La tarde siguiente, 3 de diciembre de 1970, hice que un taxista me dejase a una manzana de la casa de Miles con suficiente antelación, pues no sabía exactamente a qué hora había llegado allí por primera vez.
Al acercarme a la casa había anochecido ya, pero sólo vi si automóvil junto a la acera, así que retrocedí unos cien metros, hasta un punto desde donde pudiera vigilar aquella porción de acera, aguardé.
Tras fumar unos cigarrillos vi cómo se detenía allí otro automóvil, y cómo se apagaban sus luces. Esperé otros dos minutos, y me apresuré a caminar hacia él. Era mi propio coche.
Yo no tenía la llave, pero eso no ofrecía dificultades: con frecuencia me ocurría que, al estar abstraído en algún problema de ingeniería, me olvidaba las llaves. Desde hacia tiempo había adquirido la costumbre de guardar otra copia en el maletero. La saqué me metí en el coche. Lo había dejado en una suave pendiente, di modo que, sin encender las luces ni poner en marcha el motor, deje que se deslizase hasta la esquina. Allí di la vuelta y puse en marcha el motor, pero sin encender las luces. Volví a dejarlo en la callejuela de la parte trasera de la casa de Miles, frente a la cual se encontraba su garaje.
El garaje estaba cerrado.
Miré a través de una sucia ventana y descubrí una forma cubierta con una sábana. Por su contorno me di cuenta de que se trataba de mi viejo amigo Frank Flexible.
Las puertas de los garajes no han sido construidas para resistir a un hombre decidido, armado con un hierro para neumáticos; por lo menos en la California de 1970. Sólo tardé unos segundos. Dividir a Frank en piezas transportables y meterlo en mi coche fue algo que llevó mucho más tiempo. Pero primero comprobé que los dibujos y las notas estaban donde había sospechado que estarían, y efectivamente, allí estaban, de modo que las saqué y las tiré al interior del coche, y después me ocupé del propio Frank. Nadie mejor que yo sabía cómo había sido montado, y facilitó enormemente las cosas el hecho de que no importaba si lo averiaba; a pesar de todo, tuve trabajo para casi una hora.
Acababa de guardar la última pieza, el armazón del sillón de ruedas, en la maleta del coche, y había bajado la tapa todo lo posible, cuando oí que Pet empezaba a maullar. Maldije el tiempo que había tardado en desmenuzar a Frank, y me apresuré a dar la vuelta al garaje y entrar en el patio trasero. Entonces comenzó el jaleo.
Me había prometido a mí mismo que iba a disfrutar de cada segundo del triunfo de Pet. Pero no lo pude ver. La puerta trasera estaba abierta, pero, si bien podía oir ruido de carreras, golpes, caídas, el terrible grito de guerra de Pet, y los chillidos de Belle, nunca tuvieron la delicadeza de presentarse ante mi campo de visión. De modo que me acerqué a la puerta de persianas, esperando ver algo de la carnicería.
¡Pero aquella maldita persiana estaba cerrada! Era lo único que no había seguido el programa. Metí frenéticamente la mano en mi bolsillo, me rompí una uña intentando abrir el cortaplumas, y con él conseguí abrirla justo a tiempo para apartarme de en medio en el mismo instante en que Pet chocaba contra la persiana como un motociclista de circo que salta a través de una barrera.
Me caí sobre un rosal. No sé si Belle y Miles intentaron seguirle. Lo dudo; en su lugar no me hubiese arriesgado. Pero estaba demasiado ocupado desenredándome para poderlo ver.
Una vez me hube levantado me quedé detrás de los matorrales y di la vuelta hacia un lado de la casa; quería apartarme de aquella puerta abierta y de la luz que salía de ella. Luego se trataba solamente de esperar a que Pet se tranquilizase. Lo que es entonces no lo iba a tocar, y desde luego no le iba a levantar.
Pero cada vez que pasaba junto a mí, intentando encontrar una entrada y lanzando su desafío, le llamaba en voz baja:
—Pet, ven aquí Pet. Cálmate, chico. Todo va bien.
Sabía que yo estaba allí y por dos veces me miró, por lo demás no me hizo ningún caso. Los gatos, cada cosa a su tiempo; en aquel momento le ocupaban negocios urgentes y no tenía tiempo de hace cariños a su papá. Pero yo sabia que se me acercaría en cuanto si emoción se hubiese calmado.
Mientras estaba allí acurrucado esperando, oí correr el agua en sus cuartos de baño, y adiviné que habían ido a lavarse, dejándome en la sala de estar. Se me ocurrió entonces una idea horrible: ¿qué sucedería si entraba y cortaba el cuello de mi propio cuerpo indefenso? Pero me contuve; mi curiosidad no llegaba a tanto y e suicidio es un experimento demasiado definitivo, incluso cuando la circunstancias son, desde un punto de vista matemático, intrigantes
Pero nunca lo he acabado de resolver.
Además, por ninguna razón quería entrar. A lo mejor me encontraba con Miles —y no quería comunicación ninguna con un muerto.
Pet finalmente se detuvo frente a mí, a un metro de distancia.
—¿Mrrrourr? —dijo, queriendo decir—: Volvamos y echémoslo a la calle. Tú les das por arriba y yo por abajo.
—No muchacho. La función ha terminado.
—¡Auuu, mauuu!…
—Es hora de irse a casa, Pet. Ven con Danny.
Se sentó y empezó a lavarse. Cuando alzó la vista yo extendí los brazos y saltó a ellos.
—¿Miauuu? (¿Dónde diablos estabas tú cuando empezó el jaleo?)
Le llevé al coche y le dejé en el sitio del conductor, que era todo lo que quedaba libre. Olfateó la chatarra que había en su lugar de costumbre y miró en derredor disgustado.
—Tendrás que sentarte encima de mí —dije— No seas exigente.
Encendí las luces del coche y emprendimos la marcha por la calle. Luego volví hacia el Este y me encaminé hacia Big Bear y el Campamento de las Muchachas Exploradoras. Durante los diez primeros minutos tiré lo suficiente de Frank como para permitir que Pet volviese a su lugar de costumbre, lo cual nos iba mejor a los dos. Unos cuantos kilómetros más tarde, cuando hube despejado el suelo, me detuve y metí las notas y los dibujos en un desguace de la carretera. El armazón de la silla de ruedas no me lo quité de encima hasta que llegamos a las montañas, donde lo tiré a un arroyo profundo, produciendo un bonito efecto sonoro.
A eso de las tres de la madrugada me detuve en un parque automóvil al lado de la carretera, un poco más allá del desvío para el campamento de Muchachas Exploradoras, y pagué excesivamente por una cabina. Pet casi se puso a discutir, sacando la cabeza y haciendo comentarios cuando salió el dueño.
—¿A qué hora —le pregunté— llega el correo de la mañana de Los Ángeles?
—El helicóptero llega a las siete trece, puntualmente.
—Magnifico. Hará el favor de llamarme a las siete, ¿verdad?
—Si es usted capaz de dormir hasta las siete, es que es usted más hombre que yo. Pero lo anotaré.
A las ocho Pet y yo ya habíamos desayunado, y yo me había duchado y afeitado. Miré a Pet a la luz del día y llegué a la conclusión de que había salido de la batalla ileso, salvo quizá con uno o dos rasguños. Registramos nuestra salida y avancé por la carretera particular del campamento. El camión del Tío Sam apareció justamente por delante de nosotros; llegué a la conclusión de que aquel día estaba de suerte.
Nunca había visto tantas niñas juntas. Se revolvían como gatitos y en sus uniformes verdes parecían todas iguales. Aquéllas frente a quienes pasaba querían mirar a Pet, pero la mayoría no hicieron sino lanzar una mirada un poco vergonzosa y no se acercaron. Me dirigí a una cabina que llevaba la indicación de «Cuartel General», donde hablé a otra exploradora que sin lugar a dudas no era una niña.
Tenía razón para sospechar de mi; hombres desconocidos que piden permiso para visitar a niñas pequeñas que se están precisamente convirtiendo en muchachas mayores deben parecer siempre sospechosos.
Expliqué que era el tío de la niña, de nombre Daniel B. Davis, y que tenía para ella un mensaje que afectaba a la familia. Me respondió que los visitantes que no fuesen padres eran solamente permitidos cuando iban acompañados de los padres y las horas de visita no eran sino a partir de las cuatro.
—No quiero visitar a Federica, pero tengo que darle este mensaje. Es un caso de urgencia.
—En tal caso, puede usted escribirlo, y yo se lo daré en cuanto termine los juegos de rítmica.
Puse cara de preocupación (y estaba en realidad preocupado) y dije:
—No quiero hacer eso. Será mucho más prudente que se lo diga personalmente a la niña.
—¿Desgracia de familia?
—No precisamente. Dificultades en la familia, eso sí. Lo siento señora, pero no tengo libertad para decírselo a nadie más. Se refiere a la madre de mi sobrina.
Se estaba ablandando, pero seguía sin decidirse. Entonces Pe intervino en la discusión. Lo había estado llevando en mis brazos su trasero apoyado en el izquierdo, y aguantando su pecho con la mano derecha; no había querido dejarlo en el automóvil y sabía que Ricky lo habría querido ver. Pet tolera que le lleven así durante un rato, pero ya se estaba aburriendo.
—¿Krruarr?
La señora le miró y dijo:
—Éste sí que es un chico guapo. Tengo uno en casa que podría haber salido de la misma camada.
Entonces dije con solemnidad:
—Es el gato de Federica. Tuve que traerle conmigo porque… pues, porque era necesario. No había nadie para cuidarse de él.
—¡Pobrecito!
Le acarició debajo de la barbilla tal como debe hacerse, afortunadamente, y Pet lo aceptó, también afortunadamente, estirando el cuello, cerrando los ojos, y poniendo cara de indecorosamente complacido. A veces se porta muy mal con los extraños, si no le son simpáticos.
El guardián de la juventud me hizo sentar junto a una mesa bajo los árboles, en el exterior del cuartel general. Era lo bastante lejos como para permitir una visita privada, pero todavía bajo su vigilante mirada. Le di las gracias y esperé.
No vi llegar a Ricky. De repente oí un grito:
—¡Tío Danny! —Y luego otro al volverme— ¡Oh, has traído a Pet… es maravilloso!
Pet soltó un prolongado bliirtt y saltó de mis brazos a los suyos. La chica lo cogió, lo acomodó en la posición que a él más le gusta, y ellos dos prescindieron de mí durante unos cuantos segundos mientras cambiaban los saludos del protocolo gatuno. Luego Ricky alzó la mirada y dijo brevemente:
—Tío Danny, me alegro mucho de que hayas venido.
No la besé; no la toqué en absoluto. Nunca me ha gustado sobar a los niños y Ricky era de la clase de niñas que solamente lo soportan cuando no tienen más remedio. Nuestra relación original, cuando tenía seis años, se había basado en un decente respeto mutuo por la individualidad y la dignidad personal de cada uno de nosotros dos.
Pero si que la miré. Rodillas huesudas, delgada, en crecimiento rápido, no llena todavía, no era tan bonita como había sido cuando era pequeña. Los pantalones cortos y la camisa deportiva que llevaba, junto a las quemaduras del sol, arañazos, golpes, y una cantidad de porquería comprensible, no contribuían a su atractivo femenino. Era un esquema en palillos de la mujer en que se convertiría, con su desgarbo de potro suavizado únicamente por sus enormes y solemnes ojos y la belleza alada de sus finas facciones tiznadas.
Estaba adorable.
Yo dije:
—Y yo me alegro mucho de haber venido, Ricky.
Mientras trataba de sostener a Pet con un brazo, con la otra mano empezó a rebuscar en un repleto bolsillo de sus pantalones cortos.
—Y al mismo tiempo estoy sorprendida. En este mismo momento acabo de recibir una carta tuya, me han tenido ocupada desde que llegó y ni siquiera he tenido tiempo de abrirla. ¿Dice que ibas a venir hoy?
La sacó arrugada por haber estado metida en un bolsillo demasiado pequeño.
—No, no dice eso, Ricky. Dice que me marcho. Pero después de haberla echado al correo decidí venir a despedirme personalmente.
Se quedó sorprendida y bajó los ojos.
—¿Te vas?
—Sí. Te lo explicaré, Ricky, pero es largo. Sentémonos y te lo contaré todo.
Nos sentamos a los extremos de la mesa, bajo las sombras, y empecé a hablar. Pet se quedó echado sobre la mesa, entre nosotros dos, parecido a un león de biblioteca, con su pata delantera sobre la arrugada carta, cantando en voz baja, como abejas sobre el trébol, mientras que al mismo tiempo contraía los ojos de satisfacción.
Me alegré mucho de enterarme que Ricky ya sabia que Miles se había casado con Belle; no me hubiera gustado habérselo tenido que decir. Alzó la vista, volvió en seguida a bajar los ojos, y dijo sin expresión ninguna:
—Sí, ya lo sé. Papá me escribió sobre eso.
—Ah; comprendo.
De repente se puso seria y no pareció ya una niña.
—No voy a volver allá, Danny. No quiero volver.
—Pero… mira, Rikki-tikki-tavi; ya comprendo lo que sientes. Lo que es yo desde luego no quiero que vuelvas allá, yo mismo te sacaría de allí si pudiese. Pero ¿cómo lo vas a evitar? Es tu padre y tú solamente tienes once años.
—No tengo por qué volver. No es mi verdadero padre. Y mi abuela viene a buscarme.
—¿Cómo? ¿Cuándo viene?
—Mañana. Tiene que venir en coche desde Brawley. Le escribí preguntándole si podía ir a vivir con ella porque no quería vivir con papá, ahora que la otra estaba allí. —Consiguió poner más desprecio en esas palabras de lo que un adulto hubiese podido conseguí con un insulto—. Mi abuela contestó que no tenía que vivir allí 5 no quería, porque Miles nunca me había adoptado, y era ella e tutor —Levantó ansiosamente la mirada —. ¿Es cierto, verdad? ¿No me pueden obligar?
Me sentí inmensamente aliviado. Lo único que no había podido resolver, el problema que me había preocupado durante meses, era cómo evitar que Ricky estuviese expuesta a la ponzoñosa influencia de Belle durante… bueno, durante años; parecía seguro que debería ser durante un par de años.
—Si nunca te adoptó, Ricky, estoy seguro de que tu abuela lo conseguirá si las dos os empeñáis. —Pero entonces me ensombree y me mordí el labio.— Pero quizá tendréis dificultades mañana. Es posible que objeten a dejarte salir con ella.
—¿Y cómo pueden impedírmelo? Me meteré en el coche y me marcharé.
—No es tan sencillo como eso, Ricky. Estas personas que dirigen el campamento tienen que seguir ciertas reglas. Tu padre, quiero decir Miles, te confió a ellas y no estarán dispuestas a entregarte a nadie más que a él.
Ricky sacó fuera el labio inferior.
—No iré. Me voy con mi abuela.
—Sí, quizá pueda decirte cómo lograrás conseguirlo más fácilmente. Si fuese tú, no les diría que me voy del campamento; les diría sencillamente que tu abuela quiere llevarte de paseo, y luego no vuelves.
Su inquietud se desvaneció en parte.
—Está bien.
—Ah… no hagas tu equipaje ni nada, pues se imaginarían lo que ibas a hacer. No intentes sacar más ropas que las que lleves puestas entonces. Pon en tus bolsillos tu dinero y lo que realmente quieras sacar. ¿Supongo que no debes tener aquí gran cosa que realmente te importe perder, verdad?
—Me imagino que no. —Pero se quedó pensativa—. Tengo un traje de baño completamente nuevo.
¿Cómo explicar a una niña que hay veces en que es preciso abandonar el equipaje? No es posible, son capaces de volver a un edificio en llamas para salvar una muñeca y un elefante de juguete.
—Pues… Ricky, haz que tu abuela les diga que te lleva a Arrowhead para que te bañes con ella… y quizá te lleve a cenar allí, pero que volverá contigo antes de la hora de acostarse. Así te podrás llevar tu traje de baño y una toalla. Pero nada más. ¿Crees que tu abuela dirá esa mentira por ti?
—Me imagino que sí. Sí, estoy segura. Dice que la gente tiene que decir mentirijillas inofensivas, pues de lo contrario no se podrían soportar los unos a los otros. Pero dice que las mentiras son para ser utilizadas sin abusar.
—Parece ser persona sensata. ¿Lo harás así?
—Lo haré exactamente así, Danny.
—Bien. —Cogí la arrugada carta—. Ricky, te dije que tenía que marcharme. Tengo que irme por mucho tiempo.
—¿Cuánto?
—Treinta años.
Sus ojos se abrieron aún más, si es que era posible.
A los once años, treinta no es mucho tiempo; es para siempre.
Añadí:
—Lo siento Ricky, pero no tengo más remedio.
—¿Por qué?
Eso no pude contestarlo. La verdad era increíble, y una mentira no era posible.
—Ricky, es demasiado difícil de explicar. Pero tengo que hacerlo; no me queda otro remedio. —Vacilé y luego añadí—: Voy a tomar el Sueño Largo. El sueño frío, ya sabes lo que quiero decir.
Lo sabía. Los niños se adaptan a las nuevas ideas con más facilidad que los adultos; el sueño frío era uno de los temas favoritos de las historias de dibujos. Pareció horrorizarse y protestó:
—Pero, Danny, ¡no te volveré a ver nunca más!
—Sí que me volverás a ver. Es mucho tiempo, pero te volveré a ver. Y a Pet también. Porque Pet se viene conmigo; también va tomar el sueño frío.
Echó una mirada a Pet, y pareció más desconsolada que nunca.
—Pero… Danny, ¿por qué Pet y tú no os venís a Brawley a vivir con nosotras? Eso seria mucho mejor. A mi abuela le gustaría Pet. Y también le gustarás tú, dice que es mucho mejor que haya u hombre en la casa.
—Ricky… querida Ricky… no tengo más remedio… Por favor no me atormentes. —Y empecé a abrir el sobre.
Pareció enfadada, y su barbilla comenzó a temblar.
—¡Me parece que ella tiene algo que ver con todo esto!
—¿Cómo? Si te refieres a Belle, te equivocas. Por lo menos no es del todo exacto.
—¿No va a tomar el sueño frío contigo?
Me estremecí.
—¡Dios mío, no! ¡Me escaparía a kilómetros de distancia par no verla!
Ricky pareció ablandarse algo:
—Sabes, estaba tan furiosa contigo a causa de ella. Verdadera mente indignada.
—Lo siento, Ricky. Lo siento de veras. Tú tenias razón, y yo estaba equivocado. Pero no tiene nada que ver con esto. He terminado con ella para siempre jamás, amén. Y ahora veamos esto
—Le enseñé el certificado por todo lo que poseía de Muchacha de Servicio, Inc—. ¿Sabes lo que es esto?
—No.
Se lo expliqué:
—Te lo doy a ti, Ricky. Porque voy a estar ausente tanto tiempo que quiero que lo tengas tú.
Cogí el papel en que se lo había adjudicado a ella, lo rasgué, y me metí los pedazos en el bolsillo; no podía arriesgarme a hacerlo de aquella manera, seria demasiado fácil para Belle arrancar una hoja aparte, y no habíamos acabado con nuestras dificultades. Di la vuelta al certificado y estudié la fórmula estándar de adjudicación, intentando determinar cómo iba a llenar los espacios en blanco allí previstos. Finalmente conseguí hacer entrar una adjudicación al Banco de América en depósito para…
—Ricky, ¿cuál es tu nombre completo?
—Federica Virginia. Federica Virginia Gentry; ya lo sabes.
—¿Es realmente Gentry? Creí que habías dicho que Miles no te había llegado a adoptar nunca.
—¡Oh! Me he llamado Ricky Gentry desde que puedo recordar. Pero si te refieres a mi verdadero nombre… es el mismo de mi abuela… el mismo de mi verdadero papá: Heinicke. Pero nunca nadie me llama así.
—Ahora sí que te llamarán así.
Y escribí Federica Virginia Heinicke y añadí: «Para serle readjudicado a ella a sus veintiún cumpleaños», mientras que al mismo tiempo sentía que me corría un escalofrío por la columna vertebral; en todo caso, mi adjudicación primitiva quizás hubiese sido nula.
Comencé a firmarlo, y en aquel momento me di cuenta de que nuestro perro vigilante sacaba la cabeza de la oficina. Miré mi reloj, y vi que habíamos estado hablando durante una hora. Se me escapaban los minutos.
—¡Señora!
—¿Sí?
—¿Hay por casualidad algún notario por las cercanías? ¿O tengo que ir al pueblo en busca de uno?
—Yo misma soy notario. ¿Qué desea?
—Oh, bien. ¡Maravilloso! ¿Tiene usted su sello?
—No voy nunca a ninguna parte sin él.
Y así fue que firmé mientras ella lo miraba, e incluso fue más lejos de lo que esperaba (después de que Ricky hubo asegurado que me conocía y de que Pet hubiese testimoniado con su silencio mi respetabilidad como miembro de la fraternidad de amigos de los gatos) y utilizó la fórmula completa: «…a quien conozco personalmente como Daniel D. Davis…». Cuando hubo puesto su sello sobre mi firma y la suya, suspiré aliviado. ¡Me gustaría ver cómo se las arreglaba Belle para retorcer eso!
La señora lo miró con curiosidad, pero no dijo nada.
Y yo dije solamente:
—Las tragedias no se pueden borrar, pero esto servirá de alivio. La educación de la muchacha, sabe.
Se negó a aceptar pago alguno y retornó a su oficina. Yo me volví a Ricky y dije:
—Da esto a tu abuela. Dile que lo lleve a una sucursal del Banco de América en Brawley. Ellos harán todo lo demás. —Y lo puse delante de ella.
Ricky no lo tocó:
—Esto vale mucho dinero, ¿verdad?
—Bastante. Y valdrá más.
—No lo quiero.
—Pero Ricky; yo quiero que lo tengas tú.
—No lo quiero. No lo tomaré. —Sus ojos se llenaron de lágrimas, y se le quebró la voz—. Te vas para siempre y… y yo no te importo nada.— Lloriqueó —. Lo mismo que cuando te prometiste con ella
Cuando te sería tan fácil traer a Pet y venirte a vivir con la abuela y conmigo. ¡No quiero tu dinero!
—Ricky, escúchame: Es demasiado tarde. No podría ya volvérmelo a quedar, aunque quisiese. Ya es tuyo.
—No importa. Jamás lo tocaré. —Extendió la mano y acarició a Pet. Pet no se iría, dejándome… pero tú le obligas. Ni siquiera tendré a Pet.
—¡Ricky! ¡Riikki-tikki-tavi! ¿Quieres volvernos a ver, a Pet… y a mí?
Casi no podía oírla:
—Pues claro que si. Pero no os veré mas.
—Pues sí que puedes volvernos a ver.
—¿Eh? ¿Cómo? Dijiste que ibas a tomar el Sueño Largo… treinta años, dijiste.
—Y así es. No tengo más remedio. Pero Ricky, voy a decirte que es lo que puedes hacer. Sé buena chica, ve a vivir con tu abuela, ve a la escuela y deja que se vaya acumulando este dinero. Cuando tengas veintiún años, si todavía tienes ganas de vernos tendrás suficiente dinero para tomar el Sueño Largo. Cuando te despiertes estaré allí esperándote. Pet y yo, los dos, estaremos esperándote. Esto es una promesa solemne.
Su expresión se alteró, pero no sonrió. Lo pensó largo rato, y luego dijo:
—¿De verdad que estarás allí?
—Sí. Pero tenemos que fijar una fecha. Si lo haces hazlo exactamente como te voy a decir. Entiéndete con la Compañía de Seguros Cosmopolita y asegúrate de que tomas el Sueño en el Santuario Riverside, de Riverside . . y asegúrate muchísimo de que tienen órdenes de despertarte el día primero de mayo de 2001. Aquel día estaré allí esperándote. Si quieres que esté allí cuando abras los ojos tienes que hacerlo constar, pues de lo contrario no me permitirán que pase de la sala de espera. Conozco ese sanatorio; son muy estrictos. —Saqué un sobre que había preparado antes de salir de Denver—. No es necesario que recuerdes esto: está todo escrito aquí. Guárdatelo, y el día que cumplas los veintiún años puedes decidirte. Pero puedes tener la seguridad de que Pet y yo estaremos allí esperándote tanto si te presentas como si no.
Y puse las instrucciones sobre el certificado de las acciones.
Pensé que la había convencido pero no tocó ninguna de las dos cosas. Las miró y al cabo de un instante dijo:
—¿Danny?
—¿Si, Ricky?
No quería levantar la mirada y su voz era tan baja que apenas la podía oír. Pero sí la oí.
—Si me presento, ¿te casarás conmigo?
Mis oídos me zumbaron y las luces parpadearon. Pero respondí con seguridad y con voz mucho más fuerte que la suya:
—Sí, Ricky. Eso es lo que quiero. Es por lo que estoy haciendo todo esto.
Aún tenía otra cosa que dejarle: un sobre preparado con la inscripción «Para ser abierto en caso de fallecimiento de Miles Gentry». No se lo expliqué a Ricky; sólo le dije que lo guardara. Contenía pruebas de la abigarrada carrera matrimonial y demás de Belle. En manos de un abogado, sabía que una demanda sobre el testamento de Miles no pudiera siquiera discutirse.
Luego le di mi anillo de clase del Técnico (era todo lo que tenía, y le dije que era para ella): estábamos prometidos.
—Es demasiado grande para ti, pero puedes guardarlo. Tendré otro para cuando despiertes.
Lo sujetó con fuerza en su puño.
—No querré a ningún otro.
—Bueno. Ahora es mejor que te despidas de Pet, Ricky. Debo marcharme; no tengo ni un minuto que perder.
Abrazó a Pet y me lo devolvió, me miró fijamente a pesar de que las lágrimas le corrían por la nariz dejando unas marcas claras.
—Adiós, Danny.
—No me digas «adiós», Ricky, sino «hasta luego». Te estaremos esperando.
Eran las diez menos cuarto cuando regresé al pueblo. Un helicopterobús salía para el centro de la ciudad dentro de veinticinco minutos, de modo que fui en busca del único almacén de automóviles usados y realicé una de las transacciones más rápidas de la historia, vendiendo mi coche por la mitad de su valor a cambio de dinero en efectivo. Me quedó solamente tiempo para meter a Pet de contrabando en el autobús (no quieren a que gatos que se marean en el aire) y llegamos a la oficina de Powell poco después de las once.
Powell estaba muy molesto porque yo había anulado mis disposiciones para que la Compañía de Seguros Mutuos administrase mi patrimonio, y se mostraba particularmente dispuesto a sermoneame por haber perdido mis papeles.
—No resulta muy fácil pedir al mismo Juez que apruebe su depósito dos veces durante las veinticuatro horas. Es de lo más irregular.
Le enseñé unos billetes, dinero resplandeciente, con unos números muy bonitos.
—Déjese de broncas Sargento. ¿Quiere usted mi asunto o no? es que no, dígalo, y se lo llevaré a Valle Central. Porque yo quiero ir hoy.
Siguió furioso, pero accedió. Luego gruñó sobre lo de añadir seis meses al período de sueño frío y no quería garantizar una fecha exacta para el despertar.
—Los contratos generalmente se extienden por «más o menos de un mes», a fin de tener en cuenta posibles incidentes administrativos.
—Pues este contrato no. Este contrato dice 27 de abril de 2001. Lo que no me importa es si pone arriba Mutuos o Valle Central. Señor Powell, yo compro y usted vende. Si usted no vende lo que quiero comprar, me iré donde me lo vendan.
Modificó el contrato y ambos pusimos nuestras firmas.
A las doce en punto estaba de vuelta para mi examen final ante ~ el médico. Me miró.
—¿Ha permanecido sobrio?
—Sobrio como un juez.
—Eso no es una recomendación banal. Ya veremos. —Me examinó casi con tanto cuidado como lo había hecho «ayer». Por fin dejó su martillo de goma y dijo—: Me sorprende. Está usted en mucho mejor estado que ayer. Es algo sorprendente…
—Doctor, no lo sabe usted bien.
Cogí a Pet y lo tranquilicé mientras le daban el primer sedante. Luego me tumbé y les dejé que se ocuparan de mí. Imagino que podía haber esperado otro día, o incluso más, pero la verdad es que estaba desesperadamente impaciente por regresar al 200l.
A eso de las cuatro de la tarde, con la cabeza de Pet descansando sobre mi pecho, y sintiéndome muy feliz, me deslicé de nuevo hacia el sueño.