaba el paisaje a través de sus binos. Los apartó de sus ojos y luego se los llevó a la oreja.
—Vamos —dije yo, y me dispuse a reunir los especímenes—. ¡Caravana en marcha, Ev!
—¿Y el afluente? —preguntó Ev.
—Arroyo Banco de Arena —dije yo—. Vamos.
Bult ya se había puesto en marcha. Carson y yo recogimos las muestras y los binos de Carson, pero Bult ya había subido el banco y se dirigía al oeste entre las montañas.
—¿Qué hay del otro? —preguntó Ev.
—¿El otro qué? —dije, mientras guardaba los especímenes en mi bolsa. Enrollé los binos de Carson en el pomohueso.
—El otro afluente. ¿Tienen los boohteri un nombre para él?
—Lo dudo —dije, montando en Inútil. Carson tenía problemas con su poni. Si le esperábamos, perderíamos a Bult—. Vamos —le dije a Ev, y seguí a Bult.
—Arroyo Acordeón —dijo Ev.
—¿Qué? —pregunté, intentando decidir qué camino había seguido Bult. Capté un destello de luz de sus binos a la izquierda e insté al poni a dirigirse hacia allí.
—El nombre del otro afluente —dijo Ev—. Arroyo Acordeón, por la forma en que se pliega de un lado a otro.
—Nada de referencias tecnológicas —dije, mirando a Carson. Su poni se había detenido y estaba descargando una bosta.
—Oh, bueno —suspiró Ev—. ¿Qué tal entonces Arroyo Zigzag?
Volví a ver a Bult en lo alto del siguiente promontorio. Había desmontado y estaba mirando a través de sus binos.
—Ya tenemos un Arroyo Zizgaz —objeté, haciendo señales a Carson para que continuara—. Al norte, en el Sector 250-81.
—Oh —dijo él, parecía decepcionado—. ¿Qué otro nombre significa a un lado y a otro? ¿Desviado? ¿Tortuoso?
Alcanzamos a Bult. Desenganché los binos de Carson del pomohueso y me los llevé a los ojos, pero no distinguí más que montañas y florenas. Aumenté la resolución.
—Escalera —murmuraba Ev a mi lado—. No, eso es tecnológico… entrelazado… ¿Qué tal Arroyo Crisscross?
Bueno, era un buen intento. No era «crisantemo» y había esperado a que Carson no estuviera presente y yo estuviera pensando en otros asuntos. Era decididamente más listo de lo que parecía. Pero no lo suficiente.
—Buen intento —dije, todavía escrutando las montañas con los binos—. ¿Qué tal Arroyo Sinuoso? —pregunté mientras Carson nos alcanzaba—. ¿Por la forma en que intenta colarse mientras no estás mirando?
O bien Bult había visto lo que estaba buscando con sus binos, o había renunciado a ello. No intentó adelantarse cabalgando durante el resto de la tarde, y después de nuestra segunda parada de descanso guardó los binos en su mochila y sacó de nuevo el paraguas.
Cuando le pregunté el nombre de un matorral durante la parada, no se molestó en contestarme.
Ev tampoco se mostró locuaz, lo cual me venía bien porque tenía muchas cosas en que pensar. Bult podría haberse calmado, pero seguía sin cosernos a multas, aunque la parada de descanso había sido en una colina cubierta de florenas, y dos o tres veces lo vi mirándome por debajo de su paraguas. Cuando su poni no quiso levantarse, le arreó una patada.
Me pregunté si la irritabilidad era también un signo del periodo de celo, o si sólo estaba nervioso. Tal vez sólo trataba de impresionar a alguna hembra. Tal vez nos llevaba a casa para presentárnosla.
Llamé a C.J.
—Necesito un paradero sobre los indígitos —le dije.
—Y yo necesito un paradero sobre vosotros. ¿Qué estáis haciendo en 249-68?
—Tratamos de cruzar la Lengua —dije—. ¿Hay algún indígito en nuestro sector?
—Ninguno. Todos están junto a la Muralla en 248-85.
Bueno, al menos no estaban en 248-76.
—¿Algún movimiento extraño?
—No. Quiero hablar con Ev.
—Claro. Pregúntale por el arroyo que bautizamos esta mañana.
Le pasé la comunicación y pensé un poco más en Bult, y luego pedí otro paradero sobre los rompepuertas. Wulfmeier aún aparecía en la Puerta de Salida, probablemente intentaba conseguir fondos para pagar sus multas.
Regresamos a la Lengua a última hora de la tarde, pero el terreno seguía siendo escarpado, y la Lengua era demasiado estrecha y profunda para que la cruzáramos. Estábamos cerca de la Muralla (se enroscaba arriba y abajo de las montañas al otro lado), y al parecer de nuevo en el territorio de un lanzabadejo.
Ev no sabía si estudiar sus evoluciones o espantarlo para que Bult no pudiera arponearlo.
Bult nos dirigió al sur, serpenteando sobre las cimas de las montañas alrededor de la Muralla. Le grité a Carson que era demasiado empinado para los ponis, y él asintió y le dijo algo a Bult, que siguió avanzando. Diez minutos más tarde su poni se desplomó exánime.
Los nuestros le imitaron. Nos sentamos y esperamos a que se recuperasen. Bult llevó su paraguas a la mitad de la colina y se sentó bajo él. Carson se tumbó y se cubrió los ojos con el sombrero, y yo saqué las órdenes de compra de Bult y las examiné de nuevo, buscando pistas.
—¿Siempre ven lanzabadejos tan cerca de la Muralla? —preguntó Ev. Al parecer se había recuperado de la reprimenda que le había dado C.J.
—No lo sé —dije, tratando de recordar—. Carson, ¿siempre vemos lanzabadejos cuando estamos cerca de la Muralla?
—Mmph —dijo Carson desde debajo de su sombrero.
—Esas especies que hacen regalos a sus parejas —le dije a Ev—, ¿qué otra clase de cortejos hacen?
—Luchas, danzas de apareamiento, exhibiciones de características sexuales.
—¿Migración? —apunté, buscando a Bult en la colina. El paraguas seguía abierto y con las luces encendidas. Bult no estaba debajo—. ¿Dónde está Bult?
Carson se sentó y se puso el sombrero.
—¿Por dónde se ha ido?
Me levanté.
—Por allí. Ev, ate los ponis.
—Todavía están fuera de combate —dijo él—. ¿Qué ocurre?
Carson ya había subido casi media colina. Le seguí.
—Por este barranco —dijo, y lo escalamos.
Se extendía entre dos montañas, y luego se abría. Un hilillo de agua recorría el fondo. Carson me indicó que esperara y subió un centenar de metros.
—¿Qué pasa? —dijo Ev, que subía detrás de mí, jadeando—. ¿Le ha sucedido algo a Bult?
—Sí —contesté—. Pero él aún no lo sabe.
Carson regresó.
—Justo lo que pensábamos. Callejón sin salida. Tú sube allí —señaló—, y yo iré por ese camino.
—Nos encontraremos en medio —asentí.
Subí por el lado del barranco y Ev me siguió. Corrí a lo largo de la cima de la colina medio agachada, y luego me puse a gatas y me arrastré el resto del camino.
—¿Qué pasa? —susurró Ev—. ¿Un mordisqueador? —Parecía entusiasmado.
—Sí —le contesté—. Un mordisqueador.
Él sacó su cuchillo.
—Guarde eso —le siseé—. No vaya a caerse encima y tengamos una desgracia. —Me obedeció—. No se preocupe. No es peligroso a menos que esté haciendo algo que no debía.
Él parecía confuso.
—Abajo —dije, y nos arrastramos hasta un saliente que daba al espacio donde el barranco se ensanchaba. Al fondo distinguí la zona llana de una puerta y un toldo hecho con una lona y palos. Delante estaba Bult.
Debajo del toldo había un hombre que mostraba a Bult un puñado de piedras.
—Cuarzo —dijo el hombre—. Se encuentra en macizos ígneos, como éste.
Extendió la mano para mostrar un holo y Bult retrocedió un paso.
—¿Has visto alguna vez algo parecido por aquí? —añadió el hombre, alzando el holo.
Bult dio otro paso atrás.
—Es sólo un holo, idiota —dijo el hombre, tendiéndoselo a Bult—. ¿Has visto algo parecido por aquí?
Carson apareció dando zancadas en el claro, cargando su mochila.
Se detuvo en seco.
—¡Wulfmeier! —exclamó, entre sorprendido y divertido—. ¿Qué demonios estás haciendo en Boohte?
—Wulfmeier —susurró Ev a mi lado.
Me llevé un dedo a los labios para indicarle que guardara silencio.
—¿Qué es eso? —dijo Carson, señalando el holo—. ¿Una postal? —Se acercó a Bult—. Mi poni se ha perdido, y he venido a buscarlo. Igual que Bult. ¿Y tú, Wulfmeier?
Deseé poder ver la cara de Wulfmeier.
—Algo falla en mi puerta —dijo, dando un paso atrás bajo el toldo y mirando a su espalda—. ¿Dónde está Fin? —preguntó, y bajó la mano a su costado.
—Aquí mismo —dije yo, y salté. Tendí la mano—. Me alegro de verte, Wulfmeier. —Llamé a Ev—. Baje, le presentaré a Wulfmeier.
Wulfmeier no alzó la cabeza. Miró a Carson, que se había situado a un lado. Ev aterrizó a cuatro patas y se levantó rápidamente.
—Ev, éste es Wulfmeier. Nos conocemos de hace tiempo. ¿Qué haces en Boohte? Está restringido.
—Le estaba contando a Carson que algo debe de haberse estropeado en mi puerta —explicó él. Nos miró con suspicacia—. Intentaba llegar a Menniwot.
—¿Ah, sí? Recibimos la confirmación de que estabas en la Puerta de Salida. —Me acerqué a Bult—. ¿Qué tienes aquí, Bult?
—Me estaba vaciando la bota, y Bult quiso verlo —dijo Wulfmeier, todavía mirando a Carson.
Bult me tendió los fragmentos de cuarzo. Los examiné.
—Vaya, vaya, recogida de souvenirs. Bult, parece que vas a tener que multarlo por esto.
—Ya te digo que los tenía en el zapato. Estaba dando una vuelta, tratando de orientarme.
—Vaya, vaya, dejando huellas. Perturbación de la superficie terrestre. —Me acerqué a la puerta y miré debajo—. Destrucción de flora. —Me incliné al interior—. ¿Qué le pasa?
—La he arreglado —dijo Wulfmeier.
Me metí dentro y volví a salir.
—Parece polvo, Carson —comenté—. Nosotros también hemos tenido problemas con el polvo. ¿Se mete en los chips? Será mejor que lo compruebe mientras estamos aquí, por si acaso.
Wulfmeier miró el toldo y a Ev, y luego a Carson. Apartó la mano de su costado.
—Buena idea —asintió—. Traeré mis cosas.
—No te lo aconsejo, no vaya a sobrecargarse la puerta. Las enviaremos después. —Me acerqué a los controles—. ¿Dónde dijiste que intentabas ir? ¿A Menniwot?
Abrió la boca para decir algo y luego la cerró. Pedí las coordenadas y suministré los datos a la puerta.
—Eso debe bastar —sonreí—. Seguro que no regresas.
Carson lo acompañó hasta la puerta y Wulfmeier pasó al interior. Su mano volvió a caer a su costado; yo pulsé la activación y desapareció.
Carson ya había regresado al toldo y rebuscaba entre las cosas de Wulfmeier.
—¿Qué tenía? —pregunté.
—Muestras de minerales. Cuarzo con vetas de oro, argentita, platino. —Examinó los holos—. ¿Dónde lo has enviado?
—A la Puerta de Salida. Por cierto, será mejor que les advierta que va de camino. Y que alguien ha estado jugando con los archivos de detenciones del Gran Hermano. Bult, calcula las multas de todo esto, y las mandaremos por envío especial. Vamos —le dije a Ev, que estaba de pie mirando el lugar donde antes se hallaba la puerta, como si deseara que se hubiera producido una pelea—. Tenemos que llamar a C.J.
Empezamos a bajar por el barranco.
—¡Ha estado magnífica! —dijo Ev, mientras resbalaba por las rocas—. ¡No puedo creer que se enfrentara a él de esa forma! ¡Fue como en los saltones!
Salimos del barranco y bajamos la montaña hasta donde habíamos dejado los ponis. Seguían tumbados.
—¿Qué le pasará a Wulfmeier en la Puerta de Salida? —preguntó él mientras yo sacaba el transmisor de debajo de Inútil.
—Lo multarán por falsear su destino y perturbar la superficie terrestre.
—¡Pero es un rompepuertas!
—Él asegura que no. Ya lo ha oído. Su puerta estaba estropeada. Para que el Gran Hermano se la confiscara tendría que haber estado cavando, comerciando, haciendo prospecciones o cazando equipajes.
—¿Y esas rocas que le estaba dando a Bult? Eso es comerciar, ¿no?
Sacudí la cabeza.
—No se las estaba dando, le estaba preguntando si había visto otras iguales. Al menos no estaba tirando petróleo por el suelo y encendiéndolo, como la última vez que lo pillamos con Bult.
—¡Pero eso es hacer una prospección!
—Tampoco podemos demostrarlo.
—Así que lo multan, ¿y luego qué?
—Conseguirá el dinero para pagar las multas, probablemente gracias a algún otro rompepuertas que quiera saber dónde buscar, y luego lo intentará otra vez. Al norte, probablemente, ahora que sabe dónde estamos.
En el Sector 248-76, pensé.
—¿Y no pueden detenerlo?
—Hay cuatro personas en este planeta, y se supone que estamos explorándolo, no persiguiendo rompepuertas.
—Pero…
—Sí. Tarde o temprano, habrá uno a quien no podremos pillar. No me preocupa Wulfmeier… no le cae bien a los indígitos, y lo que quiera buscar tendrá que hacerlo él sólito. Pero no todos los rompepuertas son escoria. La mayoría son gente que busca un lugar mejor para pasar hambre, y tarde o temprano descubrirán una mina de plata, o convencerán a los indígitos para que les muestren un yacimiento petrolífero. Y todo se habrá acabado.
—Pero el gobierno… ¿qué hay de las reglas? ¿Qué hay de…?
—¿Preservar la cultura indígena y la ecología natural? Depende. El Gran Hermano no puede impedir una operación de minería o prospecciones sin enviar fuerzas, lo que significa puertas y edificios y gente haciendo excursiones para ver la Muralla, y más fuerzas para protegerlas, y muy pronto tienes Los Ángeles.
—Ha dicho usted que depende —dijo Ev—. ¿De qué?
—De lo que encuentren. Si es lo bastante suculento, el Gran Hermano vendrá a cogerlo él mismo.
—¿Qué pasará con los boohteri?
—Lo mismo que pasa siempre. Bult es listo, pero no tanto como el Gran Hermano. Por eso ingresamos en su cuenta bancaria el dinero de esos artículos agotados. Para que tenga una oportunidad de luchar.
Pulsé el botón de transmisión.
—Expedición llamando a la Cruz del Rey. Adelante, Cruz del Rey. —Le sonreí a Ev—. ¿Sabe? Había algo estropeado en la puerta de Wulfmeier.
C.J. conectó y le pedí que enviara un mensaje a la Puerta de Salida. Luego le pasé a Ev para que pudiera darle los detalles.
—¡Fin estuvo magnífica! —dijo—. ¡Tendrías que haberla visto!
Bult y Carson volvieron. Bult había sacado su cuaderno y le hablaba.
—¿Has encontrado algo? —pregunté.
—Holos de anticlinales y tubos de diamante. Un par de latas de gasolina. Un láser.
—¿Y las muestras de minerales? ¿Eran indígenas?
Él sacudió la cabeza.
—Muestras terrestres corrientes. —Miró a Bult, que había acabado de sumar multas y ascendía por la colina para coger su paraguas—. Al menos ahora sabemos por qué Bult nos ha traído hasta aquí.
—Tal vez. —Fruncí el ceño—. Me da la impresión de que se quedó tan sorprendido como nosotros al ver a Wulfmeier. Y desde luego es evidente que Wulfmeier se llevó un buen susto al vernos.
—Probablemente le dijo a Bult que se escabullera y se reuniera con él por la noche. Por cierto, será mejor que nos pongamos en marcha. No quiero que Wulfmeier regrese y nos encuentre todavía aquí.
—No volverá en algún tiempo —aseguré—. Perderá un cable-T. Se le caerá cuando llegue a la Puerta de Salida.
Él sonrió.
—Sigo queriendo llegar al otro lado de la Muralla esta noche.
—Si Bult nos deja cruzar la Lengua.
—¿Por qué no iba a hacerlo? Ya ha conseguido reunirse con Wulfmeier.
—Tal vez —dije yo, pero no habíamos recorrido ni medio klom cuando Bult nos permitió cruzar con los ponis, y ni una palabra de tssi mitss, e o lo que fuera, lo que echó por tierra mi teoría.
—¿Sabe lo mejor de esa escena con Wulfmeier? —dijo Ev mientras chapoteábamos al cruzar y volvíamos a dirigirnos al sur—. La forma en que Carson y usted colaboraron. Es aún mejor que en los saltones.
Yo había visto aquel saltón la noche anterior. Habíamos capturado a Wulfmeier amenazando a Acordeón y acabamos dando puñetazos y patadas, con disparos de láser.
—Ni siquiera tienen que decir nada, siempre saben lo que está pensando el otro. —Ev hizo un amplio gesto—. En los saltones los muestran trabajando juntos, pero esto fue como si se leyeran el pensamiento. Siempre hacen lo que el otro quiere sin necesidad de mediar palabra. Debe de ser magnífico tener un compañero así.
—Fin, ¿dónde crees que vas? —dijo Carson. Se había bajado del poni y estaba desatando las cámaras—. Deja de parlotear sobre costumbres de apareamiento y ven a ayudarme. Acamparemos aquí.
No era un mal sitio para acampar, y Bult volvía a multarnos, o al menos a mí, por cada paso que daba, pero yo seguía preocupada. Los binos de Carson volvieron a desaparecer, y Bult caminó de un lado a otro entre nosotros tres mientras emplazábamos el campamento y cenábamos, dirigiéndome miradas asesinas. Después de la cena, desapareció.
—¿Dónde está Bult? —le pregunté a Carson, buscando su paraguas en la oscuridad.
—Probablemente buscando tubos de diamante —dijo Carson, acurrucado junto a la linterna. Hacía frío de nuevo y unos grandes nubarrones se cernían sobre las Ponicacas.
Yo seguía pensando en Bult.
—Ev —pregunté—, ¿alguna de esas especies suyas se vuelve violenta como parte de sus ritos de cortejo?
—¿Violenta? ¿Quiere decir hacia su pareja? En ocasiones los toros zoes matan a veces accidentalmente a sus compañeras durante la danza nupcial, y las hembras de algunas arañas y de las mantis religiosas se comen vivo al macho.
—Como C.J. —dijo Carson.
—Está pensando más bien en violencia orientada hacia otro objetivo para impresionar a la hembra —señalé.
—Los depredadores a veces matan a sus presas para presentárselas a las hembras como regalo —apuntó Ev—, si considera a eso violencia.
Lo consideraba, sobre todo si eso significaba que Bult nos estaba dirigiendo hacia una guarida de mordisqueadores o a un acantilado para poder lanzar nuestros cadáveres a los pies de su amiguita.
—Ljosssh —dijo Bult, surgiendo de la oscuridad. Dejó caer un montón enorme de leña a nuestros pies—. Ljosssh —le dijo a Carson, y se agachó para encenderla con un prendedor químico. En cuanto ardió, volvió a desaparecer.
—La rivalidad entre los machos es común en casi todos los mamíferos —explicó Ev—, focas, primates…
—Homo sap —dijo Carson.
—Homo sapiens —puntualizó Ev, impertérrito—, alces, gatos monteses. En unos pocos casos llegan a luchar a muerte, pero en general se trata de un combate simbólico, destinado a mostrar a la hembra quién es más fuerte, más potente, más joven…
Carson se levantó.
—¿Adónde vas?
—A ver las meteorológicas. No me gusta el aspecto de esas nubes sobre las Ponicacas.
Estaba tan oscuro que no se distinguía nube alguna y ya había visto las meteorológicas. Lo había observado mientras emplazábamos el campamento. Me pregunté si estaba preocupado por Bult y había ido a echarle un vistazo, pero Bult estaba a nuestro lado con otro puñado de leña.
—Gracias, Bult —dije. Miró a Ev, luego a mí y finalmente se marchó, cargado con la leña.
Me levanté.
—¿Adónde va? —dijo Ev.
—A pedir un paradero sobre Wulfmeier. Quiero asegurarme de que ha llegado a la Puerta de Salida. —Saqué el saltón de mi bota y se lo lancé—. Tenga. Pantalones Ceñidos y Bigote Atildado le harán compañía.
Me dirigí al equipo.
Ni rastro de Carson. Saqués el diario y sumé las multas de Bult.
—Totales por día —dije—. Totales secundarios por persona.
Lo observé durante un rato, pensando en Bult y los binos y en las costumbres de apareamiento de Ev.
Cuando regresé junto al fuego, Ev estaba sentado delante de una oficina con un puñado de terminales, lo que no parecía una aventura de Findriddy y Carson.
—¿Qué es eso? —pregunté, sentándome a su lado.
—El Episodio Uno. Esa es usted. —Señaló una de las mujeres.
En éste yo no llevaba pantalones ceñidos. Llevaba una faldita minúscula y una de las camisas de C.J., con luces de aterrizaje y todo, y hablaba a una pantalla que mostraba una geológica.
Carson entró en la oficina con su chaleco de equipaje, pantalones a rayas, y un par de botas que los mordisqueadores ni siquiera habrían tenido que masticar. Su bigote estaba todo atildadito y curvado hacia arriba, y las mujeres le sonrieron como si fuera un ciervo con una imponente cornamenta.
—Estoy buscando a una persona que me acompañe a un nuevo planeta —dijo, y sus ojos barrieron la sala y se posaron sobre Faldita Minúscula. Empezó a sonar una música de alguna parte bajo los terminales, y todo se volvió rosa. Carson se acercó a la mesa, y se plantó ante la chica y se quedó contemplando su blusa.
Tras un rato, añadió:
—Estoy buscando a una persona que ansie la aventura, que no tema al peligro. —Extendió la mano y la música se hizo más fuerte—. Venga conmigo —dijo.
—¿Fue así? —preguntó Ev.
Bueno, mierda, claro que no. Entró tambaleándose, se sentó ante mi mesa y apoyó las botas sucias sobre el tablero.
—¿Qué estás haciendo aquí? —gruñí—. ¿Has acumulado demasiadas multas otra vez?
—No —contestó, cogiéndome la mano—. Pero no me importaría sumar unas cuantas más confraternizando con los seres inteligentes. ¿Qué te parece?
Liberé la mano.
—Venga ya. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Busco una compañera. Planeta nuevo. Exploración de superficie y nomenclaturas. ¿Qué te parece? —sonrió—. Hay muchas oportunidades.
—Sí, seguro —dije—. Polvo, serpientes, comida deshidratada, y ningún cuarto de baño.
—Y yo —dijo, con aquella sonrisita complaciente—. El Jardín del Edén. ¿Te vienes?
—Sí —contesté, viendo cómo el saltón se volvía rosa—. Así fue.
—Venga conmigo —le repitió Carson a Faldita Minúscula, y ella se levantó y le dio la mano. Una corriente de aire surgida de alguna parte le hizo revolotear el pelo y la falda.
—Será territorio inexplorado —dijo, mirándola a los ojos.
—No tengo miedo mientras esté con usted —dijo ella.
—¿Qué demonios se supone que es eso? —preguntó Carson, cojeando.
—La forma en que Fin y usted se conocieron.
—¿Y esas luces de aterrizaje se supone que son de Fin?
—¿Ya has terminado las meteorológicas? —corté, antes de que se le ocurriera decir que la mitad de las veces a duras penas lograba identificarme como mujer.
—Sí —contestó, calentándose las manos sobre el fuego—. Parece que va a llover en las Ponicacas. Menos mal que mañana vamos al norte.
Contempló a Carson y a Faldita Minúscula que aún estaban cogidos de la mano y mirándose con ojitos tiernos.
—Evie, ¿qué aventura dijo que era ésta?
—Cuando se conocen ustedes. Cuando le pidió a Fin que fuera su compañera.
—¿Pedir yo? —estalló Carson—. Mierda, no se lo pedí. El Gran Hermano ordenó que mi compañera fuera una mujer, para equilibrar los sexos, sea lo que demonios sea eso, y ella era la única mujer en el departamento que sabía cómo reconocer terrenos e interpretar geológicas.
—Ljosssh —dijo Bult, y dejó caer su carga de leña sobre el pie malo de Carson.