Chris Spencer había estado pavimentando la entrada de Beechwood Avenue durante casi un día y medio y el trabajo no estaba ni mucho menos acabado. Era una chapucilla para Jackie, la amiga de una amiga de su novia. Había empezado ayer por la mañana y ahora, sábado al mediodía, había colocado las dos terceras partes del pavimento. Era un trabajo duro, físico, y hoy estaba solo porque su hermano lo había dejado tirado, que era el que lo ayudaba en este tipo de trabajos. El día era frío pero también seco. Había estado lloviendo a primera hora y se había estado preguntando si renunciar a su habitual sueñecito del sábado por la mañana valía el fajo de billetes que esperaba meterse en el bolsillo.
La carretilla estaba otra vez vacía. Cansado y hambriento, se levantó y se sacudió la arena de las rodillas, dispuesto a cargar más baldosas. Un par de horas más de curro, pensó, y estaría todo terminado, excepto las piezas de piedra que bordeaban el pavimento. Empujó la carretilla hacia la caja medio vacía que se encontraba sobre el parterre que daba a la calle. Había calculado bien las baldosas que harían falta. Sonrió para sí mismo. Le había pedido a Jackie dos cajas y media de baldosas pero parecía que sólo iba a necesitar dos. Cargaría el resto de las baldosas en la parte trasera de la furgoneta y las utilizaría en el próximo trabajo. No era demasiado ahorro, pero todo ayudaba. Todo era beneficio.
Tenía la carretilla a medio cargar cuando la moto se paró a su lado. Era una máquina grande y potente, con un tubo de escape muy ancho y un motor increíblemente ruidoso. Había oído cómo se aproximaba desde el pie de la colina. Debía de ser el hijo de Jackie. Ella había dicho algo sobre que iba a venir a verla esa tarde. Alzó la mirada e hizo un gesto de saludo con la cabeza al motorista mientras éste aparcaba la máquina y la dejaba apoyada en su pie. La figura cubierta de cuero levantó el visor y se quitó el casco.
– ¿Qué tal, tío, cómo va todo? -preguntó-. Me ha dicho mi madre que está quedando muy bien.
– Está casi terminado -contestó Spencer, cargando las últimas baldosas en la carretilla y enderezándose. Estiró la espalda y miró al otro hombre-. Un par de horas y estará acabado. Sólo me falta colocar estas baldosas y rematar el contorno. Creo que es…
Dejó de hablar y se quedó mirando la cara del hijo de Jackie.
– ¿Qué pasa?
Spencer no podía responder. No podía hablar. Lo había asaltado una repentina e indescriptible sensación de pánico y miedo. El corazón le golpeaba en el pecho. Retrocedió un par de pasos hacia la casa y tropezó con el borde de las baldosas que ya había colocado. Se cayó de espaldas. El otro hombre caminó hacia él y extendió la mano para ayudarlo a levantarse.
– ¿Estás bien, tío? ¿Quieres que te traiga un vaso de agua o algo?
Spencer reculó. Se puso en pie, cogiendo un pesado martillo al levantarse. Se lanzó sobre el hijo de Jackie y aferró su cuello con la mano izquierda. Desequilibrados, los dos hombres cayeron al suelo, el hijo de Jackie de espaldas, con Spencer encima de él, inmovilizándolo.
Spencer levantó el martillo, de más de un kilo, y golpeó en medio de la cara al otro hombre, hundiéndole la frente y el puente de la nariz, matándolo casi al instante. Levantó de nuevo el martillo, cubierto de restos humanos, e hizo añicos lo que quedaba de su cara otras cinco veces, dejándole la cabeza prácticamente cóncava, como un balón de fútbol desinflado.
Spencer se levantó y sin aliento se quedó sobre el cuerpo antes de que lo desequilibrasen de nuevo. Jackie, gimiendo como un alma en pena, llegó corriendo desde la entrada de la casa y lo alejó a empujones del cuerpo de su hijo. Chilló y se dejó caer cuando vio el agujero en su cabeza y la masa de huesos astillados y carne machacada donde solía estar su cara. Levantó la mirada hacia Spencer pero todo lo que vio fue el borde ensangrentado del martillo que caía sobre ella.