5

Yo me quejaba al camarero por el aire acondicionado: demasiado fuerte e íbamos a coger un resfriado.

—No importa —me aseguraba—. No lo sentirá cuando esté mido. Sueño… Sueño… Sopa de la noche, bellos sueños. —Y cara de Belle.

—¿Y con una bebida caliente? —Quería saber.

—¡Tonterías! —respondía el doctor—. El sueño es demasiado bueno para ése… ¡Echadle!

Intenté hacer cuña con mis pies en la barra de latón para impedírselo. Pero aquel bar no tenía barra de latón, lo cual resultaba extraño, y yo estaba tumbado de espaldas, lo cual parecía aún mas extraño, a menos de que hubiesen instalado servicio de cama para gente sin pies. Yo no tenía pies, de modo que ¿cómo iba a poder engancharlos en una barra de latón? Y tampoco tenía manos:

—¡Mira, mamá, sin manos! —Pet se sentó sobre mi pecho y gemía.

Había vuelto al entrenamiento básico… básico avanzado, de ser, pues estaba en Camp Hale, en uno de aquellos estúpidos ejercicios en los cuales te meten nieve por el cogote para hacerte hombre. Tenía que ascender a la mayor montaña de Colorado, era toda de hielo, y yo no tenía pies. No obstante, sobre los hombros llevaba el mayor bulto que jamás alguien haya visto; recuerdo que trataban de averiguar si podían utilizarse soldados en lugar mulas, y me habían elegido a mi porque era sustituible. No habría conseguido si la pequeña Ricky no hubiese estado detrás mí empujando.

El sargento instructor se volvió: tenía una cara como la de Belle y estaba lívido de rabia:

—¡Vamos, tú! No puedo permitirme el lujo de esperarte. Lo mismo me da que llegues como que no…, pero no podrás dormir hasta que llegues…

Sin pies no podía continuar avanzando, y me caí en la nieve, que estaba caliente como el hielo. Me quedé dormido mientras la pequeña Ricky lloraba implorándome que no lo hiciese. Pero no tenia más remedio que dormir.

Me desperté en la cama con Belle. Me estaba sacudiendo mientras decía:

¡Despierta, Dan! No puedo esperarte treinta años; una mujer tiene que pensar en su futuro.

Intenté levantarme y entregarle los sacos de oro que tenía debajo de la cama, pero ya se había ido… Además, una Muchacha de Servicio había ya recogido todo el oro y lo había puesto en la bandeja superior, y se había marchado de la habitación. Intenté correr tras ella, pero no tenía pies, no tenía cuerpo, según comprendí entonces. El mundo consistía en sargentos instructores y mucho trabajo… de modo que, ¿qué importancia tenía dónde y cómo se trabajase? Dejó que me volviesen a poner los arneses y empecé de nuevo a escalar la helada montaña. Era muy blanca y redondeada, y con tal de que consiguiera ascender a la rosada cumbre me dejarían dormir, que era lo que yo necesitaba. Pero no lo conseguí nunca: no tenía manos, ni pies, ni nada…

Había fuego en la montaña del bosque. La nieve no se fundía, pero mientras tanto proseguía mi lucha podía sentir cómo el fuego me alcanzaba en oleadas. El sargento estaba inclinado sobre mí:

—Despierta… despierta… despierta.

Apenas acababa de despertarme y ya quería que volviera a dormirme. De lo que ocurrió luego durante un rato, no estoy seguro. Parte del tiempo estaba sobre una mesa que vibraba debajo de mi, y había luces e instrumentos como serpientes, y mucha gente. Pero cuando estaba completamente despierto me encontraba en la cama de un hospital y me sentía bien, salvo por aquella lánguida sensación, como si flotara a medias, que se siente después de un baño turco. Volvía a tener manos y pies, pero nadie me hablaba, y cada vez que quería hacer una pregunta una enfermera me metía algo en la boca. Me hacían mucho masaje.

Y luego, una mañana, me sentí perfectamente y me levanté tan pronto como hube despertado. Me sentía un poco mareado, pero eso era todo. Sabía quién era, sabía cómo había llegado allí, y sabía que todo lo demás habían sido sueños.

Sabía quién me había metido allí. Si mientras estaba bajo la influencia de las drogas Belle me había ordenado que olvidase sus andanzas, las órdenes no habían calado en mí o bien treinta años de sueño frío había desvanecido el efecto hipnótico. No recordaba con claridad algunos detalles, pero sabía cómo se las habían arreglado para llevarme allí.

No estaba excesivamente enojado por ello. Cierto que todo había ocurrido solamente «ayer», puesto que ayer es el día que precede a un sueño del día de hoy; aunque aquel sueño había sido de años… No se puede definir exactamente la sensación, puesto por completo subjetiva, pero, mientras mi memoria era clara los a los acontecimientos de «ayer», mis sentimientos respecto aquellos acontecimientos eran como los que se tienen para remotas. ¿Habéis visto por la televisión esas imágenes de un jugador proyectadas como espectros sobre otras imágenes del conjunto del campo de juego? Pues era algo así. Mi recuerdo consciente era cercano, pero mi reacción emotiva era como algo muy distante en el tiempo y en el espacio.

Mi intención de ir en busca de Miles y de Belle y de hacerla picadillo era firme, pero no tenía prisa. Lo mismo valdría pan el año próximo; de momento, lo que verdaderamente me apetecía era verle la cara al año 2000.

Pero, ¿dónde estaba Pet? Debía haber estado por allí… a que el pobre infeliz no hubiese sobrevivido al Sueño.

Entonces —y sólo entonces— recordé que mis cuidadosos para traer a Pet conmigo habían fracasado.

Saqué a Belle y Miles de mi compartimento de «Esperar» y coloqué en el de «Urgente». Habían intentado matar a mi gato, ¿no?

Habían hecho algo peor que matar a Pet: le habían echado calle y le habían convertido en salvaje… para que terminase sus merodeando por miserables callejuelas en busca de migajas, mientras sus costillas se adelgazaban y su dulce carácter se iba deformando y se hacía desconfiado hacia los animales de dos patas.

Le habían dejado morir —pues sin duda estaba muerto a estas horas—, le habían dejado morir pensando que yo le había abandonado.

Me lo iban a pagar… si es que aún estaban vivos. ¡Oh, deseaba que estuvieran vivos ! ¡Lo indecible!

Me encontré de pie junto a la cama, aguantándome a la barra para no caer, vestido solamente con mi pijama. Miré en derredor en busca de alguna manera de llamar a alguien. Las habitaciones de los hospitales no habían variado mucho. No había ventana y no ver de dónde venia la luz; la cama era alta y delgada, tal como recordaba que siempre habían sido las camas de hospital, mostraba señales de haber sido dispuesta de manera que sirviese para algo más que para dormir en ella —entre otras cosas parecía tener un sistema de tuberías por debajo, algo que sospeché era un orinal mecánico, y la mesa de noche era parte de la misma estructura de la cama. Pero, si bien en circunstancias normales hubiese estado muy interesado en todo aquello, en aquel momento lo único que quería era encontrar aquella cosa en forma de pera que sirviese para llamar a la enfermera: quería mi ropa.

No encontré el interruptor, la pera, pero en cambio descubrí en qué se había convertido: en un interruptor a presión al lado de aquella mesa que no era del todo una mesa. Al tratar de alcanzarlo lo golpeé, y en una región transparente frente adonde mi cabeza hubiese estado, si yo hubiera estado en la cama, se encendió el letrero que decía: LLAMADA AL SERVICIO. Casi inmediatamente desapareció, siendo sustituido por UN MOMENTO, POR FAVOR.

Muy pronto se corrió silenciosamente la puerta y entró la enfermera. Las enfermeras no habían variado mucho. Aquélla era de bastante buen ver, y tenía los conocidos modales de un sargento instructor, llevaba un elegante gorrito blanco sobre su cabello corto de color orquídea, e iba vestida con un uniforme blanco. El uniforme era de un corte extraño que la tapaba por un lado y la destapaba por otro de una manera diferente a la de la moda de 1970-pero los vestidos de las mujeres, incluso los uniformes de trabajo, lo estaban haciendo siempre. Hubiese sido siempre una enfermera, en cualquier año, nada más que por sus modales inconfundibles.

—¡Vuélvase a la cama!

—¿Dónde está mi ropa?

—Vuélvase a la cama. ¡En seguida!

Respondí tratando de ser razonable:

—Mire enfermera; soy un ciudadano libre, mayor de edad, y no soy un criminal. No tengo por qué volverme a esa cama, y no lo voy a hacer. Y ahora me va usted a decir dónde está mi ropa, ¿o es que voy a tener que salir tal como estoy a buscarla?

Me miró, luego se volvió de repente y salió; la puerta se escondió a su paso.

Pero no se escondió cuando quise pasar yo. Estaba aún intentando descubrir el mecanismo, con la seguridad de que si un ingeniero Podía idearlo, Otro ingeniero podría descubrirlo, cuando se volvió a abrir y entró un hombre.

—Buenos días —dijo—. Soy el doctor Albrecht.

Su traje me pareció una especie de cruce entre un domingo Harlem y un picnic, pero sus modales decididos y sus cansados o tenían un aspecto francamente profesional: le creí.

—Buenos días, doctor. Quisiera que me entregasen mi r~

Entró justo lo suficiente para dejar que la puerta se cerrase t él, luego rebuscó por sus ropas y extrajo de ellas un paquete de cigarrillos. Sacó uno, lo sacudió al aire, lo colocó en su boa aspiró: el cigarrillo se encendió. Me ofreció la cajetilla:

—¿Quiere uno?

—Oh, no, gracias.

—Puede hacerlo; no le hará daño.

Meneé la cabeza. Siempre había trabajado con un cigarrillo encendido a mi lado; el progreso de uno de mis trabajos podía juzgado por los desbordantes ceniceros y las quemaduras en tableros de dibujo. Pero ahora me sentía algo mareado a la vista del humo, y me pregunté si durante mis años de sueño no había abandonado mi hábito de fumador.

—Gracias de todos modos.

—Está bien, señor Davis. Hace seis años que estoy aquí. Soy especialista en hipnología, resurrección y demás asuntos semejantes Aquí y en otros lugares he ayudado a ocho mil setenta y ti pacientes a volver de la hipotermia a la vida normal. Usted es número ocho mil setenta y cuatro. Les he visto hacer toda clase cosas raras al volver en sí; raras para los profanos, pero no para t Algunos de ellos quieren volverse a dormir enseguida y me gritan cuando trato de mantenerles despiertos. Algunos consiguen verdaderamente volverse a dormir y tenemos que llevarlos a otra clase institución. Otros empiezan a llorar interminablemente cuando dan cuenta de que ha sido un billete de ida solamente y de que demasiado tarde para regresar a su punto de partida, al año del que salieron. Y algunos, como usted, piden su ropa y quieren salir corriendo a la calle.

—Bueno. ¿Y por qué no? ¿Es que estoy prisionero?

—No. Podemos darle su ropa. Me imagino que la encontra pasada de moda, pero eso es problema suyo. No obstante, mientras la envío a buscar, ¿le importaría a usted decirme qué hay que sea de una urgencia tan terrible que necesita usted atenderlo precisamente en este instante… después de que ha esperado treinta años? ~ es el tiempo que usted ha estado a baja temperatura: treinta años. ¿Es verdaderamente tan urgente? ¿O podría esperar hasta un más tarde, hoy mismo? ¿O incluso hasta mañana?

Me estaba ya precipitando a decir que sí era urgente, cuando me detuve algo avergonzado:

—Quizá no sea tan urgente.

—Entonces, y como un favor para mí, ¿Quiere usted volverse a meter en la cama, permitirme que le examine, desayunar, y quizás hablar conmigo antes de empezar a galopar en todas direcciones? Incluso tal vez pueda indicarle a usted la dirección en que debe galopar.

—Bueno, está bien, doctor. Lamento haberle causado molestias.

Volví a trepar a la cama. Se estaba bien en ella; de repente me sentía cansado y conmocionado.

—Ninguna molestia. Debería usted ver algunos de los casos que se nos presentan. Tenemos que bajarles del techo. —Arregló las cubiertas alrededor de mis hombros, y se inclinó sobre la mesa que formaba parte de la cama—. Aquí, el doctor Albrecht en el diecisiete. Envien un ayudante con el desayuno… minuta cuatro menos.

Se volvió hacia mí y dijo:

—Vuélvase y levántese la chaqueta. Quiero examinarle las costillas. Mientras le veo puede ir haciendo preguntas, si es que lo desea.

Mientras me hurgaba las costillas intenté pensar. Supongo que lo que utilizaba era un estetoscopio, pero aquello más bien parecía un aparato en miniatura para sordos. Pero había una cosa que no había variado; el micrófono que apretó contra mí era tan duro y tan frío como siempre.

¿Qué es lo que uno pregunta al cabo de treinta años? ¿Han llegado ya a las estrellas? ¿Quién está ahora preparando «La Guerra para acabar con las Guerras»? ¿Salen los niños de tubos de ensayo?

—Doctor, ¿hay todavía máquinas para vender confites en las antesalas de los cines?

—La última vez que estuve las había. Pero no dispongo de mucho tiempo para ir al cine. Y de paso sea dicho, ahora no se les llama «cines», sino «agarres».

—¿Por qué?

—Pruébelo. Ya verá por qué. Pero asegúrese de atarse bien al cinturón del asiento; hay momentos en que anulan todo el teatro. Mire, señor Davis; nos encontramos cada día con el mismo problema, de modo que hemos adoptado una rutina. Tenemos vocabularios de adaptación para cada año de entrada, así como sumarios culturales e históricos. Es verdaderamente necesario, pues la desorientación puede ser extrema, por más que hagamos para aliviar el impacto.

—Sí, supongo que así debe ser.

—Segurisimo. Especialmente en un período extremo como el de usted. Treinta anos.

—¿Son treinta años el máximo?

—Sí y no. Treinta y cinco años es el máximo que hemos experimentado, puesto que el primer cliente que fue puesto a subtemperatura lo fue en diciembre de año 1965. Usted es el Durmiente de más tiempo que yo haya despertado. Pero tenemos aquí clientes con contratos de hasta un siglo y medio. No deberían nunca haberle aceptado a usted por treinta anos; entonces no sabían lo bastante. Le arriesgaron mucho la vida. Ha tenido suerte.

—¿De veras?

—De veras. Dé la vuelta. —siguió examinándome y añadió—:

Pero con lo que ahora hemos aprendido estaría dispuesto a preparar a un hombre para un salto de mil años, si es que hubiese alguna manera de financiarlo… Le mantendría durante un año a la temperatura a que usted estaba para comprobar, y luego le haría descender a doscientos bajo cero en un milisegundo. Creo que viviría. Probemos ahora sus reflejos.

Aquel descenso de temperatura no me hacia gracia.

El doctor Albrecht prosiguió:

—Siéntese y cruce las rodillas. La cuestión del idioma no le parecerá difícil. Naturalmente, he tenido buen cuidado de utilizar el vocabulario de 1970; tengo la pretensión de poder hablar en cualquiera de los lenguajes de entrada de mis clientes; los he estudiado en hipnosis. Pero usted podrá hablar el idioma contemporáneo perfectamente dentro de una semana; en realidad solamente se trata de nuevas palabras.

Pensé decirle que por lo menos había utilizado cuatro veces palabras que no se utilizaban en 1970, o por lo menos no se utilizaban en aquel sentido, pero decidí que no seria cortés decírselo.

—Eso es todo de momento —dijo finalmente—. Y de paso, la señora Schultz ha estado tratando de entrar en contacto con usted.

—¿Quién?

—¿No la conoce? Insistió diciendo que era una antigua amiga de usted.

—Schultz —repetí yo—. Me imagino que he conocido a varias señoras Schultz en mi vida, pero la única que recuerdo con exactitud fue mi maestra de cuarto grado. Pero debe haber muerto ya.

—Quizá tomó el Sueño. Bueno, puede usted aceptar el mensaje cuando le parezca bien. Voy a firmar su libertad. Pero si es usted listo de veras se quedará aquí algunos días estudiando reorientación. Le volveré a ver más tarde. ¡Hasta la vista!, como decían en su tiempo. Aquí viene el asistente con el desayuno.

Pensé que era mejor médico que lingüista. Pero dejé de pensar en eso en cuanto vi al asistente, que entró rodando cuidadosamente y evitando chocar con el doctor Albrecht, quien salió sin desviarse y sin preocuparse por su parte de evitar el encuentro.

Se acercó, ajustó la mesa de cama, la hizo oscilar hacia mi, y sobre ella dispuso mi desayuno con gran meticulosidad.

—¿Quiere que le sirva el café?

—Sí, por favor.

Realmente no quería que me lo sirviesen, pues hubiera preferido que se hubiese conservado caliente hasta haber terminado lo demás. Pero quería ver cómo lo servía. Pues estaba deliciosamente asombrado…, era Frank Flexible.

No el modelo primitivo y deslavazado que Miles y Belle me habían robado, naturalmente. Éste se parecía al primer Frank de la misma manera que un rápido a turbinas se parece a los primeros coches sin caballos. Pero uno reconoce su propio trabajo. Rabia fijado la idea original y lo presente representaba la necesaria evolucion… era el bisnieto de Frank, perfeccionado, elegantizado, más eficiente… pero de la misma sangre.

—¿Desea algo más?

—Espera un momento.

Al parecer no debía haber dicho eso, pues el autómata rebuscó en su interior y sacó una hoja de plástico rígida que me entregó. La hoja permaneció atada a él por medio de una delgada cadena de acero. La miré y en ella vi impreso lo siguiente:


CÓDIGO VOCAL —Castor Servicial Modelo XVII-¡ADVERTENCIA IMPORTANTE! Este autómata servicial NO comprende el lenguaje humano. Como es una máquina no comprende absolutamente nada. Pero para conveniencia de ustedes ha sido diseñado de modo que responda a una lista de órdenes habladas. No hará caso de ninguna otra cosa que se diga en presencia suya, o bien (cuando alguna frase se induzca de modo incompleto o de tal modo que se cree un circuito de dilema) ofrecerá esta hoja de instrucciones. Le rogamos la lea cuidadosamente.

Gracias.

Corporación de Autoingenieria Aladino, fabricantes de CASTOR SERVICIAL, DAN DIBUJANTE, BILL CONSTRUCTOR, PULGAR VERDE y CHACHA. Diseñadores y Consultantes en Problemas de Automatismo.

¡A su Servicio!


Este lema aparecía en su marca que representaba a Aladino frotando su lámpara, y a un genio que aparecía.

Bajo aquello había una lista de órdenes sencillas: PARA, ANDA, SI, NO, MÁS DESPACIO, MÁS DE PRISA, VEN AQUÍ, BUSCA UNA ENFERMERA, etcétera. Luego había una lista de tareas corrientes en hospitales, tales como masajes de espalda, y otras de las que nunca había oído hablar. La lista se cerraba abruptamente con la sentencia: «Las rutinas 87 a 242 solamente pueden ser dispuestas por miembros del personal del hospital, por lo cual no se consigna aquí la lista de las restantes frases».

Yo no había provisto al primer Frank Flexible de un código vocal; había que oprimir botones en su tablero de control. No fue porque no hubiese pensado en ello, sino porque el analizador y la central telefónica necesarias hubiesen pesado, abultado y costado más que todo el resto de Frank el Viejo, neto. Pensé que tendría que estudiar algunas cosas de miniaturización y simplificación antes de estar en condiciones de ejercer de ingeniero allí. Pero estaba impaciente por empezar, pues por Castor Servicial podía ver que iba a ser más divertido que nunca; muchas posibilidades nuevas. La ingeniería es el arte de lo práctico y depende más del estado general del arte que del ingeniero individualmente. Cuando llegan los tiempos del ferrocarril se pueden hacer ferrocarriles… pero no antes. Fíjense en el pobre profesor Langley, desesperándose con su máquina voladora que debió volar —aportó ingenio suficiente para ello, pero había llegado justamente unos cuantos años demasiado pronto para disfrutar de los beneficios del arte colateral que necesitaba y del que no pudo disponer—. O tomen al gran Leonardo da Vinci, tan lejos de su tiempo que sus más brillantes ideas eran por completo imposibles de construir.

Iba a ser divertido aquí — quiero decir, «ahora».

Devolví la hoja de instrucciones, salté de la cama y busqué la placa de datos. Casi había esperado ver Muchacha de Servicio al pie de la nota, y me preguntaba si Aladino sería una incorporación filial del grupo Mannix. La placa de datos no indicaba mucho más que el modelo, el número de serie, fábrica, y demás, pero en cambio daba una lista de patentes, unas cuarenta —y la primera, según vi con mucho interés, estaba fechada 1970… casi con seguridad basada en mis dibujos y modelo originales.

Encontré sobre la mesa un lápiz y un bloque de apuntes y anoté el número de aquella primera patente, si bien mi interés era puramente intelectual. Incluso si me la habían robado (y estaba seguro de que me había sido robada), había expirado en 1987-a menos de que hubiesen modificado las leyes de patentes— y solamente serian válidas las concedidas después de 1983.

Pero quería saberlo.

Sobre el autómata se encendió una luz:

—Me llaman. ¿Puedo irme?

—¿Cómo? Claro. Ve corriendo. —Comenzó a sacar la lista de frases, y entonces dije apresuradamente—: ¡Vete!

—Gracias. Adiós. —Y pasó junto a mi.

—Gracias a ti.

—Ha sido un placer.

Quien quiera que fuese que había dictado las respuestas del artefacto, tenía una agradable voz abaritonada.

Me metí en la cama y me comí el desayuno que había dejado enfriar… con la diferencia de que resultó que no se había enfriado. El desayuno cuatro-menos era suficiente para un pájaro de tamaño mediano, pero encontré que era suficiente, a pesar de que me había sentido muy hambriento. Supongo que se me debía haber encogido el estómago. No fue sino después de haber terminado que recordé que aquel era el primer alimento que tomaba desde hacia una generación. Me di cuenta entonces por qué habían incluido una minuta — lo que habría creído ser bacon era en realidad «tiras de levadura a la parrilla, estilo campesino».

Pero a pesar de mi ayuno de treinta años, no estaba pensando en comida; con el desayuno me habían enviado un periódico; el Times del Gran Los Ángeles, del miércoles 13 de diciembre de 2000.

La forma de los periódicos no había cambiado mucho. Aquel era de tamaño pequeño, el papel era satinado en lugar de mate, y las ilustraciones eran o bien en color, o en blanco y negro estereoscópicas. No pude entender cómo funcionaban estas últimas. Desde que yo era pequeño había habido fotografías estéreo que se podían ver con unos visores; de niño me habían fascinado las que sé utilizaban para anunciar alimentos helados, allá hacia los años cincuenta. Pero aquéllas habían requerido un plástico transparente bastante grueso para una red de pequeños prismas: éstas estaban sencillamente impresas en papel delgado. No obstante, tenían profundidad.

Lo dejé correr y miré el resto del periódico: Castor Servicial lo había dispuesto sobre un soporte para la lectura, y al principio pareci6 como silo único que iba a leer era la primera página, pues no sabía encontrar cómo se abría aquel demonio de cosa. Parecía que las hojas se habían congelado.

Por fin toqué accidentalmente la esquina inferior de la derecha, la cual se arrolló y se quitó de delante… alguna especie de fenómeno de carga superficial que se accionaba desde aquel punto. Las otras páginas se fueron apartando limpiamente una tras otra a medida que iba tocando aquel punto.

Por lo menos la mitad del periódico era tan familiar que casi me hizo sentir nostalgia: «Horóscopo del Día, Alcalde inaugura Nuevo Embalse, Las Restricciones de Seguridad están Minando la Libertad de la Prensa, dice N. Y. Solon, Doble Victoria de los Gigantes, El Calor Desacostumbrado hace Peligrar los Deportes de Invierno, Pakistán advierte a la India», etcétera, hasta la saciedad. Todo eso me resultaba comprensible.

Algunas de las otras noticias eran nuevas, pero se explicaban por sí mismas: COMUNICACIÓN CON LA LUNA INTERRUMPIDA POR GEMINIDOS. —La estación de las veinticuatro horas sufre dos perforaciones; no hay desgracias personales; CUATRO BLANCOS LINCHADOS EN LA CIUDAD DE EL CABO. —Se pide la intervención de la ONU; LAS MADRES ADOPTIVAS SE ORGANIZAN EN DEMANDA DE MAYOR PAGA. — Piden que se declare fuera de la Ley a las aficionadas; PLANTADOR DE MISSISSIPI ACUSADO BAJO LA LEY ANTIZOMBIE— Su defensa:

«Esos muchachos no están drogados, sino que son sencillamente estúpidos».

Estaba seguro de que sabía lo que esto último significaba… por experiencia.

Pero algunas de las noticias me resultaban completamente incomprensibles. Las «wogglies» seguían extendiéndose y se habían evacuado tres ciudades francesas más; el Rey estaba considerando la posibilidad de espolvorear el área. ¿El Rey? Claro está que de la política francesa se podía esperar cualquier cosa, pero ¿qué era aquella «Poudre Sanitaire» que pensaban utilizar contra las «wogglies»? —fuesen éstas lo que fuesen—. ¿Quizá radiactiva? Confiaba en que escogerían un día de calma… de preferencia el treinta de febrero. Una vez había yo sufrido una dosis excesiva de radiación, debido a un error de un idiota de técnico de la WAC en Sandia. No había llegado al punto de vómitos sin billete de retorno, pero no recomendaría a nadie una dieta de curies.

La división de Laguna Beach de Los Ángeles había sido equipada con Leycoils, y el jefe de la división advertía a todos los Teddies para que saliesen de la ciudad: «Mis hombres tienen órdenes de actuar primero e investigar después. Hay que terminar con esto».

Eso sólo son ejemplos. Había muchas otras noticias que empezaban bien, pero que luego acababan en lo que para mi era una jerga incomprensible.

Comenzaba a lanzar vistazos a las estadísticas vitales cuando mi mirada se fijó en algunos subtítulos nuevos. Había los ya conocidos de antiguo, de los nacimientos, muertes, matrimonios y divorcios, pero ahora había además «depósitos» y «retiradas», clasificados por Santuarios. Miré el «Sawtelle Cons. Sanct» y encontré allí mi nombre, lo cual me dio una cálida sensación de «pertenencia al lugar».

Pero lo más interesante del periódico eran los anuncios. Uno de los personales me llamó la atención: «Viuda atractiva todavía joven con deseos de viajar desea encontrar caballero de las mismas aficiones. Objeto: contrato de matrimonio para dos años». Pero fueron los anuncios comerciales lo que me absorbió.

La Muchacha de Servicio, así como sus hermanas, y sus tías podían verse por todas partes, y aún utilizaban la marca de fábrica —una muchacha morena con una escoba— que yo había dibujado originalmente para nuestro membrete. Sentí un ligero pesar de haber tenido tanta prisa en desprenderme de mis acciones de Muchacha de Servicio, Inc.: parecía que valdrían más que todo el resto de mi cartera. No, no era eso exacto: si entonces las hubiese conservado junto a mi, aquel par de ladrones se hubiesen apoderado de ellas y hubiesen falsificado una adjudicación a su nombre. En cambio, Ricky lo tenía ahora; y si había enriquecido a Ricky, pues bien, no le podía haber sucedido a persona más simpática.

Me propuse encontrar en seguida a Ricky; lo primero de todo. Era lo único que me quedaba del mundo que había conocido y representaba mucho para mi. ¡Querida Ricky! Si hubiese tenido diez años más no hubiese ni tan sólo mirado a Belle… y no me hubiese cogido los dedos.

Veamos… ¿qué edad debería tener ahora? Cuarenta, cuarenta y uno. No era fácil pensar que Ricky tenía cuarenta y un años. Pero en fin, eso no sería mucha edad para una mujer en estos días — ni siquiera tampoco en aquellos días. A una distancia de diez metros y beberíamos en memoria del querido y divertido dieciocho.

Si era rica le permitiría que me invitase a una copa y beberíamos en memoria del querido y divertido difunto Pet.

Y si algo había ido mal y era pobre a pesar de las acciones que le había adjudicado, entonces… entonces me casaría con ella… Sí, de veras. No importaba que tuviese diez años o así más que yo; en vista de mi historia y de mi obstinación de hacer tonterías, necesitaba alguien mayor que yo que me impidiese hacerlas, y Ricky era precisamente la chica que serviría para eso. Había llevado la casa de Miles, y al mismo Miles, con una seria eficiencia de niña pequeña cuando tenia menos de diez años; a los cuarenta sería exactamente lo mismo, pero suavizada.

Por vez primera desde que me había despertado me sentía realmente confortado, y ya no perdido en un país extraño. Ricky era la solución de todo.

Pero luego una voz en mi interior me dijo:

—Estúpido, no puedes casarte con Ricky porque una muchacha tan dulce como la que iba a ser deberá hacer ya por lo menos veinte años que está casada. Tendrá cuatro críos… quizás un hijo más alto que tú… y evidentemente un marido a quien no le divertirá tu papel de buen viejo tío Danny.

La escuché y me quedé con la boca abierta. Y dije con voz débil:

—Está bien, está bien.

Se me ha vuelto a escapar el tren. Pero a pesar de eso voy a buscarla. Lo peor que pueden hacer es pegarme un tiro. Y, al fin y al cabo, es la única persona que, aparte de mí, comprendía a Pet.

Volví otra página, entristecido de repente ante la idea de haber perdido a Pet y a Ricky. Al cabo de un rato me quedé dormido sobre el periódico y dormí hasta que Castor Servicial o su hermano gemelo me trajo el almuerzo.

Mientras dormía soñé que Ricky me tenía sobre su falda y me decía:

—Todo está arreglado, Danny. Encontré a Pet y ahora nos vamos a quedar los dos. ¿No es verdad, Pet?

—Fsmmi…

Los vocabularios adicionales no fueron difíciles; necesité mucho más tiempo con los sumarios históricos. En treinta años pueden pasar muchas cosas, pero ¿para qué hablar de ellas si todo el mundo las conoce mejor que yo? No me sorprendió enterarme de que la Gran República de Asia nos estaba desplazando del comercio con Sudamérica; desde el tratado de Formosa era algo que se podía prever. Tampoco me sorprendió encontrar a la India más balcanizada que nunca. La idea de que Inglaterra era una provincia de Canadá me hizo reflexionar un momento. ¿Quién era el rabo, y quién el perro? Leí rápidamente lo del pánico del 87; el oro es un maravilloso material para ciertos usos de ingeniería; no podía considerar una tragedia el hecho de que ahora era barato y había dejado de ser una base para el dinero, prescindiendo de cuantos perdieron hasta la camisa en el cambio.

Dejé de leer y pensé en las cosas que se podían hacer con oro barato, con su elevada densidad, buena conductividad, ductilidad extrema… y dejé de pensar cuando me di cuenta de que primeramente tendría que leer la bibliografía técnica. En atómica solamente, seria inapreciable. La manera en que podía ser trabajado, mucho mejor que cualquier otro metal, si se le podía utilizar para miniaturizar, y me detuve nuevamente, moralmente cierto de que Castor Servicial tenía la cabeza atiborrada de oro. Tendría que apresurarme para averiguar qué habían estado haciendo los muchachos de los «cuartos de atrás» mientras yo había estado ausente.

El Sawtelle Sanctuary no disponía de medios que me permitiesen estudiar ingeniería, de modo que le dije al doctor Albrecht que estaba ya dispuesto a salir. Se encogió de hombros, me dijo que era un idiota, y lo aprobó. Pero me quedé aún otra noche: descubrí que estaba agotado sólo con permanecer echado contemplando cómo desfilaban las palabras en un explorador de libros.

Al día siguiente, después del desayuno, me trajeron ropa moderna… y me tuvieron que ayudar a vestir. No es que fuesen muy extrañas en sí mismas (si bien nunca había llevado pantalones de color cereza con extremos acampanados), pero no conseguí utilizar los cierres sin previa instrucción. Me imagino que mi abuelo hubiese tenido la misma dificultad con los cierres cremallera, si no hubiesen sido introducidos progresivamente. Se trataba, naturalmente, de las costuras de cierre Juntafuerte —llegué a creer que tendría que contratar un muchacho para que me ayudase a ir al lavabo, antes de que me hubiera entrado en la cabeza que la adherencia sensible a la presión estaba polarizada axialmente.

Luego casi perdí los pantalones cuando traté de aflojar la cintura. Nadie se rió de mí.

El doctor Albrecht preguntó:

—¿Qué va usted a hacer?

—¿Yo? Primeramente voy a buscar un mapa de la ciudad. Luego voy a buscar un lugar donde dormir. Después no voy a hacer nada durante un tiempo, salvo lectura profesional… quizá durante un año. Doctor, soy un ingeniero atrasado, y no quiero continuar siéndolo.

—Bueno. Pues… buena suerte. No dude en llamarme si le puedo ayudar.

Le ofrecí la mano:

—Gracias, doctor. Ha sido usted espléndido conmigo, aunque quizá no debería hablar de eso hasta que haya consultado la oficina de cuentas de mi compañía de seguros y vea exactamente de qué dispongo. Pero mi intención es no dejarlo solamente en palabras. Las gracias por lo que usted ha hecho por mí deben tener una forma más substancial. ¿Me comprende?

Meneó la cabeza:

—Le agradezco su intención. Pero mis honorarios están cubiertos por mi contrato con el santuario.

—Pero…

—No. No puedo aceptarlo, de modo que le ruego no lo discutamos. —Me dio la mano y añadió—: Adiós. Si se queda en esta pendiente, le llevará a usted a las oficinas principales. —Dudó un momento—: Si al principio las cosas le resultan un poco cansadas, tiene usted derecho a cuatro días más de recuperación y reorientación sin carga adicional, según el contrato de custodia. Está pagado, y tanto vale que lo use usted. Puede usted entrar y salir cuando le plazca.

Sonreí ampliamente:

—Gracias, doctor. Pero ya puede usted asegurar que no pienso volver, salvo para saludarle a usted algún día.

Me bajé y al llegar a la oficina principal le dije quién era a la recepcionista que estaba allí. Me entregó un sobre, el cual vi era una nueva llamada telefónica de la señora Schultz. Aún no la había llamado porque no sabía quién era, y el santuario no permitía ni llamadas telefónicas ni visitas a clientes revividos hasta que ellos mismos las permitían. No hice sino lanzarle una ojeada y meterlo en mi blusa, mientras pensaba que quizás había cometido un error al hacer a Frank Flexible demasiado flexible. Antes las recepcionistas eran muchachas bonitas y no máquinas.

La recepcionista dijo:

—Por aquí, por favor. Nuestro tesorero desea verle.

Pues bien, yo también tenía ganas de verle, de modo que seguí la indicación. Me preguntaba cuánto dinero habría ganado y me felicitaba por haber escogido valores corrientes en vez de jugar sobre «seguro». Sin duda mis acciones habrían bajado durante el pánico del 87, pero ahora deberían haber vuelto a subir —en realidad sabía que un par de ellas valían ahora mucho dinero; había estado leyendo la sección financiera del Times. Todavia llevaba conmigo el periódico, pues me imaginaba que me iba a interesar hacer otras consultas.

El tesorero era un ser humano, a pesar de que realmente parecía un tesorero. Me estrechó rápidamente la mano:

—¿Cómo está usted, señor Davis? Soy el señor Doughty. Siéntese, por favor.

Yo repliqué:

—¿Cómo está, señor Dougty? Probablemente no le entenderé mucho. Dígame solamente lo siguiente: ¿Es que mi compañía de seguros liquida sus contratos a través de esta oficina? ¿O bien debo ir a su oficina principal?

—Por favor, siéntese. Tengo que explicarle algunas cosas.

Me senté. Su ayudante de oficina (otra vez el bueno de Frank) le alcanzó una carpeta, y el señor Doughty dijo:

—Estos son los contratos originales. ¿Le gustaría verlos?

Tenía verdaderas ganas de verlos, pues desde que me había despertado por completo me había estado preguntando si Belle habría encontrado la manera de dar un mordisco a aquel cheque certificado. Un cheque certificado es mucho más difícil de alterar que un cheque personal, pero Belle era una chica muy lista.

Me tranquilizó mucho ver que había dejado inalterados mis depósitos salvo naturalmente por el contrato colateral referente a Pet, que faltaba, así como el que se refería a mis acciones de Muchacha de Servicio. Me imagino que los habría quemado para evitarse preguntas. Examiné con cuidado la docena o más de lugares donde había cambiado Compañía de Seguros Mutuos convirtiéndolo en Compañía de Seguros Master de California.

Sin duda ninguna, aquella muchacha era una verdadera artista. Me imagino que un criminólogo científico armado de un microscopio y de un estéreo comparador y de ensayos químicos, y así sucesivamente, podría haber demostrado que todos aquellos documentos habían sido alterados, pero yo no lo hubiese podido probar. Me preguntaba cómo se las habría arreglado con el dorso del cheque certificado, puesto que los cheques certificados son siempre sobre un papel garantizado indeleble. Pues lo más probable seria que no hubiese intentado borrarlo: lo que una persona puede idear otra puede resolver… y Belle era ciertamente muy ingeniosa.

El señor Dougthy carraspeó. Yo levanté la mirada

—¿Saldamos mi cuenta aquí?

—Sí.

—Entonces lo preguntaré con una palabra: ¿Cuánto?

—Pues… señor Davis, antes de que entremos en esta cuestión, deseo invitarle a que ponga toda su atención en un documento adicional… y en una circunstancia. Aquí está el contrato entre este santuario y la Compañía de Seguros Master de California, respecto a su hipotermia, custodia y revivificación. Observará usted que la totalidad se paga por adelantado. Esto es tanto para protegernos a nosotros, como para protegerle a usted, puesto que garantiza su bienestar mientras está incapacitado. Esos fondos, su totalidad, se ponen en pica en la división del tribunal supremo que entiende en estas cuestiones, y se nos van pagando trimestralmente a medida que las debitamos.

—Bien. Parece un sistema racional.

—Lo es. Protege a los incapacitados. Ahora bien, debe usted comprender con toda claridad que este santuario es una corporación distinta de su compañía de seguros; el contrato de custodia con nosotros era un contrato completamente independiente del de la administración de su patrimonio.

—Señor Doughty. ¿Adónde va usted a parar?

—¿Tiene usted otros valores además de los que confió a la Compañía de Seguros Master?

Lo pensé bien. Había tenido un auto en otros tiempos… pero Dios sabe lo que había sido de él. Al principio del jaleo había cerrado mi cuenta corriente en Mojave, y en aquel atareado día en que terminé en casa de Miles —y en la sopa— había comenzado con quizá treinta o cuarenta dólares en efectivo. Libros , ropas, regla de cálculo —nunca había almacenado trastos— todo aquello había desaparecido.

—Ni tan sólo un billete de autobús, señor Doughty.

—Entonces… lamento mucho tenérselo que decir, pero no tiene usted propiedad de ninguna clase.

Me mantuve quieto mientras mi cabeza daba vueltas y finalmente aterrizaba violentamente.

—¿Qué quiere usted decir? ¡Si algunas de las acciones que adquirí están muy bien! Lo sé; aquí lo dice. —Y le mostré mi ejemplar del Times.

Meneó la cabeza:

—Lo lamento, señor Davis, pero no es propietario de ninguna clase de acciones. Seguros Master quebró.

Me alegré de que me hubiese hecho sentar; me sentía débil:

—¿Cómo ocurrió? ¿Fué durante el Pánico?

—No, no. Fue parte del hundimiento del Grupo Mannix… pero, naturalmente, usted no sabe nada de esto. Sucedió después del Pánico. Pero Seguros Master no se hubiese perdido sino hubiese sido sistemáticamente pillada… destripada, «ordeñada» es la expresión vulgar. Si hubiese sido una sindicatura corriente, algo hubiera podido salvarse. Pero no lo era. Cuando por fin se descubrió ya no quedaba nada más de la compañía sino una cáscara hueca… y los hombres culpables estaban fuera del alcance de la extradición. Ah, si le ha de consolar en algo saberlo, le diré que bajo las leyes actuales aquello no hubiese podido suceder.

No, no me consolaba, y además no lo creía. Mi padre acostumbraba a decir que cuanto más complicada era la ley más oportunidades tenía el estafador.

Pero también decía que una persona prudente debía estar preparada a abandonar el equipaje en cualquier momento. Yo me preguntaba cuántas veces tendría que hacerlo para merecer el calificativo de «prudente»:

—Ah, señor Doughty. Solamente por curiosidad: ¿qué tal le fue a Seguros Mutuos?

—¿La Compañía de Seguros Mutuos? Una firma muy buena. Desde luego, recibieron un buen palo durante el Pánico, lo mismo que todo el mundo. Pero capearon el temporal. ¿Quizá tiene usted una póliza con ellos?

—No.

No ofrecí ninguna explicación; no hubiese servido de nada. No podía dirigirme a Seguros Mutuos, no había llegado nunca a cumplimentar mi contrato con ellos. Tampoco podía demandar a Seguros Master, ya que de nada sirve demandar a un cadáver.

Podia demandar a Belle y a Miles si es que todavía andaban por ahí, pero, ¿para qué hacer el tonto? No tenía absolutamente ninguna prueba.

Y además, no quería demandar a Belle. Valdría más tatuaría de pies a cabeza con la inscripción «Cancelada»… utilizando una aguja despuntada. Luego me referiría a lo que había hecho con Pet. Aún no había pensado el castigo adecuado para eso.

Recordé entonces de repente que era el grupo Mannix a quien Belle y Miles habían estado a punto de vender Muchacha de Servicio Inc., cuando me dieron la patada.

—Señor Doughty —dije—, ¿está usted seguro de que los de Mannix no tienen activo ninguno? ¿No son propietarios de Muchacha de Servicio?

—¿Muchacha de Servicio? ¿Quiere usted decir la firma que se dedica a aparatos automáticos domésticos?

—Si; naturalmente.

—No me parece apenas posible. La verdad es que no es posible en absoluto, puesto que el imperio Mannix, como tal, ya no existe. Naturalmente, no puedo afirmar que no haya habido nunca relación entre los de Mannix y la Corporación de Muchacha de Servicio. Pero aun siendo así, no creo que haya sido gran cosa, pues de lo contrario me figuro que me hubiese enterado.

Dejé correr el asunto. Si Belle y Miles habían sido cogidos en el hundimiento de Mannix, tanto mejor. Pero, por otra parte, si Mannix había poseído y ordeñado a Muchacha de Servicio Inc., había perjudicado tanto a Ricky como a ellos. Y no quería que Ricky saliese perjudicada, cualesquiera que fuesen las demás consecuencias.

—Bueno, gracias por habérmelo dicho por etapas, señor Doughty. Es hora de que me marche.

—No se vaya todavía, señor Davis… aquí, en esta institución, sentimos una responsabilidad para con los nuestros que va más allá de la sencilla letra del contrato. Ya puede usted suponer que su caso no es el primero que se presenta. Nuestro consejo de administración ha puesto un pequeño fondo discrecional a mi disposición para aliviar casos como el presente…

—Nada de limosnas, señor Doughty. De todos modos se lo agradezco.

—No se trata de limosnas, señor Davis. Se trata de un préstamo. Un préstamo personal, podríamos decir. Y créame que nuestras pérdidas en tales préstamos han sido despreciables… y no queremos que salga usted de aquí con los bolsillos vacíos…

Volví a pensarlo. No tenía ni tan sólo lo suficiente para un corte de cabello. Por otra parte, pedir prestado dinero es algo así como tratar de nadar con un ladrillo en cada mano… y un pequeño préstamo es más difícil de devolver que un millón.

Señor Doughty —dije lentamente—. El señor Albrecht me dijo que tenía derecho a cuatro días más de mantenimiento aquí.

—Creo que es cierto, tendría que consultar su ficha. A pesar de que de todos modos no echamos a la gente aunque haya expirado su contrato, si no están preparados.

—Me lo figuro. Pero, dígame ¿qué precio tiene la habitación que ocupaba, como habitación de hospital y pensión?

—¿Cómo? Nuestras habitaciones no se alquilan de esa forma. No somos un hospital; no hacemos sino mantener una enfermería para la recuperación de nuestros clientes.

—Sin duda. Pero lo debe tener usted calculado, aunque no sea más que por razones de contabilidad.

—Mmm… pues si y no. No hacemos nuestros cálculos a base de eso. Hay que tener en cuenta la depreciación, los gastos generales, mantenimiento, reservas, cocina de régimen, personal y demás. Me figuro que seria posible hacer una estimación.

—No se preocupe. ¿A cuánto ascendería una habitación y pensión semejantes en un hospital?

—Es algo un poco fuera de mi ocupación… pero, en fin, me figuro que podríamos decir que alrededor de unos cien dólares por día.

—Me quedaban cuatro días. ¿Quiere usted prestarme cuatrocientos dólares?

No respondió, sino que habló en un código numérico a su asistente mecánico. Luego, ocho billetes de cincuenta dólares pasaron a mi mano.

—Gracias —dije sinceramente mientras me los embolsaba—. Haré todo lo que pueda para que eso no se quede en los libros demasiado tiempo. ¿Al seis por ciento? ¿O está escaso el dinero?

El señor Doughty meneó la cabeza:

—No se trata de un préstamo. En vista de la forma en que lo planteó usted, lo he cargado al tiempo que no ha utilizado.

—¿Cómo? Mire, señor Doughty, no tuve la intención de forzarle. Naturalmente, voy a…

—Por favor. Cuando usted dijo a mi asistente que le entregase esa cantidad le ordené la cargase en cuenta. ¿Quiere usted que nuestros censores de cuentas tengan dolores de cabeza por unos miserables cuatrocientos dólares? Estaba dispuesto a prestarle mucho más.

—Bueno; no puedo discutirlo ahora. Dígame, señor Doughty ¿cuánto dinero representa eso? ¿Cuál es el nivel actual de precios?

—Pues… es una pregunta muy compleja.

—Déme una idea. ¿Qué cuesta comer?

—La comida es bastante razonable. Por diez dólares se puede conseguir un almuerzo muy satisfactorio… si procura elegir restaurantes de precios moderados.

Le di las gracias y salí de allí realmente confortado. El señor Doughty me rercordaba a un pagador del Ejército. Hay dos clases distintas de pagadores: una te enseña el lugar donde el libro dice que no puedes cobrar lo que te corresponde; la otra rebusca en el libro hasta que encuentra un párrafo que te concede lo que necesitas aunque no te corresponda.

Dougthy pertenecía a la segunda clase.

El santuario estaba frente a Los Caminos de Wilshire. Delante había unos bancos y unos macizos de arbustos y flores. Me senté en uno de los bancos para reflexionar y decidir si iba hacia el este o hacia el oeste. Doughty había aparentado indiferencia pero la verdad es que estaba bastante quebrantado, a pesar de que en mis pantalones tenía para las comidas de una semana.

Pero el sol calentaba, y el zumbido de Los Caminos era agradable. Yo era joven (al menos biológicamente) y tenía un par de manos y mi cerebro. Me puse a silbar Hallelujah, Im a bum y abrí el Times por la página de «demandas de personal».

Resistí el impulso de examinar la de «Profesionales Ingenieros» y me dirigí directamente a la de «Varios».

Esa clasificación era muy breve; tanto que por poco no la encuentro.

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