Por supuesto, llegados a este punto debería aclarar que Jerome no tiene pinta de demonio, por lo menos no en el tradicional sentido de piel roja y cuernos. Quizá sea así en otro plano de la existencia, pero al igual que Hugh, yo, y los demás inmortales que caminan sobre la faz de la tierra, Jerome lucía ahora un aspecto humano.
El de John Cusack.
En serio. No es broma. El archidemonio afirmaba siempre que ni siquiera sabía quién era el actor, pero eso no se lo tragaba nadie.
– Ay -dije, irritada-. Suéltame.
Jerome aflojó su presa, pero sus ojos oscuros rutilaban aún peligrosamente.
– Tienes buen aspecto -dijo después de un momento; parecía sorprendido.
Tiré de mi jersey, alisándolo allí donde su mano lo había arrugado.
– Qué forma más extraña de demostrar tu admiración.
– Realmente bueno -continuó, pensativo-. Si no te conociera, diría que…
– …brillas -murmuró una voz detrás del demonio-. Brillas, hija de Lilith, como una estrella en el firmamento nocturno, como un diamante que resplandece en las tinieblas de la eternidad.
Di un respingo, sorprendida. Jerome lanzó una dura mirada al orador; no le gustaba que interrumpieran sus monólogos. Yo también lo miré furibunda; no me gustaba que los ángeles visitaran mi apartamento sin invitación previa. Cárter se limitó a sonreímos a ambos.
– Como estaba diciendo -saltó Jerome-, parece que has estado con un mortal de los buenos.
– Le hice un favor a Hugh.
– ¿Entonces esto no es el comienzo de una nueva y mejorada costumbre?
– No con el sueldo que me pagas.
Jerome gruñó, pero todo aquello formaba parte de nuestra rutina. Él me regañaba por no tomarme el trabajo en serio, yo le lanzaba unas cuantas pullas a cambio, y el statu quo se restauraba. Como dije antes, yo era algo así como la niña mimada del profe.
Al mirarlo ahora, sin embargo, me di cuenta de que se habían terminado las bromas. El encanto que tanto había seducido hoy a mis clientes no surtía el menor efecto sobre estos dos. El rostro de Jerome se veía tenso y serio, al igual que el de Cárter, pese a la habitual sonrisilla sardónica del ángel.
Jerome y Cárter salían juntos con regularidad, sobre todo si había alcohol de por medio. Esto me desconcertaba, dado que supuestamente estaban enzarzados en algún tipo de gran guerra cósmica. Una vez le había preguntado a Jerome si Cárter era un ángel caído, a lo que el demonio había respondido con una carcajada. Tras recuperarse del ataque de hilaridad me dijo que no, que Cárter no era uno de los caídos. Si lo fuera, técnicamente ya no podría calificarse de ángel. La contestación no me había parecido satisfactoria del todo, la verdad, y finalmente decidí que los dos debían de estar juntos porque no había nadie más en la zona capaz de comprender a alguien cuya existencia se remontaba a los albores del tiempo y la creación. Todos los demás, inmortales menores, habíamos sido humanos en algún momento de nuestras vidas; los inmortales mayores como Jerome y Cárter, no. Mis siglos eran una mera anécdota en su cronología.
Fueran cuales fuesen los motivos de su presencia ahora, Cárter no me gustaba. No era tan aborrecible como Duane, pero siempre se mostraba engreído y altanero. Quizá todos los ángeles eran iguales. Además, tenía el sentido del humor más raro que he visto nunca. Nunca sabía si se estaba burlando de mí o no.
– En fin, ¿y qué puedo hacer por vosotros, chicos? -Pregunté, tirando mi bolso encima del mueble-. Tengo planes para esta noche.
Jerome clavó en mí una mirada entornada.
– Quiero que me hables de Duane.
– ¿Qué? Ya te lo he dicho. Es un capullo.
– ¿Por eso has hecho que lo maten?
– ¿Que… qué?
Me quedé petrificada en el sitio donde estaba revolviendo el contenido de una alacena y me di la vuelta despacio para contemplar nuevamente al dúo, medio esperándome algún chiste. Los dos semblantes me observaban con igual intensidad.
– ¿Muerto? ¿Cómo… cómo se come eso?
– Dímelo tú, Georgie.
Parpadeé, comprendiendo de repente adonde apuntaba todo aquello.
– ¿Me estás acusando de asesinar a Duane? Y espera… esto es una estupidez. Duane no está muerto. No puede ser.
Jerome empezó a deambular de un lado para otro y habló con voz exageradamente civilizada.
– Te lo aseguro, está muerto y bien muerto. Lo encontramos esta mañana, justo antes de que amaneciera.
– ¿Y qué? ¿Lo mató la exposición al sol? -Había oído que ésa era la única manera de morir posible para un vampiro.
– No. Lo mató la estaca que tenía clavada en el corazón.
– Puaj.
– A ver, ¿nos vas a contar a quién contrataste para hacerlo, Georgina?
– ¡Que yo no he contratado a nadie! Ni siquiera… ni siquiera entiendo de qué va todo esto. Duane no puede estar muerto.
– Anoche mismo reconociste que os habíais peleado.
– Sí…
– Y que lo habías amenazado.
– Sí, pero no iba en serio…
– ¿Creo recordar que me contó que le habías dicho algo sobre no volver a acercarse a ti?
– ¡Estaba enfadada y nerviosa! Me estaba asustando. Esto es una locura. Además, Duane no puede estar muerto.
Ésa era la única porción de cordura a la que podía aferrarme en todo esto, de modo que no dejaba de repetirlo tanto para ellos como para mí misma. Los inmortales eran, por definición, inmortales. Fin de la historia.
– ¿Es que no sabes nada sobre los vampiros? -preguntó con curiosidad el archidemonio.
– ¿Como que no pueden morir?
Un destello de humor iluminó los ojos grises de Cárter; Jerome no me encontraba tan graciosa.
– Te lo voy a preguntar por última vez, Georgina. ¿Ordenaste matar a Duane o no? Responde a esa pregunta. Sí o no.
– No -dije firmemente.
Jerome fulminó a Cárter con la mirada. El ángel me estudió; su lacio cabello rubio le cubría parcialmente la cara. Comprendí entonces por qué se había apuntado Cárter a la fiesta esta noche. Los ángeles pueden distinguir la verdad de la mentira. Al cabo, asintió bruscamente para Jerome.
– Me alegra haber superado la prueba -mascullé.
Pero ya habían dejado de prestarme atención.
– En fin -observó con voz lúgubre Jerome-, supongo que ya sabemos lo que significa esto.
– Bueno, no podemos estar seguros…
– Yo sí.
Cárter le dirigió una mirada cargada de intención que se prolongó durante varios segundos de silencio. Siempre había sospechado que los dos se comunicaban mentalmente en momentos así, algo que los inmortales menores no podíamos conseguir sin ayuda.
– Entonces, ¿Duane está muerto de verdad? -pregunté.
– Sí -respondió Jerome, acordándose de mi presencia-. De verdad de la buena.
– ¿Quién ha sido? Ahora que hemos decidido que no fui yo.
Los dos cruzaron la mirada y se encogieron de hombros por toda respuesta. Menuda pareja de padres negligentes. Cárter sacó una cajetilla de tabaco y encendió un cigarro. Señor, qué rabia me daba cuando se ponían en este plan.
– Un caza vampiros -dijo finalmente Jerome.
Me lo quedé mirando.
– ¿En serio? ¿Como la chica ésa de la tele?
– No exactamente.
– Bueno, ¿y adónde vas esta noche? -preguntó despreocupadamente Cárter.
– A la sesión de firmas de Seth Mortensen. Y no me cambies de tema. Quiero saberlo todo sobre este caza vampiros.
– ¿Vas a acostarte con él?
– Me… ¿qué? -Tardé un momento en darme cuenta de que el ángel no se refería al cazador de vampiros-. ¿Te refieres a Seth Mortensen?
Cárter exhaló una bocanada de humo.
– Claro. Quiero decir, si yo fuera un súcubo obsesionado con un escritor mortal, eso es lo que haría. Además, ¿los de vuestro bando no van siempre detrás de más celebridades?
– Ya tenemos celebridades de sobra -dijo Jerome con voz ronca.
¿Acostarme con Seth Mortensen? Santo cielo. Era la cosa más ridícula que había escuchado en mi vida. Era inimaginable. Si absorbía su fuerza vital, nadie sabía cuánto tardaría en publicar su próximo libro.
– ¡No! Claro que no.
– ¿Entonces qué vas a hacer para llamar la atención?
– ¿Para llamar la atención?
– Claro. Quiero decir, ese tipo probablemente ve montones de aficionados a todas horas. ¿No quieres destacar de alguna manera?
La sorpresa me dejó sin habla. Ni siquiera lo había pensado. ¿Debería? Mi naturaleza hastiada hacía que fuera difícil encontrar placer en muchas cosas últimamente. Los libros de Seth Mortensen eran una de mis pocas salidas. ¿Debería reconocer ese hecho e intentar conectar con el creador de las novelas? Esa mañana me había burlado de los aficionados de a pie. ¿Iba a convertirme ahora en uno de ellos?
– Bueno… quiero decir, Paige seguramente le presentará al personal en privado. Es una forma de destacar.
– Sí, desde luego. -Cárter apagó el cigarro en el fregadero de la cocina-. Seguro que nunca tiene ocasión de conocer a los empleados de ninguna librería.
Abrí la boca para protestar, pero Jerome me interrumpió.
– Basta -le lanzó a Cárter otra miradita cargada de significado-. Tenemos que irnos.
– ¡Eh… espera un momento! -Cárter había conseguido distraerme del tema, después de todo. No me lo podía creer-. Quiero saber algo más sobre este caza vampiros.
– Lo único que necesitas saber es que deberías tener cuidado, Georgie. Mucho cuidado. No hablo en broma.
Tragué saliva al percibir el hierro en la voz del demonio.
– Pero yo no soy un vampiro.
– Me da igual. Estos cazadores a veces siguen la pista de vampiros con la esperanza de encontrar más. Podrías verte envuelta por asociación. Sé discreta. Procura no quedarte sola. Quédate con otros… mortales o inmortales, no importa. A lo mejor puedes cobrarte el favor que te debe Hugh y conseguir más almas para nuestro bando, ya de paso.
Puse los ojos en blanco mientras los dos se dirigían a la puerta.
– Hablo en serio. Ten cuidado. No llames la atención. No te mezcles en esto.
– Y -añadió Cárter con un guiño- saluda a Seth Mortensen de mi parte.
Dicho lo cual, ambos se fueron, cerrando la puerta sin hacer ruido a su espalda. Mera formalidad, en realidad, puesto que cualquiera de ellos podría haber salido teletransportándose. O tirando la puerta abajo.
Me volví hacia Aubrey, que había asistido a los acontecimientos con cautela desde detrás del sofá, agitando la cola.
– Vaya -le dije, mareada-. ¿Cómo se supone que me tengo que tomar todo esto?
¿Duane estaba muerto de verdad? Quiero decir, vale, era un cabrón, y me había cabreado de lo lindo cuando le amenacé anoche, pero nunca había deseado verlo muerto realmente. ¿Y qué pasaba con este asunto del caza vampiros? ¿Por qué se suponía que debía andarme con cuidado si…?
– ¡Mierda!
Acababa de ver el reloj del microondas de refilón. Me informaba fríamente de que debía regresar a la tienda lo antes posible. Apartando a Duane de mis pensamientos, corrí al dormitorio y me contemplé con fijeza en el espejo. Aubrey me siguió menos precipitadamente.
¿Qué ponerme? Podía quedarme como estaba. La combinación de jersey y caquis parecía respetable y apagada al mismo tiempo, aunque el esquema de colores casaba, quizá, demasiado bien con mi cabello castaño claro. Era la clase de atuendo propio de una bibliotecaria. ¿Quería parecer apagada? Tal vez. Como le había dicho a Cárter, realmente no quería hacer nada que pudiera suscitar el interés romántico de mi autor favorito del mundo entero.
Aunque…
Aunque, no se me olvidaba lo que había dicho el ángel acerca de llamar la atención. No quería ser tan sólo otra cara entre la multitud para Seth Mortensen. Ésta era la última escala de su última gira. Sin duda habría visto miles de fans en los últimos meses, fans que se confundían en un mar de rostros anodinos, haciendo sus intrascendentales comentarios. Le había recomendado al tipo del mostrador que fuera innovador con sus preguntas, y me propuse hacer lo mismo con mi apariencia.
Cinco minutos más tarde me planté una vez más delante del espejo, vestida ahora con un top de seda, de color violeta oscuro y corte bajo, a juego con una falda de gasa con motivos florales. La falda casi me cubría los muslos y se levantaba si giraba. Habría sido un modelo de baile estupendo. Me puse unos zapatos de correas con tacones y miré de reojo a Aubrey para preguntarle su opinión.
– ¿Qué te parece? ¿Demasiado sexy?
Empezó a limpiarse la cola.
– Es sexy -reconocí-, pero sexy con clase. El pelo ayuda, creo.
Me había recogido la melena en lo alto en una especie de moño romántico, dejando rizos ondulados que me enmarcaban el rostro y realzaban mis ojos. Un momentáneo cambio de forma los volvieron más verdes de lo habitual, pero me lo pensé mejor y decidí devolverles su color castaño con motas verdes y doradas.
Cuando Aubrey siguió negándose a admitir lo espectacular que estaba, agarré mi abrigo de piel de serpiente y le dirigí una mirada fulminante.
– Me da igual lo que opines. Este conjunto es ideal. Salí del apartamento con mi ejemplar de El pacto de Glasgow y regresé al trabajo, inmune a la llovizna. Otra de las ventajas del cambio de forma. Los fans se amontonaban en la zona de ventas principal, ansiosos por ver al hombre cuyo último libro dominaba todavía las listas de los más vendidos, después de cinco semanas. Me abrí paso entre el grupo hacia la escalera que conducía a la segunda planta.
– La sección juvenil está por ahí junto a la pared -llegó hasta mí flotando la amigable voz de Doug, no muy lejos-. Avíseme si necesita algo más.
Le dio la espalda al cliente al que estaba atendiendo, reparó en mí y soltó de golpe el montón de libros que tenía en las manos.
Los clientes se apartaron, viendo educadamente cómo se arrodillaba para recoger los libros. Reconocí las cubiertas de inmediato. Eran ejemplares de bolsillo de anteriores títulos de Seth Mortensen.
– Sacrilegio -comenté-. Dejar que ésos toquen el suelo. Ahora tendrás que quemarlos, como una bandera.
Sin hacerme caso, Doug recolocó los libros y me llevó lejos de oídos indiscretos.
– Has hecho bien en ir a casa y ponerte algo más cómodo. Dios, ¿pero te puedes agachar con eso?
– ¿Por qué, crees que tendré que hacerlo esta noche?
– Bueno, eso depende. Quiero decir, Warren está aquí después de todo.
– Mal, Doug. Muy mal.
– Te lo buscas tú sólita, Kincaid. -Me admiró a regañadientes con la mirada antes de empezar a subir las escaleras-. Tienes un aspecto estupendo, lo reconozco.
– Gracias. Quería que Seth Mortensen se fijara en mí.
– Créeme, si no es gay, se fijará. Y si lo es, seguramente también.
– No parezco demasiado fresca, ¿verdad?
– No.
– ¿Ni cutre? -No.
– La idea era sexy con clase. ¿Qué opinas? -Opino que ya está bien de alimentar tu vanidad. Ya sabes tú la pinta que tienes.
Coronamos las escaleras. Una masa de sillas cubría la mayoría de la zona reservada -normalmente para sentarse- de la cafetería y se extendía hasta una parte de las secciones de libros sobre jardinería y mapas. Paige, directora de la tienda y superiora nuestra, estaba atareada intentando practicar algún tipo de acrobacia con el micrófono y el sistema de sonido. Desconocía para qué se había usado el edificio antes de la llegada de la Librería de Emerald City, pero no era un lugar que destacara por su acústica ni por su gran aforo.
– Voy a echarle una mano -me dijo Doug, caballeroso. Paige estaba embarazada de tres meses-. Te aconsejo que no hagas nada que implique inclinarse más de veinte grados en ninguna dirección. Ah, y si alguien intenta convencerte para que juntes los codos detrás de la espalda, no le sigas el juego.
Le propiné un codazo en las costillas que estuvo a punto de hacerle soltar los libros de nuevo.
Bruce, todavía a los mandos de la cafetera, me preparó el cuarto moca con chocolate blanco del día, y me acerqué a la sección de libros sobre geografía para tomármelo mientras las cosas se ponían interesantes. De reojo, a mi lado, reconocí al tipo con el que había discutido antes sobre Seth Mortensen. Todavía llevaba encima su copia de El pacto de Glasgow.
– Hola -dije.
Dio un respingo al oír mi voz, absorto como estaba en una guía de viajes de Tejas.
– Perdona. No pretendía asustarte.
– N-no, no m-me has asustado -tartamudeó. Sus ojos me recorrieron de la cabeza a los pies de un solo vistazo fugaz, deteniéndose apenas en mis caderas y mis pechos, pero sobre todo en mi cara-. Te has cambiado de ropa. -Comprendiendo aparentemente la miríada de connotaciones que acarreaba semejante admisión, se apresuró a añadir-: No es que eso sea malo. O sea, está bien. Esto, en fin, quiero decir…
Cada vez más azorado, me dio la espalda e intentó reemplazar torpemente el libro sobre Tejas en la estantería, boca abajo. Disimulé una sonrisa. Este tipo era demasiado adorable. Ya no me topaba con tantos tímidos como antes. Las citas de hoy en día parecían exigir que los hombres se exhibieran todo lo posible, y por desgracia, a las mujeres eso parecía gustarles realmente. Vale, incluso yo picaba a veces. Pero los chicos tímidos también se merecían una oportunidad, y decidí que un poco de coqueteo inofensivo con él le levantaría la moral mientras esperaba a que comenzara la sesión de firmas. Seguro que tenía una suerte atroz con las mujeres.
– Déjame a mí -me ofrecí, inclinándome frente a él. Mis manos rozaron las suyas cuando le arrebaté el libro y lo reemplacé con cuidado en la balda, con la cubierta hacia fuera-. Ahí está.
Di un paso atrás como si quisiera admirar mi pericia, asegurándome de quedarme muy cerca de él, tocándose casi nuestros hombros.
– Con los libros es importante mantener las apariencias -le expliqué-. La imagen lo es todo en este negocio.
Se atrevió a dirigirme la mirada, nervioso aún pero empezando ya a recuperar la compostura.
– A mí me interesa más el contenido.
– ¿De veras? -Cambié ligeramente de postura para volver a tocarnos de nuevo; la suave franela de su camisa me acarició la piel desnuda-. Porque juraría que hace un rato estabas de lo más interesado en cierta apariencia externa.
Agachó la cabeza de nuevo, pero pude ver que una sonrisa le curvaba los labios.
– Bueno. Algunas cosas son tan espectaculares que no pueden evitar llamar la atención.
– ¿Y no te pica la curiosidad por saber cómo son por dentro?
– Más bien me pica por saber adónde debo mandarte tus ejemplares de avance.
¿Ejemplares de avance? ¿A qué se…?
– ¿Seth? ¿Seth, dónde…? Ah, ahí estás.
Paige entró en nuestro pasillo, Con Doug pisándole los talones. Sonrió al verme, mienta» yo sentía cómo el estómago se descolgaba de mi cuerpo y se estrellaba contra el suelo con un estampido al encajar todas las piezas en su sitio. No. No. Era imposible Ah, Georgina. Veo que ya conoces a Seth Mortensen.