Connie Willis Territorio inexplorado

Expedición 183: día 19

Todavía estábamos a tres kloms de la Cruz del Rey cuando Carson escrutó el polvo.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó. Se inclinó sobre el pomohueso de su poni para señalar algo, aunque yo no veía de qué se trataba.

—¿Dónde? —dije.

—Allí. Todo ese polvo.

Yo seguía sin ver nada, excepto la cordillera rosácea que ocultaba la Cruz del Rey y un par de equipajes pastando en los matojos, y así se lo hice saber.

—Mierda, Fin, no vayas a decirme que no puedes… —dijo, disgustado—. Pásame los binos.

—Los tienes tú. Te los di ayer. ¡Eh, Bult! —llamé a nuestro guía.

Él estaba encogido sobre su cuaderno en el sillahueso de su poni, tecleando números.

—¡Bult! —grité—. ¿Ves polvo ahí delante?

Él siguió sin levantar la cabeza, cosa que no me sorprendió. Estaba haciendo lo que más le gustaba: sumar multas.

—Te devolví los binos —dijo Carson—. Esta mañana, cuando empaquetábamos.

—¿Esta mañana? Tenías tanta prisa por regresar a la Cruz del Rey y conocer a la nueva prestamista que probablemente los dejaste tirados en el campamento. ¿Cómo se llama? ¿Evangeline?

—Evelyn Parker. Y yo no tenía ninguna prisa.

—¿Cómo es que sumaste doscientos cincuenta en multas al deshacer el campamento, entonces?

—Porque Bult se ha entregado a una bacanal de multas desde hace unos días —replicó—. Y la única prisa que tengo es terminar esta expedición antes de que las multas se lleven hasta el último centavo de nuestros sueldos, lo que parece que es ya una causa perdida ahora que has extraviado los binos.

—No tenías prisa ayer —repliqué—. Ayer estabas dispuesto a recorrer cincuenta kloms al norte por si nos encontrábamos por casualidad con Wulfmeier, cuando llamó C.J. y te dijo que la nueva prestamista había llegado y que se llama Eleanor, y de repente pierdes el culo por volver a casa.

—Evelyn —precisó Carson, ruborizado—, y sigo diciendo que Wulfmeir está explorando ese sector. Lo que pasa es que no te gustan los prestamistas.

—En eso tienes toda la razón. Causan más problemas de lo que valen. Nunca he conocido a un prestamista con el que merezca la pena hablar, y las mujeres son las peores.

Sólo existe un tipo: lloricas. Se pasan toda la expedición quejándose: por los servicios al aire libre, por Bult, por tener que montar en ponis y por cualquier cosa que se les ocurra. La última se pasó toda la expedición gimoteando no sé qué sobre los «terrocéntricos imperialistas esclavizadores», es decir, Carson y yo, y acerca de cómo habíamos corrompido a los «sencillos y nobles seres indígenas», es decir Bult, lo que ya nos mosqueó bastante. Pero es que encima se plantó ante Bult y le soltó que nuestra presencia «destrozaba la misma atmósfera del planeta» y Bult empezó a intentar multarnos hasta por respirar.

—Dejé los binos justo al lado de tu petate, Fin —dijo Carson, rebuscando en su alforja.

—Bueno, pues no los he visto.

—Eso es porque estás a un paso de la ceguera —insistió él—. Ni siquiera puedes ver una nube de polvo cuando viene hacia ti.

Bueno, la verdad es que llevábamos tanto tiempo discutiendo que ahora podía ver una polvareda rosa cerca del risco.

—¿Qué crees que es? ¿Un berrinche de polvo? —le sugerí, aunque un berrinche habría estado dando vueltas sobre el sitio, no avanzando en línea recta.

—No lo sé —me respondió mi compañero, cubriéndose los ojos con una mano—. Una estampida, tal vez.

La única fauna de la zona eran los equipajes, y no salían de estampida en un tiempo seco como éste, y de todas formas la nube no era lo bastante ancha para ser una estampida. Parecía el polvo que levantaba un rover, o la abertura de una puerta.

Conecté mi terminal con el pie y solicité el paradero de los rompepuertas. Había mostrado a Wulfmeier en Dazil el día anterior cuando Carson estaba tan decidido a perseguirlo, y ahora el paradero lo mostraba en la Puerta de Salida, lo que significaba que probablemente tampoco estaba allí. Bueno, tenía que estar loco para abrir una puerta tan cerca de la Cruz del Rey, aunque hubiera algo allí debajo (que no lo había, yo ya había explorado terrenos y subsuperficies), sobre todo sabiendo que íbamos camino de casa.

Escruté el polvo, preguntándome si debería pedir una verificación. Ahora podía ver que se movía con rapidez, lo que significaba que no era una puerta, o un poni, y el polvo era demasiado bajo para ser un heli.

—Parece el rover —dije—. Tal vez la nueva prestamista (¿cómo se llamaba? ¿Ernestine?) está tan loca por ti como tú lo estás por ella, y ha venido a conocerte. Será mejor que te arregles el bigote.

Él no me prestaba atención. Todavía andaba revolviendo en su alforja, buscando los binos.

—Los puse junto a tu petate cuando estabas cargando los ponis.

—Bueno, pues no los vi —suspiré, contemplando el polvo. Menos mal que no era una estampida, o nos habría arrasado mientras estábamos todavía discutiendo por el asunto de los binos—. Tal vez los cogió Bult.

—¿Para qué demonios iba a cogerlos Bult? —exclamó Carson—. Él ya tiene unos cien veces mejores que los nuestros.

Sí que lo eran, con sensores selectivos y polarizadores programados, y Bult se los había colgado alrededor de la segunda articulación del cuello y escrutaba el polvo a través de ellos. Me acerqué a él.

—¿Puedes ver lo que levanta el polvo? —pregunté.

Él no apartó los binos de sus ojos.

—Perturbación de la superficie terrestre —respondió severamente—. Multa de cien.

Tendría que haberlo sabido. A Bult le importaba un rábano lo que estuviera levantando el polvo mientras pudiera sacar una multa de ello.

—No puedes multarnos por el polvo a menos que nosotros lo levantemos —objeté—. Dame los binos.

Inclinó su cuello doble, se quitó los binos y me los tendió; luego volvió a inclinarse sobre su ordenador.

—Confiscación forzada de propiedad —le dijo al archivo—. Veinticinco.

—¡Confiscación! —protesté—. No vas a multarme por confiscar nada. Te pregunté si podías prestármelos.

—Tono y modo de hablar inadecuados hacia una persona indígena —le dijo al ordenador—. Cincuenta.

Lo dejé correr y miré a través de los binos. La nube de polvo parecía levantarse ante mis narices, pero seguía sin ver nada. Aumenté la resolución y eché otro vistazo.

—Es el rover —le grité a Carson, que se había bajado de su poni y estaba vaciando la alforja.

—¿Quién conduce? ¿C J.?

Conecté los polarizadores para anular el polvo y eché otro vistazo.

—¿Cómo dijiste que se llamaba la prestamista, Carson?

—Evelyn. ¿La trae C.J. consigo?

—C.J. no conduce.

—Bueno, ¿quién demonios es? No me digas que uno de los indígitos volvió a robar el rover.

—Acusación injusta de persona indígena —sentenció Bult—. Setenta y cinco.

—¿Sabes que siempre te enfadas porque los indígitos le dan a las cosas nombres equivocados? —dije.

—¿Qué tiene eso que ver con quién demonios conduce el rover? —preguntó Carson.

—Por lo visto los indígitos no son los únicos que lo hacen. Parece que el Gran Hermano también.

—Dame esos binos —dijo él e intentó arrebatármelos.

—Confiscación forzada de propiedad —objeté, apartándolos de su alcance—. Tendrías que haberte tomado tu tiempo esta mañana y no haber partido con tanta prisa dejando olvidados los nuestros.

Le tendí los binos a Bult, y sólo por llevar la contraria él se los pasó a Carson, pero el rover estaba ya tan cerca que no los necesitábamos.

Rugió en medio de una nube de polvo y se detuvo en lo alto de un matacamino. El conductor saltó y se acercó a nosotros sin esperar siquiera a que el polvo se posara.

—Carson y Findriddy, supongo —dijo, sonriente.

Normalmente, cuando conocemos a un prestamista, no tienen ojos más que para Bult (o para C.J., si está presente y el prestamista es varón), sobre todo si Bult se estaba despegando del poni como lo hacía ahora, extendiendo sus articulaciones traseras una tras otra hasta que parece un gran juego Erector rosa.

Entonces, mientras los prestamistas están recogiendo todavía la mandíbula del polvo, uno de los ponis se desploma o bien hace una cagada del tamaño del rover. Es difícil competir con eso. Así que somos los últimos en quienes reparan o tenemos que decir algo como «Bult sólo es peligroso cuando siente vuestro miedo» para llamar la atención.

Pero este prestamista ni siquiera se fijó en Bult. Vino directamente hacia mí y me estrechó la mano.

—¿Cómo está usted? —dijo ansiosamente, exprimiéndome la mano—. Soy el doctor Parker, el nuevo miembro de su equipo de exploración.

—Yo soy Fin… —empecé a decir.

—¡Oh, sé quién es usted, y no se imagina el honor que es conocerles!

Me soltó la mano y empezó a sacudir la de Carson.

—Cuando C.J. me dijo que no habían vuelto todavía, no pude esperar a que regresaran para conocerles —dijo, agitando la mano de Carson arriba y abajo—. ¡Findriddy y Carson! ¡Los famosos exploradores planetarios! ¡No puedo creer que le esté estrechando la mano, doctor Carson!

—Bueno, para mí también es difícil de creer —carraspeó Carson.

—¿Cómo dijo que se llamaba? —pregunté.

—Doctor Parker —respondió, y me agarró la mano para volver a estrecharla—. Findriddy, he leído todos sus…

—Fin —le interrumpí—, y éste es Carson. Sólo somos cuatro en el planeta, contándole a usted, así que no tiene mucho sentido que nos andemos con tanta ceremonia. ¿Cómo quiere que le llamemos?

Pero él ya había dejado de apretujarme la mano y miraba más allá de Carson.

—¿Eso es la Muralla? —dijo, señalando una joroba en el horizonte.

—No. Es la Meseta de las Tres Lunas. La Muralla queda a veinte kloms, al otro lado de la Lengua.

—¿Vamos a verla en la expedición?

—Sí. Tenemos que cruzarla para llegar a territorio inexplorado.

—Magnífico. Me muero de ganas de ver la Muralla y los árboles de plataluz —dijo, observando las botas de Carson—, y el acantilado donde Carson perdió el pie.

—¿Cómo sabe todo eso? —le pregunté.

Nos miró de arriba abajo, sorprendido.

—¿Está de broma? ¡Todo el santo mundo conoce a los doctores Carson y Findriddy! ¡Son ustedes famosos! ¡Findriddy, usted…!

—Fin —repetí—. ¿Cómo quiere que le llamemos?

—Evelyn —respondió. Nos miró de uno al otro—. Es un nombre británico. Mi madre era inglesa. Sólo que allí lo pronuncian con e larga.

—¿Y es usted exozoólogo? —pregunté.

—Socioexozoólogo. Me especialicé en sexualidad.

—Entonces C.J. es a quien busca —dije—. Es nuestra experta residente.

Él se ruborizó con un hermoso tono rosado.

—Ya la he conocido.

—¿Le ha dicho ya su nombre?

—¿Su nombre? —dijo él, desconcertado.

—Lo que quiere decir C.J. —Me volví a Carson—. Debe de estar perdiendo facultades.

Carson me ignoró.

—Si es usted experto en sexualidad —dijo Carson, mirando a Bult, que se dirigía al rover—, podrá ayudarnos a averiguar qué es Bult.

—Creía que los boohteri eran una especie sencilla de dos sexos —adujo Evelyn.

—Lo son —asintió Carson—, sólo que no sabemos cuál es cuál.

—Todo su aparato reproductor es interno —expliqué—, no como el de C.J. Es…

—Por cierto, ¿ha preparado la cena? —dijo Carson—. No es que nos importe. A este paso todavía seguiremos aquí mañana por la mañana.

—Oh. Por supuesto —dijo Evelyn, con aspecto preocupado—, están ustedes ansiosos por volver a su cuartel general. No pretendía retrasarlos. ¡Pero estaba tan nervioso por verles en persona! —Se dirigió al rover.

Bult estaba agachado junto al neumático delantero.

Desplegó tres articulaciones de sus piernas cuando Evelyn se acercó.

—Daño a fauna indígena —declaró—. Setenta y cinco.

—¿He hecho algo malo? —me preguntó Evelyn.

—Es difícil no hacerlo por aquí —dije—. Bult, no puedes multar a Evelyn por atropellar un matacamino.

—Atropellar un… —dijo Evelyn. Saltó al rover y dio marcha atrás. Luego bajó del vehículo—. ¡No lo había visto! —se horrorizó, contemplando el cuerpo marrón aplastado—. ¡No quería matarlo! De verdad, yo…

—No se puede matar a un matacamino aparcándole un rover encima —lo tranquilicé, empujándolo con el pie—. Ni siquiera puede despertarlo.

Bult señaló las huellas de neumático que Evelyn acababa de crear.

—Disrupción de superficie terrestre. Veinticinco.

—Bult, no puedes multar a Evelyn —intervine—. No es miembro de la expedición.

—Disrupción de superficie terrestre —repitió Bult, señalando las marcas de neumático.

—¿No tendría que haber venido en el rover? —preguntó Evelyn, ansioso.

—Claro que sí —dije yo, dándole una palmada en el hombro—, porque ahora puede llevarme de vuelta a casa. Carson, lleva mi poni. —Abrí la puerta del rover.

—No pienso quedarme atrapado aquí fuera con los ponis mientras tú vuelves tan campante —protestó Carson—. Yo viajaré con Evelyn, tú llévate los ponis.

—¿No podemos ir todos en el rover? —sugirió Evelyn, con aire preocupado—. Podríamos atar los ponis a la parte de atrás.

—El rover no puede ir tan lento —murmuró Carson.

—No tienes ningún motivo para regresar temprano, Carson —dije—. Yo tengo que comprobar las órdenes de compra, y los permisos, y rellenar el informe sobre los binos que perdiste. —Entré en el rover y me senté.

—¿Yo los perdí? —dijo Carson, poniéndose colorado otra vez—. Los dejé…

—Miembro de expedición viajando en vehículo con ruedas —dijo Bult.

Nos volvimos a mirarlo. Estaba de pie junto a su poni, hablando a su cuaderno.

—Disrupción de superficie terrestre.

Salí del rover y me dirigí a él.

—Ya te he dicho que no puedes multar a una persona que no forma parte de la expedición.

Bult me miró.

—Tono y manera inadecuados. —Me señaló con un dedo de articulaciones múltiples—. Tú miembro. Cahsson miembro. ¿Sssíh? —dijo en la enloquecedora jerigonza que usa cuando no está sumando multas.

Pero su mensaje quedó bastante claro. Si alguno de nosotros regresaba con Evelyn, nos multaría por utilizar un rover, lo que se llevaría el presupuesto de las siguientes seis expediciones, por no mencionar los problemas que tendríamos con el Gran Hermano.

—Vosotros expedición, ¿sssíh? —dijo Bult. Me tendió las riendas de su poni.

—Sí —admití. Tomé las riendas.

Bult cogió su ordenador del huesosilla de su poni, subió al rover y se plegó para sentarse.

—Nosotros vamos —le dijo a Evelyn.

Evelyn me miró, intrigado.

—Bult irá con usted —expliqué—. Nosotros llevaremos los ponis.

—¿Cómo demonios vamos a llevar tres ponis cuando sólo caminan de dos en dos? —protestó Carson. Lo ignoré.

—Nos veremos en la Cruz del Rey. —Palmeé el costado del rover.

—Vaya ráhpidoh —dijo Bult. Ev puso el rover en marcha, saludó y nos dejó comiendo una nube de polvo.

—Empiezo a pensar que tenías razón en lo de los prestamistas, Fin —dijo Carson, aplastando el sombrero contra la pierna—. Sólo traen problemas. Y los hombres son los peores, sobre todo después de pasar por C.J. Nos pasaremos la mitad de la expedición soportando sus peroratas acerca de ella, y la otra mitad impidiendo que bautice cada barranco que vea como Cañón Crissa.

—Tal vez —dije yo, entornando los ojos por el polvo del rover, que parecía desviarse hacia la derecha—. C.J. dijo que Evelyn llegó esta mañana.

—Lo que significa que ha tenido casi un día entero para darle la murga. —Cogió las riendas del poni de Bult. El bicho se atascó y hundió las patas—. Y tendrá otras dos horas para desplegar todos sus encantos antes de que llevemos estos ponis.

—Tal vez —repetí, todavía contemplando el polvo—. Pero supongo que un hombre de aspecto pasable como Ev puede tirarse a la mujer que quiera sin armar demasiado alboroto, y ya has visto que no se quedó en la Cruz del Rey con C.J. Vino derechito a conocernos. A lo mejor es más listo de lo que parece.

—Eso es lo que dijiste la primera vez que viste a Bult —señaló Carson, tirando de las riendas del poni.

El animal se resistió.

—Y tenía razón, ¿no? —dije yo, dispuesto a ayudarlo—. De lo contrario, estaría aquí con estos ponis, y nosotros estaríamos a medio camino de la Cruz del Rey. —Cogí las riendas y él se colocó detrás del poni para empujar.

—Bueno. ¿Por qué no iba a querer conocernos? Después de todo, somos exploradores planetarios. ¡Somos famosos!

Yo tiré y él empujó. El poni permaneció clavado.

—¡Empieza a moverte, bicho con cara de roca! —estalló Carson, empujando su trasero—. ¿No sabes quiénes somos?

El poni alzó la cola y descargó una bosta.

—¡Mierda! —masculló Carson.

—Lástima que Evelyn no pueda vernos ahora —dije yo, echándome las riendas sobre el hombro y tirando del poni—. ¡Findriddy y Carson, los famosos exploradores!

A lo lejos, a la derecha del risco, el polvo desapareció.

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