Epílogo

Ha llamado Casey para decir que está enferma -me informó bruscamente Paige, mientras se ponía el abrigo-. Así que tendrás que sustituirla en la caja.

– No pasa nada. -Me apoyé en la pared de su despacho-. Así las cosas no se vuelven tan aburridas, ¿sabes?

Se detuvo y me dedicó una ligera sonrisa.

– Te agradezco de veras que hayas podido acudir… con tan poca antelación. -Se acarició la barriga distraídamente-. Seguro que no es nada, pero llevo todo el día con este dolor…

– No, tranquila. Vete. Tienes que cuidarte. Por los dos.

Me sonrió de nuevo, recogió el bolso y cruzó la puerta.

– Doug anda refunfuñando por ahí si necesitas ayuda, así que pídesela. Hmm… Quería decirte otra cosa… Ah, sí… ha llegado algo para ti. Lo he dejado en la silla de tu oficina.

Sus palabras me llenaron el estómago de mariposas.

– ¿Q-qué es?

– Tendrás que verlo. Debo irme.

Seguí a Paige fuera de su despacho y me dirigí al mío, nerviosa. Lo último que me habían dejado en la silla era un sobre de Román, un elemento más de su retorcido juego de amor y odio. Dios, pensé. Sabía que no podía ser tan fácil como decía Cárter. Román ha vuelto, lo ha empezado todo de nuevo, me quiere…


Me quedé mirando fijamente, sin aliento. El pacto de Glasgow ocupaba mi silla.

Tentativamente, cogí el libro como si fuera de porcelana. Era mi copia, la que le había dado a Seth para que me la firmara hacía más de un mes. Lo había olvidado por completo. Al abrir la cubierta, se cayeron unos pétalos de rosa de color lavanda. Sólo había un puñado de ellos, pero para mí significaban más que todos los ramos de flores que había recibido este mes. Mientras intentaba recogerlos, leí:


Para Tetis,

Con mucho retraso, lo sé, pero a menudo las cosas que más deseamos sólo se consiguen con paciencia y esfuerzo. Creo que ésa es una verdad humana. Incluso Peleo lo sabía.

Seth

– Ha vuelto, ¿sabes?

– ¿Eh? -Levanté la mirada de la desconcertante dedicatoria para ver a Doug apoyado en el quicio de la puerta. Señaló mi libro con la cabeza.

– Mortensen. Está en la cafetería otra vez, tecleando como de costumbre.

Cerré el libro y lo sostuve fuertemente con ambas manos.

– Doug… ¿qué tal andas de mitología griega? Resopló.

– No me insultes, Kincaid.

– Tetis y Peleo… eran los padres de Aquiles, ¿verdad?

– En efecto -respondió, con la petulancia de quien habla de su especialidad.

Por mi parte, no salía de mi perplejidad. No entendía la dedicatoria ni comprendía por qué podría referirse Seth al mayor héroe de la guerra de Troya.

– ¿Conoces el resto? -me preguntó Doug, expectante.

– ¿Qué? ¿Qué Aquiles era un psicópata delirante? Sí, eso ya lo sé.

– Bueno, ya, todo el mundo lo sabe. Me refiero a la parte más jugosa. Sobre Tetis y Peleo. -Negué con la cabeza, y continuó, dándose aires de profesor-. Tetis era una ninfa marina, y Peleo era un mortal enamorado de ella. Sólo que, cuando fue a cortejarla, ella se lo tomó fatal.

– ¿En qué sentido?

– Era una cambiaformas.

A punto estuvo de caérseme el libro.

– ¿Cómo?

Doug asintió con la cabeza.

– Él se acercó a ella, y Tetis se convirtió en todo tipo de cosas para espantarlo… bestias feroces, fuerzas de la naturaleza, monstruos, de todo.

– ¿Qué… qué hizo él?

– Persistió. Se agarró a ella y no la soltó por terribles que fueran sus transformaciones. Se convirtiera en lo que se convirtiese, él insistió.

– ¿Qué ocurrió luego? -Apenas si podía oír mi propia voz.

– Al final ella se convirtió de nuevo en mujer y así se quedó. Entonces se casaron.

Había dejado de respirar en algún momento después de escuchar la palabra «cambiaformas». Aferrada aún al libro, con la mirada perdida en el vacío, sentí una emoción poderosa que crecía en mi pecho.

– ¿Estás bien, Kincaid? Jesús, qué rara estás últimamente.

Parpadeé, regresando a la realidad. La emoción en mi pecho estalló, emprendiendo gloriosamente el vuelo. Empecé a respirar otra vez.

– Sí. Perdona. Es que tengo muchas cosas en la cabeza. -Obligándome a quitarle hierro al asunto, añadí-: Haré todo lo posible por no ser tan rara de ahora en adelante.

Doug parecía aliviado.

– Tratándose de ti, eso sería toda una proeza, pero siempre nos quedará la esperanza.

– Sí -sonreí-. Siempre hay esperanza.

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