No tenía ningún «novio». Pese a todas las incertidumbres que poblaban mi mundo, eso al menos era algo de lo que podía estar segura. Por desgracia, aparentemente este nefilim tenía una idea más optimista de mi vida sentimental.
– No sé a quién te refieres -le grité al despacho vacío-. ¿Me oyes, hijo de perra? ¡No sé de quién cojones me hablas! No respondió nadie.
Paige, que pasó por delante de mi puerta un momento después, asomó la cabeza.
– ¿Me llamabas?
– No -refunfuñé. Llevaba puesto un vestido que se ceñía visiblemente a su abultada barriga. No ayudó a mejorar mi humor-. Estaba hablando sola. -Cerré la puerta cuando se fue.
Mi primer impulso fue correr en busca de ayuda. Cárter. Jerome. Alguien. Cualquiera. No podía enfrentarme a esto sola.
Fracasa… o implica a alguno de tus contactos inmortales… y no habrá «salvaguardia» que valga.
Maldición. Ni siquiera sabía a quién se estaba refiriendo. Desesperada, intenté dilucidar a quién de entre mis amistades mortales podría haber confundido el nefilim por algo más. Como si no fuera ya lo bastante difícil ser amigo mío.
Sorprendentemente -o tal vez no tanto- mis cavilaciones pronto derivaron hacia Seth. Pensé en nuestra reciente conversación. Censurada y comedida, sin duda, pero cálida a pesar de todo. Agradable y natural. Aún se me cortaba el aliento a veces cuando nos tocábamos.
No, qué estupidez. Mi fascinación por él era superficial. Sus libros me hacían sufrir de adoración por sus héroes, y nuestra amistad se había reforzado de rebote por lo ocurrido con Román. Cualquier posible sentimiento o atracción que hubiera ejercido sobre él debía de estar reduciéndose aprisa. No había vuelto a dar muestras de sentir algo más que una tierna amistad, y mi distanciamiento debía de estar surtiendo efecto. Además, no dejaba de desaparecer para asistir a misteriosas reuniones, probablemente con alguna chica sobre la que su timidez le impedía hablarme. Pecaría de presuntuosa si considerase siquiera encajarlo en la categoría de novio.
Sin embargo… ¿sabría el nefilim todo eso? ¿Quién sabía lo que pensaba el muy bastardo? Si nos había visto a Seth y a mí tomando café, podría asumir cualquier cosa. Atenazada de temor, quise levantarme y subir corriendo a ver cómo estaba Seth. Pero no. Sería una pérdida de tiempo, por ahora al menos. Estaba escribiendo, en público, rodeado de gente. El nefilim no lo asaltaría en semejante escenario.
¿Entonces quién? ¿Tal vez Warren? Ese voyeur de nefilim nos había visto practicando el sexo. Si eso no contaba como algún tipo de relación, no sé qué lo haría. Por supuesto, el nefilim también habría observado que Warren y yo casi nunca nos relacionábamos de ninguna otra manera. Pobre Warren. El sexo conmigo ya lo había dejado agotado; sería una crueldad innecesaria que se convierta en una víctima del retorcido y equivocado sentido del humor del nefilim. Por suerte, había visto a Warren entrar a trabajar hoy. Estaba atareado en su despacho, aunque quizá eso contara como lugar seguro. Puede que estuviera a solas, pero los gritos de un ataque del nefilim llamarían la atención inmediatamente.
¿Doug? Él y yo siempre habíamos coqueteado. Sin duda alguien podría pensar que sus esporádicos intentos por conquistarme indicaban algo más que una simple amistad. Sin embargo, en las últimas semanas, él y yo no habíamos hablado mucho. Estaba demasiado distraída por los ataques del nefilim. Y por Román.
Ah, Román. Ahí estaba, la posibilidad que llevaba tiempo al acecho en el fondo de mi mente. La realidad que había eludido porque implicaba hablar con él, romper el silencio que tanto había insistido en mantener. No sabía qué existía entre nosotros, aparte de una atracción abrasadora y alguna que otra muestra de solidaridad. No sabía si era amor, o un conato de amor, o cualquier otra cosa. Pero sabía que me importaba. Mucho. Lo extrañaba. Aislarme de él por completo había sido la forma más segura de recuperarme, de superar el anhelo y seguir mi camino. Me asustaba lo que pudiera significar restablecer el contacto.
Y sin embargo… puesto que me importaba, no podía permitir que este nefilim se ensañara con él. No podía arriesgar la vida de Román porque, la verdad, era el candidato más probable. La mitad de los empleados de la librería consideraban que éramos pareja; ¿por qué no el nefilim? Sobre todo a tenor de las carantoñas que nos habíamos prodigado tantas veces en público. Cualquier nefilim al acecho estaría en su derecho si interpretara esta relación como sentimental.
Cogí el teléfono y lo llamé con el pulso acelerado. No hubo respuesta.
– Mierda -maldije, escuchando su buzón de voz-. Hola Román, soy yo. Sé que, esto, no iba a volver a llamarte, pero ha surgido algo… y necesito hablar contigo urgentemente. Lo antes posible. Es realmente extraño, pero también muy importante. Por favor, llámame. -Le dejé el número de mi móvil y el de la tienda.
Colgué, me senté y reflexioné. ¿Qué hacer ahora? Por impulso, miré de reojo el directorio del personal y marqué el número de la casa de Doug. Tenía el día libre.
Como en el caso de Román, no hubo respuesta. ¿Dónde se habían metido todos?
Pensando de nuevo en Román, intenté adivinar dónde podría estar. Trabajando, lo más seguro. Por desgracia, no sabía dónde. Menuda pseudonovia más negligente estaba hecha. Me había dicho que daba clases en una facultad. Se refería a ello constantemente, pero siempre decía «en clase» o «en la facultad». Nunca había mencionado ningún nombre.
Me volví hacia el ordenador e hice una búsqueda de las facultades de la zona. Cuando dicha búsqueda arrojó varios resultados sólo en Seattle, maldije de nuevo. También había más fuera de la ciudad, en los suburbios de las poblaciones vecinas. Podía ser cualquiera de ellas. Imprimí una lista con todas ellas, con números de teléfono, y guardé la hoja en el bolso. Tenía que salir de aquí, necesitaba realizar esta búsqueda sobre el terreno.
Abrí la puerta de la oficina y di un respingo. Había otra nota idéntica pegada en la puerta. Miré alrededor del pasillo de los despachos, esperando ver algo. Nada. Cogí la nota y la abrí.
«Estás quedándote sin tiempo y sin hombres. Ya has perdido al escritor. Será mejor que te des prisa con esta gymkana.»
– Gymkana, no te fastidia -mascullé, arrugando la nota-. Menudo capullo.
Pero… ¿qué quería decir con que había perdido al escritor? ¿Seth? Se me aceleró el pulso y subí corriendo a la cafetería, provocando unos cuantos sustos por el camino.
Seth no estaba. Su rincón estaba vacío.
– ¿Dónde está Seth? -le pregunté a Bruce-. Estaba aquí hace un momento.
– Estaba -concurrió el camarero-. Recogió los bártulos de pronto y se fue.
– Gracias.
Definitivamente necesitaba salir de aquí. Encontré a Paige en la sección de novedades.
– Creo que tengo que irme a casa -le dije-. Me está entrando migraña.
Pareció sorprenderse. Mi historial de asistencia era el mejor de todos los empleados. Nunca pedía la baja por enfermedad. Sin embargo, por ese mismo motivo, no podía negarse. No era una trabajadora que abusara del sistema.
Tras asegurarme que debería irme, añadí:
– A lo mejor podrías pedirle a Doug que venga.
– Así mataría dos pájaros de un tiro.
– A lo mejor -respondió-. Aunque seguro que nos las apañamos. Warren y yo estaremos aquí todo el día.
– ¿Él va a estar aquí todo el día?
Cuando repitió que, en efecto, así era, me sentí algo aliviada. Vale. Podía tacharlo de mi lista.
Mientras me dirigía a mi apartamento, llamé al móvil de Seth.
– ¿Dónde estás? -pregunté.
– En casa. Se me olvidaron unos apuntes que me hacen falta. ¿En casa? ¿Solo?
– ¿Te apetece desayunar conmigo? -pregunté de repente; necesitaba hacerle salir.
– Ya casi es la una.
– ¿Almuerzo? ¿Comida?
– ¿No estás trabajando?
– Me he ido a casa porque me encontraba mal.
– ¿Te encuentras mal?
– No. Ven a verme. -Le di una dirección y colgué.
Mientras conducía al lugar de la cita, probé a llamar a Román de nuevo. Buzón de voz. Saqué la lista de números de teléfono de las facultades y empecé por el primero.
Qué engorro. Primero, tenía que llamar a información del campus e intentar encontrar el departamento adecuado. La mayoría de las facultades ni siquiera contaban con un departamento de lingüística, aunque casi todas ofrecían al menos una clase de introducción impartida mediante otra área relacionada, como antropología o humanidades.
Había hablado con tres facultades cuando llegué a Capítol Hill. Suspiré aliviada al ver a Seth esperándome frente al lugar que le había indicado. Tras aparcar y sacar el tíquet, me dirigí a él, intentando sonreír y aparentar naturalidad.
Por lo visto no funcionó.
– ¿Qué sucede?
– Nada, nada -proclamé risueña. Demasiado risueña.
Su expresión daba a entender que no me creía, pero lo dejó correr.
– ¿Vamos a comer aquí?
– Sí. Pero antes tenemos que ir a ver a Doug.
– ¿Doug? -La confusión de Seth se acrecentó.
Lo conduje a un edificio de apartamentos cercano y subí las escaleras hasta la puerta de Doug. Del interior del piso escapaba un torrente de música ensordecedor, lo que tomé por buena señal. Hube de aporrear la puerta tres veces antes de que se abriera.
No era Doug, sino su compañero de habitación. Parecía colocado.
– ¿Está Doug?
Parpadeó y se rascó el pelo largo y desaliñado.
– ¿Doug? -repitió.
– Sí, Doug Sato.
– Ah, Doug. Sí.
– ¿Sí está?
– No, hombre. Está… -El tipo guiñó los ojos. Dios, ¿quién se colocaba a estas horas? Ni siquiera yo lo había hecho en los sesenta-. Está ensayando.
– ¿Dónde? ¿Dónde ensayan?
El tipo se me quedó mirando fijamente.
– ¿Dónde ensayan? -repetí.
– Tía, ¿sabes que tienes las tetas, no sé, más perfectas que he visto? Son como… un poema. ¿Son de verdad? Apreté los dientes.
– ¿Dónde? ¿Ensaya? ¿Doug? Apartó los ojos de mi busto, no sin esfuerzo.
– West Seattle. Por Alki.
– ¿Tienes la dirección?
– Está entre… California y Alaska. -Pestañeó otra vez-. Guau. California y Alaska. ¿Lo pillas?
– ¿La dirección?
– Es verde. No tiene pérdida.
Cuando no pude sonsacarle más información, Seth y yo nos fuimos. Entramos en el restaurante que le había indicado.
– Un poema -reflexionó por el camino, divertido-. Un poema de E.E. Cummings, añadiría.
Estaba demasiado preocupada como para procesar lo que decía, mi mente trabajaba a toda velocidad. Ni siquiera los gofres con fresas consiguieron que dejara de preocuparme por esta estúpida gymkana. Seth intentó entablar conversación, pero mis respuestas eran imprecisas y distraídas, era evidente que mis pensamientos estaban en otra parte. Cuando acabamos, volví a intentar llamar a Román, sin éxito. Me volví hacia Seth.
– ¿Vas a volver a la librería?
Sacudió la cabeza.
– No. Estaré en casa. He visto que dependo demasiado de mis apuntes para escribir esta escena. Será más fácil si me quedo en mi propia oficina.
El pánico se apoderó de mí.
– ¿En casa? Pero… -¿Qué podía decirle? ¿Que si se quedaba en casa corría el riesgo de que lo asaltara un sociópata sobrenatural?-. Quédate conmigo -le propuse atropelladamente-. Acompáñame a hacer unos recados.
Su educada complacencia se resquebrajó al fin.
– Georgina, ¿qué diablos ocurre? Coges la baja por enfermedad cuando estás perfectamente sana. Salta a la vista que estás nerviosa por algo, desesperada incluso. Dime de qué va todo esto. ¿Le pasa algo a Doug?
Cerré los ojos por un segundo, deseando que todo esto hubiera acabado. Deseando estar en otra parte. O ser otra persona. Seth debía de pensar que me había vuelto loca.
– No puedo decirte de qué se trata, pero sí hay algo. Tendrás que conformarte con eso. -A continuación, vacilante, estiré el brazo y le apreté la mano, volviendo una mirada implorante hacia él-. Por favor. Quédate conmigo.
Afianzó la presa sobre mi mano y avanzó un paso, con gesto preocupado y compasivo. Por un momento, me olvidé del nefilim. ¿Qué importaban los demás hombres cuando Seth era capaz de mirarme así? Sentí deseos de abrazarlo y sentir sus brazos a mí alrededor.
Casi me eché a reír. ¿A quién quería engañar? No me hacía falta preocuparme por alentarlo. Era yo la que estaba quedándose prendada aquí. Yo la que corría peligro de intensificar esta relación. Era yo la que necesitaba dejar de buscar pretextos para «cortar de raíz» con él.
Me separé atropelladamente y agaché la cabeza.
– Gracias.
Se ofreció a conducir a West Seattle, dejándome así libre para llamar a más facultades. Casi había terminado cuando llegamos a la intersección de Alaska con California. Aminoró ligeramente, y los dos escudriñamos en rededor, buscando una casa verde.
No tiene pérdida. Qué estupidez. ¿Qué podía calificarse de «verde»? Vi una casa de color salvia, otra aceitunada, y una que lo mismo podía ser verde que azul. Algunos edificios tenían las esquinas verdes, o las puertas, o…
– Guau -dijo Seth.
Una casita destartalada, pintada de un verde chillón mezcla de menta y lima, se levantaba a la sombra de otros dos edificios mucho más agradables a la vista.
– No tiene pérdida -musité.
Aparcamos y nos dirigimos a ella. Por el camino, el sonido de la banda de Doug llegó claramente hasta nosotros procedente del garaje. Cuando llegamos a la puerta abierta, vi a los Nocturnal Admission en pleno apogeo, con Doug entonando las letras con esa voz tan maravillosa que tiene. Se interrumpió de golpe al verme.
– ¿Kincaid?
Sus compañeros lo observaron desconcertados mientras bajaba de un salto y corría hacia mí. Seth retrocedió discretamente unos pasos y se dedicó a estudiar unos arbustos de hortensias cercanos.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó Doug, más asombrado que ofendido.
– Estoy de baja -fue mi boba respuesta. ¿Qué iba a hacer ahora?
– ¿Te encuentras mal?
– No. Yo… tenía algo que hacer. Todavía tengo que hacerlo. Pero me… me preocupa haber dejado la tienda sola. ¿Hasta cuándo estarás aquí? ¿Podrías cubrirme cuando termines?
– ¿Has venido hasta aquí para pedirme que te sustituya? ¿Por qué te has cogido el día de baja? ¿Por fin vas a fugarte con Mortensen?
– Yo… no. No puedo explicarlo. Pero prométeme que después de esto te dejarás caer por la tienda a ver si necesitan una mano.
Estaba mirándome fijamente con la misma expresión que había tenido Seth toda la tarde. Una expresión que venía a sugerir que necesitaba un calmante.
– Kincaid… me estás asustando…
Lo miré con la misma expresión implorante que había empleado con Seth. Carisma de súcubo en acción.
– ¿Por favor? Todavía me debes una, ¿recuerdas?
Entornó los ojos oscuros en un gesto de consternación comprensible.
– Está bien -dijo, al cabo-. Pero no podré ir hasta dentro de un par de horas.
– De acuerdo. Ve directamente, eso es todo. Nada de paradas. Y no… No le digas a nadie que me has visto. Se supone que estoy de baja. Invéntate algún motivo para estar allí.
Sacudió la cabeza, exasperado, y le di las gracias con un breve abrazo. Mientras nos íbamos, vi que Doug interrogaba a Seth con la mirada. El escritor se encogió de hombros, respondiendo a la muda pregunta del músico con la misma confusión.
Hice más llamadas mientras conducíamos, terminé con mi lista de facultades y le dejé otro mensaje exasperado a Román.
– ¿Ahora qué? -preguntó Seth, que se había quedado callado. Era difícil saber qué pensaba de mi acoso a Román y Doug.
– Yo… no lo sé.
Había llegado al final de mis opciones. Todo el mundo estaba avisado excepto Román, y no tenía manera de llegar hasta él. Pasaba el tiempo. No sabía dónde vivía. Pensé que había mencionado Madrona una vez, pero era una zona muy grande. No podía empezar a llamar a todas las puertas. El nefilim había dicho que tenía hasta el fin de mi turno. Pese a haber escapado del trabajo, supuse que eso significaba aún hasta las nueve. Me quedaban casi tres horas.
– Me parece que voy a recoger mi coche y volveré a casa.
Seth me dejó en el restaurante y me siguió de regreso a Queen Anne. Lo detuvo un semáforo, por lo que llegué a casa a mi apartamento casi un minuto antes que él. En la puerta había otra nota.
Buen trabajo. Seguramente terminarás por espantar a todos estos hombres con tu errática conducta, pero admiro tu iniciativa. Falta uno. Me pregunto hasta qué punto es realmente hábil con los pies tu bailarín.
Estaba arrugando la nota cuando Seth me dio alcance. Saqué la llave del bolso e hice un débil intento por introducirla en la cerradura. Me temblaban tanto las manos que fui incapaz. Seth cogió la llave y abrió la puerta por mí.
Cuando entramos, me dejé caer encima del diván. Aubrey salió a hurtadillas de detrás y saltó a mi regazo. Seth se sentó a mi lado, contemplando el apartamento (incluida mi colección de sus libros, que ocupaba un puesto de honor en la estantería nueva), antes de dirigir su expresión preocupada hacia mí.
– Georgina… ¿qué puedo hacer?
Sacudí la cabeza, sintiéndome impotente y derrotada.
– Nada. Me alegra que estés aquí.
– Yo… -Vaciló-. Detesto tener que decírtelo, pero debo irme enseguida. He quedado con alguien.
Levanté la cabeza de golpe. Otra de sus misteriosas citas. La curiosidad reemplazó temporalmente al miedo, pero no podía interrogarlo. No podía preguntarle si iba a ver a una mujer. Por lo menos había dicho que había quedado con alguien. No estaría solo.
– ¿Estarás con… alguien… mucho rato?
Asintió con la cabeza.
– Podría volver esta noche, si quieres. O… podría cancelarlo.
– No, no, no te preocupes.
Para entonces, todo habría acabado.
Se quedó un rato más, de nuevo intentando entablar una conversación en la que yo era incapaz de participar. Cuando por fin se levantó para marcharse, podía ver la ansiedad que lo embargaba y me sentí fatal por haberlo implicado en esto.
– Mañana todo estará arreglado -le dije-. Así que no te preocupes. Estaré bien de nuevo. Te lo prometo.
– Vale. Si necesitas cualquier cosa, me avisas. Llámame, pase lo que pase. Si no… En fin, te veré en el trabajo.
– No. Mañana tengo el día libre.
– Ah. Bueno. ¿Te importa si me paso?
– Claro. Hazlo. -Le habría dicho que sí a todo. Estaba demasiado agotada como para seguir guardando las distancias. Ya me preocuparía de eso más tarde. En serio. Todo a su debido tiempo.
Se fue a regañadientes, perplejo sin duda cuando le pedí que no se separara de quienquiera que fuese a ver. En cuanto a mí, me paseé por todo el apartamento, sin saber qué hacer. A lo mejor no podía localizar a Román porque el nefilim había sido más rápido. Eso sería injusto, puesto que no había tenido ocasión de prevenirlo realmente, pero este nefilim no parecía preocupado por jugar limpio.
En un arrebato de inspiración, llamé a información, comprendiendo que se me había pasado por alto la manera más fácil de encontrarlo. Daba igual. No estaba en la guía.
Dos horas antes del término de mi turno, le dejé otro mensaje a Román.
– Por favor, por favor, por favor llámame -le supliqué-. Aunque estés enfadado conmigo por lo ocurrido. Hazme saber que estás bien.
No hubo respuesta. Dieron las ocho. A falta de una hora, le dejé otro mensaje. Podía sentir cómo empezaba a sucumbir a la histeria. Dios, ¿qué iba a hacer? Sólo podía seguir deambulando de un lado para otro, preguntándome cuan pronto sería demasiado pronto para llamar a Román otra vez.
Cinco minutos antes de las nueve, completamente desquiciada, agarré el bolso, desesperada por salir del apartamento y hacer algo. Lo que fuera. El tiempo ya casi se había agotado.
¿Qué ocurriría? ¿Cómo sabría si había conseguido superar la prueba del nefilim? ¿Cuándo viera el asesinato de Román impreso en primera plana mañana? ¿Habría otra nota? ¿O puede que algún trofeo cruel? ¿Y si el nefilim no se refería a ninguna de las personas en las que yo había pensado? ¿Y si se trataba de alguien completamente ajeno al ámbito de…?
Abrí la puerta dispuesta a salir y me quedé sin aliento.
– ¡Román!
Allí estaba, a punto de llamar con los nudillos, tan sorprendido de verme como yo a él.
Solté el bolso y eché a correr, abalanzándome sobre él en un abrazo feroz que estuvo a punto de derribarlo.
– Dios -susurré contra su hombro-. Cuánto me alegro de verte.
– Se nota -respondió, apartándose ligeramente para observarme, preocupados sus ojos turquesa-. Santo cielo, Georgina, ¿qué ocurre? Me has dejado como ochenta mensajes…
– Lo sé, ya lo sé -le dije, sin soltarlo todavía. Verlo despertaba todos los antiguos sentimientos que creía enterrados. Era tan apuesto. Olía tan bien-. Lo siento… es sólo que pensé que te había pasado algo…
Volví a abrazarme a él y miré el reloj mientras lo hacía. Las nueve en punto. Mi turno había terminado, al igual que el ridículo juego del nefilim.
– Vale, está bien. -Me dio unas torpes palmaditas en la espalda-. ¿Qué sucede?
– No te lo puedo decir. -Me temblaba la voz.
Abrió la boca para protestar, pero se lo pensó mejor.
– Está bien. Vayamos paso a paso. Estás pálida. Vamos a comer algo. Entonces podrás explicármelo todo.
Ya, ésa sí que sería una conversación agradable.
– No. No podemos hacer eso…
– Venga ya. No puedes dejarme todos esos mensajes desesperados y después empezar otra vez con el juego de «necesitamos espacio». En serio, Georgina. Tienes un aspecto horrible. Estás temblando. No querría dejarte sola de ninguna manera si te encontrara así, mucho menos después de esas llamadas.
– No. No. Nada de salir. -Me senté en el diván; necesitaba que se fuera, pero me resistía a separarme de él-. Quedémonos aquí.
Aún preocupado, Román me dio un vaso de agua y se sentó a mi lado, sosteniéndome la mano. Conforme transcurría el tiempo, me tranquilicé, escuchando mientras Román hablaba de trivialidades en un intento por hacerme sentir mejor.
Por su parte, había encajado bastante bien mis psicóticas llamadas. Continuó intentando sonsacarme una explicación, pero cuando persistí en mi actitud evasiva, diciéndole únicamente que tenía motivos para preocuparme por él, cejó en su empeño… por el momento. Siguió animándome, contándome anécdotas graciosas mezcladas con sus habituales soliloquios políticos, lamentándose de las reglas irracionales y la hipocresía de los políticos.
Al anochecer, volvía a sentirme más relajada; sólo perduraba el bochorno por la forma en que me había comportado. Maldición, cómo odiaba a ese nefilim.
– Se está haciendo tarde. ¿Estarás bien si me voy? -preguntó, de pie conmigo ante la ventana del salón, contemplando Queen Anne Avenue.
– Probablemente mejor que si te quedas.
– Bueno, eso es cuestión de gustos -se rió, acariciándome el pelo.
– Gracias por venir. Sé… sé… que parece una locura, pero tendrás que confiar en mí. Se encogió de hombros.
– En realidad no tengo elección. Además… es agradable saber que te preocupas por mí.
– Por supuesto que sí. ¿Cómo puedes dudarlo?
– No lo sé. No resulta fácil entenderte. No sabía si realmente te gustaba… o si sólo era algo para pasar el tiempo. Una distracción.
Sus palabras encendieron una luz en mi cabeza, algo en lo que debería haberme fijado. Pero estaba más concentrada en su proximidad, en el roce de su mano en mi mejilla, mi cuello y mi hombro. Sus dedos eran largos y sensuales. Eran unos dedos que podrían hacer maravillas en muchos sitios.
– Me gustas, Román. Aunque no te creas nada más de lo que te diga, créete eso.
Sonrió entonces, una sonrisa tan radiante y hermosa, que se me derritió el corazón. Dios, cómo había echado de menos esa sonrisa, tanto como su jovialidad y su encanto. Colocó la mano en mi nuca y me atrajo hacia sí; comprendía que se disponía a besarme de nuevo.
– No… No… No lo hagas -murmuré, zafándome de su presa.
Renunció al beso pero siguió sujetándome mientras expulsaba el aliento, decepcionado.
– ¿Todavía te preocupa eso?
– No lo entiendes. Lo siento. Es sólo que no puedo…
– Georgina, cuando nos besamos la última vez no ocurrió nada traumático. Aparte de tu reacción, quiero decir.
– Lo sé, pero no es tan sencillo.
– No pasó nada -repitió, con una extraña nota de dureza en la voz.
– Lo sé, pero…
Mis labios dejaron la frase inconclusa mientras repetía sus palabras. No pasó nada. No, algo había pasado la noche del concierto, tras el beso en aquel pasillo. Había visto cómo Román se tambaleaba. Pero yo… ¿qué me había ocurrido a mí? ¿Qué había sentido? Nada. Un beso tan intenso, un beso de alguien fuerte, un beso de alguien a quien deseaba tanto debería haber desencadenado algo. Aun con alguien con un rendimiento de energía bajo como Warren, un beso profundo despertaría mi instinto de súcubo, empezaría a conectarnos, aunque no se produjera ninguna transferencia significativa. Besar a Román de esa manera… sobre todo en vista de su reacción… debería haber provocado algún tipo de sensación por mi parte. Alguna emoción. Sin embargo, no había habido nada. Nada en absoluto.
En aquel momento lo había achacado al exceso de alcohol. Pero eso era ridículo. No era la primera vez que bebía algo antes de una dosis. El alcohol podía embotar mis sentidos (evidentemente lo había hecho aquella noche), pero no había intoxicación capaz de anular por completo la sensación de transferencia vital. Nada podía hacerlo. Estaba demasiado borracha para comprender la verdad. Con alcohol o sin él, siempre sentiría algo a través de un contacto sexual o íntimo, a menos…
A menos que estuviera con otro inmortal.
Me aparté de repente de Román, liberándome de su presa. En su rostro se reflejó primero la sorpresa, reemplazada inmediatamente por la comprensión. Sus ojos, tan bellos, resplandecieron peligrosamente. Se rió.
– Cuánto has tardado.