PRIMERA PARTE

Es razonable esperar que en un futuro no demasiado lejano lleguemos a comprender algo tan simple como una estrella.

A. S. EDDINGTON, 1926

1. TRAS EL SUEÑO-BALLENA

—Makakai, ¿estás preparada?

Jacob ignoró los zumbidos de los motores y válvulas en su crisálida de metal. Permaneció inmóvil. El agua lamió suavemente la nariz bulbosa de su ballena mecánica mientras esperaba una respuesta.

Una vez más comprobó los diminutos indicadores de la pantalla de su casco. Sí, la radio funcionaba. El ocupante de la otra ballena mecánica, medio sumergida a unos pocos metros de distancia, lo había oído todo.

El agua estaba hoy excepcionalmente clara. Al mirar hacia abajo, Jacob pudo ver un pequeño tiburón leopardo al pasar, un poco fuera de sitio en estas profundidades.

—Makakai… ¿estás preparada?

Intentó no parecer impaciente, ni traicionar la tensión que sentía acumularse en su nuca mientras esperaba. Cerró los ojos y se obligó a relajar los músculos rebeldes, uno a uno. Esperó a que su pupila hablara.

—¡Ssssí… hagámossslo! —trinó por fin la voz borboteante. Las palabras parecían agitadas, como pronunciadas a regañadientes, con esfuerzo.

Un discurso bastante largo tratándose de Makakai. Jacob pudo ver la máquina de entrenamiento de la joven delfín junto a la suya, su imagen reflejada en los espejos que bordeaban su visor. Sus grises aletas metálicas se alzaban y caían levemente con la marea. Débilmente, sin energía, las aletas artificiales se movieron, avanzando bajo la superficie erizada del agua.

Está todo lo dispuesta posible, pensó Jacob. Éste es el momento de averiguar si la tecnología puede sacar a un delfín del Sueño-Ballena.

Volvió a conectar el micrófono.

—Muy bien, Makakai. Sabes cómo funciona la ballena. Ampliará cualquier acción que hagas, pero si quieres que los cohetes intervengan, tendrás que darle la orden en inglés. Para ser justos, yo tendré que silbar en ternario para que la mía funcione.

—Ssssí! —siseó la delfín. La gris aleta caudal se alzó y bajó, provocando un torbellino de agua salada.

Medio murmurando una plegaria al Soñador, Jacob tocó el interruptor que liberaba los amplificadores de la ballena mecánica de Makakai y de la suya propia, y luego giró con cautela los brazos para poner en movimiento las aletas. Flexionó las piernas, y las enormes aletas de la cola se sacudieron en respuesta, y su máquina giró inmediatamente y se zambulló.

Jacob intentó corregir su trayectoria pero todo lo que logró fue que la ballena girara aún más. El golpeteo de sus aletas convirtió momentáneamente sus alrededores en una masa de burbujas, hasta que con paciencia, siguiendo un sistema de prueba y error, se enderezó.

Se puso de nuevo en marcha, con cuidado, para ganar la delantera, y luego arqueó la espalda y lanzó una patada. La ballena mecánica respondió con un gran salto en el aire.

La delfín estaba casi a un kilómetro de distancia. Mientras llegaba a la cima de su arco, Jacob la vio caer graciosamente desde una altura de diez metros y zambullirse suavemente en las aguas.

Apuntó al agua con el pico de su casco y el mar se acercó a él como una muralla verde. El impacto hizo que su casco resonara mientras arrancaba tentáculos de algas flotantes y un dorado garibaldi escapaba lleno de pánico tras su zambullida.

Caía demasiado en picado. Jacob juró y pateó dos veces para enderezarse. Las enormes aletas de metal de la máquina golpearon el agua con el empujón rítmico de sus pies, cada uno de ellos enviando una descarga por su espalda, apretujándole contra el denso acolchado del traje. En el momento oportuno, se arqueó y volvió a dar una patada. La máquina salió del agua.

La luz del sol destelló como un misil en su ventanilla izquierda, ahogando con su resplandor el tenue brillo de su diminuto panel de instrumentos. El ordenador del casco trinó suavemente mientras él se retorcía, boca abajo, para golpear de nuevo las brillantes aguas.

Jacob dejó escapar una carcajada de júbilo cuando un banco de pequeñas anchoas plateadas se dispersó ante él.

Sus manos se deslizaron por los controles hasta los mandos de los cohetes, y en la cima de su nuevo arco silbó un código en ternario. Los motores zumbaron, y el exoesqueleto extendió aletas a lo largo de sus costados. Entonces intervinieron los propulsores con un salvaje estallido, lanzando la cabeza acolchada hacia arriba con la súbita aceleración, pinchando la base de su cráneo mientras las olas quedaban atrás, justo bajo su veloz nave.

Llegó junto a Makakai levantando una gran salpicadura. Ella silbó una aguda bienvenida en ternario. Jacob dejó que los cohetes se desconectaran de modo automático y reemprendió el avance puramente mecánico junto a la delfín.

Durante algún tiempo se movieron al unísono. Con cada salto Makakai se volvía más atrevida, ejecutando torsiones y piruetas durante los largos segundos que transcurrían antes de que golpearan el agua. Una vez, en el aire, dejó escapar un poemita obsceno en su lengua, un chascarrillo sin importancia, pero Jacob esperó que lo hubieran grabado en el barco perseguidor. No se había enterado del chiste final con el estrépito de la caída.

El resto del equipo de entrenamiento los seguía en el hovercraft. Durante cada salto, Jacob veía el gran barco, empequeñecido ahora por la distancia, hasta que su impacto lo anulaba todo menos los sonidos del agua al salpicar, los chirridos del sonar de Makakai y el fosforescente color azul gris ante sus ventanillas.

El cronómetro de Jacob indicó que habían pasado diez minutos. No podría seguir el ritmo de Makakai durante más de media hora, cualquiera que fuese la ampliación que usara. Los músculos y el sistema nervioso del hombre no estaban diseñados para esta rutina de saltar e impactar contra el agua.

—Makakai, es hora de que pruebes con los cohetes. Dime si estás lista y los usaremos en el siguiente salto.

Los dos se hundieron en el mar y Jacob hizo maniobrar sus aletas en el agua espumosa para prepararse para la siguiente ronda. Volvieron a saltar.

—Makakai, ahora hablo en serio. ¿Estás lista?

Estaban muy alto. Jacob pudo ver el diminuto ojo de la delfín tras la ventanilla de plástico cuando su máquina-ballena se retorció antes de hundirse en el agua. La siguió un momento después.

—Muy bien, Makakai. Si no me respondes, tendremos que dejarlo ahora mismo.

El agua azul formó una nube de burbujas cuando Jacob se colocó junto a su pupila.

Makakai se retorció y se hundió en vez de prepararse para dar otro salto. Dijo algo en ternario, demasiado rápido para poder seguirlo, algo referido a que Jacob no debería ser tan aguafiestas.

Jacob dejó que su máquina subiera lentamente a la superficie.

—Vamos, querida, usa el inglés. Lo necesitarás si quieres que tus hijos salgan alguna vez al espacio. ¡Y además es tan expresivo! Vamos. Dile a Jacob lo que piensas de él.

Hubo algunos segundos de silencio. Entonces el hombre vio algo que se movía rápidamente por debajo. Se abalanzaba hacia arriba, y justo antes de golpear la superficie, oyó la aguda puya de la voz de Makakai.

—¡Ssí-gueme, zoquete! ¡Yo vueee-lo!

Sus aletas mecánicas chasquearon con la última palabra, y Makakai saltó del agua dejando detrás una columna de llamas.

Jacob se echó a reír, se zambulló para ganar impulso y luego se lanzó al aire tras su pupila.

Gloria le tendió los datos en cuanto terminó su segunda taza de café. Jacob intentó que sus ojos se concentraran en las líneas irregulares, pero éstas se agitaban de un lado a otro como si fueran olas. Devolvió los datos.

—Los miraré más tarde. ¿Puedes hacerme un resumen? Me tomaría uno de esos bocadillos, si me dejas lavarme.

Ella le lanzó uno de atún con pan de centeno y se sentó en la borda, agarrándose a los lados para compensar el bamboleo del barco. Como de costumbre, apenas llevaba puesto nada. A la joven bióloga, hermosa, con un bonito cuerpo y pelo largo y negro, le sentaba muy bien no llevar apenas nada.

—Creo que tenemos toda la información de ondas cerebrales que nos hacía falta, Jacob. No sé cómo lo lograste, pero la atención de Makakai en inglés fue al menos el doble de lo normal. Manfred cree que ha encontrado suficientes conjuntos sinápticos asociados para hacer grandes avances en su siguiente grupo de mutaciones experimentales. Hay un par de nódulos que quiere expandir en el lóbulo cerebral izquierdo de los hijos de Makakai.

»Mi grupo está satisfecho con lo que tenemos de momento. La facilidad de Makakai con la ballena demuestra que la generación actual puede manejar máquinas.

Jacob suspiró.

—Si esperas que estos resultados persuadan a la Confederación para que cancele la próxima generación de mutaciones, no cuentes con ello. Están asustados. No quieren tener que depender siempre de la poesía y de la música para demostrar que los delfines son inteligentes. Quieren una raza de manipuladores de herramientas analíticos, y dar palabras en clave para activar los cohetes de una ballena mecánica no les servirá. Veinte a uno a que Manfred tendrá que cortar.

Gloria se puso roja.

—¡Cortar! Son personas, un pueblo con un sueño maravilloso. ¡Los convertiremos en ingenieros y perderemos una raza de poetas!

Jacob dejó el bocadillo y se limpió las migajas del pecho. Lamentaba haber abierto la boca.

—Lo sé, lo sé. También a mí me gustaría que las cosas fueran un poco más despacio. Pero míralo de esta forma. Tal vez los fins podrán expresar algún día con palabras al Sueño-Ballena. No necesitaremos el ternario para discutir del tiempo, ni nuestro argot para hablar de filosofía. Los delfines podrán unirse a los chimpancés y volverán sus narices metafóricas a los galácticos mientras nosotros nos hacemos pasar por adultos dignos.

—Pero…

Jacob alzó la mano para interrumpirla.

—¿Podemos discutirlo más tarde? Me gustaría acostarme un rato, y luego bajar y visitar a nuestra chica.

Gloria frunció un momento el ceño, pero luego sonrió abiertamente.

—Lo siento, Jacob. Debes de estar muy cansado. Pero al menos hoy, por fin, todo ha funcionado.

Jacob se permitió devolverle la sonrisa. Su ancho rostro se llenó de arrugas en torno a la boca y los ojos.

—Sí —dijo, y se puso en pie—. Hoy todo ha salido bien.

—Ah, por cierto, mientras estabas abajo, hubo una llamada para ti. ¡Era un eté! Johnny se puso tan nervioso que apenas se acordó de anotar el mensaje. Creo que está por alguna parte.

Gloria retiró los platos y encontró un trozo de papel. Se lo tendió.

Jacob frunció las pobladas cejas cuando miró el mensaje. Tenía la piel tensa y oscura, mezcla de antepasados y exposición al sol y al agua salada. Los ojos marrones tendían a estrecharse para convertirse en dos finas ranuras cuando se concentraba. Se llevó una mano callosa a su ganchuda nariz amerindia y trató de descifrar la letra del operador de radio.

—Supongo que todos sabíamos que trabajabas con etés —dijo Gloria—. ¡Pero desde luego no esperábamos que uno nos llamara aquí! ¡Especialmente uno que parece un brote gigante de brécol y que habla como si fuera ministro de protocolo!

Jacob alzó la cabeza.

—¿Ha llamado un kantén? ¿Aquí? ¿Dijo su nombre?

—Debería estar por ahí. ¿Eso es lo que era? ¿Un kantén? Me temo que no entiendo mucho de alienígenas. Podría reconocer a un cintiano o un timbrimi, pero éste era nuevo para mí.

—Mm… voy a tener que llamar a alguien. ¡Fregaré los platos más tarde, no los toques! Dile a Manfred y a Wilfred que bajaré dentro de un rato a visitar a Makakai. Y gracias de nuevo. —Sonrió y la tocó suavemente en el hombro, pero al volverse, su expresión se tornó preocupada.

Atravesó la escotilla delantera, con el mensaje en la mano. Gloria se lo quedó mirando durante un instante. Recogió las cartas de datos y le hubiera gustado saber qué haría falta para retener la atención de aquel hombre durante más de una hora, o de una noche.

El camarote de Jacob apenas era un armarito con un estrecho jergón plegable, pero ofrecía intimidad suficiente. Sacó su tele portátil de un pequeño mueble situado junto a la puerta y la depositó sobre la cama.

Lo lógico era que Fagin hubiera llamado simplemente para ser sociable. Después de todo, le interesaba mucho el trabajo con los delfines.

Sin embargo, en algunas ocasiones, los mensajes de los alienígenas sólo habían traído problemas. Jacob pensó en no devolver la llamada del kantén.

Tras un momento de vacilación, pulsó una clave en la tele y se tranquilizó. Cuando llegaba el momento, no podía resistir la oportunidad de charlar con un E.T., en cualquier sitio, a cualquier hora.

Una línea de binario destelló en la pantalla, dando la localización de la unidad portátil a la que llamaba. La Reserva E.T. de La Baja. Tiene sentido, pensó Jacob. Ahí es donde está la Biblioteca. Apareció la advertencia de costumbre prohibiendo a los condicionales establecer contactos con alienígenas. Jacob apartó la mirada con disgusto. Brillantes puntos de estática llenaron el espacio sobre las sábanas y delante de la pantalla, y entonces apareció Fagin, en réplica, a unos pocos centímetros de distancia.

El E.T. parecía exactamente un brote gigante de brécol. Tallos redondos azules y verdes formaban esferas simétricas alrededor de un tronco retorcido y estriado. Aquí y allá diminutos copos cristalinos moteaban algunas ramas, formando un amasijo cerca de la cima en torno a una boca invisible.

El follaje se movió, y los cristales se agitaron ante el paso del aire exhalado por la criatura.

—Hola, Jacob. —La voz de Fagin sonó metálica en medio de la habitación—. Te saludo con alegría y gratitud, y con la austera carencia de formalidad en la que con tanta frecuencia y vehemencia insistes.

Jacob reprimió una carcajada. Fagin le recordaba a un antiguo mandarín, tanto por el tono cantarín de su acento como por el retorcido protocolo que usaba incluso con sus amigos humanos más íntimos.

—Te saludo, Amigo-Fagin, y te deseo lo mejor con todo respeto. Y ahora que hemos acabado con eso, y antes de que digas una sola palabra, la respuesta es no.

Los cristales tintinearon suavemente.

—Jacob! ¡Eres tan joven y sin embargo tan perspicaz! ¡Admiro tu sabiduría y tu habilidad para adivinar el propósito de mi llamada!

Jacob sacudió la cabeza.

—Nada de adulaciones ni de velado sarcasmo, Fagin. Insisto en hablar contigo en inglés coloquial porque es la única forma que tengo de evitar que acabe hecho un lío cada vez que trato contigo. ¡Y sabes muy bien de lo que estoy hablando!

El alienígena se estremeció, ofreciendo una parodia de un encogimiento de hombros.

—Ah, Jacob, debo inclinarme ante tu voluntad y utilizar la altamente estimada honestidad de la que tu especie debería estar orgullosa. Es cierto que hay un pequeño favor que tengo la temeridad de pedir. Pero ahora que me has dado tu respuesta —basada sin duda en ciertas circunstancias pasadas y desagradables, la mayoría de las cuales sin embargo resultaron para bien— simplemente olvidaré el tema.

»¿Sería posible inquirirte cómo avanza tu trabajo con la orgullosa especie pupila "delfín"?

—Oh, sí, el trabajo va muy bien. Hoy hemos conseguido un avance.

—Excelente. Estoy seguro de que no habría sucedido sin tu intervención. He oído decir que tu trabajo es indispensable.

Jacob sacudió la cabeza para despejarse. De algún modo, Fagin había vuelto a tomar la iniciativa.

—Bueno, es cierto que pude ayudar en el problema de la Esfinge de Agua, pero desde entonces mi intervención no ha sido tan especial. Cualquiera podría hacer lo que he estado haciendo últimamente.

—¡Oh, eso es algo que me resulta muy difícil de creer!

Jacob frunció el ceño. Desgraciadamente era cierto. Y a partir de ahora, el trabajo aquí, en el Centro de Elevación, sería aún más rutinario.

Un centenar de expertos, algunos más cualificados que él en porp- psic, esperaban entrar a formar parte del equipo. El Centro probablemente le mantendría aquí, en parte por gratitud, ¿pero quería de verdad quedarse? Por mucho que amara a los delfines y el mar, últimamente su inquietud iba en aumento.

—Fagin, lamento haber sido tan brusco. Me gustaría saber por qué me has llamado… suponiendo que entiendas que la respuesta probablemente seguirá siendo no.

El follaje de Fagin se agitó.

—Tenía la intención de invitarte a una pequeña y amigable reunión con algunos dignos seres de diversas especies, para discutir un importante problema de naturaleza puramente intelectual. La reunión se celebrará este jueves, en el Centro de Visitantes de Ensenada, a las once. No te comprometerás a nada si asistes.

Jacob reflexionó un instante.

—¿Etés, dices? ¿Quiénes son? ¿De qué tratará esa reunión?

—Ay, Jacob, no tengo libertad para decirlo, al menos por tele. Los detalles tendrán que esperar hasta que vengas el jueves, si lo haces.

Jacob receló al instante.

—Dime, ese «problema» no será político, ¿verdad? Te estás acercando mucho.

La imagen del alienígena permaneció muy quieta. Su masa verdosa se agitó lentamente, como si reflexionara.

—Nunca he comprendido, Jacob —dijo por fin la voz aflautada—, por qué un hombre de tu educación tiene tan poco interés en el juego de emociones y necesidades que llamáis «política». Si la metáfora fuera adecuada, diría que llevo la política «en la sangre». Desde luego, es tu caso.

—¡Deja a mi familia fuera de esto! ¡Sólo quiero saber si es necesario esperar hasta el jueves para saber de qué va todo este asunto!

El kantén volvió a vacilar.

—Hay aspectos de este asunto de los que no conviene hablar a través de las ondas. Algunas de las facciones más talámicas de tu cultura podrían hacer mal uso del conocimiento si se enteraran. No obstante, déjame asegurarte que tu parte será puramente técnica. Es tu conocimiento lo que deseamos, y las habilidades que has usado en el Centro.

«¡Mentiroso! —pensó Jacob—. Quieres más que eso.»

Conocía a Fagin. Si asistía a aquella reunión, el kantén sin duda trataría de usarlo como cuña para implicarlo en alguna aventura ridiculamente complicada y peligrosa. El alienígena ya se lo había hecho en tres ocasiones anteriores.

Las dos primeras veces a Jacob no le importó. Pero entonces era otra clase de persona, de las que aman esas cosas.

Luego llegó la Aguja. El trauma en Ecuador cambió por completo su vida. No tenía ningún deseo de volver a vivir nada parecido.

Y sin embargo, Jacob se resistía a decepcionar al viejo kantén. En realidad, Fagin nunca le había mentido, y de los E.T. que conocía era el único que realmente admiraba la cultura y la historia humanas. Era físicamente la criatura más extraña que conocía, pero también el único extraterrestre que intentaba con todas sus fuerzas comprender a los terrestres.

Es mejor que le diga a Fagin la verdad, pensó. Si empieza a ejercer demasiada presión, le informaré sobre mi estado mental, los experimentos con autohipnosis y los extraños resultados que he estado obteniendo. No presionará demasiado si apelo a su sentido del juego limpio.

—Muy bien —suspiró—. Tú ganas, Fagin. Estaré allí. Pero no esperes que sea la estrella del programa.

La risa de Fagin silbó con un soniquete de flautas. — ¡No te preocupes por eso, Amigo-Jacob! ¡En este programa nadie te confundirá con la estrella!

El sol se hallaba aún sobre el horizonte cuando Jacob recorrió la cubierta superior hacia la piscina donde se encontraba Makakai. Un orbe benigno y sin rasgos distintivos gravitaba, oscuro y anaranjado, entre las nubes dispersas al oeste. Se detuvo en la baranda un momento para apreciar los colores del atardecer y el olor del mar.

Cerró los ojos y permitió que la luz calentara su rostro; los rayos penetraron su piel con amable insistencia. Por fin pasó las dos piernas por encima de la baranda y se dejó caer a la cubierta inferior. Una tensa y enérgica sensación había sustituido el cansancio del día. Empezó a tararear una canción… desafinada, por supuesto.

Una cansada delfín se acercó al borde de la piscina. Makakai le saludó con un poema ternario demasiado rápido para que pudiera entenderlo, pero parecía amistosamente desagradable. Algo referido a su vida sexual. Los delfines llevaban miles de años contando a los humanos chistes obscenos antes de que los hombres por fin comenzaran a criarlos de forma selectiva para desarrollar su cerebro y su habla, y empezaran a comprender. Makakai podía ser mucho más lista que sus antepasados, pero su sentido del humor era estrictamente delfinesco.

—Bien —dijo Jacob—. Adivina quién ha tenido un día muy atareado.

Ella le salpicó, más débilmente que de costumbre, y dijo algo muy parecido a «¡Anda y que te den!».

Pero se acercó más cuando él se agachó para meter la mano en el agua y saludarla.

2. CAMISAS Y PIELES

Hacía años que los antiguos Gobiernos norteamericanos habían arrasado la Franja Fronteriza para controlar los movimientos hacia y desde México. Se había creado un desierto donde antes se encontraban dos ciudades.

Desde el Vuelco y la destrucción de la opresiva Burocracia de los antiguos Gobiernos sindicados, las autoridades de la Confederación habían conservado aquella zona como parques. La zona fronteriza entre San Diego y Tijuana era ahora una de las áreas arboladas más grandes al sur del Parque Pendleton.

Pero eso estaba cambiando. Mientras conducía su coche alquilado a lo largo de la autopista elevada, Jacob vio signos de que el cinturón volvía a su antiguo cometido. A ambos lados de la carretera había cuadrillas trabajando, talando árboles y erigiendo finos postes a intervalos de cien metros al este y el oeste. Los postes eran vergonzosos. Jacob apartó la mirada.

Una gran pantana y un cartel blanco colgaban donde la línea de postes cruzaba la autopista.


Nueva Frontera: Reserva Extraterrestre de La Baja.
Los residentes de Tijuana que son no-ciudadanos deben presentarse al ayuntamiento para sus generosos bonos de reubicación.

Oderint dum metuant —gruñó Jacob mientras sacudía la cabeza. Que odien mientras teman. No importa que una persona haya vivido en una ciudad toda su vida. Si no tiene derecho a voto, tiene que quitarse de en medio cuando llega el progreso.

Tijuana, Honolulú, Oslo, y otra media docena de ciudades estarían incluidas cuando las reservas de etés aumentaran de nuevo. Cincuenta o sesenta mil condicionales, tanto permanentes como temporales, tendrían que ponerse en marcha para que esas ciudades fueran «seguras» para un millar de alienígenas. La molestia sería pequeña, por supuesto. La mayor parte de la Tierra estaba aún prohibida a los etés, y los no-ciudadanos todavía tenían espacio de sobra. El Gobierno ofrecía también grandes compensaciones.

Pero una vez más había refugiados en la Tierra.

La ciudad apareció de repente en el borde sur de la Franja. Muchas de sus construcciones seguían un estilo español o revival español, pero en general mostraba la experimentación arquitectónica típica de una ciudad mexicana moderna. Los edificios eran blancos y azules. El tráfico a ambos lados de la carretera llenaba el aire con un leve zumbido eléctrico.

Por toda la ciudad carteles metálicos verdes y blancos, como el que había en la frontera, anunciaban el cambio inminente. Pero uno, cerca de la autopista, había sido pintado con spray negro. Antes de que se perdiera de vista, Jacob pudo ver las apresuradas palabras «Ocupación» e «Invasión».

Pensó que la pintada la había hecho un condicional permanente. No era probable que un Ciudadano hiciera algo tan arriesgado, con cientos de formas legales para expresar su opinión. Y un condicional temporal, condenado por algún delito, no querría que su sentencia aumentara. Un temporal tendría la certeza de ser capturado.

Sin duda algún pobre permanente, arriesgándose a ser condenado, había aireado sus sentimientos, sin preocuparse por las consecuencias. Jacob simpatizó con él. Probablemente el C.P. estaba ahora bajo custodia.

Aunque la política no le interesaba especialmente, Jacob procedía de una familia de políticos. Dos de sus abuelos fueron héroes durante el Vuelco, cuando un pequeño grupo de tecnócratas consiguió derribar la Burocracia. La política de la familia hacia las Leyes Condicionales era de vehemente oposición.

Durante los últimos años, Jacob había adquirido la costumbre de evitar los recuerdos del pasado. Sin embargo, ahora una imagen se abrió paso en su mente.

El tío Jeremey estaba dando una charla en la Escuela de Verano en el compuesto del clan Álvarez en las montañas de Caracas, en la misma casa donde Joseph Álvarez y sus amigos habían fraguado sus planes treinta años antes. Los primos de Jacob, adoptivos y carnales, escuchaban adoptando expresiones respetuosas por fuera y rebosando de aburrimiento por dentro. Y Jacob jugueteaba en un rincón, deseando poder volver a su habitación y el «equipo secreto» que había ensamblado con su hermanastra Alice.

Suave y confiado, Jeremey aún estaba entonces en plena madurez, y era una voz importante en la Asamblea de la Confederación. Pronto sería el líder del clan Álvarez, deshancando a su hermano mayor James.

El tío Jeremey estaba diciendo cómo la antigua Burocracia había decretado que todo el mundo sería examinado en busca de «tendencias violentas» y que los que no pasaran la prueba estarían bajo constante vigilancia: libertad condicional.

Jacob podía recordar las palabras exactas que pronunció su tío esa tarde, cuando Alice entró en la Biblioteca, con la excitación resplandeciendo en su carita de doce años como algo a punto de convertirse en nova.

—Hicieron grandes esfuerzos para convencer al populacho de que las leyes reducirían la delincuencia —dijo Jeremey con voz baja y grave—. Y tuvieron ese efecto, desde luego. Los individuos con transmisores de radio a menudo se lo piensan dos veces antes de causar problemas a sus vecinos.

»Entonces, como ahora, a los Ciudadanos les encantaron las Leyes Condicionales. No tuvieron ningún problema a la hora de olvidar el hecho de que suprimían todas las garantías constitucionales tradicionales de proceso debido. De todas formas, la mayoría vivía en países que nunca habían conocido esas lindezas.

»Y cuando un fallo en esas leyes permitió a Joseph Alvarez y sus amigos poner boca abajo a los burócratas… bueno, a los jubilosos Ciudadanos les encantaron aún más las pruebas condicionales. A los líderes del Vuelco no les hizo ningún bien sacar el tema en ese momento. Ya tenían bastantes problemas estableciendo la Confederación…

Jacob pensó que iba a gritar. Allí estaba el viejo tío Jeremey farfullando interminablemente sobre todas aquellas tonterías, y Alice — la afortunada Alice, cuya habilidad era arriesgarse a la ira de los mayores y escuchar por el micro intervenido que había colocado en el receptor de espacio profundo de la casa—… ¿qué era lo que había oído?

¡Tenía que ser una nave espacial! ¡Sería el tercero de los grandes navíos en volver! Esa era la única explicación para la llamada a los Reservistas Espaciales o la excitación del ala este, donde los adultos mantenían sus laboratorios y oficinas.

Jeremey estaba todavía exponiendo la continua falta de compasión pública, pero Jacob no le veía ni oía. Mantuvo el rostro rígido e inmóvil mientras Alice se inclinaba sobre él para susurrarle al oído, o más bien para jadearle llena de excitación:

—¡Alienígenas, Jacob! ¡Traen extraterrestres! ¡En sus propias naves! ¡Oh, Jake, la Vesarius trae etés!

Fue la primera vez que Jacob oyó aquella palabra. A menudo se preguntaba si la había inventado Alice. Recordó que a los diez años se había preguntado si venían para comerse a alguien.

Mientras recorría las calles de Tijuana, se le ocurrió que la pregunta todavía no había sido respondida.

En varios cruces importantes los edificios habían sido demolidos para instalar un irisado «Kiosco de Recreo E.T.». Jacob vio a varios de los nuevos autobuses descubiertos equipados para transportar a humanos y a alienígenas que reptaban, o tenían tres metros de altura.

Al pasar ante el ayuntamiento, Jacob vio a una docena de «pieles» deambulando en piquetes. Al menos parecían pieles: gente vestida con pieles y agitando lanzas de plástico. ¿Quién más se vestiría de esa forma con este clima?

Subió el volumen de la radio de su coche y pulsó el seleccionador de voz.

—Noticias locales —dijo—. Palabras clave: Pieles, ayuntamiento, piquetes.

Tras sólo un momento de retraso, una voz mecánica habló desde detrás del salpicadero con la inflexión levemente defectuosa de un boletín de noticias elaborado por ordenador. Jacob se preguntó si alguna vez arreglarían ese tonillo de voz.

—Noticias. —La voz artificial tenía acento de Oxford—. Resumen: Hoy, lunes 12 de enero de 2246, cero nueve cuarenta y uno, buenos días. Treinta y siete personas se están manifestando de forma legal ante el ayuntamiento de Tijuana. El motivo de su protesta, en síntesis, es la expansión de la Reserva Extraterrestre. Por favor, interrumpa si desea un fax o una presentación verbal de su manifiesto de protesta.

La máquina hizo una pausa. Jacob no dijo nada, preguntándose si le quedaban ganas de oír el resto del resumen. Conocía bien la protesta de los pieles contra las consecuencias de las Reservas: algunos humanos, al menos, no eran adecuados para relacionarse con los alienígenas.

—Veintiséis de los treinta y siete miembros del grupo de protesta llevan transmisores condicionales —continuó el informe—. El resto, naturalmente, son ciudadanos. Esto da una idea de un condicional por cada ciento veinticuatro ciudadanos de Tijuana en general. Por su conducta y forma de vestir, los manifestantes pueden ser descritos como pertenecientes a la llamada Ética Neolítica, popularmente «pieles». Como ninguno de los ciudadanos ha invocado privilegio de intimidad, puede decirse que treinta de los treinta y siete son residentes en Tijuana y el resto visitantes…

Jacob dio un golpecito al botón y la voz murió a mitad de la frase. La escena ante el ayuntamiento había quedado atrás hacía rato, y de todas formas era una historia vieja.

Sin embargo, la controversia sobre la expansión de la Reserva E.T. le recordó que habían pasado casi dos meses desde la última vez que visitó a su tío James en Santa Bárbara. El viejo cascarrabias estaba probablemente metido hasta las orejas en pleitos a favor de la mitad de los condicionales de Tijuana. Pese a ello, se daría cuenta si Jacob se marchaba a hacer un largo viaje sin despedirse, ya fuera a él o a los otros tíos, tías y primos del enorme clan Álvarez.

¿Largo viaje? ¿Qué largo viaje?, pensó Jacob de repente. ¡Yo no voy a ninguna parte!

Pero el rinconcito de su mente que había dejado preparado para ese tipo de cosas había notado algo en esta reunión convocada por Fagin. Sentía expectación, y a la vez el deseo de reprimirla. Las sensaciones habrían sido intrigantes si no fueran ya tan familiares.

Condujo en silencio durante un rato. Pronto la ciudad dio paso al campo, y el tráfico se redujo a un hilillo. Durante los siguientes veinte kilómetros condujo con el calor del sol sobre el brazo, y un puñado de dudas jugando al escondite en su mente.

A pesar de la inquietud que había sentido últimamente, experimentaba cierta resistencia a admitir que era hora de dejar el Centro de Elevación. El trabajo con los delfines y chimpancés era fascinante, y mucho más equilibrado —después de las primeras y tumultuosas semanas, durante el asunto de la Esfinge de Agua— que su antigua profesión de investigador criminólogo. El personal del Centro era trabajador y, contrariamente a muchas otras empresas científicas de la Tierra, tenía la moral bien alta. Hacían un trabajo que tenía un enorme valor intrínseco y no quedaría obsoleto instantáneamente cuando la Sucursal de la Biblioteca en La Paz estuviera en pleno funcionamiento.

Pero lo más importante de todo era que había hecho amigos, y esos amigos le habían apoyado durante el último año, cuando empezó el lento proceso de unir las porciones dispersas de su mente.

En especial Gloria. Voy a tener que hacer algo respecto a ella si me quedo, pensó Jacob. Algo más que la camaradería que hemos llevado hasta el momento. Los sentimientos de la muchacha se estaban trasluciendo.

Antes del desastre en Ecuador, la pérdida que le había llevado al Centro en busca de paz y trabajo, Jacob habría sabido qué hacer y habría tenido el valor para hacerlo. Ahora sus sentimientos eran un lío. Se preguntó si alguna vez desearía tener algo más que una relación amorosa casual.

Habían pasado dos largos años desde la muerte de Tania. En ocasiones se había sentido solo, a pesar del trabajo, los amigos, y los juegos siempre fascinantes que practicaba con su mente.

El terreno se volvió marrón y montañoso. Mientras contemplaba los cactus que iba dejando atrás, Jacob se acomodó para disfrutar del lento ritmo del viaje. Incluso ahora, su cuerpo oscilaba levemente con el movimiento, como si todavía se encontrara en el mar.

El océano destellaba azul tras las montañas. Cuanto más lo acercaba la carretera curva al lugar del encuentro, más deseaba estar a bordo de un barco, esperando el regreso de las primeras corcovadas y las colas alzadas de la Migración Gris del año, escuchando la Canción del Líder de las ballenas.

Sorteó una colina para encontrarse con que los aparcamientos a ambos lados de la carretera estaban repletos de pequeños coches eléctricos como el suyo. En la cima de las montañas había docenas de personas.

Jacob acercó su vehículo a la guía automática de la derecha, donde podría circular lentamente y apartar los ojos de la autopista. ¿Qué pasaba aquí? Dos adultos y varios niños bajaron de un coche al lado izquierdo de la carretera, sacando sus prismáticos y sus cestas con la merienda. Estaban claramente excitados. Parecían una familia típica de excursión, pero todos llevaban brillantes túnicas plateadas y amuletos dorados. La mayoría de la gente en las montañas iba vestida de forma similar. Muchos tenían pequeños telescopios, y apuntaban hacia la carretera, a algo que a Jacob le quedaba oculto por la montaña que tenía a la derecha.

La multitud de esa otra montaña vestía atuendos cavernícolas y plumas. Estos Cro-Magnones Completos estaban comprometidos. Tenían sus propios telescopios, así como relojes de pulsera, radios y megáfonos, junto con sus hachas y lanzas de pedernal.

No era sorprendente que los dos grupos ocuparan colinas opuestas. En lo único en que los camisas y los pieles estaban de acuerdo era en su odio hacia la Cuarentena Extraterrestre.

Un gran cartel cruzaba la autopista entre las dos colinas.


RESERVA EXTRATERRESTRE DE LA BAJA CALIFORNIA
No se admiten Condicionales sin autorización. Los visitantes primerizos deben detenerse en el Centro de Información.
Nada de fetiches ni de atuendos neolíticos. Comprueben los «pieles» en el Centro de Información.

Jacob sonrió. Los «periódicos» habían tenido tema de sobra con esa última orden. Había caricaturas en todos los canales que mostraban a los visitantes de las Reservas obligados a quitarse la piel, mientras un par de etés con aspecto de serpiente observaban atentamente.

Los coches aparcados se apretujaban en la cima. Cuando el automóvil de Jacob llegó a ese punto pudo ver la Barrera.

En un amplio arco de terreno baldío que se extendía de este a oeste corría otra línea de postes con alambradas, esta vez completa. Los colores de muchos de los postes se habían deslucido. El polvo cubría las lámparas redondas que los remataban.

Los ubicuos trazadores-C actuaban aquí y allá como criba visible, permitiendo a los ciudadanos entrar y salir libremente de la Reserva E.T., pero advirtiendo a los condicionales para que se quedasen fuera, y a los alienígenas para que se quedasen dentro. Era un burdo recordatorio de un hecho que la mayoría de la gente ignoraba: que una gran parte de la humanidad llevaba insertados transmisores porque la otra parte, la mayor, no se fiaba de ellos. La mayoría no quería contactos entre los extraterrestres y los que habían sido calificados por un test psicológico como «tendentes a la violencia».

Al parecer, la Barrera hacía bien su trabajo. Las multitudes a ambos lados se hacían más grandes, y los trajes más salvajes, pero la muchedumbre se detenía justo al norte de la línea de postes-C. Algunos de los pieles y camisas eran probablemente ciudadanos, pero se quedaban a este lado con sus amigos, por amabilidad y tal vez en señal de protesta.

La multitud era más densa al norte de la Barrera. Aquí los camisas y pieles hacían gestos a los ocupantes de los vehículos que pasaban. Jacob permaneció en el sistema de guía y miró alrededor, protegiéndose los ojos contra el resplandor del sol y disfrutando del espectáculo.

Un joven a la izquierda, envuelto en satén plateado de la garganta a los pies, alzó una pancarta que decía: «La Humanidad también fue Elevada: ¡Dejad salir a nuestros primos extraterrestres!». Justo frente a él, una mujer llevaba un estandarte atado al palo de la lanza: «Nosotros lo hicimos solos: ¡Etés fuera de la Tierra!».

Ésa era la controversia, en síntesis. El mundo entero esperaba a ver quiénes tenían razón, si los que creían en Darwin o los que seguían a Von Daniken. Los camisas y pieles eran sólo los ejemplos más fanáticos de una polémica que había dividido a la humanidad en dos campos filosóficos. El motivo: «¿Cuál fue el origen del Homo- Sapiens como ser pensante?».

¿O era eso todo lo que representaban los camisas y pieles?

El primer grupo llevaba su amor por los alienígenas a un frenesí pseudorreligioso. ¿Xenofilia histérica?

Los Neolíticos, con su amor por los atuendos cavernícolas y la sabiduría antigua, ¿basaban sus gritos de «independencia de la influencia E.T.» en algo más básico, tal vez miedo a los desconocidos y poderosos alienígenas? ¿Xenofobia?

Jacob estaba seguro de una cosa: los camisas y pieles compartían su resentimiento. Resentimiento hacia la cauta política de compromiso de la Confederación hacia los E.T. Resentimiento hacia las Leyes Condicionales que mantenía aislados a tantos. Resentimiento hacia un mundo donde el hombre ya no conocía con seguridad cuáles eran sus raíces.

Un hombre viejo y sin afeitar llamó la atención de Jacob. Estaba agachado junto a la carretera, saltaba y señalaba el terreno entre sus piernas, gritando en medio del polvo levantado por la multitud. Jacob redujo la velocidad al aproximarse.

El hombre llevaba una chaqueta de piel y pantalones de cuero. Sus gritos y saltos se volvieron más frenéticos a medida que Jacob se acercaba.

— ¡Doo-Doo! —gritó, como si lanzara un insulto terrible. De sus labios manaba saliva, y otra vez señaló al suelo—. ¡Doo-Doo! ¡Doo-Doo!

Aturdido, Jacob casi detuvo el coche.

Algo voló hacia su cara desde la izquierda y chocó contra la ventanilla del lado del pasajero. Hubo un golpe contra el techo y en cuestión de segundos una andana de piedras roció el coche, creando un tamborileo que resonó en los oídos de Jacob.

Subió la ventanilla de su izquierda, sacó el coche del sistema automático, y aceleró. El débil metal y plástico de la carrocería se agitaba cada vez que era golpeado por un proyectil. De repente unos rostros se asomaron a la ventanilla del lado de Jacob, caras jóvenes y duras con largos bigotes. Los jóvenes corrieron junto al coche mientras éste aceleraba lentamente, golpeándolo con los puños y gritando.

Como la Barrera se hallaba sólo a unos pocos metros de distancia, Jacob se echó a reír y decidió averiguar qué querían. Levantó un poco el pie del acelerador y se volvió para formular una pregunta al hombre que corría junto a él, un adolescente vestido como un héroe de ciencia ficción del siglo xx. La multitud era un destello de pancartas y disfraces.

Antes de que pudiera hablar, el coche fue sacudido por un impacto. Un agujero apareció en el parabrisas y la pequeña cabina se inundó de olor a quemado.

Jacob lanzó el coche hacia la Barrera. La fila de postes pasó zumbando y de repente se encontró solo. Por el retrovisor vio que la multitud se congregaba. Los jóvenes gritaban, alzando los puños y sus mangas futuristas. Jacob sonrió y bajó la ventanilla para saludar.

¿Cómo voy a explicarle esto a la compañía de alquiler?, pensó. ¿Les digo que me atacaron las fuerzas del Emperador Ming o creerán la verdad?

No tenía sentido llamar a la policía. Las autoridades locales serían incapaces de hacer nada sin empezar una Búsqueda-C. Y unos cuantos transmisores-C se perderían sin duda entre tantos. Además, Fagin le había pedido que fuera discreto al asistir a esta reunión.

Bajó las ventanillas para que la brisa se llevara el humo. Urgó en el agujero de bala con la punta de su meñique y sonrió divertido.

Te ha gustado, ¿eh?, pensó.

Una cosa era dejar correr la adrenalina, y otra muy distinta reírse del peligro. La sensación de diversión ante el incidente de la Barrera preocupaba a una parte de Jacob más que la misteriosa violencia de la multitud, un síntoma surgido de su pasado.

Pasaron un par de minutos, y luego el salpicadero emitió un silbido.

Jacob alzó la cabeza. ¿Un autostopista? ¿Aquí? Carretera abajo, a menos de medio kilómetro de distancia, un hombre junto al arcén tendía el reloj sobre el sendero de la guía. Dos mochilas descansaban en el suelo junto a él.

Jacob vaciló. Pero aquí, dentro de la Reserva, sólo estaban permitidos ciudadanos. Paró en el arcén, sólo unos metros más allá del hombre.

Había algo familiar en aquel tipo. Era un hombrecito peculiar con un traje gris oscuro, y su panza se agitó cuando levantó las dos pesadas bolsas para acercarlas al coche de Jacob. Su cara sudaba cuando se inclinó sobre la puerta del asiento de pasajeros y se asomó.

—¡Oh, chico, qué calor! —gimió. Hablaba inglés estándar con fuerte acento—. No me extraña que nadie use el sistema de guía —continuó, secándose la frente con un pañuelo—. Conducen tan rápido para poder captar un poco de brisa, ¿verdad? Pero usted me resulta familiar, debemos habernos encontrado en alguna parte antes. Soy Peter LaRoque… o Pierre, si lo desea. Trabajo para Les Mondes.

Jacob dio un respingo.

—Oh. Sí, LaRoque. Nos conocemos de antes. Soy Jacob Demwa. Suba, sólo voy hasta el Centro de Información, pero allí podrá encontrar un autobús.

Esperaba que su rostro no revelara sus sentimientos. ¿Por qué no había reconocido a LaRoque cuando aún estaba en marcha? Posiblemente no se habría parado.

No es que tuviera nada en concreto contra el hombre, aparte de su increíble ego y su inagotable caudal de opiniones, que lanzaba sobre cualquiera a la menor oportunidad. En muchos aspectos, probablemente era una personalidad fascinante. Desde luego, tenía seguidores en la prensa danikeniana. Jacob había leído varios artículos de LaRoque y le gustaba el estilo, aunque no el contenido.

Pero LaRoque era uno de los miembros de la prensa que le había perseguido durante semanas después de que resolviera el misterio de la Esfinge de Agua, y uno de los menos agradables. La historia final en Les Mondes fue favorable, y bien escrita también. Pero no había merecido la pena soportar tantas molestias.

Jacob se alegró de que la prensa no hubiera podido encontrarle después del fiasco en Ecuador, aquel lío en la Aguja Vainilla. En esa época soportar a LaRoque habría sido demasiado.

Ahora mismo tenía problemas para creerse el afectado acento de «origen» de LaRoque. Aún era más fuerte que la última vez que se vieron, si es que eso era posible.

— ¡Demwa, ah, por supuesto! —dijo el hombre. Depositó sus bolsas tras el asiento de pasajeros y subió al coche—. ¡El creador y suministrador de aforismos! ¡El experto en misterios! ¿Está aquí para jugar a las adivinanzas con nuestros nobles invitados interplanetarios? ¿O quizá va a consultar en la Gran Biblioteca de La Paz?

Jacob volvió a entrar en el sistema de guía, deseando conocer al que había empezado la moda del «Acento de Orígenes Nacionales» para poder estrangularlo.

—Estoy aquí para ofrecer mis servicios como consultor, y mis pupilos incluyen extraterrestres, si eso es lo que quiere saber. Pero no puedo entrar en detalles.

—¡Ah, sí, cuántos secretos! —LaRoque agitó un dedo jugueteñamente—. ¡No debería hablarle así a un periodista! ¡Sus asuntos son mis asuntos! Pero seguro que se está preguntando qué trae al reportero estrella de Les Mondes a este lugar desolado, ¿no?

—La verdad es que me interesa más cómo llegó a hacer autostop en mitad de este lugar desolado.

LaRoque suspiró.

—¡Un lugar desolado, en efecto! ¡Qué lastima que los nobles alienígenas que nos visitan tengan que permanecer atrapados aquí y en otras tierras yermas como su Alaska!

—Y Hawai, Caracas y Sri Lanka, los Capitolios de la Confederación —dijo Jacob—. Pero en cuanto a cómo llegó a…

—¿Cómo me enviaron a este lugar? ¡Sí, por supuesto, Demwa! Pero tal vez podamos incluso divertirnos con su reputado talento deductivo. ¿No lo adivina?

Jacob reprimió un gruñido. Extendió la mano para sacar el coche del sistema de guía y apretó más fuerte el acelerador.

—Tengo una idea mejor, LaRoque. Ya que no quiere decirme por qué estaba aquí, en medio de ninguna parte, tal vez esté dispuesto a aclararme un pequeño misterio.

Jacob describió la escena de la Barrera. Se saltó el violento final, esperando que LaRoque no hubiera advertido el agujerito en el parabrisas, pero describió con cuidado la conducta del hombre agachado.

—¡Por supuesto! —exclamó LaRoque—. ¡Me lo pone fácil! Ya conoce las iniciales de esa frase que usan, «Condicional Permanente», esa horrible clasificación que niega a un hombre sus derechos, paternidad, el derecho…

—¡Mire, ya estoy de acuerdo! Ahórrese el discurso. —Jacob pensó un momento. ¿Cuáles eran las iniciales?—. Oh, creo que ya lo veo.

—Sí, el pobre hombre sólo estaba contraatacando. Los ciudadanos lo llaman cepé… ¿no es simple justicia que él lo acusara de ser dócil y domesticado? ¡De ahí lo de doo-doo!{{Las iniciales en inglés de Condicionado Permanente (Permanent Probationer), suenan a «pipí». En este contexto, «doo-doo», querría decir «caca». (N. del T.)}}

Jacob se rió a su pesar. La carretera empezó a curvarse.

—Me pregunto por qué toda esa gente se congregaba ante la Barrera. Parecían estar esperando a alguien.

—¿Ante la Barrera? —dijo LaRoque—. Ah, sí. He oído decir que sucede todos los jueves. Los etés del Centro salen a mirar a los no- ciudadanos, y ellos a su vez van a mirar a un eté. Qué tonto, ¿verdad? ¡Uno no sabe a qué lado arrojar los cacahuetes!

La carretera bordeó una nueva colina y su destino apareció a la vista.

El Centro de Información, a unos pocos kilómetros al norte de Ensenada, era un gran complejo de residencias para los E.T., museos públicos y, ocultos al otro lado, barracones para la patrulla fronteriza. Delante de un amplio aparcamiento se alzaba el edificio principal donde los nuevos visitantes recibían lecciones de Protocolo Galáctico.

La estación estaba en una pequeña meseta, entre la autopista y el océano, con una amplia panorámica de ambos. Jacob aparcó cerca de la entrada principal.

LaRoque, con la cara roja, rumiaba algo. Alzó la cabeza de repente.

—Sólo hacía una broma cuando dije lo de los cacahuetes, ¿sabe? Sólo era una broma.

Jacob asintió, preguntándose qué le pasaba a aquel hombre. Qué extraño.

3. GESTALT

Jacob ayudó a LaRoque a llevar sus bolsas a la parada del autobús, y luego dio la vuelta al edificio principal para encontrar un sitio donde sentarse. Faltaban diez minutos para la reunión.

Encontró un patio con árboles y mesitas de picnic donde el complejo asomaba a una pequeña bahía. Escogió una mesa para sentarse y descansó los pies en el banco. El contacto con la fría losa de cerámica y la brisa del océano le hizo desaparecer el tono rojo de su piel y el sudor de sus ropas.

Permaneció sentado en silencio durante unos minutos, dejando que los duros músculos de sus hombros y espalda se fueran relajando de la tensión del viaje. Detectó un pequeño barco velero, un balandro con foque y mayor de color más verde que el océano. Entonces dejó que el trance se apoderara de sus ojos.

Flotó. Examinó una a una las cosas que sus sentidos le revelaron y luego las eliminó. Se concentró en sus músculos para evitar la tensión. Lentamente, sus miembros se volvieron flojos y distantes.

Persistió un picor en su muslo, pero sus manos continuaron en su regazo hasta que desapareció por sí mismo. El olor al salitre del mar era agradable, pero al mismo tiempo le distraía. Lo hizo desaparecer. Desconectó el sonido de los latidos de su corazón, escuchándolo con atención hasta que se volvió demasiado familiar para advertirlo.

Como había hecho durante dos años, Jacob guió el trance a través de una fase catártica, donde las imágenes iban y venían de forma sorprendentemente rápida con su dolor curativo, como dos piezas separadas que intentan unirse de nuevo. Era un proceso que nunca le gustaba.

Casi estaba completamente solo. Todo lo que quedaba era un fondo de voces, murmullos subvocales de frases al borde del significado. Por un momento le pareció que podía oír a Gloria y a Johnny discutiendo sobre Makakai, y luego a la propia Makakai parloteando acerca de algo irreverente en argot ternario.

Desvió cada sonido suavemente, esperando uno que llegó, como de costumbre, de forma súbita y predecible: la voz de Tania gritando algo que no podía entender mientras caía, con los brazos extendidos.

Siguió oyéndola mientras caía los treinta kilómetros hasta el suelo, convirtiéndose en una mota diminuta hasta desaparecer, siempre llamando.

La vocecita también desapareció, pero esta vez le dejó más intranquilo que de costumbre.

Una versión violenta y exagerada del incidente en el Límite de Zona destelló en su mente. De repente se encontró de vuelta, esta vez de pie entre los condicionales. Un hombre barbudo vestido como un chamán picto tendió un par de prismáticos y asintió con insistencia.

Jacob los cogió y miró adonde el hombre señalaba. Vio la imagen de un autobús, borrosa por las ondas caloríficas de la calzada.

El autobús se detuvo justo al otro lado de una línea de postes veteados de caramelo que se extendía hasta el horizonte. Cada polo parecía llegar hasta el sol.

Entonces la imagen desapareció. Con la indiferencia que da la práctica, Jacob dejó ir la tentación de pensar en ello y permitió que su mente quedara completamente en blanco.

Silencio y oscuridad.

Descansó en un trance profundo, confiado de que su propio reloj interno le avisaría cuando llegara el momento de emerger. Se movió despacio entre pautas que no tenían ningún símbolo y largos significados familiares que eludían ser descritos o recordados, buscando pacientemente la clave que sabía estaba allí y encontraría algún día.

El tiempo era ahora como cualquier otra cosa perdida en un pasadizo más profundo.

La oscura calma fue taladrada de repente por un brusco dolor que atravesó todo el aislamiento de su mente. Tardó un instante en localizarlo, una eternidad que debió ser la centésima parte de un segundo. El dolor era una brillante luz azul que parecía apuñalar sus ojos hipnotizados a través de sus párpados cerrados. En un instante, antes de que pudiera reaccionar, desapareció. Jacob se debatió durante un momento en su confusión. Intentó concentrarse sólo en despertar a la consciencia mientras un torrente de preguntas llenas de pánico estallaban como bombillas en su mente.

¿Qué artefacto subconsciente era aquella luz azul? ¡Un atisbo de neurosis que se defiende tan ferozmente tiene que significar problemas! ¿Qué miedo oculto he sondeado?

Mientras emergía, recuperó el sentido de la audición.

Se oían pasos delante. Los distinguió de los sonidos del viento y el mar, pero en su trance parecían los suaves pasos que los pies de un avestruz podrían hacer si calzaran mocasines.

El profundo trance se rompió por fin, varios segundos después del estallido subjetivo de luz. Jacob abrió los ojos. Un alto alienígena se encontraba ante él, a varios metros de distancia. Su impresión inmediata fue de altura, blancura y grandes ojos rojos.

Por un momento, el mundo pareció tambalearse.

Las manos de Jacob volaron a los lados de la mesa, y su cabeza se hundió mientras se equilibraba. Cerró los ojos.

¡Menudo trance!, pensó. ¡Siento la cabeza como si fuera a chocar contra la Tierra y salir por el otro lado!

Se frotó los ojos con una mano, y luego alzó cuidadosamente la mirada.

El alienígena estaba aún allí. De modo que era real. Era humanoide, al menos de dos metros de altura. La mayor parte de su delgado cuerpo estaba cubierta por una larga túnica plateada. Las manos, cruzadas en la Actitud de Espera Respetuosa, eran largas, blancas y brillantes.

Su cabeza grande y redonda se inclinó hacia delante. Los ojos rojos, redondos y sin párpados, eran enormes, al igual que la boca. Dominaban el rostro, donde unos cuantos órganos dispersos tenían funciones que Jacob desconocía. Esta especie era nueva para él.

Los ojos brillaban llenos de inteligencia.

Jacob se aclaró la garganta. Todavía tuvo que luchar contra las oleadas de aturdimiento.

—Discúlpeme… Puesto que no hemos sido presentados, yo… no sé cómo tratarle, ¿pero he de suponer que ha venido a verme?

La cabeza grande y blanca asintió.

—¿Pertenece al grupo que el kantén Fagin me pidió que conociera?

El alienígena asintió de nuevo.

Supongo que eso significa que sí, pensó Jacob. Me pregunto si puede hablar, sea cual sea el mecanismo inimaginable que se esconde tras esos labios enormes.

¿Pero por qué estaba aquí esta criatura? Había algo en su actitud…

—¿Debo suponer que pertenece a una especie pupila y espera permiso para hablar?

Los «labios» se separaron levemente y Jacob pudo ver un atisbo de algo brillante y blanco. El alienígena volvió a asentir.

— ¡Bien, entonces hable, por favor! Los humanos somos notablemente breves respecto al protocolo. ¿Cómo se llama?

La voz del alienígena era sorprendentemente grave. Surgió siseando de la amplia boca con un acento bastante fuerte.

—Me llamo Culla, sheñor. Graciash. Me han enviado para ashegurarme de que no eshtaba perdido. Shi quiere venir conmigo, losh otrosh eshtán eshperando. O shi lo prefiere, puede sheguir meditando hashta que llegue el momento previshto.

—No, no, vamos ya. —Jacob se puso en pie, tambaleándose. Cerró los ojos un momento para despejar su mente de los últimos jirones de su trance. Tarde o temprano tendría que dilucidar qué había sucedido, pero ahora tendría que esperar.

—Guíeme.

Culla se volvió y caminó con paso lento y ágil hacia una de las puertas laterales que conducían al Centro.

Al parecer, Culla era miembro de una especie «pupila» cuyo contrato con su especie «tutora» aún estaba vigente. Una raza así tenía un lugar bajo en el orden galáctico. Jacob, todavía sorprendido por lo complicado de los asuntos galácticos, se alegró de que un accidente fortuito hubiera conseguido que la humanidad ocupara un lugar mejor, aunque inseguro, en aquella jerarquía.

Culla le guió hasta una gran puerta de roble. La abrió sin anunciarse y precedió a Jacob hasta la sala de reuniones.

Jacob vio a dos seres humanos y, más allá de Culla, a dos alienígenas: uno bajito y peludo, y el otro aún más pequeño, con aspecto de lagarto. Estaban sentados en cojines entre unos grandes arbustos de interior y un ventanal que daba a la bahía.

Intentó clasificar sus impresiones de los alienígenas antes de que se fijaran en él, pero alguien lo interpeló.

—¡Jacob, amigo mío! ¡Qué amable por tu parte venir a compartir con nosotros tu tiempo! —Era la voz aflautada de Fagin. Jacob miró rápidamente alrededor.

—Fagin, ¿dónde…?

—Estoy aquí.

Jacob volvió a mirar el grupo junto a la ventana. Los humanos y el E.T. peludo se ponían en pie. El alienígena-lagarto continuó en su cojín.

Jacob ajustó su perspectiva y de repente uno de los «arbustos de interior» se convirtió en Fagin. El follaje plateado del viejo kantén tintineaba suavemente, como movido por la brisa.

Jacob sonrió. Fagin representaba un problema cada vez que se veían. Con los humanoides uno buscaba una cara, o algo que sirviera para el mismo propósito. Normalmente hacía falta algún tiempo para encontrar un lugar donde fijar la vista en los extraños rasgos de un alienígena. Casi siempre había partes de la anatomía a las que uno aprendía a dirigirse como centro de otra consciencia. Entre los humanos, y a menudo entre los E.T., este punto estaba en los ojos.

Los kantén no tenían ojos. Jacob suponía que los brillantes objetos plateados que hacían aquel sonido de campanillas eran los receptores de luz de Fagin. Si era así, tampoco servía de nada. Había que mirar a todo Fagin, no a una cúspide del ego. Eso hizo que Jacob se preguntara qué era más improbable: que le gustara el alienígena a pesar de este inconveniente, o que todavía se sintiera incómodo con él a pesar de tantos años de amistad. El oscuro cuerpo frondoso de Fagin se acercó con una serie de quiebros que hicieron avanzar sucesivas raíces al frente. Jacob le dirigió una inclinación de cabeza medio formal y esperó.

—Jacob Álvarez Demwa, un-Humano, ul-Delfín-ul-Chim-pancé, te damos la bienvenida. Este pobre ser se complace de sentirte hoy de nuevo.—Fagin hablaba con claridad, pero con un soniquete incontrolado que hacía que su acento pareciera una mezcla de sueco y cantones. El kantén hablaba mucho mejor delfín o ternario.

—Fagin, un-Kantén, ab-Linten-ab-Siqul-ul-Nish, Mihorki Keephu. Me complace volver a verte una vez más.

Jacob se inclinó.

—Estos venerables seres han venido a intercambiar su sabiduría con la tuya, Amigo-Jacob —dijo Fagin—. Espero que estés preparado para las presentaciones formales.

Jacob se dispuso a concentrarse en los retorcidos nombres de las especies de cada alienígena, al menos tanto como en su apariencia. Los patronímicos y los múltiples nombres de sus pupilos decían mucho sobre el estatus de cada uno. Asintió, indicando a Fagin que podía empezar.

—Ahora te presentaré formalmente a Bubbacub, un-Pil, ab-Kissa- ab-Soro-ab-Hul-ab-Puber-ul-Gello-ul-Pring, del Instituto Biblioteca.

Uno de los E.T. dio un paso hacia adelante. La impresión inicial de Jacob fue la de un osito de peluche gris de metro y medio de altura. Pero un ancho hocico y un puñado de cilios alrededor de los ojos traicionaban aquella impresión.

¡Éste era Bubbacub, el director de la Sucursal de la Biblioteca! La Biblioteca de La Paz consumía casi todo el exiguo equilibrio de comercio que la Tierra había acumulado en un solo contacto. Incluso así, gran parte del prodigioso esfuerzo de adaptar una diminuta Sucursal «suburbana» a referentes humanos fue donado por el gran Instituto Galáctico de la Biblioteca como caridad, para ayudar a la «atrasada» raza humana a ponerse al día con el resto de la galaxia. Como jefe de la Sucursal, Bubbacub era uno de los alienígenas más importantes de la Tierra. El nombre de su especie también implicaba un alto estatus, superior incluso al de Fagin.

El prefijo «ab» repetido cuatro veces significaba que la especie de Bubbacub había sido conducida a la inteligencia por otra que a su vez había sido nutrida por otra, y así hasta el mítico principio de la época de los Progenitores, y que cuatro de esas generaciones de «Padres» estaban aún vivas en algún lugar de la galaxia. Derivar de una cadena semejante significaba estatus en una difusa cultura galáctica donde las especies que surcaban el espacio (con la posible excepción de la humanidad) había sido sacada del salvajismo semiinteligente por alguna razón previa y viajera.

El prejifo «ul» repetido dos veces significaba que la raza pil había creado a su vez dos culturas propias. También esto suponía estatus.

Lo único que había impedido el completo desdén de la raza humana «huérfana» por parte de los galácticos fue el hecho de que el hombre hubiera creado dos nuevas razas inteligentes antes de que la Vesarius hubiera traído a la Tierra el contacto con la civilización extraterrestre.

El alienígena hizo una leve reverencia.

—Soy Bubbacub.

La voz parecía artificial. Procedía de un disco que colgaba del cuello del pil.

¡Un vodor! Así pues, la raza pil requería asistencia artificial para hablar inglés. Por la sencillez del aparato, mucho más pequeño que los utilizados por los visitantes alienígenas cuyas lenguas maternas eran chirridos y trinos, Jacob supuso que Bubbacub podía pronunciar palabras humanas, pero en una frecuencia que los humanos no podían oír. Quiso suponer que el ser era capaz de oírle.

—Soy Jacob. Bienvenido a la Tierra —dijo.

La boca de Bubbacub se abrió y cerró varias veces en silencio.

—Gracias. Me alegro de estar aquí —zumbó el vodor, con palabras entrecortadas.

—Y yo de servirle como anfitrión. —Jacob inclinó la cabeza un poco más de lo que lo había hecho Bubbacub al acercarse. El alienígena pareció satisfecho y se retiró.

Fagin reinició sus presentaciones.

—Estos dignos seres son de tu raza. —Una rama y un puñado de pétalos señalaron vagamente en la dirección de los dos humanos. Un caballero de pelo gris, vestido de tweed, y una hermosa mujer alta y negra, de mediana edad.

—Ahora os presentaré —continuó Fagin—, de la manera informal que prefieren los humanos.

»Jacob Demwa, te presento al doctor Dwayne Kepler, de la Expedición Navegante Solar, y a la doctora Mildred Martine, del Departamento de Parapsicología de la Universidad de La Paz.

El rostro de Kepler quedaba dominado por un grueso bigote retorcido. Sonrió, pero Jacob estaba tan sorprendido que se limitó a responder un monosílabo.

¡La Expedición Navegante Solar! La investigación en Mercurio y en la cromosfera solar había sido últimamente tema de debate en la Asamblea de la Confederación. La facción «Adapta y Sobrevive» decía que no tenía sentido gastar tanto en busca de un conocimiento que podía ser conseguido en la Biblioteca, cuando por la misma cantidad se podía emplear varias veces a un montón de científicos en la Tierra con proyectos inmediatos. No obstante, la facción «Autosuficiente» se había salido de momento con la suya, a pesar de las presiones de la prensa danikenita.

Pero a Jacob la idea de mandar a hombres y naves al interior de una estrella le parecía una enorme locura.

—Kant Fagin fue entusiasta en sus recomendaciones —dijo Kepler. El líder de la expedición sonreía, pero tenía los ojos enrojecidos, hinchados por alguna preocupación interna. Apretó con fuerza la mano de Jacob. Su voz era grave, pero no ocultaba ningún temblor—. Hemos venido a la Tierra sólo de paso. Damos gracias al cielo de que Fagin haya podido persuadirle para que se reúna con nosotros. Esperamos que pueda unirse a nosotros en Mercurio y concedernos su valiosa experiencia en el contacto interespecies.

Jacob se quedó sorprendido. ¡Oh, no, esta vez no, monstruo vegetal! Quiso volverse y mirar a Fagin, pero incluso la informalidad humana requería que atendiera a esta gente y charlara con ella. ¡Nada menos que Mercurio!

El rostro de la doctora Martine adoptó fácilmente una sonrisa agradable, pero cuando le estrechó la mano parecía un poco aburrida.

Jacob se preguntó si podía inquirir qué tenía que ver la parapsicología con la física solar sin dar a entender que le interesaba, pero Fagin se lo impidió.

—Interrumpo, como se considera aceptable en las conversaciones formales entre los seres humanos cuando se produce una pausa. Queda un digno ser por presentar.

Jacob confió en que este eté no fuera de los hipersensibles. Se volvió hacia el lugar donde se hallaba el extraterrestre con aspecto de lagarto, a su derecha, junto al mosaico multicolor de la pared. Se había levantado del cojín y se acercaba a ellos sobre sus seis patas. Tenía menos de un metro de longitud y unos veinte centímetros de altura. Caminó junto a él sin siquiera mirarlo y se puso a frotarse contra la pierna de Bubbacub.

—Ejem —dijo Fagin—, Eso es una mascota. El digno ser a quien estás a punto de conocer es el estimable pupilo que te condujo a esta sala.

—Oh, lo siento —Jacob sonrió, y luego se obligó a adoptar una expresión seria.

—Jacob Demwa, un-Humano, ul-Delfín-ul-Chimpancé, te presento a Culla, un-Pring, ab-Pil-ab-Kisa-ab-Soro-ab-Hul-ab-Puber, Ayudante de Bubbacub en las Bibliotecas y Representante de la Biblioteca en el Proyecto Navegante Solar.

Tal como Jacob esperaba, el nombre sólo tenía patronímicos. Los pring carecían de pupilos propios. Sin embargo, pertenecían a la línea puber/soro. Algún día tendrían un elevado estatus como miembros de ese linaje antiguo y poderoso. Jacob había advertido que la especie de Bubbacub también procedía de los puber/soro y deseó poder recordar si los pila y los pring eran tutor y pupilo.

El alienígena dio un paso al frente, pero no le ofreció la mano. Las suyas eran largas y tentaculares, con seis dedos al final de sus brazos largos y finos. Parecían frágiles. Culla despedía un leve olor, como de heno recién cortado, que no era del todo desagradable.

Los grandes ojos columnarios destellaron mientras Culla se inclinaba para hacer la presentación formal. Los «labios» del E.T. se retiraron para mostrar un par de cosas blancas y brillantes, parecidas a dientes capaces de cortar y aplastar, una arriba y otra abajo. Los labios parcialmente prensiles unieron las cuchillas con un blanco «¡clack!» de porcelana.

Eso no puede ser un gesto amistoso, pensó Jacob, estremeciéndose. El alienígena posiblemente enseñaba los dientes para imitar una sonrisa humana. La visión era perturbadora y al mismo tiempo intrigante. Jacob se preguntó para qué eran. También esperó que Cuña mantuviera sus labios quietos en adelante.

—Soy Jacob —dijo, asintiendo levemente.

—Yo shoy Culla, sheñor —replicó el alienígena—. Shu Tierra esh muy agradable. —Los grandes ojos rojos eran ahora sombríos. Culla retrocedió.

Bubbacub le condujo de nuevo a los cojines junto a la ventana. El pequeño pil se colocó en posición inclinada, con sus manos cuadrateralmente simétricas colgando sobre los lados del cojín. La «mascota» le siguió y se acurrucó a su lado.

Kepler avanzó y habló, vacilante.

—Lamento haberle sacado de su importante trabajo, señor Demwa. Sé que ya está muy comprometido… sólo espero que podamos persuadirle de que nuestro pequeño… problema merece su tiempo y es digno de su talento. —Las manos del doctor Kepler se retorcieron sobre su regazo.

La doctora Martine contempló la inquietud de Kepler con una expresión entre paciente y divertida. Aquí había matices que molestaron a Jacob.

—Bueno, doctor Kepler, Fagin debe de haberle dicho que desde la muerte de mi esposa me he retirado de los «asuntos misteriosos», y en este momento estoy muy ocupado, probablemente demasiado para implicarme en un largo viaje fuera del planeta…

La cara de Kepler mostró tanta decepción que de repente Jacob se sintió conmovido.

—… sin embargo, ya que Kant Fagin es un individuo perspicaz, escucharé con mucho gusto a todo aquél que me traiga, y decidiré sobre los méritos del caso.

—¡Oh, encontrará este caso interesante! No hago más que decir que necesitamos savia nueva. Y, por supuesto, ahora que los Administradores nos han permitido traer algunos consejeros…

—Vamos, Dwayne —dijo la doctora Martine—. No está siendo justo. Yo llegué como consejera hace seis meses, y Culla proporcionó los servicios de la Biblioteca incluso antes. Ahora Bubbacub ha accedido amablemente a aumentar el apoyo de la Biblioteca y venir con nosotros en persona a Mercurio. Creo que los Administradores están siendo más que generosos.

Jacob suspiró.

—Desearía que alguien me explicara de qué va todo esto. Usted por ejemplo, doctora Martine, tal vez podría explicarme cuál es su trabajo… ¿en Mercurio? —Le costó trabajo decir «Navegante Solar».

—Soy consejera, señor Demwa. Me contrataron para que llevara a cabo pruebas psicológicas y parapsicológicas sobre la tripulación y el entorno de Mercurio.

—¿He de entender que tenían relación con el problema que ha mencionado el doctor Kepler?

—Sí. Al principio se pensó que los fenómenos eran un truco o alguna clase de alucinación de masas. He eliminado ambas posibilidades. Ahora está claro que son reales o que tienen lugar en la cromosfera solar.

»Durante los últimos meses he estado diseñando experimentos psi para llevarlos a las inmersiones solares. También he estado ayudando como terapeuta a varios miembros del personal del proyecto; las tensiones de llevar a cabo esta clase de investigación solar se han reflejado en muchos hombres.

Martine parecía competente, pero había algo en su actitud que molestaba a Jacob. Impertinencia, tal vez. Jacob se preguntó qué más había en su relación con Kepler. ¿Era también su terapeuta personal?

¿Y estoy aquí para satisfacer el capricho de un gran hombre enfermo al que hay que seguir la corriente? La idea no era muy atractiva. Ni la perspectiva de verse implicado en política.

¿Por qué Bubbacub, jefe de toda la Sucursal de la Biblioteca en la Tierra, está implicado en un oscuro proyecto terrestre? En algunos aspectos, el pequeño pil era el extraterrestre más importante del planeta, aparte del embajador timbrimi. En comparación con su Instituto de la Biblioteca, la organización galáctica más grande e influyente, el Instituto de Progreso de Fagin parecía una barraca de feria. ¿Había dicho Martine que iba a ir a Mercurio?

Bubbacub contemplaba el techo, ignorando aparentemente la conversación. Su boca se movía como si cantara algo en una escala inaudible para los humanos.

Los brillantes ojos de Culla observaban al pequeño Jefe de la Biblioteca. Tal vez podía oír la canción, o tal vez también a él le aburría la conversación hasta el momento.

Kepler, Martine, Bubbacub, Culla… ¡nunca había creído que algún día estaría en una sala donde Fagin sería el menos extraño!

El kantén se agitó. Fagin estaba claramente excitado. Jacob se preguntó qué podría haber sucedido en el proyecto Navegante Solar para ponerlo así.

—Doctor Kepler, es posible que pudiera encontrar tiempo para ayudarles. —Jacob se encogió de hombros—. ¡Pero primero sería muy interesante averiguar de qué va todo esto!

Kepler sonrió.

—Oh, ¿no he llegado a decirlo? Oh, cielos. Supongo que últimamente evito pensar en el tema… Estoy todo el día dando vueltas a lo mismo…

Se enderezó e inspiró profundamente.

—Señor Demwa, parece que el sol está habitado.

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