Capítulo 9

A mi regreso a Queen Avenue descubrí que tenía aún toda la noche por delante. Por desgracia, no tenía nada que hacer. Un súcubo sin vida social. Qué triste. Más triste aún era el hecho de que podría haber tenido un montón de cosas que hacer, pero les había dado la espalda a todas. No sería porque Doug no me había pedido salir más de una vez; seguro que ahora estaba disfrutando de su tiempo con una mujer más complaciente. A Román también le había dado calabazas, por bonitos que fueran sus ojos. Sonreí ensimismada, recordando su agradable conversación y su encantadora agudeza. Podría haber sido el O'Neill de las novelas de Seth hecho realidad.

Pensar en Seth me recordó que todavía tenía mi libro y que iba ya para tres días. Suspiré, deseando saber qué ocurriría a continuación, perderme en las páginas de Cady y O'Neill. Ésa sí que sería una buena manera de pasar la velada. Cabrón. No me lo devolvería nunca. Jamás averiguaría qué…

Con un gemido, me dieron ganas de pegarme una palmada en la frente por estúpida. ¿Trabajaba en una librería importante o no? Después de aparcar el coche, caminé hasta Emerald City y encontré la espectacular colección de ejemplares de El pacto de Glasgow expuestos aún desde la sesión de firmas. Cogí una copia y me dirigí con ella al mostrador principal. Beth, una de las cajeras, estaba libre en ese momento.

– ¿Me lo desmagnetizas? -le dije, deslizándolo sobre el mostrador.

– Claro -respondió, pasándolo por el escáner-. ¿Quieres usar tu descuento?

Negué con la cabeza.

– No voy a comprarlo. Sólo es un préstamo.

– ¿Se puede hacer eso? -Me devolvió el libro.

– Claro -mentí-. Los gerentes sí.

Minutos más tarde, le mostré mi trofeo a una desinteresada Aubrey y abrí el grifo de la bañera. Mientras se llenaba, comprobé mis mensajes (ninguno) y revisé el correo que había recogido por el camino. Tampoco había nada interesante. Una vez comprobado que ninguna otra cosa requería mi atención, me quité la ropa y me sumergí en las acuosas profundidades de la bañera, con cuidado para que no se mojara el libro. Aubrey, agazapada en una balda cercana, me observaba con los ojos entrecerrados, preguntándose aparentemente por qué querría nadie sumergirse en el agua voluntariamente, y menos durante prolongados periodos de tiempo.

Me imaginaba que podría leer más de cinco páginas esta noche puesto que acumulaba ya un par de días de abstinencia. Cuando terminé la decimoquinta, descubrí que me faltaban tres para el siguiente capítulo. Ya que estaba podía terminar ahí. Una vez conseguido mi objetivo, suspiré y me recliné, sintiéndome decadente y rendida. Qué bendición. Los libros eran mucho menos complicados que los orgasmos.

A la mañana siguiente fui al trabajo feliz y vigorizada. Paige me encontró hacia la hora del almuerzo, sentada en el filo de mi mesa mientras observaba cómo Doug jugaba al Buscaminas. Al verla, me levanté de un salto mientras él se apresuraba a cerrar el juego.

Paige lo ignoró y clavó los ojos en mí.

– Quiero que hagas algo con Seth Mortensen.

Nerviosa, recordé el comentario sobre ser su esclava sexual.

– ¿Como qué?

– No sé. -Se encogió ligeramente de hombros, despreocupada-. Lo que sea. Es nuevo en la ciudad. Todavía no conoce a nadie, así que su vida social debe de ser desoladora.

Acordándome de su glacial recibimiento de ayer y sus dificultades para entablar conversación, la noticia no me sorprendió precisamente.

– Ya lo he llevado de excursión.

– No es lo mismo.

– ¿Qué pasa con su hermano?

– ¿Qué pasa con él?

– Seguro que están viendo gente todo el tiempo.

– ¿Por qué te resistes? Pensaba que eras seguidora suya.

Y lo era, la mayor, pero leer su obra e interactuar con él estaban resultando ser dos cosas muy distintas. El pacto de Glasgow era asombroso, al igual que el e-mail que me había enviado. Su conversación, en cambio… dejaba mucho que desear. Esto no podía decírselo a Paige, naturalmente, de modo que ella y yo nos enfrascamos en un tira y afloja sobre el tema con Doug como espectador fascinado. Al final accedí contra mi voluntad, temerosa de la idea de proponerle siquiera la aventura a Seth, por no hablar de embarcarme en ella.

Cuando me obligué por fin a abordarlo más tarde, estaba completamente preparada para recibir otro corte. En vez de eso, levantó la cabeza de su trabajo y me sonrió.

– Hola -dijo. Su humor parecía haber mejorado tanto que decidí que lo de ayer debía de haber sido una excepción.

– Hola. ¿Cómo va todo?

– No muy bien. -Dio unos ligeros golpecitos con la uña en la pantalla del portátil, entornando los ojos mientras la miraba-. Se están poniendo difíciles. No consigo dar con el tono justo que necesito para esta escena.

El interés se apoderó de mí. Malos días con Cady y O'Neill. Siempre me había imaginado que interactuar con unos personajes así debía de ser un subidón interminable. El trabajo perfecto.

– Me parece que necesitas un descanso. A Paige le preocupa tu vida social.

Sus ojos castaños me observaron de refilón.

– ¿Sí? ¿Y eso?

– Cree que no sales lo suficiente. Que todavía no conoces a nadie en la ciudad.

– Conozco a mi hermano y a su familia. Y a Mistee. -Hizo una pausa-. Y también a ti.

– Lo que está bien, porque me dispongo a ser tu guía turística. Los labios de Seth temblaron ligeramente; a continuación meneó la cabeza y volvió a mirar la pantalla.

– Es un detalle… tanto por tu parte como por la de Paige… pero no hace falta.

No estaba despreciándome como el día anterior, pero aun así me irritó que no aceptara mi generosa oferta, sobre todo teniendo en cuenta que lo hacía obligada.

– Venga -dije-. ¿Qué otra cosa tienes que hacer?

– Escribir.

Eso no podía rebatírselo. Escribir esas novelas era una obra divina. ¿Quién era yo para interferir con su creador? Y sin embargo… Paige me había dado una orden. Lo cual era casi un mandamiento divino en sí mismo. Se me ocurrió una solución intermedia.

– Podrías hacer algo, no sé, en plan investigación. Para el libro. Dos pájaros de un tiro.

– Ya tengo toda la información necesaria para ésta.

– ¿Y qué tal, esto, algo para desarrollar los personajes? Como… ir al planetario. -A Cady le fascinaba la astronomía. A menudo señalaba constelaciones y las relacionaba con alguna historia simbólica análoga al argumento de la novela-. ¿O… o… un partido de hockey? Te hacen falta ideas nuevas para los juegos de O'Neill. Se te van a agotar.

Sacudió la cabeza.

– No. Además, nunca he visto un partido de hockey.

– ¿Que no… Qué? Eso es… no. ¿En serio? Se encogió de hombros.

– Entonces… ¿de dónde sacas la información sobre el juego? ¿Los partidos?

– Conozco las reglas básicas. Saco cosas de Internet y les doy forma luego.

Me quedé mirándolo fijamente, sintiéndome traicionada. O'Neill estaba absolutamente obsesionado con los Red Wings de Detroit. Esa pasión moldeaba su personalidad y se reflejaba en sus acciones: rápidas, hábiles y, en ocasiones, brutales. Creyendo como creía que Seth era meticuloso en cada detalle, había asumido de forma natural que debía de saberlo todo sobre el hockey para lograr un rasgo tan definitorio en su protagonista.

Seth me observaba, desconcertado por cualquiera que fuese la expresión de perplejidad cincelada en mis rasgos.

– Vamos a ver un partido de hockey -sentencié.

– No, vamos…

– Vamos a ver un partido de hockey. Espera un momento.

Bajé las escaleras corriendo, aparté a Doug del ordenador de una patada y conseguí la información que buscaba. Tal y como sospechaba. La temporada de los Thunderbirds acababa de empezar.

– Seis y media -le dije a Seth minutos después-. Reúnete conmigo en el Key Arena, frente a la taquilla principal. Ya compro yo las entradas.

Parecía dubitativo.

– Seis y media -repetí-. Verás qué bien te viene. Podrás tomarte un respiro y sabrás cómo es un partido de verdad. Además, tú mismo has reconocido que hoy estás bloqueado.

No sólo eso, sino que cumpliría con las órdenes de Paige sin necesidad de tener que hablar mucho. El estadio sería demasiado bullicioso, y estaríamos demasiado ocupados viendo el partido como para necesitar ninguna conversación.

– No sé dónde está el Key Arena.

– Puedes llegar caminando desde aquí. Tú ve en dirección a la Space Needle. Los dos están en el centro de Seattle.

– Me…

– A ver, ¿a qué hora hemos quedado? -había una nota de advertencia en mi voz, desafiándolo a contradecirme. Hizo una mueca.

– A las seis y media.

Después del trabajo, me dispuse a ocuparme de mis propios quehaceres. No tendría nada nuevo con lo que investigar el enigma del caza vampiros hasta que Erik se pusiera en contacto conmigo. Lamentablemente, la vida real me imponía aún una serie de requisitos, de modo que pasé casi toda la tarde lidiando con diversos asuntos.

Como reponer mis existencias de alimentos para gatos, café y Grey Goose. Y echar un vistazo a la nueva línea de lápiz de labios en el expositor de MAC. Me acordé incluso de comprar una estantería barata y fácil de montar para el peligro de incendio que eran los libros amontonados en mi salón.

Mi productividad no conocía límites.

Para cenar, me hice de algo de comida india y conseguí llegar al Key Arena a las seis y media clavadas. No vi a Seth por ninguna parte, pero me resistí a sucumbir al pánico todavía. No era fácil orientarse en el centro de Seattle; seguro que aún estaba dando vueltas alrededor de la Needle, intentando encontrar el camino.

Compré las entradas y me senté en uno de los grandes escalones de cemento. El aire había enfriado, y me arrebujé en mi grueso jersey de lana, cambiándolo de forma para que fuera un poco más cálido. Mientras esperaba, observé a la gente. Parejas, grupos de jóvenes y niños entusiasmados confluían para animar al modesto pero valiente equipo de Seattle. El espectáculo era interesante.

Cuando dieron las siete menos diez empecé a ponerme nerviosa. Faltaban diez minutos, y me preocupaba que Seth pudiera haberse perdido de veras. Saqué el teléfono y marqué el número de la tienda, preguntándome si estaría allí. No, me dijeron, pero Paige tenía su móvil. Cuando lo probé, me respondió el buzón de voz.

Enfadada, cerré el teléfono de golpe y me abracé con más fuerza, aterida. Aún teníamos tiempo. Además, el que Seth no estuviera en la librería era buena señal. Significaba que estaba en camino.

Sin embargo, cuando dieron las siete y empezó el partido, seguía sin dar señales de vida. Probé su móvil de nuevo, con la mirada anhelante fija en las puertas. Quería ver el principio del encuentro. A lo mejor Seth nunca había estado en un partido, pero yo sí y me gustaba. El movimiento y la energía constantes retenían mi atención más que ningún otro deporte, aunque las peleas me dieran repelús a veces. No quería perderme esto, pero tampoco quería que Seth apareciera sin saber qué hacer si yo no estaba donde le había prometido.

Esperé quince minutos más, escuchando los ecos del partido a mi espalda, antes de afrontar por fin la verdad.

Me habían dado plantón.

Era algo sin precedentes. Algo que no ocurría… desde hacía más de un siglo. La revelación me hizo sentir más atónita que azorada o furiosa. Todo aquello era sencillamente demasiado raro como para asimilarlo.

No, decidí un momento después, me equivocaba. Seth se había mostrado remiso, sí, pero no se negaría a venir sin más, no sin avisar antes. A lo mejor… a lo mejor le había pasado algo malo. Podría haberlo atropellado un coche, que yo supiera. Tras la muerte de Duane, resultaba imposible predecir cuándo golpearía la tragedia.

No obstante, mientras no tuviera más información, la única tragedia a la que me enfrentaba ahora era perderme el partido. Llamé otra vez a su móvil y le dejé un mensaje con mi número y mi paradero. Saldría a buscarlo si era preciso. Entré en el estadio.

Estar sentada a solas me hacía sentir extraña; acentuaba lo lamentable de mi situación. Había otras parejas cerca, y un grupo de chicos no dejaba de mirarme, dándole codazos de vez en cuando a uno de ellos que quería venir a hablar conmigo. No me asustaba que me tiraran los tejos, pero sí que pareciera que lo necesitaba. A lo mejor había elegido no salir con nadie, pero eso no quería decir que no pudiera hacerlo cuando quisiera. No me gustaba que la gente me percibiera como una persona sola y desesperada. Ya me sentía así suficientes veces sin que tuviera que confirmármelo nadie.

En el primer descanso, me compré una mazorca a modo de consolación. Mientras rebuscaba en mi cartera para pagar, encontré la hoja con el número de teléfono de Román. La contemplé fijamente mientras comía, recordando su insistencia y lo mal que me había sentido dándole largas. Mi inesperado y doloroso abandono había detonado la necesidad de estar con alguien, de recordarme que realmente podía tener vida social si lo deseaba.

El sentido común me dejó paralizada temporalmente cuando me disponía a marcar, advirtiéndome de que estaba a punto de romper las décadas de juramento de no salir con hombres buenos. Había formas más prudentes de despachar una entrada sin usar para el hockey, me recordó esa sensata voz interior. Como Hugh, o los vampiros. Llamar a cualquiera de ellos supondría una solución más segura.

Pero… pero me trataban como si fuera su hermana, y aunque yo también los consideraba mi familia, no me apetecía ser una hermana precisamente ahora. Además, tampoco es que esto fuera una cita de verdad. Sería una simple cuestión de compañerismo. Y las mismas precauciones que se habrían aplicado en el caso de Seth, la falta de interacción, valdrían también para Román. Sería perfectamente seguro. Marqué el número.

– ¿Diga?

– Ya me he aburrido de guardarte el abrigo. Pude oír su sonrisa al otro lado de la línea.

– Pensaba que lo habrías tirado a la basura a estas alturas.

– ¿Estás loco? Es un Kenneth Colé. Además, en realidad no te llamaba por eso.

– Ya, me lo figuraba.

– ¿Te apetece ver un partido de hockey esta noche?

– ¿Cuándo empieza?

– Pues… hace cuarenta minutos. Se produjo una pausa digna de Seth.

– ¿Y hasta ahora no se te había ocurrido invitarme?

– Bueno… es que la persona con la que iba a venir no ha hecho precisamente acto de presencia.

– ¿Así que recurres a mí?

– Hombre, como estabas tan empeñado en salir conmigo.

– Sí, pero… espera un momento. ¿Soy tu segunda elección?

– No te lo tomes así. Tómatelo más bien como, no sé, como si tuvieras la oportunidad de satisfacer las expectativas que otro no pudo.

– ¿Como la sub-campeona de Miss América?

– Mira, ¿Vienes o no?

– Me tienta mucho, pero estoy liado ahora mismo. Y no lo digo por decir. -Otra pausa-. Me puedo pasar por tu casa después del partido.

No, esto no entraba en los planes.

– Estoy ocupada después del partido.

– ¿Cómo, tú y tu amigo invisible tenéis otros planes?

– Yo… no. Tengo que… montar una estantería. Me llevará tiempo. Trabajo duro, ¿sabes?

– Soy un manitas de primera. Te veo dentro de un par de horas.

– Espera, no puedes… -La conexión se cortó.

Cerré los ojos en un momento de exasperación, los abrí y volví a concentrarme en la acción sobre el hielo. ¿Qué acababa de hacer?

Después del partido, regresé a casa echando chispas. La alegría de la victoria no lograba eclipsar la ansiedad que me producía tener a Román en mi apartamento.

– Aubrey -dije al entrar-, ¿qué voy a hacer?

La gata bostezó, revelando sus diminutos colmillos domesticados. Sacudí la cabeza.

– No puedo esconderme debajo de la cama igual que tú. No se lo tragaría.

Las dos dimos un respingo cuando sonaron unos golpes en la puerta. Durante medio segundo, consideré seriamente la cama antes de dignarme franquearle el paso a Román. Aubrey lo estudió un momento, antes (aparentemente abrumada a la vista de un dios del sexo en nuestro seno) de salir disparada en dirección a mi dormitorio.

Román, vestido de modo informal, sostenía un pack de Mountain Dew y dos bolsas de Doritos. Y una caja de cereales.

– ¿Amuletos de la suerte? -pregunté.

– Mágicamente deliciosos -me explicó-. Requisito indispensable para cualquier proyecto de ingeniería.

Zangoloteé la cabeza, maravillada aún por la manera en que había conseguido colarse en mi casa.

– Esto no es una cita.

Me lanzó una mirada escandalizada.

– Evidentemente. En ese caso traería Count Chocula.

– Lo digo en serio. No es una cita -insistí.

– Vale, vale. Ya lo pillo. -Dejó sus cosas en la encimera y se volvió hacia mí-. Bueno, ¿dónde está? Manos a la obra.

Expulsé el aliento contenido, nerviosa y aliviada a un tiempo por su actitud despreocupada. Ni flirteos ni insinuaciones descaradas. Únicamente un amigo sincero con ganas de ayudar. Montaría la estantería, y se iría.

Rasgamos la enorme caja, sacando baldas sueltas y paneles, además de toda una colección de tuercas y tornillos. Las instrucciones, parcas en palabras, consistían básicamente en crípticos diagramas repletos de flechas que apuntaban adónde iban ciertas partes. Tras minutos de escrutinio, al final decidimos que el tablero más grande era el punto de partida idóneo, de modo que lo pusimos en el suelo con las baldas y los laterales encima. Cuando todo estuvo correctamente alineado, Román cogió los tornillos y estudió los nexos de unión de los distintos componentes.

Examinó los tornillos, miró a la caja, y nuevamente a la estantería.

– Qué raro.

– ¿Qué pasa?

– Me parece… estos chismes suelen tener agujeros en la madera, e incluyen una llavecita para colocar los tornillos.

Me incliné sobre el panel. Nada de agujeros prefabricados. Ni herramientas.

– Tendremos que hacer los agujeros nosotros. Asintió con la cabeza.

– Tengo un destornillador… en alguna parte. Ojeó la madera.

– No creo que sirva. Me parece que necesitamos un taladro. Estaba impresionada por sus conocimientos de bricolaje.

– De eso sí que no tengo.

Nos dirigimos pitando a una gran tienda de artículos para el hogar, a la que llegamos diez minutos antes de que cerraran. Un agobiado vendedor nos indicó la sección de taladros antes de alejarse a la carrera, gritándonos por encima del hombro que no nos quedaba mucho tiempo.

Las herramientas nos devolvían la mirada; le pedí consejo a Román.

– Ni idea -reconoció finalmente tras un momento de silencio.

– Pensaba que eras «un manitas de primera».

– Ya… bueno… -Adoptó una expresión de timidez inédita en él-. Puede decirse que exageraba.

– ¿Me engañaste?

– No. Exageraba.

– Es lo mismo.

– No lo es.

Lo dejé correr.

– ¿Entonces por qué lo dijiste? Sacudió la cabeza, apesadumbrado.

– En parte porque quería volver a verte. Y en parte… no lo sé. Supongo que la respuesta más breve es que dijiste que tenías algo difícil que hacer. Y quería ayudarte.

– ¿Qué soy ahora, una damisela en apuros? -bromeé.

Me estudió con gesto serio.

– Lo dudo. Más bien creo que eres alguien a quien me gustaría conocer mejor, y quería que vieras que pienso en algo más que en llevarte a la cama.

– Entonces, si te ofreciera sexo aquí mismo, en el pasillo, ¿rechazarías la oferta? -El comentario con toda su picardía se me escapó antes de que pudiera morderme la lengua. Era un mecanismo de defensa, un chiste para disimular la confusión que me había provocado su vehemente explicación. La mayoría de los hombres sólo querían llevarme a la cama. No sabía muy bien qué hacer con uno que no.

Mi descaro consiguió aniquilar lo trascendental del momento. Román recuperó su acostumbrada actitud confiada y encantadora, y yo lamenté casi el cambio que había provocado, preguntándome qué habría ocurrido a continuación.

– Tendría que rechazarla. Ya sólo nos quedan seis minutos. Nos echarían a patadas antes de terminar. -Volvió a concentrarse en los taladros con vigor renovado-. Y en cuanto a mis habilidades de manitas -añadió-, aprendo asombrosamente rápido, de modo que tampoco estaba exagerando tanto. Cuando acabe esta noche seré un maestro.

Falso.

Tras elegir un taladro al azar y volver a casa, Román se dispuso a alinear y colocar las piezas de la estantería. Encajó una de las baldas en el tablero, colocó el tornillo, y apretó el gatillo.

El taladro descendió en diagonal, errando el blanco por completo.

– Me cago en la puta -maldijo.

Me acerqué y solté un gritito al ver el tornillo que sobresalía por el dorso de mi estantería. Lo sacamos y nos quedamos mirando fijamente el manifiesto agujero resultante.

– Seguro que lo tapan los libros -sugerí.

Román apretó los labios hasta formar una línea desprovista de humor e intentó la misma operación. El tornillo hizo contacto esta vez, pero aún visiblemente inclinado. Lo volvió a sacar y consiguió insertarlo por fin a la tercera.

Por desgracia, el proceso no hizo sino repetirse mientras continuaba. Tras ver cómo aparecía un agujero tras otro, al final le pregunté si me dejaba intentarlo. Hizo un ademán derrotista y me pasó el taladro. Encajé un tornillo, me agaché, y lo encajé perfectamente a la primera.

– Jesús -dijo-. Aquí estoy completamente de más. Yo soy la damisela en apuros.

– De eso nada. Has traído cereales.

Terminé de colocar las baldas. A continuación, las paredes. El tablero presentaba unas discretas muescas que facilitaban la alineación. Tras un meticuloso escrutinio, intenté igualar limpiamente los bordes.

Resultó ser tarea imposible, y pronto supe por qué. Pese a mis perfectas labores de perforación, todas las baldas estaban torcidas, demasiado a la derecha o a la izquierda. Los laterales no podían encajar así con los cantos del tablero.

Román se repantigó contra mi diván, pasándome una mano por los ojos.

– Ay, Dios.

Reflexioné mientras masticaba un puñado de amuletos de la suerte.

– En fin. Alineémoslas lo mejor que podamos.

– Este chisme jamás sostendrá ningún libro.

– Que sí. Haremos lo que podamos.

Lo intentamos con la primera pared, y aunque tardamos un rato y tenía un aspecto horrible, cumplía con su función. Pasamos a la siguiente.

– Creo que al final tendré que admitir que esto no se me da tan bien -observó Román-. Pero tú parece que tienes un don. Manitas profesional.

– No sé de qué me hablas. Si tengo un don para hacer a duras penas la cantidad de cosas que se me acumulan.

– Cualquiera diría que estás cansada de la vida. ¿Por qué? ¿Tantas cosas tienes acumuladas?

Casi me atraganto de la risa al pensar en mi peligrosa segunda vida como súcubo.

– Se podría decir así. O sea, como todo el mundo, ¿no?

– Sí, claro, pero hay que encontrar el equilibrio con las cosas que te gusta hacer. No te agobies con los «tengo que». De lo contrario, la vida no merece la pena. Se convierte en una cuestión de supervivencia.

Terminé de ajustar un tornillo.

– Esta noche te ha dado por ponerte profundo conmigo, Descartes.

– No seas lista. En serio. ¿Qué quieres realmente? De la vida. De tu futuro. Por ejemplo, ¿piensas trabajar siempre en esa librería?

– Por ahora. ¿Por qué? ¿Insinúas que tiene algo de malo?

– No. Es sólo que me parece algo mundano. Como una manera de ocupar el tiempo.

Sonreí.

– No, definitivamente no. Y aunque lo fuera, se puede disfrutar de las cosas mundanas.

– Sí, pero sé que la gente alberga sueños de índole más emocionante. Demasiado incluso para hacerlos realidad. Demasiado difíciles, demasiado trabajo, o sencillamente demasiado lejos. El empleado de gasolinera que sueña con ser una estrella del rock. El contable que desearía haber estudiado historia del arte en vez de estadística. La gente pospone sus sueños, ya sea porque les parecen imposibles, o porque ya lo harán «algún día».

Había hecho un alto en el trabajo, nuevamente serio.

– Así que, ¿qué es lo que quieres, Georgina Kincaid? ¿Cuál es tu sueño más descabellado? El que te parece que sólo puedes hacer realidad en tus fantasías.

Sinceramente, mi anhelo más profundo era tener una relación normal, amar y ser amada sin complicaciones sobrenaturales. Qué ridiculez, pensé con tristeza, en comparación con sus grandiosos ejemplos. No era descabellado, sino sencillamente imposible. No sabía si quería conocer el amor ahora para compensar el matrimonio mortal que había destruido, o simplemente porque los años me habían enseñado que el amor puede ser más satisfactorio que ser una esclava continua de la carne. No es que eso no tuviera sus momentos, desde luego. Ser querida y adorada era tentador, algo que ambicionaban mortales e inmortales por igual. Pero el amor y el anhelo no son la misma cosa.

Relacionarse con otros inmortales parecía la elección más lógica, pero los empleados del infierno eran candidatos poco ideales para la estabilidad y el compromiso. Había mantenido unas pocas relaciones medianamente satisfactorias con hombres así en el transcurso de los años, y todas habían terminado en nada.

Explicar todo esto, sin embargo, no era una conversación que Román y yo fuéramos a tener a corto plazo. De modo que en vez de eso le confesé mi fantasía secundaria, medio sorprendida por lo mucho que me apetecía. La gente no suele preguntarme qué espero de la vida. La mayoría sólo me pregunta en qué postura quiero hacerlo.

– Bueno, si no estuviera en la tienda… y créeme, estoy muy contenta allí… creo que me gustaría coreografiar espectáculos de danza en Las Vegas.

Una sonrisa se extendió por el rostro de Román.

– Ea, ¿lo ves? Ésa es la clase de sueño disparatado y original a la que me refería. -Se inclinó hacia delante-. ¿Y qué te mantiene lejos de las lentejuelas y los senos al aire? ¿El riesgo? ¿El sensacionalismo? ¿El qué dirán?

– No -fue mi lacónica respuesta-. Sencillamente el hecho de que no puedo hacerlo. -«No puedo» es…

– Me refiero a que no puedo coreografiar porque no sé escribir rutinas. Lo he intentado. No puedo… Soy incapaz de crear nada, ya puestos. Nada original. No tengo imaginación.

Se rió.

– No me lo creo.

– No, en serio.

Alguien me había dicho una vez que los inmortales no estaban diseñados para crear, que ése era el privilegio de los humanos que ansiaban dejar atrás un legado al término de su breve existencia. Pero yo conocía inmortales que sí podían. Peter siempre estaba ideando nuevas sorpresas culinarias. Hugh usaba el cuerpo humano como lienzo. ¿Pero yo? Como mortal tampoco había podido hacerlo nunca. El fallo estaba en mí.

– No sabes cuánto me he esforzado por hacer algo creativo. Clases de pintura. Lecciones de música. En el peor de los casos soy un fracaso irremediable; en el mejor, la copia del genio de otro.

– Este proyecto de ingeniería no se te ha dado nada mal.

– El diseño de otra persona, las instrucciones de otra persona. Eso se me da fenomenal. Soy lista. Puedo razonar. Puedo entender a las personas, interactuar con ellas a la perfección. Puedo copiar cosas, aprender los movimientos y pasos correctos. Mis ojos, por ejemplo. -Me los señalé-. Puedo aplicarme el maquillaje igual de bien o mejor que las empleadas de cualquier tienda de cosméticos. Pero todas mis ideas y paletas son ajenas, sacadas de las fotos de las revistas. No hago nada por mí misma. ¿Lo de Las Vegas? Podría bailar en un espectáculo y hacerlo perfectamente. En serio. Podría ser la estrella de cualquier local… siguiendo la coreografía de otro. Pero no podría escribir los movimientos por mis propios medios, no de forma importante o significativa.

La pared estaba terminada.

– No me lo creo -repuso. Su apasionada defensa me sorprendía y halagaba al mismo tiempo-. Eres brillante y vivaz. Eres inteligente… extremadamente inteligente. Tienes que darte una oportunidad. Empieza desde abajo, y continúa a partir de ahí.

– ¿Ésta es la parte en que me dices que crea en mí misma? ¿Que el cielo es el límite?

– No. Ésta es la parte en que te digo que se está haciendo tarde, y tengo que irme. Tu estantería está terminada, y he pasado una velada estupenda.

Nos pusimos de pie. Levanté la estantería y la apoyé en la pared del salón. Retrocedimos unos pasos y la contemplamos en silencio. Incluso Aubrey hizo acto de presencia para la inspección.

Todas las baldas estaban torcidas. Uno de los laterales se alineaba casi con el canto del tablero, mientras que al otro le faltaba casi medio centímetro. Había seis agujeros visibles en la tabla del fondo. Y, lo más inexplicable de todo, parecía que el conjunto entero se escoraba ligeramente a la izquierda.

Me empecé a reír y no pude parar. Tras recuperarse del susto, Román se unió a mí.

– Dios santo -dije por fin, secándome las lágrimas-. Es el armatoste más horrible que he visto en mi vida.

Román abrió la boca para disentir, pero se lo pensó mejor.

– Posiblemente. -Se puso firme-. Pero creo que aguantará, capitana.

Intercambiamos unos cuantos comentarios jocosos más antes de que lo acompañara hasta la puerta, donde me acordé de devolverle el abrigo. Pese a sus bromas, parecía más sinceramente decepcionado que yo por nuestro fiasco de estantería, como si me hubiera fallado. De alguna manera, esto me pareció más seductor que sus agudezas perfectamente medidas o su adorable bravuconería. Y no es que esos rasgos me desagradaran. Lo estudié mientras nos despedíamos, pensando en su «caballerosidad» y su apasionada convicción de que debería seguir los dictados de mi corazón. El nudo de miedo que me atenazaba siempre en presencia de extraños se aflojó un poquito.

– Oye, no me has contado tu sueño descabellado.

Sus ojos de aguamarina se rodearon de arrugas.

– No tan descabellado. Sigo intentando conseguir esa cita contigo.

No tan descabellado. Como el mío. Compañía por encima de la fama y el glamour. Me armé de valor.

– Bueno, entonces… ¿qué haces mañana?

Se animó.

– Todavía nada.

– Entonces pásate por la tienda a la hora del cierre. Voy a dar una clase de baile. -Clase de baile a la que asistiría un montón de gente. Sería una solución intermedia segura para los dos.

Su sonrisa se tambaleó ligeramente.

– ¿Una clase de baile?

– ¿Algún problema? ¿Vas a cambiar de opinión sobre lo de salir conmigo?

– Bueno, no, pero… ¿será estilo Las Vegas? ¿Contigo cubierta de diamantes de pega? Porque eso seguramente me interesaría.

– No exactamente.

Se encogió de hombros, con el carisma a plena potencia.

– Vale. Lo dejaremos para la segunda cita.

– No. No hay segunda cita, ¿recuerdas? Sólo una, y se acabó. No volveremos a vernos nunca jamás. Tú mismo lo dijiste. Palabra secreta de superboy-scout… o algo así.

– A lo mejor estaba exagerando.

– No. Sería una mentira.

– Ah. -Me guiñó un ojo-. Al final sí que van a ser la misma cosa esas dos, ¿eh?

– Me… -No sabía cómo responder a su lógica.

Me dedicó una de sus picaras reverencias antes de alejarse.

– Adiós, Georgina.

Regresé adentro, esperando no haber cometido un error, y encontré a Aubrey sentada en uno de mis estantes.

– Oye, cuidado -le advertí-. Esa estructura no tiene pinta de sólida.

Aunque era tarde, no estaba cansada. No después de la disparatada velada que había pasado con Román. Me sentía con las pilas cargadas, su presencia me afectaba en cuerpo y mente. Inspirada, espanté a Aubrey de la estantería y empecé a colocar libros. Esperaba que se produjera un derrumbamiento con cada montoncito añadido, pero el chisme aguantó.

Cuando llegué a mi colección de Seth Mortensen, recordé de pronto el cataclismo que había desencadenado todo lo ocurrido esta noche. Mi enfado se reavivó. No había tenido la menor noticia del escritor en todo este tiempo. El asunto del atropello seguía siendo una posibilidad, pero mis instintos lo dudaban. Me había plantado.

Una mitad de mí consideró el emprenderla a patadas con sus libros para vengarme, pero sabía que jamás podría hacer algo así. Los quería demasiado. No hacía falta castigarlos por los pecados de su creador. Anhelante, cogí El pacto de Glasgow, ansiosa de repente por leer mi siguiente cuota de cinco páginas. Dejé el resto de los libros sin ordenar y me acomodé en el diván, con Aubrey a mis pies.

Cuando llegué a mi meta, descubrí algo increíble. Cady estaba desarrollando un interés amoroso. Era algo inédito. O'Neill, siempre tan mujeriego, se escaqueaba todas las veces. Cady permanecía virtuosamente impura, sin importar la cantidad de insinuaciones y chistes verdes que cruzara por encima de la mesa con O'Neill. Hasta la fecha no había sucedido nada tangible en la novela, pero podía interpretar los inevitables indicios de lo que iba a pasar entre ella y este investigador que se habían conocido en Glasgow.

Seguí leyendo, incapaz de dejar la trama a medias. Y cuanto más leía, más me costaba parar. Pronto se apoderó de mí una satisfacción secreta e irracional por haber infringido la regla de las cinco páginas. Como si de alguna manera estuviera vengándome de Seth.

Transcurría la noche. Cady se acostó con el tipo, y O'Neill se puso inusitadamente celoso y puso el grito en el cielo, pese a su habitual fachada de serenidad. La leche. Me aparté del diván, me puse el pijama y me acurruqué en la cama. Aubrey me siguió. Continué leyendo.

Terminé la novela a las cuatro de la mañana, legañosa y agotada. Cady se vio con el tipo unas pocas veces más mientras O'Neill y ella resolvían su misterio (tan apasionante como siempre, aunque menos interesante que los inesperados desarrollos interpersonales), tras lo que su camino y el del escocés se separaron. Regresó a Washington D.C. con O'Neill, y el estatus quo se restauró.

Resoplé y dejé el libro en el suelo, sin saber qué pensar, básicamente por lo cansada que estaba. Así y todo, haciendo de tripas corazón, salí de la cama, busqué el portátil y entré en mi cuenta de correo de Emerald City. Le envié un mensaje sucinto a Seth: Cady ha mojado. Quién lo hubiera dicho. A continuación, se me ocurrió añadir: Por cierto, el partido de hockey estuvo muy bien.

Satisfecha por haber dejado patente mi opinión, no tardé en quedarme dormida… tan sólo para que la alarma me despertara poco después.

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