6

Conseguí un empleo al segundo día, viernes, 15 de diciembre. Tuve también un pequeño choque con la ley y diversos líos con las nuevas modas de hacer las cosas, decirlas y reaccionar ante ellas. Descubrí que la «reorientación» mediante un libro es algo así como leer sobre sexo: no es lo mismo

Me figuro que habría tenido menos dificultades si me hubiesen depositado en Omsk, en Santiago o en Yakarta. Cuando se va a una ciudad desconocida de un país desconocido ya se sabe que las costumbres van a ser diferentes, pero en el Gran Los Ángeles confiaba en que las cosas no hubiesen cambiado, a pesar de que podía ver que sí habían cambiado. Claro está que treinta años no son nada; todo el mundo puede encajar ese cambio, y mucho más en el curso de una vida. Pero tenerlo que encajar de golpe, es diferente.

Así, por ejemplo, una palabra que utilicé con toda inocencia. Una dama que estaba presente se ofendió, y solamente el hecho de que yo era un durmiente —cosa que me apresuré a explicar— evitó que su marido me largase una bofetada. No voy a utilizar aquí la palabra en cuestión… aunque si: voy a usarla, ¿por qué no? La utilizo para explicar algo. Podéis tener la seguridad de que la palabra tenía un uso discreto cuando yo era niño, y nadie la escribía con tiza por las paredes cuando yo era muchacho.

La palabra era «manía»

Había otras palabras, que todavía no utilizo correctamente a no ser que me detenga a pensarlo. No son palabras tabú precisamente, sino palabras que han cambiado de sentido. Así, por ejemplo, «huésped», cuyo significado entonces no tenía nada que ver con el coeficiente' de natalidad.

Pero me las arreglé. El empleo que encontré consistía en aplastar nuevas limusinas terrestres para poder enviarlas a Pittsburgh como chatarra. Cadillacs, Chryslers, Eisenhowers, Lincolhs… toda clase de grandes y potentes vehículos que no habían recorrido ni un solo kilómetro. Los conducía hasta las fauces y luego crac, crac, crac: chatarra para los altos hornos.

Al principio me molestaba hacerlo, ya que tenía que acudir al trabajo por Los Caminos y ni siquiera disponía de un saltagravedad. Dije lo que me parecía, y por poco pierdo mi empleo… hasta que el encargado recordó que era un durmiente y que realmente no lo comprendía.

—Se trata de una cuestión de sencilla economía, hijo mío. Son vehículos excedentes que el gobierno ha aceptado en garantía a cambio de préstamos para mantener los precios. Ahora tienen dos años y ya nunca podrán ser vendidos… De modo que el gobierno los desguaza y los vende como chatarra a la industria del acero. No es posible hacer funcionar un alto horno solamente con mineral de hierro; también es necesario tener chatarra. Eso debes saberlo aunque seas un durmiente. En realidad, con la actual escasez de mineral de buena calidad, la demanda de chatarra es cada día mayor. La industria del acero necesita estos coches.

—Pero ¿para qué construirlos, si no pueden ser vendidos? Parece una pérdida inútil.

—Solamente lo parece. ¿Quieres que la gente se quede sin empleo? ¿Quieres que descienda el nivel de vida?

—¿Y por qué no los envían al extranjero? Me parece a mí que SE podría obtener más por ellos en el mercado libre extranjero que como chatarra.

—¿Y arruinar el mercado de exportación? Además, si comenzásemos el dumping de automóviles en el extranjero Pospondríamos a malas con todo el mundo: con Japón, Francia, Alemania, Asía Grande… Con todo el mundo. ¿Qué te propones? ¿Armar una guerra? —Suspiró, y prosiguió en un tono paternal—: Ve a la Biblioteca pública y saca algunos libros. No tienes derecho a opina sobre estas cosas hasta que sepas algo de ellas.

De modo que me callé. No le dije que pasaba todo mi tiempo libre en la biblioteca pública o en la biblioteca de la UCLA. Había evitado admitir que era, o que había sido, un ingeniero. Pretender que era ahora un ingeniero hubiese sido algo así como dirigirse a Du Pont y decirles: «Caballeros, soy un alquimista ¿necesitan ustedes mis servicios?».

Volví a plantear la cuestión solamente otra vez más, porque observé que muy pocos de los coches para el mantenimiento de precios estaban verdaderamente a punto de circular. El trabajo era basto y con frecuencia carecían de partes esenciales, tales como instrumentos indicadores o de acondicionadores de aire. Pero cuando un día pude observar por la manera como los dientes de la máquina de aplastar mordían uno de los coches, que incluso les faltaba el motor, volví a hablar del asunto.

El jefe de turno me miró asombrado.

—¡Vaya, muchacho! ¿No esperarás realmente que se esmeren con coches que no son sino excedentes? Estos coches ya iban apoyados por préstamos para control de precios antes de salir de la línea de montaje.

Esta vez me callé, y me quedé callado. Más valdría que me dedicase exclusivamente a la ingeniería; la economía era demasiado esotérica para mi.

Pero tenía tiempo de sobras para pensar. El empleo que tenía no era verdaderamente un empleo para mi; todo el trabajo lo hacía Frank Flexible en sus diversos disfraces. Frank y sus hermano~ hacían funcionar la prensa, llevaban los autos a su sitio, desplazaban la chatarra, contaban y pesaban las cargas; mi trabajo consistía en estar de pie en una pequeña plataforma (no me permitían que me sentase), asido de un interruptor que podía detener toda la operación si algo funcionaba mal. Nunca nada falló, pero pronto descubrí que se esperaba de mí que descubriese por lo menos un fallo en los autómatas a cada turno, que detuviese el proceso, y que enviase a buscar un equipo de socorro.

Bueno, el caso era que me pagaban veinte dólares diarios, lo cual me permitía seguir comiendo. Lo primero es lo primero.

Descontada la seguridad social, la cuota al gremio, el impuesto a la renta, el impuesto de defensa, el plan médico y la mutua del bienestar, me quedaban unos dieciséis dólares para llevarme a casa. Doughty se había equivocado al decir que una comida costaba diez dólares; era posible conseguir una comida muy decente por tres si no se insistía en pedir verdadera carne, y yo desafío a cualquiera a que me diga si un bistec ruso había empezado su vida en un tanque o al aire libre. Y con las historias que circulaban sobre la carne del mercado negro que podía causar envenenamiento por radiación, me sentía perfectamente feliz con sustitutos.

Dónde vivir había sido un problema. Como Los Ángeles no había disfrutado de la limpieza instantánea de barracas del plan de Guerra de Seis Semanas, habían ido a parar allí un número asombroso de refugiados (supongo que yo era uno de ellos, si bien entonces no se me había ocurrido pensarlo) y al parecer ninguno de ellos había vuelto nunca a su casa, ni siquiera de entre aquellos a quienes les quedaba casa adonde volver. La ciudad —si es que se puede llamar ciudad al Gran Los Ángeles, que es más bien un estado de cosas— había estado ahogada cuando yo me fui a dormir; ahora estaba llena a rebosar. Quizá fue un error suprimir la huminiebla; allá por los 60 algunos se marchaban cada año debido a la sinusitis.

Ahora por lo visto nunca se iba nadie.

El día que había salido del santuario me preocupaban varias cosas, principalmente: 1, encontrar un empleo; 2, encontrar sitio donde dormir; 3, ponerme al día en ingeniería; 4, encontrar a Ricky; 5, volver a la ingeniería —por mi cuenta, si es que resultaba humanamente posible—; 6, encontrar a Belle y a Miles y ajustaríes las cuentas— sin por ello ir a la cárcel—, y 7, varias otras cosas, tales como investigar la patente original de Castor Servicial y comprobar mi presunción de que en realidad era Frank Flexible (no es que ahora fuese eso importante, sino sencilla curiosidad), y examinar la historia corporativa de Muchacha de Servicio, Inc., etcétera.

He indicado lo precedente en orden de prioridad, pues había ya comprobado hacía años (gracias a casi haber perdido mi primer año de ingeniería) que si no se utilizan prioridades, cuando cesa la música uno se encuentra de pie. Naturalmente, algunas de aquellas prioridades iban juntas; tenía la esperanza de buscar a Ricky, así como a Belle y Cía., al mismo tiempo que empollaba ingeniería. Pero lo primero es lo primero, y lo segundo, lo segundo; encontrar un empleo venía antes que buscar un saco, porque los dólares son la llave para todo lo demás… cuando no se tienen.

Después de haber sido rechazado seis veces en la ciudad, había ido tras un anuncio al Distrito de San Bernardino, pero llegué allí diez minutos demasiado tarde; debía haber alquilado un cuarto enseguida, pero en cambio lo que hice fue volver a la ciudad, con la intención de encontrar una habitación, de levantarme muy temprano y de ser el primero en la cola para algún empleo que apareciese en la primera edición.

¿Cómo pude haberlo sabido? Dejé mi nombre en cuatro listas para casas de cuartos, y acabé en el parque. Allá me quedé, paseando para conservar el calor, hasta casi medianoche y luego lo dejé correr. Los inviernos del Gran Los Angeles son solamente subtropicales si se acentúa lo de «sub». Me refugié en una estación de los Caminos de Wilshire… y hacia las dos de la madrugada me cazaron en una redada con el resto de los vagabundos.

Las cárceles han mejorado. Aquélla era caliente, y me parece que exigían a las cucarachas que se enjugasen los pies.

Me acusaron de barraquear. El Juez era un joven que ni siquiera levantó la vista de su periódico, sino que dijo solamente:

—¿Todos ellos por vez primera?

—Sí, señor juez.

—Treinta días, o bien bajo palabra a una compañía de trabajo. Los siguientes.

Comenzaron a hacernos salir, pero yo no me movía.

—Un momento, juez.

—¿Cómo? ¿Tiene algo que decir? ¿Culpable o inocente?

—Pues, la verdad es que no lo sé, pues ignoro qué es lo que he hecho. Verá usted…

—¿Quiere usted un defensor público? Si es así, le pueden encerrar hasta que haya uno que pueda ocuparse de su caso. Me parece que en este caso van con seis días de retraso… pero es su derecho.

—Pues sigo sin saberlo. Quizá lo que quiero es palabra con una compañía de trabajo, a pesar de que no sé lo que es. Lo que realmente deseo es consejo del Tribunal, si el Tribunal está de acuerdo.

El juez dijo al alguacil:

—Saque a los demás. —Y se volvió nuevamente hacia mí—. Hable, pero le advierto que no le va a gustar mi consejo. He estado en este sitio desde hace tiempo, el suficiente para haber oído todas las historias fantásticas posibles y para haber adquirido un profundo desprecio para la mayoría.

—Sí, señor. Pero la mía no es fantástica; puede ser comprobada fácilmente. Verá usted, acabo de salir ayer del Sueño Largo y…

Pero la verdad es que puso cara de desprecio.

—¿De modo que uno de ésos? Con frecuencia me he preguntado qué era lo que les permitía pensar a nuestros abuelos que tenían derecho a legarnos su purria. La última cosa que se necesita en esta ciudad es más gente… especialmente de los que no podían desenvolverse en su propio tiempo. Me gustaría poderle enviar de una patada de vuelta al año que sea de donde vino, con un mensaje para todos los demás de que el futuro en que están pensando no está, repito, no está, alfombrado de oro. —Suspiró—. Pero estoy seguro de que no serviría de nada. Bueno, ¿qué espera usted que haga? ¿Darle otra oportunidad? ¿Para que vuelva a aparecer por aquí dentro de una semana?

—Señor juez, no me parece probable. Tengo suficiente dinero para vivir hasta que encuentre un empleo, y…

—¿Cómo? Si tiene dinero, ¿por qué está barraqueando?

—Señor juez, ni siquiera sé lo que significa esa palabra.

Esa vez permitió que me explicara. Cuando llegué a la forma en que me había estafado la Compañía de seguros Master su actitud cambió radicalmente.

—¡Aquellos cerdos! A mi madre la estafaron después de haberles estado pagando cuotas durante veinte años. ¿Por qué no me lo dijo al principio? —Sacó una tarjeta, escribió algo en ella, y dijo—:

Lléveselo a la oficina de empleos de la Autoridad de Excedentes y Recuperación. Si no consigue un empleo, vuelva a verme esta tarde. Pero no barraquee más. No sólo engendra crimen y vicio sino que corre el terrible peligro de encontrarse con un recluta de zombíes.

Y así fue cómo conseguí el empleo de aplastar automóviles totalmente nuevos. Pero sigo creyendo que no cometí un error de lógica al dedicarme en primer lugar en buscar empleo. Un hombre que tiene un buen saldo en el banco se encuentra como en su casa en todas partes: la policía le deja en paz.

También encontré una habitación decente, adecuada a mi presupuesto, en una parte del Oeste de Los Angeles que aún no había entrado en el Nuevo Plan. Creo que antes había servido de guardarropa.

No querría que nadie piense que no me gustaba el año 2000, comparado con 1970. Me gustaba, así como me gustó el 2001 cuando apareció unas dos semanas después de que me hubieran despertado. A pesar de ciertos espasmos de añoranza casi insoportables, me pareció que el Gran Los Ángeles a la entrada del Tercer Milenio era sin duda el lugar más maravilloso que había visto en mi vida. Era agitado y limpio y muy estimulante, a pesar de que estuviera excesivamente lleno de gente… E incluso eso era algo con lo que se estaban enfrentando a escala gigantesca. Las nuevas partes de la ciudad correspondientes al Nuevo Plan eran como para alegrar el corazón de cualquier ingeniero. Si el gobierno de la ciudad hubiese tenido autoridad soberana para impedir la inmigración durante diez años, hubiesen conseguido vencer el problema de la vivienda. Pero como carecían de tal autoridad, tenían que hacer lo que mejor podían con los enjambres que venían a través de las Sierras —y lo que mejor podían era especular más allá de lo imaginable, e incluso los fracasos eran colosales.

Valía la pena dormir treinta años solamente para despertar en un tiempo donde no existía el resfriado común, y a nadie le goteaba la nariz. Para mi eso era más importante que la colonia experimental en Venus.

Dos cosas fueron las que más me importaron, una de ellas grande y la otra pequeña. La grande era, naturalmente, la Grave-Cero. Allá en 1970 ya me había enterado de las investigaciones sobre gravedad del Babson Institute, pero no había creído que condujeran a nada, como en efecto ocurrió; la teoría básica del campo fue desarrollada en la Universidad de Edimburgo. Pero en la escuela me habían enseñado que la gravitación era algo sobre lo cual nadie podía hacer nada, puesto que era inherente a la estructura misma del espacio.

De modo que lo que hicieron fue, naturalmente, alterar la estructura del espacio. Desde luego que solamente de una manera local y transitoria, pero eso era lo único que se necesitaba para desplazar un objeto pesado. Debe siempre permanecer en relación de campo con la Madre Tierra, de modo que no sirve para naves especiales

—por lo menos en 2001—; ya he dejado de hacer profecías. Me enteré que para levantar algo seguía siendo necesario consumir potencia a fin de superar el potencial gravitatorio, y al revés, para hacer descender algo era necesario disponer de un acumulador de potencia para almacenar todos aquellos kilográmetros, pues de lo contrario algo haría ¡Fffff… ¡pam! Pero para transportar algo horizontalmente, por ejemplo de San Francisco al Gran Los Angeles, bastaba con levantarlo, luego hacerlo flotar, sin ninguna energía, como un patinador sobre el hielo.

¡Magnífico!

Intenté estudiar la teoría de aquello, pero sus matemáticas empiezan donde el cálculo de tensores termina: no es cosa para mi. Un ingeniero no acostumbra a ser físico matemático, y no tiene necesidad de serlo; tiene sencillamente que aprender la esencia de una cosa para saber qué es lo que podrá hacer en la práctica —tiene que saber los parámetros de trabajo—. Eso podía aprenderlo yo.

La «cosa pequeña» que he mencionado eran los cambios en el estilo de los vestidos de las chicas que los materiales Juntafuerte hicieron posibles. No me asombró ver la piel y nada más en las playas; era algo que se veía venir en 1970. Pero las cosas extrañas que las damas eran capaces de hacer con Juntafuertes me dejaban boquiabierto.

Mi abuelo había nacido en 1890 y supongo que algunas de las cosas que podían verse en 1970 le hubiesen afectado de la misma manera.

Pero aquel nuevo mundo rápido me gustaba y me hubiese sentido feliz en él si no me hubiese hallado tan solitario la mayor parte del tiempo. Me encontraba desplazado. Había ocasiones (generalmente en medio de la noche) en que lo hubiese cambiado todo por un apaleado gato, o por la posibilidad de pasar una tarde llevando a la pequeña Ricky al Zoo… o por la compañía que Miles y yo habíamos compartido cuando todo lo que teníamos era trabajo y esperanzas.

Era todavía a principios de 2001 y no me había puesto aún ni a medias al corriente, cuando comencé a sentirme impaciente por dejar mi seguro empleo y volver a mi tablero de dibujo. Había tantas cosas que eran posibles con el arte actual y que habían sido imposibles en 1970; quería empezar a trabajar y diseñar una docena de ellas.

Por ejemplo, había supuesto que ya habría secretarios automáticos; me refiero a una máquina a la que se pudiera dictar una carta comercial y que la escribiese con ortografía, puntuación y formato perfectos, sin que interviniese en ella una sola persona. Pero no los había. Era cierto que alguien había inventado una máquina que podía escribir, pero solamente era adecuada para un idioma fonético como el Esperanto, y no servia de nada con un idioma como el inglés que no lo es.

La gente no está dispuesta a abandonar lo que el inglés tiene de ilógico para satisfacer la conveniencia de un inventor. Mahoma tiene que ir a la montaña.

Puesto que una estudiante de bachillerato puede arreglárselas con la absurda ortografía del inglés, y generalmente escribe la palabra exacta, ¿no habría manera de enseñárselo a hacer a una máquina?

«Imposible» era la respuesta corriente. Se creía que eran necesarios un discernimiento y una comprensión humanas.

Pero un invento es precisamente algo «imposible» hasta el momento de la invención, es por eso que los gobiernos conceden patentes.

Dados los tubos de memoria y con la miniaturización ahora posible, había tenido razón sobre la importancia del oro como material para ingeniería, con esas dos cosas debería ser fácil comprimir unos cien mil sonidos en unos decímetros cúbicos… En otras palabras, ordenar por su sonido todas las palabras del Diccionario de Webster. Pero eso no sería necesario: con diez mil palabras habría bastante. No haría ninguna falta incluir palabras muy complicadas que se podrían dictar por letras cuando fuese necesario. De modo que disponemos la máquina a fin de que pueda admitir esos dictados. Aplicamos el código de sonido a la puntuación… así como para varios formatos diferentes…y para buscar direcciones en un fichero… y para el número de copias… y dejamos por lo menos mil códigos en blanco para el vocabulario especial utilizado en un negocio o profesión determinados; de tal manera que el mismo cliente pueda incluir esas palabras, es decir, dictar de una vez por todas hasta las más complicadas palabras.

Todo aquello era sencillo. No había que hacer sino unir dispositivos ya que se encontraban en el mercado y armonizarlos formando un modelo susceptible de producción.

La verdadera dificultad eran los homónimos, es decir, palabras que se pronuncian de la misma manera pero que tienen distinto significado.

¿Tendría la Biblioteca Pública un diccionario de homónimos ingleses? Sí que lo tenía… de modo que comencé a contar los pares de homónimos inevitables, y a intentar calcular cuántos de entre ellos podrían resolverse por medio de la teoría de información de la estadística de contextos, y cuántos requerirían una codificación especial.

Empecé a ponerme nervioso ante los fracasos. No solamente estaba perdiendo treinta horas semanales en un trabajo completamente inútil, sino que era imposible efectuar un verdadero trabajo de ingeniería en una biblioteca pública. Necesitaba una sala de dibujo, un taller donde poder solucionar problemas prácticos, catálogos de la industria, revistas profesionales, máquinas de calcular y todo lo demás.

Decidí que tendría que conseguir un empleo que, por lo menos, fuese subprofesional. No era lo bastante necio para figurarme que volvía a ser ingeniero; todavía había mucho que no había absorbido, varias veces había pensado en las maneras de hacer alguna cosa, utilizando algo nuevo que acababa de aprender, y me había encontrado en la biblioteca con que alguien había ya resuelto aquel mismo problema mejor, y de modo más sencillo, económico y elegante que mi primer intento, y eso hacía ya diez o quince años.

Necesitaba ingresar en una oficina de ingeniería y dejar que todas aquellas cosas se me fuesen metiendo por los poros. Tenía esperanzas de conseguir un empleo como auxiliar diseñador.

Sabía que ahora utilizaban máquinas de dibujar semiautomáticas; había visto fotografías de ellas, si bien nunca había tenido una en las manos. Pero tenía la impresión de que sería capaz de aprender a utilizar una en veinte minutos si se me presentaba la oportunidad, pues se parecían a una idea que yo había tenido una vez: una máquina que estaba en la misma relación respecto al antiguo sistema del tablero de dibujo que la máquina de escribir a la escritura a mano. Lo había resuelto todo en la cabeza, es decir, la manera de poner líneas o curvas sobre el tablero con sólo apretar una tecla.

No obstante, en este caso estaba tan seguro de que no me habían robado la idea, como de que sí me la habían robado en el caso de Frank Flexible, puesto que mi máquina de dibujar no había existido nunca salvo en mi cabeza. Algún otro había tenido la misma idea y la había desarrollado lógicamente de la misma manera. Cuando llega la hora del ferrocarril todo el mundo empieza a hacer ferrocarriles.

La casa Aladino, los mismos que hacían el Castor Servicial, fabricaba una de las mejores máquinas de dibujar, la Dan Dibujante. Eché mano a mis ahorros, me compré un traje mejor y una cartera de segunda mano, la llené de periódicos y me presenté en los salones de venta de Aladino con la intención de «comprar» una. Pedí una demostración.

Y entonces, cuando me acerqué a un modelo de Dan Dibujante, experimenté una sensación muy perturbadora. Déja' vu, según dicen los psicólogos: «Ya he estado aquí antes». Aquel maldito trasto había sido desarrollado exactamente de la misma manera en que yo lo hubiese desarrollado si hubiese tenido tiempo para hacerlo… en lugar de haber sido forzado a tomar el Largo Sueño.

No me pregunten exactamente qué es lo que sentía. Uno conoce su propio estilo de trabajo. Un crítico de arte dirá que un cuadro es de Rubens o de Rembrandt por las pinceladas, por la manera de tratar las luces, la elección del pigmento, una docena de cosas. La ingeniería no es una ciencia, es un arte, y siempre hay la posibilidad de numerosas elecciones en la resolución de un problema de ingeniería. Un diseñador ingeniero «firma» su trabajo por medio de aquellas elecciones de la misma manera que un pintor firma el suyo.

Dan Dibujante olía tanto a mi propia técnica que me sentí verdaderamente perturbado. Comencé a preguntarme si habría realmente algo de cierto en la telepatía.

Tuve el cuidado de anotar el número de su primera patente. Tal como me sentía no me sorprendió ver que la fecha de la primera era 1970. Decidí enterarme de quién era el que lo había inventado. Quizás hubiese sido alguno de mis propios profesores, de quien había yo adquirido algo de mi estilo. O quizá fuese de algún ingeniero con quien yo hubiese trabajado.

A lo mejor el inventor vivía aún. De ser así, le iría a ver un día… iría a conocer al hombre cuya mente funcionaba igual que la mía.

Pero conseguí reponerme y dejé que el vendedor me explicase el funcionamiento. Apenas si hubiese tenido necesidad de molestarse; Dan Dibujante y yo habíamos sido hechos el uno para el otro. M cabo de diez minutos podía hacerlo funcionar mejor que él . Finalmente, y con pesar, dejé de hacer bonitos dibujos, pedí la lista de precios, pregunté sobre descuentos, arreglos para el servicio y demás, y luego me fui diciéndole al vendedor que ya le llamaría, precisamente cuando estaba ya dispuesto a poner mi firma en el lugar apropiado. Fue un truco poco elegante, pero todo lo que le costó fue una hora de su trabajo.

De allí me fui a la fábrica de Muchacha de Servicio y solicité un empleo.

Sabía que Miles y Belle no estaban ya con Muchacha de Servicio, Inc. En el tiempo que me había sobrado después de mi empleo y de la imperiosa necesidad de ponerme al día en ingeniería, había estado buscando a Belle y a Miles, y en especial a Ricky. Sabía que ninguno de los tres estaba en la lista de teléfonos del Gran Los Ángeles, ni tampoco en ningún otro lugar de los Estados Unidos, pues había pagado para que hiciesen una «investigación» en la oficina nacional de Cleveland. Había tenido que pagar por cuatro, puesto que hice que buscasen a Belle bajo «Gentry» y «Darkin».

La misma suerte tuve con el Registro de Votantes del Condado de Los Angeles.

Muchacha de Servicio, Inc., en una carta del decimoséptimo presidente encargado de cuestiones necias admitió prudentemente que hacía treinta años habían tenido personal con aquel nombre, pero que ahora no podían hacer nada por mí.

Buscar una pista que lleva treinta años enfriándose no es empresa para un aficionado con poco tiempo disponible y menos dinero aún. No tenía sus huellas digitales, o de lo contrario hubiese probado el F.B.I. Ignoraba sus números de seguridad social. Mi país nunca había sucumbido a la necesidad del estado policial, de modo que no había ninguna oficina que con seguridad tuviese una ficha de todos los ciudadanos, y aunque tal oficina hubiese existido, yo no estaba en situación de utilizarla.

Quizás alguna agencia de detectives espléndidamente subvencionada podía haberse dedicado a explorar los ficheros de impuestos, de periódicos, y Dios sabe qué más, y hubiese acabado por encontrarles. Pero no disponía con qué subvencionar espléndidamente, y por otra parte carecía del talento y del tiempo para hacerlo yo mismo.

Finalmente, acabé por abandonar a Belle y a Miles, pero me prometí a mí mismo que, tan pronto como me fuese posible, encargaría a unos profesionales que buscasen a Ricky. Ya había averiguado que no poseía acciones de Muchacha de Servicio, y había escrito al Banco de América para averiguar si tenían o habían tenido algún depósito a su nombre. Recibí como respuesta una carta circular informándome que esas cuestiones eran confidenciales, de modo que había vuelto a escribir, diciendo que yo era Durmiente y que ella era mi único pariente en vida. Esta vez recibí una cortés carta, firmada por uno de los altos empleados de depósitos diciendo que lo lamentaba, que no era posible transmitir información sobre los beneficiarios de depósitos ni siquiera a una persona en circunstancias excepcionales, como era yo, pero que se creía justificado en darme la información negativa de que el Banco nunca había tenido, a través de ninguna de sus sucursales, ningún depósito a nombre de Federica Virginia Gentry.

Eso parecía dejar aclarada por lo menos una cosa: sea como fuese, aquellos pajarracos habían conseguido arrebatarle las acciones a la pequeña Ricky. Tal como había redactado mi adjudicación de las acciones, debería haber tenido que pasar por el Banco de América, pero no había pasado. ¡Pobre Ricky! Nos habían robado a los dos.

Intenté aún otra cosa más. El archivo del Superintendente de Instrucción de Mojave si que tenía información acerca de una estudiante llamada Federica Virginia Gentry. . pero tal alumno había sido transferido en 1971, perdiéndose allí la pista.

Por lo menos era un consuelo saber que alguien admitía que Ricky había como mínimo, existido. Pero podía haber ido a parar a cualquiera de los millares de escuelas públicas de los Estados Unidos. ¿Cuánto se tardaría en escribir a cada una de ellas? Y, aun suponiendo que accedieran a ello, ¿podrían sus archivos contestar a mi pregunta?

Entre doscientos cincuenta millones de personas, una muchachita puede perderse de vista como un guijarro en el océano.

Pero el fracaso de mi búsqueda me dejó en libertad para buscar empleo en Muchacha de Servicio Inc., ahora que Miles y Belle no lo dirigían. Podía haber probado cualquiera entre un centenar de firmas de autómatas, pero Muchacha de Servicio y Aladino eran las más importantes, tan importantes en su campo como Ford y General Motors lo habían sido en los buenos tiempos de los automóviles terrestres. Escogí Muchacha de Servicio en parte por razones sentimentales; quería ver en qué se había convertido mi antigua propiedad.

El lunes, 5 de marzo de 2001, fui a su oficina de personal, me puse en la cola de auxiliares intelectuales, llené una docena de formularios que no tenían nada que ver con ingeniería y uno que sí que tenía que ver… y me dijeron «no nos llame, ya le llamaremos nosotros».

Me quedé por allí y conseguí envalentonarme lo bastante para dirigirme a su subalterno, quien levantó la vista del formulario que tenía algo que ver con la ingeniería y me dijo que mi título no quería decir nada, puesto que había un intervalo de treinta años durante el cual no había utilizado mi talento.

Le hice observar que era un Durmiente.

—Eso es aún peor. En todo caso, no tomamos a nadie de más de cuarenta y cinco años.

—Pero yo no tengo cuarenta y cinco; tengo treinta.

—Usted nació en 1940; lo siento.

—¿Y qué debo hacer? ¿Pegarme un tiro?

Se encogió de hombros:

—Si yo fuese usted, solicitaría mi pensión de retiro.

Me marché apresuradamente, sin darle ningún consejo. Luego caminé un kilómetro dando vueltas frente a la entrada, y entré de nuevo. El gerente general se llamaba Curtis. Pregunté por él.

Pasé a través de las dos primeras capas diciendo sencillamente que tenía que verle. Muchacha de Servicio, Inc., no utilizaba sus propios autómatas como recepcionistas; las usaba de carne y hueso. Finalmente, llegué a un punto que estaba a unos ocho pisos de altura y, según me pareció, a unas dos puertas del jefe, y allí me encontré con una del tipo minucioso que insistió en saber qué es lo que quería.

Miré en derredor. Era una oficina más bien grande, donde había unas cuarenta personas de verdad, y además muchas máquinas. La muchacha dijo muy secamente:

—¿Bueno? Diga qué desea, y hablaré con la secretaria de citaciones del señor Curtis.

Entonces yo le dije en voz alta, asegurándome que todos lo oirían:

—¡Quiero saber qué piensa hacer con mi mujer!

Sesenta segundos después me encontraba en su oficina particular. Y levantó la vista:

—¿Bueno? ¿Qué son esas tonterías?

Se necesitó media hora y además algunos antiguos documentos para convencerle de que yo no estaba casado, y de que era el fundador de la casa. Después de eso, las cosas mejoraron mientras tomábamos unas copas y fumábamos unos cigarros, y me presentó al jefe de ventas y al ingeniero-jefe y a otros jefes.

—Creíamos que usted había muerto —me dijo Curtis—. En realidad, así lo dice la historia oficial de la Compañía.

—Se trata solamente de un rumor; debe ser algún otro D.B. Davis.

El jefe de ventas, Jack Galloway, dijo de repente:

—¿Qué hace usted ahora, señor Davis?

—No hago gran cosa. He estado, bueno… en el negocio de automóviles. Pero voy a dimitir. ¿Por qué?

—¿Por qué? ¿Es que no es obvio? —Se volvió al ingeniero jefe, el señor McBee—. ¿Ha oído, Mac? Todos ustedes, los ingenieros, son lo mismo; no son capaces de ver un aspecto comercial aunque se les ponga delante de las narices «¿Por qué?». Señor Davis, pues porque usted tiene un gran valor de propaganda, ¡por eso! Porque usted representa lo romántico. «El Fundador de la Firma Regresa de la Sepultura para Visitar al Hijo de su Cerebro. El Inventor del Primer Servidor Robot Contempla los Frutos de su Ingenio.»

Yo me apresuré a decir:

—Un momento, por favor… No soy ni un modelo anunciante ni una estrella codiciosa. Me gusta conservar mi vida privada. No vine aquí para eso. Vine en busca de un empleo… como ingeniero.

El señor McBee arqueó las cejas, pero no dijo nada.

Discutimos durante un rato. Galloway intentó convencerme de que se lo debía a la firma que había fundado. McBee dijo poco, pero era evidente que no creía que fuese a servir en su departamento; en un momento dado me preguntó qué sabía acerca del diseño de circuitos macizos. Tuve que admitir que lo único que sabía de ellos era a través de la lectura de algunas publicaciones no clasificadas.

Finalmente, Curtis propuso un acuerdo de compromiso:

—Señor Davis, es evidente que usted ocupa una posición muy especial. Puede decirse que usted fundó, no solamente esta firma, sino toda la industria. No obstante y según ha dicho el señor McBee, la industria ha adelantado desde el año en que usted entró en el Gran Sueño. Supongamos que le ponemos en nuestra plantilla con el título de «Ingeniero Investigador Emérito».

Vacilé un poco:

—¿Qué querría decir?

—Lo que usted quisiese. Pero debo decirle con franqueza que confiaríamos en que usted colaborase con el señor Galloway. No solamente fabricamos estos trastos, sino que tenemos que venderlos.

—Ah… ¿y tendría alguna oportunidad de hacer ingeniería?

—Depende de usted. Tendría usted facilidades para hacerlo, y podría hacer lo que quisiese.

—¿Facilidades para uso del taller?

Curtis miró a McBee… El ingeniero jefe respondió:

—Sin duda, sin duda… dentro de ciertos límites, naturalmente.

Galloway dijo entonces alegremente:

—De acuerdo, pues. ¿Me excusa, B.J.? No se vaya, señor Davis, vamos a hacer una foto de usted con el primer modelo de Muchachas de Servicio.

Así lo hizo.

Me alegré de verla: el primer modelo que yo había montado con mis propias manos y el sudor de mi frente. Quise ver si todavía funcionaba, pero McBee no me dejó ponerla en marcha. Pienso que no estaba convencido de que supiera hacerla funcionar.

Durante todo marzo y abril lo pasé muy bien en Muchacha de Servicio. Disponía de todas las herramientas profesionales que pudiera desear, revistas técnicas, los catálogos comerciales indispensables, una biblioteca práctica, un Dan Dibujante (Muchacha de Servicio no construía máquinas de dibujar, de modo que utilizaban la mejor del mercado, que era la de Aladino), y la charla con los de mi profesión… ¡Música para mis oídos!

Hice especial amistad con Chuck Freudenberg, Ingeniero Segundo Jefe de componentes. En mi opinión, Chuck era el único ingeniero verdadero que había allí. Los demás no eran sino mecánicos demasiado educados, incluido McBee… El ingeniero jefe parecía una prueba de que se necesitaba más que un titulo y un acento escocés para hacer a un ingeniero. Cuando llegamos a conocernos mejor, Chuck admitió que ésa era tambien su opinion.

—En realidad, a Mac no le gusta nada nuevo; prefiere hacer las cosas de la misma manera que las hacía su abuelito a orillas del Clyde.

—¿Y qué hace en este empleo?

Freudenberg ignoraba los detalles, pero al parecer la firma actual había sido una compañía manufacturera que no había hecho sino contratar las patentes (mis patentes) a Muchacha de Servicio, Inc. Luego, hacia veinte años, había habido una de aquellas fusiones para ahorrar impuestos, a consecuencia de la cual Muchacha de Servicio había cambiado sus acciones por acciones de la firma manufacturera, y la nueva firma adoptó el nombre de la que yo había fundado. Chuck creía que McBee había sido contratado en aquella época:

—Creo que tiene participación —dijo.

Chuck y yo acostumbrábamos a pasar largas horas por las noches enfrente de nuestras cervezas discutiendo ingeniería, lo que la compañía necesitaba, y esto, lo otro y lo de más allá. Al principio su interés por mí se debió a que yo había sido un Durmiente. Me había podido percatar de que había demasiados que tenían un malsano interés en los Durmientes (como si fueran fenómenos) y en general evitaba hacérselo saber a las gentes. Pero a Chuck le fascinaba este salto en el tiempo, y su interés era real por saber cómo era el mundo antes de haber nacido él, según una persona que lo recordaba como si literalmente «fuese ayer»

En compensación estaba dispuesto a criticar los nuevos dispositivos que siempre bullían en mi cabeza, y me rectificaba cuando yo (cosa que ocurría con frecuencia) comenzaba a esbozar algo que ya era viejo… en 2001. Bajo su amistosa tutela me estaba convirtiendo en un ingeniero moderno, poniéndome al día rápidamente.

Pero cuando una tarde de abril le esbocé mi idea del autosecretario, me dijo lentamente:

—Dan, ¿has estado trabajando en eso en el tiempo de la compañía?

—¿Qué? Pues, la verdad es que no. ¿Por qué?

—¿Qué dice tu contrato?

—¿Cómo? No tengo contrato. Curtis me puso en la nómina, y Galloway me hizo fotografías y me envió a un escritor para que me hiciese preguntas estúpidas; nada más.

—Hum… camarada, si yo fuese tú no seguiría con eso hasta estar seguro del terreno que piso.

—No me había preocupado desde este punto de vista.

—Déjalo una temporada. Ya sabes cómo está la compañía. Gana dinero y hemos producido algunos buenos productos. Pero los únicos artículos que hemos puesto en el mercado desde hace cinco años han sido adquiridos por licencias. No puedo hacer que McBee me apruebe nada; en cambio, a ti te es posible pasar por encima de McBee y llevar eso al gran jefe. De modo que no lo hagas… a menos que estés dispuesto a regalárselo a la compañía por el importe de tu salario.

Seguí su consejo. Continué diseñando, pero quemé todos los dibujos que me parecieron buenos; una vez los tenía en la cabeza ya no me eran necesarios. No me sentí culpable por ello; no me habían contratado como ingeniero, sino que me pagaban para que sirviese a Galloway de maniquí para su escaparate. Cuando mi valor de anuncio se hubiese agotado, me darían un mes de paga y un voto de gracias y me soltarían.

Pero para entonces ya volvería a ser un verdadero ingeniero capaz de abrir mi propia oficina. Si Chuck estaba dispuesto a arriesgarse me lo llevaría conmigo.

En vez de entregar mi historia a los diarios, Jack Galloway se decidió a hacerlo lentamente a través de las revistas; quería que Lije le dedicase un gran artículo, combinado con el que habían publicado hacía ya un tercio de siglo sobre el primer modelo de producción de Muchacha de Servicio. Lije no mordió el anzuelo, pero sí consiguió colocarlo durante aquella primavera en otros varios sitios, unido a anuncios de propaganda.

Tuve la intención de dejarme crecer la barba. Pero luego pensé que nadie me reconocería, y que no me hubiese importado aunque hubiese ocurrido lo contrario.

Recibí cierta cantidad de correo de chiflados, incluso una carta de un hombre que me prometía que iba a arder eternamente en el infierno por haber contravenido el plan de Dios para mi vida. La tiré a la papelera, pensando que si realmente Dios se hubiese opuesto a lo que me había ocurrido, nunca hubiera permitido que el sueño frío fuese posible. Por lo demás, no me molestaron.

Pero sí recibí una llamada telefónica, el jueves, 3 de mayo de 2001:

—La señora Schultz al aparato, señor. ¿Acepta la comunicación?

¿Schultz? Había prometido a Doughty, la última vez que había hablado con él, que me ocuparía de aquel asunto. Pero lo había ido dejando porque no deseaba hacerlo; tenía casi la seguridad de que se trataba de una de aquellas chifladas que se dedicaban a perseguir a los Durmientes y hacerles preguntas de tipo personal.

Pero Doughty me había dicho que desde que yo había salido, en diciembre, aquella mujer me había llamado varias veces. Siguiendo la política del Santuario, se habían negado a darle mi dirección, accediendo sólo a transmitir los mensajes.

—Pase la comunicación.

—¿Es usted Danny Davis?

El teléfono de mi oficina no tenía pantalla, así que no podía verme.

—Al habla. ¿Es usted Schultz?

—Oh… Danny, querido, ¡cuánto me alegro de oír tu voz!

De momento no respondí.

—¿Es que no me reconoces? —prosiguió la voz.

Claro que la reconocí: era Belle Gentry.

Загрузка...