Susan Myers se despertó al lado de Charlie, su marido desde hacía treinta y tres años. Estaba acostada en silencio, en la semioscuridad, procurando no moverse. No quería que él supiera que estaba despierta. No quería hablar con él. A través de los párpados medio abiertos se quedó mirando cómo la cortina iba y venía movida por el viento que entraba por la ventana abierta, que revelaba pequeños retazos del brillante mundo exterior. ¿Tenía algún sentido levantarse? Durante la semana conseguía llenar su tiempo con amigas, compras y compromisos sociales; pero los fines de semana, los domingos en especial, eran largos, aburridos y vacíos. Desde que Charlie se había jubilado, hacía once meses, sus vidas se habían vuelto cada vez más grises y monótonas. La mayor parte de sus amigas tenían a sus hijos y el resto de la familia para tenerlas ocupadas, pero todo lo que ella tenía era a él, y él la aburría. Él parecía feliz sin hacer nada pero ella no lo podía soportar. Él quería deambular por la casa y el jardín, ella quería salir. Ella quería gritarle y chillarle para hacerle entender cómo se sentía, pero sabía que era inútil. Él ni siquiera era consciente de que ella era infeliz.
Allá va, pensó cuando él se movió y se dio la vuelta en la cama. Quizá -sólo quizá- se había dado la vuelta para ponerse de cara a ella, pasar el brazo a su alrededor y decirle que la amaba, y empezar a besarla y a tocarla como solía hacer. Hacía tanto tiempo desde que hicieron el amor por última vez que ella casi había olvidado qué se sentía. Y en las muy raras ocasiones en que ella conseguía ponerlo a tono (en estos días siempre es ella la que tiene que dar el primer paso), él se sobreexcitaba tanto que la pasión, si es que se podía llamar así, generalmente se acababa al cabo de unos desesperadamente escasos y vacíos minutos. Si hacía meses desde la última vez que habían hecho el amor, habían pasado años desde que ella se sintió satisfecha.
¿Quizá, debería tener un lío? Lo había pensado pero nunca había tenido el temple para hacerlo. Charlie probablemente ni se daría cuenta. Había un hombre en una de las clases de baile a las que asistía entre semana al que había pescado mirándola demasiadas veces para que fuera pura coincidencia. La idea de verse con alguien la tentaba, pero sabía que corría un gran riesgo si lo hacía. Le preocupaba que pudiera acabar perdiendo todo por lo que había trabajado con Charlie por una excitación y una aventura momentáneas. A ella le gustaba su gran casa y las ropas caras y todo lo que iba asociado con ello. Le gustaba el alto estatus social que le otorgaba y no quería dejar nada de eso. Pero ¿y si el hombre de la clase de baile le podía dar todo eso y también sexo…?
– ¿Una taza de té?
Así empezaba Charlie todos los días. No «buenos días» o «¿cómo te encuentras hoy?» o «te quiero» o algo parecido. Sólo una corta e impersonal pregunta medio formulada. ¿Debía responder o debía quedarse callada y fingir que seguía durmiendo?
– Sí, gracias -gruñó, aún de espaldas a su marido.
Sintió cómo él retiraba el cobertor y salía de la cama antes de volver a colocar las sábanas en su sitio como hacía siempre. Todo lo que hacía era predecible y seguro. Ella podía prever todos los movimientos que iba a hacer. Sabía que iría al baño contiguo, donde usaría el lavabo, soltaría una ventosidad, pediría disculpas como si hablara consigo mismo y después se lavaría y afeitaría tarareando la misma maldita melodía que tarareaba todas las malditas mañanas. Después se pondría el albornoz, volvería al dormitorio para ponerse las zapatillas, que estaban bajo el pie de la cama, donde las había puesto por la noche, y bajaría a la cocina. Sabía que se pararía en el quinto escalón para abrir las cortinas y quitar el polvo del trofeo de empleado del año que su empresa le otorgó hacía casi quince años…
Cerró los ojos, enterró la cara en la almohada y volvió a pensar en el hombre de la clase de baile. Se sentía vacía y deprimida, atrapada y enojada. A veces deseaba matar a su marido. Eso, decidió, sería la solución a todos sus problemas.
– Hermoso día -dijo Charlie animado al volver al dormitorio con dos tazas de té.
«Siempre es un maldito hermoso día -se gritó Susan silenciosamente a sí misma-. Incluso cuando está lloviendo y en el exterior sopla un viento de fuerza diez dice que es un maldito hermoso día».
– Aquí está tu té, querida.
Ella se encogió bajo los sábanas y se dispuso a mirarlo a la cara. Lo más triste de todo, pensó, era que él no tenía ni la más mínima idea de lo desgraciada que era. En su pequeño mundo de color de rosa todo era perfecto y hermoso. Él no sabía lo vieja e inútil que hacía que se sintiese y probablemente nunca lo sabría. Respiró hondo y se giró para quedar tumbada de espaldas antes de levantar las sábanas y coger el té que le ofrecía.
– He pasado una mala noche -se quejó al mirarlo-. He pasado frío toda la noche. No hacía más que despertarme porque no dejabas de quitarme las mantas.
– Lo siento, mi amor. No me he dado cuenta.
– Y si no me mantenía despierta el frío, lo hacían tus ronquidos.
– No puedo remediarlo. Si hubiera algo que pudiera hacer… Él dejó de hablar. En silencio, se quedó mirando a su mujer, que le devolvía la mirada.
– ¿Qué te pasa? -le preguntó y dio un sorbo a la taza de té. Charlie seguía mirándola.
– Para decirlo bien claro, encuentra cualquier otra cosa a la que mirar -maldijo ella antes de tomar otro sorbo.
Con un súbito manotazo Charlie tiró la taza de las manos de su mujer, que se fue a estampar contra la pared, lanzando chorretones de té que se deslizaron por el empapelado clásico de color rosa pálido. Desconcertada, Susan contempló cómo las gotas del caliente líquido marrón se deslizaban por la pared. «¿Qué demonios le pasa?», se preguntaba. De una forma extraña, se había excitado con esa inesperada demostración de fortaleza y espontaneidad.
Detrás de ella, Charlie se sacó rápidamente el cinturón de su albornoz. Empujándola hacia delante y agarrando con fuerza su hombro con una mano, le dio dos vueltas al cinturón alrededor de su cuello y empezó a apretar. Presa del pánico, con los ojos saliéndose de las órbitas y el cuello ardiendo, Susan luchaba para respirar. Pataleaba y se retorcía bajo las sábanas e intentaba agarrar su cuello en un intento desesperado de quitarse el cinturón. Su fuerza no podía competir con la de él.
Charlie apretó el cinturón más y más, hasta que salió el último aliento del cuerpo de su mujer.