Título original: Sundiver
Traducción: Rafael Marín Trechera
1.a edición: septiembre 1993
© 1980 by David Brin © Ediciones B, S.A., 1993
Bailen, 84 - 08009 Barcelona (España)
Printed in Spain ISBN: 84-406-3639-3 Depósito legal: BI. 1.380-1993 Impreso por GRAFO, S.A. - Bilbao Diseño cubierta: Jordi Vallhonesta Edicion Digital :ULD
A mis hermanos Dan y Stan, a Arglebargle IV... y a alguien más.
PRIMERA PARTE
Es razonable esperar que en un futuro no demasiado lejano lleguemos a comprender algo tan simple como una estrella.
A. S. EDDINGTON, 1926
TRAS EL SUEÑO-BALLENA
—Makakai, ¿estás preparada?
Jacob ignoró los zumbidos de los motores y válvulas en su crisálida de metal. Permaneció inmóvil. El agua lamió suavemente la nariz bulbosa de su ballena mecánica mientras esperaba una respuesta.
Una vez más comprobó los diminutos indicadores de la pantalla de su casco. Sí, la radio funcionaba. El ocupante de la otra ballena mecánica, medio sumergida a unos pocos metros de distancia, lo había oído todo.
El agua estaba hoy excepcionalmente clara. Al mirar hacia abajo, Jacob pudo ver un pequeño tiburón leopardo al pasar, un poco fuera de sitio en estas profundidades.
—Makakai... ¿estás preparada?
Intentó no parecer impaciente, ni traicionar la tensión que sentía acumularse en su nuca mientras esperaba. Cerró los ojos y se obligó a relajar los músculos rebeldes, uno a uno. Esperó a que su pupila hablara.
— ¡Ssssí... hagámossslo! —trinó por fin la voz borboteante. Las palabras parecían agitadas, como pronunciadas a regañadientes, con esfuerzo.
Un discurso bastante largo tratándose de Makakai. Jacob pudo ver la máquina de entrenamiento de la joven delfín junto a la suya, su imagen reflejada en los espejos que bordeaban su visor. Sus grises aletas metálicas se alzaban y caían levemente con la marea. Débilmente, sin energía, las aletas artificiales se movieron, avanzando bajo la superficie erizada del agua.
Está todo lo dispuesta posible, pensó Jacob. Éste es el momento de averiguar si la tecnología puede sacar a un delfín del Sueño-Ballena.
Volvió a conectar el micrófono.
—Muy bien, Makakai. Sabes cómo funciona la ballena. Ampliará cualquier acción que hagas, pero si quieres que los cohetes intervengan, tendrás que darle la orden en inglés. Para ser justos, yo tendré que silbar en ternario para que la mía funcione.
— ;Ssssí! —siseó la delfín. La gris aleta caudal se alzó y bajó, provocando un torbellino de agua salada.
Medio murmurando una plegaria al Soñador, Jacob tocó el interruptor que liberaba los amplificadores de la ballena mecánica de Makakai y de la suya propia, y luego giró con cautela los brazos para poner en movimiento las aletas. Flexionó las piernas, y las enormes aletas de la cola se sacudieron en respuesta, y su máquina giró inmediatamente y se zambulló.
Jacob intentó corregir su trayectoria pero todo lo que logró fue que la ballena girara aún más. El golpeteo de sus aletas convirtió momentáneamente sus alrededores en una masa de burbujas, hasta que con paciencia, siguiendo un sistema de prueba y error, se enderezó.
Se puso de nuevo en marcha, con cuidado, para ganar la delantera, y luego arqueó la espalda y lanzó una patada. La ballena mecánica respondió con un gran salto en el aire.
La delfín estaba casi a un kilómetro de distancia. Mientras llegaba a la cima de su arco, Jacob la vio caer graciosamente desde una altura de diez metros y zambullirse suavemente en las aguas.
Apuntó al agua con el pico de su casco y el mar se acercó a él como una muralla verde. El impacto hizo que su casco resonara mientras arrancaba tentáculos de algas flotantes y un dorado garibaldi escapaba lleno de pánico tras su zambullida.
Caía demasiado en picado. Jacob juró y pateó dos veces para enderezarse. Las enormes aletas de metal de la máquina golpearon el agua con el empujón rítmico de sus pies, cada uno de ellos enviando una descarga por su espalda, apretujándole contra el denso acolchado del traje. En el momento oportuno, se arqueó y volvió a dar una patada. La máquina salió del agua.
La luz del sol destelló como un misil en su ventanilla izquierda, ahogando con su resplandor el tenue brillo de su diminuto panel de instrumentos. El ordenador del casco trinó suavemente mientras él se retorcía, boca abajo, para golpear de nuevo las brillantes aguas.
Jacob dejó escapar una carcajada de júbilo cuando un banco de pequeñas anchoas plateadas se dispersó ante él.
Sus manos se deslizaron por los controles hasta los mandos de los cohetes, y en la cima de su nuevo arco silbó un código en ternario. Los motores zumbaron, y el exoesqueleto extendió aletas a lo largo de sus costados. Entonces intervinieron los propulsores con un salvaje estallido, lanzando la cabeza acolchada hacia arriba con la súbita aceleración, pinchando la base de su cráneo mientras las olas quedaban atrás, justo bajo su veloz nave.
Llegó junto a Makakai levantando una gran salpicadura. Ella silbó una aguda bienvenida en ternario. Jacob dejó que los cohetes se desconectaran de modo automático y reemprendió el avance puramente mecánico junto a la delfín.
Durante algún tiempo se movieron al unísono. Con cada salto Makakai se volvía más atrevida, ejecutando torsiones y piruetas durante los largos segundos que transcurrían antes de que golpearan el agua. Una vez, en el aire, dejó escapar un poemita obsceno en su lengua, un chascarrillo sin importancia, pero Jacob esperó que lo hubieran grabado en el barco perseguidor. No se había enterado del chiste final con el estrépito de la caída.
El resto del equipo de entrenamiento los seguía en el hovercraft. Durante cada salto, Jacob veía el gran barco, empequeñecido ahora por la distancia, hasta que su impacto lo anulaba todo menos los sonidos del agua al salpicar, los chirridos del sonar de Makakai y el fosforescente color azul gris ante sus ventanillas.
El cronómetro de Jacob indicó que habían pasado diez minutos. No podría seguir el ritmo de Makakai durante más de media hora, cualquiera que fuese la ampliación que usara. Los músculos y el sistema nervioso del hombre no estaban diseñados para esta rutina de saltar e impactar contra el agua.
—Makakai, es hora de que pruebes con los cohetes. Dime si estás lista y los usaremos en el siguiente salto.
Los dos se hundieron en el mar y Jacob hizo maniobrar sus aletas en el agua espumosa para prepararse para la siguiente ronda. Volvieron a saltar.
—Makakai, ahora hablo en serio. ¿Estás lista?
Estaban muy alto. Jacob pudo ver el diminuto ojo de la delfín tras la ventanilla de plástico cuando su máquina-ballena se retorció antes de hundirse en el agua. La siguió un momento después.
—Muy bien, Makakai. Si no me respondes, tendremos que dejarlo ahora mismo.
El agua azul formó una nube de burbujas cuando Jacob se colocó junto a su pupila.
Makakai se retorció y se hundió en vez de prepararse para dar otro salto. Dijo algo en ternario, demasiado rápido para poder seguirlo, algo referido a que Jacob no debería ser tan aguafiestas.
Jacob dejó que su máquina subiera lentamente a la superficie.
—Vamos, querida, usa el inglés. Lo necesitarás si quieres que tus hijos salgan alguna vez al espacio. ¡Y además es tan expresivo! Vamos. Dile a Jacob lo que piensas de él.
Hubo algunos segundos de silencio. Entonces el hombre vio algo que se movía rápidamente por debajo. Se abalanzaba hacia arriba, y justo antes de golpear la superficie, oyó la aguda puya de la voz de Makakai.
— ¡Ssí-gueme, zoquete! ¡Yo vueee-lo!
Sus aletas mecánicas chasquearon con la última palabra, y Makakai saltó del agua dejando detrás una columna de llamas.
Jacob se echó a reír, se zambulló para ganar impulso y luego se lanzó al aire tras su pupila.
Gloria le tendió los datos en cuanto terminó su segunda taza de café. Jacob intentó que sus ojos se concentraran en las líneas irregulares, pero éstas se agitaban de un lado a otro como si fueran olas. Devolvió los datos.
—Los miraré más tarde. ¿Puedes hacerme un resumen? Me tomaría uno de esos bocadillos, si me dejas lavarme.
Ella le lanzó uno de atún con pan de centeno y se sentó en la borda, agarrándose a los lados para compensar el bamboleo del barco. Como de costumbre, apenas llevaba puesto nada. A la joven bióloga, hermosa, con un bonito cuerpo y pelo largo y negro, le sentaba muy bien no llevar apenas nada.
—Creo que tenemos toda la información de ondas cerebrales que nos hacía falta, Jacob. No sé cómo lo lograste, pero la atención de Makakai en inglés fue al menos el doble de lo normal. Manfred cree que ha encontrado suficientes conjuntos sinápticos asociados para hacer grandes avances en su siguiente grupo de mutaciones experimentales. Hay un par de nódulos que quiere expandir en el lóbulo cerebral izquierdo de los hijos de Makakai.
»Mi grupo está satisfecho con lo que tenemos de momento. La facilidad de Makakai con la ballena demuestra que la generación actual puede manejar máquinas.
Jacob suspiró.
—Si esperas que estos resultados persuadan a la Confederación para que cancele la próxima generación de mutaciones, no cuentes con ello. Están asustados. No quieren tener que depender siempre de la poesía y de la música para demostrar que los delfines son inteligentes. Quieren una raza de manipuladores de herramientas analíticos, y dar palabras en clave para activar los cohetes de una ballena mecánica no les servirá. Veinte a uno a que Manfred tendrá que cortar.
Gloria se puso roja.
— ¡Cortar! Son personas, un pueblo con un sueño maravilloso. ¡Los convertiremos en ingenieros y perderemos una raza de poetas!
Jacob dejó el bocadillo y se limpió las migajas del pecho. Lamentaba haber abierto la boca.
—Lo sé, lo sé. También a mí me gustaría que las cosas fueran un poco más despacio. Pero míralo de esta forma. Tal vez los fins podrán expresar algún día con palabras al Sueño-Ballena. No necesitaremos el ternario para discutir del tiempo, ni nuestro argot para hablar de filosofía. Los delfines podrán unirse a los chimpancés y volverán sus narices metafóricas a los galácticos mientras nosotros nos hacemos pasar por adultos dignos.
—Pero...
Jacob alzó la mano para interrumpirla.
—¿Podemos discutirlo más tarde? Me gustaría acostarme un rato, y luego bajar y visitar a nuestra chica.
Gloria frunció un momento el ceño, pero luego sonrió abiertamente.
—Lo siento, Jacob. Debes de estar muy cansado. Pero al menos hoy, por fin, todo ha funcionado.
Jacob se permitió devolverle la sonrisa. Su ancho rostro se llenó de arrugas en torno a la boca y los ojos.
—Sí —dijo, y se puso en pie—. Hoy todo ha salido bien.
—Ah, por cierto, mientras estabas abajo, hubo una llamada para ti. ¡Era un eté! Johnny se puso tan nervioso que apenas se acordó de anotar el mensaje. Creo que está por alguna parte.
Gloria retiró los platos y encontró un trozo de papel. Se lo tendió.
Jacob frunció las pobladas cejas cuando miró el mensaje. Tenía la piel tensa y oscura, mezcla de antepasados y exposición al sol y al agua salada. Los ojos marrones tendían a estrecharse para convertirse en dos finas ranuras cuando se concentraba. Se llevó una mano callosa a su ganchuda nariz amerindia y trató de descifrar la letra del operador de radio.
—Supongo que todos sabíamos que trabajabas con etés —dijo Gloria—. ¡Pero desde luego no esperábamos que uno nos llamara aquí! ¡Especialmente uno que parece un brote gigante de brécol y que habla como si fuera ministro de protocolo!
Jacob alzó la cabeza.
—¿Ha llamado un kantén? ¿Aquí? ¿Dijo su nombre?
—Debería estar por ahí. ¿Eso es lo que era? ¿Un kantén? Me temo que no entiendo mucho de alienígenas. Podría reconocer a un cintiano o un timbrimi, pero éste era nuevo para mí.
—Mm... voy a tener que llamar a alguien. ¡Fregaré los platos más tarde, no los toques! Dile a Manfred y a Wilfred que bajaré dentro de un rato a visitar a Makakai. Y gracias de nuevo. —Sonrió y la tocó suavemente en el hombro, pero al volverse, su expresión se tornó preocupada.
Atravesó la escotilla delantera, con el mensaje en la mano. Gloria se lo quedó mirando durante un instante. Recogió las cartas de datos y le hubiera gustado saber qué haría falta para retener la atención de aquel hombre durante más de una hora, o de una noche.
El camarote de Jacob apenas era un armarito con un estrecho jergón plegable, pero ofrecía intimidad suficiente. Sacó su tele portátil de un pequeño mueble situado junto a la puerta y la depositó sobre la cama.
Lo lógico era que Fagin hubiera llamado simplemente para ser sociable. Después de todo, le interesaba mucho el trabajo con los delfines.
Sin embargo, en algunas ocasiones, los mensajes de los alienígenas sólo habían traído problemas. Jacob pensó en no devolver la llamada del kantén.
Tras un momento de vacilación, pulsó una clave en la tele y se tranquilizó. Cuando llegaba el momento, no podía resistir la oportunidad de charlar con un E.T., en cualquier sitio, a cualquier hora.
Una línea de binario destelló en la pantalla, dando la localización de la unidad portátil a la que llamaba. La Reserva E.T. de La Baja. Tiene sentido, pensó Jacob. Ahí es donde está la Biblioteca. Apareció la advertencia de costumbre prohibiendo a los condicionales establecer contactos con alienígenas. Jacob apartó la mirada con disgusto. Brillantes puntos de estática llenaron el espacio sobre las sábanas y delante de la pantalla, y entonces apareció Fagin, en réplica, a unos pocos centímetros de distancia.
El E.T. parecía exactamente un brote gigante de brécol. Tallos redondos azules y verdes formaban esferas simétricas alrededor de un tronco retorcido y estriado. Aquí y allá diminutos copos cristalinos moteaban algunas ramas, formando un amasijo cerca de la cima en torno a una boca invisible.
El follaje se movió, y los cristales se agitaron ante el paso del aire exhalado por la criatura.
—Hola, Jacob. —La voz de Fagin sonó metálica en medio de la habitación—. Te saludo con alegría y gratitud, y con la austera carencia de formalidad en la que con tanta frecuencia y vehemencia insistes.
Jacob reprimió una carcajada. Fagin le recordaba a un antiguo mandarín, tanto por el tono cantarín de su acento como por el retorcido protocolo que usaba incluso con sus amigos humanos más íntimos.
—Te saludo, Amigo-Fagin, y te deseo lo mejor con todo respeto. Y ahora que hemos acabado con eso, y antes de que digas una sola palabra, la respuesta es no.
Los cristales tintinearon suavemente.
—Jacob! ¡Eres tan joven y sin embargo tan perspicaz! ¡Admiro tu sabiduría y tu habilidad para adivinar el propósito de mi llamada!
Jacob sacudió la cabeza.
—Nada de adulaciones ni de velado sarcasmo, Fagin. Insisto en hablar contigo en inglés coloquial porque es la única forma que tengo de evitar que acabe hecho un lío cada vez que trato contigo. ¡Y sabes muy bien de lo que estoy hablando!
El alienígena se estremeció, ofreciendo una parodia de un encogimiento de hombros.
—Ah, Jacob, debo inclinarme ante tu voluntad y utilizar la altamente estimada honestidad de la que tu especie debería estar orgullosa. Es cierto que hay un pequeño favor que tengo la temeridad de pedir. Pero ahora que me has dado tu respuesta — basada sin duda en ciertas circunstancias pasadas y desagradables, la mayoría de las cuales sin embargo resultaron para bien— simplemente olvidaré el tema.
»¿Sería posible inquirirte cómo avanza tu trabajo con la orgullosa especie pupila "delfín"?
—Oh, sí, el trabajo va muy bien. Hoy hemos conseguido un avance.
—Excelente. Estoy seguro de que no habría sucedido sin tu intervención. He oído decir que tu trabajo es indispensable.
Jacob sacudió la cabeza para despejarse. De algún modo, Fagin había vuelto a tomar la iniciativa.
—Bueno, es cierto que pude ayudar en el problema de la Esfinge de Agua, pero desde entonces mi intervención no ha sido tan especial. Cualquiera podría hacer lo que he estado haciendo últimamente.
— ¡Oh, eso es algo que me resulta muy difícil de creer!
Jacob frunció el ceño. Desgraciadamente era cierto. Y a partir de ahora, el trabajo aquí, en el Centro de Elevación, sería aún más rutinario.
Un centenar de expertos, algunos más cualificados que él en porp-psic, esperaban entrar a formar parte del equipo. El Centro probablemente le mantendría aquí, en parte por gratitud, ¿pero quería de verdad quedarse? Por mucho que amara a los delfines y el mar, últimamente su inquietud iba en aumento.
—Fagin, lamento haber sido tan brusco. Me gustaría saber por qué me has llamado... suponiendo que entiendas que la respuesta probablemente seguirá siendo no.
El follaje de Fagin se agitó.
—Tenía la intención de invitarte a una pequeña y amigable reunión con algunos dignos seres de diversas especies, para discutir un importante problema de naturaleza puramente intelectual. La reunión se celebrará este jueves, en el Centro de Visitantes de Ensenada, a las once. No te comprometerás a nada si asistes.
Jacob reflexionó un instante.
—¿Etés, dices? ¿Quiénes son? ¿De qué tratará esa reunión?
—Ay, Jacob, no tengo libertad para decirlo, al menos por tele. Los detalles tendrán que esperar hasta que vengas el jueves, si lo haces.
Jacob receló al instante.
—Dime, ese «problema» no será político, ¿verdad? Te estás acercando mucho.
La imagen del alienígena permaneció muy quieta. Su masa verdosa se agitó lentamente, como si reflexionara.
—Nunca he comprendido, Jacob —dijo por fin la voz aflautada—, por qué un hombre de tu educación tiene tan poco interés en el juego de emociones y necesidades que llamáis «política». Si la metáfora fuera adecuada, diría que llevo la política «en la sangre». Desde luego, es tu caso.
— ¡Deja a mi familia fuera de esto! ¡Sólo quiero saber si es necesario esperar hasta el jueves para saber de qué va todo este asunto!
El kantén volvió a vacilar.
—Hay aspectos de este asunto de los que no conviene hablar a través de las ondas. Algunas de las facciones más talámicas de tu cultura podrían hacer mal uso del conocimiento si se enteraran. No obstante, déjame asegurarte que tu parte será puramente técnica. Es tu conocimiento lo que deseamos, y las habilidades que has usado en el Centro.
«¡Mentiroso! —pensó Jacob—. Quieres más que eso.»
Conocía a Fagin. Si asistía a aquella reunión, el kantén sin duda trataría de usarlo como cuña para implicarlo en alguna aventura ridiculamente complicada y peligrosa. El alienígena ya se lo había hecho en tres ocasiones anteriores.
Las dos primeras veces a Jacob no le importó. Pero entonces era otra clase de persona, de las que aman esas cosas.
Luego llegó la Aguja. El trauma en Ecuador cambió por completo su vida. No tenía ningún deseo de volver a vivir nada parecido.
Y sin embargo, Jacob se resistía a decepcionar al viejo kantén. En realidad, Fagin nunca le había mentido, y de los E.T. que conocía era el único que realmente admiraba la cultura y la historia humanas. Era físicamente la criatura más extraña que conocía, pero también el único extraterrestre que intentaba con todas sus fuerzas comprender a los terrestres.
Es mejor que le diga a Fagin la verdad, pensó. Si empieza a ejercer demasiada presión, le informaré sobre mi estado mental, los experimentos con auto-hipnosis y los extraños resultados que he estado obteniendo. No presionará demasiado si apelo a su sentido del juego limpio.
—Muy bien —suspiró—. Tú ganas, Fagin. Estaré allí. Pero no esperes que sea la estrella del programa.
La risa de Fagin silbó con un soniquete de flautas. — ¡No te preocupes por eso, Amigo-Jacob! ¡En este programa nadie te confundirá con la estrella!
El sol se hallaba aún sobre el horizonte cuando Jacob recorrió la cubierta superior hacia la piscina donde se encontraba Makakai. Un orbe benigno y sin rasgos distintivos gravitaba, oscuro y anaranjado, entre las nubes dispersas al oeste. Se detuvo en la baranda un momento para apreciar los colores del atardecer y el olor del mar.
Cerró los ojos y permitió que la luz calentara su rostro; los rayos penetraron su piel con amable insistencia. Por fin pasó las dos piernas por encima de la baranda y se dejó caer a la cubierta inferior. Una tensa y enérgica sensación había sustituido el cansancio del día. Empezó a tararear una canción... desafinada, por supuesto.
Una cansada delfín se acercó al borde de la piscina. Makakai le saludó con un poema ternario demasiado rápido para que pudiera entenderlo, pero parecía amistosamente desagradable. Algo referido a su vida sexual. Los delfines llevaban miles de años contando a los humanos chistes obscenos antes de que los hombres por fin comenzaran a criarlos de forma selectiva para desarrollar su cerebro y su habla, y empezaran a comprender. Makakai podía ser mucho más lista que sus antepasados, pero su sentido del humor era estrictamente delfinesco.
—Bien —dijo Jacob—. Adivina quién ha tenido un día muy atareado.
Ella le salpicó, más débilmente que de costumbre, y dijo algo muy parecido a «¡Anda y que te den!».
Pero se acercó más cuando él se agachó para meter la mano en el agua y saludarla.
CAMISAS Y PIELES
Hacía años que los antiguos Gobiernos norteamericanos habían arrasado la Franja Fronteriza para controlar los movimientos hacia y desde México. Se había creado un desierto donde antes se encontraban dos ciudades.
Desde el Vuelco y la destrucción de la opresiva Burocracia de los antiguos Gobiernos sindicados, las autoridades de la Confederación habían conservado aquella zona como parques. La zona fronteriza entre San Diego y Tijuana era ahora una de las áreas arboladas más grandes al sur del Parque Pendleton.
Pero eso estaba cambiando. Mientras conducía su coche alquilado a lo largo de la autopista elevada, Jacob vio signos de que el cinturón volvía a su antiguo cometido. A ambos lados de la carretera había cuadrillas trabajando, talando árboles y erigiendo finos postes a intervalos de cien metros al este y el oeste. Los postes eran vergonzosos. Jacob apartó la mirada.
Una gran pantana y un cartel blanco colgaban donde la línea de postes cruzaba la autopista.
Nueva Frontera: Reserva Extraterrestre de La Baja. Los residentes de Tijuana que son no-ciudadanos deben presentarse al ayuntamiento para sus generosos bonos de reubicación.
—Oderint dum metuant —gruñó Jacob mientras sacudía la cabeza. Que odien mientras teman. No importa que una persona haya vivido en una ciudad toda su vida. Si no tiene derecho a voto, tiene que quitarse de en medio cuando llega el progreso.
Tijuana, Honolulú, Oslo, y otra media docena de ciudades estarían incluidas cuando las reservas de etés aumentaran de nuevo. Cincuenta o sesenta mil condicionales, tanto permanentes como temporales, tendrían que ponerse en marcha para que esas ciudades fueran «seguras» para un millar de alienígenas. La molestia sería pequeña, por supuesto. La mayor parte de la Tierra estaba aún prohibida a los etés, y los no-ciudadanos todavía tenían espacio de sobra. El Gobierno ofrecía también grandes compensaciones.
Pero una vez más había refugiados en la Tierra.
La ciudad apareció de repente en el borde sur de la Franja. Muchas de sus construcciones seguían un estilo español o revival español, pero en general mostraba la experimentación arquitectónica típica de una ciudad mexicana moderna. Los edificios eran blancos y azules. El tráfico a ambos lados de la carretera llenaba el aire con un leve zumbido eléctrico.
Por toda la ciudad carteles metálicos verdes y blancos, como el que había en la frontera, anunciaban el cambio inminente. Pero uno, cerca de la autopista, había sido pintado con spray negro. Antes de que se perdiera de vista, Jacob pudo ver las apresuradas palabras «Ocupación» e «Invasión».
Pensó que la pintada la había hecho un condicional permanente. No era probable que un Ciudadano hiciera algo tan arriesgado, con cientos de formas legales para expresar su opinión. Y un condicional temporal, condenado por algún delito, no querría que su sentencia aumentara. Un temporal tendría la certeza de ser capturado.
Sin duda algún pobre permanente, arriesgándose a ser condenado, había aireado sus sentimientos, sin preocuparse por las consecuencias. Jacob simpatizó con él. Probablemente el C.P. estaba ahora bajo custodia.
Aunque la política no le interesaba especialmente, Jacob procedía de una familia de políticos. Dos de sus abuelos fueron héroes durante el Vuelco, cuando un pequeño grupo de tecnócratas consiguió derribar la Burocracia. La política de la familia hacia las Leyes Condicionales era de vehemente oposición.
Durante los últimos años, Jacob había adquirido la costumbre de evitar los recuerdos del pasado. Sin embargo, ahora una imagen se abrió paso en su mente.
El tío Jeremey estaba dando una charla en la Escuela de Verano en el compuesto del clan Alvares en las montañas de Caracas, en la misma casa donde Joseph Álvarez y sus amigos habían fraguado sus planes treinta años antes. Los primos de Jacob, adoptivos y carnales, escuchaban adoptando expresiones respetuosas por fuera y rebosando de aburrimiento por dentro. Y Jacob jugueteaba en un rincón, deseando poder volver a su habitación y el «equipo secreto» que había ensamblado con su hermanastra Alice.
Suave y confiado, Jeremey aún estaba entonces en plena madurez, y era una voz importante en la Asamblea de la Confederación. Pronto sería el líder del clan Álvarez, deshancando a su hermano mayor James.
El tío Jeremey estaba diciendo cómo la antigua Burocracia había decretado que todo el mundo sería examinado en busca de «tendencias violentas» y que los que no pasaran la prueba estarían bajo constante vigilancia: libertad condicional.
Jacob podía recordar las palabras exactas que pronunció su tío esa tarde, cuando Alice entró en la Biblioteca, con la excitación resplandeciendo en su carita de doce años como algo a punto de convertirse en nova.
—Hicieron grandes esfuerzos para convencer al populacho de que las leyes reducirían la delincuencia —dijo Jeremey con voz baja y grave—. Y tuvieron ese efecto, desde luego. Los individuos con transmisores de radio a menudo se lo piensan dos veces antes de causar problemas a sus vecinos.
»Entonces, como ahora, a los Ciudadanos les encantaron las Leyes Condicionales. No tuvieron ningún problema a la hora de olvidar el hecho de que suprimían todas las garantías constitucionales tradicionales de proceso debido. De todas formas, la mayoría vivía en países que nunca habían conocido esas lindezas.
»Y cuando un fallo en esas leyes permitió a Joseph Alvarez y sus amigos poner boca abajo a los burócratas... bueno, a los jubilosos Ciudadanos les encantaron aún más las pruebas condicionales. A los líderes del Vuelco no les hizo ningún bien sacar el tema en ese momento. Ya tenían bastantes problemas estableciendo la Confederación...
Jacob pensó que iba a gritar. Allí estaba el viejo tío Jeremey farfullando interminablemente sobre todas aquellas tonterías, y Alice —la afortunada Alice, cuya habilidad era arriesgarse a la ira de los mayores y escuchar por el micro intervenido que había colocado en el receptor de espacio profundo de la casa — ... ¿qué era lo que había oído?
¡Tenía que ser una nave espacial! ¡Sería el tercero de los grandes navios en volver! Esa era la única explicación para la llamada a los Reservistas Espaciales o la excitación del ala este, donde los adultos mantenían sus laboratorios y oficinas.
Jeremey estaba todavía exponiendo la continua falta de compasión pública, pero Jacob no le veía ni oía. Mantuvo el rostro rígido e inmóvil mientras Alice se inclinaba sobre él para susurrarle al oído, o más bien para jadearle llena de excitación:
— ¡Alienígenas, Jacob! ¡Traen extraterrestres! ¡En sus propias naves! ¡Oh, Jake, la Vesarius trae etés!
Fue la primera vez que Jacob oyó aquella palabra. A menudo se preguntaba si la había inventado Alice. Recordó que a los diez años se había preguntado si venían para comerse a alguien.
Mientras recorría las calles de Tijuana, se le ocurrió que la pregunta todavía no había sido respondida.
En varios cruces importantes los edificios habían sido demolidos para instalar un irisado «Kiosco de Recreo E.T.». Jacob vio a varios de los nuevos autobuses descubiertos equipados para transportar a humanos y a alienígenas que reptaban, o tenían tres metros de altura.
Al pasar ante el ayuntamiento, Jacob vio a una docena de «pieles» deambulando en piquetes. Al menos parecían pieles: gente vestida con pieles y agitando lanzas de plástico. ¿Quién más se vestiría de esa forma con este clima?
Subió el volumen de la radio de su coche y pulsó el seleccionador de voz.
—Noticias locales —dijo—. Palabras clave: Pieles, ayuntamiento, piquetes.
Tras sólo un momento de retraso, una voz mecánica habló desde detrás del salpicadero con la inflexión levemente defectuosa de un boletín de noticias elaborado por ordenador. Jacob se preguntó si alguna vez arreglarían ese tonillo de voz.
—Noticias. —La voz artificial tenía acento de Oxford—. Resumen: Hoy, lunes 12 de enero de 2246, cero nueve cuarenta y uno, buenos días. Treinta y siete personas se están manifestando de forma legal ante el ayuntamiento de Tijuana. El motivo de su protesta, en síntesis, es la expansión de la Reserva Extraterrestre. Por favor, interrumpa si desea un fax o una presentación verbal de su manifiesto de protesta.
La máquina hizo una pausa. Jacob no dijo nada, preguntándose si le quedaban ganas de oír el resto del resumen. Conocía bien la protesta de los pieles contra las consecuencias de las Reservas: algunos humanos, al menos, no eran adecuados para relacionarse con los alienígenas.
—Veintiséis de los treinta y siete miembros del grupo de protesta llevan transmisores condicionales —continuó el informe—. El resto, naturalmente, son ciudadanos. Esto da una idea de un condicional por cada ciento veinticuatro ciudadanos de Tijuana en general. Por su conducta y forma de vestir, los manifestantes pueden ser descritos como pertenecientes a la llamada Ética Neolítica, popularmente «pieles». Como ninguno de los ciudadanos ha invocado privilegio de intimidad, puede decirse que treinta de los treinta y siete son residentes en Tijuana y el resto visitantes...
Jacob dio un golpecito al botón y la voz murió a mitad de la frase. La escena ante el ayuntamiento había quedado atrás hacía rato, y de todas formas era una historia vieja.
Sin embargo, la controversia sobre la expansión de la Reserva E.T. le recordó que habían pasado casi dos meses desde la última vez que visitó a su tío James en Santa Bárbara. El viejo cascarrabias estaba probablemente metido hasta las orejas en pleitos a favor de la mitad de los condicionales de Tijuana. Pese a ello, se daría cuenta si Jacob se marchaba a hacer un largo viaje sin despedirse, ya fuera a él o a los otros tíos, tías y primos del enorme clan Álvarez.
¿Largo viaje? ¿Qué largo viaje?, pensó Jacob de repente. ¡Yo no voy a ninguna parte!
Pero el rinconcito de su mente que había dejado preparado para ese tipo de cosas había notado algo en esta reunión convocada por Fagin. Sentía expectación, y a la vez el deseo de reprimirla. Las sensaciones habrían sido intrigantes si no fueran ya tan familiares.
Condujo en silencio durante un rato. Pronto la ciudad dio paso al campo, y el tráfico se redujo a un hilillo. Durante los siguientes veinte kilómetros condujo con el calor del sol sobre el brazo, y un puñado de dudas jugando al escondite en su mente.
A pesar de la inquietud que había sentido últimamente, experimentaba cierta resistencia a admitir que era hora de dejar el Centro de Elevación. El trabajo con los delfines y chimpancés era fascinante, y mucho más equilibrado —después de las primeras y tumultuosas semanas, durante el asunto de la Esfinge de Agua— que su antigua profesión de investigador criminologo. El personal del Centro era trabajador y, contrariamente a muchas otras empresas científicas de la Tierra, tenía la moral bien alta. Hacían un trabajo que tenía un enorme valor intrínseco y no quedaría obsoleto instantáneamente cuando la Sucursal de la Biblioteca en La Paz estuviera en pleno funcionamiento.
Pero lo más importante de todo era que había hecho amigos, y esos amigos le habían apoyado durante el último año, cuando empezó el lento proceso de unir las porciones dispersas de su mente.
En especial Gloria. Voy a tener que hacer algo respecto a ella si me quedo, pensó Jacob. Algo más que la camaradería que hemos llevado hasta el momento. Los sentimientos de la muchacha se estaban trasluciendo.
Antes del desastre en Ecuador, la pérdida que le había llevado al Centro en busca de paz y trabajo, Jacob habría sabido qué hacer y habría tenido el valor para hacerlo. Ahora sus sentimientos eran un lío. Se preguntó si alguna vez desearía tener algo más que una relación amorosa casual.
Habían pasado dos largos años desde la muerte de Tania. En ocasiones se había sentido solo, a pesar del trabajo, los amigos, y los juegos siempre fascinantes que practicaba con su mente.
El terreno se volvió marrón y montañoso. Mientras contemplaba los cactus que iba dejando atrás, Jacob se acomodó para disfrutar del lento ritmo del viaje. Incluso ahora, su cuerpo oscilaba levemente con el movimiento, como si todavía se encontrara en el mar.
El océano destellaba azul tras las montañas. Cuanto más lo acercaba la carretera curva al lugar del encuentro, más deseaba estar a bordo de un barco, esperando el regreso de las primeras corcovadas y las colas alzadas de la Migración Gris del año, escuchando la Canción del Líder de las ballenas.
Sorteó una colina para encontrarse con que los aparcamientos a ambos lados de la carretera estaban repletos de pequeños coches eléctricos como el suyo. En la cima de las montañas había docenas de personas.
Jacob acercó su vehículo a la guía automática de la derecha, donde podría circular lentamente y apartar los ojos de la autopista. ¿Qué pasaba aquí? Dos adultos y varios niños bajaron de un coche al lado izquierdo de la carretera, sacando sus prismáticos y sus cestas con la merienda. Estaban claramente excitados. Parecían una familia típica de excursión, pero todos llevaban brillantes túnicas plateadas y amuletos dorados. La mayoría de la gente en las montañas iba vestida de forma similar. Muchos tenían pequeños telescopios, y apuntaban hacia la carretera, a algo que a Jacob le quedaba oculto por la montaña que tenía a la derecha.
La multitud de esa otra montaña vestía atuendos cavernícolas y plumas. Estos CroMagnones Completos estaban comprometidos. Tenían sus propios telescopios, así como relojes de pulsera, radios y megáfonos, junto con sus hachas y lanzas de pedernal.
No era sorprendente que los dos grupos ocuparan colinas opuestas. En lo único en que los camisas y los pieles estaban de acuerdo era en su odio hacia la Cuarentena Extraterrestre.
Un gran cartel cruzaba la autopista entre las dos colinas.
No se admiten Condicionales sin autorización. Los visitantes primerizos deben detenerse en el Centro de Información.
Nada de fetiches ni de atuendos neolíticos. Comprueben los «pieles» en el Centro de Información.
Jacob sonrió. Los «periódicos» habían tenido tema de sobra con esa última orden. Había caricaturas en todos los canales que mostraban a los visitantes de las Reservas obligados a quitarse la piel, mientras un par de etés con aspecto de serpiente observaban atentamente.
Los coches aparcados se apretujaban en la cima. Cuando el automóvil de Jacob llegó a ese punto pudo ver la Barrera.
En un amplio arco de terreno baldío que se extendía de este a oeste corría otra línea de postes con alambradas, esta vez completa. Los colores de muchos de los postes se habían deslucido. El polvo cubría las lámparas redondas que los remataban.
Los ubicuos trazadores-C actuaban aquí y allá como criba visible, permitiendo a los ciudadanos entrar y salir libremente de la Reserva E.T., pero advirtiendo a los condicionales para que se quedasen fuera, y a los alienígenas para que se quedasen dentro. Era un burdo recordatorio de un hecho que la mayoría de la gente ignoraba: que una gran parte de la humanidad llevaba insertados transmisores porque la otra parte, la mayor, no se fiaba de ellos. La mayoría no quería contactos entre los extraterrestres y los que habían sido calificados por un test psicológico como «tendentes a la violencia».
Al parecer, la Barrera hacía bien su trabajo. Las multitudes a ambos lados se hacían más grandes, y los trajes más salvajes, pero la muchedumbre se detenía justo al norte de la línea de postes-C. Algunos de los pieles y camisas eran probablemente ciudadanos, pero se quedaban a este lado con sus amigos, por amabilidad y tal vez en señal de protesta.
La multitud era más densa al norte de la Barrera. Aquí los camisas y pieles hacían gestos a los ocupantes de los vehículos que pasaban. Jacob permaneció en el sistema de guía y miró alrededor, protegiéndose los ojos contra el resplandor del sol y disfrutando del espectáculo.
Un joven a la izquierda, envuelto en satén plateado de la garganta a los pies, alzó una pancarta que decía: «La Humanidad también fue Elevada: ¡Dejad salir a nuestros primos extraterrestres!». Justo frente a él, una mujer llevaba un estandarte atado al palo de la lanza: «Nosotros lo hicimos solos: ¡Etés fuera de la Tierra!».
Ésa era la controversia, en síntesis. El mundo entero esperaba a ver quiénes tenían razón, si los que creían en Darwin o los que seguían a Von Daniken. Los camisas y pieles eran sólo los ejemplos más fanáticos de una polémica que había dividido a la humanidad en dos campos filosóficos. El motivo: «¿Cuál fue el origen del Homo-Sapiens como ser pensante?».
¿O era eso todo lo que representaban los camisas y pieles?
El primer grupo llevaba su amor por los alienígenas a un frenesí seudo religioso. ¿Xenofilia histérica?
Los Neolíticos, con su amor por los atuendos cavernícolas y la sabiduría antigua, ¿basaban sus gritos de «independencia de la influencia E.T.» en algo más básico, tal vez miedo a los desconocidos y poderosos alienígenas? ¿Xenofobia?
Jacob estaba seguro de una cosa: los camisas y pieles compartían su resentimiento. Resentimiento hacia la cauta política de compromiso de la Confederación hacia los E.T. Resentimiento hacia las Leyes Condicionales que mantenía aislados a tantos. Resentimiento hacia un mundo donde el hombre ya no conocía con seguridad cuáles eran sus raíces.
Un hombre viejo y sin afeitar llamó la atención de Jacob. Estaba agachado junto a la carretera, saltaba y señalaba el terreno entre sus piernas, gritando en medio del polvo levantado por la multitud. Jacob redujo la velocidad al aproximarse.
El hombre llevaba una chaqueta de piel y pantalones de cuero. Sus gritos y saltos se volvieron más frenéticos a medida que Jacob se acercaba.
— ¡Doo-Doo! —gritó, como si lanzara un insulto terrible. De sus labios manaba saliva, y otra vez señaló al suelo—. ¡Doo-Doo! ¡Doo-Doo!
Aturdido, Jacob casi detuvo el coche.
Algo voló hacia su cara desde la izquierda y chocó contra la ventanilla del lado del pasajero. Hubo un golpe contra el techo y en cuestión de segundos una andana de piedras roció el coche, creando un tamborileo que resonó en los oídos de Jacob.
Subió la ventanilla de su izquierda, sacó el coche del sistema automático, y aceleró. El débil metal y plástico de la carrocería se agitaba cada vez que era golpeado por un proyectil. De repente unos rostros se asomaron a la ventanilla del lado de Jacob, caras jóvenes y duras con largos bigotes. Los jóvenes corrieron junto al coche mientras éste aceleraba lentamente, golpeándolo con los puños y gritando.
Como la Barrera se hallaba sólo a unos pocos metros de distancia, Jacob se echó a reír y decidió averiguar qué querían. Levantó un poco el pie del acelerador y se volvió para formular una pregunta al hombre que corría junto a él, un adolescente vestido como un héroe de ciencia ficción del siglo xx. La multitud era un destello de pancartas y disfraces.
Antes de que pudiera hablar, el coche fue sacudido por un impacto. Un agujero apareció en el parabrisas y la pequeña cabina se inundó de olor a quemado.
Jacob lanzó el coche hacia la Barrera. La fila de postes pasó zumbando y de repente se encontró solo. Por el retrovisor vio que la multitud se congregaba. Los jóvenes gritaban, alzando los puños y sus mangas futuristas. Jacob sonrió y bajó la ventanilla para saludar.
¿Cómo voy a explicarle esto a la compañía de alquiler?, pensó. ¿Les digo que me atacaron las fuerzas del Emperador Ming o creerán la verdad?
No tenía sentido llamar a la policía. Las autoridades locales serían incapaces de hacer nada sin empezar una Búsqueda-C. Y unos cuantos transmisores-C se perderían sin duda entre tantos. Además, Fagin le había pedido que fuera discreto al asistir a esta reunión.
Bajó las ventanillas para que la brisa se llevara el humo. Hurgó en el agujero de bala con la punta de su meñique y sonrió divertido.
Te ha gustado, ¿eh?, pensó.
Una cosa era dejar correr la adrenalina, y otra muy distinta reírse del peligro. La sensación de diversión ante el incidente de la Barrera preocupaba a una parte de Jacob más que la misteriosa violencia de la multitud, un síntoma surgido de su pasado.
Pasaron un par de minutos, y luego el salpicadero emitió un silbido.
Jacob alzó la cabeza. ¿Un autoestopista? ¿Aquí? Carretera abajo, a menos de medio kilómetro de distancia, un hombre junto al arcén tendía el reloj sobre el sendero de la guía. Dos mochilas descansaban en el suelo junto a él.
Jacob vaciló. Pero aquí, dentro de la Reserva, sólo estaban permitidos ciudadanos. Paró en el arcén, sólo unos metros más allá del hombre.
Había algo familiar en aquel tipo. Era un hombrecito peculiar con un traje gris oscuro, y su panza se agitó cuando levantó las dos pesadas bolsas para acercarlas al coche de Jacob. Su cara sudaba cuando se inclinó sobre la puerta del asiento de pasajeros y se asomó.
— ¡Oh, chico, qué calor! —gimió. Hablaba inglés estándar con fuerte acento—. No me extraña que nadie use el sistema de guía —continuó, secándose la frente con un pañuelo— . Conducen tan rápido para poder captar un poco de brisa, ¿verdad? Pero usted me resulta familiar, debemos habernos encontrado en alguna parte antes. Soy Peter LaRoque... o Pierre, si lo desea. Trabajo para Les Mondes.
Jacob dio un respingo.
—Oh. Sí, LaRoque. Nos conocemos de antes. Soy Jacob Demwa. Suba, sólo voy hasta el Centro de Información, pero allí podrá encontrar un autobús.
Esperaba que su rostro no revelara sus sentimientos. ¿Por qué no había reconocido a LaRoque cuando aún estaba en marcha? Posiblemente no se habría parado.
No es que tuviera nada en concreto contra el hombre, aparte de su increíble ego y su inagotable caudal de opiniones, que lanzaba sobre cualquiera a la menor oportunidad. En muchos aspectos, probablemente era una personalidad fascinante. Desde luego, tenía seguidores en la prensa danikeniana. Jacob había leído varios artículos de LaRoque y le gustaba el estilo, aunque no el contenido.
Pero LaRoque era uno de los miembros de la prensa que le había perseguido durante semanas después de que resolviera el misterio de la Esfinge de Agua, y uno de los menos agradables. La historia final en Les Mondes fue favorable, y bien escrita también. Pero no había merecido la pena soportar tantas molestias.
Jacob se alegró de que la prensa no hubiera podido encontrarle después del fiasco en Ecuador, aquel lío en la Aguja Vainilla. En esa época soportar a LaRoque habría sido demasiado.
Ahora mismo tenía problemas para creerse el afectado acento de «origen» de LaRoque. Aún era más fuerte que la última vez que se vieron, si es que eso era posible.
— ¡Demwa, ah, por supuesto! —dijo el hombre. Depositó sus bolsas tras el asiento de pasajeros y subió al coche—. ¡El creador y suministrador de aforismos! ¡El experto en misterios! ¿Está aquí para jugar a las adivinanzas con nuestros nobles invitados interplanetarios? ¿O quizá va a consultar en la Gran Biblioteca de La Paz?
Jacob volvió a entrar en el sistema de guía, deseando conocer al que había empezado la moda del «Acento de Orígenes Nacionales» para poder estrangularlo.
—Estoy aquí para ofrecer mis servicios como consultor, y mis pupilos incluyen extraterrestres, si eso es lo que quiere saber. Pero no puedo entrar en detalles.
— ¡Ah, sí, cuántos secretos! —LaRoque agitó un dedo juguetonamente—. ¡No debería hablarle así a un periodista! ¡Sus asuntos son mis asuntos! Pero seguro que se está preguntando qué trae al reportero estrella de Les Mondes a este lugar desolado, ¿no?
—La verdad es que me interesa más cómo llegó a hacer autostop en mitad de este lugar desolado.
LaRoque suspiró.
— ¡Un lugar desolado, en efecto! ¡Qué lastima que los nobles alienígenas que nos visitan tengan que permanecer atrapados aquí y en otras tierras yermas como su Alaska!
—Y Hawai, Caracas y Sri Lanka, los Capitolios de la Confederación —dijo Jacob—. Pero en cuanto a cómo llegó a...
—¿Cómo me enviaron a este lugar? ¡Sí, por supuesto, Demwa! Pero tal vez podamos incluso divertirnos con su reputado talento deductivo. ¿No lo adivina?
Jacob reprimió un gruñido. Extendió la mano para sacar el coche del sistema de guía y apretó más fuerte el acelerador.
—Tengo una idea mejor, LaRoque. Ya que no quiere decirme por qué estaba aquí, en medio de ninguna parte, tal vez esté dispuesto a aclararme un pequeño misterio.
Jacob describió la escena de la Barrera. Se saltó el violento final, esperando que LaRoque no hubiera advertido el agujerito en el parabrisas, pero describió con cuidado la conducta del hombre agachado.
— ¡Por supuesto! —exclamó LaRoque—. ¡Me lo pone fácil! Ya conoce las iniciales de esa frase que usan, «Condicional Permanente», esa horrible clasificación que niega a un hombre sus derechos, paternidad, el derecho...
— ¡Mire, ya estoy de acuerdo! Ahórrese el discurso. —Jacob pensó un momento. ¿Cuáles eran las iniciales?—. Oh, creo que ya lo veo.
—Sí, el pobre hombre sólo estaba contraatacando. Los ciudadanos lo llaman cepé... ¿no es simple justicia que él lo acusara de ser dócil y domesticado? ¡De ahí lo de doo-doo!*
Jacob se rió a su pesar. La carretera empezó a curvarse.
—Me pregunto por qué toda esa gente se congregaba ante la Barrera. Parecían estar esperando a alguien.
—¿Ante la Barrera? —dijo LaRoque—. Ah, sí. He oído decir que sucede todos los jueves. Los etés del Centro salen a mirar a los no-ciudadanos, y ellos a su vez van a mirar a un eté. Qué tonto, ¿verdad? ¡Uno no sabe a qué lado arrojar los cacahuetes!
La carretera bordeó una nueva colina y su destino apareció a la vista.
El Centro de Información, a unos pocos kilómetros al norte de Ensenada, era un gran complejo de residencias para los E.T., museos públicos y, ocultos al otro lado, barracones para la patrulla fronteriza. Delante de un amplio aparcamiento se alzaba el edificio principal donde los nuevos visitantes recibían lecciones de Protocolo Galáctico.
La estación estaba en una pequeña meseta, entre la autopista y el océano, con una amplia panorámica de ambos. Jacob aparcó cerca de la entrada principal.
LaRoque, con la cara roja, rumiaba algo. Alzó la cabeza de repente.
—Sólo hacía una broma cuando dije lo de los cacahuetes, ¿sabe? Sólo era una broma.
Jacob asintió, preguntándose qué le pasaba a aquel hombre. Qué extraño.
* Las iniciales en inglés de Condicionado Permanente (Permanent Probationer), suenan a «pipí». En este contexto, «doo-doo», querría decir «caca». (N. del T.)
GESTALT
Jacob ayudó a LaRoque a llevar sus bolsas a la parada del autobús, y luego dio la vuelta al edificio principal para encontrar un sitio donde sentarse. Faltaban diez minutos para la reunión.
Encontró un patio con árboles y mesitas de picnic donde el complejo asomaba a una pequeña bahía. Escogió una mesa para sentarse y descansó los pies en el banco. El contacto con la fría losa de cerámica y la brisa del océano le hizo desaparecer el tono rojo de su piel y el sudor de sus ropas.
Permaneció sentado en silencio durante unos minutos, dejando que los duros músculos de sus hombros y espalda se fueran relajando de la tensión del viaje. Detectó un pequeño barco velero, un balandro con foque y mayor de color más verde que el océano. Entonces dejó que el trance se apoderara de sus ojos.
Flotó. Examinó una a una las cosas que sus sentidos le revelaron y luego las eliminó. Se concentró en sus músculos para evitar la tensión. Lentamente, sus miembros se volvieron flojos y distantes.
Persistió un picor en su muslo, pero sus manos continuaron en su regazo hasta que desapareció por sí mismo. El olor al salitre del mar era agradable, pero al mismo tiempo le distraía. Lo hizo desaparecer. Desconectó el sonido de los latidos de su corazón, escuchándolo con atención hasta que se volvió demasiado familiar para advertirlo.
Como había hecho durante dos años, Jacob guió el trance a través de una fase catártica, donde las imágenes iban y venían de forma sorprendentemente rápida con su dolor curativo, como dos piezas separadas que intentan unirse de nuevo. Era un proceso que nunca le gustaba.
Casi estaba completamente solo. Todo lo que quedaba era un fondo de voces, murmullos subvocales de frases al borde del significado. Por un momento le pareció que podía oír a Gloria y a Johnny discutiendo sobre Makakai, y luego a la propia Makakai parloteando acerca de algo irreverente en argot ternario.
Desvió cada sonido suavemente, esperando uno que llegó, como de costumbre, de forma súbita y predecible: la voz de Tania gritando algo que no podía entender mientras caía, con los brazos extendidos.
Siguió oyéndola mientras caía los treinta kilómetros hasta el suelo, convirtiéndose en una mota diminuta hasta desaparecer, siempre llamando.
La vocecita también desapareció, pero esta vez le dejó más intranquilo que de costumbre.
Una versión violenta y exagerada del incidente en el Límite de Zona destelló en su mente. De repente se encontró de vuelta, esta vez de pie entre los condicionales. Un hombre barbudo vestido como un chamán picto tendió un par de prismáticos y asintió con insistencia.
Jacob los cogió y miró adonde el hombre señalaba. Vio la imagen de un autobús, borrosa por las ondas caloríficas de la calzada.
El autobús se detuvo justo al otro lado de una línea de postes veteados de caramelo que se extendía hasta el horizonte. Cada polo parecía llegar hasta el sol.
Entonces la imagen desapareció. Con la indiferencia que da la práctica, Jacob dejó ir la tentación de pensar en ello y permitió que su mente quedara completamente en blanco.
Silencio y oscuridad.
Descansó en un trance profundo, confiado de que su propio reloj interno le avisaría cuando llegara el momento de emerger. Se movió despacio entre pautas que no tenían ningún símbolo y largos significados familiares que eludían ser descritos o recordados, buscando pacientemente la clave que sabía estaba allí y encontraría algún día.
El tiempo era ahora como cualquier otra cosa perdida en un pasadizo más profundo.
La oscura calma fue taladrada de repente por un brusco dolor que atravesó todo el aislamiento de su mente. Tardó un instante en localizarlo, una eternidad que debió ser la centésima parte de un segundo. El dolor era una brillante luz azul que parecía apuñalar sus ojos hipnotizados a través de sus párpados cerrados. En un instante, antes de que pudiera reaccionar, desapareció. Jacob se debatió durante un momento en su confusión. Intentó concentrarse sólo en despertar a la consciencia mientras un torrente de preguntas llenas de pánico estallaban como bombillas en su mente.
¿Qué artefacto subconsciente era aquella luz azul? ¡Un atisbo de neurosis que se defiende tan ferozmente tiene que significar problemas! ¿Qué miedo oculto he sondeado?
Mientras emergía, recuperó el sentido de la audición.
Se oían pasos delante. Los distinguió de los sonidos del viento y el mar, pero en su trance parecían los suaves pasos que los pies de un avestruz podrían hacer si calzaran mocasines.
El profundo trance se rompió por fin, varios segundos después del estallido subjetivo de luz. Jacob abrió los ojos. Un alto alienígena se encontraba ante él, a varios metros de distancia. Su impresión inmediata fue de altura, blancura y grandes ojos rojos.
Por un momento, el mundo pareció tambalearse.
Las manos de Jacob volaron a los lados de la mesa, y su cabeza se hundió mientras se equilibraba. Cerró los ojos.
¡Menudo trance!, pensó. ¡Siento la cabeza como si fuera a chocar contra la Tierra y salir por el otro lado!
Se frotó los ojos con una mano, y luego alzó cuidadosamente la mirada.
El alienígena estaba aún allí. De modo que era real. Era humanoide, al menos de dos metros de altura. La mayor parte de su delgado cuerpo estaba cubierta por una larga túnica plateada. Las manos, cruzadas en la Actitud de Espera Respetuosa, eran largas, blancas y brillantes.
Su cabeza grande y redonda se inclinó hacia delante. Los ojos rojos, redondos y sin párpados, eran enormes, al igual que la boca. Dominaban el rostro, donde unos cuantos órganos dispersos tenían funciones que Jacob desconocía. Esta especie era nueva para él.
Los ojos brillaban llenos de inteligencia.
Jacob se aclaró la garganta. Todavía tuvo que luchar contra las oleadas de aturdimiento.
—Discúlpeme... Puesto que no hemos sido presentados, yo... no sé cómo tratarle, ¿pero he de suponer que ha venido a verme?
La cabeza grande y blanca asintió.
—¿Pertenece al grupo que el kantén Fagin me pidió que conociera?
El alienígena asintió de nuevo.
Supongo que eso significa que sí, pensó Jacob. Me pregunto si puede hablar, sea cual sea el mecanismo inimaginable que se esconde tras esos labios enormes.
¿Pero por qué estaba aquí esta criatura? Había algo en su actitud...
—¿Debo suponer que pertenece a una especie pupila y espera permiso para hablar?
Los «labios» se separaron levemente y Jacob pudo ver un atisbo de algo brillante y blanco. El alienígena volvió a asentir.
— ¡Bien, entonces hable, por favor! Los humanos somos notablemente breves respecto al protocolo. ¿Cómo se llama?
La voz del alienígena era sorprendentemente grave. Surgió siseando de la amplia boca con un acento bastante fuerte.
—Me llamo Culla, sheñor. Graciash. Me han enviado para ashegurarme de que no eshtaba perdido. Shi quiere venir conmigo, losh otrosh eshtán eshperando. O shi lo prefiere, puede sheguir meditando hashta que llegue el momento previshto.
—No, no, vamos ya. —Jacob se puso en pie, tambaleándose. Cerró los ojos un momento para despejar su mente de los últimos jirones de su trance. Tarde o temprano tendría que dilucidar qué había sucedido, pero ahora tendría que esperar.
—Guíeme.
Culla se volvió y caminó con paso lento y ágil hacia una de las puertas laterales que conducían al Centro.
Al parecer, Culla era miembro de una especie «pupila» cuyo contrato con su especie «tutora» aún estaba vigente. Una raza así tenía un lugar bajo en el orden galáctico. Jacob, todavía sorprendido por lo complicado de los asuntos galácticos, se alegró de que un accidente fortuito hubiera conseguido que la humanidad ocupara un lugar mejor, aunque inseguro, en aquella jerarquía.
Culla le guió hasta una gran puerta de roble. La abrió sin anunciarse y precedió a Jacob hasta la sala de reuniones.
Jacob vio a dos seres humanos y, más allá de Culla, a dos alienígenas: uno bajito y peludo, y el otro aún más pequeño, con aspecto de lagarto. Estaban sentados en cojines entre unos grandes arbustos de interior y un ventanal que daba a la bahía.
Intentó clasificar sus impresiones de los alienígenas antes de que se fijaran en él, pero alguien lo interpeló.
— ¡Jacob, amigo mío! ¡Qué amable por tu parte venir a compartir con nosotros tu tiempo! —Era la voz aflautada de Fagin. Jacob miró rápidamente alrededor.
—Fagin, ¿dónde...?
—Estoy aquí.
Jacob volvió a mirar el grupo junto a la ventana. Los humanos y el E.T. peludo se ponían en pie. El alienígena-lagarto continuó en su cojín.
Jacob ajustó su perspectiva y de repente uno de los «arbustos de interior» se convirtió en Fagin. El follaje plateado del viejo kantén tintineaba suavemente, como movido por la brisa.
Jacob sonrió. Fagin representaba un problema cada vez que se veían. Con los humanoides uno buscaba una cara, o algo que sirviera para el mismo propósito. Normalmente hacía falta algún tiempo para encontrar un lugar donde fijar la vista en los extraños rasgos de un alienígena. Casi siempre había partes de la anatomía a las que uno aprendía a dirigirse como centro de otra consciencia. Entre los humanos, y a menudo entre los E.T., este punto estaba en los ojos.
Los kantén no tenían ojos. Jacob suponía que los brillantes objetos plateados que hacían aquel sonido de campanillas eran los receptores de luz de Fagin. Si era así, tampoco servía de nada. Había que mirar a todo Fagin, no a una cúspide del ego. Eso hizo que Jacob se preguntara qué era más improbable: que le gustara el alienígena a pesar de este inconveniente, o que todavía se sintiera incómodo con él a pesar de tantos años de amistad. El oscuro cuerpo frondoso de Fagin se acercó con una serie de quiebros que hicieron avanzar sucesivas raíces al frente. Jacob le dirigió una inclinación de cabeza medio formal y esperó.
—Jacob Álvarez Demwa, un-Humano, ul-Delfín-ul-Chim-pancé, te damos la bienvenida. Este pobre ser se complace de sentirte hoy de nuevo.—Fagin hablaba con claridad, pero con un soniquete incontrolado que hacía que su acento pareciera una mezcla de sueco y cantones. El kantén hablaba mucho mejor delfín o ternario.
—Fagin, un-Kantén, ab-Linten-ab-Siqul-ul-Nish, Mihorki Keephu. Me complace volver a verte una vez más.
Jacob se inclinó.
—Estos venerables seres han venido a intercambiar su sabiduría con la tuya, Amigo-Jacob —dijo Fagin—. Espero que estés preparado para las presentaciones formales.
Jacob se dispuso a concentrarse en los retorcidos nombres de las especies de cada alienígena, al menos tanto como en su apariencia. Los patronímicos y los múltiples nombres de sus pupilos decían mucho sobre el estatus de cada uno. Asintió, indicando a Fagin que podía empezar.
—Ahora te presentaré formalmente a Bubbacub, un-Pil, ab-Kissa-ab-Soro-ab-Hul-ab-Puber-ul-Gello-ul-Pring, del Instituto Biblioteca.
Uno de los E.T. dio un paso hacia adelante. La impresión inicial de Jacob fue la de un osito de peluche gris de metro y medio de altura. Pero un ancho hocico y un puñado de cilios alrededor de los ojos traicionaban aquella impresión.
¡Éste era Bubbacub, el director de la Sucursal de la Biblioteca! La Biblioteca de La Paz consumía casi todo el exiguo equilibrio de comercio que la Tierra había acumulado en un solo contacto. Incluso así, gran parte del prodigioso esfuerzo de adaptar una diminuta Sucursal «suburbana» a referentes humanos fue donado por el gran Instituto Galáctico de la Biblioteca como caridad, para ayudar a la «atrasada» raza humana a ponerse al día con el resto de la galaxia. Como jefe de la Sucursal, Bubbacub era uno de los alienígenas más importantes de la Tierra. El nombre de su especie también implicaba un alto estatus, superior incluso al de Fagin.
El prefijo «ab» repetido cuatro veces significaba que la especie de Bubbacub había sido conducida a la inteligencia por otra que a su vez había sido nutrida por otra, y así hasta el mítico principio de la época de los Progenitores, y que cuatro de esas generaciones de «Padres» estaban aún vivas en algún lugar de la galaxia. Derivar de una cadena semejante significaba estatus en una difusa cultura galáctica donde las especies que surcaban el espacio (con la posible excepción de la humanidad) había sido sacada del salvajismo semi inteligente por alguna razón previa y viajera.
El prefijo «ul» repetido dos veces significaba que la raza pil había creado a su vez dos culturas propias. También esto suponía estatus.
Lo único que había impedido el completo desdén de la raza humana «huérfana» por parte de los galácticos fue el hecho de que el hombre hubiera creado dos nuevas razas inteligentes antes de que la Vesarius hubiera traído a la Tierra el contacto con la civilización extraterrestre.
El alienígena hizo una leve reverencia, —Soy Bubbacub.
La voz parecía artificial. Procedía de un disco que colgaba del cuello del pil.
¡Un vodor! Así pues, la raza pil requería asistencia artificial para hablar inglés. Por la sencillez del aparato, mucho más pequeño que los utilizados por los visitantes alienígenas cuyas lenguas maternas eran chirridos y trinos, Jacob supuso que Bubbacub podía pronunciar palabras humanas, pero en una frecuencia que los humanos no podían oír. Quiso suponer que el ser era capaz de oírle.
—Soy Jacob. Bienvenido a la Tierra —dijo.
La boca de Bubbacub se abrió y cerró varias veces en silencio.
—Gracias. Me alegro de estar aquí —zumbó el vodor, con palabras entrecortadas.
—Y yo de servirle como anfitrión. —Jacob inclinó la cabeza un poco más de lo que lo había hecho Bubbacub al acercarse. El alienígena pareció satisfecho y se retiró.
Fagin reinició sus presentaciones.
—Estos dignos seres son de tu raza. —Una rama y un puñado de pétalos señalaron vagamente en la dirección de los dos humanos. Un caballero de pelo gris, vestido de tweed, y una hermosa mujer alta y negra, de mediana edad.
—Ahora os presentaré —continuó Fagin—, de la manera informal que prefieren los humanos.
»Jacob Demwa, te presento al doctor Dwayne Kepler, de la Expedición Navegante Solar, y a la doctora Mildred Martine, del Departamento de Parapsicología de la Universidad de La Paz.
El rostro de Kepler quedaba dominado por un grueso bigote retorcido. Sonrió, pero Jacob estaba tan sorprendido que se limitó a responder un monosílabo.
¡La Expedición Navegante Solar! La investigación en Mercurio y en la cromosfera solar había sido últimamente tema de debate en la Asamblea de la Confederación. La facción «Adapta y Sobrevive» decía que no tenía sentido gastar tanto en busca de un conocimiento que podía ser conseguido en la Biblioteca, cuando por la misma cantidad se podía emplear varias veces a un montón de científicos en la Tierra con proyectos inmediatos. No obstante, la facción «Autosuficiente» se había salido de momento con la suya, a pesar de las presiones de la prensa danikenita.
Pero a Jacob la idea de mandar a hombres y naves al interior de una estrella le parecía una enorme locura.
—Kant Fagin fue entusiasta en sus recomendaciones —dijo Kepler. El líder de la expedición sonreía, pero tenía los ojos enrojecidos, hinchados por alguna preocupación interna. Apretó con fuerza la mano de Jacob. Su voz era grave, pero no ocultaba ningún temblor—. Hemos venido a la Tierra sólo de paso. Damos gracias al cielo de que Fagin haya podido persuadirle para que se reúna con nosotros. Esperamos que pueda unirse a nosotros en Mercurio y concedernos su valiosa experiencia en el contacto interespecies.
Jacob se quedó sorprendido. ¡Oh, no, esta vez no, monstruo vegetal! Quiso volverse y mirar a Fagin, pero incluso la informalidad humana requería que atendiera a esta gente y charlara con ella. ¡Nada menos que Mercurio!
El rostro de la doctora Martine adoptó fácilmente una sonrisa agradable, pero cuando le estrechó la mano parecía un poco aburrida.
Jacob se preguntó si podía inquirir qué tenía que ver la parapsicología con la física solar sin dar a entender que le interesaba, pero Fagin se lo impidió.
—Interrumpo, como se considera aceptable en las conversaciones formales entre los seres humanos cuando se produce una pausa. Queda un digno ser por presentar.
Jacob confió en que este eté no fuera de los hipersensibles. Se volvió hacia el lugar donde se hallaba el extraterrestre con aspecto de lagarto, a su derecha, junto al mosaico multicolor de la pared. Se había levantado del cojín y se acercaba a ellos sobre sus seis patas. Tenía menos de un metro de longitud y unos veinte centímetros de altura. Caminó junto a él sin siquiera mirarlo y se puso a frotarse contra la pierna de Bubbacub.
—Ejem —dijo Fagin—, Eso es una mascota. El digno ser a quien estás a punto de conocer es el estimable pupilo que te condujo a esta sala.
—Oh, lo siento —Jacob sonrió, y luego se obligó a adoptar una expresión seria.
—Jacob Demwa, un-Humano, ul-Delfín-ul-Chimpancé, te presento a Culla, un-Pring, ab-Pil-ab-Kisa-ab-Soro-ab-Hul-ab-Puber, Ayudante de Bubbacub en las Bibliotecas y Representante de la Biblioteca en el Proyecto Navegante Solar.
Tal como Jacob esperaba, el nombre sólo tenía patronímicos. Los pring carecían de pupilos propios. Sin embargo, pertenecían a la línea puber/soro. Algún día tendrían un elevado estatus como miembros de ese linaje antiguo y poderoso. Jacob había advertido que la especie de Bubbacub también procedía de los puber/soro y deseó poder recordar si los pila y los pring eran tutor y pupilo.
El alienígena dio un paso al frente, pero no le ofreció la mano. Las suyas eran largas y tentaculares, con seis dedos al final de sus brazos largos y finos. Parecían frágiles. Culla despedía un leve olor, como de heno recién cortado, que no era del todo desagradable.
Los grandes ojos columnarios destellaron mientras Culla se inclinaba para hacer la presentación formal. Los «labios» del E.T. se retiraron para mostrar un par de cosas blancas y brillantes, parecidas a dientes capaces de cortar y aplastar, una arriba y otra abajo. Los labios parcialmente prensiles unieron las cuchillas con un blanco «¡clack!» de porcelana.
Eso no puede ser un gesto amistoso, pensó Jacob, estremeciéndose. El alienígena posiblemente enseñaba los dientes para imitar una sonrisa humana. La visión era perturbadora y al mismo tiempo intrigante. Jacob se preguntó para qué eran. También esperó que Cuña mantuviera sus labios quietos en adelante.
—Soy Jacob —dijo, asintiendo levemente.
—Yo shoy Culla, sheñor —replicó el alienígena—. Shu Tierra esh muy agradable. —Los grandes ojos rojos eran ahora sombríos. Culla retrocedió.
Bubbacub le condujo de nuevo a los cojines junto a la ventana. El pequeño pil se colocó en posición inclinada, con sus manos cuadrateralmente simétricas colgando sobre los lados del cojín. La «mascota» le siguió y se acurrucó a su lado.
Kepler avanzó y habló, vacilante.
—Lamento haberle sacado de su importante trabajo, señor Demwa. Sé que ya está muy comprometido... sólo espero que podamos persuadirle de que nuestro pequeño... problema merece su tiempo y es digno de su talento. —Las manos del doctor Kepler se retorcieron sobre su regazo.
La doctora Martine contempló la inquietud de Kepler con una expresión entre paciente y divertida. Aquí había matices que molestaron a Jacob.
—Bueno, doctor Kepler, Fagin debe de haberle dicho que desde la muerte de mi esposa me he retirado de los «asuntos misteriosos», y en este momento estoy muy ocupado, probablemente demasiado para implicarme en un largo viaje fuera del planeta...
La cara de Kepler mostró tanta decepción que de repente Jacob se sintió conmovido.
—... sin embargo, ya que Kant Fagin es un individuo perspicaz, escucharé con mucho gusto a todo aquél que me traiga, y decidiré sobre los méritos del caso.
— ¡Oh, encontrará este caso interesante! No hago más que decir que necesitamos savia nueva. Y, por supuesto, ahora que los Administradores nos han permitido traer algunos consejeros...
—Vamos, Dwayne —dijo la doctora Martine—. No está siendo justo. Yo llegué como consejera hace seis meses, y Culla proporcionó los servicios de la Biblioteca incluso antes. Ahora Bubbacub ha accedido amablemente a aumentar el apoyo de la Biblioteca y venir con nosotros en persona a Mercurio. Creo que los Administradores están siendo más que generosos.
Jacob suspiró.
—Desearía que alguien me explicara de qué va todo esto. Usted por ejemplo, doctora Martine, tal vez podría explicarme cuál es su trabajo... ¿en Mercurio? —Le costó trabajo decir «Navegante Solar».
—Soy consejera, señor Demwa. Me contrataron para que llevara a cabo pruebas psicológicas y parapsicológicas sobre la tripulación y el entorno de Mercurio.
—¿He de entender que tenían relación con el problema que ha mencionado el doctor Kepler?
—Sí. Al principio se pensó que los fenómenos eran un truco o alguna clase de alucinación de masas. He eliminado ambas posibilidades. Ahora está claro que son reales o que tienen lugar en la cromosfera solar.
»Durante los últimos meses he estado diseñando experimentos psi para llevarlos a las inmersiones solares. También he estado ayudando como terapeuta a varios miembros del personal del proyecto; las tensiones de llevar a cabo esta clase de investigación solar se han reflejado en muchos hombres.
Martine parecía competente, pero había algo en su actitud que molestaba a Jacob. Impertinencia, tal vez. Jacob se preguntó qué más había en su relación con Kepler. ¿Era también su terapeuta personal?
¿Y estoy aquí para satisfacer el capricho de un gran hombre enfermo al que hay que seguir la corriente? La idea no era muy atractiva. Ni la perspectiva de verse implicado en política.
¿Por qué Bubbacub, jefe de toda la Sucursal de la Biblioteca en la Tierra, está implicado en un oscuro proyecto terrestre? En algunos aspectos, el pequeño pil era el extraterrestre más importante del planeta, aparte del embajador timbrimi. En comparación con su Instituto de la Biblioteca, la organización galáctica más grande e influyente, el Instituto de Progreso de Fagin parecía una barraca de feria. ¿Había dicho Martine que iba a ir a Mercurio?
Bubbacub contemplaba el techo, ignorando aparentemente la conversación. Su boca se movía como si cantara algo en una escala inaudible para los humanos.
Los brillantes ojos de Culla observaban al pequeño Jefe de la Biblioteca. Tal vez podía oír la canción, o tal vez también a él le aburría la conversación hasta el momento.
Kepler, Martine, Bubbacub, Culla... ¡nunca había creído que algún día estaría en una sala donde Fagin sería el menos extraño!
El kantén se agitó. Fagin estaba claramente excitado. Jacob se preguntó qué podría haber sucedido en el proyecto Navegante Solar para ponerlo así.
—Doctor Kepler, es posible que pudiera encontrar tiempo para ayudarles. —Jacob se encogió de hombros—. ¡Pero primero sería muy interesante averiguar de qué va todo esto!
Kepler sonrió.
—Oh, ¿no he llegado a decirlo? Oh, cielos. Supongo que últimamente evito pensar en el tema... Estoy todo el día dando vueltas a lo mismo...
Se enderezó e inspiró profundamente.
—Señor Demwa, parece que el sol está habitado.
SEGUNDA PARTE
En épocas prehistóricas, la Tierra fue visitada por seres desconocidos procedentes del cosmos. Estos seres desconocidos crearon la inteligencia humana por medio de mutaciones genéticas deliberadas. Los extra-terrestres recrearon a los homínidos «a su propia imagen». Por eso nosotros nos parecemos a ellos y no ellos a nosotros.
ERICH VON DANIKEN,
Recuerdos del futuro
Las actividades mentales sublimes, como la religión, el altruismo y la moralidad, son fruto de la evolución, y tienen una base física.
EDWARD O. WILSON,
Sobre la naturaleza humana Harvard University Press
IMAGEN VIRTUAL
La Bradbury era una nave nueva. Utilizaba tecnología muy avanzada respecto a la de sus predecesoras en la línea comercial, pues podía despegar del nivel del mar por sus propios medios en vez de ser transportada hasta la estación en lo alto de una de las «Agujas» ecuatoriales colgada de un globo gigante. La Bradbury era una enorme esfera, titánica según los primeros modelos.
Éste era el primer viaje de Jacob a bordo de una nave con energía de la ciencia de mil millones de años de antigüedad de los galácticos. Contempló desde la cabina de primera clase cómo la Tierra iba quedando atrás, y la Baja California se convertía primero en una costilla marrón, separando dos mares, y luego un simple dedo a lo largo de la costa de México. El panorama era espectacular, pero un poco decepcionante. El rugido y la aceleración de un avión transcontinental o la lenta majestuosidad de un zepelín crucero eran más románticos. Y las pocas veces que había salido de la Tierra, subiendo y bajando en globo, tenía las otras naves para contemplar, brillantes y atareadas, mientras flotaban hacia la Estación de Energía o volvían en el presurizado interior de una de las Agujas.
Ninguna de las grandes Agujas era aburrida. Las finas paredes de cerámica que contenían las torres de cuarenta kilómetros a niveles de presión del mar habían sido pintadas con gigantescos murales, grandes pájaros en vuelo y batallas espacíales de pseudociencia-ficción copiadas de las revistas del siglo xx. Nunca resultaban claustrofóbicas.
Con todo, Jacob se alegraba de estar a bordo de la Bradbury. Algún día tal vez visitara, por nostalgia, la Aguja Chocolate, en la cima del monte Kenya. Pero la otra, la de Ecuador... Jacob esperaba no tener que volver a ver la Aguja Vainilla nunca más.
No importaba que la gran torre estuviera sólo a un tiro de piedra de Caracas. No importaba que le dieran la bienvenida de un héroe, si iba allí alguna vez, pues era el hombre que había salvado la única maravilla de la ingeniería terrestre que llegó a impresionar a los galácticos.
Salvar a la Aguja le había costado a Jacob Demwa su esposa y una gran porción de su mente. El precio había sido demasiado elevado.
La Tierra se había convertido en un disco cuando Jacob se dispuso a buscar el bar de la nave. De repente le apetecía disfrutar de compañía. No se sentía así cuando subió a bordo. Lo había pasado mal poniendo excusas a Gloria y los demás del Centro. Makakai se había enfadado. Además, muchos de los materiales de investigación sobre Física Solar que había pedido no habían llegado, y habría que enviarlos a Mercurio. Finalmente había acabado por enfadarse consigo mismo por haberse dejado convencer para participar en este asunto.
Avanzó a lo largo del corredor principal, en el ecuador de la nave, hasta que encontró el salón, atestado de gente y tenuemente iluminado. Se abrió paso entre los grupitos que charlaban y los pasajeros que se acercaban a la barra a beber.
Unas cuarenta personas, muchas de ellas trabajadores contratados para operar en Mercurio, se congregaban en el salón. Bastantes de ellos, que habían bebido demasiado, hablaban en voz alta a sus vecinos o simplemente se quedaban atontados. Para algunos, marcharse de la Tierra había sido muy duro.
Unos pocos extraterrestres descansaban en cojines en un rincón aparte. Uno de ellos, un cintiano de piel brillante y gruesas gafas de sol, estaba sentado frente a Culla, que asentía en silencio mientras sorbía con una pajita lo que parecía ser una botella de vodka.
Había varios humanos cerca de los alienígenas, algo típico de los xenófilos que se agarraban a cada palabra que captaban en una conversación de extraterrestres y esperaban ansiosamente su oportunidad de hacer preguntas.
Jacob pensó en abrirse paso entre la multitud para llegar al rincón. Tal vez conociera al cintiano. Pero había demasiadas personas en aquella parte de la sala. Decidió tomar una copa y ver si alguien había empezado a contar historias.
Pronto formaba parte de un grupo que escuchaba a un ingeniero de minas que contaba una historia terriblemente exagerada de derrumbes y rescates en las profundas minas Herméticas. Aunque tuvo que esforzarse para oír por encima del ruido, Jacob estaba ya pensando que podía ignorar el dolor de cabeza que se aproximaba, al menos lo suficiente para escuchar el final de la historia, cuando un dedo en sus costillas le hizo dar un respingo.
— ¡Demwa! ¡Es usted! —chilló Fierre LaRoque—. ¡Qué suerte! Viajaremos juntos, y ahora siempre tendré alguien con quien poder intercambiar opiniones.
LaRoque llevaba una brillante túnica suelta. Blue Pur Smok flotaba en el aire, surgido de la pipa que chupaba con ansia.
Jacob trató de sonreír, pero como alguien le estaba pisando, fue más parecido a un rechinar de dientes.
—Hola, LaRoque. ¿Por qué va a Mercurio? ¿No le interesarían más a sus lectores las historias sobre las excavaciones peruanas o...?
—¿O similares pruebas dramáticas de que nuestros antepasados primitivos fueron creados por antiguos astronautas? —interrumpió LaRoque—. ¡Sí, Demwa, esa evidencia será pronto tan abrumadora que incluso los píeles y los escépticos que se sientan en el Consejo de la Confederación verán el error de sus conceptos!
—Veo que lleva la camisa —Jacob señaló la túnica plateada de LaRoque.
—Llevo la túnica de la Sociedad Daniken en mi último día en la Tierra, honrando a los arcanos que nos dieron el poder para salir al espacio. —LaRoque agarró la pipa y el vaso en una mano y con la otra alisó el medallón y la cadena de oro que colgaban de su cuello.
Jacob pensó que el efecto era demasiado teatral para tratarse de un hombre adulto. La túnica y las joyas parecían afeminadas, en contraste con los modales toscos del francés. Sin embargo, tuvo que admitir que iban bien con el tono afectado.
—Oh, vamos, LaRoque —sonrió Jacob—. Incluso usted tiene que admitir que salimos al espacio por nuestros propios medios, y que fuimos nosotros quienes descubrimos a los extraterrestres, no ellos a nosotros.
— ¡No admito nada! —respondió LaRoque acaloradamente—. ¡Cuando demostremos que somos dignos de los Tutores que nos dieron la inteligencia en el pasado, cuando ellos nos reconozcan, entonces sabremos cuánto nos han ayudado a escondidas durante todos estos años!
Jacob se encogió de hombros. No había nada nuevo en la controversia pieles-camisas. Un bando insistía en que el hombre debería sentirse orgulloso de su herencia única como raza autoevolucionada, por haber conseguido la inteligencia de la propia Naturaleza en la sabana y en las costas del este de África. El otro bando sostenía que el homo sapiens, igual que cualquier otra clase de seres inteligentes conocidos, era parte de una cadena de elevación genética y cultural que se remontaba a los míticos inicios de la galaxia, la época de los Progenitores.
Muchos, como Jacob, eran cuidadosamente neutrales en el conflicto, pero la humanidad, y las razas de pupilos de la humanidad, esperaban el resultado con interés. La arqueología y la paleontología se habían convertido en los grandes entretenimientos desde el Contacto.
Sin embargo, los argumentos de LaRoque eran tan rancios que podrían usarse para hacer tostadas. Y el dolor de cabeza de Jacob empeoraba.
—Eso es muy interesante, LaRoque —dijo mientras se retiraba — . Tal vez podamos discutirlo en otra ocasión...
Pero LaRoque no había terminado todavía.
—El espacio está lleno de sentimiento neandertalense, ¿sabe? ¡Los hombres a bordo de nuestras naves prefieren llevar pieles de animales y gruñir como monos! ¡Ignoran a los Antiguos y desprecian a la gente sensata que practica la humildad!
LaRoque reforzó su razonamiento apuntando a Jacob con la caña de su pipa. Jacob retrocedió, intentando ser amable, aunque le costaba trabajo.
—Bueno, creo que eso es ir demasiado lejos, LaRoque. ¡Está usted hablando de astronautas! La estabilidad emocional y política son los criterios principales para su selección...
— ¡Aja! No sabe de lo que está hablando. Bromea, ¿verdad? ¡Sé un par de cosas sobre la «estabilidad emocional y política» de los astronautas!
»En alguna ocasión se las contaré —continuó—. ¡Algún día se conocerá toda la historia del plan de la Confederación para aislar a gran parte de la humanidad de las razas mayores, y de su herencia en las estrellas! ¡Todos esos pobres «indignos de confianza»! ¡Pero entonces será demasiado tarde para sellar la filtración!
LaRoque resopló y exhaló una nube de Blue PurSmok en dirección de Jacob. Éste sintió una oleada de náusea.
—Sí, LaRoque, lo que usted diga. Ya me lo contará en alguna ocasión —se dio la vuelta.
LaRoque se le quedó mirando un momento, luego sonrió y palmeó la espalda de Jacob mientras se dirigía a la puerta.
—Sí —dijo—. Se lo contaré. Pero mientras tanto, será mejor que se acueste. No parece encontrarse muy bien. ¡Adiós! —dio otra palmada a la espalda de Jacob, y luego se dirigió a la barra.
Jacob se acercó a la portilla más cercana y apoyó la cabeza contra el cristal. Estaba frío y le ayudó a aliviar su dolor de cabeza. Cuando abrió los ojos, la Tierra no estaba a la vista... sólo un gran campo de estrellas, brillantes e inmóviles en la negrura. Las más brillantes estaban rodeadas por rayos de difracción, que podía aumentar o reducir entornando los ojos. A excepción del brillo, el efecto no era distinto a contemplar las estrellas desde el desierto. No parpadeaban, pero eran las mismas.
Jacob sabía que debería sentir más. Las estrellas vistas desde el espacio deberían ser más misteriosas, más... «filosóficas».
Una de las cosas que mejor podía recordar sobre su adolescencia era el rugido asolopsístico de las noches estrelladas. No se parecía en nada a la sensación oceánica que ahora conseguía a través de la hipnosis. Era como sueños medio recordados de otra vida.
Encontró a Bubbacub, Fagin y al doctor Kepler en la cubierta principal. Kepler le invitó a unirse a ellos.
El grupo estaba reunido alrededor de un puñado de cojines junto a las portillas. Bubbacub llevaba con él una copa de algo que parecía desagradable y olía mal. Fagin caminaba despacio, retorciéndose sobre sus raíces, sin llevar nada encima.
El grupo de portillas que corrían por la curvada periferia de la nave quedaba interrumpido por un gran disco circular, como un ventanal redondo y gigantesco, que tocaba suelo y techo. La parte lisa se alzaba un palmo en la sala. Lo que había dentro quedaba oculto tras un panel.
—Nos alegramos de que lo consiguiera —ladró Bubbacub a través de su vodor. Estaba tendido en uno de los cojines y, tras decir esto, metió el hocico en la copa que llevaba e ignoró a Jacob y a los demás. Jacob se preguntó si el pil intentaba ser sociable, o si ése era su encanto natural.
Consideraba a Bubbacub masculino, aunque no tenía ni idea de su auténtico género. Aunque Bubbacub no llevaba ropas, aparte del vodor y una bolsita, lo que Jacob podía ver de la anatomía del alienígena sólo servía para confundirle. Había aprendido, por ejemplo, que los pila era ovíparos y no amamantaban a sus crías. Pero una fila de algo que parecían tetillas le corría como una hilera de botones de la garganta a la entrepierna. Ni siquiera podía imaginar cuál era su función. La Red de Datos no las mencionaba. Jacob había pedido a la Biblioteca un sumario más completo.
Fagin y Kepler hablaban sobre la historia de las naves solares. La voz de Fagin sonaba ahogada porque su follaje superior y su aparato fonador rozaban contra los paneles a prueba de sonido del techo. (Jacob esperó que el kantén no tuviera tendencia a la claustrofobia. Pero, de todas formas, ¿a qué temían los vegetales? A que se los comieran, supuso. Se preguntó por las conductas sexuales de una raza que para hacer el amor precisaba unos intermediarios parecidos a abejas domesticadas.)
— ¡Entonces, esas magníficas improvisaciones, sin la menor ayuda exterior, les permitieron llevar paquetes de instrumentos hasta la misma fotosfera! —decía Fagin—. ¡Es de lo más impresionante y me maravillo, tras los años que llevo aquí, de no haberme enterado de esta aventura de su período anterior al Contacto!
Kepler sonrió.
—Debe comprender que el proyecto batisfera fue sólo... el principio, muy anterior a mi época. Cuando se desarrolló la propulsión láser para las naves anteriores al Contacto interestelar, pudieron lanzar naves robots capaces de gravitar y, por la termodinámica de usar un láser de alta temperatura, expulsar el exceso de calor y enfriar el interior de la sonda.
— ¡Entonces les faltaba poco para enviar hombres!
Kepler sonrió tristemente.
—Bueno, tal vez. Se hicieron planes. Pero enviar seres vivos al sol y hacerlos regresar implicaba algo más que calor y gravedad. ¡El peor obstáculo eran las turbulencias!
»Sin embargo, habría sido magnífico ver si habríamos podido resolver el problema. — Los ojos de Kepler brillaron durante un momento—. Se hicieron planes, sí.
—Pero entonces, la Vesarius encontró naves timbrimi en Cygnus —dijo Jacob.
—Sí. Por eso nunca lo averiguamos. Los planes fueron descartados cuando yo no era más que un chiquillo. Ahora están obsoletos. Y es probable que se hubieran producido pérdidas inevitables, incluso muertes, si se hubieran llevado a cabo sin estasis... El control del flujo temporal es ahora la clave del Navegante Solar, y desde luego no me quejo de los resultados.
La expresión del científico se ensombreció de repente.
—Es decir, hasta ahora.
Kepler guardó silencio y miró la alfombra. Jacob lo observó un instante, luego se cubrió la boca y tosió.
—Ya que estamos en el tema, he advertido que no hay ninguna mención de los Espectros Solares en la Red de Datos, ni en la Biblioteca siquiera... y yo tengo un permiso 1-AB. Me preguntaba si podría prestarme algunos de sus informes sobre el tema para que los estudie durante el viaje.
Kepler apartó la mirada, nervioso.
—No estábamos preparados para dejar que los datos salieran todavía de Mercurio, señor Demwa. Hay consideraciones políticas en el descubrimiento que, uh, retrasarán su puesta al día hasta que lleguemos a la base. Estoy seguro de que todas sus preguntas serán respondidas allí. —Parecía realmente tan avergonzado que Jacob decidió olvidar el asunto por el momento. Pero no era una buena señal.
—Me tomo la libertad de añadir un fragmento de información —dijo Fagin—. Ha habido otra inmersión desde nuestra reunión, Jacob, y nos han dicho que en esa inmersión sólo se han observado las primeras y más prosaicas especies de solarianos. No la segunda variedad que tantas preocupaciones ha causado al doctor Kepler.
Jacob estaba todavía confundido por las apresuradas explicaciones que había dado Kepler de los dos tipos de criaturas solares observadas hasta el momento.
—¿Ese tipo era el herbívoro?
— ¡Herbívoro no! —intervino Kepler—. Magnetóvoro. Se alimenta de la energía de los campos magnéticos. Es fácil de comprender ese tipo, pero...
— ¡Interrumpo! Con el más solemne deseo de ser perdonado por la intrusión, insto a la discreción. Se acerca un desconocido.
Las ramas superiores de Fagin rozaron el techo.
Jacob se volvió hacia la puerta, un poco molesto porque había algo capaz de hacer que Fagin interrumpiera la frase de otro. Advirtió con tristeza que esto era otro signo de que se había metido en una tensa situación política, y seguía sin conocer las reglas.
No oigo nada, pensó. Entonces Pierre LaRoque apareció en la puerta, con una copa en la mano y su rostro siempre florido todavía más ruborizado. La sonrisa inicial del hombre se hizo mayor al ver a Fagin y a Bubbacub. Entró en la sala y dio a Jacob un jovial golpecito en la espalda, insistiendo en que debía ser presentado ahora mismo.
Jacob reprimió un gesto de indiferencia.
Realizó las presentaciones muy despacio. LaRoque estaba impresionado, y se inclinó profundamente ante Bubbacub.
— ¡Ab-Kisa-ab-Soro-ab-Hul-ab-Puber! Y dos pupilos, ¿qué eran, Demwa? ¿Jello y algo? ¡Me siento muy honrado de conocer a un sofonte de la línea soro en persona! ¡He estudiado el lenguaje de sus antepasados, quienes tal vez algún día demuestren que también son los nuestros! ¡La lengua soro es similar a la protosemítica, y también al protobantú!
Los cilios de Bubbacub se agitaron sobre sus ojos. El pil, a través de su vodor, empezó a dar voz a un discurso complicado, aliterativo e incomprensible. Entonces las mandíbulas del alienígena chascaron y pudo oírse un gruñido agudo, medio ampliado por el vodor.
Desde detrás de Jacob, Fagin respondió con su lengua chascante. Bubbacub se volvió hacia él con los ojos negros encendidos mientras respondía con un gruñido, agitando un brazo rechoncho en dirección a LaRoque. La chirriante respuesta del kantén provocó un escalofrío en Jacob.
Bubbacub se dio la vuelta y salió de la sala sin decir nada más a los humanos.
Durante un instante de aturdimiento, LaRoque no dijo nada. Entonces miró a Jacob, sorprendido.
—¿Qué es lo que he hecho, por favor?
Jacob suspiró.
—Tal vez no le guste que le llame primo suyo, LaRoque. —Se volvió hacia Kepler para cambiar de tema. El científico contemplaba la puerta por la que se había marchado Bubbacub.
—Doctor Kepler, si no tiene ningún dato específico a bordo, tal vez podría prestarme algunos textos básicos de física solar y alguna información histórica sobre el proyecto Navegante Solar.
—Con mucho gusto, señor Demwa. Se los enviaré antes de la cena —dijo Kepler, aunque su mente parecía estar en otra parte.
— ¡Yo también! —chilló LaRoque—. Soy periodista acreditado y solicito el informe de su infausta empresa, señor di rector.
Tras un momento de vacilación, Jacob se encogió de hombros. Que se lo entregara a LaRoque.
El desprecio puede ser confundido fácilmente con la resistencia.
Kepler sonrió, como si no hubiera oído.
—¿Perdone?
—¡La gran fantasía! ¡Ese «Proyecto Navegante Solar» suyo, que usa dinero que podría ir destinado a la recuperación de los desiertos de la Tierra, o a una Biblioteca mayor para nuestro mundo!
»¡La vanidad de este proyecto, estudiar lo que nuestros superiores entendían perfectamente antes de que fuéramos simios!
—Verá usted, señor. La Confederación ha subvencionado esta investigación... — Kepler se puso rojo.
— ¡Investigación! ¡Pérdida de tiempo es lo que es! ¡Investigan ustedes lo que ya está en las Bibliotecas de la Galaxia, y nos avergüenzan a todos haciendo que los humanos parezcamos bobos!
—LaRoque... —empezó a decir Jacob, pero el hombre no se callaba.
—¡Y vaya con su Confederación! ¡Encierran a los Superiores en reservas, como los antiguos indios americanos! ¡Impiden que la gente tenga acceso a la Sucursal de la Biblioteca! ¡Permiten que continúe este absurdo del que todos se ríen, esa proclamación de inteligencia espontánea!
Kepler retrocedió ante la vehemencia de LaRoque. El color se borró de su cara y tartamudeó.
—Yo... n-no creo.
— ¡LaRoque! ¡Basta!
Jacob lo agarró por el hombro y lo acercó para susurrarle urgentemente al oído.
—Vamos, hombre, no querrá avergonzarnos a todos delante del venerable kantén Fagin, ¿verdad?
LaRoque puso una expresión de asombro. Por encima del hombro de Jacob, el follaje superior de Fagin se agitaba ruidosamente. Por fin, LaRoque bajó la mirada.
El segundo momento de embarazo debió ser suficiente para él. Murmuró una disculpa al alienígena, y tras mirar fríamente a Kepler se marchó.
—Gracias por los efectos especiales, Fagin —dijo Jacob después de que LaRoque se hubo ido.
Fagin contestó con un silbido, corto y grave.
REFRACCIÓN
A cuarenta millones de kilómetros, el sol era un infierno en cadena. Ardía en el negro espacio, sin ser ya el brillante punto que veían los niños de la Tierra y evitaban inconscientes con los ojos. Su atracción se extendía a millones de kilómetros. Compulsivamente, uno sentía la necesidad de mirar, pero ceder a ella era peligroso.
Desde la Bradbury, tenía el tamaño aparente de una moneda colocada a un palmo del ojo. El espectro era demasiado brillante para poder soportarlo. Captar «un atisbo» de aquel orbe, como se hacía a veces en la Tierra, provocaría ceguera. El capitán ordenó que polarizaran las pantallas protectoras de la nave y sellaran las portillas de observación.
La ventanilla Lyot de la cubierta no estaba cerrada, para que los pasajeros pudieran examinar al dador de vida sin sufrir daños.
Jacob se paró delante de la ventana redonda cuando hizo una última excursión nocturna a la máquina de café, medio despierto tras haber dado una cabezada en su diminuto camarote. Se quedó mirando durante varios minutos, con el rostro inexpresivo, sólo consciente a medias, hasta que una voz susurrante le sacó de su ensimismamiento.
—Eshta esh la forma en que she ve shu shol deshde el afelio de la órbita de Mercurio, Jacob.
Culla estaba sentado ante una de las mesitas del vestíbulo tenuemente iluminado. Tras el alienígena, sobre una fila de máquinas expendedoras, un reloj de pared anunciaba las 04.30 con números brillantes.
La voz soñolienta de Jacob sonó pastosa en su garganta.
—¿Tan... ejem, tan cerca estamos ya?
Culla asintió.
—Shí.
Asomaron las cuchillas de los labios del alienígena. Sus grandes labios plegados se arrugaban y dejaban escapar un silbido cada vez que intentaba pronunciar la «s». Con aquella tenue luz, sus ojos reflejaban el brillo rojo del ventanal.
—Shólo nosh quedan otrosh dosh díash para llegar —dijo el alienígena. Tenía los brazos cruzados sobre la mesa. Los pliegues sueltos de su túnica plateada cubrían la mitad de la superficie.
Jacob, tambaleándose un poco, se volvió para mirar la portilla. El orbe solar se agitó ante sus ojos.
—¿She encuentra bien? —preguntó el pring ansiosamente. Empezó a levantarse.
—Sólo me siento un poco aturdido. —Jacob alzó una mano—. No he dormido lo suficiente. Necesito un café.
Se dirigió a las máquinas expendedoras, pero a la mitad del camino se detuvo, se volvió y contempló de nuevo la imagen del horno solar.
— ¡Es rojo! —gruñó, sorprendido.
—¿Le explico por qué mientrash trae shu café? —preguntó Culla.
—Sí. Por favor. —Jacob se volvió hacia la oscura fila de expendedores de comida y bebida, buscando una máquina de café.
—La ventanilla Lyot shólo permite la luz en forma monocromática —dijo Culla—. Eshtá hesha de mushash placash redondash; algunosh polarizadoresh y algunosh retardantesh de luz. Giran unosh con reshpecto a otrosh para shintonizar con la longitud de onda que she permite pashar.
»Esh un aparato muy delicado e ingeniosho, aunque bashtante obsholeto para los nivelesh galácticosh... como uno de los relojesh «zuizosh» que algunosh humanosh aún llevan en eshta era electrónica. Cuando shu gente se acoshtumbre a la Biblioteca eshoh... ¿Rube Goldbersh? sherán arcaicosh.
Jacob se inclinó para contemplar la máquina más cercana. Parecía una máquina de café. Había un panel transparente, y tras él una pequeña plataforma con una rejilla de metal en el fondo. Si pulsaba el botón adecuado, aparecería una tacita de plástico en la plataforma y luego, de alguna arteria mecánica, surgiría un chorro del amargo brebaje negro que quedara.
Mientras la voz de Culla zumbaba en sus oídos, Jacob profería algunas palabras amables.
—Aja, aja... sí, ya veo.
Observó la máquina con ansiedad. ¡Ahora! ¡Un zumbido y un chasquido! ¡Ahí está la taza! Ya... ¿pero qué es esto?
Una gran píldora amarilla y verde cayó en la taza.
Jacob alzó el panel y la recogió. Un segundo más tarde un chorro de líquido caliente cayó en el espacio vacío donde estaba la taza, desapareciendo por el desagüe de abajo.
Jacob contempló la píldora, aturdido. Fuera lo que fuese, no era café. Se frotó los ojos con la muñeca izquierda, primero uno y luego el otro. Entonces dirigió una mirada acusadora hacia el botón que había pulsado.
Observó entonces que el botón tenía una etiqueta. «Síntesis nutritiva E.T.», decía. Bajo la etiqueta surgió de una ranura de datos una etiqueta informática. Tenía impresas en un extremo las palabras «Pring: Suplemento dietético. Complejo vitamínico de cumarina».
Jacob miró rápidamente a Culla. El alienígena continuó su explicación mientras contemplaba la ventanilla Lot. Culla agitó un brazo señalando el brillo dantesco del sol para reforzar su razonamiento.
—Eshta esh la línea roja alfa de hidrógeno —dijo—. Una línea eshpectral muy útil. En vez de sher abrumadosh por la gran cantidad de luz aleatoria de todosh losh nivelesh del shol, podemosh mirar shólo aquellash regionesh donde el hidrógeno elemental abshorbe o emite másh de lo normal...
Culla señaló la superficie moteada del sol. Estaba cubierta de puntos rojos oscuros y arcos deshilachados.
Jacob había leído cosas sobre ellos. Los arcos deshilachados eran «filamentos». Vistos contra el espacio, en el limbo solar, eran las prominencias que habían sido observadas desde la primera vez que se empleó un telescopio durante un eclipse. Al parecer, Culla estaba explicando la forma en que esos objetos se veían de frente.
Jacob reflexionó. Desde que partieron de la Tierra, Culla se había abstenido de comer con los demás. Todo lo que hacía era sorber algún vodka o cerveza ocasional con una pajita. Aunque no había dado ninguna razón, Jacob imaginaba que aquel ser tenía alguna inhibición cultural que le impedía comer en público.
Ahora que lo pensaba, con aquellas cuchillas por dientes, podía ser un poco desagradable. Al parecer había llegado cuando estaba tomando el desayuno y era demasiado educado para decirlo.
Miró la píldora que aún tenía en la mano. Se la guardó en el bolsillo y tiró la taza a una papelera cercana.
Pudo ver entonces el botón que anunciaba «Café solo». Sonrió tristemente. Tal vez sería mejor prescindir del café y no correr el riesgo de ofender a Culla. Aunque el E.T. no había puesto ninguna objeción, se había vuelto de espaldas mientras Jacob visitaba las máquinas expendedoras de comida y bebida.
Culla alzó la cabeza cuando Jacob se acercó. Abrió un poco la boca y durante un instante el humano atisbo un destello de porcelana.
—¿Eshtá menosh aturdido ya? —preguntó solícito.
—Sí, sí, gracias... gracias también por la explicación. Siempre había considerado el sol un lugar bastante liso... a excepción de las manchas solares y las prominencias. Pero supongo que en realidad es bastante complicado.
Culla asintió.
—El doctor Kepler esh el experto. Él le dará una explicación mejor cuando venga a una inmershión con noshotrosh.
Jacob sonrió amablemente. ¡Qué bien estaban entrenados estos emisarios galácticos! Cuando Culla asentía, ¿tenía el gesto un significado personal? ¿O era algo que le habían enseñado a hacer en algunas ocasiones y lugares donde hubiera humanos?
¿Inmersión con nosotros?
Decidió no pedirle a Culla que repitiera la frase.
Es mejor no forzar mi suerte, pensó.
Empezó a bostezar. Se acordó justo a tiempo de cubrirse la boca con la mano. ¿Quién sabía qué podía significar un gesto similar en el planeta natal de los pring?
—Bueno, Culla, creo que me vuelvo a mi habitación para intentar dormir un poco más. Gracias por la charla.
—No hay de qué, Jacob. Buenash nochesh.
Recorrió el pasillo y apenas consiguió llegar a la cama antes de quedarse profundamente dormido.
DEMORA Y DIFRACCIÓN
Una luz suave e irisada se filtraba por las portillas, iluminando los rostros de los que contemplaban el paso de Mercurio bajo el descenso de la nave.
Casi todos los que no tenían que ejercer funciones a bordo estaban en la cubierta, contemplando la tremenda belleza del planeta desde la fila de ventanas. Hablaban en susurros, y las conversaciones tenían lugar en grupitos alrededor de cada portilla. Durante la mayor parte de la maniobra el único sonido fue un leve chasquido que Jacob no pudo identificar.
La superficie del planeta estaba marcada por cráteres y largas estrías. Las sombras proyectadas por las montañas de Mercurio eran bruscas en su negrura, recortadas contra marrones y plateados brillantes. En muchos aspectos recordaba a la luna de la Tierra.
Había diferencias. En una zona todo un trozo había quedado desgajado en algún antiguo cataclismo. La cicatriz producía una amplia serie de surcos en el lado que daba al sol. El límite de iluminación corría por el borde de la muesca, una brusca frontera del día y la noche.
Allá abajo, en los lugares donde no había sombra, caía una lluvia de siete tipos distintos de fuego. Protones, rayos x surgidos del magnetoscopio del planeta, y la simple luz cegadora del sol mezclados con otras cosas letales para convertir la superficie de Mercurio en algo completamente diferente a la luna.
Parecía un lugar donde podían encontrarse fantasmas. Un purgatorio.
Jacob recordó un fragmento de un antiguo poema japonés preHaku que había leído hacía tan sólo un mes:
Más que tristes pensamientos acuden a mi mente cuando cae la noche; pues entonces aparece tu forma fantasmal, hablando como te he visto hablar.
—¿Ha dicho algo?
Jacob salió del leve trance y vio a Dwayne Kepler a su lado.
—No, no mucho. Aquí tiene su chaqueta. —Tendió a Kepler la prenda doblada, quien la recogió con una sonrisa.
—Lo siento, pero la biología ataca en los momentos menos románticos. En la vida real los viajeros espaciales también tienen que ir al cuarto de baño. Bubbacub parece encontrar irresistible este tejido aterciopelado. Cada vez que suelto mi chaqueta para hacer algo, se echa a dormir encima. Voy a tener que comprarle una cuando vuelva a la Tierra. ¿De qué estábamos hablando antes de que me marchara?
Jacob señaló hacia la superficie de debajo.
—Estaba pensando... ahora comprendo por qué los astronautas llaman a la luna «el corral». Hay que tener cuidado.
Kepler asintió.
— ¡Sí, pero es mucho mejor que trabajar en algún estúpido proyecto casero! —Kepler hizo una pausa, como si estuviera a punto de decir algo importante. Pero el impulso se extinguió antes de que pudiera continuar. Se volvió hacia la portilla y señaló el panorama de debajo—. Los primeros observadores, Antoniodi y Schiaparelli, llamaron a esta zona Charit Regio. Ese enorme cráter de ahí es Goethe.
Señaló un montículo de material más oscuro en una brillante llanura—. Está muy cerca del polo norte, y debajo se halla la red de cuevas que hacen posible la Base Hermes.
Kepler era ahora la imagen perfecta del erudito, excepto los momentos en que alguno de los extremos de su largo bigote color arena se le metía en la boca. Su nerviosismo pareció remitir a medida que se iban acercando a Mercurio y la Base Navegante Solar, donde era el jefe.
Pero en ocasiones, sobre todo cuando la conversación trataba de la elevación o la Biblioteca, el rostro de Kepler asumía la expresión del hombre que tiene mucho que decir y no encuentra la forma de hacerlo. Era una expresión nerviosa y cohibida, como si tuviera miedo de expresar sus opiniones por temor a ser rebatido.
Después de reflexionar un poco, Jacob llegó a la conclusión de que conocía parte del motivo. Aunque el jefe del Navegante Solar no había dicho nada de forma explícita, Jacob estaba convencido de que Dwayne Kepler era religioso.
En medio de la controversia camisas-pieles y el Contacto con los extraterrestres, la religión organizada había quedado hecha pedazos.
Los danikenitas proclamaban su fe en una gran raza de seres, no omnipotentes, que habían intervenido en el desarrollo del hombre y podrían hacerlo de nuevo. Los seguidores de la Ética Neolítica predicaban sobre la palpable presencia del «espíritu del hombre».
Y la mera existencia de miles de razas que surcaban el espacio, donde pocas profesaban algo que fuera similar a las antiguas religiones de la Tierra, hizo un gran daño a la idea de un Dios todopoderoso y antropomórfico.
La mayoría de los credos formales habían co-optado por un bando u otro en la guerra camisa-piel, o habían derivado en un teísmo filosófico. Los ejércitos de fieles habían volado hacia otras banderas, y los que se quedaron guardaban silencio en mitad del tumulto.
Jacob se había preguntado a menudo si estaban esperando una Señal.
Si Kepler era creyente, eso explicaría parte de su cautela. Había bastante desempleo entre los científicos. Kepler no querría labrarse una reputación de fanático y arriesgarse a añadir su nombre a las filas de parados.
Jacob consideraba que era una lástima que el hombre pensara así. Habría sido interesante oír sus puntos de vista. Pero respetaba su claro deseo de intimidad en este tema.
Lo que atraía el interés profesional de Jacob era la forma en que el aislamiento podría haber contribuido a los problemas mentales de Kepler. En la cabeza del hombre había algo más que un problema filosófico, algo que ahora mismo dañaba su eficacia como líder y su confianza en sí mismo como científico.
Martine, la psicóloga, acompañaba a menudo a Kepler, recordándole de modo regular que tomara sus medicinas, frasquitos de diversas píldoras multicolores que llevaba en los bolsillos.
Jacob sentía que volvían las viejas costumbres, pues no habían sido apagadas por la quietud de los últimos meses en el Centro de Elevación. Tenía casi tanto interés en saber qué eran aquellas píldoras como en conocer cuál era el trabajo real de Mildred Martine en el Navegante Solar.
Martine era aún un enigma para Jacob. A pesar de sus conversaciones a bordo, no había llegado a penetrar en los malditos modales amistosos de la mujer. Su divertida condescendencia hacia él era tan pronunciada como la exagerada confianza del doctor Kepler. Los pensamientos de la mujer estaban en otra parte.
Martine y LaRoque apenas apartaban la vista de su portilla. Martine hablaba de su investigación sobre los efectos del color y el brillo en la conducta psicótica. Jacob lo había oído en su primera reunión en Ensenada. Una de las primeras cosas que hizo Martine tras unirse al Navegante Solar fue reducir al mínimo los efectos psicogénicos del medio, por si los «fenómenos» eran una ilusión causada por el estrés.
Su amistad con LaRoque había ido creciendo a lo largo del viaje mientras escuchaba, embelesada, todas las contradictorias historias de civilizaciones perdidas y antiguos visitantes extraterrestres. LaRoque respondió a la atención recurriendo a su famosa elocuencia. Varias veces sus conversaciones privadas en la cubierta consiguieron reunir público. Jacob prestó atención un par de veces. LaRoque podía ser muy sensible cuando se lo proponía.
Sin embargo, Jacob se sentía menos cómodo con aquel hombre que con los demás pasajeros. Prefería la compañía de gente menos ubicua, como Culla. Jacob había llegado a apreciar al alienígena. A pesar de los grandes ojos rojos y su increíble trabajo dental, el pring tenía gustos muy parecidos a él en muchas cosas.
Culla hacía montones de preguntas ingeniosas sobre la Tierra y los humanos, la mayoría referidas a la forma en que trataban a sus especies pupilas. Cuando se enteró de que Jacob había participado en el proyecto para elevar a la inteligencia plena a los chimpancés, los delfines, y últimamente a los perros y gorilas, empezó a tratar a Jacob con más respeto aún.
Ni una sola vez se refirió Culla a la tecnología de la Tierra como arcaica u obsoleta, aunque todo el mundo sabía que era única en la galaxia por su rareza. Después de todo no había constancia de que ninguna otra raza hubiera tenido que inventarlo todo partiendo de cero. La Biblioteca se encargaba de eso. Culla era un entusiasta de los beneficios que proporcionaría la Biblioteca a sus amigos humanos y chimpancés.
En una ocasión, el extraterrestre siguió al humano al gimnasio de la nave y contempló, con aquellos grandes ojos rojos suyos, cómo Jacob se embarcaba en una de sus sesiones maratonianas, una de las varias que hizo desde que salieron de la Tierra. Durante los descansos, Jacob descubrió que el pring ya había aprendido el arte de contar chistes picantes. La raza pring debía de tener conductas similares a la humanidad contemporánea, pues el remate «...sólo estábamos regateando sobre el precio» parecía tener el mismo significado para ambos.
Fueron los chistes, sobre todo, los que hicieron que Jacob advirtiera lo lejos que estaba de casa el estirado diplomático pring. Se preguntó si Culla se sentía tan solitario como lo estaría él en aquella situación.
En las siguientes discusiones sobre si la mejor marca de cerveza era Tuborg o L-5, Jacob tuvo que esforzarse por recordar que se trataba de un alienígena, no un ser humano alto y terriblemente educado. Pero comprendió la lección cuando se encontraron separados por un abismo insalvable durante el curso de la conversación.
Jacob había contado una historia sobre la lucha de clases terrestres que Culla no pudo comprender. Intentó ilustrar su argumento con un proverbio chino: «El campesino siempre se cuelga en la puerta de su señor».
Los ojos del alienígena se volvieron más brillantes de repente, y Jacob oyó por primera vez un agitado chasquido procedente de la boca de Culla.
Se quedó mirando al pring por un instante, y luego cambió rápidamente de tema.
Pero en términos generales, Culla tenía un sentido del humor más parecido al humano que ningún otro extraterrestre que hubiera conocido. Con la excepción de Fagin, por supuesto.
Ahora, mientras se preparaban para el aterrizaje, el pring permanecía en silencio junto a su tutor. Su expresión, como la de Bubbacub, volvía a ser ilegible.
Kepler tocó suavemente a Jacob en el brazo y señaló la portilla.
—Muy pronto la capitana mandará tensar las Pantallas de Estasis y empezará a reducir el ritmo en que deja filtrarse el espacio-tiempo. Los efectos le parecerán interesantes.
—Creía que la nave dejaba que el tejido del espacio pasara de largo, más o menos, como se hace con una tabla de surf en la playa.
Kepler sonrió.
—No, señor Demwa. Ése es un error común. Hacer surf en el espacio es sólo una frase popular. Cuando hablo de espacio-tiempo, no me refiero a un «tejido». El espacio no es un material.
»De hecho, mientras nos acercamos a una singularidad planetaria (una distorsión en el espacio causada por un planeta), debemos adoptar una métrica constantemente cambiante, o un conjunto de parámetros por el que medir el espacio y el tiempo. Es como si la naturaleza quisiera que cambiáramos gradualmente la longitud de nuestros medidores y el ritmo de nuestros relojes cada vez que nos acercamos a una masa.
—¿He de entender que la capitana está controlando nuestra aproximación, dejando que este cambio tenga lugar lentamente?
— ¡Exacto! En los viejos tiempos, por supuesto, la adaptación era más violenta. La métrica se conseguía frenando continuamente con cohetes hasta el contacto, o estrellándose contra el planeta. Ahora sólo arrojamos la métrica sobrante como si fuera un fardo de tela en estasis. ¡Ah! ¡Ya hemos vuelto a hacer otra vez una analogía «material»!
Kepler sonrió.
—Uno de los productos residuales de todo esto es el neutronio comercial, pero el propósito principal es aterrizar a salvo.
—Entonces, cuando por fin empecemos a meter el espacio en una bolsa, ¿qué veremos?
Kepler señaló la portilla.
—Puede ver lo que pasa ahora.
En el exterior, las estrellas se apagaban. El tremendo chorro de brillantes puntos de luz que las pantallas oscurecidas había dejado pasar se desvanecía lentamente mientras observaban. Pronto quedaron sólo unas cuantas, débiles y ocres contra la negrura.
El planeta de debajo empezó también a cambiar.
La luz reflejada de la superficie de Mercurio ya no era caliente y quebradiza. Adquirió un tinte anaranjado. La superficie estaba ahora bastante oscura.
Y también se acercaba. Lenta, pero visiblemente, el horizonte se alisó. Objetos en la superficie que antes apenas eran distinguibles se hicieron visibles a medida que la Bradbury descendía.
Grandes cráteres se abrieron para mostrar otros cráteres aún más pequeños en su interior. Mientras la nave descendía tras el irregular borde de uno de ellos, Jacob vio que estaba cubierto de pozos aún más pequeños, de forma similar a los más grandes.
El horizonte del diminuto planeta desapareció tras una cordillera, y Jacob perdió toda perspectiva. Con cada minuto de descenso el terreno no parecía cambiar. ¿Cómo podía saber a qué altura estaban? ¿Cómo saber si lo que tenían debajo era una montaña, un peñasco, o si iban a posarse dentro de un segundo o dos para descubrir que no era más que una roca?
Sintió la cercanía. Las sombras grises y los macizos anaranjados parecían tan inmediatos que tuvo la impresión de que podría tocarlos.
Como esperaba que la nave se posara en cualquier momento, se sorprendió cuando un agujero del suelo se apresuró a engullirlos.
Mientras se preparaban para desembarcar, Jacob recordó con sorpresa lo que había estado haciendo cuando se había sumido en trance ligero y había sostenido la chaqueta de Kepler durante el descenso.
Subrepticiamente, y con gran habilidad, había registrado los bolsillos de Kepler, tomando una muestra de todas las medicinas y un pequeño lápiz sin dejar sus huellas. Todo formaba ahora un bultito en el bolsillo de Jacob, demasiado pequeño para ser advertido.
—De modo que ya ha empezado —dijo entre dientes.
La mandíbula de Jacob se tensó.
«¡Esta vez voy a resolverlo yo solo!» —pensó—. No necesito ayuda de mi alter ego. ¡No voy a ir por ahí derribando puertas y entrando por la fuerza!
Se dio un puñetazo en el muslo para espantar la sensación picajosa y satisfecha que notaba en los dedos.
TERCERA PARTE
La región de transición entre la corona y la fotosfera (la superficie del sol vista con luz blanca), aparece durante un eclipse como un brillante anillo rojo alrededor del sol, y se llama cromosfera. Cuando se examina la cromosfera con atención, no se ve como una capa homogénea sino como una estructura filamentosa que cambia rápidamente. Para describirla, se ha utilizado el término «pradera ardiente». Numerosos chorros de corta vida llamados «espículas» son lanzados continuamente a las alturas durante varios miles de kilómetros. El color rojo se debe al dominio de la radiación de la línea alfa-H del hidrógeno. Los problemas para comprender lo que sucede en una región tan compleja son grandes...
HAROLD ZIRIN
INTERFERENCIA
Cuando la doctora Martine dejó sus habitaciones y utilizó varios pasillos de servicio para llegar a la Sección de Medio Ambiente Extraterrestre, consideraba que estaba siendo discreta, no subrepticia. Cables y tubos de comunicación se aferraban, sujetos por grapas, a las burdas paredes sin terminar. La piedra mercuriana brillaba por efecto de la condensación y desprendía cierto olor a roca mojada mientras sus pasos resonaban por el pasillo.
Llegó a la puerta presurizada y a la luz verde que la anunciaba como la entrada trasera a una residencia alienígena. Cuando pulsó la célula receptora, la puerta se abrió de inmediato.
Surgió una brillante luz verdosa, la reproducción de la luz solar de una estrella distante muchos parsecs. La doctora se cubrió los ojos con una mano mientras sacaba con la otra unas gafas de sol de la bolsa que colgaba de su cadera, y se las puso antes de entrar en la habitación.
Vio en las paredes tapices tejidos de jardines colgantes y una ciudad alienígena situada al borde de un precipicio. La ciudad se aferraba al precipicio, titilando como vista a través de una cascada. A la doctora Martine le pareció que casi podía oír una música aguda y clara, gravitando justo por encima de su espectro auditivo. ¿Podía explicar eso su respiración entrecortada, sus nervios en tensión?
Bubbacup se levantó de una cama acolchada para saludarla. Su pelaje gris brilló mientras avanzaba sobre sus gruesas piernas. Con la luz actínica y el campo gravitatorio de uno con cinco, Bubbacub perdía toda la «simpatía» que Martine había visto antes en él. La pose del pil y sus piernas arqueadas hablaban de fuerza.
La boca del alienígena se movió, chascando. Su voz, procedente del vodor que colgaba de su cuello, era suave y resonante, aunque las palabras surgían entrecortadas y separadas.
—Me alegro de que haya venido.
Martine se sintió aliviada. El Representante de la Biblioteca parecía relajado. Se inclinó levemente.
—Saludos, Pil Bubbacub. He venido a preguntarle si tiene más noticias de la Sucursal de la Biblioteca.
Bubbacub abrió la boca, llena de dientes afilados como agujas.
—Entre y siéntese. Sí, está bien que lo pregunte. Tengo un hecho nuevo. Pero pase. Coma y beba primero.
Martine hizo una mueca mientras atravesaba el campo de transición-g del umbral, siempre una experiencia desconcertante. Dentro de la habitación se sintió como si pesara setenta kilos.
—No, gracias, acabo de comer. Me sentaré. —Eligió una silla construida para los humanos y la ocupó cuidadosamente. ¡Setenta kilos eran más de lo que una persona debería pesar!
El pil volvió a tenderse en su cojín frente a ella, con su cabeza ursina apenas por encima del nivel de sus pies. La miró con sus ojillos negros.
—He hablado con La Paz por má-ser. No dicen na-da sobre Espectros Solares. Na-da en absoluto. Puede que no sea se-mán-ti-co. Puede que la Sucursal sea demasiado pequeña. Es una rama pequeña, como di-je. Pero algunos O-fi-ci-a-les Hu-ma-nos harán mucho alboroto por la falta de re-ferencias.
Martine se encogió de hombros.
—Yo no me preocuparía por eso. Esto sólo demostrará que se han empleado muy pocos esfuerzos en el proyecto de la Biblioteca. Una sucursal mayor, como mi grupo ha estado insistiendo todo el tiempo, sin duda habría conseguido resultados.
—Pedí da-tos a Pil inmediatamente. ¡No puede haber confusión en una Sucursal Principal!
—Eso está bien —asintió Martine—. Pero lo que me preocupa es lo que va a hacer Dwayne durante este retraso. Está lleno de ideas medio locas sobre cómo comunicarse con los Espectros. Me temo que con sus tonterías encontrará algún medio de ofender tanto a las psi-criaturas que toda la sabiduría de la Biblioteca no remediará las cosas. ¡Es vital que la Tierra tenga buenas relaciones con sus vecinos más cercanos!
Bubbacub alzó un poco la cabeza y colocó un corto brazo tras ella.
—¿Está ha-ciendo es-fuerzos para curar al doctor Kepler?
—Por supuesto —replicó ella, envarada—. De hecho, tengo problemas para imaginar cómo evitó que le hicieran condicional todo este tiempo. La mente de Dwayne es un caos, aunque admito que su marcador-C está dentro de las curvas aceptables. Le hicieron una prueba en la Tierra.
»Creo que ahora lo tengo muy bien equilibrado. Pero lo que me está volviendo loca es tratar de detectar cuál es su principal problema. Su conducta maníaco depresiva recuerda a la "locura chillona" de finales del siglo veinte y principios del veintiuno, cuando la sociedad casi fue destruida por los efectos psíquicos del ruido ambiental. Estuvo a punto de destruir la cultura industrial cuando estaba en su apogeo y condujo al período de represión que la gente de hoy llama eufemísticamente "la Burocracia".
—Sí. He leído-do sobre los in-tentos de sui-cidio de su raza. Me parece que la época pos-terior, de la que acaba de hablar, fue una era de orden y paz. Pero no es a-sunto mío. Tienen suer-te de ser in-com-pe-tentes incluso en el sui-cidio. Bueno, no divaguemos, ¿qué pasa con Kep-ler?
La voz del pil no se alzó al final de la pregunta, pero había algo que hacía con el hocico, al doblar los pliegues que le servían de labios, que anunciaba, no, pedía una respuesta. Un escalofrío corrió por la espalda de la doctora Martine.
Es tan arrogante, pensó. Y todo el mundo parece pensar que es una característica de su personalidad. ¿Es posible que estén ciegos al poder y la amenaza que supone la presencia de esta criatura en la Tierra?
En su shock cultural, veían a un osito de aspecto humano. ¡Incluso lo consideraban simpático! ¿Son mis jefes y sus amigos del Consejo de la Confederación los únicos que reconocen a un demonio del espacio cuando lo ven?
¡Y de algún modo ahora soy yo quien tiene que averiguar qué hace falta para aplacar al demonio, mientras impido que Dwayne abra la boca, e intento ser la que halle una forma sensata de contactar con los Espectros Solares! ¡Ifni, ayuda a tu hermana!
Bubbacub estaba todavía esperando una respuesta.
—B-bien, sé que Dwayne está decidido a desentrañar el misterio de los Espectros Solares sin ayuda extraterrestre. Algunos miembros de su grupo son radicales a ese respecto. No llegaré a decir que algunos sean pieles, pero su orgullo es bastante inflexible.
—¿Puede impedir que haga lo-curas? —dijo Bubbacub—. Ha introducido e-lementos aleatorios.
—¿Cómo invitar a Fagin y a su amigo Demwa? Parecen inofensivos. La experiencia de Demwa con los delfines le da una oportunidad lejana, pero plausible, de ser útil. Y Fagin tiene la habilidad de llevarse bien con todas las razas. Lo importante es que Dwayne tiene a alguien a quien contar sus fantasías paranoides. Hablaré con Demwa y le pediré que le siga la corriente.
Bubbacub se sentó, agitando momentáneamente sus brazos y piernas. Asumió una nueva postura y miró a los ojos de Martine.
—No me preocupan. Fagin es un ro-mán-tico pasivo. Demwa parece idiota. Como cualquier amigo de Fagin.
»No, me preocupan los dos que ahora causan pro-blemas en la base. Cuando vine, no sabía que hay un chimpancé que forma parte del personal.
»El pe-riodis-ta y él han estado de uñas desde que encontramos evidencias. El equipo desprecia al pe-riodis-ta y él hace mucho ruido. Y el chip habla con Cul-la todo el tiempo... tratando de "li-be-rar-le", así que...
—¿Ha desobedecido Culla? Creía que su contrato sólo era...
Bubbacub saltó de su asiento, mostrando los afilados dientes con un siseo.
— ¡No interrumpa, humana!
Que Martine recordara, era la primera vez que oía la auténtica voz de Bubbacub, un agudo chirrido por encima del rugido del vodor que le lastimaba los oídos.
Martine se sintió demasiado aturdida para moverse.
La tensión de Bubbacub empezó a relajarse gradualmente. En cuestión de un minuto, la erizada mata de pelo volvió a alisarse.
—Le pi-do dis-culpas, hu-mana Mar-tine. No debería irritarme por una violación menor de una simple raza in-fan-te.
Martine dejó escapar el aliento contenido, tratando de no hacer ruido.
Bubbacub se sentó de nuevo.
—Para responder a su pregunta, no, Cul-la está en su sitio. Sabe que su especie estará con-tra-tada con la mía por derecho Pa-ter-nal durante mucho tiempo.
»Con todo, no es bueno que ese Doc-tor Jeff-rey propugne ese mito de de-rechos sin de-beres. Los humanos deben aprender a mantener a sus mascotas a raya, pues sólo por la buena voluntad de nosotros los antiguos son considerados so-fontes cli-entes.
»¿Y si ellos no fueran so-fontes, dónde estarían ustedes, humana?
Los dientes de Bubbacub brillaron un instante. Luego cerró la boca con un chasquido.
Martine sentía la garganta reseca. Escogió sus palabras con sumo cuidado.
—Lamento cualquier ofensa que haya podido hacer, Pil Bubbacub. Hablaré con Dwayne y tal vez podamos tranquilizar a Jeffrey.
—¿Y el pe-riodis-ta?
—También hablaré con Fierre. Estoy segura de que no pretende nada malo. No causará más problemas.
—Eso estaría bien —dijo suavemente la caja vocal de Bubbacub. Su rechoncho cuerpo se acomodó una vez más en los cojines.
—Usted y yo tenemos grandes ob-jetivos comunes. Espero que podamos trabajar como uno. Pero sepa una cosa: nuestros medios pueden di-ferir. Por favor, haga lo que pueda o me veré obligado, como dicen ustedes, a matar dos pájaros de un tiro.
Martine asintió de nuevo, débilmente.
REFLEJO
Jacob dejó que su mente divagara mientras LaRoque se lanzaba a una de sus exposiciones. En cualquier caso, el hombrecito estaba ahora más interesado en impresionar a Fagin que en derrotar verbalmente a Jacob. Este se preguntó si sería pecaminoso sentir lástima del extraterrestre por tener que escuchar.
Los tres viajaban en un pequeño vehículo que atravesaba los túneles hacia arriba, hacia abajo y lateralmente. Dos de las raíces-tentáculos de Fagin se agarraban a un bajo raíl que corría a unos pocos centímetros del suelo. Los dos humanos se agarraban a otro que circundaba la parte superior del coche.
Jacob escuchaba a medias. LaRoque continuaba con el tema que había iniciado a bordo de la Bradbury: que los Tutores perdidos de la Tierra, aquellos seres míticos que supuestamente iniciaron la Elevación del hombre hacía miles de años y luego dejaron el trabajo a medio terminar, estaban de algún modo asociados con el sol. LaRoque pensaba que los Espectros Solares podrían ser esa raza.
—Y luego están todas las referencias en las religiones de la tierra. ¡En casi todas el sol es considerado algo sagrado! ¡Es una de las tendencias comunes a todas las culturas!
LaRoque abrió los brazos, como pretendiendo abarcar la magnitud de sus ideas.
—Tiene mucho sentido —dijo—. También explicaría por qué es tan difícil para la Biblioteca localizar a nuestros antepasados. Seguramente las razas de tipo solar se conocen de antes. Por eso esta «investigación» es tan estúpida. Pero naturalmente son raras y nadie ha pensado todavía en suministrar a la Biblioteca esta correlación, que sin duda resolvería dos problemas a la vez.
El problema era que la idea resultaba muy difícil de refutar. Jacob suspiró para sus adentros. Naturalmente que muchas civilizaciones primitivas terrestres habían tenido cultos solares. ¡El Sol era una clara fuente de calor, luz y vida, algo con poderes milagrosos! Tenía que ser una etapa común en los pueblos primitivos proyectarse y ver propiedades animadas en su estrella.
Y ése era el problema. La galaxia tenía pocos «pueblos primitivos» para compararlos con la experiencia humana; principalmente animales, cazadores-recolectores pre-inteligentes (o tipos análogos), y razas inteligentes plenamente elevadas. Casi nunca aparecía un caso intermedio como el hombre, al parecer abandonado por su tutor sin tener el entrenamiento para hacer funcionar su nueva sapiencia.
En casos tan raros se sabía que las nuevas mentes escapaban de su nicho ecológico. Inventaban extrañas burlas de la ciencia, raras reglas de causa y efecto, supersticiones y mitos. Sin la mano de un tutor que les guiase, esas razas «salvajes» apenas duraban. La actual notoriedad de la humanidad se debía en parte a su supervivencia.
La propia carencia de otras especies con experiencias similares para compararla, hacía que las generalizaciones fueran fáciles de formular y difíciles de refutar. Ya que no había otros ejemplos de toda una raza en la adoración al sol que conociera la pequeña Sucursal de La Paz, LaRoque podía mantener que esas tradiciones de la humanidad recordaban que la Elevación nunca fue terminada.
Jacob prestó atención un momento por si LaRoque decía algo nuevo. Pero luego dejó que su mente divagara.
Habían pasado dos largos días desde el aterrizaje. Jacob había tenido que acostumbrarse a viajar de zonas de la base donde había gravedad a otras donde prevalecía el débil tirón de Mercurio. Le presentaron a muchos miembros del personal de la base, nombres que olvidó de inmediato en su mayoría. Luego Kepler asignó a alguien para que le llevara a sus habitaciones.
El médico jefe de la Base Hermes resultó ser un fanático de la Elevación de los Delfines. Se alegró de examinar las medicinas de Kepler, expresando sus dudas de que había demasiadas. Después insistió en celebrar una fiesta donde parecía que todos los miembros del departamento médico querían hacer preguntas sobre Makakai. Entre brindis, claro. De todas formas, tampoco fueron demasiadas preguntas.
La mente de Jacob se movió un poco más despacio mientras el coche se detenía y las puertas se abrían para mostrar la enorme caverna subterránea donde se guardaban y atendían las Naves Solares. Entonces, por un instante, pareció que el espacio mismo perdía su forma, y, peor aún, que todo el mundo tenía un doble.
La pared opuesta de la Caverna parecía hincharse hacia afuera, hasta una bombilla redonda situada sólo a unos pocos metros de distancia, directamente frente a él. Allí se encontraba un kantén de dos metros y medio de altura, un humano pequeño de rostro arrebolado, y un hombre alto, fornido y de tez oscura, que se quedó mirando a Jacob con una de las expresiones más estúpidas que había visto jamás.
De pronto Jacob se dio cuenta de que estaba contemplando el casco de una Nave Solar, el espejo más perfecto del sistema solar. El hombre sorprendido que tenía enfrente, con una clara resaca, era su propio reflejo.
La nave esférica de veinte metros era un espejo tan bueno que resultaba difícil definir su forma. Sólo advirtiendo la brusca discontinuidad del borde y la forma en que las imágenes reflejadas se arqueaban pudo enfocar sus ojos sobre algo que podía ser interpretado como un objeto real.
—Muy bonita —admitió LaRoque a regañadientes—. Hermoso cristal, valiente y confundido. —Alzó su pequeña cámara y la movió de izquierda a derecha.
—Impresionante —añadió Fagin.
Sí, pensó Jacob. Y grande como una casa también.
Por grande que fuera la nave, la Caverna la hacía parecer insignificante. El techo rocoso formaba una cúpula en las alturas, desapareciendo en una bruma de condensación. Se encontraban en un lugar estrecho, pero que se extendía hacia la derecha durante al menos un kilómetro, antes de curvarse y perderse de vista.
Subieron a una plataforma que los puso a la altura del ecuador de la nave, por encima de la planta de trabajo del hangar. Había un pequeño grupo debajo, empequeñecido por la esfera plateada.
A doscientos metros a la izquierda se encontraban las enormes puertas de vacío, que tenían unos ciento cincuenta metros de anchura. Jacob supuso que eran parte de la compuerta que conducía, a través de un túnel, a la poco amistosa superficie de Mercurio, donde las gigantescas naves interplanetarias, como la Bradbury, descansaban en grandes cavernas naturales.
Una rampa conducía de la plataforma al suelo de la caverna. Al fondo, Kepler hablaba con tres hombres ataviados con monos. Culla no se encontraba muy lejos. Su compañero era un chimpancé bien vestido que usaba monóculo y estaba subido a una silla para estar a la par con los ojos del extraterrestre.
El chimpancé saltaba flexionando las rodillas y hacía temblar la silla. Golpeó furiosamente un instrumento que tenía en el pecho. El diplomático pring lo observaba con una expresión que Jacob había aprendido a identificar como de amistoso respeto. Pero había algo más en la pose de Culla que le sorprendió... una indolencia, una flojedad en su postura ante el chimpancé que nunca había visto cuando el E.T. hablaba con un kantén, un cintiano, y especialmente con un pil.
Kepler saludó primero a Fagin y luego se volvió hacia Jacob.
—Me alegro de que haya venido, señor Demwa. —Kepler le estrechó la mano con una firmeza que sorprendió a Jacob, y luego llamó al chimpancé que tenía al lado.
—Éste es el doctor Jeffrey, el primero de su especie en ser miembro de pleno derecho de un equipo de investigación espacial, y un trabajador magnífico. Visitaremos su nave.
Jeffrey saludó con la mueca característica de la especie de superchimpancés. Dos siglos de ingeniería genética habían propiciado cambios en el cráneo y el arco pelviano, cambios modelados según la estructura humana, ya que era la más fácil de duplicar. Parecía un hombrecillo marrón muy peludo con brazos largos y dientes saltones.
Cuando Jacob le estrechó la mano se hizo evidente otra huella del trabajo de la ingeniería. El pulgar móvil del chimpancé apretó con fuerza, como para recordar a Jacob que estaba allí, la Marca del hombre.
Igual que Bubbacub llevaba su vodor, Jeffrey llevaba un aparato con teclas negras horizontales a derecha e izquierda. En el centro había una pantalla en blanco de unos veinte centímetros por diez.
El superchimpancé se inclinó, y sus dedos revolotearon sobre las teclas. En la pantalla aparecieron unas letras brillantes.
ME ALEGRO DE CONOCERLE. EL DOCTOR KEPLER ME HA DICHO QUE ES USTED UNO DE LOS CHICOS BUENOS.
Jacob se echó a reír.
—Bueno, muchas gracias, Jeff. Intento serlo, aunque todavía no sé qué van a pedirme.
Jeffrey dejó escapar la familiar risa estridente de los chimpancés. Luego habló por primera vez.
— ¡Lo dessscrubrirá pronto!
Casi fue un graznido, pero Jacob se sorprendió. Para esta generación de superchimpancés, hablar era tan difícil que casi resultaba doloroso, pero las palabras de Jeff sonaron muy claras.
—El doctor Jeffrey llevará esta Nave Solar, la más nueva, a una inmersión poco después de que terminemos nuestra visita —dijo Kepler—. En cuanto la comandante deSilva regrese de su misión de reconocimiento en nuestra otra nave.
»Lamento que la comandante no estuviera aquí para recibirnos cuando llegamos en la Bradbury. Y ahora parece que Jeff estará ausente cuando celebremos nuestras reuniones. Pero cuando acabemos mañana por la tarde traerá su primer informe, lo cual añadirá un toque dramático.
Kepler empezó a volverse hacia la nave.
—¿Me he olvidado de presentar a alguien? Jeff, sé que ya conoces a Kant Fagin. Parece que Pil Bubbacub ha declinado nuestra invitación. ¿Conoces al señor LaRoque?
Los labios del chimpancé se curvaron en una expresión de disgusto. Lanzó un bufido y se volvió para contemplar su propio reflejo en la Nave Solar.
LaRoque se quedó mirando, ruborizado y avergonzado.
Jacob tuvo que contener una carcajada. No era extraño que llamaran chips a los superchimpancés. ¡Por una vez había alguien con menos tacto que LaRoque! El encuentro entre los dos en el Refectorio la noche anterior ya era leyenda. Lamentaba habérselo perdido.
Culla colocó una larga mano de seis dedos sobre la manga de Jeffrey.
—Vamosh, Amigo-Jeffrey. Moshtremosh tu nave al she-ñor Demwa y shush amigosh.
El chimp miró hosco a LaRoque y luego se volvió hacia Culla y Jacob, y mostró una amplia sonrisa. Cogió una de las manos de Jacob y otra de Culla y los arrastró hacia la entrada de la nave.
Cuando el grupo llegó a lo alto de la otra rampa encontraron un corto puente que cruzaba un vacío en el interior del globo de espejos. Los ojos de Jacob tardaron unos momentos en acostumbrarse a la oscuridad. Entonces vio una cubierta plana que se extendía desde un extremo de la nave al otro.
Flotaba en el ecuador de la nave un disco circular de material oscuro y elástico. Las únicas irregularidades en la superficie plana eran media docena de asientos para la aceleración, colocados en la cubierta a intervalos en torno a su perímetro, alguno con modestos paneles de instrumentos, y una cúpula de siete metros de diámetro en el centro exacto.
Kepler se arrodilló junto a un panel de control y tocó un interruptor. La pared de la nave se volvió semitransparente. La luz de la caverna entró tenuamente por todas partes para iluminar el interior. Kepler explicó que esa iluminación interior se mantenía al mínimo para impedir los reflejos internos de la concha esférica, que podían confundir al equipo y la tripulación.
Dentro de la concha casi perfecta, la Nave Solar era como un modelo sólido del planeta Saturno. La amplia cubierta componía el «anillo». El «planeta» asomaba por encima y por debajo de la cubierta en dos semiesferas. La superior, que Jacob podía ver ahora, tenía varias escotillas y cabinas a lo largo de su superficie. Sabía por sus lecturas que la esfera central contenía toda la maquinaria que dirigía la nave, incluyendo el controlador de flujo temporal, el generador de gravedad, y el láser refrigerador.
Jacob se acercó al borde de la cubierta. Flotaba en un campo de fuerza, a cuatro o cinco palmos del casco curvo, que se arqueaba hacia arriba con una curiosa ausencia de luces o sombras.
Se volvió cuando lo llamaron. El grupo se encontraba junto a una puerta situada a un lado de la cúpula. Kepler le hizo señas para que se acercara.
—Ahora inspeccionaremos el hemisferio de los instrumentos. Lo llamamos «zona invertida». Tenga cuidado, es un arco de gravedad, así que no se deje sorprender demasiado.
Jacob se hizo a un lado en la puerta para dejar pasar a Fagin, pero el E.T. indicó que prefería quedarse arriba. Un kantén de dos metros no se sentiría demasiado cómodo en una escotilla de dos metros. Jacob siguió a Kepler al interior.
¡Y trató de esquivarlo! Kepler estaba sobre él, subiendo un camino por encima, como parte de una montaña encerrada en una mampara. Parecía que estaba a punto de caer, a juzgar por la posición de su cuerpo. Jacob no comprendía cómo podía mantener el equilibrio el científico.
Pero Kepler siguió subiendo el sendero elíptico y desapareció tras el corto horizonte. Jacob colocó las manos en cada una de las mamparas y dio un paso de prueba.
No sintió ninguna pérdida de equilibrio. Adelantó el otro pie. Se sentía perfectamente erguido. Otro paso. Miró hacia atrás.
La puerta estaba ladeada. Al parecer la cúpula tenía un campo de gravedad tan fuerte que podía ser contenido en unos cuantos metros. Era tan suave y completo que engañaba su oído interno. Uno de los trabajadores sonrió desde la escotilla.
Jacob apretó los dientes y siguió avanzando por la pendiente, intentando no pensar en que se estaba colocando lentamente boca abajo. Examinó los signos de las placas de acceso en las paredes y suelo de su sendero. A mitad de camino dejó atrás una escotilla que tenía inscritas las palabras ACCESO TEMPO-COMPRESIÓN.
La elipse terminó en una suave pendiente. Jacob se sintió derecho cuando llegó a la puerta y supo lo que cabía esperar, pero incluso así, gruñó.
— ¡Oh, no! —se llevó la mano a los ojos.
El suelo del hangar se extendía en todas direcciones a unos cuantos metros por encima de su cabeza. Había hombres caminando alrededor del casco de la nave como moscas en un techo.
Con un suspiro resignado, salió a reunirse con Kepler. El científico se encontraba en el borde de la cubierta, contemplando las entrañas de una complicada máquina. Alzó la cabeza y sonrió.
—Estaba ejercitando el privilegio del jefe de examinar y poner pegas. Naturalmente, la nave ya ha sido comprobada a la perfección, pero me gusta examinarlo todo. — Palmeó la máquina afectuosamente.
Kepler guió a Jacob al borde de la cubierta, donde el efecto boca abajo era aún más pronunciado. El neblinoso techo de la caverna era visible «bajo» sus pies.
—Ésta es una de las cámaras de multipolarización que emplazamos poco después de ver a los primeros Espectros de Luz Coherente. —Kepler señaló una de las diversas máquinas idénticas que estaban situadas a intervalos a lo largo del borde—. Pudimos detectar a los Espectros en los altos niveles de la cromosfera porque, no importa cómo se moviera el plano de la polarización, podíamos seguirlo y mostrar que la coherencia de la luz era real y estable con el tiempo.
—¿Por qué están todas las cámaras aquí abajo? No he visto ninguna arriba.
—Descubrimos que los observadores vivos y las máquinas se interferían mutuamente cuando rodaban en el mismo plano. Por ésta y otras razones los instrumentos se alinean al borde del plano aquí abajo, y nosotros vamos en la otra mitad.
»Podemos acomodar ambas cosas orientando la nave para que el borde de la cubierta se alinee hacia el objeto que queremos observar. Resultó ser una solución excelente pues la gravedad no supone ningún problema; podemos ladearnos en cualquier ángulo y conseguir que el punto de vista de los observadores mecánicos e inteligentes sea el mismo para hacer comparaciones posteriores.
Jacob trató de imaginar la nave, inclinada y sumergida en las tormentas de la atmósfera del sol, mientras que los pasajeros y la tripulación observaban tranquilamente.
—Hemos tenido algunos problemas con esta disposición —continuó Kepler—. Esta nave más nueva y más pequeña que llevará Jeff tiene algunas modificaciones, así que esperamos que pronto... ¡Ah! Aquí vienen algunos amigos...
Culla y Jeffrey salieron por la puerta, el rostro medio simio medio humano del chimp deformado por su expresión de desprecio.
Palpó la pantalla de su pecho.
«LR MAREADO AL SUBIR LA RAMPA. CAMISA BASTARDO.»
Culla habló con suavidad al chimpancé. Jacob apenas pudo oírlo.
—Habla con reshpeto, Amigo-Jeff. El sheñor LaRoque esh humano.
Jeffrey tecleó acalorado, con bastantes faltas de ortografía, a la que tenía tanto respeto como el que más, pero que no estaba dispuesto a someterse a cualquier humano exigente, sobre todo uno que no había tenido nada que ver con la Elevación de su especie.
¿TIENES QUE SOPORTAR TODA ESA MIERDA DE BUBBACUB SÓLO PORQUE SUS ANTEPASADOS HICIERON UN FAVOR A LOS TULLOS HACE MEDIO MILLÓN DE AÑOS?
Al pring le brillaron los ojos y hubo un destello de blanco entre sus gruesos labios.
—Por favor, Amigo-Jeff, shé que pretendesh lo mejor, pero Bubbaccub esh mi Tutor. Losh humanosh han dado libertad a tu raza. Mi raza debe shervir. Esh la forma en que eshtá eshtructurado el mundo.
Jeffrey hizo una mueca.
—Ya veremos —gruñó.
Kepler se llevó a Jeffrey aparte, tras pedirle a Culla que enseñara a Jacob los alrededores. Culla guió al humano al otro lado de la semiesfera para mostrarle la máquina que permitía que la nave funcionara como una batisfera en el plasma semifluido de la atmósfera solar. Desmontó varios paneles para mostrarle a Jacob las unidades de memoria holográfica.
El Generador de Estasis controlaba el flujo de tiempo y espacio a través del cuerpo de la Nave Solar, de forma que sus ocupantes sintieran las violentas sacudidas de la cromosfera como un suave bamboleo. Los científicos de la Tierra aún no comprendían más que parcialmente la física fundamental del generador, aunque el gobierno insistía en que fuera construido por manos humanas.
A Culla le brillaban los ojos, y su voz susurrante reveló el orgullo por las nuevas tecnologías que la Biblioteca había traído a la Tierra.
Los bancos de lógica que controlaban el generador parecían un amasijo de filamentos cristalinos. Culla explicó que las varillas y fibras almacenaban mucha más información óptica que la tecnología terrestre anterior, y además respondían con más rapidez. Mientras observaban, pautas de interferencia azul corrieron arriba y abajo por la varilla más cercana, paquetes fluctuantes de datos centelleantes. A Jacob le pareció que había algo casi vivo en la máquina. El láser de entrada y salida se hizo a un lado bajo el contacto de Culla, y los dos contemplaron durante varios minutos el crudo pulso de la información que era la sangre de la máquina.
Aunque debía de haber visto las entrañas del ordenador cientos de veces, Culla parecía tan embelesado como Jacob, meditando fijamente con aquellos ojos brillantes que nunca parpadeaban.
Por fin Culla volvió a colocar la tapa. Jacob advirtió que el extraterrestre parecía cansado. Debía de estar trabajando demasiado. Hablaron poco mientras recorrían lentamente el camino de regreso para reunirse con Jeffrey y Kepler.
Jacob escuchó con interés, pero sin comprender demasiado, cómo el chimpancé y su jefe discutían sobre algún detalle menor del enfoque de una de las cámaras.
Jeffrey se marchó entonces, tras decir que tenía cosas que hacer en el suelo de la Caverna, y Culla le siguió poco después. Los dos hombres se quedaron allí unos minutos, hablando de la maquinaria. Entonces Kepler indicó a Jacob que se adelantara mientras regresaban alrededor del bucle.
Cuando Jacob estaba a medio camino, escuchó una súbita conmoción arriba. Alguien gritaba, furioso. Intentó ignorar lo que le decían sus ojos sobre el curvado bucle de gravedad y aceleró el ritmo. Sin embargo, el sendero no estaba hecho para ser tomado con rapidez. Por primera vez sintió una confusa mezcla de sensaciones de gravedad mientras diferentes porciones del complicado campo tiraban de él.
En lo alto del arco, el pie de Jacob tropezó con una placa suelta, que se dispersó junto con algunos tornillos por la cubierta curva. Luchó por conservar el equilibrio, pero la enervante perspectiva, a mitad de camino del sendero curvo, le hizo tambalearse. Cuando llegó a la escotilla del lado superior de la cubierta, Kepler le había alcanzado.
Los gritos procedían de fuera de la nave.
En la base de la rampa, Fagin agitaba las ramas, trastornado. Varios miembros del personal de la base corrían hacía LaRoque y Jeffrey, que estaban enzarzados en un violento abrazo.
Con la cara completamente roja, LaRoque resoplaba y se esforzaba mientras intentaba soltar la mano de Jeffrey de su cabeza. Descargó un puñetazo, sin ningún efecto aparente. El chimpancé gritó repetidas veces y enseñó los dientes mientras pugnaba por agarrar mejor la cabeza de LaRoque y hacerla llegar al nivel de la suya. Ninguno de los dos advirtió el corrillo que se había reunido a su alrededor. Ignoraron los brazos que intentaban separarlos.
Mientras se apresuraba hacia abajo, Jacob vio que LaRoque liberaba una mano y buscaba la cámara que colgaba de un cordón en su cintura.
Jacob se abrió paso hasta los combatientes. Sin detenerse, hizo que LaRoque soltara la cámara tras propinarle un duro golpe con el canto de una mano, y con la otra agarró el pelaje de la nuca del chimpancé. Tiró hacia atrás con todas sus fuerzas y lanzó a Jeffrey a los brazos de Kepler y Culla.
Jeffrey se debatió. Los grandes y poderosos brazos del simio lucharon contra la tenaza de sus captores. Echó atrás la cabeza y aulló.
Jacob sintió movimiento a sus espaldas. Giró y plantó una mano sobre el pecho de LaRoque cuando el hombre se abalanzaba hacia adelante. Los pies del periodista resbalaron y el hombre aterrizó en el suelo.
Jacob agarró la cámara del cinturón de LaRoque, justo cuando el otro intentaba cogerla. El cordón se partió con un chasquido. Los hombres contuvieron a LaRoque cuando éste intentaba ponerse en pie.
Jacob alzó las manos.
— ¡Ya basta! —gritó. Se colocó de forma que ni LaRoque ni Jeffrey pudieran verse bien. LaRoque se acarició la mano, ignorando a los hombres que le contenían, y le miró airado.
Jeffrey todavía intentaba soltarse. Culla y Kepler lo agarraron con más fuerza. Tras ellos, Fagin silbaba, indefenso.
Jacob cogió la cara del chimpancé en sus manos. Jeffrey le miró.
—¡Chimpancé-Jeffrey, escúchame! Soy Jacob Demwa. Soy un ser humano. Soy supervisor del Proyecto Elevación. Te estás comportando de una manera indigna... ¡Estás actuando como un animal!
Jeffrey sacudió la cabeza como si le hubieran abofeteado. Miró aturdido a Jacob durante un instante. En su rostro se dibujó media mueca, y luego los profundos ojos marrones se desenfocaron. Se hundió flaccido en los brazos de Culla y Kepler.
Jacob agarró la peluda cabeza con una mano y con la otra colocó en su sitio el pelaje agitado. Jeffrey se estremeció.
—Ahora relájate —dijo suavemente—. Intenta recuperarte. Todos te escucharemos cuando nos digas qué ha sucedido.
Jeffrey dirigió una mano temblorosa hacia su aparato fonador. Tardó unos instantes en teclear lentamente LO SIENTO. Miró a Jacob: lo decía en serio.
—Muy bien —dijo Jacob—. Hace falta ser un hombre auténtico para pedir disculpas.
Jeffrey se enderezó. Con elaborada calma hizo un gesto de asentimiento a Kepler y Culla. Éstos le liberaron y Jacob dio un paso atrás.
A pesar de su éxito en el trato con delfines y chimpancés en el Proyecto, Jacob se sentía un poco avergonzado de la manera condescendiente con que había tratado a Jeffrey. Usar ese recurso con el chimpancé científico había funcionado. Por lo que Jeffrey había dicho antes, Jacob supuso que tenía en gran estima a sus tutores, pero la reservaba para algunos humanos. Jacob se alegró de haber podido recurrir a esa reserva, pero no se sentía particularmente orgulloso por ello.
Kepler se hizo cargo en cuanto vio que Jeffrey se tranquilizaba.
—¿Qué demonios está pasando aquí? —gritó, mirando a LaRoque.
— ¡Ese animal me atacó! —chilló LaRoque—. Acababa de superar mis temores y salí de ese lugar terrible y cuando estaba hablando con el honorable Fagin saltó la bestia contra mí como un tigre, y tuve que luchar por mi vida.
MENTIROSO. ESTABA SABOTEANDO. DESCUBRÍ SUELTA LA PLACA DE ACCESO T.C. FAGIN DIJO QUE EL GUSANO ACABABA DE SALIR CUANDO NOS OYÓ LLEGAR.
— ¡Pido disculpas por la contradicción! —trinó Fagin—. No utilicé el término peyorativo «gusano». Simplemente respondí a una pregunta para afirmar...
— ¡Passsó una hora ahí dentro! —interrumpió Jeffrey, haciendo una mueca por el esfuerzo.
Pobre Fagin, pensó Jacob.
—Ya lo he dicho antes —gritó LaRoque—. ¡Ese loco me asaltó! ¡Me pasé la mitad del tiempo agarrado al suelo! Escucha, pequeño mono, no gastes tu saliva en mí. ¡Guárdala para tus compañeros arborícolas!
El chimp aulló, y Culla y Kepler se abalanzaron hacia delante para separarlos. Jacob se acercó a Fagin, sin saber qué decir. Por encima del tumulto, el kantén le dijo amablemente:
—Parece que vuestros tutores, fueran quienes fuesen, Amigo-Jacob, debieron ser realmente únicos.
Jacob asintió, aturdido.
RECORDANDO AL GRAN AUK
Jacob observó al grupo al pie de la rampa. Culla y Jeffrey, cada uno a su modo, hablaban ansiosamente con Fagin. Un grupito del personal de la base se había congregado cerca, tal vez para escapar a las insistentes preguntas de LaRoque.
Desde el altercado, el hombre no paraba de recorrer la Caverna, lanzando preguntas a los trabajadores y quejándose a quienes no lo eran. Durante algún tiempo su ira por haberse visto privado de su cámara fue enorme, y sólo declinó lentamente hasta un estado que Jacob consideraba cercano a la apoplejía.
—No estoy seguro de por qué se la quité —le dijo Jacob a Kepler, sacándola del bolsillo. La estilizada cámara negra tenía un puñado de botoncitos y teclas. Parecía la herramienta perfecta de un periodista, compacta, flexible y sin duda muy cara.
Se la tendió a Kepler.
—Pensé que estaba buscando un arma.
Kepler se guardó la cámara en el bolsillo,
—Lo comprobaremos de todas formas, por si acaso. Mientras tanto, me gustaría darle las gracias por la manera en que se hizo cargo de las cosas.
Jacob se encogió de hombros.
—No hay de qué. Lamento haberme interpuesto en su autoridad.
Kepler se echó a reír.
— ¡Pues me alegro de que lo hiciera! ¡Seguro que yo no habría sabido qué hacer!
Jacob sonrió, pero todavía se sentía preocupado.
—¿Qué va a hacer ahora?
—Bueno, voy a inspeccionar el sistema T.C. de Jeff, para asegurarme de que no pasa nada, aunque estoy seguro de ello. Si LaRoque hubiera hurgado en la máquina, ¿qué podría hacer? Los circuitos necesitan herramientas especiales. Él no tenía ninguna.
—Pero el panel estaba suelto cuando llegamos al arco de gravedad.
—Sí, pero tal vez LaRoque sólo sentía curiosidad. De hecho, no me sorprendería demasiado si descubriera que Jeff aflojó la placa para tener una excusa y así pelearse con él.
El científico se hecho a reír.
—No se sorprenda tanto. Los niños siempre serán niños. Y sabe que incluso el chimpancé más avanzado oscila entre la pedantería extrema y el vandalismo de un colegial.
Jacob sabía que eso era cierto, pero siguió preguntándose por qué la actitud de Kepler era generosa hacia LaRoque, a quien indudablemente despreciaba. ¿Tan ansioso estaba de tener buena prensa?
Kepler volvió a darle las gracias y se marchó, recogiendo a Culla y Jeffrey en su camino de vuelta a la entrada de la Nave Solar. Jacob encontró un sitio donde no estorbar y se sentó sobre una de las cajas de embalaje.
Sacó un puñado de papeles del bolsillo interior de su chaqueta.
Habían llegado masergramas de la Tierra para muchos de los pasajeros de la Bradbury. Jacob se esforzó por no echarse a reír cuando captó la mirada recelosa que intercambiaron Bubbacub y Millie Martine cuando el pil fue a recoger su propio mensaje codificado.
Durante el desayuno, ella se sentó entre Bubbacub y LaRoque, intentando mediar entre la embarazosa xenofilia del terrestre y la recelosa tirantez del Representante de la Biblioteca. Parecía ansiosa por tender un puente entre ambos. Pero cuando llegaron los mensajes, LaRoque se quedó solo y Bubbacup y ella corrieron escaleras arriba.
Probablemente eso no había servido para mejorar el estado de ánimo del periodista.
Al terminar el desayuno, Jacob pensó en visitar el Laboratorio Médico, pero en cambio decidió recoger sus propios masergramas. De vuelta a sus habitaciones, vio que el material de la Biblioteca tenía un palmo de altura. Lo colocó sobre la mesa antes de sumergirse en un trance de lectura.
Era una técnica para absorber un montón de información en poco tiempo. Había resultado útil muchas veces en el pasado, y el único inconveniente era que interrumpía las facultades críticas. La información se almacenaba, pero el material tenía que ser leído de nuevo para que todo fuera recordado.
Cuando se recuperó, el material se hallaba amontonado a su izquierda. Estaba seguro de que lo había leído todo. Los datos que había absorbido se encontraban al borde de la consciencia, fragmentos aislados que saltaban caprichosamente a la mente sueltos y sin conectarse a un conjunto. Durante una semana como mínimo volvería a aprender, con una sensación de deja vu, cosas leídas durante el trance. Si no quería permanecer mucho tiempo desorientado, sería mejor que empezara a hojear el material cuando antes.
Ahora, sentado en la caja de plástico en la Caverna de las Naves Solares, Jacob examinó el puñado de papeles que había traído consigo. Los fragmentos dispersos de información le parecieron familiares.
... la raza kisa, recién liberada de su contrato con los soro, descubrió el planeta Pila poco después de la reciente migración de la cultura galáctica a este sector. Había señales de que el planeta había sido ocupado por otra especie viajera doscientos millones de años antes. Se verificó en los Archivos Galácticos que antaño Pila había sido residencia, durante seiscientos milenios, de la especie mellin (ver listado; Mellin extinta).
El planeta Pila, tras haber sido abandonado durante un período mayor del requerido, fue estudiado y registrado rutinariamente como colonia kis, clase C (ocupación temporal, no más de tres millones de años, con un impacto mínimo sobre la biosfera contemporánea).
En Pila, los kisa encontraron una especie presofonte cuyo nombre se toma del planeta de su origen...
Jacob trató de imaginar a la raza pil tal como había sido antes de la llegada de los kisa y el principio de su elevación. Cazadores recolectores primitivos, sin duda. ¿Serían lo mismo hoy, después de medio millón de años, si los kisa no hubieran llegado jamás? ¿O habrían evolucionado, como aún sostenían algunos antropólogos de la Tierra, hasta una especie diferente de cultura inteligente, sin la influencia de sus tutores?
La críptica referencia a la extinta especie «mellin» le permitió advertir la escala temporal cubierta por la antigua civilización de los galácticos y su increíble Biblioteca. ¡Doscientos millones de años! En esa época remota el planeta Pila había sido dominado por una especie viajera, que había vivido allí durante seis mil siglos mientras los antepasados de Bubbacub no eran más que insignificantes animales en sus madrigueras.
Presumiblemente, los mellin cumplieron con su misión y tenían una Sucursal de la biblioteca propia. Ofrecieron sus respetos (tal vez más de palabra que de hecho) a la raza tutora que los había elevado mucho antes de que colonizaran Pila, y tal vez ellos, a cambio, elevaron a alguna especie prominente que encontraron al llegar... primos biológicos de la especie de Bubbacub, que ahora también podían estar extinguidos.
De repente, cobraron sentido para Jacob las extrañas Leyes Galácticas de Residencia y Migración. Obligaban a las especies a considerar sus planetas como hogares temporales, a que los dominaran en favor de las razas futuras cuya forma actual pudiera ser pequeña y estúpida. No era extraño que muchos de los galácticos fruncieran el ceño ante el récord de la humanidad en la Tierra. Sólo la influencia de los timbrimi y otras razas amistosas habían permitido a la humanidad conservar sus tres colonias en Cygnus contra el fanático e inamovible Instituto de Migración. Y había sido una suerte que la Ve-sarius regresara con suficientes advertencias a los seres humanos para que enterraran las pruebas de algunos de sus crímenes. Jacob era uno de los escasos cien mil seres humanos que sabía lo que era un manatí, o un perezoso, o un orangután.
Esas víctimas del hombre tal vez se habrían convertido algún día en especies pensantes que él, más que nadie, estaba en disposición de apreciar, y lamentar. Jacob pensó en Makakai, en las ballenas, y en lo cerca que habían estado de no poder ser salvadas.
Cogió los papeles y siguió leyendo. Reconoció otro fragmento. Estaba referido a la especie de Culla.
...colonizada por una expedición de Pila. (Los pila, tras haber amenazado a sus tutores kisa con una apelación de jihad a los soro, habían sido liberados de su contrato.) Después de recibir su licencia para el planeta Pring, los pila se encargaron de su ocupación cumpliendo a rajatabla las condiciones de impacto mínimo de su contrato. Desde la llegada de los pila a Pring, los inspectores del Instituto de Migración han observado que los pila han llevado a cabo más que las salvaguardas normales para proteger a las especies indígenas cuyo potencial preinteligente parecía realista. Entre las especies en peligro de extinción bajo el establecimiento de la colonia estaban los antepasados genéticos de la raza pring, cuyo nombre de especie es también el del planeta de su origen...
Jacob tomó nota mentalmente para ampliar sus conocimientos de las jihads de los pila, una raza agresiva y conservadora en la política galáctica. Cabe suponer que jihads o «guerras santas» eran el último recurso usado para reforzar la tradición entre las razas de la galaxia. Los Institutos servían a la tradición, pero dejaban su cumplimiento a la opinión de la mayoría, o del más fuerte.
Jacob estaba seguro de que las referencias de la Biblioteca estarían llenas de guerras santas justificadas, con unos cuantos casos «lamentables» de especies que usaban la tradición como excusa para librar guerras por poder o por odio.
La historia la escriben normalmente los vencedores.
Jacob se preguntó bajo qué penalidades habían conseguido los pila su libertad del contrato con los kisa. Se preguntó también qué aspecto tendría un kisa.
Jacob se sobresaltó cuando sonó un fuerte timbre que retumbó por toda la Caverna. El sonido se repitió tres veces más, rebotando en las paredes de piedra, obligándole a ponerse en pie.
Todos los obreros soltaron sus herramientas y se volvieron para contemplar las ciclópeas piedras que conducían, a través de compuertas y túneles, a la superficie del planeta.
Las puertas se abrieron lentamente, con un suave ruido. Al principio sólo pudo verse negrura en la rendija. Entonces algo grande y brillante apareció en el otro lado, forzando la separación como un cachorrillo que empuja impaciente con la nariz para apresurar la abertura y entrar en la casa.
Era otra brillante burbuja de espejos, como la que acababan de visitar, sólo que más grande. Flotaba sobre el suelo del túnel como si careciera de sustancia. La nave gravitaba levemente en el aire y, cuando el camino quedó libre, entró en el hangar como impulsada por una brisa exterior. Reflejos de las paredes, la maquinaria y las personas nadaron sobre sus brillantes costados.
Mientras la nave se aproximaba, emitía un leve zumbido y un sonido chascante. Los trabajadores se congregaron en la cercana plataforma colgante.
Culla y Jeffrey pasaron junto a Jacob. El chimpancé le dirigió una sonrisa y le hizo señas para que los acompañase. Jacob se dispuso a hacerlo, tras doblar los papeles y guardárselos en el bolsillo. Buscó a Kepler. El jefe del Navegante Solar debía de encontrarse a bordo de la nave de Jeffrey, terminando la inspección, porque no estaba a la vista. La nave chascó y siseó mientras maniobraba sobre su nido, y luego empezó a descender lentamente. Resultaba difícil creer que no brillaba con luz propia, porque su superficie de espejos resplandecía. Jacob se colocó al lado de Fagin, al borde de la multitud. Juntos contemplaron cómo la nave se detenía.
—Pareces sumido en tus pensamientos —trinó Fagin—. Por favor, perdona la intrusión, pero considero que es lógico inquirir informalmente sobre su naturaleza.
Jacob estaba lo bastante cerca de Fagin para detectar un leve olor, algo parecido al orégano. El follaje del alienígena se agitó suavemente.
—Supongo que pensaba dónde acaba de estar esta nave —respondió—. Intentaba imaginar cómo debe ser allá abajo. Yo... no puedo.
—No te sientas frustrado, Jacob. Siento un asombro similar, y soy incapaz de comprender lo que los terrestres habéis conseguido aquí. Espero mi primer descenso con humilde expectación.
Y así me avergüenzas otra vez, bastardo verde, pensó Jacob. Todavía estoy intentando buscar un medio para no tener que ir a una de esas locas inmersiones. ¡Y tú alardeas de estar ansioso por hacerlo!
—No quiero llamarte mentiroso, Fagin, pero creo que te estás mostrando demasiado diplomático al decir que te impresiona este proyecto. La tecnología, para los niveles galácticos, es pura edad de piedra. ¡Y no puedes decirme que nadie se ha zambullido en una estrella antes! Ha habido sofontes desperdigados por toda la galaxia durante casi mil millones de años. ¡Todo lo que merece la pena hacerse ha sido hecho al menos un trillón de veces!
Había una vaga amargura en su voz. Le sorprendió la fuerza de sus propios sentimientos.
—Sin duda eso es bastante cierto, Amigo-Jacob. No pretendo que el proyecto Navegante Solar sea único. Sólo es único en mi experiencia. Las razas inteligentes con las que he contactado antes se han contentado con estudiar sus soles desde lejos y con comparar los resultados con los datos de la Biblioteca. Para mí, esto es una aventura en su forma más pura.
Un trozo rectangular de la Nave Solar empezó a deslizarse hacia abajo, para formar una rampa hasta el borde de la plataforma colgante.
Jacob frunció el ceño.
— ¡Pero antes han tenido que haber inmersiones tripuladas!
Es lógico intentarlo en un momento u otro si se demuestra que es posible. No puedo creer que nosotros seamos los primeros.
—No cabe duda, desde luego —dijo Fagin lentamente—. Si no lo ha hecho nadie más, sin duda lo hicieron los Progenitores, porque se dice que ellos lo hicieron todo antes de marcharse. Pero se han hecho tantas cosas, por tantos pueblos, que es difícil saberlo con certeza.
Jacob meditó sobre esto en silencio.
Mientras la sección de la Nave Solar se acercaba a la rampa, Kepler se aproximó sonriente a Jacob y Fagin.
— ¡Ah! Están aquí. Excitante, ¿verdad? ¡Todo el mundo está aquí! Siempre pasa lo mismo cuando alguien vuelve del sol, aunque sea una corta inmersión de exploración como ésta.
—Sí —dijo Jacob—. Es muy excitante. Si tiene un momento, hay algo que me gustaría preguntarle, doctor Kepler. Me gustaría saber si ha pedido a la Sucursal de la Biblioteca en La Paz alguna referencia sobre sus Espectros Solares. Seguramente alguien más habrá encontrado un fenómeno similar, y estoy convencido de que sería de gran ayuda tener...
Su voz se apagó al ver cómo se desvanecía la sonrisa de Kepler.
—Ésa fue la razón por la que nos asignaron a Culla en primer lugar, señor Demwa. Esto iba a ser un proyecto prototipo para ver hasta qué punto podíamos mezclar la investigación independiente con la ayuda limitada de la Biblioteca. El plan funcionó bien durante la construcción de las naves. Tengo que confesar que la tecnología galáctica es sorprendente. Pero desde entonces la Biblioteca no nos ha servido de mucha ayuda. Es muy complicado. Esperaba tocar el tema mañana, después de darle información completa, pero verá...
Un fuerte aplauso sonó cuando la multitud se abalanzó hacia adelante. Kepler sonrió, resignado.
— ¡Más tarde! —gritó.
En lo alto de la plataforma, tres hombres y dos mujeres saludaban a la multitud. Una de las mujeres, alta y esbelta, con el pelo rubio cortado al cepillo, sonrió al ver a Kepler. Empezó a bajar, seguida por el resto de la tripulación.
Al parecer era la comandante de la Base Kermes, de quien Jacob había oído hablar de vez en cuando durante los dos últimos días. Uno de los médicos de la fiesta del día anterior por la noche había dicho que era la mejor comandante que había tenido jamás la avanzadilla de la Confederación en Mercurio. Una mujer más joven interrumpió al veterano comentando que también era una zorra. Jacob supuso que la med-tec se refería a la habilidad mental de la comandante.
Sin embargo, mientras contemplaba cómo la mujer bajaba la rampa (no parecía más que una muchacha), advirtió que la observación podía tener además otro significado complementario.
La multitud le dejó paso y la mujer se acercó al jefe de Navegante Solar, con la mano extendida.
— ¡Allí están, en efecto! —dijo—. Bajamos a tau punto dos, en la primera región activa, y allí estaban. ¡Estuvimos a ochocientos metros de uno! Jeff no tendrá ningún problema. ¡Era el rebaño más grande de magnetóvoros que he visto en mi vida!
Jacob descubrió que su voz era grave y melodiosa. Confiada. Sin embargo, su acento resultaba difícil de identificar. Su pronunciación parecía extraña, anticuada.
— ¡Maravilloso, maravilloso! —asintió Kepler—. Donde hay ovejas, tiene que haber pastores.
La cogió por el brazo y la hizo volverse para presentarle a Fagin y Jacob.
—Sofontes, ésta es Helene deSilva, comandante de la Confederación en Mercurio, y mi mano derecha. No podría hacer nada sin ella. Helene, te presento al señor Jacob Álvarez Demwa, el caballero del que te hablé por máser. Ya conociste al kantén Fagin hace unos meses en la Tierra. Tengo entendido que habéis intercambiado unos cuantos masergramas desde entonces.
Kepler tocó el brazo de la joven.
—Helene, ahora me urge ocuparme de unos mensajes de la Tierra. Ya los he retrasado demasiado para estar aquí para tu llegada, así que me voy a tener que marchar. ¿Estás segura de que todo ha salido bien y de que la tripulación está descansada?
—Seguro, doctor Kepler, todo ha ido bien. Dormimos en el viaje de regreso. Me reuniré aquí con usted cuando sea la hora de despedir a Jeff.
El jefe del proyecto se despidió de Jacob y Fagin y asintió cortante a LaRoque, que estaba lo bastante cerca para oír pero no lo suficiente para ser educado. Kepler se marchó en dirección a los ascensores.
Helene deSilva tenía una respetuosa forma de inclinarse ante Fagin que era más cálida de lo que mucha gente podía soportar. Rebosaba de alegría al ver de nuevo al E.T., y lo expresó en voz alta también.
—Y éste es el señor Demwa —dijo, mientras estrechaba la mano de Jacob—. Kant Fagin me ha hablado de usted. Es usted el intrépido joven que se zambulló en la Aguja de Ecuador para salvarla. Es una historia que me gustaría oír de labios del propio héroe.
Jacob se alarmaba siempre que mencionaban la Aguja. Ocultó el sobresalto con una risa.
— ¡Créame, ese salto no fue hecho a propósito! ¡Preferiría subir a uno de sus cohetes solares antes que volver a hacerlo!
La mujer se echó a reír, pero al mismo tiempo le miró con extrañeza, con una expresión apreciativa que agradó a Jacob, aunque le confundía. Sintió que le faltaban las palabras.
—Bueno, de todas formas es un poco extraño que me llame "intrépido joven" alguien tan joven como usted. Debe ser muy competente para que le hayan ofrecido el puesto de comandante antes de que le salgan las arrugas típicas de la preocupación.
DeSilva volvió a reírse.
— ¡Qué galante! Muy amable por su parte, señor, pero la verdad es que tengo el equivalente a sesenta y cinco años de arrugas de preocupación invisibles. Fui oficial auxiliar a bordo de la Calypso. Tal vez recuerde que volvimos al sistema hace un par de años. ¡Tengo más de noventa años!
—¡Oh!
Los astronautas eran una raza muy especial. No importaba cuál fuera su edad subjetiva, podían continuar con su trabajo cuando volvían a casa... si elegían seguir trabajando, claro.
—Bueno, en ese caso debo tratarla con el respeto que se merece, abuelita.
DeSilva dio un paso atrás y ladeó la cabeza. Le miró con los ojos entornados.
— ¡No se pase! He trabajado duro para convertirme en una mujer —además de oficial y caballero— como para querer pasar de ser un yogurcito directamente al asilo de ancianos. Si el primer varón atractivo que llega en meses y no está bajo mis órdenes empieza a considerarme inabordable, puede que me decida a cargarlo de cadenas.
La mitad de las referencias de la mujer eran indescifrablemente arcaicas (¿qué demonios quería decir con aquello de «yogurcito»?), pero de algún modo el significado estaba claro. Jacob sonrió y alzó las manos con gesto de rendición. Helene deSilva le recordaba a Tania. La comparación era vaga. Sintió un temblor por respuesta, también vago y difícil de identificar. Pero merecía la pena seguirlo.
Jacob descartó la imagen. Basura filosófico-emocional. En eso era muy bueno cuando se lo permitía. La verdad pura y simple era que la comandante de la base era una mujer enormemente atractiva.
—Muy bien —dijo—. Y maldito el primero que diga «¡Basta!».
DeSilva se echó a reír. Lo cogió suavemente por el brazo y se volvió hacia Fagin.
—Vengan, quiero que los dos conozcan a la tripulación. Luego estaremos ocupados preparando la partida de Jeffrey. Es terrible con las despedidas. Incluso en una inmersión corta como ésta siempre lloriquea y abraza a todos los que se quedan, como si no fuera a volver a verlos.
CUARTA PARTE
Únicamente con la Sonda Solar es posible obtener datos de la distribución de masa y momento angular del interior del sol, imágenes de alta resolución, detectar neutrones liberados en procesos nucleares que ocurren en la superficie solar o cerca de ella, o determinar cómo acelera el viento solar. Finalmente, dados los sistemas de seguimiento y comunicación, y tal vez el máser de hidrógeno de a bordo, la Sonda Solar será con diferencia la mejor plataforma para usar en la investigación de ondas gravitatorias de baja frecuencia en fuentes cosmológicas.
Extraído del informe preliminar del Taller Sonda
SOLAR DE LA NASA.